XII

La asamblea en la Cooperativa fue un tumulto como era de esperar; el sector abertzale más combativo forzó una votación para parar la actividad y acudir en masa al funeral de Gorka Gaztambide. Izaskun votó a favor. Al fin y al cabo era un muchacho del pueblo, un vecino, muerto a tiros. Era un joven abertzale, así que era obvio que le habían matado los fascistas. No obstante, en su fuero interno, Izaskun tenía sus dudas. Si hubiera sido hace diez o doce años estaría segura, pensó mientras iba hacia el aparcamiento, pero ahora… las cosas no están así. No tienen necesidad de esto, salvo que el chico fuera importante por alguna razón.

Los periódicos abordaban la cuestión cada uno a su manera. Unos apuntaban la tesis del «ajuste de cuentas», que el muchacho andaba metido en algo sucio. Otros hablaban sin más de «terrorismo de Estado» y proclamaban que era un héroe. E incluso un diario esgrimía la tesis de que ETA se había equivocado de objetivo. Izaskun condujo despacio hacia su casa todavía con la precaución de mirar tras ella. Le quedaba el tiempo justo de cambiarse de ropa y acudir a la plaza desde donde saldría la comitiva hacia el cementerio nuevo.

Aparcó el coche en la esquina de siempre, y se dirigió al portal buscando ya las llaves en el bolso. Junto a su puerta dos vecinas charlaban en voz baja mientras la observaban.

Kaixo! —saludó una—. Hoy acabas pronto.

—¿Vas al entierro? —preguntó la otra.

Kaixo. Sí. Acabamos de votarlo en la asamblea —dijo mientras metía la llave en la cerradura.

—Ha sido una desgracia —dijo la segunda, más preguntando que afirmando.

—Sí. Lo ha sido. ¿Vais a ir?

—Yo sí —afirmó una.

—Yo tengo que abrir la pelu —se excusó la otra con cierta timidez—. Por cierto, ¿te ha encontrado tu amigo?

—¿Amigo?

—Sí, un chico guapo que preguntaba por ti. Me dijo que no te había encontrado en casa.

—¡Ah!, no. Bueno voy a cambiarme. Luego nos vemos allí. ¿No te dijo cómo se llamaba?

—No. No le pregunté.

El móvil empezó a sonar cuando Izaskun dejaba el bolso sobre el taquillón de la entrada y sintió pánico cuando un silencio y una respiración pausada fue toda la respuesta. Le dieron ganas de lanzar el aparato contra el suelo, pero se contuvo en el último momento y dejó salir una carcajada nerviosa. Mientras guardaba de nuevo el teléfono, Izaskun pensó que tal vez no era una buena idea ir al cementerio. Y sus temores se confirmaron cuando llegó a la plaza y vio el impresionante despliegue de ikurriñas, de jóvenes de toda la comarca y de ertzainas con sus pasamontañas y sus cascos.

El féretro salió del Ayuntamiento a hombros de los chicos de su cuadrilla, decenas de puños en alto, consignas y gritos. La familia fue impotente ante la avalancha de chicos y chicas ansiosos por rodear al ataúd e Izaskun se vio arrastrada al centro de la plaza por una marea humana que se vio incapaz de atravesar.

Por fin consiguió colocarse entre un grupo de compañeros de trabajo y cuando la marcha hacia el cementerio empezó a moverse lentamente vio a Santi que se acercaba.

—Te alegras de verme, ¿no?

Izaskun apretó los dientes mientras Santi, con una sonrisa helada se pegaba a ella. La cogió por la cintura y ella intentó zafarse, pero entonces se percató de que lo que Santi pretendía no era tocarla, sino que notara la fría dureza del metal en su cintura. Él le sonrió mientras ella bajaba la vista para ver la culata de la pistola.

En aquel momento, una violenta explosión sacudió la calle. El féretro con los restos de Gorka estaba ya dentro de su nicho y la explosión tuvo lugar más lejos, tal vez en un coche aparcado en el extremo más alejado del cementerio. Los gritos de hiltzaile! y ¡asesinos! empezaron a sonar por todo el camposanto y una especie de ola gigante empujó a la muchedumbre apartando a Santi de ella sin que éste pudiera evitarlo. Los ertzainas agrupados a ambos lados del cementerio se encontraron de pronto desbordados por gente que corría envuelta en nubes de humo negro y una lluvia de piedras.

