Capítulo 12

Quedé con Milo en su oficina, en la segunda planta de la comisaría de Westside. Una habitación sin ventanas, que en su día fue escobero, apartada del ruido de la gran sala de detectives. Apenas cabe una mesa con dos cajones, un archivador, un par de sillas plegables y un ordenador viejo. En la comisaría no se puede fumar pero, en ocasiones, Milo fuma puros y las paredes se han vuelto amarillentas y huele como a una docena de hombres viejos.

Mide aproximadamente un metro noventa y, cuando presta atención a la dieta, se queda en ciento dieciocho kilos. Encorvado en la mesa pequeña, parece un dibujo animado.

Es un escenario impropio de un teniente, pero no es el típico teniente y dice que no le importa. A lo mejor lo dice de verdad, a lo mejor tener una segunda oficina ayuda; un restaurante indio a unas manzanas de distancia en el que los dueños le tratan como a un rey.

El ascenso de detective desde la tercera categoría a jefazo había sido consecuencia de un empujoncito que nunca buscó: salieron a la luz desagradables secretos sobre el antiguo jefe de policía.

El trato era que cobraría el sueldo de teniente, pero sin las obligaciones ejecutivas que iban asociadas al cargo, y que podría seguir trabajando en los casos. Siempre y cuando trabajara en solitario y no se inmiscuyera en los asuntos de los demás.

Aquel jefe ya no estaba y el nuevo parecía decidido a hacer un cambio radical. Pero, hasta ahora, la situación de Milo se había librado del escrutinio. Si el nuevo sistema estaba realmente tan orientado a los resultados como se decía, probablemente su tasa de casos resueltos le otorgaría alguna gracia.

O puede que no. Ser policía homosexual ya no era el imposible que había sido cuando entró en el cuerpo, pero había abierto camino en tiempos más difíciles y nunca encajaría.

Su puerta estaba abierta y estaba leyendo un informe preliminar de investigación. Su pelo negro necesitaba un buen corte, tenía remolinos y sus patillas blancas, que llamaba rayas de mofeta, sobrepasaban más de un centímetro los lóbulos de las orejas.

Una chaqueta informal verde abeto colgaba del respaldo de su asiento y descansaba en el suelo. Su camisa blanca de manga corta parecía destrozada y la estrecha corbata amarilla podría haber pasado por una mancha de mostaza. Pantalones de pana verde y botas beis remataban el conjunto. La bombilla del techo, sin pantalla protectora, era ligeramente rosa y hacía que pareciera que sus mejillas picadas por el acné sufrían una quemadura.

Me señaló con un dedo la silla vacía, la desplegué y me senté. Me pasó el informe preliminar y algunas fotografías de la escena del crimen.

El informe era el habitual caso aislado, registrado en la escena por el detective primero, S. J. Binchy. Sean era un antiguo bajista de una banda de ska convertido al cristianismo, un chico dócil al que Milo, a veces, encasquetaba el trabajo sucio.

Buen chaval, ortografía decente. La única cosa nueva de la que me enteré fue que un equipo de limpieza de autopistas había encontrado el cadáver a las cuatro y catorce de la mañana.

La primera foto era una frontal del cadáver, tumbado sobre su espalda, con la cara hacia arriba, ya que el fotógrafo del juez de instrucción la había realizado desde arriba.

Cara desenfocada, difícil de distinguir los detalles. Un primer plano mostraba la boca abierta y los ojos entrecerrados que tantas veces había visto antes. Su mirada estaba vacía. La mejilla derecha estaba ligeramente convexa, pero no era la deformación que se vería a causa de una bala de bajo calibre en la cabeza.

Un par de planos laterales dejaban ver una herida de entrada oscura, con forma de estrella, rodeada por una aureola negra de pólvora, justo encima de la oreja izquierda, y una salida irregular, mucho más grande y ligeramente más arriba en la sien derecha, que dejaba ver hueso, la carne roja del músculo y restos de materia cerebral.

—Un disparo con orificio de entrada y de salida —afirmé.

—El juez de instrucción cree que fue un disparo de contacto o a poca distancia, munición encamisada, no superior al calibre treinta y ocho, sin carga adicional.

Su voz sonaba distante. Manteniendo la distancia con la víctima.

