Señoras, señores,
En la conferencia, en la charla anterior, yo dije que la palabra «argentino», que el declararse argentino, suscitaba en cualquier parte del mundo dos palabras, dos palabras que corresponden a un hombre y a una música: la palabra «gaucho» y la palabra «tango». Diríase que esa asociación de ideas es universal; por lo menos, yo lo he comprobado así en diversas regiones de América y de Europa.
A primera vista diríase que esas dos palabras, «gaucho» y «tango», no tienen nada en común. Yo creo, sin embargo, que hay una relación entre ellas, aunque el gaucho no bailó nunca el tango, y no lo conoció tampoco. Y de ello tenemos dos pruebas de las que Bacon llamaría negativas, y son dos estrofas, una de Ascasubi, que usa dos veces, si no me equivoco, en su obra, la palabra «compadrito», y lo define; pero no usa nunca la palabra «tango», y parece haber ignorado también la palabra «corte». Y la prueba, que es negativa, desde luego, está en una estrofa suya, en que describe un baile, que se supone ocurrir cerca de la bahía de Samborombón. Entonces, el poeta, después de haber hablado de uno de los personajes, un gaucho unitario, dice[32]:
Sacó luego a su aparcera
la Juana Rosa a bailar
y entraron a menudear
media caña y caña entera.
¡Ah china! ¡Si la cadera
del cuerpo se le quebraba!
pues tanto lo mezquinaba
en cada dengue que hacía
que medio se le perdía
cuando Lucero le entraba.
Ahora, si Ascasubi hubiera conocido la palabra «corte» la hubiera usado ahí y no hubiera usado la palabra de marcado acento hispánico «dengue».
El otro ejemplo me parece aún más probatorio; está en El gaucho Martín Fierro, publicado, según ustedes saben, en 1872. Hernández describe también un baile, un baile campero y orillero, lo describe por boca del sargento Cruz. Es aquel baile, recordarán ustedes, en que el guitarrero zahiere con unos versos a Cruz. Y Cruz, primero corta las cuerdas de la guitarra con el facón; luego lo reta a duelo, lo mata y dice, brutalmente:
Ahí lo dejé con las tripas,
como pa’ que hiciera cuerdas[33].
Pues bien, en ese pasaje hay una estrofa, con las rimas, en la cual hay tres rimas en «ango». Y esas rimas son la palabra «fandango», palabra española; luego, la palabra «changango» —que se aplicaba, cuando yo era chico, no sé si todavía se usa, a una guitarra mala o vieja— y luego dice: «Y todo se volvió pango», es decir, confuso[34]. Ahora bien, si Hernández hubiera conocido la palabra «tango», hubiera sido mucho más fácil colocarla en el verso que «fandango», «changango» y, sobre todo, «pango», que no he oído ni he leído nunca fuera del texto de Hernández[35].
Y, sin embargo, el gaucho influye sin saberlo en el tango. Y esto se debe a dos razones. En primer lugar, había una afinidad entre el compadrito —un plebeyo criollo de la ciudad, o de las orillas de la ciudad, que estaban muy cerca del Centro, ya que la ciudad era chica—, y el gaucho. Por lo pronto, ambos trabajaban con animales. El compadrito podía ser matarife, cuarteador, carrero; sobre todo, los guapos más famosos salieron de esos gremios. Y además, esto es importante, me parece, el compadre no se veía a sí mismo como un compadre. El compadre se veía como criollo, y el arquetipo del criollo era el gaucho. Y esto podemos comprobarlo en la letra de «La morocha», uno de los tangos más antiguos, citado por Evaristo Carriego:
Yo soy la fiel compañera
del noble gaucho porteño,
la que conserva el cariño para su dueño
y luego la que lo despierta
cada mañana con un cimarrón.
