1- TODOS LOS MALES, DE ARRIBA ABAJO.
El ser humano está sometido a toda suerte de males. Para combatirlos, a finales del siglo XIX, disponemos de remedios tan seguros e infalibles (¿ironía?, ¿dónde?) como los listados a continuación.
Para hacer las cosas con cierto orden, listaremos todas las posibles enfermedades de arriba abajo, empezando por las que afectan al pelo.
Se puede mantener la salud de nuestra cabellera con este increíble tónico:
La Vanguardia, el 15 de Octubre de 1882
© La Vanguardia
Es un anuncio interesante, porque nos transmite cuál era el ideal de belleza de la época. Salvando ese detalle, contiene las mismas promesas que vemos en la publicidad contemporánea. Cualquier champú jura que puede convertir un pelo estropajoso en una cabellera espectacular.
Vale, puede ser razonable. Lo que no es razonable es lo siguiente:
La Correspondencia de España, de 13 de Junio de 1887
© Biblioteca Nacional de España
Sorprende la modestia del anunciante, que sólo pretende «hacer un bien a la humanidad», ofreciendo un remedio que da solemne muerte a la calvicie. A este buen samaritano seguro que le dolía en el alma tener que cobrar de 15 a 30 pesetas el frasco. Le dolía una jartá.
Tengamos presente que, en 1887, el pelo se luce generoso, y con unas patillas tan grandes como la cabeza de un hacha. Un cráneo pelado se considera algo feo, incluso un síntoma de falta de vigor, así que no faltan hombres dispuestos a pagar lo que haga falta. En ese tiempo, 15 pesetas es una buena cantidad de dinero.
Bajo el pelo suele haber cráneo y, en algunos casos, hasta cerebro. En la prensa de finales del XIX es posible encontrar estímulo para la materia gris, a falta de Candy Crush o de Brain Training, siguiendo estas instrucciones:
El Liberal, edición del 17 de Junio de 1886
© Biblioteca Nacional de España
El anuncio exagera un poquito, porque su objetivo es atraer a posibles clientes. Pero no anda muy desencaminado.
El agua de azahar contiene sustancias, como los flavonoides, con numerosos efectos beneficiosos para el organismo.
Para un estímulo más heavy, debemos recurrir a otro tipo de sustancias.
¿Qué puede haber de malo en un anuncio que usa tantos signos de exclamación como el siguiente?:
Revista Álbum de Salón, de 16 de Mayo 1898.
© Biblioteca Nacional de España
Como diría mi difunta abuela: «¡VirgenDelPerpetuoSocorro!». Los escupitajos de Miura lo mismo limpian las manchas que vigorizan los órganos. No quiero imaginar qué intenciones llevaba el señor que se animó a experimentar por primera vez con esa sustancia. Tampoco sé si tal prodigio sigue fabricándose en alguna parte y, a decir verdad, no quiero saberlo. Prefiero no hacer caso a ese triple «¡¡PROBADLO!!».
Si el anuncio anterior nos ha estropeado la vista, necesitaremos un apaño:
Revista Álbum de Salón, 28 de Noviembre de 1897.
© Biblioteca Nacional de España
Séneca, el filósofo de origen cordobés, ya refería el uso de lentes para mejorar la visión en el siglo I A.C.
La invención de las primeras gafas se atribuye a un monje veneciano, Alessandro Della Spina, a finales siglo XIII. Pocos años más tarde, se estableció la norma de llamar Cuatro Ojos a todo aquel que utilizara dichas gafas (supongo). En la época del anuncio, la ciencia óptica estaba muy avanzada, y se solucionaban los problemas más habituales, como la miopía. La única pega que le podemos poner a este anuncio es su ¿estética?
Algunos anunciantes no necesitaban recetarnos gafas para arreglarnos la vista:
Eco de la Provincia de Alicante, del 1 de Mayo de 1884.
© Biblioteca Nacional de España
Tal cual. Un curandero puesto hasta las cejas no sería capaz de prometer mejores milagros, lo avalen o no «las lumbreras de la ciencia médica».
Si nuestro problema está en el oído, también encontraremos grandes eminencias capaces de curarnos. Véase:
Diario de Córdoba, del 1 de Enero de 1882.
© Biblioteca Nacional de España
Convendrás conmigo que su autor no se corta ni con una espada láser. Su falta de vergüenza resulta casi entrañable. Aunque su Contra-Sordera huele a falso que apesta, como la videoconsola PolyStation de los bazares chinos, eso no le impide advertir al público contra posibles imitaciones. Curiosamente, fue uno de los primeros en aceptar el sistema de pago mediante sellos, que estuvo vigente hasta finales de los ochenta (sí, señor: además con transferencia bancaria o mediante reembolso, se podían pagar muchos artículos con sellos de correo).
