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Pero, como si retirase mi oferta de ayuda, me mantuve alejado.
En aquellas circunstancias, era lo mejor que podía hacer.
Las imágenes me obsesionaban.
Meg riéndose en la noria, tumbada en la roca sobre el arroyo. Trabajando en el jardín, vestida con pantalones cortos y una camiseta atada en la nuca y con un enorme sombrero de paja en la cabeza. Recorriendo las bases, veloz, en el recreo. Pero, sobre todo, Meg desnuda, cubierta de sudor, vulnerable y totalmente abierta para mí.
Por otro lado, veía el pelele de Willie y Donny.
Veía una boca estampada sobre un colchón de aire por no haber sido capaz de tragar un trocito de tostada.
Las imágenes eran contradictorias. Me confundían.
Así que, mientras decidía qué hacer, si es que iba a hacer algo, y poniendo como excusa una triste y lluviosa semana en la que vivir, me mantuve aparte.
Vi a Donny un par de veces esa semana. A los demás no los vi en absoluto.
La primera vez que lo vi, yo vaciaba la basura y él salía corriendo a la gris y lluviosa tarde con una sudadera sobre la cabeza.
—Adivina qué —me dijo—. Esta noche sin agua.
Llevaba tres días lloviendo.
—¿Eh?
—Meg, idiota. Ruth no va a dejar que beba agua esta noche. Nada hasta mañana por la mañana.
—¿Y eso?
Sonrió.
—Una larga historia —me dijo—. Ya te la contaré más tarde. Y volvió a entrar corriendo en la casa.
La segunda vez fue un par de días más tarde. El tiempo había mejorado y yo iba en mi cuatro velocidades a la tienda a hacerle unos recados a mi madre. Donny llegó detrás de mí montando su vieja y baqueteada Schwinn.
—¿Dónde vas?
—A la tienda. Mi madre necesita leche y otras mierdas. ¿Y tú?
—A casa de Eddie. Luego va a haber un partido en el depósito de agua. Los Bravos contra los Potros. ¿Quieres que te esperemos?
—No. —Era la liga infantil, y no me interesaba.
Donny sacudió la cabeza.
—Tengo que salir de aquí —me confesó—. Todo ese asunto me está volviendo loco. ¿Sabes lo que me obligan a hacer ahora?
—¿Qué?
—¡Vaciar de mierda su sartén en el patio de atrás! ¿Te lo puedes creer?
—No lo pillo. ¿Por qué?
—Ya no se le permite subir por ningún motivo. Ni privilegios de cuarto de baño ni nada. Así que la estúpida putita trata de aguantarse. Pero incluso ella tiene que mear y cagar alguna vez, ¡así que ahora yo tengo que cargar con el muerto! ¿Te lo puedes creer? ¿Qué demonios tiene de malo Ladrador? —se encogió de hombros—. Pero mamá dice que tiene que ser uno de nosotros, los mayores.
—¿Por qué?
—¿Cómo demonios voy a saberlo?
Se adelantó.
—¿Estás seguro de que no quieres que te esperemos?
—No. Hoy no.
—Vale. Ya nos veremos. Pásate, ¿vale?
—Vale, lo haré.
Pero no lo hice. Entonces no.
Me parecía todo demasiado raro. Apenas podía imaginármela yendo al cuarto de baño, y mucho menos usando una sartén que algún otro tenía que vaciar en el patio. ¿Qué pasaría si iba allí y aún no habían limpiado ese día? ¿Y si tenía que oler su pis y su caca allí abajo? Todo el asunto me daba asco. Ella me daba asco. Esa no era Meg. Era otra persona.
Se convirtió en otra extraña imagen nueva que me preocupaba. Y el problema era que no tenía a nadie con quien hablar de ella, nadie con quien compartir esas cosas.
Si hablabas con los chicos del barrio, quedaba claro que todo el mundo sabía algo de lo que estaba pasando allí; algunos de una forma vaga y otros de forma bastante concreta. Pero nadie opinaba sobre aquello. Era como si lo que estaba sucediendo fuera una tormenta o una puesta de sol, alguna fuerza de la naturaleza, algo que pasaba de cuando en cuando. Y no tenía ningún sentido discutir sobre chaparrones veraniegos.
Yo sabía lo suficiente como para darme cuenta de que, si eres un niño, se supone que debes tratar ciertos asuntos con tu padre.
Así que lo intenté.
Ahora que era mayor, se suponía que debía ir de cuando en cuando a El nido del águila para ayudar con el inventario, a limpiar y otras cosas por el estilo, y me encontraba trabajando con la parrilla de la cocina con un estropajo y algo de sifón, quitando la grasa con el estropajo mientras la parrilla se enfriaba y el sifón ablandaba la grasa (un trabajo sucio del tipo que había visto hacer a Meg miles de veces) cuando, finalmente, empecé a hablar.
Mi padre estaba preparando una ensalada de cangrejo, mezclando trocitos de pan para hacerla más abundante.