Y además podríamos recordar aquella frase de Oscar Wilde[36], que dice que la naturaleza imita al arte[37]; es decir, que el compadrito si algo leía eran las novelas de Eduardo Gutiérrez, y si asistía a algún espectáculo, ese espectáculo era el Juan Moreira, de los hermanos orientales Podestá. Yo mismo he oído a mi amigo Nicolás Paredes (que he mencionado y de quien volveré a hablar), le he oído, al hablar de un famoso guardaespaldas suyo, Juan Muraña, la expresión: «Y llegó el paisano». Es decir, lo veía muy poco como un gaucho.
Además, los primeros compadritos eran gente criolla, y su faena era bastante parecida a la faena rural, y, sin duda, nunca se llamaron «compadres» entre ellos, ya que en la palabra «compadre» había un dejo despectivo, un dejo que ha persistido en la palabra y en las dos palabras que se derivan de ella: «compadrito», que se usa con cierto desdén, y luego «compadrón», que significa el que quiere imitar al compadre y no acierta, o el que propende, sin quererlo, a este compadre.
De suerte que ya estamos ante uno de los personajes del tango, el compadre. «Compadre», como todos los arquetipos, no existió quizá del todo, en ninguno de los individuos. Pero hubo varias clases de compadres. Y de ellas, vamos a ver ahora, la más interesante, a mi entender, que fue el tipo del guapo.
Y pensemos en lo admirable de que ese tipo existiera. No quiero decir que todos los compadres fueran valientes o fueran pendencieros, eso sería absurdo. Pero pensemos en la vida del compadre de las orillas de mil ochocientos ochenta y tantos en Buenos Aires, en La Plata, en Rosario o en Montevideo. Pensemos en la pobreza de esa vida en el conventillo, en las durezas y sinsabores de esa vida. Y pensemos que esos hombres crearon, sin embargo, lo que yo he llamado en algún poema —influido, sin dudas, por las novelas de Eduardo Gutiérrez y por las piezas de teatro que se tomaron de ellas— «la secta del cuchillo y del coraje». Es decir, se propusieron (sin lograrlo siempre desde luego, puesto que entre los valientes habrá habido también fanfarrones y cobardes), se propusieron como ideal el de ser valientes; crearon, a su modo, una religión.
Y recuerdo aquí un pasaje de una saga escandinava, que nos viene de la Edad Media, nos viene de un país muy lejano, en la cual les preguntan a unos hombres si ellos creen en Odín o en el Cristo blanco, el Cristo que acababa de llegar a las regiones boreales desde las tierras del Mediterráneo. Y entonces uno de los hombres contesta: «Creemos —o creo— en el coraje». El coraje era su Dios, más allá de la antigua mitología pagana o de la nueva fe cristiana. Y el guapo tenía también este ideal. En el Martín Fierro leemos: «Amigazo, pa’ sufrir han nacido los varones»[38]. Y Adolfo Bioy Casares me contó el caso de un peón de estancia, a quien tenían que hacerle una operación inmediata, de urgencia, y muy dolorosa. Le explicaron que iba a sentir mucho dolor, hasta le ofrecieron un pañuelo para que él lo mordiera mientras estaban operándolo, y entonces este hombre dijo, sin saber que estaba diciendo una frase digna de los estoicos, una frase digna de Séneca: «Del dolor me encargo yo». Y sufrió la operación sin que se notara ningún cambio en su cara. Es decir, se había propuesto ser valiente y logró serlo.
Ahora, el guapo, como he dicho, no era forzosamente un hombre de malas costumbres. Aquella frase que cité la otra vez, «Yo estuve en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio», quería decir, ante todo, que quien hablaba así, «el pibe Ernesto» (Ernesto Ponzio[39], autor de «Don Juan»), no había sido un hombre que había vivido de las mujeres o que tenía malas costumbres. Había sido, simplemente, un hombre a quien le ocurre esa desgracia, desgraciarse llamaban ellos, de matar.
