19

Introducción a la arquitectura de la muerte

En el aire de la tarde se respiraba una sequedad tensa que presagiaba un abrupto descenso de las temperaturas durante las siguientes horas de la noche. Jeffrey y Susan Clayton lo notaron cuando los acompañaron al lugar donde su madre había descubierto el cadáver del agente Martin ese día, por la mañana. No les habían proporcionado detalles de la muerte cuando aterrizaron y otro agente del Servicio de Seguridad los recibió en el aeropuerto; sólo les habían comunicado que se había producido «un accidente».

Al avistar la salida de la autopista que conducía a su casa adosada, Susan le susurró esa información a su hermano. Había un par de coches del Servicio de Seguridad aparcados a cierta distancia, en la misma calle, allí donde su madre había abandonado Donner Boulevard durante su caminata matinal. Dos agentes uniformados controlaban el acceso, pero no estaban muy ocupados. No había una multitud de gente inquieta o curiosa. De inmediato dejaron pasar al agente que escoltaba a los dos hermanos. Este había permanecido meditabundo y callado durante todo el trayecto desde el aeropuerto, sin mostrar el menor interés por entablar conversación. Su coche avanzó dando tumbos por la accidentada superficie del camino a lo largo de unos cien metros y luego se detuvo derrapando.

Media docena de vehículos estaban aparcados allí cerca, desperdigados por el viejo camino de construcción. Jeffrey vio las mismas furgonetas de la policía científica que en el lugar donde se había encontrado el cadáver de la última víctima. Reconoció muchos de los rostros que iban y venían por allí, como si no estuvieran seguros de qué debían hacer; una actitud insólita en un escenario del crimen.

—Yo me quedo aquí —dijo el agente—. Ellos le querrán a usted ahí arriba. —Señaló hacia la actividad que se desarrollaba ante ellos.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó Susan, en un tono que rayaba en la exigencia.

—Allí arriba. Se supone que tiene una declaración que hacer, pero me han dicho que sólo pensaba hablar cuando llegaran ustedes. Mierda —masculló el agente—, Bob Martin era amigo mío. Hijo de puta.

Jeffrey y Susan bajaron del coche. Jeffrey se detuvo, se arrodilló y palpó la superficie de tierra suelta, dejando que un puñado se le escurriera entre los dedos, como algún campesino de la época de la Depresión en la zona azotada por tormentas de arena, observando la causa de su ruina en su mano.

—Es un mal lugar —comentó—. Seco, ventoso. Será difícil encontrar pruebas, o pistas.

—¿Algún otro lugar habría sido mejor?

—Un lugar húmedo. Hay sitios donde la tierra sencillamente retiene los detalles de todo lo que sucede sobre ella. Cuenta la historia entera. Se puede aprender a leer esas zonas, como palabras en una página. Este no es uno de esos sitios. En los lugares como éste, mucho de lo que se escribe se borra casi al instante. Maldita sea. Vayamos a buscar a mamá.

Vislumbró a Diana, que estaba apoyada contra el costado de un furgón del estado, bebiendo café caliente de un termo. En el mismo momento, Diana Clayton se dio la vuelta, advirtió que los dos se acercaban y agitó la mano para saludarlos con un entusiasmo que parecía conjugar la alegría de ver a sus hijos con la sobriedad de la situación. A Jeffrey le sorprendió su aspecto. Le dio la impresión de que la palidez se extendía por todo su cuerpo. En la pantalla de videoteléfono, no se apreciaban los efectos devastadores de la enfermedad. Ahora, la veía delgada, frágil, como si sus músculos y tendones fueran lo único que evitaba que se cayera a trozos. Intentó disimular su sorpresa, pero Diana la detectó de inmediato.

—Oh, Jeffrey —le reprochó en tono burlón—, no tengo tan mala cara, ¿no?

Él sonrió, sacudiendo la cabeza y acercándose con los brazos abiertos.

—No, no, para nada. Estás estupenda.

Se abrazaron, y Diana susurró la verdad al oído de su hijo:

—Es como si llevase la muerte en mi interior.

Sin soltarse de sus brazos, se inclinó hacia atrás y lo miró con detenimiento. Luego levantó una mano de su codo y le acarició la mejilla.

—Mi niño guapo —dijo con suavidad—. Siempre has sido mi niño guapo. Seguramente sea conveniente recordarlo en los días que nos esperan. —Diana se volvió, saludó a Susan, que se había quedado atrás, y le hizo señas de que se uniera al abrazo—. Y mi niña perfecta —dijo. Una lágrima asomaba a la comisura de su ojo derecho.

—Oh, mamá —protestó Susan, con una voz similar a la de una adolescente, como si las muestras de afecto la avergonzaran pero en el fondo le gustaran.

Diana retrocedió un paso, forzándose a sonreír y a reprimir su emoción.

