XVIII
Maestre dejó el coche en una zona azul de la avenida Calvo Sotelo y cruzó por los jardines de Pereda en dirección a la Estación Marítima. A juzgar por el movimiento de gente, el ferry de Plymouth acababa de atracar y una larga cola de taxis esperaba junto al muelle. A lo lejos, a la izquierda, se podía ver la silueta iluminada del palacio de La Magdalena, brillante como el sol de la mañana. Una vez en la estación se dirigió a la cafetería y se colocó estratégicamente, en una mesa alejada de la puerta pero con una visión total. El local era como otros tantos en estaciones marítimas, de ferrocarril o de aeropuertos. Dos camareros con aspecto centroamericano se esforzaban por atender a una nube de clientes ansiosos por quitarse los restos del mareo a base de café o por tomar un refrigerio antes de embarcar.
Las señas que Kewell le había dado eran tan precisas como era de esperar, de modo que no le preocupaba encontrar a su hombre. Tal y como Kewell le había señalado era alto, sólido, pelirrojo, con una mano en la que faltaba la mitad del dedo índice, algo que el recién llegado se preocupó de que quedara bien de manifiesto colocándola sobre el tabardo de grueso paño azul, al estilo del caballero de la mano en el pecho. Maestre desplegó ostensiblemente el Times que fingía leer y el pelirrojo se acercó despacio hacia él, con el modo de andar típico de los marineros, las piernas separadas y la cadencia lenta, como si temiera que el suelo empezara a temblar bajo sus pies. Tras él quedó un joven cetrino, delgado, casi una cabeza menos de altura que el pelirrojo, pero con una mirada que a Maestre se le antojó peligrosa. Se quedó junto a la puerta, con las manos metidas en los bolsillos del modelo de tabardo igual al de su compañero.
—¿Me va a invitar a una pinta? —dijo el pelirrojo en buen español, plantándose frente a él. Cualquiera en su sano juicio no se hubiera atrevido a negárselo, aunque la respuesta no hubiera sido la contraseña acordada.
—¿Va a ser negra o blanca? —respondió Maestre. El pelirrojo sonrió y se sentó en la única silla vacía haciendo un gesto al camarero con la mano, como si fuera él el que accionara la palanca del barril.
—El camarero y yo somos viejos amigos —dijo el pelirrojo extendiendo la mano—. Me llamo Michael.
—Yo soy Merino, Santiago Merino. ¿Su amigo no bebe?
—¿Elías? ¡Ya lo creo que bebe! —rió el pelirrojo con una risa fuerte y franca—, pero ahora su trabajo consiste en quedarse ahí. Es muy disciplinado. —Calló un momento para dejar que el camarero dejara la pinta de cerveza, rubia, ante él. Maestre tomó un sorbo de su café y dejó que el pelirrojo continuara—. El señor Kewell dijo que necesitaba usted un par de muchachos decididos y yo siempre hago lo que el señor Kewell me aconseja.
—¿Y él? —señaló Maestre con la cabeza hacia la puerta.
—Elías y yo siempre vamos juntos. Es libanés. Le conocí allí durante la guerra y le salvé el pellejo. Ya sabe cómo va eso. Es un buen marino y de toda confianza. Y no es musulmán, lo que ya es decir algo. ¿Ha oído hablar de los maronitas?
—Algo.
—Son unos tipos curiosos. Árabes, pero una mezcla de papistas y musulmanes. Aunque si me oye Elías se mosquearía, ¿no dicen ustedes se mosquearía?, sí, eso. Les da la pájara de decir que son fenicios, lo cual no sé qué quiere decir, la verdad. ¡Oh! Estoy hablando demasiado. Usted dirá. Kewell no me ha dado detalles.
—¿Se conocen desde hace mucho?
—¿Kewell y yo? Sí, le aseguro que hace mucho. Se asombraría de lo que hemos viajado juntos.
—Se trata de un asunto complicado.
—¿Cómo de complicado?
—Terreno hostil. Vigilancia. Hará falta equipo nocturno, pero sobre todo nada de utilizar las armas.
—Es mi lema. ¿Oposición?
—Cuatro, cinco a lo sumo.
—¿Tenemos planos?
—Aquí —Maestre se señaló la cabeza—. Se lo dibujaré con todo detalle.
—Excelente. ¿Nos acompañará usted?
—Por supuesto.
—Lista la primera fase, pasemos a la segunda.
—Sí. Esto es para usted —le alargó un sobre repleto de billetes—. Es para cubrir sus primeros gastos. Cuando terminemos el trabajo habrá más. —Michael asintió guardándose el sobre. Maestre sacó un papel doblado del bolsillo—. Les he reservado habitación aquí.