Seguimos bajando por el cuerpo, en busca de posibles problemas. La siguiente parada sería la dentadura. Hoy tenemos cepillos eléctricos y pastas de dientes que prometen blanquearnos hasta el alma. En el siglo XIX tampoco estaban faltos de productos para la higiene bucal:
La Vanguardia, el 1 de Noviembre de 1883
© La Vanguardia
La niña siguiente da un poco de miedo, es cierto. Parece que nos está amenazando con una navaja de afeitar, pero no. Es un cepillo de dientes. En el siglo XIX, ese instrumento se tallaba en madera, e incluía pelo de caballo o cerdo:
La Ilustración Española, 15 de Marzo de 1890
© Biblioteca Nacional de España
Para fabricar pasta de dientes se añadían ingredientes abrasivos como el ladrillo triturado, la tiza o la sal. Además, se solía vender en frascos, como la mermelada o el betún. Un dentista norteamericano, llamado Washington Sheffield, desarrolló la moderna pasta dentífrica en 1850. Años más tarde, en 1892, su hijo Lucius tuvo la ocurrencia de venderla en tubos, parecidos a los que utilizamos actualmente.
Si nos empeñamos en comer caramelos y criar caries, podemos recurrir a:
La Ilustración Española, 15 de Marzo de 1890
© Biblioteca Nacional de España
La odontología estaba razonablemente avanzada en esa época. Se idean los taladros para remover caries, las amalgamas para rellenarlas y ya se usan métodos de anestesia eficaces, como el óxido nitroso. Si acudimos a la consulta del doctor Rojas, es probable que salgamos de allí satisfechos. Muertos de miedo y quizá un poco doloridos, pero satisfechos.
De dientes para adentro, pueden surgir algunos problemas más. En el siglo XIX, miles de personas mueren debido a afecciones del sistema respiratorio, como la gripe o la tuberculosis. Veamos este recorte:
La Época, 13 de Diciembre de 1889
© Biblioteca Nacional de España
Dice que la epidemia de influenza se propaga «por toda la Europa septentrional y central», con miles de afectados en ciudades como París. En nuestra época, una noticia similar encendería todas las alarmas de la OMS. Hacia 1890, en cambio, esa noticia no tenía nada de extraordinario. Era el pan de cada día.
Sin vacunas ni antibióticos, sólo se puede aliviar los síntomas de la infección. Por ejemplo, tomando cocaína. Entonces, no era una sustancia ilegal, y se incluía en algunos medicamentos:
El Liberal, del 16 de Enero de 1898
© Biblioteca Nacional de España
Otro ejemplo:
La Época, 13 de Enero de 1889.
© Biblioteca Nacional de España
Un tercer ejemplo, redactado con mayor detalle y entusiasmo:
La Monarquía, el 8 de Agosto de 1888.
© Biblioteca Nacional de España
Dice: «… las pastillas Houdé procuran el mayor alivio y calman el dolor en las enfermedades de la garganta, en las ronqueras, las extinciones de la voz, la laringitis, las anginas, los accesos de asma y el mareo».
«Contribuyen a hacer desaparecer los comezones, pruritos, sensaciones de irritación y a tonificar las cuerdas vocales.
Son utilísimas para combatir las enfermedades del esófago y el estómago.
[…] constituye un poderoso sedativo de las neurosis del estómago.
Recomendado para combatir las gastritis, gastralgias, dispepsias, los vómitos, calma también los dolores de estómago que resultan de ulceraciones y de afecciones cancerosas».
Las hojas de la kuka, como la llamaban los quechuas, se han utilizado desde tiempos inmemoriales por sus propiedades estimulantes y analgésicas. Llegaron a Europa de manos de los conquistadores, como el tomate y el tabaco, y no llamaron demasiado la atención hasta 1859. Ese año, un químico alemán llamado Niemann consiguió crear la cocaína, extrayendo el alcaloide de las hojas. Irónicamente, una de sus aplicaciones fue tratar a los pacientes adictos a la morfina.
Los médicos se muestran entusiasmados con las propiedades de esta nueva sustancia, quizá después de darle un tiento. Podemos comprobarlo en el artículo siguiente. La coca alarga la vida, dicen, devuelve la vista a los ciegos y hace andar a los paralíticos.
El Imparcial, de 3 de Abril de 1876
© Biblioteca Nacional de España
No todo es alegría. En una revista encontramos dos noticias relativas en la cocaína (casualmente, ambas figuran en el mismo número y página), que resultan muy interesantes. La primera:
El Genio Quirúrgico, de 30 de Noviembre de 1864.
© Biblioteca Nacional de España
Y la segunda:
El Genio Quirúrgico, de 30 de Noviembre de 1864. © Biblioteca Nacional de España
En el siglo XIX abundan las publicaciones humorísticas, que se pitorrean sin ningún pudor de todo lo que se menee. Pero no es el caso. El Genio Quirúrgico es una revista seria, orientada a profesionales de la Medicina. Por lo tanto, debemos conceder cierto crédito a la primera noticia: sí, en 1864, había individuos que usaban cocaína como sebo de pesca.
