37
—Está bien —me dijo Donny al día siguiente—. Mamá dice que puedes venir.
—¿Ir adónde? —preguntó mi madre.
Estaba detrás de mí en el fregadero de la cocina, cortando cebollas. Donny estaba en el porche, detrás de la pantalla. Al estar yo en medio, no se había dado cuenta de que ella se encontraba allí.
La cocina apestaba a cebolla.
—¿Adónde vais? —repitió.
Lo miré. Pensó con rapidez.
—Vamos a tratar de ir a Sparta el próximo sábado, señora Moran. Una especie de picnic familiar. Habíamos pensado que igual David también podía venir. Puede, ¿verdad?
—No veo por qué no —contestó mi madre, sonriendo. Donny siempre era muy educado con ella sin resultar cargante, y ella lo apreciaba precisamente por ello, aunque no sentía lo mismo por el resto de la familia.
—¡Genial! Gracias, señora Moran. Nos vemos, David —dijo él.
Así que, poco después, fui allí.
Ruth había vuelto al juego.
Su aspecto era espantoso. Tenía heridas por toda la cara, y resultaba evidente que se las había rascado porque dos de ellas tenían la costra casi arrancada del todo. Tenía el pelo grasiento, pegado y con caspa. Aparentaba haber dormido varios días con el fino camisón de algodón. Y ahora sí que estaba seguro de que había perdido peso. Podías vérselo en la cara: las bolsas bajo los ojos, la piel estirada sobre los pómulos.
Estaba fumando, como de costumbre, sentada en una silla plegable frente a Meg. Tenía a su lado un sándwich de atún a medio comer sobre un plato de papel y lo estaba usando de cenicero. Dos colillas de Tareyton emergían del empapado pan blanco.
Estaba mirando fijamente, inclinada hacia delante sobre la silla, guiñando los ojos. Y pensé en el aspecto que tenía cuando veía sus concursos por la tele, programas como Veintiuno. Charles Van Doren, el profesor de inglés de Columbia, acababa de ser acusado de hacer trampas al ganar 129.000 dólares en el concurso la semana anterior. Ruth estuvo tristísima. Como si ella también hubiera hecho trampas.
Pero ahora observaba a Meg con la misma pensativa intensidad con la que lo hacía con Van Doren en su cabina insonorizada.
Jugando con él.
Mientras, Ladrador pinchaba a Meg con su navaja.
La habían vuelto a colgar del techo, y se encontraba de puntillas, sufriendo, con varios volúmenes de la World Book esparcidos a sus pies. Estaba desnuda. Estaba sucia, llena de heridas. Bajo la capa de sudor, tenía ahora una extraña palidez. Pero no importaba nada de eso. Debería, pero no lo hacía. La magia, la pequeña y cruel magia de verla de aquella forma, flotó por un momento sobre mí como si fuera un hechizo.
Ella era todo cuanto yo conocía sobre el sexo. Y todo cuanto sabía sobre la crueldad. Por un momento, sentí que me inundaba como si fuera un vino peleón. De nuevo estaba con ellos.
Y entonces miré a Ladrador.
Una pequeña versión de mí, o de lo que yo podía llegar a ser, con un cuchillo en la mano.
No me sorprendía que Ruth estuviese concentrada.
Estaban todos allí, Willie y Donny también, sin que nadie hablara, porque un cuchillo no era una cuerda, ni un cinturón, ni un chorro de agua hirviendo, los cuchillos podían herirte gravemente, de forma permanente, y Ladrador era demasiado pequeño para entenderlo del todo, sabía que la muerte y las heridas eran cosas que podían pasar, pero no entendía las consecuencias. Estaban pisando un hielo muy fino, y lo sabían. Pero dejaban que ocurriera. Querían que pasara. Estaban siendo educados.
Yo no necesitaba esas lecciones.
De momento no había sangre ninguna, pero yo sabía que, con toda probabilidad, la habría, que solo era cuestión de tiempo. Era evidente, incluso tras la mordaza y tras la venda de los ojos, que Meg estaba aterrada. Su pecho y estómago se movían con una respiración agitada. La cicatriz de su brazo parecía un relámpago.
La pinchó en la tripa. Como estaba de puntillas, no había forma de que lo esquivara. Solo se agitó convulsivamente contra las cuerdas. Ladrador se rio y la pinchó bajo el ombligo.
Ruth me miró, me hizo un gesto de bienvenida, y encendió otro Tareyton. Reconocí el anillo de bodas de la madre de Meg, flojo en su dedo anular.
Ladrador deslizó la cuchilla por las costillas de Meg y la pinchó en la axila. Lo hizo con tanta rapidez y de una forma tan descuidada que me quedé esperando a que surgiera sangre de sus costillas. Pero, esa vez, tuvo suerte. Pero vi otra cosa.
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué? —preguntó Ruth, distraída.
—Eso, lo de la pierna.
Tenía una marca roja, de unos dos centímetros, en forma de cuña en el muslo, justo por encima de la rodilla.
Le dio una calada al Tareyton. No me contestó.
Lo hizo Willie.