Un nutrido grupo de jóvenes se había escabullido hacia la zona de la explosión, cerca de las ruinas de la ermita de San Cristóbal y desde allí hostigaban a pedradas a los ertzainas. Izaskun se vio elevada, casi sin poder tocar con los pies en el suelo, aplastada entre el gentío y volando más que corriendo hacia las calles más próximas. La excitación era tal que no podía discernir si temblaba aún de miedo, de rabia o simplemente lo único que quería era salir de allí.

En la puerta todo fue a peor. La aglomeración hizo que estallara la violencia aún con más fuerza; volaron ladrillos, pelotas de goma y gases lacrimógenos. Grupos de jóvenes con la cara tapada arremetieron contra un equipo de cuatro ertzainas descolgados del grueso de la fuerza y la batalla campal se generalizó mientras el humo de los gases impedía respirar a decenas de personas atrapadas entre dos fuegos.

Izaskun empezó a sentir el picor en los ojos y oyó los estruendos de las pelotas de goma estrellándose contra la pared a escasa distancia de su cabeza. Tropezó con una moto arrimada a la acera que le hizo caer al suelo. Cuando trató de levantarse, aturdida, unos brazos la elevaron del suelo y se encontró frente a Eduardo.

Izaskun se abrazó a él con fuerza un instante y luego ambos se metieron por uno de los callejones del barrio viejo alejándose rápidamente del cementerio. Santi había desparecido.

—Estás blanca como la pared —dijo él cuando pararon un momento para respirar—. ¿Has perdido la práctica?

—¿Qué haces aquí? —dijo ella—. ¡Por Dios! —y le abrazó de nuevo.

—Es evidente que te pasa algo y me he enterado de esto…

—¡Por Dios!, ¡por Dios! Volvió a exclamar ella cubriéndole de besos.

Caminaron en silencio por calles secundarias hasta que desembocaron en Erdiko. Había mucha gente y no se veía ni un ertzaina. En algún momento, Izaskun creyó ver la figura de Santi, pero probablemente era más producto de su miedo que una realidad.

Las manos le temblaban cuando metió la llave en la cerradura de su portal y cuando apretó el botón del ascensor. Se volvieron a abrazar en silencio.

—¿Me vas a decir lo que pasa? —preguntó él. Izaskun no contestó y estalló en nerviosos sollozos.

Entraron en el piso e Izaskun se dejó caer en uno de los sillones del saloncito. Fue Eduardo el que preparó café en la cocina y el que lo sirvió. Y fue Eduardo el que se sentó a su lado, sobre el brazo del sillón y le acarició la cabeza.

—¿Por qué has venido? —preguntó ella, feliz por tenerle.

—No soy idiota. Te pasa algo y me lo vas a decir. Oí lo de la manifestación de hoy y pensé que debía estar aquí, contigo.

—No sé que quieren, Edu.

—¿Quiénes?, ¿qué te han hecho?

—Ellos, ¿quién va a ser? La Gestapo, me han enviado a uno de sus esbirros.

—¿Qué estás diciendo?

—Entraron en mi casa, aquí, y ahora esto.

—¿Entraron?, ¿aquí?

—Sí. Aquí.

—¿Y qué quieren de ti? —preguntó Eduardo en un susurro. El café caliente le quemaba en la garganta. La casa estaba en silencio, como si el mundo exterior no fuera capaz de alcanzarles allí.

—No lo sé. Puede que sólo asustarme. Me perseguía. ¿Qué está pasando, Edu?, ¿van detrás de él y me acosan a mi?

—No lo sé. Podría ser.

—Por qué. ¿Qué sabes tú?

—¿Se llevaron algo?

—No, no se llevaron nada. ¿Qué sabes tú?

—No sé nada Izaskun, en serio. Sólo sé que Iñaki me llamó y me dijo que estaba harto. No sé nada más.

—Fue a verte —dijo ella tensa—. Te dijo que estaba harto ¿y nada más?, ¿y esperas que me crea eso?

—Te has de ir. Lejos de aquí.

—No quiero irme a ningún sitio —dijo ella elevando la voz. Eduardo se puso un dedo sobre los labios para que callara. Luego se levantó y lanzó una mirada circular por el salón. Miró tras los libros. En el marco de los cuadros. Salió al recibidor y hurgó en el teléfono. Llevaba en la mano un pequeño aparato electrónico cuando volvió.

—Haz una maleta —le dijo bajando mucho la voz—. Lo que necesites para un fin de semana largo.

—¿Y a dónde voy? —preguntó Izaskun. Tengo que trabajar, no puedo desaparecer así como así.

