Capítulo 18

Nina Balquin estaba empadronada en la avenida Bluebell, North Hollywood.

Cerca del emplazamiento donde se suicidó su hija. O del centro comercial Buy-Rite, o del parque donde su nieta fue asesinada.

A corta distancia también de la casa de los Daney en Van Nuys.

Salvo por la huida de Barnett Malley a la soledad rural, el caso se había desarrollado dentro de una estrecha red.

Milo consiguió el número de teléfono, habló brevemente y terminó con un «Gracias, señora, nos vemos».

—Vámonos —dijo—. Se ha quedado sorprendida de que quiera hablar con ella sobre Barnett, no le molesta. Al contrario, está muy sola.

—¿Has deducido eso de una conversación de treinta segundos?

—No he deducido nada —repuso—. Me lo ha contado ella directamente: «Soy una mujer solitaria, teniente. Se agradece cualquier tipo de compañía» .

La casa era una vivienda unifamiliar de una sola planta color naranja melón situada en una calle de moda muy luminosa. A modo de césped, tenía guijarros verdes. Una manguera de jardín estaba enrollada sin apretar cerca de la escalinata, puede que para regar las hortensias de invierno que cubrían la mitad de la fachada. En la alfombrilla de la entrada de sisal se podía leer «DJB» sobre una cimera. En el timbre sonó do re mí.

La mujer que abrió la puerta era menuda, de mediana edad, sin determinar, ojos azules y estrechos y una tirantez brillante alrededor de las mejillas que pregonaba a los cuatro vientos las virtudes de la cirugía plástica. Llevaba una blusa entallada de crepé naranja, unos leggings negros y unas chinelas rojas de Chinatown con dragones bordados. Su cabello, corto y castaño, lucía un corte de tijera y llevaba unas finas patillas con las puntas disparadas hacia delante. En la mano derecha sostenía un mando de la televisión. El cigarrillo de la mano izquierda dejaba una estela de humo que descendía hasta desvanecerse antes de llegar a la rodilla.

Se colocó el mando debajo del brazo.

—¿Teniente? Qué rapidez. Soy Nina. —Su boca sonrió pero la tez brillante de alrededor permaneció inmóvil y su expresión facial parecía privada de contenido emocional.

La casa no tenía recibidor y entramos directamente en una habitación panelada cubierta por un techo de vigas vistas. Toda la madera era roble tratado y laqueado, que se había vuelto amarillento por el paso del tiempo. La alfombra era felpa color teja jaspeada de azul, el mobiliario era beis, tapizado a medida y bastante nuevo, como si se hubiera sacado tal cual de una sala de exposición. Una barra de bar de paneles albergaba vasos y botellas y una televisión de pantalla plana descansaba sobre el mostrador de azulejos marrones. La televisión estaba encendida. Un litigio en una sala de vistas, el sonido había sido silenciado, la gente irradiaba agresividad; un juez calvo y de ceño fruncido blandía el mazo de una forma digna de la teoría freudiana.

Nina Balquin comentó:

—Me encantan esas cosas, me gusta ver cómo los idiotas reciben lo que buscan. —Apuntó con el mando y la apagó—. ¿Algo de beber, caballeros?

—No, gracias.

—Hace calor.

—Estamos bien, señora.

—Bien, yo tomaré algo. —Se dirigió al bar y se sirvió algo transparente de una jarra de cromo—. Pónganse cómodos.

Milo y yo nos sentamos en uno de los sofás beis. El tejido era basto y rugoso y notaba los bultos en la parte de atrás de mis piernas. Nina Balquin se pasó un buen rato añadiendo hielo a la bebida. Me fijé en que le temblaban las manos. Milo estaba estudiando la habitación e hice lo mismo.

Algunas fotos de familia colgaban torcidas en una pared del fondo, demasiado lejos para distinguirlas. Unas puertas correderas de cristal dejaban ver una pequeña piscina rectangular. Montones de hojas y arenilla flotaban en un agua verdosa. El resto del patio trasero estaba compuesto por una tarima de hormigón con un borde demasiado estrecho para sentarse.