—Mamá estaba planchando —me contó—. Nos estaba molestando, así que mamá le dio con la plancha. La despellejó. Ningún problema, excepto que se ha estropeado la plancha.
—Ningún problema, y una mierda —dijo Ruth. Se refería a la plancha.
Mientras tanto, Ladrador deslizaba el cuchillo de vuelta hacia la tripa de Meg. Esta vez, la pinchó justo donde acababan las costillas.
—Ups —exclamó.
Se volvió para mirar a Ruth. Ruth se levantó.
Le dio una calada al cigarrillo y tiró la ceniza.
Y se acercó.
Ladrador dio un paso hacia atrás.
—Maldita sea, Ralphie —dijo.
—Lo siento —se disculpó. Soltó el cuchillo. Hizo un ruido metálico al chocar contra el suelo.
Era evidente que estaba asustado. Pero la voz de Ruth era tan neutra como su tono.
—Mierda —dijo—. Ahora vamos a tener que cauterizar. —Levantó el cigarrillo. Miré hacia otro lado.
Oí el grito de Meg a través de la mordaza, un tembloroso gemido ahogado que se convirtió, abruptamente, en un aullido.
—Cállate —le ordenó Ruth—. Cállate o te lo vuelvo a hacer.
Meg no pudo parar.
Yo estaba temblando. Miré a la desnuda pared de cemento. Aguanta, pensé, oí el siseo. Oí su grito.
Pude oler a quemado.
Levanté la vista y vi a Ruth con el cigarrillo en una mano mientras que con la otra se agarraba el pecho a través del vestido gris de algodón. Se estaba sobando. Vi las señales de las quemaduras, muy juntas, bajo las costillas de Meg, su cuerpo repentinamente bañado en sudor. Vi cómo se movía bruscamente la mano de Ruth sobre su arrugado vestido para hacer presión sobre sus piernas mientras gruñía y gemía, y el cigarrillo volvió a acercarse.
Yo iba a estallar. Lo sabía. Podía sentir cómo crecía. Iba a tener que hacer algo, que decir algo. Lo que fuera para acabar con las quemaduras. Cerré los ojos y seguí viendo a Ruth agarrándose entre las piernas. Me rodeaba el olor a carne quemada. Se me encogió el estómago. Me di la vuelta, oí que Meg gritaba y gritaba, y entonces, de pronto, Donny dijo «¡mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!», con voz nerviosa y súbitamente teñida de miedo.
No podía entenderlo.
Y entonces lo oí. Llamaban a la puerta.
Había alguien en la puerta.
La puerta principal.
Miré a Ruth. Ella miró a Meg, con una expresión tranquila y relajada, despreocupada y distante. Lentamente, se llevó el cigarrillo a la boca y le dio una lenta y profunda calada. Saboreándolo.
Volví a sentir un nudo en el estómago.
Oí cómo llamaban a la puerta.
—Id a abrir —dijo—. Despacio. Con tranquilidad.
Se quedó allí, tranquilamente, mientras Donny y Willie se miraban y luego subían las escaleras.
Ladrador miró a Ruth y luego a Meg. Parecía confuso. Repentinamente volvía a ser solo un niño pequeño que quería que le dijeran lo que tenía que hacer. ¿Debo ir con ellos o quedarme? Pero nadie iba a ayudarle, no con Ruth en aquel estado. Así que, finalmente, tomó su propia decisión. Siguió a sus hermanos.
Esperé hasta que desapareció.
—¿Ruth? —dije.
No pareció que me hubiera oído.
—¿Ruth?
Siguió con la mirada fija.
—¿No crees…? Es decir, si se trata de alguien… ¿Crees que debe confiárselo a ellos? ¿A Willie y a Donny?
—¿Mmmmm?
Me miró, pero no estoy muy seguro de que me viera. Nunca había visto a nadie que pareciera tan vacío.
Pero era mi oportunidad. Puede que la única que tuviera. Sabía que tenía que presionarla.
—¿No crees que deberías ser tú quien lo manejara, Ruth? Suponte que es el señor Jennings de nuevo.
—¿Quién?
—El señor Jennings. El agente Jennings. La poli, Ruth.
—Oh.
—Yo podría… vigilarla en tu lugar.
—¿Vigilarla?
—Para asegurarnos de que no…
—Sí. Bien. Vigílala. Buena idea. Gracias, Davy. —Empezó a dirigirse hacia la puerta, con movimientos lentos y como en sueños. Y entonces se giró. Y entonces habló con voz seca y aguda, y con la espalda muy erguida. Sus ojos parecían estar partidos con los reflejos de la luz.
—Será mejor que no la jodas —me advirtió.
—¿Qué?
Se puso un dedo sobre los labios y sonrió.
—Si oigo un solo ruido aquí abajo, te prometo que os mato a los dos. No os castigo. Os mato. Muertos. ¿Lo pillas, Davy? ¿Estamos de acuerdo?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Sí, señora.
—Bien. Muy bien.
Se dio la vuelta y ahora oí sus zapatillas subiendo la escalera. Oí Voces arriba, pero no pude entenderlas.
Me volví hacia Meg.