La siguiente foto era un primer plano.

—¿Qué opinas de estas abrasiones en la mejilla?

—Lo encontraron tumbado sobre la cara, puede que lo arrastraran un poco por el vertedero. No hay heridas defensivas ni tejido debajo de sus uñas ni ningún otro indicio de pelea. No hay mucha sangre en la escena, así que le dispararon en otra parte.

—Es grande —comenté—. Así que si no hubo pelea, probablemente lo sorprendieran.

—Te preguntaría si lo reconoces, pero acabamos de recibir los resultados del AFIS. Las huellas confirman que se trata de Duchay.

Examiné las fotografías, intenté mirar más allá del daño y de la muerte. La pubertad había transformado la estructura facial de la adolescencia de Rand Duchay en algo más alargado y endurecido. Su pelo era más oscuro de lo que recordaba, pero eso podía deberse a la iluminación. En vida, había sido un niño lento, con rasgos torpes. La muerte no había cambiado eso, pero la muerte hace que todos nos parezcamos. ¿Lo hubiera reconocido si nos hubiéramos cruzado en la calle?

—¿Alguna idea de cuándo sucedió? —pregunté.

—Ya sabes cómo va lo de estimar la hora de la muerte, generalmente son conjeturas. La mejor estimación es en algún momento entre las nueve de la tarde y la una de la mañana.

Las nueve era bastante después de que volviera a casa tras el plantón de Duchay. Puede que cambiara de idea sobre encontrarnos. O que alguien le hubiera hecho cambiar de idea.

—¿Lo has descubierto por casualidad o lo estabas buscando? —pregunté.

Milo estiró sus largas piernas todo lo que la habitación le permitió.

—Después de que me llamaras, decidí investigar un poco sobre Duchay. Descubrí que lo habían soltado hace tres días. Cuatro años antes por buen comportamiento.

Sus aletas abiertas dejaban ver qué opinaba al respecto.

—Me enteré de con quién se estaba alojando, lo que me llevó mucho trabajo. Llamé, no me contestaron. Decidí que un asesino hedonista deambulando por Westside no encajaba con mi idea del orden. Le dejé un mensaje a Sean para que revisara los informes sobre merodeadores y los intentos de robo de los últimos tres días. A continuación, conduje hasta Westwood y me metí por calles secundarias.

Se pasó la lengua por dentro de la mejilla.

—Pensaba que terminaría en tu casa, me prepararías un sándwich y te desearía buen viaje. Entonces, Sean me devolvió la llamada. Estaba en la morgue, un cadáver había entrado la noche anterior y parecía un enigma. A los chicos de la policía científica se les había escapado algo pero la asistente del depòsito de cadáveres lo había encontrado al desnudar el cadáver. Un pequeño trozo de papel en el bolsillo de la víctima. Sean estaba muy seguro de haber reconocido tu número, pero quería confirmarlo.

—Sean tiene buena memoria —comenté.

—Sean viene con nosotros.

—¿Estás investigando el caso con él?

—Él lo está investigando conmigo.

Al salir, Sean Binchy salía de la sala de detectives y nos saludó. Pelirrojo, con pecas, con casi treinta años y tan alto como Milo pero con muchos menos kilos que él. Sean lucía un traje de cuatro botones, camisa azul intenso, corbata oscura y unas Doc Martens. Antiguos tatuajes escondidos debajo de mangas largas. Llevaba pelo corto y arreglado en sustitución de las rastas de su época de músico.

—Hola, doctor Delaware —saludó alegremente—. Parece que está implicado en esto.

—Sean, el doctor Delaware tiene previsto coger un vuelo a Nueva York mañana por la mañana. No veo motivos para que eso cambie —comentó Milo.

—Claro, no hay problema. Eh, teniente, conseguí hablar con la gente con la que se alojaba y no tenían ni idea de que se hubiera ido a la ciudad para reunirse con el doctor Delaware. Les dijo que se iba a buscar trabajo.

—¿A dónde?

—A una obra —contestó Binchy—. Están construyendo un edificio de apartamentos cerca de donde viven y Duchay fue a hablar con el jefe de obra.

—¿Un sábado?

—Supongo que la obra estaría en marcha.