Salir, darse un chapuzón y volver a entrar.

Nina Balquin se sentó de forma perpendicular a nosotros y dio un sorbo a la bebida.

—Sé que es un desastre, no nado. Nunca utilicé a Barnett para la piscina. A lo mejor debería haberlo hecho. Por lo menos hubiera servido para algo. —Dio otro trago.

—No le cae bien Barnett —comentó Milo.

—No puedo soportarlo. Por cómo trataba a Lara. Y a mí. ¿Por qué pregunta por él?

—¿Por cómo trataba a Lara antes o después del asesinato de Kristal?

Al mencionar a su nieta, Balquin se estremeció.

—¿Usted hace las preguntas y yo contesto? Está bien, pero dígame una única cosa: ¿ese bastardo se ha metido en algún lío?

—Es posible.

Balquin asintió con la cabeza.

—La respuesta es que se portó como un canalla con Lara antes y después. La conoció en un rodeo, ¿puede creérselo? Ella fue a buenos colegios, su padre era dentista. La idea era que fuera a la universidad. Pero sus notas cayeron en picado en el instituto. Aun así, había un plan alternativo: que estudiara un curso preparatorio de dos años en Valley College. Así que, ¿qué es lo que hace cuando termina? Coge un trabajo en el rancho de un tipo en Ojai, conoce al vaquero y lo siguiente que sé es que llama para informarnos de que se han casado.

Se terminó la bebida de un trago, agitó el líquido en la boca, tragó y sacó la lengua.

—Lara tenía dieciocho años; él, veinticuatro. Ella lo ve enlazar caballos, perritos o lo que sea que enlacen y, de repente, los dos se encuentran en alguna capilla pequeña y chabacana de Las Vegas sin ni siquiera tener que bajarse del coche. Su padre podría... haberlos matado. —Sonrió nerviosa—. Es una forma de hablar.

—No puedo culparle por estar disgustado —apuntó Milo.

—Ralph estaba furioso. ¿Quién no lo estaría? Pero nunca dijo nada a Lara, se lo guardó todo. Un año después le diagnosticaron cáncer de estómago y, cuatro meses después, se marchó. —Miró hacia atrás a la piscina sucia—. Discúlpenme; no se marchó, falleció. Cuando se lo diagnosticaron, estábamos bajo aval en otra casa, en Encino, al sur del bulevar, era preciosa, gigante. Gracias a Dios que Ralph tenía un seguro de vida decente.

—¿Lara tiene hermanos? —pregunté, todavía intentando distinguir las fotografías.

—El mayor, Mark, es un contable público certificado en Los Gatos, solía trabajar como interventor para una empresa de internet, le va muy bien como consultor independiente. Sandy, la más pequeña, está en la escuela de posgrado de la Universidad de Minnesota. Sociología. Parece que nunca va a acabar los estudios; ya tiene un màster. Pero nunca me ha dado el más mínimo problema.

Se metió un cubito de hielo en la boca, jugueteó con él y lo mordió.

—Lara era la problemática. Solo ahora soy capaz de reconocer lo cabreada que me tenía.

—¿Por casarse con Barnett?

—Por eso, por todo, por suicidarse. —Su mano empezó a temblar y colocó el vibrante vaso encima de una mesa auxiliar—. Mi terapeuta dice que el suicido es el último acto de violencia. Lara no necesitaba hacer eso. Podía haber hablado con alguien. Le dije que hablara con alguien.

—Asistir a algún tipo de terapia —comentó Milo.

—Soy una gran defensora de la terapia. —Levantó el vaso—. Terapia, Tanqueray, tónica y Prozac.

—Así que Lara era la rebelde —afirmé.

—Incluso cuando era pequeña, si le decías negro, ella decía blanco. En el instituto, se juntó con malas compañías, eso es lo que estropeó sus notas. De los tres, ella era la más inteligente, solo tenía que trabajar un poco. En lugar de eso, se casó con él. Las Vegas, por Dios. Es como una mala película. El era... ¿le ha visto alguna vez los dientes?

Durante los pocos segundos que Malley estuvo de cara a nosotros, no abrió la boca.