Descubrí dónde la había quemado por tercera vez. El pecho derecho.
—Oh, Jesús, Meg —exclamé. Me acerqué a ella—. Soy David. —Le quité la venda de los ojos para que pudiera verme. Sus ojos brillaban de forma salvaje.
—Meg —le dije—. Meg, escucha. Escúchame, por favor. Por favor, no hagas ningún ruido. ¿Has oído lo que ha dicho? Es capaz de hacerlo, Meg. Por favor, no grites ni hagas nada, ¿vale? Quiero ayudarte. No tenemos mucho tiempo. Escúchame. Te voy a quitar la mordaza, ¿vale? No vas a gritar, ¿verdad? Eso no te ayudaría. Podría ser cualquiera el que ha llamado. La chica de Avón. Ruth podría convencerle de que no es nada. Podría convencer a cualquiera de cualquier cosa. Pero voy a sacarte de aquí, ¿me entiendes? ¡Voy a sacarte!
Estaba hablando a una velocidad de vértigo, pero no podía parar. Le quité la mordaza para que me pudiera contestar. Se humedeció los labios.
—¿Cómo? —me preguntó. Su voz era un débil y doloroso sonido áspero.
—Esta noche. Tarde. Cuando están dormidos. Tiene que dar la impresión de que lo hiciste sola. Totalmente sola. ¿Vale?
Asintió.
—Tengo algo de dinero —continué—. Estarás bien. Y puedo pasarme por aquí para asegurarme de que no le pasa nada a Susan. Y puede que para entonces se nos ocurra algún modo de sacarla también de aquí. Puede que volver a ir a la poli. Enseñarles… esto. ¿Vale?
—Vale.
—Vale. Esta noche. Lo prometo.
Oí cómo se cerraba la puerta y ruido de pasos cruzando el cuarto de estar, los oí bajando la escalera. Volví a amordazarla. Volví a taparle los ojos.
Eran Donny y Willie.
Me miraron.
—¿Cómo lo sabías? —me preguntó Donny.
—¿Saber el qué?
—¿Se lo has contado?
—¿Contárselo a quién? ¿Contarle qué? ¿De qué estás hablando?
—No intentes tomarme el pelo, David. Ruth nos ha contado que le dijiste que podía ser Jennings el que llamaba a la puerta.
Oh, Jesús, pensé. Oh, mierda. Y yo que le había suplicado que no gritase.
Podíamos haberlo parado en aquel mismo momento.
Pero tenía que seguir fingiendo ante ellos.
—Estás de broma —le dije.
—No bromeo.
—¿El señor Jennings? Dios mío, si solo era una suposición.
—Una suposición muy acertada —señaló Willie.
—Solo era algo que dije para que ella…
—¿Para que ella qué? Subiera, pensé.
—Para que ella volviera a reaccionar. Cristo, la habéis visto. ¡Parecía un maldito zombi!
Se miraron el uno al otro.
—Estaba realmente muy rara —señaló Donny.
Willie se encogió de hombros.
—Sí. Supongo.
Quería que siguiesen por ese camino. Así no pensarían que había estado a solas con Meg.
—¿Qué creéis? —pregunté—. ¿Buscaba a Meg?
—Más o menos —contestó Donny—. Dijo que solo pasaba por aquí para ver cómo estaban esas agradables niñitas. Así que le enseñamos a Susan en su habitación. Le dijimos que Meg había salido de compras. Susan no dijo nada, claro; no se atrevió. Así que creo que se lo tragó. Parecía bastante incómodo.
Bastante tímido para ser un poli.
—¿Dónde está tu madre?
—Dijo que quería echarse un rato.
—¿Qué vais a cenar?
Era una pregunta un tanto absurda, pero fue lo primero que se me ocurrió.
—No sé. Igual preparamos unos perritos en la parrilla. ¿Por qué? ¿Quieres venir?
—Le preguntaré a mi madre —contesté. Miré a Meg—. ¿Qué pasa con ella? —le pregunté.
—¿Qué pasa con ella?
—¿La vais a dejar así o qué? Deberíais hacer algo con esas quemaduras, al menos. Se le podrían infectar.
—Que le den —contestó Willie—. No estoy seguro de haber acabado aún con ella.
Se agachó y cogió el cuchillo de Ladrador.
Lo sopesó en la mano, de la cuchilla al mango, y se agachó y sonrió.
—Aunque puede que sí lo haya hecho —continuó—. No lo sé. No lo sé. —Se acercó a ella. Y repitió para que ella pudiera oírlo y entenderlo bien—. Simplemente no lo sé. —Burlándose de ella.
Decidí ignorarlo.
—Voy a preguntárselo a mi madre —le dije a Donny.
No quería quedarme y ver lo que decidía. De una forma o de otra, no había nada que yo pudiera hacer. Tenía que dejar que algunas cosas siguieran su rumbo. Tenía que concentrarme en lo que sí podía hacer. Me di la vuelta y subí las escaleras.
Arriba del todo, me tomé un momento para comprobar la puerta.
Contaba con su pereza, con su falta de organización.
Comprobé el candado.
Y sí, seguía roto.