—Compruébalo, Sean.

—Claro.

—¿A qué hora se marchó para su supuesta cita? —preguntó Milo.

—Cinco de la tarde.

—El chico se da un pequeño paseo a las cinco, no aparece por casa en toda la noche y ¿no se preocupan?

—Estaban preocupados —repuso Binchy—. A las siete llamaron a la División de Van Nuys para informar de su desaparición pero, dado que era un adulto y que no había pasado mucho tiempo, no lo archivaron como un desaparecido oficial.

—¿Un asesino convicto deambulando por ahí no le preocupaba a nadie?

—No sé si mencionaron eso a los chicos de Van Nuys.

—Averigua si lo hicieron, Sean.

—Sí, señor.

—¿Con quién estaba viviendo? —pregunté.

—Con unos que acogen a chicos con problemas —contestó Binchy.

—Duchay era un adulto —comentó Milo.

—Entonces es a gente con problemas, teniente. Son pastores o algo así.

—¿Los Daney? —inquirí.

—¿Los conoce?

—Estuvieron implicados en el caso de Rand hace años.

—Cuando mató a la niña pequeña —completó Binchy. No había rencor en su voz. Siempre que lo había visto, su comportamiento había sido el mismo: agradable, sereno, educado e inseguro. Pero puede que las apariencias engañen y sea de los que actúan por detrás. O puede que ser de los buenos le dé calma.

—¿Implicados cómo? —interpeló Milo.

—Asesores espirituales —contesté—. Seminaristas.

—Todo el mundo podría recibir algo de eso —comentó Binchy.

—No parece que ayudara a Duchay —repuso Milo.

—No en este mundo. —Binchy esbozó brevemente una sonrisa.

—Ambos fueron asesinados —expuse.

—¿A qué ambos se refiere, doctor?

—Rand y Troy Turner.

—No sabía lo de Turner —comentó Milo—. ¿Cuándo sucedió?

—Un mes después de estar preso.

—Así que estamos hablando de ocho años de diferencia. ¿Qué le pasó?

Describí la emboscada de Troy a un Vato Loco, la teoría de la venganza entre bandas y la forma en que le colgaron en la sala de mantenimiento.

—No sé si llegaron a solucionar el asesinato.

—Un mes dentro y ya piensa que es un tipo duro —dijo—. No controlaba sus impulsos... sí, parece el típico asesinato de cárcel. ¿Duchay y él estaban en el mismo centro?

—No.

—Suerte para Duchay. Si le hubieran considerado colega de Turner, hubiera sido el siguiente.

—Duchay no salió ileso de la cárcel. El juez de instrucción comentó que su cuerpo presentaba antiguas cicatrices de navajazos.

—Pero estaba vivo hasta anoche. Lo suficientemente duro y grande para defenderse a sí mismo —expuso Milo.

—O aprendió a evitar los problemas —repuse—. Salió antes por buen comportamiento.

—Eso quiere decir que no violó ni golpeó a nadie delante de un guardia.

Silencio.

—Investigaré lo que se les dijo exactamente a los de Van Nuys, teniente. Que disfrute de su viaje a Nueva York, doctor.

Después de que se fuera, Milo metió algunos papeles en su maletín y los dos bajamos las escaleras hasta la parte trasera de la comisaría. Anduvimos un par de manzanas hasta el lugar donde había aparcado el Seville.

—Tipos como Turner y Duchay atraen cosas malas —manifestó Milo.

—Es irónico, ¿no crees? —pregunté.

—¿El qué?

—Rand supera ocho años en la AJC, sale y tres días después está muerto.

—Así te sientes, ¿eh?

—¿Tú no?

—Yo selecciono por quién me compadezco.

Abrí la puerta del coche.

—¿Qué es realmente lo que te aflige, Alex? —preguntó.

—Era un chaval estúpido e impresionable que perdió a sus padres en la infancia, probablemente sufrió daño cerebral de pequeño, lo crió una abuela resentida, y el sistema escolar lo ignoró.

—También asesinó a una niña de dos años. En ese momento, toda mi compasión desapareció.

—Lo entiendo —repuse.

Colocó una mano sobre mi hombro.

—No dejes que te consuma. Disfruta en La Manzana Grande.

