25

La sala de música

Susan se detuvo una vez más al borde de la luz para inspeccionar la parte posterior de la casa. Paseó la mirada desde una esquina apartada hasta la puerta trasera visible, absorbiendo despacio todo lo que veía, y luego hasta el otro extremo de la casa. Como su hermano antes que ella, se fijó en la grava bajo las ventanas y vislumbró los espinos plantados a lo largo de todo el perímetro. Sus ramas se entrelazaban formando una maraña impenetrable que no se interrumpía más que en un tramo de sólo un metro de largo, justo enfrente de donde ella se encontraba. Comprendió al instante que ese hueco en la barrera debía de dar directamente al pasadizo que atravesaba el bosque y llegaba hasta el garaje oculto donde Diana esperaba pacientemente a que sucediera algo.

Por un instante, Susan se quedó mirando esa pequeña brecha. Tenía el aspecto de un descuido de jardinería, como si una planta se hubiera muerto y la hubiesen arrancado. Entonces se dio cuenta de lo que era: la otra puerta.

Desde donde estaba, no alcanzaba a determinar la forma o el tamaño de la puerta. No se apreciaba la menor fisura en la pared de la casa. Si el contratista no les hubiera hablado de la puerta, ella no habría creído que estuviera allí. No tenía la menor idea de dónde se hallaba escondido el pomo, ni de cómo se abría, y cayó en la cuenta, también, de que quizá no hubiese manera de abrir la trampilla desde el exterior. Sin embargo, le parecía mucho más probable que hubiese algún mecanismo de apertura oculto. El problema sería dar con él.

Y que no estuviese cerrado con llave.

«Se acaba el tiempo», pensó.

Susan echó un último vistazo a las ventanas, intentando avistar a su hermano o cualquier tipo de movimiento en el interior, algún indicio de lo que estaba ocurriendo, pero no vio atisbo de actividad. Tensó los músculos de los brazos, contrajo los de las piernas y le habló a su cuerpo, como si de un amigo se tratase, diciéndole:

—Muévete deprisa, por favor. Sin vacilar. Sin detenerte. Tú sigue adelante, pase lo que pase.

Respiró hondo, empuñó con fuerza su metralleta y, de pronto, sin ser consciente de haberse levantado y abalanzado hacia delante, se encontró corriendo medio agachada a través del claro iluminado. En ese momento no podía fijarse en otra cosa que en el terrible resplandor que parecía envolverla en calor y agredirla con una luminosidad que la hería como una cuchilla. El aire fresco del bosque quedó atrás y cedió el paso a un viento asmático, resollante y vaporoso. Tenía la sensación de que le pesaban los pies, como si estuvieran recubiertos de cemento, y cada vez que su zapato patinaba sobre la hierba húmeda con el más leve de los chirridos, a ella se le antojaba el ruido de una alarma. Creía oír gritos de alerta, sirenas que rompían a ulular. Una docena de veces percibió el estampido de un disparo, y una docena de veces se figuró que una bala impactaría contra ella mientras corría en el filo de la navaja entre la realidad y la alucinación. Extendió los brazos hacia la casa como una nadadora que se estuviera quedando sin aliento, esforzándose por alcanzar la pared al final de una carrera desesperada.

Y entonces, casi tan rápidamente como había arrancado a correr, llegó.

Susan se apresuró a guarecerse en una sombra tenue y se apretujó contra el revestimiento de tablas anchas de la pared, intentando encogerse para llamar la atención lo menos posible, después de haber corrido de forma tan patosa, torpe y ruidosa. El pecho le subía y bajaba agitadamente, tenía el rostro congestionado y jadeaba, aspirando el aire de la noche, intentando calmarse.

Aguardó por un momento, dejando que los tambores de la adrenalina dejaran de batirle en las orejas, y luego, cuando sintió que había recuperado, si no el control absoluto, sí al menos parte de él, dio media vuelta, se arrodilló sobre la tierra y comenzó a deslizar las manos por el exterior de la casa, intentando encontrar la trampilla que sabía que estaba allí.

Notó la textura rugosa de la madera bajo sus dedos, le pareció fría, y entonces encontró un resalto muy estrecho, oculto por los paneles que recubrían la pared. Continuó buscando y descubrió un par de bisagras escondidas bajo la madera. Animada por ello, procedió a probar cada panel, con la esperanza de que uno de ellos se alzara y dejara al descubierto algún picaporte que pudiera hacer girar. No había empezado aún a preguntarse qué haría si la trampilla se hallaba cerrada con llave. Todavía llevaba la palanca pequeña sujeta al cinturón, pero su utilidad era dudosa.

Probó todos los listones, pero no encontró ningún pomo.

—Maldita sea —siseó—, sé que estás por aquí en algún sitio. —Continuó tirando de cada pieza, en vano—. Por favor —dijo.

Se inclinó más y deslizó las manos por el espacio en que la estructura de madera de la casa se unía al hormigón de los cimientos. Allí, bajo el reborde de la madera, palpó una forma metálica, parecida a un gatillo. La toqueteó por unos instantes, luego cerró los ojos, como si temiese que el aparato explotase cuando lo apretara, pero sabiendo que no tenía elección.

—Ábrete, sésamo —musitó.

El mecanismo de apertura emitió un leve chasquido, y la puerta se soltó.

Titubeó de nuevo, durante el suficiente rato para respirar lo que pensaba que podía ser la última bocanada de aire seguro que saborearía en la vida y luego, con sigilo, empezó a abrir la puerta. Esta soltó un crujido desagradable, como si trozos de madera pequeños se hubiesen astillado. Cuando la hubo levantado unos veinte centímetros echó un vistazo por encima del borde al interior de la casa.