—¿No están en buen estado? —preguntó Milo.

—Están podridos —dijo Nina Balquin—. Puede imaginarse lo que pensaba Ralph de eso. —Para ilustrar el contraste, exhibió un completo conjunto de fundas de porcelana—. Era de los bajos fondos, no tenía familia.

—¿Nada de nada?

—Siempre que le preguntaba dónde había crecido o quiénes eran sus padres, cambiaba de tema. Quiero decir, entra una persona nueva en nuestras vidas, y ¿no es razonable preguntar? Ni hablar. Fuerte y silencioso. Pero no lo suficientemente fuerte como para tener unos ingresos decentes.

Apuró su vaso, sujetándolo con ambas manos.

—Somos una familia culta y sofisticada, yo estoy licenciada en diseño y mi marido era uno de los mejores endodoncistas de Valley. Y ¿quién llega? Uno de los rústicos de dinerolandia.

—Lara lo conoció en el rancho de un tipo —repitió Milo.

—El impactante trabajo de verano de Lara. —Balquin hizo una mueca—. Aquí nunca hacía su cama pero, allí, podía limpiar habitaciones a cambio del salario mínimo. Dijo que quería ganar su propio dinero para poder comprar un coche más caro del que Ralph quería comprarle.

—¿Dijo?

—Dejó el trabajo dos semanas después para escaparse a Las Vegas con él. Nunca tuvo ningún tipo de coche hasta que nosotros le compramos un Taurus de segunda mano. Al ir a Ojai, simplemente se estaba rebelando como todas las demás veces.

—¿Ha dicho que Barnett estuvo trabajando en algún tipo de rodeo ambulante?

—Por lo que sé, deslumbró a nuestra hija con trucos de cuerda. Soy alérgica a los caballos... cuando menos me lo esperaba, estaba casada y me decía que quería tener un montón de hijos. No hijos simplemente, sino un montón de ellos. Le dije que quién iba a mantener a todos esos niños y ella ya tenía una respuesta preparada. El vaquero iba a colgar las espuelas y a conseguir un trabajo serio.

Balquin resopló:

—Como si tuviera que levantarme y aplaudir. ¿Cuál era ese magnífico trabajo? Trabajar para una empresa de limpieza de piscinas.

—Estuvieron mucho tiempo casados antes de tener a Kristal —comenté.

—Siete años —observó Balquin—. Lo que a mí me parecía bien. Pensé que a lo mejor Lara estaba actuando por fin con un poco de cabeza, planificando sus finanzas. Se buscó un trabajo, no un gran trabajo, cajera en el supermercado Vons. Y el vaquero compró algo de cloro y se puso por su cuenta.

—¿Les veía con frecuencia?

—Casi nunca. Entonces, Lara se pasó un día por casa, nerviosa, avergonzada. Sabía que quería algo. Lo que quería era dinero para un tratamiento de fertilidad. Resulta que estuvieron años intentándolo. Dijo que se había quedado embarazada en varias ocasiones pero había tenido abortos espontáneos. Así que nada. Su médico pensaba que había algún tipo de incompatibilidad. Sabía que el que se presentara en casa significaba que quería algo.

—¿Por qué había tan poco contacto? —pregunté.

—Porque es lo que querían. Les invitamos a todas las reuniones familiares pero nunca vinieron. Por aquel entonces, pensaba que era cosa de él, pero ahora no estoy segura. Porque mi terapeuta dice que necesito afrontar la posibilidad de la complicidad de Lara en una pareja destructiva. Como parte del proceso.

—¿El proceso? —interrogó Milo.

—El proceso de superación —contestó Balquin—. Poner orden en mi vida. Tengo un desequilibrio químico que afecta a mi estado de ánimo pero también necesito hacerme responsable de cómo reacciono frente a situaciones de estrés. Mi nueva terapeuta entiende a la perfección el tema de la pérdida y me ha llevado a un punto en el que me puedo andar sin miramientos en lo que a Lara se refiere. Por eso su llamada era perfecta. Después de que llamara, le dijo a mi terapeuta que íbamos a hablar. Ella pensó que era una cuestión de karma.