—Detesto lo que nos ha reunido —aseguró—, pero me encanta que los tres volvamos a estar juntos.

Los tres permanecieron callados un momento, y luego Jeffrey levantó la vista.

—Tengo trabajo —dijo—. ¿Cómo?

Diana le puso en la mano la carta con las indicaciones que había recibido. Susan leyó por encima de su hombro.

—Seguí las instrucciones. Todo me parecía de lo más inocente, hasta que subí hasta aquí y encontré al pobre agente Martin allí, en su coche. Se había pegado un tiro. O esa impresión me dio. No me acerqué demasiado…

—¿No viste a nadie más?

—Si te refieres a… a él, no. —Diana titubeó y luego añadió—: Pero sentí que estaba aquí. Intuía su presencia. Tal vez percibí su olor. Me pareció que me observaba durante todo el rato que estuve aquí arriba, pero por supuesto no había nadie. Sea como fuere, no podía hacer nada, así que llamé a las autoridades y luego me quedé esperando a que vosotros regresarais. Debo decir que todo el mundo ha sido muy amable, sobre todo el señor que está al cargo…

Jeffrey se dio la vuelta, con la carta todavía abierta en la mano, y vio al funcionario a quien llamaba Manson de pie junto al coche del agente, mirando el cadáver.

Susan seguía leyendo.

—Es imposible que el agente Martin escribiera eso —señaló en voz baja—. Ese no puede ser su estilo. Ni su forma de redactar. Es demasiado críptico, demasiado generoso con las palabras. —Hizo una pausa—. Ya sabemos quién lo escribió.

Jeffrey asintió.

—Me pregunto por qué quería que yo subiese hasta aquí —dijo Diana.

—Tal vez para que vieras de lo que es capaz —respondió Susan.

Jeffrey asintió de nuevo.

—Quedaos por aquí, Susie, mamá. Quizá necesite vuestra ayuda. —Y echó a andar hacia el coche del agente Martin.

Manson tenía la mirada fija en los vidrios salpicados de sangre y desparramados junto a la ventanilla del conductor cuando Jeffrey se acercó. Se volvió y una sonrisa lánguida de político se le dibujó en los labios. Acto seguido, metió la mano en el bolsillo de su americana y extrajo un par de guantes de látex que agitó en el aire en dirección a Jeffrey.

—Tenga. Ahora podré contemplar al famoso Profesor de la Muerte realizando su auténtico trabajo.

Jeffrey se puso los guantes sin decir una palabra.

—Por supuesto, de cara al público, no hay nada que contar. En todo caso, no gran cosa —continuó Manson—. Abatido por las dificultades laborales recientes, sin el apoyo de una familia, un empleado del estado leal y entregado decidió tristemente quitarse la vida. Incluso aquí, donde tantas cosas funcionan bien, es poco lo que podemos hacer respecto a las depresiones ocasionales. Sólo sirven para recordarnos al resto de nosotros lo afortunados que somos en realidad…

—No se suicidó, y usted lo sabe.

Manson negó con la cabeza.

—A veces, profesor, nuestro mundo requiere dos interpretaciones distintas de los hechos. Está la obvia, por supuesto, que es la que acabo de exponerle. Y luego está la menos obvia. Esta interpretación es, cómo decirlo… ¿más confidencial? Debe quedar entre nosotros. —Miro a los técnicos de la policía científica—. Su trabajo aquí consiste únicamente en analizar cualquier cosa que usted estime útil para su investigación. Por lo demás, se trata de un suicidio a todos los efectos, y así lo considerará el Servicio de Seguridad. Una tragedia. —Manson se apartó del costado del coche. Con una ligera inclinación y un movimiento amplio del brazo, le indicó a Jeffrey que se acercara—. Dígame qué ocurrió, profesor. Dígame exactamente qué ve. Y dígamelo sólo a mí.

Jeffrey pasó al lado del conductor y abrió la portezuela. Sus ojos recorrieron el interior rápida pero minuciosamente. Reparó en los dos pares de prismáticos que había sobre el asiento. Luego dirigió su atención al cuerpo del agente Martin. Notó una sensación de frialdad en su interior, casi como si estuviese en una galería, examinando un cuadro de un pintor mediocre. Cuanto más se detenía en la observación del lienzo que tenía ante sí, más evidentes le parecían los defectos del retrato. El cuerpo del agente estaba marcadamente ladeado hacia la izquierda, impulsado por el impacto del disparo. Tenía los ojos y la boca abiertos de manera macabra, como en una mueca de sorpresa ante la muerte. La herida en sí, enorme, le había destrozado buena parte del cráneo, lo que confería a la expresión del rostro manchado de sangre un aire aún más inquietante, como de gárgola.