La otra nota tampoco tiene desperdicio. Se escribe apenas cinco años después de que se sintetice la cocaína. Por lo tanto, pueda que se trate de uno de los primeros casos de sobredosis que se haya notificado al gran público. Veinticinco gramos se atiza el figura, ayudándose con dos vasos de aguardiente. Para redondearlo todo un poco, los médicos le endilgan morfina. ¿Ejemplo de macho ibérico, de los que ya no quedan, o ejemplo de candidato a los premios Darwin, al más idiota? Dejo la respuesta en el aire.
La cocaína no es el único remedio llamativo. Como observamos en el ejemplo siguiente, en 1881 se aconsejan los cigarrillos para solucionar el asma.
La Vanguardia, 1 de Febrero de 1881.
© La Vanguardia
Metidos en el siglo XXI, nadie discute lo perjudicial que es el tabaco. No siempre fue así. Yo no he cumplido los cuarenta, y he visto fumar en los autobuses, en las salas de espera de los hospitales, en los andenes del Metro. Recuerdo a un médico de cabecera que recibía a sus pacientes con un Ducados en una esquina de la boca. Hace unos años, el tabaco molaba. Fumaban los galanes del cine, los héroes de acción, quizá nuestros propios padres. Era un símbolo de madurez. Muchos estudios demostraban lo peligroso que resultaba ese vicio, pero ¿Quién les hacía caso? Si retrocedemos algunas décadas más, veremos que el tabaco es un producto de primera necesidad. Eso explica que se le dieran usos «medicinales».
Diario de Córdoba, del 15 de Enero de 1880.
© Biblioteca Nacional de España
El tabaco fue descubierto en el Nuevo Mundo por los conquistadores españoles y, después de vencer los escrúpulos de la Inquisición, que no veía muy normal que un hombre expulsara humo, empezó a consumirse en Europa. Se fumaba, se masticaba o se inhalaba, en todas las clases sociales.
He comentado que nadie ponía pegas al vicio de fumar, y eso no es del todo cierto. Aquí tenemos una opinión publicada hace más de dos siglos:
El Censor, número 119, del año 1781.
© Biblioteca Nacional de España
Claro queda, aunque ese castellano nos parezca rancio: los fumadores irrespetuosos deben «ser condenados a perdimiento de caxa, bolsa o cañutero». Y el motivo es que: «… es insufrible su aliento, ni puede llevarse en paciencia su ronquido […] y sus bocas por lo regular hieden».
Sólo es una voz en el desierto, por supuesto. El tabaco se considera una costumbre aceptada y respetable y, si alguien levanta la voz, se le calla enseguida. Un ejemplo muy ilustrativo es el siguiente editorial. Lo reproduzco entero porque no tiene desperdicio:
El Diario de Orihuela, 16 de Diciembre de 1890.
© Biblioteca Nacional de España
Hoy, un texto como el que acabamos de leer, sólo podría firmarlo un humorista del Club de la Comedia. En el siglo XIX, con toda su mala baba, se defendían esas opiniones muy en serio.
Expongo un último apunte, que también parece escrito por un cachondo mental: la manera de evitar los efectos nocivos del tabaco es ¡bebiendo alcohol! Lee, amigo o amiga, lee. Te garantizo algunas risas:
La Ilustración, del 11 de Enero de 1895.
© Biblioteca Nacional de España
Si no queremos curarnos la garganta con cocaína ni tabaco, disponemos de algunos remedios más convencionales:
La Vanguardia, 01 de Febrero de 1881.
© La Vanguardia
El clorato de potasa no cura la bronquitis, como afirma el anuncio, si bien proporciona alivio para los síntomas del catarro, como la sequedad de garganta o el mal aliento. No está de más, como ocurre con las revistas de una consulta, cuando no hay otra alternativa mejor.
Un poco más dudoso es el siguiente licor, del que poco explican:
La Vanguardia, 15 de Agosto de 1881.
© La Vanguardia
«Es el único que más se receta en España y America», ya suena extraño. O es el único medicamento o es el que más se receta: no puede ser ambas cosas a la vez. Que cure males tan dispares como los del aparato digestivo y respiratorio, incluyendo la tisis, suena directamente a… ¡chollazo! ¡Deme diez frascos ahora mismo!
No he conseguido encontrar ninguna referencia a este licor de brea en concreto, pero es posible que utilizara extracto de resina de pino como ingrediente principal. Esa resina (o brea) aún se utiliza para tratar diversas enfermedades respiratorias. En resumen, aunque el anuncio haga promesas imposibles, como curar la tisis, no anda muy desencaminado a la hora de asegurarnos cierto alivio. Era el Frenadol de finales del siglo XIX.