Milo asintió y cruzó las piernas.

—¿Le dio el dinero a Lara para el tratamiento?

—Ninguno de los dos tenía seguro médico. No estoy segura siquiera de que la fertilidad esté cubierta por el seguro. Me dio pena, sabía que era difícil para ella venir a pedir. Le dije que le preguntaría a su padre y me dio las gracias. De hecho, me abrazó.

Los ojos de Balquin parpadearon. Se levantó y se rellenó el vaso.

—Puedo ofrecerlos algún refresco.

—Estamos bien de verdad, señora. ¿Así que su marido aceptó pagarles el tratamiento de fertilidad?

—Costaba diez mil dólares. Al principio dijo que ni hablar, a continuación, por supuesto, cedió. Ralph era un buenazo. Lara cobró el cheque y eso fue lo último que oí al respecto. Volvimos a la vieja rutina, a no devolverme las llamadas. Mi terapeuta dice que tengo que afrontar la posibilidad de que me utilizara.

—¿Qué quiere decir?

—Es posible que nunca pagaran a un doctor.

—¿Por qué iba a sospechar eso, señora?

Las manos de Balquin palidecieron alrededor del vaso.

—Llevé a Lara durante nueve meses y a veces la echo tanto de menos que no soporto pensar en ello. Pero necesito ser objetiva por mi propia salud mental. Siempre sospeché que esos dos se gastaron el dinero en otra cosa porque poco después de que se lo diéramos, se mudaron a una casa más grande y seguían sin tener hijos. Lara dijo que Barnett necesitaba sitio para el piano. Pensé que estaban malgastando el dinero, todo lo que tocaba era canciones country y no muy bien. Kristal llegó años más tarde, cuando Lara tenía veintiséis.

—Tuvo que ser increíble —comenté.

—¿Kristal? —Parpadeó unas veces más—. Era una ricura, una preciosidad. Por lo poco que vi de ella. Aquí estaba yo, abuela, y nunca pude ver a mi nieta. Lara eligió, pero sé que él tuvo algo que ver. La aisló.

—¿Por qué?

—No lo sé —repuso—. Ese hombre nunca nos dirigió una palabra amable a ninguno de nosotros. A pesar de nuestra opinión sobre el casamiento, intentamos ser amables. Cuando volvieron de Las Vegas, les preparamos una pequeña fiesta en el hotel Sportsman's Lodge. La invitación decía «Ropa formal». El vino con unos vaqueros sucios y una de sus camisetas de vaquero con corchetes. Llevaba el pelo largo y desaliñado, mi Ralph era un hombre muy pulcro, puede imaginarse. A Lara le solía gustar ir arreglada, pero ya no. Llevaba unos vaqueros tan sucios como los de él y un minúsculo top de cuello halter y aspecto barato.

Agitó la cabeza hacia los lados.

—Fue vergonzoso. Pero esa era Lara. Siempre animando la fiesta.

—Señora —interrumpió Milo—, ¿sería muy doloroso hablar del suicidio?

Nina Balquin levantó la mirada.

—Si le contestara que sí, ¿dejaría el tema?

—Por supuesto.

—Bueno, es doloroso, pero no quiero que lo deje. Porque no fue mi culpa, digan lo que digan. Lara siempre hizo lo que quiso toda su vida y puso fin a su vida adoptando una horrible, estúpida y pésima decisión.

—¿Quién dice que sea culpa suya? —pregunté.

—Nadie —contestó—. Y todos, implícitamente. Si pierdes a un hijo en un accidente o a causa de una enfermedad, todo el mundo siente lástima por ti. Si pierdes a un hijo porque se suicida, la gente te mira como si fueras el peor padre del mundo.

—¿Cómo reaccionó Barnett al suicidio?

—No sabría decirle, nunca hablamos de ello. —Apretó los ojos y volvió a abrirlos—. Hizo que incineraran a Lara, ni siquiera tuvo la decencia de celebrar unas exequias. No hubo entierro, ni misa. Me engañó, el muy bastardo. ¿No pueden decirme de qué es sospechoso? ¿Tiene algo que ver con las drogas?