Inclinado sobre el asiento, advirtió que tenía en la mano izquierda un sobre también ensangrentado y con trocitos de masa encefálica viscosa y clara. La mano derecha, que sujetaba sin apretar la enorme pistola de nueve milímetros, descansaba sobre el asiento, laxa. Continuó escrutando el cadáver con la vista y se fijó en el desgarrón en los pantalones de Martin, a la altura de la rodilla, y vio que el raspón en la pierna había estado sangrando antes de la muerte. Se inclinó aún más y levantó la pernera desde el tobillo. En vez de la daga plana que llevaba la tarde que se habían conocido en la sala de conferencias de la universidad, ahora había allí una pistola de calibre .38 y cañón corto en una funda tobillera de cuero.

Soltó la pernera.

«No mucha gente lleva dos armas distintas consigo cuando va a suicidarse», pensó.

Miró de nuevo los ojos de Martin.

«¿Cuál fue el último pensamiento que te pasó por la cabeza? —se preguntó. ¿Cómo alcanzar esa pistola? ¿Cómo defenderte? —Sacudió la cabeza—. No tenías la menor posibilidad.»

A través de la ventana, Jeffrey lanzó una mirada a Manson, que se había apartado de la escena del crimen. No dijo nada, pero pensó: «Así que ahora que el asesino que en teoría iba a resolver tu problema después de que yo le entregara a mi padre ha caído en una trampa y se ha pegado un tiro. No era lo bastante agudo, lo bastante inteligente, lo bastante mortífero.»

Vio que Manson hacía una mueca, como si se le hubiera ocurrido lo mismo en ese momento.

«Y ahora tienes que depositar todas tus esperanzas de solucionar el problema en alguien a quien no puedes controlar. Y seguro que eso te resulta considerablemente menos agradable, ¿verdad? No tan desagradable como lo que ocurrirá si no encuentro a mi padre, pero aun así desagradable.»

Esbozó una sonrisa al imaginar la respuesta a esa pregunta.

Jeffrey, de pie pero agachado, registró por encima el asiento trasero y no encontró nada muy evidente, aunque sabía que era allí donde se había sentado su padre, el asesino. Aún le quedaba la tenue esperanza de que se encontrase alguna fibra textil microscópica o algún cabello. Quizás incluso alguna huella digital. Pero lo dudaba. Y dudaba aún más que, pese a lo que había dicho Manson, le permitiesen ordenar una inspección integral del coche.

Jeffrey se enderezó y se llevó la mano a un bolsillo interior para sacar un pequeño estuche de piel que contenía algunos utensilios de metal. Cogió unas relucientes pinzas de acero y volvió a inclinarse hacia el interior del coche por encima del asiento del pasajero. De manera delicada pero firme, retiró el sobre de los dedos inertes de Martin. Con cuidado de no tocarlo, vio, escritas en el exterior con trazos gruesos de lápiz, las iniciales J. C.

Empezó a abrir el sobre, pero se detuvo.

Se volvió hacia su hermana, que estaba a unos veinte metros, y le hizo señas. Ella lo vio, movió la cabeza afirmativamente y dejó a Diana, que todavía estaba tomando sorbos de café.

—¿Qué ocurre? —preguntó Susan cuando se acercó.

Jeffrey se percató de que ella mantenía la mirada apartada del interior del coche. Pero entonces se inclinó y echó un vistazo. Se irguió al cabo de un momento.

—Desagradable —comentó.

—Era un hombre desagradable.

—Y tuvo un final desagradable. Aun así…

—Tenía esto en la mano. Tú eres la experta en palabras. He creído que debíamos leerlo juntos.

Susan examinó con cuidado el sobre y las iniciales J. C.

—Bueno —dijo—, me parece que no cabe duda de quién es el destinatario, a no ser que Jesucristo figure en la lista de correos de nuestro querido padre. Ábrelo.

Manejando las pinzas con cuidado, como un cirujano residente que aún no confía en su pulso, Jeffrey levantó la solapa del sobre. Para su disgusto, comprobó que lo habían cerrado con cinta adhesiva y no con saliva. Los dos hermanos vieron dentro una sola hoja de papel blanco común y corriente doblada. Jeffrey la sujetó por el borde y la desplegó sobre el capó del coche.

Por un momento, ambos permanecieron callados.

—Vaya, que me aspen —dijo Susan entre dientes.

El papel estaba en blanco.

Jeffrey frunció el entrecejo.

—No lo entiendo —dijo en voz baja.

Volvió la hoja del revés y vio que el dorso también estaba en blanco. Sujetó el papel a contraluz frente al sol poniente, buscando señales de palabras escritas con jugo de limón o alguna otra sustancia que quizá resultaría visible bajo una luz fluoroscópica.

—Tendré que llevar esto a algún laboratorio —dijo—. Hay técnicas para hacer aparecer palabras ocultas. Luz negra, láser… unas cuantas. Me pregunto por qué querría ocultar lo que ha escrito…

Susan negó con la cabeza.