Estaba contemplando un espacio a oscuras. La única luz de la habitación era la procedente de los focos del patio, que se colaba por la rendija que acababa de abrir. Había un pequeño descansillo de madera, y luego un modesto tramo de escaleras que bajaba hasta un suelo lustroso y reflectante, de un brillo casi plástico. Supuso que se trataría de algún material liso y sin poros. Fácil de limpiar. Las paredes de la habitación eran de un blanco radiante.

Susan tiró de la puerta a fin de abrirla un poco más, lo suficiente para poder pasar por ella, y con ello entró más luz adicional, que iluminó los rincones más apartados de la habitación. La voz sonó sólo un instante antes de que ella viese a la figura, acuclillada contra una pared.

—Por favor —oyó Susan—, no me mates.

—¿Kimberly? —respondió Susan—. ¿Kimberly Lewis?

El rostro que había permanecido oculto se volvió hacia ella, adoptando una expresión de esperanza.

—¡Sí, sí! ¡Ayúdame, por favor, ayúdame!

Susan advirtió que la joven estaba esposada de pies y manos, y sujeta por medio de una cadena de acero a una anilla encastrada en la pared. Había otras dos anillas sin usar, a la altura de los hombros y separadas entre sí. Kimberly se hallaba desnuda. Cuando se encogió al igual que un perro que teme que le peguen, se le marcaron las costillas, como si estuviese famélica.

Susan entró por la trampilla, bloqueando la débil luz por un instante, y luego se apartó de la puerta, dejando que un poco de claridad alumbrara las escaleras para que pudiera bajar a donde estaba la chica.

—¿Te encuentras bien? —dijo, y al momento le pareció una pregunta soberanamente estúpida—. Me refiero —se corrigió— a si estás herida.

La adolescente intentó agarrarse a las rodillas de Susan, pero la cadena le impedía moverse más de treinta centímetros o medio metro en cualquier dirección. Tenía las piernas manchadas de sangre seca y heces. Hedía a diarrea y a miedo.

—Sálvame, por favor, sálvame —repitió la joven, presa del pánico.

Susan se mantuvo fuera del alcance de sus manos. «Unas veces —comprendió—, hay que tenderle la mano a la persona que se ahoga. Otras, más vale guardar las distancias porque de lo contrario puede arrastrarte al fondo consigo.»

—¿Estás herida? —preguntó con severidad.

La adolescente soltó un sollozo y negó con la cabeza.

—Intentaré salvarte —dijo Susan, sorprendida por la frialdad de su propia voz—. ¿Hay alguna luz aquí dentro?

—Sí, pero no. El interruptor está en la otra habitación, fuera —contestó la chica, señalando con la barbilla a una puerta situada al fondo de la sala.

Susan asintió y recorrió con la vista el espacio que alcanzaba a ver. Había un rollo grande de lo que parecía ser lámina de plástico apoyado en una pared. El techo estaba recubierto de una gruesa capa de material de insonorización. A unos tres metros de donde Kimberly se hallaba encadenada, en el centro de la habitación, Susan vio una silla de madera y respaldo duro y un atril de tubos de acero con varias partituras abiertas en él.

Susan atravesó la estancia despacio. Posó con cuidado la mano en la puerta que daba al cuerpo principal de la casa. El pomo no giraba. La puerta estaba cerrada con llave. Vio una cerradura, pero no había manera de abrir desde el interior de la habitación.

«La llave debe de estar al otro lado —pensó—. Este no es un cuarto del que se supone que nadie debe salir.» En ese momento no estaba segura de por qué su padre no había asegurado la trampilla oculta que se abría al mundo exterior. De pronto la asaltó la espeluznante idea de que él quería que ella entrara por allí.

Dejó escapar un jadeo, al borde del pánico.

«Sabe que estoy aquí. Me ha visto correr a través del claro. Y ahora estoy acorralada, justo donde él quería tenerme.»

Giró bruscamente y miró con ansia a la salida, mientras una voz interior la apremiaba a huir, a aprovechar el momento para salir corriendo mientras aún tuviese un asomo de posibilidad.

Pugnó por mantener el control de sus emociones. Sacudió la cabeza, insistiendo para sus adentros: «No, todo está bien. Has corrido y no te han visto. Sigues estando a salvo.»

Susan se volvió hacia Kimberly, y en ese mismo instante comprendió que la huida no era una opción. Por un momento se preguntó si éste era el último juego que su padre había ideado para ella, un juego letal, con una alternativa simple y también letal. Salvarse a sí misma, abandonando a Kimberly a su triste suerte, o quedarse y enfrentarse a lo que entrara por esa puerta que ahora estaba cerrada.

Susan notó que le temblaba el labio inferior a causa de la incertidumbre.

Una vez más, miró a la chica. Kimberly la observaba con una expresión lastimera en los ojos desorbitados.

—No te preocupes —le dijo Susan, sorprendida por su tono de seguridad, que le pareció fuera de lugar—. Todo saldrá bien. —Mientras hablaba entrevió una forma pequeña y negra a unos centímetros de las piernas de la adolescente, justo fuera de su alcance, en el suelo, junto a la pared.

—¿Qué es eso? —preguntó.

La chica se volvió con dificultad a causa de las esposas que la obligaban a permanecer en la misma posición.

—Un intercomunicador —susurró—. Le gusta escucharme.

Susan abrió mucho los ojos, presa de un miedo repentino.

—¡No digas nada! —musitó con vehemencia—. ¡No debe enterarse de que estoy aquí!

La joven se disponía a responder, pero Susan se plantó delante de ella de un salto y le tapó la boca con la mano. Se inclinó, combatiendo las náuseas que le producía el olor.