—Perfecto. —El pelirrojo se guardó también el papel en el bolsillo y luego dio un trago que dejó temblando la pinta de cerveza—. Ahora hablemos de la tercera fase, ¿no le parece?
Maestre recordaba bien el lugar. Muy bien. Le había dicho a Michael las principales características, como que era una antigua casa solariega, de arquitectura castellana un poco incongruente en la sierra. Una sola planta dividida en dos alas y en el centro un curioso portal columnado. Las ventanas estrechas, enrejadas y con excelente visibilidad a los cuatro puntos cardinales.
Los tres hombres se acercaron juntos, confundiéndose con las sombras. Hay jardín alrededor, pero sin árboles, de modo que una vez saltada la tapia hay que reptar o arrastrarse. Lo mejor es la noche sin luna, claro y eso lo podemos elegir pero hay cámaras de infrarrojos. Hubo que neutralizar al vigilante de la puerta, un muchachote de cara roja, asalariado de una compañía de seguridad privada que no sabía ni qué estaba vigilando. Claro que, les dijo Maestre, el vigilante no es más que un señuelo. Lo verdaderamente difícil viene después. Hay un agente paseando por la oscuridad y ése sí es un profesional. Tiene que reportar al control interior cada diez minutos, pero no es raro que se demore hasta media hora, así que ése es el tiempo que tenemos desde que le neutralicemos.
Elías, el libanés, resultó de un eficacia rayana en el virtuosismo. Cuando el joven vigilante de la garita salió a hablar con el conductor del vehículo, Elías se deslizó tras él como una sombra y en un abrir y cerrar de ojos estaba sin sentido tras unos setos, con una ancha cinta adhesiva tapándole la boca, alrededor de la cabeza, y las finas ligaduras de plástico en brazos y pies: ready for the shipment, murmuró Elías en voz baja.
Vestidos de negro, boca abajo en el suelo y en absoluta inmovilidad, los tres esperaron pacientemente hasta que el agente del jardín se detuvo a unos pasos de ellos. Las luces del porche iluminaban apenas un círculo alrededor de la puerta de la casa, pero Maestre sabía bien que dos cámaras, estratégicamente situadas, controlaban un amplio cono que dejaba libre, solo, el lugar donde se habían situado. La entrada, les había explicado Maestre, la haremos por la carbonera, hay sensores pero sé cómo neutralizarlos. El conducto es muy estrecho, sólo alguien muy delgado, Elías, puede pasar. Ni hablar de la puerta principal. El control está en el ala derecha, la norte, pegada a la puerta, un hombre solo que hace guardia toda la noche, así que puede que esté dormitando o viendo la televisión. Se accede por una sola entrada, está cerrada por dentro, pero si alguien llama desde fuera la suele abrir sin problemas; es una puerta de madera muy gruesa.
Michael hizo un movimiento tan rápido que a Maestre se le antojó fugaz. Agarró al agente por los tobillos, estiró con fuerza de él aplastándolo contra el suelo y noqueándolo con un certero golpe en la nuca. Mientras Maestre corría hacia la pared lateral, Elías empaquetaba el agente del mismo modo que al joven vigilante.
La caja de fusibles estaba en el mismo sitio que Maestre recordaba, hacía mucho tiempo sí, pero los dos meses largos que había pasado en aquel lugar no se olvidaban fácilmente. Algunas veces eran dieciséis horas de interrogatorios, otras interminables horas muertas, sin nada que hacer, con la única actividad de pasear alrededor del edificio, cuatrocientos doce pasos de perímetro, veintiuno desde la carbonera hasta la pared. Metro y medio desde el suelo a la caja. No sabía por qué, pero aquellos días había memorizado infinidad de detalles como la disposición de la caja de fusibles, la orientación y el número de las ventanas, las cámaras. ¿Qué opinas de Eta? le había preguntado uno de sus interrogadores. Maestre había reído y su interrogador había terminado por reír también. Luego había adoptado el tono cómplice: ya me entiendes, quiero decir si les ves eficaces, si hacen las cosas bien. Funcionan tan bien como la mafia, había contestado él, unos mejor que otros, pero la finalidad lo corrompe todo, nadie puede estar satisfecho de un trabajo así. ¿Y tú?, ¿estás satisfecho? Yo no he matado a nadie… hasta ahora. ¿Ha cambiado algo después de… eso? ¿A qué te refieres? Vamos teniente, sabes a qué me refiero. Hay quien no soporta ver sangre y menos si la ha provocado él mismo. Soy un soldado, ¿crees que no voy a soportar la sangre?