Otro remedio más:
Diario de Córdoba 1 de Enero de 1890
© Biblioteca Nacional de España
El doctor James Cook Ayer era un farmacéutico estadounidense, nacido en 1818. No se conformó con trabajar en una pequeña botica, no. Su estilo era hacer las cosas a lo grande, y por eso montó la mayor fábrica de medicamentos de su época. El pectoral de cereza (Cherry Pectoral) fue una de sus primeras creaciones, y se fabricó durante un siglo, desde 1841 a 1943. Además de patentar otros jarabes, como el de zarzaparrilla, el doctor Ayer se introdujo con éxito en otros negocios, desde la edición de almanaques a fortalecedores capilares, lo que le permitió acumular una fortuna de más de veinte millones de dólares.
Más medicinas para la tos:
La Ilustración Española y Americana, 30 de Abril de 1884
© Biblioteca Nacional de España
No he conseguido encontrar ninguna sobre el doctor Zed (una búsqueda en Google nos conduce a un personaje de cómic: haz la prueba). He averiguado, para compensar, que el tolú es la resina de un árbol colombiano, con propiedades expectorantes y antisépticas. La codeína es un derivado del opio descubierto en 1832, y que todavía hoy se utiliza para tratar el dolor y la tos. En líneas generales, si yo viviera en 1890 y buscara alivio para la gripe, compraría este remedio sin dudarlo demasiado.
Pero bajemos un poco más, hacia el estómago. En 1880, ya se comercializaban remedios familiares para nosotros, como las sales de frutas.
La Vanguardia, 1 de Octubre de 1881
© La Vanguardia
Cierto es que la sal de frutas no repara el hígado ni alivia el vértigo, pero ya sabemos que la publicidad siempre exagera. Podemos confirmarlo con el siguiente anuncio:
La Ilustración Española y Americana, del 22 de Febrero de 1892.
© Biblioteca Nacional de España
Luego dirán que los andaluces somos exageraos. Se nota que no han leído el anuncio anterior.
No he investigado si:
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el Ministerio de la Marina,
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la Junta Superior Facultativa y
-
la Real Academia de Medicina de Granada
existieron realmente y, además, dieron su aprobación a este medicamento. Me temo que sería un tiempo perdido. He sabido, en cambio, que el principal compuesto de este medicamento, el salicato de bismuto, aún se utiliza para tratar la diarrea y las molestias estomacales. Queda demostrado que la publicidad, aunque tenga más de 120 años, es experta en confundir datos veraces con otros que no lo son.
Por si quedara alguna duda, distingamos las verdades y mentiras del siguiente aviso:
La Vanguardia, 1 de Junio de 1884.
© La Vanguardia
VERDAD: El fucus es un alga que, al parecer, ayuda a regular el correcto funcionamiento de nuestras tripas. Además de hidratos de carbono y proteínas, aporta yodo, calcio, sodio, potasio y vitamina C. Por lo tanto, parece muy recomendable su consumo como complemento nutricional.
FALSO: Apostaría mi edición coleccionista de la trilogía de El Padrino que estas galletas no son «la sustancia más alimenticia y digerible que se conoce», ni tampoco un tratamiento válido contra la tisis, la disentería, la escrófula (infección de los ganglios linfáticos), la amenorrea (ausencia de menstruación) ni los parásitos.
Hablando de parásitos, disponemos de algunos preparados para eliminarlos de nuestro cuerpo:
La Vanguardia, 1 de Enero de 1882
© La Vanguardia
El Eco de la provincia de Gerona, 7 de Enero de 1883
© Biblioteca Nacional de España
Siento sospechosas molestias intestinales cada vez que veo la imagen de una solitaria. A principios de los ochenta, cuando yo era un niño de párvulo, mi abuela me narró una historia espantosa. Sin otros remedios disponibles, antes o justo después de la guerra, una mujer decidió tentar al parásito instalado en sus entrañas con un cuenco de leche. Se pensaba que el bicho olería el alimento y reptaría en su búsqueda, saliendo por la boca. En efecto, después de unos minutos, una cabeza sin ojos asomó entre los dientes de la mujer. Ella tiró de inmediato, ayudaba por su marido, con todas sus fuerzas. No se dieron cuenta que la solitaria seguía firmemente enrollada en sus entrañas. Del final de este relato sólo es necesario decir que es sangriento y desagradable. Tres décadas después me doy cuenta que mi abuela me contó una mentira, casi tan gorda como el programa electoral de un partido político, pero aún me da grima pensar en ello.
Lo que no se coman las lombrices, de una manera o de otra, se acumulará en las caderas. En el siglo XIX no se había inventado la Operación Bikini, pero ya existían ciertas preocupaciones sobre el peso. Lo demuestra el siguiente anuncio:
La Ilustración Española y Americana, 15 de Mayo de 1892
© Biblioteca Nacional de España
En efecto, el Antes y el Después no nació con la teletienda y los aparatos parar reducir barriga. Es un recurso publicitario mucho más antiguo, como podemos apreciar.
La vesiculosina no aparece referenciada en ningún sitio. Quizá se trate de un extracto del alga fucus vesiculosus, de la que ya hemos hablado (las galletas más digeribles que se conocen). Aunque no está comprobado, se dice que una de sus propiedades es acelerar el metabolismo y, por lo tanto, rebajar grasas.