—Mi única baza es el factor sorpresa —murmuró entre dientes.

«Y ni siquiera estoy segura de eso», pensó.

Mantuvo la mano donde estaba hasta que la muchacha asintió en señal de que había comprendido. Entonces apartó la mano y se inclinó de nuevo hacia la oreja de Kimberly.

—¿Cuántos hay arriba? —susurró.

Kimberly levantó dos dedos.

«Dos más Jeffrey», pensó Susan.

Esperaba que siguiese vivo. Esperaba que su padre no hubiese estado escuchando por el intercomunicador cuando ella entró por la trampilla. Esperaba que él sintiese la necesidad de mostrarle su trofeo a su hermano, pues no se le ocurría otra cosa que hacer que esperar.

De pie junto a la adolescente, se fijó bien en dónde estaba la puerta que comunicaba con el resto de la casa. A continuación, se acercó a las escaleras, contando los pasos hasta la base. Había seis escalones en el tramo de escalera que ascendía hasta el descansillo. Colocó la mano contra la pared y subió hacia la salida.

Esto fue demasiado para la chica despavorida.

—¡No me dejes! —chilló.

Susan dio media vuelta, y el aire entre ellas se cargó de ira. Su mirada hizo callar a la chica. Luego extendió el brazo y, tras respirar hondo otra vez, empujó la trampilla para cerrarla, y la habitación se sumió en una negrura absoluta. Se giró con cuidado en el descansillo y volvió a poner la mano libre en la pared. Contó los peldaños mientras descendía hacia la oscuridad, y contó de nuevo los pasos mientras cruzaba la sala. El hedor de la adolescente la ayudó a encontrarla. Kimberly Lewis soltó un gemido, un sollozo de terror y a la vez de alivio al percatarse de que Susan había regresado a su lado.

Susan se acuclilló junto a la chica encadenada.

Se colocó con la espalda contra la pared, de cara al centro de la habitación. Al sopesar la metralleta en su mano, cayó en la cuenta de que no cumpliría su función esa noche. Estaba diseñada para disparar ráfagas de forma indiscriminada y matar todo aquello que estuviera a tiro. Comprendió que esto no le serviría de nada a menos que estuviera dispuesta a correr el riesgo de matar a su hermano junto con su padre y la mujer a quien llamaba esposa. En un principio le pareció un riesgo razonable, pero luego pensó que seguramente su hermano no lo asumiría si sus papeles se invirtieran. De modo que depositó esa eficaz máquina de matar en el suelo, a su lado, lo bastante cerca de ella para encontrarla si la necesitaba, y lo bastante cerca de las manos de Kimberly para brindarle una oportunidad de salvarse. Para reemplazarla, Susan desenfundó la pistola nueve milímetros de la sobaquera que llevaba bajo el chaleco. Hacía calor en la habitación, así que se quitó el gorro y sacudió la cabeza para soltarse el pelo. Kimberly se acurrucó lo más cerca de Susan que le permitían sus cadenas. La muchacha respiró agitadamente, aterrorizada por unos instantes, luego se relajó un poco, como reconfortada por la presencia de Susan. Esta le tocó el brazo, intentando calmar los nervios de las dos. Luego le quitó el seguro a la pistola, introdujo una bala en la recámara y apuntó al espacio negro que tenía delante, donde calculaba que se encontraba la puerta. El arma le pesaba en las manos, como si de pronto el agotamiento se hubiera apoderado de ella. Apoyó los codos en las rodillas sin dejar de apuntar al frente con la pistola, y se quedó esperando, como un cazador en un escondite, a que llegara la presa, esforzándose por tener paciencia, por mantenerse firme, por estar preparada. Esperó estar haciendo lo correcto. No veía otra alternativa.

Jeffrey caminaba al paso de un hombre condenado a muerte.

Caril Ann Curtin iba justo detrás de él, apretándole el cañón silenciado de su pistola contra el pequeño hueco tras su oreja derecha, una presión que evitaba de forma muy eficaz que él intentara alguna tontería como girar de golpe e intentar forcejear. Cerraba la marcha su padre, como un sacerdote en una procesión, sólo que, en vez de una Biblia, llevaba en sus manos el cuchillo de caza. Caril Ann le daba un golpecito en el cráneo con la pistola cuando debía indicarle que cambiara de dirección.

La casa y su decoración parecían desenfocadas. Jeffrey notaba que estaba perdiendo por momentos el dominio de sus facultades debido al miedo por lo que estaba ocurriendo, y pugnó en su fuero interno por aferrarse al pensamiento racional.

Nada había sucedido como él esperaba.

Había previsto un enfrentamiento a solas entre él y su padre, pero eso no se había producido. Todo era turbio, confuso. No veía con claridad ningún sentimiento, emoción o propósito. Se sentía como un niño pequeño atemorizado en su primer día de clase, apartado a empujones de la seguridad de su casa y de todo aquello que había dado por sentado. Aspiró profundamente, buscando al adulto en su interior, luchando contra el niño.

Llegaron a las escaleras que conducían al sótano.

—Ahora toca bajar, hijo —dijo Curtin.

«Descenso al infierno», pensó Jeffrey.

Caril Ann le dio unos golpecitos firmes en la cabeza con el arma.

—Hay un cuento muy conocido, Jeffrey —prosiguió Curtin mientras bajaban por las escaleras—. La dama o el tigre. ¿Qué hay detrás de la puerta? ¿Muerte instantánea o placer instantáneo? ¿Y sabes que ese cuento tiene una continuación? Se titula El disipador de las dudas. Eso es lo que mi maravillosa esposa debería ser para ti. La disipadora de las dudas. Porque la indecisión se castiga con severidad en este mundo. La gente que no aprovecha las oportunidades queda atrás rápidamente.