Ahora, todo esto comportaba una técnica. Y esa técnica, según he sospechado y, creo, comprobado también, no era solo una técnica física, no consistía simplemente en el buen manejo del cuchillo y del poncho. Era también una técnica que podríamos llamar «psicológica». Es decir, el guapo iba llevando a su adversario a un terreno desventajoso, de suerte que, cuando llegaba el momento de la pelea, el adversario ya estaba vencido.
Sería curioso indagar si esa técnica se ha dado en otras partes del mundo. Por lo menos, en los westerns, que vienen a ser como una suerte de épica cinematográfica del cowboy, esa técnica no se da: el desafío es rápido. Generalmente consiste en pocas palabras; a veces, simplemente, como en un film que he visto hace poco, «soy fulano de tal, draw», es decir, «saque» la pistola[40]. Pero la técnica que yo he visto aplicada en los arrabales de Buenos Aires era distinta. Y voy a dar un ejemplo de ella, y aquí tendré que volver a mi amigo —cuya sombra anda sin dudas por aquí—, don Nicolás Paredes. Yo fui un testigo de esa escena.
Paredes había sido guardaespaldas de algún caudillo conservador, es decir que era enemigo público, digamos, de los radicales. Y yo estaba con Paredes, y con unos amigos, allá por el año…, bueno, no recuerdo la fecha, fue hace tiempo, y en la reunión, que ocurrió en la confitería Portones, en lo que hoy se llama, o que ya se llamaba, Plaza Italia, llegó un individuo con la evidente intención de provocarlo a Paredes.
Paredes era un hombre de setenta años, bien cumplidos. El otro era más joven, más fuerte, más violento. Pero posiblemente, por el hecho de ser más joven, no dominaba la técnica del pendenciero, quería resolver las cosas muy pronto. Llega este señor, tenía un aire más bien patibulario, se sienta en nuestra mesa —conocía a algunos de los concurrentes— y dice: «Y ahora los invito a todos ustedes a brindar por la salud del doctor Yrigoyen». Ahora, esto era, evidentemente, un desafío hecho a Paredes, que era conservador. Y yo esperaba alguna reacción de Paredes. Pero Paredes, sin inmutarse, dijo: «Muy bien, señor, yo estoy listo a brindar por cualquiera».
Ahora, en la palabra «cualquiera» ya había un dejo despectivo, porque ya quedaba reducida la estatura, digamos, del doctor Yrigoyen. Pero, el otro, naturalmente, tuvo que aceptar eso y entonces todos brindamos por el doctor Yrigoyen. Y luego pasaron cinco o diez minutos, y luego Paredes dijo: «Y ahora, señores, yo los invito a brindar por la salud del señor fulano aquí presente», e indicó a uno de los circunstantes. El provocador tuvo que brindar también, porque no tenía por qué insultar a este señor que estaba allí. Y, así, la escena duró más o menos una hora. Y se brindó por la salud de todos… ¡Hasta por la mía también! Porque Paredes dijo: «Y ahora, señores, los invito a brindar por este joven Borges, que sabía vivir en la calle de Serrano, y que aquí, aquí donde lo ven, es un escritor». La gente brindó también por mí, yo agradecí, porque comprendí que eso era parte de la técnica de Paredes. Pero, al cabo de una hora de brindis, de brindis propuestos por Paredes y aceptados por el pendenciero, el otro —sin quererlo— había ido convirtiéndose, un poco, en un sirviente de Paredes. Porque era Paredes el que proponía los brindis y el otro, el que los aceptaba. De modo que, cuando de pronto, ya sin transición, Paredes se puso de pie y nos dijo: «Ustedes me van a disculpar un rato porque yo quiero cambiar unas palabras con este señor que ha llegado» y luego nos tranquilizó, nos tranquilizó con una frase que era una amenaza: «Estén tranquilos, vuelvo enseguida». Salieron los dos, el otro le pidió disculpas a Paredes y se fue. Se fue quizá, no por ser menos valiente, sino porque ya había sido vencido antes. Porque ya el otro lo había llevado a un terreno en el cual estaba… humillado, digámoslo así. Y yo he asistido a otras escenas de este tipo.