A veces, nuestras penas no se deben al exceso de comida, sino a todo lo contrario. A comer poco. Por algún motivo, perdemos el apetito (a mí me pasa cuando escucho las declaraciones de algunos políticos o miro mi extracto bancario), con todos los problemas que eso supone.
Atentos a esta solución:
La Vanguardia, 15 de Mayo de 1884
© La Vanguardia
En un taller mecánico, alguien colgó un cartel donde se prometía SEXO GRATIS, con un gigantesco tipo de letra. Había que acercarse mucho para distinguir la letra pequeña y descubrir que el verdadero mensaje era «Por la compra de cuatro neumáticos, sea cual sea tu SEXO, llévate GRATIS el cambio de aceite». El anuncio anterior utiliza la misma táctica, es obvio. Es fácil adivinar que una REVOLUCIÓN DE MUJERES captaría la atención de cualquier persona, en un siglo donde sobran revueltas y falta feminismo.
El anuncio no nos miente en absoluto. A lo largo del siglo XIX se han ido formando diferentes grupos de mujeres que intentan prohibir el consumo de alcohol. Algunos son bastante radicales, como el Movimiento por la Templanza, liderado por Carrie Nation. Esta alegre señora:
© Biblioteca Nacional de España
Carrie Nation, según la revista Alrededor del Mundo, 7 de Marzo de 1901
La ilustración que acabamos de ver no es una parodia: la propia Carrie gustaba retratarse con el hacha que utilizaba para invadir tabernas y romper barriles. Nacida en Kentucky, en 1846, se casó con un médico que tenía problemas con el alcohol, y ahí empezó su lucha. En una ocasión, se enfrentó al famoso forajido Bill Dalton. Le rompió la mano con un palo, por atreverse a sostener un vaso de whisky en su presencia. Aunque iba armado con un revólver, el hombre se marchó sin protestar demasiado. Más le valía.
Fueron movimientos como el suyo el que, a partir de 1920, estimularían la firma de la Ley Seca en Estados Unidos. Para alegría de cientos de gángsters, que hicieron su agosto durante los trece años que estuvo en vigor.
En Europa, el consumo de alcohol no corre ningún peligro. Es un privilegio que hay que proteger a toda costa, y mantener lejos de quienes no lo merecen. Así queda dispuesto, incluso, en la histórica Conferencia de Berlín, presidida por Otto Von Bismarck, como observamos en esta nota de prensa:
La Ilustración Española y Americana, del 30 de Noviembre de 1884
© Biblioteca Nacional de España
Nada de esto tiene relación alguna con unas píldoras destinadas a estimular el apetito (de eso iba el anuncio sobre «Revolución de mujeres»), pero estamos aprendiendo muchas cosas interesantes sobre el siglo XIX.
Dejamos el estómago, para meternos debajo de la ropa interior. Allí se esconden los órganos de hacer pipí, de dar gustito y, de vez en cuando, de generar problemas. En un periódico de 1895 encontrábamos este reto:
Diario de Córdoba, 1 de Enero de 1895
© Biblioteca Nacional de España
En esa época, mil pesetas representaban una fortuna. Con ese dinero, se podían comprar 600 periódicos, 400 botellas de vino o 20 trajes. No he logrado averiguar si alguien reclamó ese premio, aunque el anuncio se mantuvo en la prensa unos cuarenta años, desde 1883 a 1934, aproximadamente. Tampoco ha trascendido ninguna información sobre el doctor Pizá ni su remedio. Sólo he podido averiguar que la esencia de sándalo se utiliza para tratar diferentes problemas, incluyendo las infecciones del tracto urinario.
El doctor Salvat, el protagonista del siguiente anuncio, no se anima a ofrecer una recompensa (por si acaso), si bien promete cura para todos los males de nuestro sótano:
La Vanguardia, del 1 de Febrero de 1881
© La Vanguardia
De pasada, se menciona en el anuncio un problema que tenía difícil tratamiento en el siglo XIX, dada la inexistencia del Viagra y los escasos avances de la Psicología. Nos referimos a la impotencia. Es un inconveniente que preocupa mucho a los hombres, y en aquella época no faltaban remedios:
La Correspondencia de España, del 4 de Octubre de 1887
© Biblioteca Nacional de España
El texto del anuncio es más chocante que un ataúd con pegatinas (¿impotencia producida por «abusos de Venus» o «placeres solitarios»?). Pero eso refleja muy bien cómo se contemplaba la sexualidad en el siglo XIX: con un poco de asco y con un poco de miedo.
En una publicación médica de 1807, encontrábamos un titular tan sólido y contundente como un adoquín (o el rostro de un banquero):
Minerva, 1807
© Biblioteca Nacional de España
En sus páginas, leemos sobre los peligros del «abominable vicio de la masturbación», y en el caso concreto de las mujeres que la practican, advierte que «…caen en vapores espantosos, afecciones histéricas y un desorden general de todo el sistema nervioso […] otras son atormentadas de furores uterinos, que robándole a veces la inestimable joya del pudor y la razón, las pone al nivel de los brutos más lascivos».