—Tómate unas vacaciones —susurró Eduardo abrazándola—. Ponte enferma, lo que se te ocurra. —Ella asintió, asustada y él bajó más la voz—. Ven conmigo, sé de alguien que nos ayudará.

A las siete y quince minutos Maestre supo que Iñaki no vendría.

Maestre recogió sus cosas y, sin entretenerse, se encaminó hacia el paseo de Pereda y de allí, paseando como si tuviera todo el tiempo del mundo, a la librería de la calle Alta. Ojeó unos cuantos libros y finalmente tomó un anodino ejemplar en inglés sobre la Ética de la Política. Eso seguro que no le interesa a nadie, le había dicho a Germán. Detrás del libro, en el ángulo oscuro, no había nada. Si no ocurre nada me dejas un paquete de cigarrillos vacío, si es grave no dejes nada, no te acerques por allí y nos citamos en el segundo punto. Estaba seguro que Iñaki no vendría, que su frágil relación se había roto, pero aún así no tenía más solución que seguir el procedimiento.

Volvió al hotel con la sensación de que aquello se le estaba yendo de las manos. Tal vez había tensado demasiado la cuerda y todo había terminado. Celos. Puros y simples celos. Pero, Domingo estaba muerto ¿Qué sentido tenía vengarse ahora? Es como si yo a estas alturas, tuviera celos de mi viejo amigo, Luisa, de tu querido y fallecido esposo. Tal vez has tragado mucha mierda Iñaki y has decidido que ya era suficiente.

Redactó un informe escueto, lo encriptó y lo envió inmediatamente. Se durmió pensando que los celos podían ser una razón tan sólida como la ética o tal vez mucho mejor, pero algo sigue sin cuadrar y me lo vas a tener que contar, Iñaki. Se sentía agotado, falto de sueño y con una vaga necesidad de oír alguna palabra amable. Abrió el pequeño teléfono móvil y marcó el número de Luisa, pero esta vez fue ella la que no descolgó y con apenas dos timbrazos saltó un contestador con el que no quiso hablar.

Por la mañana, Maestre alquiló un coche y enfiló la carretera de la costa, en dirección oeste. Llegó hasta Suances y no dejó de mirar tras él durante todo el trayecto, aflojando la marcha cuando un coche se colocaba tras el suyo, acelerando de improviso y parando a menudo con cualquier excusa. Tenía por delante unas cuantas horas, así que buscó un lugar donde comer, con mucha calma, y luego un discreto café disimulado en el centro del pueblo.

Un par de horas después se encaminó a la iglesia. Hacía siglos que no entraba en una. Su religiosidad no casaba bien con la parafernalia del clero y le molestaba sobremanera el olor de las velas, la penumbra y esa cierta hipocresía que parecía impregnar las piedras, más allá de los humildes servidores de Cristo. Se santiguó y luego se fue directo hacia el lado derecho, a una de las pequeñas capillas dedicada a una virgen barroca. No había nadie. ¿Qué has hecho Iñaki?, ¿te has dejado atrapar o es que me has estado engañando?

Esperó todavía unos minutos. Así que se ha cabreado de verdad, se dijo. O eso o las cosas van rematadamente mal.

Salió de la iglesia al poco rato. Su cabeza iba a cien por hora tratando de organizar algo parecido a un plan. Bien, se dijo, lo primero es ver qué manda Valdés. Volvió rápidamente a Santander. De camino a su hotel se detuvo todavía en la academia. No había noticias de su alumno y Kewell se había ido temprano aquella tarde. Se dio cuenta entonces que tampoco sabía dónde o cómo localizar al inglés. No había mensajes en el hotel, aunque tampoco lo esperaba. Ya en su habitación, Maestre sacó el portátil de su escondite en el cuarto de baño y lo conectó a la red. ¿Qué me ocultas Iñaki, qué te pasa? Una vez más, hurgó en los ficheros de La Casa. Había algo extraño en su propia cabeza y casi sin quererlo fue a parar a Argel, 1987. Domingo había muerto de forma accidental según todos los indicios. Rebuscó entre decenas de documentos pero no había manera de encontrar ninguna sombra de duda, salvo dos detalles; uno la sempiterna y policial pregunta: ¿a quién beneficia?, el otro el artículo de Eduardo Navarro en el que manifestaba lo que todo el mundo pensaba, que era demasiada coincidencia, pero aparte de eso nada más. Las crónicas periodísticas, como los informes de los servicios secretos, coincidían, pero Maestre estaba seguro que los segundos se nutrían de los primeros, así que la fuente seguía siendo la misma. Las autoridades argelinas no habían investigado y habían dado por buena la tesis del accidente. Había otra posibilidad apuntada por algunos informes: que Domingo estuviera haciendo algún tipo de entrenamiento en un campo y se hubiera partido el cuello haciendo alguna maravilla, pero eso era algo improbable. A los cuarenta y cuatro años se es joven para muchas cosas pero no para ir dando saltos por ahí en un campo de ejercicios. Así que nos quedamos con el accidente. Si pudiera encontrar un indicio, se dijo, Iñaki no podría negarlo y podríamos aclarar algo. No obstante, la pregunta era, ¿de qué me sirve a mí aclarar eso, si es que hay algo que aclarar?