Ahora, posiblemente, lo que Paredes hizo esa noche correspondía a una técnica que en algún tiempo fue difundida. Sin dudas, Moreira y Hormiga Negra, el Pastor Luna, sabían algo de esto. Es decir, había una tarea psicológica, un trabajo psicológico y, desde luego, también, digamos, la tarea física, el buen manejo del cuchillo. Y sobre ese buen manejo, voy a inferirles, digamos, otra anécdota.
Salían de la cárcel Muraña y Suárez «El chileno», los dos estaban muy contentos, habían pagado una deuda, creo que habían estado un año presos, y salieron a emborracharse, a celebrar su libertad, eran amigos y rivales. Y Suárez se acercó a Muraña y le dijo: «¿Dónde querés que te marque?». Y el otro, que estaba esperando una provocación, una provocación amistosa, sacó inmediatamente el cuchillo que llevaba en la sisa del chaleco, le tajeó la cara y le dijo: «Aquí». Entonces, los dos se abrazaron, porque todo aquello no pasaba de ser una broma. Pero «El chileno» llevó hasta el día de su muerte aquella, aquel autógrafo del cuchillo de Juan Muraña. Pero siguieron siendo amigos.
En cuanto a Muraña, tuvo una muerte poco gloriosa. Era carrero, estaba muy borracho, y una noche se cayó del pescante del carro en la calle Las Heras y se mató. Hubiera merecido, me parece, una muerte mejor. Hay un libro de Mark Twain, sobre el descubrimiento del oro, en California. Y ahí se dice que los guapos, los killers, que usaban armas de fuego y no cuchillo, no peleaban con cualquiera. Era necesario, digamos, hacer méritos para que… para poder dejarse matar por un guapo[41]. Eso no estaba a la altura de cualquiera.
Y, así, yo recuerdo que cerca de nuestra casa vivía el sargento Chirino. El sargento Chirino ensartó en su bayoneta a Juan Moreira, que salía de la casa de Estrella (creo que en Navarro o en Lobos, no sé), que huía por los fondos de la casa. Lo ensartó en la bayoneta y quedó atónito cuando vio que él había muerto al famoso guapo Juan Moreira. Pero esto no le valió ninguna gloria, porque ¿quién era él, un oscuro sargento de policía, para matar al famoso Moreira? La gente no le perdonaba esto. Los chicos de la escuela primaria mirábamos a ese señor de edad, lo mirábamos mal, porque lo veíamos como alguien que había cometido un atrevimiento. Me contaron un caso análogo, el caso del Noy, del mercado de Abasto, que tuvo un cambio de palabras con un muchacho que no sabía que el otro era un guapo famoso, y el otro cometió la imprudencia de sacar el revólver y de matarlo. Y después tuvo que mudarse de barrio, porque la gente no le perdonó la insolencia de que él, que no era nadie, hubiera matado al Noy[42], que era famoso y que debía tantas muertes.
Ahora, el guapo, nos dice Lugones, no tenía el cuero para negocios. Es decir, era un peleador desinteresado, aunque muchos de ellos fueron guardaespaldas de caudillos, y entonces gozaban de cierta o de bastante impunidad. En primer término, a los caudillos que los empleaban les importaba que la gente supiera que tenían a sus órdenes hombres de un valor a toda prueba; de modo que los protegían. En general, se trataba de hombres que debían una muerte. Entonces, los mandaban a buscar, los amenazaban con la cárcel, y luego, ya, esta gente tenía que hacer lo que les mandaba este patrón. Algunos no eran pendencieros.