—No lo entiendes, ¿verdad?

—¿Entender qué?

—La hoja en blanco. Ése es su mensaje para ti. Jeffrey aspiró una bocanada rápida del aire cada vez más frío que los rodeaba.

—Explícate —pidió con suavidad.

—Una hoja en blanco dice tanto como una que está llena de palabras. Seguramente dice más. Da a entender que no sabes nada, que para ti él es desconocido, una incógnita. Da a entender que debes aprender de lo que ves, no de lo que te dicen. ¿Qué significa un hijo para su padre? Empiezas desde cero y luego vas forjando la personalidad de ese niño. Muchas cosas. El lienzo virgen que aguarda la primera pincelada del pintor. Las primeras palabras de un escritor en una hoja en blanco. Todo es simbólico. Lo que no dice es mucho más contundente que lo que podría haber dicho. Simbolismo, simbolismo, simbolismo.

Su hermano asintió despacio.

—El investigador maneja datos concretos… —dijo.

—Pero el asesino maneja imágenes.

Jeffrey volvió a respirar el aire fresco de aquella apacible tarde.

—Y el profesor, el maestro… —apuntó.

—Debe ser capaz de conjugar ambas cosas —terminó Susan.

Jeffrey volvió la espalda al coche y avanzó unos pasos por el camino de tierra. Susan vaciló, dejó que se alejara por unos instantes y rápidamente echó a trotar tras él.

Los dos normalizaron el paso hasta avanzar a un ritmo regular, en silencio, sumidos en sus meditaciones. Susan notó que el miedo se adueñaba de ella mientras observaba a su hermano luchar contra sus propios sentimientos encontrados.

—Lo que deberíamos hacer es largarnos pitando de aquí —dijo, parándose en seco.

—No —replicó ella—. Nos ha encontrado. Ya no podemos volver a escondernos.

—¿Y qué se supone que debemos hacer? ¿Detenerlo? ¿Matarlo? ¿Pedirle que nos deje en paz?

—No lo sé.

—Es perverso.

—Lo sé.

—Y forma parte de nosotros. O tal vez nosotros formamos parte de él.

—¿Y?

—No lo sé, Susan.

De nuevo se quedaron callados.

Jeffrey apartó la vista de su hermana y la posó en el camino.

—¿Qué demonios estaban haciendo aquí arriba? —preguntó de pronto.

Entonces vislumbró un objeto pequeño y negro en la tierra suelta y arenosa. Era semejante a una piedra, pero de una redondez demasiado perfecta para ser obra de la naturaleza. Lo recogió y le quitó el polvo. Era la tapa de una lente de los prismáticos. Miró hacia atrás, al coche, y continuó andando, con su hermana a la zaga.

Zancada a zancada, doblaron la curva y luego descendieron por el sendero.

—¿Qué estaba buscando aquí? —preguntó Jeffrey.

Susan se detuvo. Señaló al frente, y Jeffrey vio extenderse a sus pies la urbanización de casas adosadas.

—A nosotras —contestó—. El bueno del agente nos espiaba a nosotras. ¿Por qué?

Jeffrey meditó por unos instantes.

—Porque esperaba que su presa apareciera. Por eso estaba aquí arriba. —Escudriñó la zona, y cerca de una roca vio el envoltorio arrugado de celofán del bollo que se había comido el agente Martin—. Aguardaba aquí, observando. Luego, por alguna razón, dio media vuelta y regresó a toda prisa por el camino. Yo diría que corría todo lo que podía, porque tiene un rasponazo en la pierna que sin duda se debe a que tropezó y cayó. Probablemente allí donde he encontrado la tapa de la lente.

—¿Tenía prisa por suicidarse?

—No. Creía haber visto algo, pero fue a descubrir otra cosa.

—¿Una trampa?

—Un hombre que tiende una trampa suele estar lleno de una seguridad falsa que en la mayor parte de los casos le impide ver la trampa que otros le han tendido a su vez. Subió aquí solo para espiar, aunque en realidad no estaba solo. Se me ocurre un par de posibilidades. Intentó huir. Tal vez. Sube al coche, pero para entonces ya tiene una pistola apuntándole a la cabeza. Tal vez. O quizá su asesino estaba esperándolo dentro del coche. Tal vez. El caso es que después muere. De hecho, lo matan. Un disparo y el asesino le pone en la mano la pistola, la pistola del propio agente. Así de sencillo. El estado es lo bastante proclive a la artificiosidad engañosa para declarar que se suicidó…

Jeffrey pensó en las jóvenes desaparecidas que oficialmente habían sido víctimas de perros salvajes. No lo expresó en voz alta. Se dijo en su fuero interno que matar en un lugar que se dedicaba tan activamente a encubrir la verdad debía de ser todo un lujo para el asesino. Alzó la vista y la dirigió a lo lejos, a las crestas de las montañas iluminadas por los últimos rayos de sol del día, que teñían el verde fértil de un rojo espectacular y radiante. Una región del mundo que aguardaba a que se escribiera una historia nueva en ella. El lugar del país donde se vivía con mayor seguridad era también donde se mataba con mayor seguridad.