—¿Barnett consumía drogas? —intervino Milo.

—Ambos fumaban hierba. Puede que por eso Lara no pudiera quedarse embarazada, ¿no se supone que eso te daña los ovarios o algo por el estilo?

—¿Cómo sabe que consumían drogas?

—Conozco los síntomas, detective. Lara era una porrera en el instituto. Nunca vi indicios de que lo dejara.

—Las malas compañías —comenté.

—Una panda de niños malcriados —afirmó—. Conduciendo por ahí los BMW de sus padres, poniendo esa música a toda pastilla y actuando como si fueran un gueto. Ninguno de mis otros dos hijos pasó por esas tonterías.

—Usted se imagina que Lara siguió consumiendo después de casarse.

—Sé que lo hacía. Las pocas veces que visité su apartamento, las pocas veces que me dejaron entrar, todo estaba manga por hombro y se podía oler.

—¿Alguna vez consumieron algo más fuerte que marihuana? —preguntó Milo.

—No me sorprendería. —Balquin lo miró—. Así que se trata de drogas. ¿Está Barnett trapicheando?

—¿Usted sabe si alguna vez ha vendido drogas?

—No, pero trato de ser lógica. ¿Los drogadictos no se convierten en traficantes para costearse el hábito? Y todas esas armas que tiene, a Lara nunca la educamos con eso, como mucho, en casa guardábamos una pistola de aire comprimido. De repente, compraron rifles, pistolas, cosas horribles. Los guardaban al aire libre, en una vitrina de madera, de la misma forma que la gente sofisticada exhibe libros. Si no estás metido en algo turbio, ¿para qué necesitas todas esas armas?

—¿Se lo preguntó alguna vez?

—Se lo comenté a Lara. Me dijo que me metiera en mis asuntos.

Busqué estanterías en la habitación de la entrada. No había nada, salvo paneles de roble tratado y laqueado y fotos en la pared del fondo.

—Lara utilizó una de sus armas para suicidarse —comentó—. Espero que esté contento. Y apretó los puños—. Si es un traficante, espero que lo pillen y lo encarcelen de por vida. Porque lo último que necesitaba mi hija era otra mala influencia.

Se dio toquecitos en un incisivo con una uña, se llevó el vaso a la boca y bebió despacio pero sin parar. Se terminó el segundo vaso sin pestañear.

—¿Hay alguna cosa más que le gustaría contarnos, señora? —preguntó Milo.

—No debería decir esto, pero... ¡qué demonios!, ella no está y tampoco Kristal, y necesito concentrarme en reconstruir mi propia vida. —Tensó de nuevo la cara y mantuvo tanto la tensión que incluso los músculos retocados de barbilla y mejillas cedieron.

—Siempre me he preguntado si las drogas tuvieron algo que ver con que Lara perdiera de vista a Kristal. Ella insistió en que solo fue un segundo, la tienda estaba abarrotada, giró la cabeza y ya no estaba. Pero ¿las drogas no ralentizan los reflejos?

Milo descruzó las piernas. Sacó su libreta pero no escribió nada.

—Es algo horroroso que decir sobre tu propia hija —confesó Nina Balquin—> pero ¿cómo si no podría explicarse? He criado a tres hijos, de pequeño Mark era un terremoto, siempre estaba de un lado a otro, no había forma de que se estuviera quieto. Pero nunca lo perdí. ¡Cómo se puede perder a un hijo!

Su voz se elevó hasta casi alcanzar el grado de chillido. Se dejó caer de golpe, se masajeó la sien izquierda.

—Maldita cefalea en racimos... lo último que quisiera hacer es echar la culpa a mi hija, pero objetivamente... puede que por eso Lara se sintiera lo suficientemente culpable como para hacer lo que... ¡ah, suéltalo, Nina! ¡Puede que ese sea el motivo de que se suicidara!

Sus dos manos empezaron a temblar bruscamente. Se sentó encima de ellas, cerró los ojos. Un lamento agudo consiguió abrirse camino aun a pesar de mantener la boca cerrada.

—Sabemos que esto es difícil, señora. Le agradecemos su sinceridad —afirmó Milo.