De Juan Muraña, por ejemplo, me dijo Paredes, que era una persona de muy escasa inteligencia. Tanto así, que cuando lo provocaban no se daba cuenta. Y Paredes tenía que decirle: «¿Pero no ves, Juan, que te están poniendo como un suelo? Andá y peleá». Entonces, él peleaba[43]. Me contaron una pelea de Muraña. Parece que un muchacho insistió en pelear con él. Muraña no quería pelear, porque sabía que iba a vencerlo al otro. Y, además, él tenía por norma matar al adversario, y no quería criar cuervos. Entonces, él primero le dijo que no, hizo todo lo posible para que el otro desistiera. Finalmente, impuso una condición. Y es que, con un lazo, los ataran por la pierna derecha, de suerte que el duelo así tenía que ser a muerte; ninguno de ellos podía retirarse. El duelo se hizo, y al final, tuvieron que desatar el lazo para llevarse el cadáver del imprudente que había provocado a Muraña.
Luego, creo que hablé ya del caso de personas que provocaban a desconocidos, pero no lo hacían por dinero, lo hacían simplemente por ser fieles a esa religión del coraje. Ahora, en el guapo se dio el tipo mejor del compadre, podemos decirlo, pero no todos lo eran así. Creo que Evaristo Carriego, en su poema «El guapo», amalgama diversos personajes: lo hace ser guitarrero, por ejemplo; lo hace ser bailarín. Todo esto podía darse en un hombre, pero, en general, no se daba: el guapo era simplemente un hombre que estaba listo a pelear, con uno o con muchos. Pero el que influye directamente en el tango no es el guapo, es más bien el hombre que vive de las mujeres y que, naturalmente, trataba de imitar al guapo, y, a veces, lo era también, ya que las rivalidades entre esta gente eran rivalidades duras y se dirimían a cuchillo.
De otro caudillo, del barrio de la Recoleta, he oído decir que solía afirmar: «Aquí tenemos todo lo que precisamos: el hospital, la cárcel y el cementerio». No necesitaban otras cosas. Ahora, en las casas de mala vida, ahí se juntan esos dos tipos opuestos, se juntan esos dos extremos de la sociedad de entonces, se juntan el rufián y el niño bien patotero. Ahora, esto del niño bien patotero no quiere decir, ciertamente, que todos los niños bien fueran patoteros. Al contrario [inaudible] que se opusieron a los patoteros. Los patoteros, por lo demás, se limitaban a molestar a la gente en la calle. Hay unos versos, unos versos que le envidio a Celedonio Flores[44], unos versos que ustedes, sin duda, saben de memoria:
Amainaron guapos junto a tus esquinas[45]
cuando un elegante los calzó de cross
y te dieron lustre las patotas bravas
allá por el año novecientos dos.
Pero, esas «patotas bravas», que fueron sin duda incómodas, no mataron a nadie, según hace notar Lastra en su libro Memorias del 900. Y se les deben hechos meritorios, también. Hacia 1910, cuando la patria iba a celebrar su primer centenario, un grupo de anarquistas se propuso, digamos, aguar esos festejos, e imprimieron, o estaban imprimiendo, unos carteles en una imprenta cerca del Retiro. Y un grupo de patoteros supo ese propósito, entraron en la imprenta —donde los recibieron a balazos— y redujeron a los anarquistas antes que llegara la policía. Es decir, se jugaron la vida; se jugaron la vida por la patria, por una buena causa.
Ahora, el niño bien patotero representaba ante el compadrito algo casi milagroso, porque el compadrito, como el gaucho, peleaba a cuchillo, aunque algunos, como Juan Moreira, usaron armas de fuego también. De suerte que para ellos, un hombre que no necesitaba cuchillo para pelear era un hombre casi milagroso. Y eso lo hicieron los patoteros, que habían traído de Inglaterra ese arte nuevo y misterioso que se llamaba «el box». Y de aquella época, me dijo un tío de Ernesto Palacio[46], de aquella época, es decir, de principios de siglo, viene la frase usada por los compadritos: «La van de box y nos amuran». Es decir, estaban asombrados ante el hecho.