Dudaba que Manson apreciase esa ironía de buen grado.

—No necesitamos conocer los detalles exactos… —Susan hablaba despacio, y Jeffrey se volvió para escucharla—. A veces el mensaje reside en la yuxtaposición de acontecimientos. O de ideas. Lo que quiere que sepamos es cómo controla los pormenores de la muerte.

Jeffrey asintió.

—Tiende trampas elaboradas. Quiere hacerte creer una cosa, justo hasta el momento en que te des cuenta de que está pasando algo totalmente distinto que está bajo su control.

—Exacto. Los mejores acertijos siempre son laberintos. Siempre hay pistas e indicios que apuntan en la dirección equivocada. —Susan titubeó y dejó que una mueca se deslizara por las comisuras de su boca. Había una dureza en su mirada que Jeffrey nunca había visto antes—. Se me ocurre otra cosa —dijo ella.

—¿Qué?

—¿No te das cuenta de cómo se comunica con nosotros?

Jeffrey sacudió la cabeza.

—Creo que no te sigo.

La voz de Susan pareció empequeñecerse en el aire que los envolvía, como si la brisa arrastrase y aporrease cada palabra.

—A mí me ha escrito por medio de acertijos. Juegos de palabras. Es decir, me ha hablado en el lenguaje que conozco. Mata Hari, la reina de los enigmas. A ti te habla de otra manera. Te transmite sus mensajes en tu lenguaje: el de la violencia y el asesinato. «El Profesor de la Muerte.» Son acertijos de otro tipo, pero acertijos al fin y al cabo. ¿No es eso típico de un padre? ¿Adaptar la forma de comunicación a las habilidades propias de cada hijo?

De pronto Jeffrey sintió náuseas.

—Joder —susurró.

—¿Qué pasa?

—Hace siete años, poco después de que empezara a dar clases en la universidad, una de mis alumnas desapareció. No la conocía demasiado, para mí era solo otra cara en un aula muy grande. La encontraron en una postura similar a la de la chica que asesinaron cuando de niños nos fuimos de Nueva Jersey, e igual a la de la primera víctima de aquí, del estado cincuenta y uno. Fue por esta conexión por lo que el agente Martin contactó conmigo y me hizo venir aquí…

—Pero en realidad no fue el agente Martin quien dispuso que vinieras —dijo Susan despacio—, sino él.

—¿Y él sabía que yo acabaría por traeros a ti y a mamá?

Susan hizo otra pausa.

—Creo que lo mejor es suponer que sí. Tal vez ésa era la razón de que me enviara esos mensajes.

Los dos guardaron silencio por un momento.

—La pregunta sigue siendo: ¿por qué? —dijo Susan.

—No conozco la respuesta. Aún no —murmuró Jeffrey—. Pero sí sé una cosa.

—¿Cuál?

—Que más nos vale dar con él antes de que responda a la pregunta por nosotros.

Diana se retiró a la habitación pequeña donde había un catre, a descansar, lo que no le resultaría fácil. No era sólo que el dolor hubiese elegido ese momento para recordarle su presencia, sino la naturaleza inquietante de la muerte del policía, sumada a sus temores sobre lo que las horas o días siguientes les deparasen a sus hijos y a ella; todo ello conspiraba para mantenerla dando vueltas en la cama. Sabía que en la habitación contigua sus dos hijos intentaban averiguar cómo descubrir la amenaza que se cernía sobre los tres, y sintió una punzada de frustración por verse excluida del proceso.

Los hermanos estaban sentados ante los terminales de ordenador en el despacho principal, identificando los factores que debían investigar.

—En los planos —dijo Jeffrey— aparecería marcada como sala de música.

—¿Y por qué no como un estudio, o una sala audiovisual?

—No. Sala de música. Porque habrá querido revestirla de material para insonorizar.

—También lo necesitaría para una audiovisual.

—De acuerdo. Tienes razón. Busquemos eso también.

—Pero la ubicación dentro de la casa es esencial —añadió Susan—. Si alguien toca el piano, por ejemplo, o incluso el violonchelo, querría que ocupase una posición central. En la planta principal, tal vez junto al cuarto de estar o el salón. Algo así. Porque, ¿sabes?, no querría ocultar lo que hace, simplemente contar con un espacio privado. Nosotros buscamos un tipo de separación distinto.

Jeffrey asintió.

—Aislamiento. Una habitación apartada de las zonas de la casa donde se hace más vida. No enterrada, pues debe ser de fácil acceso, pero casi. Y tal vez con algún tipo de salida secreta también.

—¿Crees que quizá construyó un pabellón de invitados y lo destinó para su música? —preguntó ella.