Llegaron al sótano. Era un cuarto de juegos terminado y amueblado con un estilo moderno. Había un televisor de pantalla grande en una pared, y un cómodo sofá de piel enfrente, a pocos metros, desde donde verlo. Su padre se detuvo para recoger un mando a distancia de una mesa de centro. Lo apuntó al aparato, pulsó un botón, y la pantalla se llenó de rayas grises y blancas causadas por el ruido atmosférico.

—Vídeos caseros —dijo su padre.

Apretó otro botón, y apareció una grabación descolorida. Seguramente su padre había quitado el sonido del televisor, pues no se oía nada, lo que confería a las imágenes un aspecto aún más pavoroso. Jeffrey vio en la pantalla a una joven desnuda, colgada por las muñecas de unas anillas en la pared. Le imploraba a quien estaba manejando la cámara, con el rostro bañado en lágrimas y demudado de terror. El objetivo se acercó a sus ojos, que denotaban que se encontraba al límite de sus fuerzas por el agotamiento, el miedo y la desesperación. Jeffrey se atragantó al reconocer el rostro aún vivo de la última víctima, un rostro que sólo había visto en un cadáver. Su padre pulsó otro botón, y la imagen se congeló en la pantalla que ocupaba casi toda la pared.

—Todavía parece distante, ¿verdad? —preguntó su padre, con cierta rapidez que revelaba el placer que sentía—. Lejano e imposible. Irreal, aunque ambos sabemos que una vez fue muy real y muy intenso. Hiperrealista, tal vez.

Su padre apretó el mando otra vez, y la imagen desapareció.

Caril Ann le apretó el cañón de la pistola contra la cabeza para empujarlo por el cuarto de juegos hacia la puerta que daba a lo que Jeffrey sabía que era la sala de música.

Curtin sonrió.

—A partir de este momento, todas las decisiones, todas las elecciones, estarán en tus manos. Posees toda la información. Has recibido todas las lecciones. Sabes todo lo que necesitas saber sobre el asesinato excepto una cosa. Qué se siente al matar a alguien.

Curtin se colocó a un lado de la puerta y pulsó un interruptor. Acto seguido, introdujo la llave en la cerradura y le dio la vuelta. Como el ayudante de un cirujano, extendió el brazo, asió la mano derecha de Jeffrey y le puso en ella el mango del cuchillo de caza. Ahora que iba modestamente armado, Caril Ann hundió la punta de la pistola en su carne. Curtin se volvió hacia Jeffrey con una amplia sonrisa, disfrutando lo indecible con el sufrimiento que estaba provocando. Su rostro estaba radiante con la pasión del momento, y Jeffrey se dio cuenta de que años atrás su madre lo había salvado, pero él, como un niño insensato que se niega a creer en lo que todo el mundo considera que es bueno, nunca había acabado de entender que era libre, que estaba a salvo, y una combinación de terquedad, mala suerte e indecisión lo había retrotraído al momento en que, con nueve años de edad, volvió la mirada atrás hacia el hombre que ahora se encontraba a su lado. No habría debido mirar atrás, ni una sola vez en esos veinticinco años. En cambio, en toda su vida no había hecho otra cosa que mirar atrás y, al fin, lo que tenía detrás había acabado por darle alcance, y ahora estaba planeando arruinarle el futuro.

Deseaba plantarle cara, pero no sabía cómo.

—Caril Ann —dijo Curtin con brusquedad— disipará toda duda que pueda surgirte. —Una vez más, las miradas de padre e hijo se entrecruzaron sobre el abismo del tiempo y la desesperación—. Bienvenido a casa, Jeffrey —anunció al abrir la puerta de la sala de música.

El aislamiento acústico era muy eficaz; ni Susan ni la adolescente aterrada y sollozante acurrucada a su lado los habían oído acercarse a la habitación, de modo que, cuando la lámpara del techo se iluminó de golpe, ambas mujeres se sobresaltaron. Susan tuvo que morderse el labio con fuerza para reprimir un grito. El sudor le había resbalado hasta los ojos, que le picaban, pero no se movió salvo para afinar la puntería, alineando la vista con el punto de mira de la pistola.

Cerró el dedo en torno al gatillo cuando la puerta se abrió de repente, y contuvo el aliento. Oyó una sola palabra pronunciada por una voz que le llegaba de la memoria a través de décadas, pero la única figura que vio fue la de su hermano, que entró dando traspiés a causa de un empujón.

Él dirigió la vista al fondo de la habitación, y sus miradas se encontraron.

Susan cobró conciencia súbitamente de que había otras figuras, justo detrás de él, y en ese instante gritó:

—¡Jeffrey, tírate a la derecha! Y acto seguido disparó su arma.

La duda puede medirse en unidades de tiempo minúsculas. Microsegundos. Jeffrey oyó la orden de su hermana y reaccionó en consecuencia, arrojándose al suelo para apartarse de la línea de tiro, pero no lo bastante deprisa, pues la primera bala de la nueve milímetros llegó zumbando y le desgarró la carne encima de la cadera, atravesándole la cintura.

Mientras rodaba por el suelo, con la visión teñida de rojo por el dolor, advirtió que Caril Ann había dado un paso al frente al instante y se había arrodillado, disparando a su vez su arma, que emitía unos sonidos sordos, apenas perceptibles, amortiguados por el silenciador. Pero cada disparo suyo provocaba como respuesta los estampidos más profundos de la nueve milímetros, cuyo gatillo apretaba Susan desesperadamente. Las balas hacían saltar astillas del marco de la puerta o levantaban pequeñas nubes de polvo al impactar en la pared.