Recuerdo también una anécdota que me contó el padre del poeta, del gran poeta, creo, Ulyses Petit de Murat[47]. Ulises Petit de Murat y su hermano pasaban por la esquina de Andes, es decir, de Uriburu, y de Santa Fe. Y ahí había una patota de compadres, porque los compadres también eran patoteros, y patoteros que llevaban armas, a diferencia de los otros. Y entonces, uno de ellos, para provocarlo a Petit de Murat, que usaba jaquet[48], según la costumbre de la época (ya dije que en aquel tiempo había una gran diferencia entre la indumentaria del pueblo y la indumentaria de los niños bien), dijo: «Ancú el del yacumín». «Ancú» equivale al «araca», que no sé si se usa todavía, o si también es una palabra anticuada. Porque mis sobrinos cada vez que trato de hablar en lunfardo me acusan de cometer arcaísmos. Pero creo que «araca» o «ancú»[49], creo que se usan todavía. Pues bien, este dijo: «Ancú el del yacumín». «Yacumín» quería decir «genovés», pero acá hay una broma, quería decir «Araca el del jaquet». Y entonces, sin inmutarse, Petit de Murat lo derribó de una trompada y le dijo: «Ancú el del castañazo, amigo». Luego, uno de ellos le sacó el revólver y el asunto quedó en nada.
Yo acá he contado este episodio y ahora voy a contar otro que me fue referido por un empleado de la Biblioteca Nacional, Tosso, y esto ocurrió hará unos diez o doce años, en Lanús. He olvidado el nombre del protagonista, sé que era un muchacho a quien no le perdonaban el ser buen mozo, el ser valiente, el ser trabajador, el tener éxito con las mujeres. Entonces un grupo de malevos, que llevaban el nombre no muy promisorio de «los ratones», resolvieron matarlo. Y lo hicieron de una manera bastante ingeniosa, una manera que les aseguró la impunidad. Sabían que nuestro hombre concurría a cierto almacén, Tosso me ha prometido llevarme a ver ese almacén (parece que «los ratones» ya no andan por ahí, si no, no sé si hubiera aceptado esa invitación). Estaban «los ratones» jugando al truco en una mesa. Y uno de ellos acusó al otro de hacer trampa. Creo que le dijo que en la manga llevaba el as de espadas o algo así. Entonces se armó un tiroteo entre ellos, y una bala, una bala que no era casual, mató al protagonista de este cuento, y los otros se salvaron.
Ya hemos visto, pues, a dos de los personajes originarios del tango. Hemos visto al compadre, que se veía a sí mismo como un gaucho. Y aquí yo me pregunto, pero habría que hacer una larga investigación para todo esto, si el gaucho se vio como gaucho alguna vez, si el gaucho se llamó «gaucho». Es verdad que en el Martín Fierro dice: «Soy gaucho y entiendanló»[50]. Y después dice: «Esto es pura realidá»[51]. Pero yo no creo que un gaucho hubiera dicho eso. Creo que la palabra «gaucho» tuvo al principio cierto sentido despectivo, y así los gauchos no se llamaban «gauchos», y el compadre se llamó «criollo», pero nunca se llamó a sí mismo «compadre». Es posible que ahora lo haga por influencia de los sainetes y de las letras de tango. Pero al principio ambas palabras deben haber sido despectivas y no deben haber sido usadas por los mismos individuos que merecían ese título.
Tenemos, pues, el lugar, las casas de mala vida, las carpas de Adela, donde hubo bailes famosos, cerca de la Penitenciaría; una casa de baile en la calle Chile, y luego aquellos casinos de baja estofa, según los denomina Ventura Lynch[52] en su libro sobre la cuestión capital de Buenos Aires. Esos casinos de baja estofa estaban hacia mil ochocientos setenta y tantos en las cercanías de Constitución y de la plaza del Once, es decir, en la cercanía de las playas de las carretas. El mismo Ventura Lynch habla de los «bailes de carreritos».