Nina Balquin abrió los ojos. Su mirada estaba ausente.

—La introspección puede ser muy puta —comentó ella.

Mientras Milo le daba las gracias, me acerqué a la pared del fondo y miré las fotos. Una pareja de unos treinta años con dos niños menores de diez; el hijo contable y su familia. Una mujer parecida a Lara Malley, con toga y birrete. Con una cara más gordita que la de Lara y pelo pelirrojo ensortijado debajo del birrete. La hermana Sandy.

No había fotos de Lara, pero debajo de sus hermanos, había una foto de Kristal colgada, de ocho por trece, con un marco barato. Una foto de bebé, tenía menos de un año por la forma en que necesitaba apoyo para sentarse. Con un vestido de vaquera rosa y un sombrero a juego. Los potros salvajes y cactus de fondo, y la pequeña luna sobre la llanura, habían sido pintados con aerógrafo. Probablemente, se tratara de una de esas tiendas de fotos para niños. La típica de los centros comerciales.

Una bebé sonriente, gordito y de mofletes rojos. Sus grandes ojos marrones cautivaron la atención de la cámara. Barbilla húmeda; babas por la salida de los dientes.

—Conseguí esa foto cuando me los encontré y le compré un regalo de Navidad a Kristal —explicó Nina Balquin—. Tenían un montón. Tuve que pedir esa.

La dejamos de pie en el umbral de la puerta, con un nuevo vaso en la mano.

Mientras nos alejábamos en coche, Milo murmuró:

—A veces, mi loca familia no parece tan mala.

—Mamá odia a Barnett pero nunca ha pensado que pudiera haber matado a Lara —comenté.

—Esa mujer es tan frágil que pensaba que en cualquier momento íbamos a tener que recoger sus pedazos. Me pregunto cómo lo sobrellevará si descubrimos que Barnett es un tipo todavía peor de lo que ella se pensaba.

Escogió las calles adyacentes a la autopista, cogió el bulevar Van Nuys norte y empalmó con Beverly Glen. Mientras atravesábamos el cañón, dijo:

—Igualito que el barrio de los Malley, ¿eh? Salvo por las casas de cientos de miles de dólares, las pistas de tenis, los coches extranjeros, la mayor cantidad de espacios verdes y la ausencia de aparcamientos para caravanas.

—La combinación perfecta —dije.

—¿Hay alguna cosa que haya dicho Balquin que sirva para echar luz sobre el perfil psicológico de Malley?

—Si es una fuente fiable, él aisló a Lara de su familia, era muy reservado sobre sus raíces y consumía drogas. Sabemos que la parte de acumular armas es cierta. Añade la forma en que reaccionó frente a nosotros y hay potencial para cosas desagradables.

—¿Los tipos que aíslan a sus mujeres no abusan también de ellas?

—Es un factor de riesgo —contesté—. Si la actitud básica ante la vida de Malley era nosotros frente al mundo entero, puede que el asesinato de Kristal reforzara eso.

El mundo es un lugar horrible y peligroso, así que hay que ir armado y estar alerta.

—Y contraatacar. Lo que me interesa es la sospecha de Nina de que Lara fue negligente por culpa de las drogas. Eso es algo muy difícil de admitir cuando se trata de tu propio hijo. Da igual cuánta terapia hagas.

—Hay motivos para que Barnett culpara a Lara. Aunque él también sea un porrero.

—Lara era la madre —dije—. Siempre se culpa a las madres. Después de que Troy y Rand fueran a la cárcel, Lara y Barnett empezaron a examinar sus propias vidas. Tenemos una pareja que tenía problemas para concebir. Por fin consiguen tener un hijo y se lo arrebatan de la peor forma posible. Eso sí es estrés de pareja. Puede que la tensión alcanzara niveles insoportables y que se dijeran lo que no debían. Una historia de aislamiento, drogas y abuso podría haberle añadido más odio. Puede que Lara dejara de soportar el abuso.

—Se puso demasiado firme con el vaquero. —Apuntó la mano en forma de pistola al parabrisas—. Caput.

—Caput, sin duda.