—A lo mejor no debería ir.

—¿Por qué diablos no?

—¿Qué pasa si soy relevante para el caso?

—No lo eres. Adiós.

Conduje a casa pensando en los últimos momentos de Rand Duchay. Puede que el disparo en la sien significara que había estado mirando de frente, que no lo había visto venir. Puede que no experimentara ningún sentimiento final de terror o pánico.

Me lo imaginé tendido en el suelo, boca abajo, en algún lugar frío y oscuro, sin que nadie lo supiera, sin que a nadie le importara. Imágenes de televisión de hace ocho años se colaron en mi cabeza. Barnett y Lara Malley saliendo de la sala de audiencia. Ella, sollozando. El, mudo de rabia, contenido. Tan tenso por la ira que había estado a punto de pegar a un cámara.

Pedían pena de muerte.

Ahora, los dos asesinos de su hija habían desaparecido. ¿Encontraría consuelo en ello?

¿Había tenido algo que ver?

No, eso estaba muy manido y era ilógico. La venganza es un plato que se sirve frío, pero ocho años entre ambas muertes era demasiado frío. Milo tenía razón.

Los chicos desequilibrados como Turner y Duchay atraían la violencia. En cierto modo, lo que había sucedido era el final predecible de dos vidas malgastadas.

Tres.

Revisé la bolsa de viaje; metí el cepillo de dientes, que se me había olvidado y ordené algo la casa. Me metí en una página del tiempo, descubrí que iba a llegar al día siguiente en medio de una tormenta de nieve.

Mínima: menos cuatro; máxima: menos dos. Me imaginé el cielo y las aceras de color blanco, el titileo de la luces de Manhattan en nuestra ventana, mientras Allison y yo nos refugiábamos en una bonita y acogedora suite con servicio de mayordomo.

¿Por qué me había llamado Rand?

El teléfono sonó. Era Allison.

—Menos mal que te encuentro, Alex. No te lo vas a creer.

Tensión en su voz. Lo primero que pensé fue que algo le había pasado a su abuela.

—¿Qué pasa?

—La amiga de la abuela, la que iba a venir de San Luis, ha sufrido un derrame cerebral esta mañana. Acabamos de recibir la llamada. La abuela se lo está tomando muy mal. Alex, lo siento, pero no puedo dejarla.

—Claro que no.

—Estará bien, sé que lo estará, siempre lo está. ¿Tu billete es reembolsable? Ya he llamado al hotel y he cancelado la reserva. Lo siento muchísimo.

—No te preocupes —dije con tono calmado. No estaba fingiendo, me sentía aliviado de no tener que ir. ¿Qué decía eso de mí?

—... a pesar de la situación, voy a intentar librarme de la ampliación de dos semanas, Alex. Una semana, máximo, entonces llamaré a mi primo Wesley y le pediré que me releve. Es profesor de química de Barnard, y se está tomando un tiempo sabático en Boston, así que su horario es flexible. Es justo, ¿no crees?

—Sí.

Se detuvo para respirar hondo.

—¿No estás muy disgustado?

—Me encantaría verte pero son cosas que pasan.

—Sí... está helando, de todas formas.

—De menos cuatro a menos dos en Nueva York.

—Lo has mirado —dijo—. Estabas totalmente preparado para venir. Snif, snif.

—Snif, snif —añadí.

—La suite tenía chimenea. ¡Maldita sea!

—Cuando vuelvas encenderemos la mía.

—¿Con veintiún grados?

—Compraré hielo y lo distribuiré por aquí.

Se rió.

—Vaya cuadro... Volveré tan pronto como pueda. Una semana como máximo... oh, oh, la abuela me está llamando otra vez, ¿qué querrá ahora? Quiere más té... lo siento, Alex, te llamo mañana.

—Me parece bien.

—¿Estás bien?

—Claro, ¿por qué?

—Pareces distraído.

—Solo estoy desilusionado —mentí—. Todo se solucionará.

—No hay nada como el optimismo —afirmó—. Con todo lo que ves, ¿cómo lo consigues?

Allison se había quedado viuda con veinte años. Tiene mucho mejor carácter que yo. Pero yo soy mejor farsante.

—Es una buena forma de vivir —contesté.

—Sí, señor.