Y luego tenemos un tercer personaje. Ese tercer personaje es la mujer. Las mujeres eran criollas, algunas. Pero a principios de siglo ya era costumbre que fueran pobres mujeres extranjeras, importadas. Había las francesas, que han dejado su nombre a algunos tangos: recordemos el tango «Germain», recordemos el tango «Ivette». Y luego había las mujeres del centro de Europa, las polacas, a quienes llamaban, yo recuerdo haberle oído usar esta palabra a Carriego, «las valescas». Había esas mujeres también. Y con esos tres personajes, surge —eso no lo sabremos nunca—, surge el tango.
Ahora, el tango tiene sus raíces en la milonga, y también en la habanera. En un libro que comentaré en otra conferencia, el libro de Vicente Rossi, Cosas de negros, se supone que todo esto tiene un origen africano. Pero ese origen africano tiene que haber sido muy lejano. Aunque la fonética de las palabras «milonga» y «tango» sugiere a África, lo que yo he sabido —por tradición de mi familia, y de muchas familias— es que los negros habían olvidado su patria de origen, habían olvidado su idioma, apenas si les quedaban algunas palabras; habían sido sumergidos, como dice Vicente Rossi, en un «Leteo de betún». Posiblemente, muchos de ellos no sabían que sus padres habían sido vendidos en el mercado de esclavos en la plaza del Retiro, porque no tenían memoria histórica. Pero es posible que hayan colaborado, como sin duda colaboraron en el jazz, congénere de los Estados Unidos, que surge en un ambiente análogo al que he descrito, y surge en un lugar, y surge en lugares en que la población negra era mucho más densa que aquí. En Montevideo tiene que haber sido más densa que en Buenos Aires; aún lo es. Actualmente casi no se ven negros. Yo he escrito una «Milonga de los morenos». En esa milonga digo: «Martín Fierro mató a un negro» y luego, «y es casi como si los hubiera matado a todos», porque, realmente, los negros son muy raros aquí.
Ahora bien, Vicente Rossi habla de unas casas de baile llamadas «academias». La más famosa fue la Academia de San Felipe, en el bajo, en el sur de la ciudad vieja de Montevideo, aunque las hubo en otros barrios. Y Vicente Rossi ha salvado en un libro precioso —porque si él no lo hubiera escrito, se hubieran perdido estas cosas— ha salvado la letra —la letra muchas veces es inefable, no quiero ofender el oído de nadie repitiéndola—, pero ha salvado también la música de esas primeras milongas. Ahora, el maestro García me ha dicho —yo, que soy un ignorante de la música, lo había sentido ya— que esa música es muy sencilla. Los mismos compositores no podían escribirla ni leerla. Los compositores silbaban o tarareaban una milonga. Luego, alguien las escribía para ellos y, sin duda, las corregía un poco. Pero todo lo que yo diga ahora será menos elocuente: me parece oír directamente esas letras lejanas y humildes y precursoras del tango. Y ahora yo le pido al maestro García para que le [inaudible] el broche de oro, si ustedes me permiten esa metáfora tan nueva y tan audaz, esta conferencia que nos haga oír algunas milongas, y luego —para que ustedes vean que, aunque la técnica evolucionó, el espíritu es el mismo— algún tango viejo. No me atrevo a sugerir el nombre de ninguno. Creo que el primer tango que yo oí en mi vida fue «El choclo». Puede haber sido «La morocha» también, pero creo que fue «El choclo», al cual habían agregado una letra realmente infame, y yo aceptaba, porque yo pensaba que esa era la letra de «El choclo», sin darme cuenta de que eso era imposible. Pero no teman ninguna indiscreción de mi parte. Son letras sencillas, milongas bailadas por el malevaje montevideano hacia el mil ochocientos ochenta y tantos, en las cuales está, siquiera de manera profética, el tango, el tango cuya evolución ulterior veremos en la siguiente charla[53].