Se oyó un alarido cuando un disparo dio en el blanco. Jeffrey no supo de dónde procedía. Luego, otro. El ruido del tiroteo lo ensordecía. Se dio la vuelta rápidamente, lanzándole una cuchillada a la mujer que tenía al lado, y la hoja se hundió en el antebrazo y la muñeca de la mano con que empuñaba la pistola. Caril Ann profirió un aullido de dolor y encañonó a Jeffrey, que se hallaba a sólo unos centímetros del arma, cuando la pistola de Susan emitió una última detonación que resonó en el pequeño cuarto y ahogó el sonido de las voces y el grito de terror del propio Jeffrey. Este disparo alcanzó a Caril Ann justo en la frente, y su rostro pareció estallar ante él, rociándolo de escarlata y haciendo que la mujer se inclinara hacia atrás.

El ruido y la muerte reverberaron en la habitación.

Jeffrey se dejó caer en el suelo, consciente de que estaba vociferando algo incomprensible, contemplando la cara destrozada de la mujer a quien nunca había conocido. Entonces se volvió hacia su hermana. Estaba muy pálida, paralizada en su compacta posición de disparo, sujetando aún la nueve milímetros, que tenía apoyada sobre las rodillas. La corredera se había desplazado hacia atrás una vez vaciado el cargador, pero ella seguía apretando el gatillo inútilmente. Jeffrey reparó en que la pared detrás de ella estaba manchada de rojo, y en que también le goteaba sangre en la sudadera.

—¡Susan!

Ella no respondió. Jeffrey se arrastró por el suelo hacia ella, con el brazo extendido. Sostuvo las manos en el aire sobre ella, vacilante, intentando determinar dónde la habían herido, casi con miedo a tocarla, como si de pronto se hubiese vuelto frágil y una presión excesiva pudiese hacerla añicos. Le pareció que una bala le había arrancado el lóbulo de la oreja antes de estamparse en la pared, a su espalda. Por lo visto, otra la había alcanzado en la pierna —sus téjanos se estaban tiñendo de granate rápidamente—, y una tercera le había dado en el hombro, pero había rebotado en el chaleco antibalas del agente Martin. Al hablar, intentó inyectar seguridad en su voz.

—Estás herida —dijo—. Te pondrás bien. Conseguiré ayuda. —Su propio costado le dolía como si le estuviesen aplicando un cautín eléctrico al rojo vivo.

Susan estaba lívida, aterrorizada.

—¿Dónde está él? —preguntó.

—Aquí mismo —respondió la voz detrás de ellos.

Entonces la adolescente soltó un chillido, un solo grito de pánico acumulado, mientras Jeffrey se volvía para ver a su padre en cuclillas ante la puerta, justo encima del cuerpo retorcido de Caril Ann Curtin. Había recogido la automática de su esposa, y ahora les apuntaba a los tres.

Diana oyó el intercambio de disparos, y una oleada de miedo intenso le recorrió todo el cuerpo. El silencio que siguió al breve tiroteo fue igual de terrible, igual de alarmante. Dio un salto hacia delante y arrancó a correr lo mejor que pudo a través de la oscuridad del bosque, en dirección a las luces de la casa. Cada ramita, cada zarcillo, cada brizna de hierba que crecía en el sendero dificultaba su avance. Tropezó, se enderezó y siguió adelante, intentando dejar la mente en blanco y desterrar de su consciencia las visiones horribles de lo que quizás había ocurrido. Mientras corría, empuñó la pistola que su hija le había dado, quitó el seguro con el pulgar y se preparó para utilizarla.

Llegó hasta el borde de la oscuridad y se detuvo.

El silencio que tenía delante era como una pared. Aspiró el aire frío.

Peter Curtin miraba desde el otro extremo de la habitación a sus dos hijos y a la adolescente desaparecida, que se estremecía y sollozaba. Su mirada topó con la de Susan, y él sacudió la cabeza.

—Me equivoqué —dijo despacio—. Ahora resulta, Jeffrey, que aquí la asesina es tu hermana.

Susan, agotada repentinamente a causa de las heridas y la tensión, levantó la pistola de nuevo, con el dedo en el gatillo.

—¿Serías capaz de matarme? —preguntó su padre.

Ella soltó la nueve milímetros, que cayó al suelo con un golpe metálico.

—En el ajedrez —dijo él, despacio, como si estuviera exhausto—, es la reina quien tiene el poder y realiza las jugadas clave. —Curtin asintió—. Touché —comentó con aire despreocupado—. Seguramente habrías podido encargarte de aquel tipo del aseo de caballeros sin mi ayuda. —Y añadió—: Subestimé tu capacidad.

El asesino alzó el arma e hizo ademán de apuntar.

En ese instante, Jeffrey comprendió que debía plantar batalla con algo que no fuera una pistola o un cuchillo. En un momento profundo de iluminación supo cómo pararle los pies al hombre que estaba al otro lado de la habitación.

Sonrió, a pesar de las heridas y el dolor.

Fue algo repentino, inesperado. Una expresión que desconcertó a su padre.

—Has perdido —afirmó el hijo.

—¿Perdido? —dijo el padre al cabo de un momento—. ¿En qué sentido?

—¿Has contado? —inquirió Jeffrey enérgicamente—. Contesta.

—¿Que si he contado?

—Dime, padre, ¿quedan tres balas en esa pistola? Porque si no, ha llegado tu hora. Morirás aquí mismo, en esta habitación que tú diseñaste. Me sorprende. ¿Trazaste los planos pensando en tu propia muerte, y no sólo en la de los demás? No parece propio de ti.

Curtin titubeó de nuevo.