No es un caso aislado. La literatura médica advierte de manera generalizada sobre los peligros asociados al placer sexual. Por ejemplo, en la revista Décadas médico quirúrgicas, de 1821, se cita la masturbación y «los excesos de los placeres venéreos» como una de las causas de la parálisis. En Repertorio médico extranjero, de 1832, se dice que la masturbación y el coito causan cáncer de matriz e incluso la muerte. Para demostrarlo, se cita un caso:
Repertorio médico extranjero, 1832
© Biblioteca Nacional de España
Es irónico que, en el siglo XIX, se considere beneficioso el consumo de tabaco y alcohol, mientras que la masturbación sea tachada de «vicio contra natura» y «un estigma de degeneración», la practiquen hombres o mujeres (Revista de ciencias médicas de Barcelona, 1899) y se recomiende a las madres establecer una «vigilancia a todas horas» para sorprender a sus hijas «en el preciso momento de darse placer» revista balear de ciencias médicas, 1899).
En esa época, aún no se ha desterrado del todo la relación entre pecado y enfermedad. Eso puede parecer absurdo y poco inteligente, pero recordemos que no siempre existió la información ni los medios que disfrutamos hoy en día. Sin antibióticos ni preservativos, el sexo se antojaba una actividad peligrosa, incluso aterradora. Parecía sensato obedecer a los guardianes de la moral que, Biblia en mano, dictaban que el sexo sólo tenía cabida dentro del matrimonio, y únicamente con fines reproductivos. Cualquier otro comportamiento, incluyendo la masturbación, se consideraba aberrante. Suponía desperdiciar unas energías proporcionadas por el mismo Dios, para cumplir el «creced y multiplicaos» establecido en el Génesis. Era cometer un pecado, en definitiva, y arriesgarse a sufrir las consecuencias, desde venéreas a problemas de erección.
Además, se consideraba que la energía sexual masculina no era ilimitada. Se iba agotando con cada descarga, como los cartuchos de una escopeta. Cuando se vaciara el cargador, se acabaría la fiesta para siempre. Eso explica la relación entre impotencia y «abusos de la Venus»: mucho gatillo fácil. (Si así fuera, el 99,9% de los hombres se quedaría sin pilas antes de completar la pubertad…).
La manera más obvia de recuperar fuerzas es comprando más balas. «Vigorizantes» de composición desconocida, cobrados a precio de oro. Es probable que la mayoría sólo fueran placebos. Muchos problemas de impotencia tienen un origen psicológico, y es posible que desaparezcan temporalmente si el paciente cree consumir un medicamento infalible. Otros medicamentos podrían basar su eficacia en compuestos naturales, quien sabe. Sí sabemos que se vendían como churros, sin importar su precio…
La Correspondencia de España, del 12 de Junio de 1886
© Biblioteca Nacional de España
He seleccionado el ejemplo anterior porque, además de solucionar problemas sexuales —y otros tan peculiares como las ideas tristes— promete cura para la imbecilidad. No sería original hacer chistes a costa de determinados personajes televisivos, pero… manden diez frascos a la casa de Gran Hermano. Ahora mismo.
Las mujeres también pueden encontrar alivio para sus problemas específicos a finales del siglo XIX:
La Vanguardia, 1 de Junio de 1882.
© La Vanguardia
El jefe de ese gabinete, el doctor Vidal Solares estudió en Barcelona, Madrid y París. Escribió tratados pioneros sobre ginecología y pediatría (algunos de ellos se siguen reeditando), creó su propia revista de medicina y fundó el Hospital de Niños Pobres, para atender a los infantes con menos recursos. En 1915, siete años antes de su muerte, el ayuntamiento de Barcelona le reconoció como hijo adoptivo. Resumiendo: si eras mujer en la Barcelona de 1890, parecía buena idea ponerse en las manos de este buen doctor. Y, si apetece, invitarle luego a unas cañas.
Si no queremos ver al médico, podemos encontrar alternativas:
La Ilustración Artística, 31 de Enero de 1898
© Biblioteca Nacional de España
El apiol es un compuesto extraído de plantas como el apio y el perejil, conocido desde tiempos de Grecia por sus capacidades abortivas. Con ese fin se empleó durante siglos. En dosis más pequeñas, ayuda a regular la menstruación, como asegura el anuncio. En dosis altas, causa diarrea, el fallo de hígado de riñones e, incluso, la muerte. Así que mucho ojo con este medicamento.
Como comentaba algunos párrafos atrás, las enfermedades venéreas son un peligro muy serio, y que rara vez tiene cura. No se libran ni los pobres ni las más importantes figuras de la realeza, la burguesía o las artes. Está visto que virus y bacterias no respetan el pedigrí.