Pero aquel interrogador no fue el peor, ni mucho menos. Recordaba más a número dos, le llamó así porque fue el segundo de sus interrogadores, claro. Un tipo grande, con el pelo a cepillo, español, desde luego, pero con un tremenda pinta de yanqui, seguramente educado en la Escuela de las Américas. Recordaba sobre todo su aliento en la cara, sus gotitas de saliva salpicándole las mejillas, pero Maestre también estaba bien educado, así que era capaz de dejar la cabeza lejos de allí, sin siquiera oír los ladridos de número dos. ¿Quién te puso en contacto con ellos?, ¿desde cuándo les conocías?, ¡no me jodas, sé que estás con ellos!, ¡te voy a machacar los huevos y luego te echaré a los perros, cabrón! Le tuvo dos días sin dormir, con escasas desapariciones en la que era sustituido por un tipo con aspecto de rata y un pin de la Guardia Civil en la solapa. Seguramente número dos durmió tan poco como él, aunque no le sería difícil habida cuenta que debía ir hasta las cejas de coca o de algo peor.
No le costó nada extraer los goznes de la puerta de la caja, desenroscar el fusible de los sensores y luego cortar el cable correspondiente a la cámara enfocada a la carbonera. Un ligero destello con la minilinterna y el libanés, en un santiamén, forzó la puerta y se coló dentro. De la carbonera a la casa es lo más difícil, les había dicho, es una especie de rampa estrecha llena de pedruscos de carbón, pero la puerta es muy vieja y no tiene ningún cierre. De ahí vas a parar a la sala de calderas y una escalera sube hasta el piso.
El único problema podría ser que alguno de los dos hombres, o tal vez tres, que vigilaban al prisionero anduviera por la casa, despierto, pero nada lo hacía sospechar a las dos de la madrugada. Maestre y Michael se pegaron a la pared, junto a la puerta principal, esperando. No tardarás más de dos minutos, le había dicho Maestre al libanés, la escalera que va a las calderas está al otro extremo del recibidor, unos seis metros de la puerta principal en línea recta, a tu derecha quedará la puerta que comunica con las habitaciones y a tu izquierda la de la cocina.
Pasaron más de dos minutos, y más de tres. Del interior de la casa no llegaba ningún sonido. Hacía ya casi diez minutos que habían puesto fuera de combate al agente en el jardín, así que el tiempo ya corría en su contra. Michael parecía tranquilo, demasiado tranquilo y Maestre trató de confiar más en Elías. Pasaban cuatro minutos cuando les llegó un ruido sordo, como si algo pesado cayera al suelo y luego un tintineo ahogado. Los dos hombres contuvieron la respiración. Cuando se abre la puerta desde el interior, les había explicado, se desconectan los sensores, pero no las cámaras; no enfocan en picado, sino rectas, a media altura para ver bien a la persona que está ante la puerta, así que si se entra reptando se queda uno fuera del campo de visión.
La puerta se abrió en absoluto silencio y en ella, apenas iluminado por las luces exteriores, se recortó una escuálida figura. Elías sostenía en su mano una taza y se retiró hacia adentro para dejarles entrar.
—Creo que es manzanilla —dijo en español. Michael corrió a comprobar el hombre que yacía sin conocimiento y empaquetado ante la puerta entreabierta de la cocina—. Estaba ahí dentro y he esperado hasta que ha salido. No he querido dejar la taza en el suelo…
—Te importaría deshacerte de ella —murmuró Michael. El siguiente paso fue unos golpes poco discretos de Maestre en la puerta del vigilante y un gruñido que lo mismo podía haberlo hecho el centinela del jardín que un oso bajado de la sierra. Por un momento pensó que el encargado de las cámaras no se dejaría engañar, pero un minuto después la puerta se abrió y en la puerta apareció un joven policía nacional uniformado con la cara vuelta hacia el televisor encendido. No tuvo tiempo ni de volverse antes de que un golpe de la pequeña porra de goma de Maestre le derribara sin sentido.
—Este tipo tiene las muñecas como muslos de corista —se quejó Elías mientras le empaquetaba.