—No, no necesariamente. Un pabellón de invitados me parece un sitio más vulnerable. Recuerda lo que tu amigo el señor Hart dijo sobre el control del entorno. Y en Hopewell, utilizó el sótano, que estaba apartado pero no separado. Hay otro elemento que influye en esto…

—¿Cuál?

—La psicología del asesinato. Las muertes que él ha llevado a cabo forman parte de él, de su ser más íntimo. Están próximas a su esencia. El quiere tenerlas cerca en todo momento.

—Pero diseminó los cadáveres por todo el estado…

—Los cadáveres no son más que desechos. Productos residuales. No tienen nada que ver con lo que él es ni con lo que hace. Lo que ocurre en esa habitación…

—Es lo que lo convierte en lo que es —dijo Susan, completando la frase—. Eso lo entiendo. Es más o menos lo que tu amigo Hart dijo. —Suspiró, mirando a su hermano—. Debe de ser doloroso para ti —agregó en voz baja.

—¿El qué?

—Que te resulte tan fácil pensar en estas cosas.

Como él no contestó de inmediato, ella supuso que le había planteado una pregunta difícil. Finalmente, Jeffrey hizo un gesto de asentimiento.

—Estoy asustado, Susie. Tengo un miedo terrible.

—¿De él?

Jeffrey sacudió la cabeza.

—No. De ser como él.

Ella se disponía a negarlo rápidamente, pero se obligó a callar, y al hacerlo se le escapó un leve jadeo.

Jeffrey abrió un cajón y sacó despacio una pistola semiautomática de gran tamaño. Pulsó el botón para soltar el cargador, que cayó al suelo, y tiró hacia atrás del cerrojo para hacer saltar de la recámara la bala, que también rebotó con un ruido metálico sobre la mesa antes de caer silenciosamente en la alfombra.

—Tengo varias armas —dijo.

—Todo el mundo las tiene —arguyó su hermana.

—No. Yo soy distinto. Yo no me permito disparar —dijo—. Nunca he apretado un gatillo.

—Pero has participado en tantas detenciones…

—Nunca he disparado. Sí, he apuntado, claro. Y he lanzado amenazas. Pero ¿apretar el gatillo? Nunca. Ni siquiera en prácticas.

—¿Por qué no?

—Tengo miedo de que me guste. —Se quedó callado durante un rato. Depositó el arma en el borde de la mesa, frente a sí—. Nunca jugueteo con cuchillos —prosiguió—. Son una tentación demasiado obvia. ¿A ti nunca te ha molestado esa sensación?

—Nunca.

—¿Y no te asaltaría ni una duda? ¿No vacilarías?

—No… —respondió ella, con menos convicción—. Claro que nunca lo había visto desde esa perspectiva.

Jeffrey asintió.

—Da que pensar, ¿no?

—Un poco.

—Susie, si llega el momento, no dudes. Dispara. No me esperes. No confíes en que reaccione, en que actúe con decisión. Tú siempre has sido la impetuosa de los dos…

—Sí, ya —repuso ella con cinismo—. La que se quedó en casa con mamá mientras tú te fuiste a hacer algo con tu vida…

—Pero lo has sido. Siempre. La que corría riesgos. Yo era Don Empollón. Don No Tengo Vida Excepto el Trabajo y los Libros. No cuentes conmigo cuando ya no quede otra salida que pasar a la acción. ¿Entiendes lo que te digo?

Susan movió afirmativamente la cabeza.

—Por supuesto.

Pero interiormente tenía sus dudas.

Los dos guardaron silencio hasta que Jeffrey volvió su silla de cara a la pantalla de ordenador.

—Muy bien —dijo, con una brusquedad que denotaba determinación—. Veamos si todas estas normas y reglas que rigen en este flamante mundo del mañana nos sirven para dar con él.

Pulsó algunas teclas, y al cabo de un momento aparecieron en pantalla las palabras: PROYECTOS ARQUITECTÓNICOS APROBADOS / ESTADO 51.

Revisar los planos de viviendas era una tarea monótona. Habían limitado la búsqueda a casas construidas en zonas azules, porque dudaban que las de barrios más modestos contaran con los mismos elementos de privacidad. Sin embargo, no era una apuesta exenta de riesgo, pues Jeffrey sabía que al asesino le produce cierta satisfacción realizar sus actividades a una distancia peligrosamente próxima a sus vecinos. La bibliografía sobre el asesinato, le recordó a su hermana, estaba repleta de historias de vecinos indolentes que habían oído gritos desgarradores procedentes de una casa contigua y no les habían hecho ningún caso o bien los habían atribuido a alguna causa inocua pero inverosímil como un perro o un gato. El aislamiento, observó, podía ser psicológico, no era necesariamente físico. Aun así, sabían, por el viaje de Jeffrey a Nueva Jersey, que su padre tenía mucho dinero, por lo que se ciñeron a las casas más caras y diseñadas a medida.