Jeffrey prosiguió, embalado, casi riéndose.

—¿Exactamente cuántas veces ha disparado tu querida y abnegada esposa esa pistola? Veamos, en el cargador caben… ¿cuántas? ¿Siete balas? ¿Nueve? Creo que siete. Ahora bien, el arma era de tu mujer, así que ¿hasta qué punto estás familiarizado con ella? Y ella, ¿estaba acostumbrada a meter una octava bala en la recámara? Mira en torno a ti, puedes ver los agujeros en la pared. Susan está sangrando, ¿de cuántas heridas exactamente? ¿Cuántos disparos ha hecho tu esposa antes de que Susan le volara la cabeza?

Curtin se encogió de hombros.

—Tanto da —dijo.

—Oh, no, en absoluto —replicó Jeffrey—, porque ahora las reglas del juego parecen haber cambiado, ¿no es así?

Su padre no contestó de inmediato, y Jeffrey señaló con un gesto la Uzi, amartillada y lista junto a los pies de su hermana. Tendría que pasar por delante de ella para coger el arma. Kimberly Lewis estaba más cerca, y Jeffrey leyó en sus ojos que, aunque asustada, había reparado en la metralleta. El sabía que, si uno de los dos intentaba agarrarla, su padre dispararía.

—Estoy seguro de que conoces bien este tipo de armas —continuó Jeffrey con voz monótona, fría y segura—. Es un arma de lo más tonta, en realidad. Lo hace saltar todo en pedazos. Es una especie de asesino poco selectivo, a diferencia de ti. Ni siquiera hace falta apuntar con ese trasto, sólo cogerlo, empezar a moverlo de un lado a otro y apretar el gatillo. Mata a diestro y siniestro. Lo deja todo hecho un asco. —Esperaba que la adolescente captara sus instrucciones.

—Eso ya lo sé —repuso Curtin con un deje de rabia en la voz—. Pero sigo sin entender qué tiene que…

—Bueno, tienes dos opciones —dijo Jeffrey, interrumpiéndolo y mofándose de las propias palabras de su padre—. Lo primero que debes plantearte es: «¿Puedo matarlos a todos? Porque si no me quedan tres balas, moriré en el acto.» ¿Y quién será el que te mate, padre? Si me disparas, queda Susan, cuya buena puntería ha quedado más que demostrada. Si nos disparas a los dos, será la pequeña Kimberly quien recoja la Uzi del suelo y te borre del mapa. ¿No sería ése un final ignominioso para tu grandeza? Acribillado por una adolescente aterrada. Eso seguramente les haría mucha gracia a los otros asesinos que arden en el infierno cuando te unas a ellos. Pero si casi puedo oírlos reírse en tu cara ahora mismo. En fin, padre, la decisión está en tus manos. ¿Qué será lo más conveniente? ¿A quién matarás? ¿Sabes?, ha habido muchos disparos en muy poco tiempo. Me pregunto si te quedan balas. Quizá te quede una sola. Tal vez deberías gastarla en ti mismo.

Jeffrey, Susan y la chica se quedaron inmóviles, como en un retablo viviente.

—Te estás marcando un farol —señaló Curtin.

—Hay una forma de averiguarlo. El historiador eres tú. ¿Quién tiene parejas de ases y ochos?

Curtin sonrió.

—«La mano del muerto.» Es un punto muerto muy interesante, Jeffrey. Me tienes impresionado.

El asesino bajó la vista al arma que empuñaba, aparentemente con la intención de determinar el contenido del cargador sopesándola como una fruta. Jeffrey acercó de forma casi imperceptible los dedos a la Uzi que estaba en el suelo. Susan también.

Curtin miró a su hijo.

—El asesino del río Green —dijo pausadamente—. ¿Te acuerdas de él? Y también está mi viejo amigo Jack, por supuesto. Veamos, ah, sí, el asesino del Zodíaco, en San Francisco. Y luego está el cazador de cabezas de Houston. Los Angeles nos dio al Asesino de la Zona Sur… ¿Entiendes lo que intento decirte?

Jeffrey aspiró profundamente. Sabía exactamente a qué se refería su padre. Todos esos asesinos habían desaparecido, dejando a la policía desconcertada respecto a su identidad y su paradero.

—Te equivocas —repuso—. Yo te encontraré.

—No lo creo —respondió Curtin.

Luego, con paso firme y seguro, encañonándolos a los tres con la pequeña automática en todo momento, el asesino avanzó por la habitación. Subió por las escaleras hacia la trampilla, se detuvo, sonrió y, sin decir palabra, la abrió de un empujón y salió de un salto, mientras sus dos hijos se abalanzaban a la vez sobre la metralleta. Jeffrey fue más rápido, pero para cuando había recogido el arma y apuntado con ella al lugar donde se encontraba su padre hacía un momento, el asesino había desaparecido, dando un portazo tras de sí.

Susan tosió una vez. Intentó pronunciar la palabra «mamá» antes de desmayarse, pero no fue capaz. Jeffrey, también transido de dolor, notó un mareo que amenazaba con hacerle perder el conocimiento. Había gastado más energías en el farol de lo que pensaba. Sujetándose la herida del costado, avanzó trabajosamente, intentando ponerse de pie, preocupado sobre todo por su hermana, hasta que recordó que su madre también se hallaba por allí. Se arrastró hacia las escaleras, a punto de desvanecerse, como un borracho en la cubierta de un barco que se bambolea mucho. Dudaba que pudiera llegar hasta arriba, pero sabía que debía intentarlo. De pronto los oídos empezaron a pitarle debido a la extenuación, y se le desviaban los ojos. En algún lugar recóndito de su interior, esperaba que todos sobreviviesen a esa noche. Entonces, él también cayó hacia atrás y quedó tendido en el suelo de la sala de los asesinatos, precipitándose en la negrura de la inconsciencia.