Acababa de llegar un pedido de licor, y, a través de la división acristalada que existía entre el bar y la cocina, podíamos ver a Hodie, el camarero de día de mi padre, marcando las cajas en una hoja de pedido y discutiendo con el repartidor sobre un par de cajas de vodka. Era del de la casa y, evidentemente, el tipo le había entregado de menos. Hodie estaba furioso. Hodie era un cracker georgiano delgado como un junco y con un temperamento tan volátil que lo había tenido en el calabozo la mitad de la guerra. El repartidor estaba sudando.
Mi padre lo observaba, divertido. Salvo para Hodie, dos cajas no eran un problema demasiado grande. Siempre que mi padre no tuviera que pagar por algo que no recibía. Pero puede que fuera el enfado de Hodie lo que me hizo empezar a hablar.
—Papá —le pregunté—, ¿has visto alguna vez a un chico pegar a una chica?
Mi padre se encogió de hombros.
—Claro —me contestó—. Ya lo creo. Niños. Borrachos. He visto unos cuantos ¿por qué?
—¿Crees que alguna vez está… bien… hacerlo?
—¿Bien? ¿Quieres decir justificado?
—Sí.
Se echó a reír.
—Esa es difícil —confesó—. Hay veces en las que una mujer realmente te saca de quicio. Yo diría que, generalmente, no. Es decir, hay formas mejores de tratar con una mujer. Tienes que tener en cuenta que la mujer es la más débil de la especie. Es como ser un matón, ¿comprendes?
Se secó las manos en el delantal. Y sonrió.
—Solo —añadió— que he visto unas cuantas veces en las que se lo merecían. Si trabajas en un bar, ves ese tipo de cosas. Una mujer bebe demasiado, se vuelve ruidosa, abusa del tipo con el que está, puede que incluso le eche la pota. ¿Y qué se supone que debe hacer? ¿Quedarse ahí sentado? Así que le da un tortazo. Tienes que cortar esas cosas por lo sano.
»¿Ves?, esa es la excepción que confirma la regla. Nunca debes pegar a una mujer, nunca; y que Dios te ayude si alguna vez te pillo haciéndolo. Porque si lo hago, te la cargas. Pero, a veces, no hay otra cosa que puedas hacer. Te empujan hasta ese extremo. ¿Ves? Funciona en ambos sentidos.
Yo estaba sudando. Era tanto por la conversación como por el trabajo, pero con el trabajo tenía excusa.
Mi padre había comenzado con la ensalada de atún. También tenía corruscos de pan, y rodajitas de nabo. En la habitación de al lado, Hodie había hecho volver al tipo al camión para que buscase el vodka desaparecido.
Yo trataba de sacarle sentido a lo que me decía: nunca estaba bien, aunque había veces en las que sí lo estaba.
Te empujan hasta ese extremo.
Eso se me quedó grabado. ¿Había empujado Meg a Ruth hasta ese extremo en algún momento? ¿Había hecho algo que yo no había visto?
¿Era esta una situación de nunca o de en ocasiones?
—¿Por qué me lo preguntas? —dijo mi padre.
—No sé —le respondí—. Algunos hemos estado hablando.
Asintió.
—Bueno, lo mejor es que mantengas tus manos lejos de cualquiera. Hombre o mujer. Así es como evitas los problemas.
—Sí, señor.
Eché un poco más de sifón en la parrilla y miré cómo burbujeaba.
—Pero la gente dice que el padre de Eddie pega a la señora Crocker. Y también a Denise y a Eddie. Mi padre frunció el ceño.
—Sí. Lo sé.
—Así que es cierto.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—Pero lo es, ¿verdad?
Suspiró.
—Mira —me dijo—. No sé por qué estás tan interesado de repente. Pero creo que eres lo bastante mayor como para saber, para entenderlo… Es lo que te he dicho antes. A veces te presionan, un hombre se siente presionado, y hace… lo que no debería hacer.
Y tenía razón. Yo ya era lo suficientemente mayor para entenderlo. Y escuché allí algo más. Tan claro como los ecos de los gritos de Hodie hacia el repartidor, allí fuera.
En algún momento y por alguna razón, mi padre había pegado a mí madre.
Y en ese momento casi lo recordaba. Despertarme de pronto de un profundo sueño. El ruido de muebles que se rompían. Gritos. Y un tortazo.
Hacía mucho tiempo.
Me sentí repentinamente enfadado con él. Observé su corpulencia y pensé en mi madre. Y, lentamente, volvió la calma, la sensación de aislamiento y de seguridad.
Y se me ocurrió que con quien tenía que hablar de esto era con mi madre. Ella sabía lo que se sentía, lo que significaba.
Pero en ese momento no podía hacerlo. Ni aunque hubiese estado justo allí. No podía intentarlo.
Miré a mi padre mientras preparaba las ensaladas y se volvía a secar las manos en el blanco delantal de algodón con el que solíamos bromear sobre las sanciones del comité de salud, y después se puso a cortar salami en la cortadora eléctrica de carne que acababa de comprar y de la que se sentía tan orgulloso, y yo quité la grasa hasta que la parrilla quedó limpia y brillante.
Y no se había resuelto nada.
Así que volví poco después.