Entonces se le ocurrió otra vía de investigación. ¿Quién estaba en Argel aparte de Domingo? El servicio debe tener información sobre militantes que se entrenaban en Argelia en aquellos años. En contra de lo que había esperado, apenas si había información. O bien Argelia no era ya entonces un buen lugar para el entrenamiento o los servicios secretos habían andado perezosos. Sólo se hablaba en un documento, vagamente, de un campo «3» en el desierto donde «algunos comandos etarras han recibido instrucción». Nada de nombres. Y entonces un tintineo le advirtió de nuevos mensajes en su buzón.

Había respuesta de Valdés. Maestre descifró el mensaje; Nada sobre Germán. Pero había algo más, otro mensaje remitido por un número de Hotmail, tal y como le había enseñado a Eduardo Navarro. El mensaje era el acordado. He cerrado el trato, la venta está hecha.

Navarro quiere hablar conmigo. Estáis todos en esto, ¿qué hostias pasa?

El bar ocupaba una esquina frente a la bella catedral gótica de Burgos. Maestre echaba maíz a las palomas en un rincón junto a la verja, hasta que vio llegar a Navarro, a pie. Iba solo pero antes de entrar en el bar se volvió a medias y lanzó un discreto saludo con la mano hacia el fondo de la calle. Había una mujer en la esquina. Desde el lugar donde estaba, Maestre no pudo verle la cara. Llevaba un chaquetón oscuro, bolso colgado del hombro y el pelo corto. La vio cómo se volvía de espaldas y empezaba a recorrer las tiendas de objetos de decoración y de libros frente a la inmensa catedral. Maestre se movió despacio hacia su izquierda, dando también la espalda hasta asegurarse que había salido del campo de visión de la mujer y luego entró en el bar por una puerta diferente, fuera de su posible mirada. Navarro estaba sentado en un rincón, de cara a la puerta y aún no había nada sobre su mesa. El bar estaba lleno, al menos con la suficiente gente como para que nadie se fijara demasiado en ellos.

—Te dije que vinieras solo —dijo Maestre nada más sentarse a su lado.

—Ella forma parte de esto. De hecho ella es la razón de esto.

—¿Es Arriola?

—Eso es. ¿No la conocías?

—¿Qué ocurre? —preguntó Maestre sin contestar.

—Necesito ayuda. Izaskun necesita ayuda.

—¿Qué clase de ayuda?

—La han amenazado.

Maestre calló mientras el camarero colocaba una cerveza ante Navarro. Él pidió otra y encendió un cigarrillo. Tiempo para pensar.

—¿Por qué no habéis ido a la policía? —preguntó Maestre.

—¿Policía? Ella no iría nunca a la policía.

—¿Ni a la ertzantza?

—Vive en Mondragón, ¿recuerdas? No puede ir ni a la ertzantza sin que se enteren. Además, ¿qué va a decir?

—Oye. Yo no puedo hacer nada, ¿lo entiendes? Estamos metidos en un asunto muy gordo. No estoy para esto.

—¿Y para qué estás entonces? Tampoco estoy yo para poner en contacto desertores con espías.

—No soy un espía —dijo Maestre con lentitud.

—Me da igual lo que seas. Tienes que ayudarla.

—¿Y qué crees que puedo hacer?

—Protegerla.

—Si de verdad crees eso que dices tienes que hacer dos cosas. Primero, denunciar las amenazas a la policía. Y segundo, llevártela. A tu casa. ¿Qué pasa?, ¿que no quiere estar contigo?

—Creí que eras un tipo honrado.

—Y yo que eras un tipo inteligente.

—¿Eso es todo? ¿y qué le vas a decir a Iñaki?, ¿qué Izaskun te importa un pito y que no es tu problema?

—¿Ella está en contacto con Iñaki?