En la estrecha estancia sólo había tres pantallas encendidas de la media docena instalada. Una mostraba la verja de la entrada, otra la puerta principal del edificio y la tercera una habitación con un escuálido mobiliario, todo de un color verde desvaído, producto de la cámara de visión nocturna. Maestre se sentó frente a la consola y encendió otra de las cámaras, la que llevaba el letrero de «cuerpo de guardia». Allí la imagen era la de una habitación de tamaño regular con cuatro literas. Sólo una estaba ocupada y a una sólida mesa, pegada a la pared de la izquierda, había sentado un hombre joven, en camiseta, repantigado en la silla contemplando un televisor. La puerta de entrada, Maestre lo sabía bien, quedaba fuera de campo, debajo de la cámara de vigilancia, y al fondo, cerrada, estaba la que daba al dormitorio-celda del «inquilino». Ahí había pasado dos largos meses de internamiento cuando el servicio estaba interesado en sacar de él toda la información posible, la consciente y la inconsciente. El desgraciado asunto de Barcelona, con el resultado de tres muertes, había dejado al descubierto mucha incompetencia y otras tantas incógnitas, así que Miguel Maestre había sido el chivo expiatorio de una supuesta conspiración. El hecho de que le consideraran inocente no había hecho cambiar la decisión de sus superiores de despeñarlo al Centro de Instrucción de reclutas en Cartagena y sólo alguien agradecido, y muy alto en la jerarquía del Estado, le había devuelto a La Casa en la carretera de La Coruña.
—¿Está ahí dentro? —inquirió el pelirrojo Michael.
—Sí. Es una habitación sin ventanas ni ninguna otra salida. Hay que entrar a través del cuerpo de guardia.
—Van armados, ¿no?
—Desde luego —respondió Maestre— pero no esperan nada irregular. Confían plenamente en las primeras líneas de vigilancia. Su puerta suele estar cerrada pero sin cerrojos.
Michael dio instrucciones en inglés a Elías y éste se acomodó frente a las pantallas de control encendiendo las que todavía permanecían apagadas. Luego Maestre y el pelirrojo se colocaron los pasamontañas y desenfundaron sus armas. El trayecto hasta el cuerpo de guardia, en la misma planta, lo hicieron sin ningún cuidado, remarcando el ruido de los pasos y charlando en voz alta. Nos aprovecharemos de su confianza, le había dicho a su equipo.
Abrieron la puerta sin que el chico que veía la tele se inmutara y antes de que pudiera abrir la boca la Glock de Maestre se quedó incrustada en su sien. Casi notó el temblor del muchacho, probablemente un recluta todavía en prácticas. Michael ya estaba sobre el que dormía, con el cañón de su Sig Sauer bajo la nariz. Era tan joven como el otro y el despertar había tenido que ser horrible porque tenía los ojos muy abiertos y el sudor le empezó a brotar de la raíz del cabello. De la cintura del que veía la tele, Maestre le arrancó el manojo de llaves, se las puso en la mano y con un movimiento de cabeza le indicó la puerta cerrada.
Iñaki estaba tendido, despierto, sobre la cama que Maestre recordaba perfectamente. Ancha, lo bastante cómoda para que el sueño fuera reparador. Habían repintado la habitación del mismo color gris y aún olía a pintura fresca. Maestre empujó al agente que encañonaba hasta casi aplastarlo contra la pared y luego lanzó a la cama la ropa de Iñaki que había sobre la silla. Dentro de él, sintió una sensación curiosa, como una satisfacción. En cierto modo hubiera deseado que, cuando era él el sometido a interrogatorio, alguien, armado de una pistola, hubiera entrado y se lo hubiera llevado de allí. Ni por un momento se dejó llevar por el hecho, innegable, de que estaba cometiendo una manojo de delitos, desde el secuestro a la traición pasando por el allanamiento, la agresión y el abuso de autoridad. Eso sin contar la desobediencia, la indisciplina, la ley de secretos oficiales. Desechó todos esos pensamientos mientras observaba los lentos movimientos de Iñaki. La luz que entraba del cuarto de guardia se reflejaba en el rostro pálido y ojeroso del etarra. Notó el temblor de sus manos y la extrema debilidad que todo él exhalaba. Era como un niño que acabara de aprender a atarse los cordones de los zapatos. Tras ellos, entró en la estancia Michael encañonando al durmiente y le lanzó sin miramientos contra la pared.
Antes de salir de la habitación, Maestre se llevó un dedo a los labios, en señal de silencio y les apuntó a ambos a la cabeza, sucesivamente, haciendo el gesto de disparar. Luego cerraron la sólida cerradura con dos vueltas de llave.
Iñaki apenas si podía andar, pero respiró profundamente el aire frío de la noche y apenas si lanzó una mirada a los cuerpos de los vigilantes atados y amordazados. Michael había roto los focos de la entrada y sólo la luz de la garita les indicó el camino de salida hacia la carretera en plena oscuridad. Cuando se acomodaron en el coche y se quitaron los pasamontañas, Maestre resopló y dijo:
—No hace falta que me lo agradezcas, pero no sé cómo voy a salir de esta.