En el ordenador había archivos y planos de todos los chalets, apartamentos, casas adosadas, centros comerciales, iglesias, colegios, gimnasios y jefaturas de seguridad construidos en el estado. También contenía información sobre los proyectos de remodelación de los edificios antiguos de acuerdo con la normativa estatal, que se habían puesto en práctica a medida que se incorporaban nuevos territorios al estado. Jeffrey no dedicó mucho tiempo a esta categoría; sospechaba que su padre había llegado al estado cincuenta y uno con un plan muy definido, y había buscado una pizarra en blanco sobre la que empezar a escribir. Estaba seguro de que sería una casa nueva, que dataría del primer o segundo año del estado en ciernes, la época en que empezaba a cobrar forma, impulsado por las fuerzas del dinero y el ansia de seguridad.

El problema era que había casi cuatro mil viviendas de superlujo en el estado. Al descartar todas las casas construidas después de la primera desaparición confirmada de una joven víctima, consiguieron reducir esa cifra hasta setecientas y pico.

A Jeffrey esto le pareció irónico. «Es un hombre calculador —pensó—, y a la vez espontáneo. Es adaptable, pero rígido al mismo tiempo.

»É1 no habría matado a nadie aquí sin antes estar totalmente preparado, sin haber implementado correctamente todas las medidas estructurales de seguridad. Querría que sus conocimientos sobre el estado y su funcionamiento fuesen exhaustivos. Los preparativos de un asesinato deben de ser tan fascinantes y emocionantes como el acto en sí. Y cuando por fin lo llevó a cabo, con soltura y precisión, debió de sentirse eufórico.»

Pensó en el violín en manos de su padre: practicaba arpegios, escalas, movimientos, digitaciones, tocaba una y otra vez cada nota hasta que sonaba perfecta… y entonces, sólo entonces, interpretaba la sinfonía entera de principio a fin.

Jeffrey abrió otro juego de planos en pantalla. Intentó recordar si algún hijo de un gran músico —cualquier músico cuya obra hubiese sobrevivido al paso de los siglos— había igualado en talento a su padre. No se le ocurrió ninguno. Pensó en artistas, escritores, poetas, directores de cine, y no le vino a la mente ningún caso en que el hijo hubiese superado al padre.

«¿Soy como todos?», se preguntó.

Contempló los planos que flotaban en la pantalla ante él. Le pareció una casa magnífica. Amplia, de formas y espacios elegantes, habitaciones que reflejaban con optimismo el futuro, no el pasado, como muchas de las viviendas en el estado cincuenta y uno.

Pulsó una tecla y relegó los planos al olvido del almacenamiento informático. No era ésa. Le echó una mirada furtiva a su hermana. Ella también estaba sacudiendo la cabeza y pasando a otro juego de planos.

Los dos hermanos se pasaron horas trabajando juntos. Cada vez que uno de ellos encontraba unos planos con una habitación que podía encajar en sus hipótesis, identificaban la casa. Acto seguido, consultaban el mapa de situación para ver su posición respecto a otras viviendas de la misma urbanización. Luego, el ordenador generaba una imagen tridimensional del edificio. Si la habitación en cuestión seguía cumpliendo los requisitos necesarios de emplazamiento, aislamiento y accesibilidad, buscaban entre la información de la empresa constructora si se habían instalado materiales que pudiesen amortiguar el sonido en la estancia.

Mediante este proceso descartaron casi todas las casas. Aquellas pocas con habitaciones que podían utilizarse tanto para hacer música como para cometer asesinatos las seleccionaban y dejaban a un lado.

Varias horas después de la medianoche, habían conseguido reducir la lista de posibles viviendas a cuarenta y seis.

Susan estiró los brazos.

—Ahora —dijo—, la cuestión es cómo averiguar, sin tener que llamar a la puerta de cada maldita casa, cuál pertenece a nuestro padre. ¿Tenemos otro criterio de eliminación?

Antes de que Jeffrey pudiera responder a la pregunta de su hermana, oyó un ruido a su espalda. Giró en su asiento y vio a su madre de pie en el vano de la puerta.

—Deberías estar descansando —dijo él.

—Se me ha ocurrido una cosa. Dos cosas, de hecho —contestó Diana. Cruzó la habitación a grandes zancadas, se detuvo y posó la vista en el dibujo esquemático que mostraba la pantalla del ordenador que Susan tenía enfrente.

—¿De qué se trata? —preguntó Susan.

—Primero de todo, estamos aquí porque él quiere que lo encontremos y tiene tres asuntos pendientes. Eso ya nos lo ha demostrado.

—Continúa —la animó Jeffrey despacio—. ¿A qué te refieres?