—¡Vaya! Ahora sí estás interesado.

—Yo no te engaño. Lo sabes. ¿Está en contacto con Iñaki sí o no?

—No. No le ha visto.

—¿Pero tiene modo de llegar hasta él?

—¡No lo sé!, qué importa eso. Tú le ves… —Navarro se quedó mudo un momento—. ¡Le habéis perdido! No le ves, ¿verdad?

—¿Qué sabes de Izaskun y de Domingo?

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—Eso no tiene nada que ver.

—¿Con qué no tiene nada que ver?

—Con lo que sea que te pase —contestó furioso Navarro—. Le habéis perdido.

—A mí no me pasa nada. Tú me has llamado, ¿recuerdas? Eres tú quien tiene problemas, o ella. Tanto me da.

—No. No eres nada honrado —le espetó Navarro.

—Te ofrezco un trato. Quiero saberlo todo sobre Izaskun y Domingo. Hasta el último detalle. Si me convences la ayudaré.

—¿Sabes?, eres un maldito cabrón. Tienes que ser un poli.

—Es posible que lo sea, lo del maldito cabrón. De poli, nada. Pero eso da igual. El asunto es que me necesitas. ¿Hay trato o no hay trato?

—Vete al infierno.

—Ya estamos en el infierno. La cuestión es si quieres salir o no.

—¿Qué quieres saber? —bufó Navarro tras un silencio.

—¿Era Domingo el hombre de Izaskun?

—Lo era.

—¿Hasta dónde?, ¿era su mujer?

—No, no era su mujer.

—Su amante —afirmó Maestre más que preguntó y Navarro asintió. Maestre no quiso recordarle aquello de que entre ellos no había amantes—. ¿Cuándo él murió lo eran todavía?

—Supongo.

—Sé un poco más explícito.

—Por lo que yo sé estuvieron liados muchos años. No sé detalles, pero si sé que estaban liados.

—¿Iñaki lo sabía?

—Claro. Todo el mundo lo sabía.

Hubo un silencio. Maestre tomó un trago de cerveza tratando de montar el rompecabezas.

—¿Qué crees? —preguntó Navarro.

—Eso no importa. No importa lo que yo crea. Lo que importa es la verdad y tú y tu amigo Iñaki me habéis mentido. Él se está vengando de la organización, pero no sé por qué… aún. Al fin y al cabo Domingo está muerto. Si quería vengarse… —Maestre se quedó callado un momento ante una respuesta que no había querido aceptar, aunque le rondaba por la cabeza.

—¿Qué? —inquirió Navarro.

—Que una venganza puede ser retorcida. Los celos son muy jodidos.

—No te entiendo.

—Quiero hablar con ella —dijo Maestre.

—¿Con Izaskun? No creo que quiera hablar contigo. Además, tampoco sabe que existes. Ella está fuera de esto.

—¿Por qué ha ido a ti? Hace años que no te ve. Tiene otros amigos. Seguro que tiene familia.

—Confía en mí —dijo Navarro.

—¿Y por qué confía en ti?

—Muy sencillo, ¿o no sabes lo que es la amistad?

—Formabais un trío perfecto, Navarro. Tres amigos, tú, Domingo e Iñaki. Todos metidos hasta las cejas en la organización. Todos liados con la misma chica. Y ahora Iñaki arremete contra ellos a través de ti, volvéis a verla los dos. ¿Qué pasa?, ¿la compartís de nuevo?

—Si no fuera porque soy un tío pacífico te partiría la cara. —Dijo Navarro en voz baja y contenida—. O tal vez no lo hago porque en el fondo no soy ningún valiente y me temo que podrías conmigo.

—No nos pongamos violentos —respondió Maestre con un toque de cinismo—. Desde el primer momento me habéis engañado, tú y él. De él aún lo entiendo, se guarda las espaldas, pero, ¿y tú?, ¿a qué carta juegas? He estudiado el expediente de Domingo, el accidente de Argel. Sí; todo cuadra, un accidente de coche, las autoridades argelinas lo analizan, un informe impecable, la organización lo acepta sin más. El gobierno español también. Todo el mundo de acuerdo. No hay ni una voz discrepante, ¡bien, sí! Una voz, una sola voz discrepa de la versión oficial. ¿Te suena? —del bolsillo de la americana, Maestre sacó una hoja de impresora y la desdobló ante Navarro—. Esto está publicado, ya sabes en qué revista, el 8 de marzo de 1987, lo firma un tal Eduardo Navarro, ¿te leo?: «La muerte de Domingo Uribe Abadiano, en un supuesto accidente de tráfico, abre nuevos interrogantes sobre el destino de las conversaciones de Argel, pero los primeros interrogantes son los de la misma muerte. ¿No ha sido un accidente demasiado oportuno?, ¿no beneficia su muerte a los que, desde dentro y desde fuera, no creen en una solución negociada?», ¿sigo? —preguntó Maestre.