Además de provocar daños físicos, estos males también suponían un estigma moral: representaban el justo castigo a un estilo de vida licencioso. Algunos prestigiosos médicos de la época, por ejemplo, achacaban la sífilis a un «abuso del coito», y la describían como una «afección vergonzosa por su origen, puerca por su forma» (lo recuerda Ramón Castejón Bolea en Enfermedades venéreas en la España del último tercio del siglo XIX).
La Vida Galante, 6 de Noviembre de 1898
© Biblioteca Nacional de España
Sin embargo, esas enfermedades no desparecían por el simple hecho de ocultarlas. Eran molestas, eran dolorosas y, en muchos casos, eran mortales. Quienes las padecían estaban dispuestas a hacer cualquier cosa para conseguir alivio, incluyendo el pagar auténticas fortunas por un posible remedio.
Muchos medicamentos no conseguían gran cosa, salvo enriquecer a sus creadores. Otros se limitaban a aliviar los síntomas, como el picor. Unos cuantos, como los destinados a tratar la sífilis, contenían sustancias con graves efectos secundarios (mercurio, por ejemplo).
Las enfermedades de transmisión más habituales en el siglo XIX eran las siguientes:
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La sífilis. Se suele transmitir por contacto sexual. Al principio, se abre una úlcera en el lugar de contagio, que suele desaparecer a las tres semanas. Casi medio año después, surgen unas ronchas llamadas clavos sifilíticos, acompañadas de fiebre y otros problemas. En los peores casos, la bacteria responsable de la enfermedad ataca un órgano o el sistema nervioso, provocando daños irreversibles.
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La gonorrea. Afecta principalmente a las mucosas genitales. Causa pus, inflamación y dolor. En el peor escenario, provoca esterilidad y hasta la muerte.
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El herpes. Causa ampollas y picazón en los genitales, el recto o la boca. Aunque los síntomas desaparezcan, el virus que los provoca permanece para siempre en el organismo. La enfermedad puede pasar al feto, en el caso de las mujeres embarazadas.
Sí, da muy mal rollo. Pero veamos algunos posibles remedios:
La Vanguardia, 15 de Febrero de 1881.
© La Vanguardia
La Vanguardia, 1 de Junio de 1881.
© La Vanguardia
Ambos avisos pertenecen al mismo anunciante, el doctor Casasa. Podemos imaginar al buen doctor elaborando pócimas en la trastienda de su botica, cual brujo medieval, y no sería una imagen del todo falsa. Muchos farmacéuticos fabrican y patentan sus propias recetas en esa época, y no todas son inocuas. La dulcamara es una planta trepadora que, en efecto, ayuda a combatir las afecciones de la piel y tiene propiedades analgésicas. Sin embargo, es bastante toxica, y una dosis excesiva puede causar vómitos, diarrea y, en los casos más extremos, un colapso respiratorio.
Fíate tú del doctor Casasa, y no corras.
Los remedios anteriores, al menos, prometen curación contra una enfermedad específica. En la prensa de la época, en cambio, abundan los (presuntos) medicamentos que tratan las «enfermedades secretas» de manera genérica. En otras palabras, que lo curan todo, todo y todo. Es el caso de las Cápsulas de Raquin… sea quien sea ese señor.
Diario de Córdoba, 9 de Septiembre de 1880.
© Biblioteca Nacional de España
La Academia Médica de París fue el escenario de una monumental bronca entre su presidente, Jules Guerin y Louis Pasteur. El primero comentó que «no sé porqué arma tanto ruido, por una experiencia con unas simples gallinitas», cuando el segundo inmunizó a un grupo de tales aves contra el cólera, demostrando de manera definitiva que podía usarse la propia enfermedad como vacuna. Corría el año 1875, y no sabemos si entre pelea y pelea, el doctor Guerin recomendó estas cápsulas, infalibles para curar las enfermedades secretas sin dejarte el estómago hecho puré. Yo apuesto que no.
Un último ejemplo, donde podemos ver como un solo compuesto (el yoduro de potasio, que hoy empleamos para revelar fotografías y tratar el envenenamiento por radiación) puede curar casi de todo:
La Unión, 2 de Enero de 1885
© Biblioteca Nacional de España
Al salir de la cama, con compañía o sin ella, no estamos libres de peligro. De caderas para abajo podemos sufrir toda clase de problemas. Yo mismo, no hace mucho, observé que me dolían los riñones de buena mañana, así que fui al médico. Con cierto tacto, el doctor me recordó cosas que yo había pasado por alto. Por ejemplo, algunos inventos que yo consideraba recientes, como la consola Megadrive, ya tienen más de veinticinco años. O que no es nieve el blanco que me adorna la perilla. O que, demasiado a menudo, recuerdo los tiempos en que «cuando los jóvenes respetaban a sus mayores, todo esto era campo»… Me recomendó ejercicio y una faja para relajar la espalda. ¡Una faja! Casi le pego con el bastón…
En el siglo XIX también había fajas, y otros elementos correctores y ortopédicos, no muy diferentes de los actuales:
Diario Oficial de Avisos de Madrid, 1 de Enero de 1897
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Hacia 1883, ya se comprendía que los pies tienen problemas muy específicos, y por eso empezaron a aparecer especialistas para tratarlos:
La Vanguardia, de 15 de Julio de 1883
© La Vanguardia
De Luis de Giovanni, el doctor que publicó el anuncio que vemos arriba, poca o ninguna información se ha conservado, así que no conocemos en qué consistían sus técnicas. Lo que me llama la atención es el detalle de aludir a los pacientes como «defectuosos». Eso nos indica el grado de corrección política que existía en la España de Alfonso XII.