—Bueno, ha intentado matarme una vez. Su rencor hacia mí debe de ser simplemente una rabia fría y primaria. Yo le robé a sus hijos. Y ahora, en cierto modo, los dos me habéis traído a él. Me matará y disfrutará con mi muerte. —Diana se interrumpió cuando una imagen la asaltó. «Debe de estar tan ansioso por matarme como un hombre sediento por beberse un vaso de agua en un día caluroso», pensó.

—Entonces debes irte —dijo Susan—. Hemos sido unos estúpidos al hacerte venir…

Diana negó con la cabeza.

—Es aquí donde debo estar —insistió—. Pero lo que tiene planeado para vosotros dos es diferente. Susan, creo que para ti representa una amenaza menor.

—¿Para mí? ¿Por qué?

—Porque fue él quien te salvó en ese bar. Y tal vez haya habido otros momentos de los que no sepamos nada. Para la mayoría de los padres hay algo de especial en las hijas, por muy detestables que sean ellos. Se muestran protectores. Se enamoran de ellas, a su manera. Creo que, pese a lo retorcido que es, desea que tú lo quieras también. Así que no creo que quiera matarte. Me parece que quiere ganarse tu apoyo. Ésa era la intención tras los juegos en los que te ha involucrado.

Susan soltó un resoplido de negación, pero no expresó su disconformidad con palabras. Habría sido una protesta poco convincente.

—Falto yo —dijo Jeffrey—. ¿Qué crees que tiene pensado para mí?

—No estoy del todo segura. Los padres y los hijos compiten entre sí. Muchos padres aseguran querer que sus hijos lleguen más lejos en la vida que ellos, pero creo que la mayoría miente cuando dice eso. No todos, pero casi. Prefieren poner de manifiesto su superioridad, del mismo modo que el hijo aspira a reemplazar al padre.

—Todo eso me parece pura palabrería freudiana —comentó Susan.

—Pero ¿debemos pasarlo por alto? —repuso Diana.

De nuevo, Susan se abstuvo de responder.

Diana suspiró.

—Creo que estás aquí para librar la más elemental de las luchas —dijo—. Para demostrar quién es mejor, el padre o el hijo. El asesino o el investigador. Ése es el juego en el que nos hemos visto envueltos sin darnos cuenta. —Extendió la mano y la posó sobre el hombro de Jeffrey—. Lo que no sé exactamente es cómo se gana esta competición.

Con cada palabra Jeffrey se sentía como un niño, cada vez más pequeño, insignificante y débil. Temía que la voz le temblase y se le entrecortase, y experimentó un gran alivio cuando no fue así. Pero, en el mismo instante, tomó conciencia de una rabia en su interior, una ira que había mantenido reprimida, oculta y olvidada durante toda su vida. Esta furia empezó a bullir en su interior, y noto que los músculos de los brazos y del abdomen se le tensaban.

«Ella tiene razón —pensó—. Sólo libraré una batalla en mi vida; será ésta, y debo ganarla.»

—¿Has dicho que se te había ocurrido otra cosa, mamá? ¿Otra idea? —preguntó Jeffrey.

Diana frunció el entrecejo. Se volvió hacia el plano de la casa que quedaba en la pantalla del ordenador y apuntó a las dimensiones con un dedo huesudo.

—Es grande, ¿verdad?

—Sí —dijo Susan.

—Y aquí hay normativas, ¿no?

—Sí —dijo Jeffrey.

—La casa es demasiado grande para una sola persona, y el estado no admite hombres solteros salvo en circunstancias muy especiales. Al fin y al cabo, ¿qué éramos nosotros hace veinticinco años? Camuflaje. Una fachada que creaba la ilusión de normalidad. La ficción del hogar de clase media feliz. ¿No os imagináis lo que él tiene aquí?

Tanto Susan como Jeffrey permanecieron callados.

—Tiene una familia. Como nosotros. —Diana hablaba en voz baja, como una conspiradora—. Pero esta familia debe diferenciarse de nosotros en algo fundamental. —Diana clavó en Jeffrey una mirada oscura y firme—. El se habrá buscado una familia que lo ayude —dijo. Se interrumpió, y una expresión de asombro le asomó a la cara, como si sus propias palabras la hubiesen sorprendido—. Jeffrey, ¿es posible semejante cosa?

El Profesor de la Muerte repasó rápidamente su lista mental de asesinos. Le pasaron por la cabeza varios nombres: Kallinger, el Zapatero de Filadelfia, que se llevaba consigo a su hijo de trece años en sus truculentas correrías sexuales; Ian Brady y Myra Hindley y los asesinatos de los páramos en Inglaterra; Douglas Clark y su amante Carol Bundy, en California; Raymond Fernandez y la terrible sádica sexual Martha Beck, en Hawai. Le vinieron al pensamiento estudios y estadísticas.

—Sí —dijo pausadamente—. No sólo es posible. Seguramente es probable.