Diana avistó la figura de un hombre que emergía de la trampilla oculta y la reconoció de inmediato. La fuerza de esa visión, tantos años después, la hizo retroceder, lo cual fue una suerte, porque de este modo quedó a la sombra de un árbol grueso y alto, protegida de toda luz residual. Advirtió que su ex marido se paraba en medio del césped para examinar el arma que llevaba en la mano. Lo vio extraer el cargador y lo oyó proferir una carcajada vehemente antes de tirar a un lado la pistola vacía. Luego, como un animal que husmea un olor en el viento, irguió la cabeza. Ella también estiró el cuello hacia delante, y en ese momento llegó a sus oídos el sonido lejano de una sirena de la policía que se aproximaba a toda velocidad y supo que el conductor había cumplido la misión que Jeffrey le había encomendado.

Se arrimó más al árbol y a la densa oscuridad del bosque. Vio a Peter Curtin volverse y echar a andar en dirección a ella, a paso rápido, pero sin pánico, con la eficiencia de un deportista que había practicado una jugada una y otra vez y a quien ahora, por fin, habían sacado al campo a ejecutar esa jugada concreta en plena tensión de la segunda parte del partido.

Parecía saber con toda precisión adónde se dirigía.

Ella sujetó el revólver con ambas manos y se preparó mentalmente. De pronto, oyó las pisadas de Curtin, el sonido de las ramas que se le enganchaban en la ropa, y después su respiración acelerada mientras caminaba a toda prisa hacia el garaje y el vehículo oculto.

Él se encontraba a sólo unos pasos, avanzando en paralelo al árbol tras el que Diana se escondía. Entonces ella salió de la sombra, justo detrás de él, alzando el revólver con las dos manos como Susan le había enseñado.

—¿Quieres morir ahora, Jeff? —susurró.

La fuerza de su tono, pese a lo bajo de su voz, fue como un golpe en la espalda que estuvo a punto de derribar a Curtin. Éste dio un traspié, luego recuperó el equilibrio y se detuvo por completo. Sin volverse hacia su ex esposa, levantó las manos vacías sobre su cabeza. Luego se volvió despacio para quedar cara a ella.

—Hola, Diana —dijo—. Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba Jeff. Debería haber adivinado que estarías aquí, pero supuse que querrían dejarte en algún lugar significativamente más seguro.

—Estoy en un lugar más seguro —replicó Diana y tiró hacia atrás el percutor de la pistola—. He oído los disparos. Cuéntame qué ha ocurrido. No me mientas, Jeff, porque si no te mataré ahora mismo.

Curtin vaciló, como intentando decidir si debía arrancar a correr o embestirla. Observó el arma que ella tenía entre las manos y comprendió que cualquiera de las dos opciones sería letal.

—Están vivos —dijo—. Han ganado.

Ella guardó silencio.

—Estarán bien —aseguró, repitiéndose, como si de ese modo resultara más convincente—. Susan ha matado a mi otra esposa. Es una tiradora excepcional. Mantiene la sangre fría en circunstancias difíciles. Jeffrey también ha estado bien alerta en todo momento. Deberías sentirte orgullosa. Deberíamos sentirnos orgullosos. En fin, el caso es que los dos están heridos, pero sobrevivirán. Me imagino que volverán a sus clases y a sus pasatiempos en menos que canta un gallo. Ah, y en cuanto a mi pequeña invitada de la velada, Kimberly, ella está bien también, aunque queda por ver qué futuro la espera. Creo que esta noche ha resultado especialmente dura para ella.

Diana no contestó, y él clavó la mirada en el arma.

—Es la verdad —aseveró, encogiéndose de hombros. Sonrió—. Claro que podría estar mintiendo. Pero, entonces, ¿qué importancia tiene lo que diga, en un sentido u otro?

Diana apreció cierta lógica perversa en estas palabras.

El ulular de las sirenas se oía cada vez más cerca.

—¿Qué vas a hacer, Diana? —preguntó Curtin—. ¿Entregarme? ¿Pegarme un tiro aquí mismo?

—No —murmuró ella—. Creo que emprenderemos un viaje juntos.

Diana iba en el asiento trasero del vehículo cuatro por cuatro, con el cañón del revólver apretado contra el cuello de su ex marido mientras él conducía a través de la estrecha oscuridad del bosque. Las luces y sirenas que se aproximaban rápidamente a Buena Vista Drive se desvanecieron enseguida a sus espaldas; estaban adentrándose en un mundo más negro y más antiguo que el que dejaban atrás. Los faros excavaban pozos de luz de formas caprichosas y retorcidas mientras Curtin avanzaba entre grupos de árboles, pasando por encima de rocas y aplastando arbustos. Iban por un terreno de lo más accidentado, algo que semejaba un camino sólo en su sentido más amplio, pero aun así un camino que Diana estaba totalmente segura de que el hombre sentado delante había trazado de antemano y recorrido al menos una vez para probar su ruta de escape.

Él le había pedido con nerviosismo que desamartillase el arma, temeroso de que un tumbo repentino la hiciera tocar el gatillo con la presión suficiente para disparar la Magnum, pero ella había respondido a su petición con una sola frase: «Deberías conducir con cuidado. Sería triste que perdieras la vida por un bache.»

Curtin había abierto la boca para replicar, pero enseguida había cambiado de idea. Se concentró en el camino que se materializaba ante ellos a medida que lo iluminaban los faros.