—¿Y qué? —contestó Navarro con sequedad—. Eso lo pensaba entonces. Nadie se creía que fuera un accidente aunque no lo dijeran.

—¿Y ahora qué piensas?, ¿has visto la luz y ya sabes que fue un accidente?, ¿cambiaron las condiciones objetivas, como decís tú y los tuyos?

—¡Vete a la mierda!

—Sí. Eso es. Es una cuestión de mierda. ¿Qué pasa?, No lo acabo de entender, señor periodista. ¿Por qué hacéis esto ahora? Domingo está muerto. El tipo que os birló la novia a los dos está muerto y enterrado. ¿Quién lo mató?, aunque… ¡qué importa eso ahora!, ¿verdad?

Maestre se echó atrás en la silla. Navarro le vio como un ave de presa que había clavado las garras y no las iba a soltar tan fácilmente. En el fondo su temor era que todo aquello acabara tragándose a Izaskun y eso era un temor real, práctico. Estamos jugando con fuego, Iñaki, amigo, se dijo. Y nos vamos a quemar todos en el infierno.

—Eso lo dices tú —dijo Navarro—. Te juro por mi madre muerta que nunca he pensado en nadie en concreto, nunca he tenido la menor prueba que desmintiera el accidente. Nunca. Y me importa una mierda si me crees o no. Pensé que a Domingo le habían matado. Por supuesto. Pero a estas alturas eso ya no importa. Supongo que dejó de importar a la semana siguiente. Unos y otros le querían fuera. ETA porque no estaban de acuerdo con él y no sabían cómo pararlo. Los tuyos porque al fin y al cabo para vosotros no era más que un pistolero y os daba igual tratar con él que con Atxon. No, no puede ser.

—Tú sospechas del mismo que yo —dijo Maestre.

—No. Es una suposición. No tienes nada, no puedes…

Del bolsillo de la americana, como si fuera la chistera de un prestidigitador, Maestre sacó otro folio de impresora. Éste era de una carta, una carta fotografiada y digitalizada en el ordenador, una carta con un sobre sin remite, dirigida a Izaskun Arriola desde algún lugar con un matasellos casi ilegible donde sólo podía verse Republique Français. «… no me fío de Iñaki», leyó Maestre en voz alta, «era un mocoso pero ahora es amigo de Mikel y de otros como él que se creen que son la nueva generación, que si desaparecemos ellos llevarán las riendas y conseguirán lo que nosotros no hemos conseguido. Me mataría si pudiera, pero no le daré ese gusto. Te quiere a ti y por eso me odia y no dudaría en pegarme dos tiros o arrancarme los huevos…».

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Navarro lívido—. ¿Así que sois vosotros los que habéis entrado en su casa?

—Pregúntaselo a ella. Ella lo sabe. Ella sabe que Domingo estaba al tanto de las andanzas de Iñaki. Vuestra gran chica lo sabe todo. Y apostaría algo a que también sabe que Iñaki le mató.

—No —negó Navarro con la cabeza—. Tú tienes una mente retorcida, ella no. Ella no tiene ni idea. Nunca lo hubiera imaginado. Y te diré algo. Yo tampoco lo creo. Sois vosotros los que habéis entrado en su casa —se puso en pie, furioso—. ¡Sois vosotros! ¡Joder, teníamos un trato, ella se quedaba fuera!

—No; Iñaki y tú la habéis metido, Navarro. Aquí no hay nadie fuera. Yo de ti aprendería la lección. No tienes alternativa, sólo yo puedo ayudarte. Si tus amigos se enteran de esto la matarán. Las cartas de Domingo demuestran que Iñaki tuvo algo que ver con su muerte y los originales los tiene ella. Está en la cuerda floja.

—Peligra tu cabeza, ¿verdad? —preguntó Navarro.

—Más de lo que te crees y haré cualquier cosa por salir de ésta.

—¿Le vas a ayudar entonces? —inquirió Navarro, tal vez suplicante por primera vez.

—Vamos. Siéntate —dijo Maestre—. Hablemos de eso. Tal vez podamos montarle algo.