Continuaron adelante, en el coche que cabeceaba sobre el suelo irregular como un barco a la deriva en las aguas agitadas. El tiempo parecía escurrirse a través de la oscuridad. Diana escuchaba la respiración de su ex marido y recordó ese sonido de años atrás, cuando yacía en la cama por la noche, debatiéndose en la duda y el miedo, mientras él dormía. Aquel hombre le resultaba totalmente familiar, y pese a los cambios debidos al paso del tiempo y a las operaciones, y el peso de todo el mal que había hecho en el mundo, ella todavía lo entendía perfectamente.

—¿Adónde vamos? —preguntó él al cabo de varias horas.

—Al norte —contestó ella.

—Páramos —dijo él—. Eso es lo que hay al norte. El camino se hará más difícil.

—¿Adónde tenías pensado ir?

—Al sur —contestó el, y Diana le creyó.

—¿Tienes otro garaje? ¿Otro vehículo escondido en alguna parte?

Curtin asintió con una sonrisita nerviosa.

—Por supuesto. Siempre has sido astuta —dijo—. Podríamos haber formado un equipo invencible.

—No —repuso ella—, eso no es cierto.

—Sí, tienes razón. Siempre tuviste una debilidad que lo habría echado todo a perder.

Diana soltó un resoplido.

—Y eso es lo que he hecho. Lo he echado todo a perder. Sólo me ha llevado veinticinco años.

Curtin asintió de nuevo.

—Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad.

Diana sonrió al oír esto.

—Vaya, qué típico de los espíritus débiles y cobardes. Lamentar las oportunidades perdidas…

Le apretó con fuerza el cogote con la pistola.

—Conduce —ordenó.

Echó una ojeada rápida por la ventanilla. El bosque había raleado, y el suelo era más rocoso y polvoriento, y estaba más cubierto de maleza. Al este se percibía un ligerísimo atisbo de luz que asomaba poco a poco sobre las colinas. Daba la impresión de que el vehículo se encontraba ahora a mayor altitud, que había ascendido por el terreno abrupto. El coche patinó al pasar sobre una roca de pizarra, y su dedo estuvo a punto de apretar el gatillo.

—Creo que ya estamos lo bastante lejos —dijo Diana—. Para el coche.

Curtin obedeció.

Se apearon y echaron a andar bajo los primeros tonos grises del alba, el marido delante, la mujer unos pasos por detrás, con la pistola. Diana vislumbró un brillo rojo con tintes amarillos a lo lejos, en el cielo, y lentamente el camino empezó a cobrar una forma más nítida con los primeros rayos de la luz matinal.

Los dos subían en silencio sobre una gran roca que se alzaba sobre un pequeño desfiladero. Parecía un sitio desierto, desprovisto de vida y apartado de todo recuerdo del mundo moderno. Diana respiró el olor a moho de una época antigua que batallaba con la frescura del día que empezaba a invadirlo todo en torno a ellos.

—Bastante lejos —dijo ella—. Creo que hemos llegado bastante lejos. ¿Te acuerdas de lo que dijimos cuando nos casamos? Lo escribiste en una carta una vez.

El hombre que ella había conocido como Jeffrey Mitchell, y que ahora se hacía llamar Peter Curtin, se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su ex mujer. No respondió directamente a su pregunta.

—Veinticinco años —dijo en cambio y sonrió, con la mueca de una calavera. Se acercó a ella, abriendo los brazos, pero con el cuerpo algo encogido—. Ha pasado mucho tiempo. Hemos vivido muchas experiencias. Hay mucho de que hablar, ¿no?

—No, no lo hay —replicó ella.

Y entonces le disparó en el pecho.

El estampido de la pistola pareció rodar en el aire vacío del desfiladero, rebotar en las paredes y salir proyectado como un eco hacia la oscuridad agonizante del cielo. El hombre con quien se había casado se tambaleó hacia atrás, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y el jersey negro estropeado por el súbito estallido rojo. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se le atragantaron. Entonces dio un traspié, como una marioneta a la que de pronto le cortan los hilos, antes de caer hacia atrás y deslizarse por la pared de piedra. Se precipitó en el vacío por sólo un segundo y ella lo perdió de vista. Permaneció atenta hasta que oyó el sonido de su cuerpo golpeándose contra el duro suelo en algún lugar muy lejano.

Diana se sentó en una roca y soltó la pistola, que cayó por el precipicio con un traqueteo metálico. De repente se sintió agotada. «Vieja y cansada», pensó. Vieja, cansada y moribunda. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de pastillas. Se quedó mirándolas por un momento, pensando lo raro que era que ni una vez desde que cayera la noche, hacía varias horas, había notado la menor punzada de dolor a causa de la enfermedad que la consumía por dentro. Pero sabía que ésta era tímida y, además, tan traicionera como el hombre a quien acababa de matar. Así, con un solo gesto enérgico y desafiante, vació todo el contenido del frasco sobre la palma de su mano, sujetó las píldoras con fuerza por un momento, se las llevó todas a la boca, echando la cabeza hacia atrás, y tragó con esfuerzo.

Entonces pensó en sus hijos y supo que, entre todas las cosas que le había contado su ex marido, lo único cierto era que estaban vivos y ahora serían libres. Tanto de él como de ella y su enfermedad. Y, por fin, supo que ella misma sería libre.

Esto le infundió una sensación cálida. Se recostó sobre la roca, que le pareció sorprendentemente confortable, como un lecho muy suave rodeado de cojines mullidos. Aspiró profundamente. El aire se le antojó tan fresco y agradable como el agua más fría y pura de manantial de montaña que había tomado en su infancia. Entonces Diana volvió despacio el rostro hacia la luz del sol naciente y esperó pacientemente a que su vieja compañera, la Muerte, la encontrase.