La Vanguardia, 1 de Octubre de 1882
© La Vanguardia
Acabamos de recorrer todo el cuerpo, desde el coronilla a la uña del dedo gordo. Sin embargo, eso no significa que hayamos terminado este capítulo, ni mucho menos.
Algunos males afectan a áreas muy extensas, como la piel, los huesos o el sistema circulatorio. Los hay que alteran todo el cuerpo, como los derivados de una alimentación deficiente o poco equilibrada. De esta época proceden los complementos alimenticios que, bajo diferentes formas, se siguen consumiendo hoy en día. Otros contienen nombres que nos sonarán:
El País, 8 de Enero de 1895
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La quina se obtiene de un árbol sudamericano. Sirve para combatir la fiebre, tiene propiedades antisépticas y funciona como tónico. La kola también se obtiene de un árbol, en concreto de la nuez. Contiene cafeína, por lo que resulta muy útil como estimulante. Otros preparados, además de quina y kola, incluyen otros ingredientes, como la coca del Perú:
El Siglo Futuro, 15 de Octubre de 1892
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En esa época, tanto la coca como la cola se utilizaban a menudo para elaborar bebidas estimulantes, tanto en Europa como en Estados Unidos. Posiblemente, esa combinación habría caído en el olvido, como tantos remedios de finales del siglo XIX, de no ser por la visión de John Pemberton. Este farmacéutico estadounidense nació en Atlanta y luchó en la Guerra Civil. Resultó herido en la batalla de Columbus y el tratamiento que le aplicaron los médicos, le provocaron adicción a la morfina. Cuando regresó a casa, buscó un remedio que pudiera curarle y, de paso, proporcionarle beneficios. Así concibió el Pemberton’s French Wine Coca, que contenía alcohol y cocaína (es evidente que no era consciente de salir de Guatemala, para meterse en Guatepeor). Más tarde, eliminó el alcohol y añadió nueces de kola a la mezcla. Así se empezó a fraguar la bebida que todos conocemos.
El anuncio siguiente, demuestra que en España también se vendían bebidas similares. Por desgracia, no supimos sacarle beneficios. Que inventen los guiris, y así podremos dormir la siesta, y acudir descansado al INEM. País.
La Unión, 27 de Mayo de 1887
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Otro ingrediente utilizado en los remedios reconstituyentes es el cacao. En aquel tiempo, es un producto mucho más caro y valorado que en nuestra época:
El Siglo Futuro, 15 de Octubre de 1892
© Biblioteca Nacional de España
Otros elementos son más exóticos, como el fosfato de cal:
La Vanguardia, del 1 de Noviembre de 1881
© La Vanguardia
De las farmacias del señor Alomar ya habíamos visto dos productos, el licor de brea y el eliminador de lombrices. Aquí tenemos un tercero, que sirve a un propósito muy concreto: la falta de calcio. Ese elemento es imprescindible para mantener la buena salud de nuestros huesos y evitar problemas circulatorios. Se consigue consumiendo leche y algunas verduras. Ahora mismo, es muy fácil comprar un cartón de leche en el supermercado de la esquina, pero las cosas no eran así en el siglo XIX. Sin métodos de conservación modernos, como los frigoríficos, la leche es difícil de conseguir lejos del campo. Se estima que el consumo de leche, en la Barcelona de 1900, era apenas de 15 litros por habitante y año. Además, se consideraba una medicina, más que un verdadero alimento. Su ingesta se reservaba a los niños, los ancianos y los enfermos. En este escenario, no es difícil imaginar que proliferaran los problemas de salud relacionados con la falta de calcio, y que fueran útiles medicamentos como la Solución Alomar.
Es raro que cualquiera de nosotros haya probado alguno de los complementos alimenticios que acabamos de estudiar. El aceite de bacalao, en cambio, ha torturado a muchos niños hasta bien entrada la década de los ochenta. Su sabor equivalía al del caldo de una lata de sardinas: algo repugnante salvo que seas un gato (o un japonés).
La Vanguardia, del 15 de Abril de 1882
© La Vanguardia
Por supuesto, que el aceite de hígado de bacalao cure «todas las enfermedades de garganta, pecho y los pulmones» es una descarada mentira. Resulta una buena fuente de vitaminas A y D, eso es cierto, y también de ácidos grasos Omega 3. Eso ayuda a prevenir el raquitismo y problemas relacionados con la piel, los huesos, el corazón y el sistema inmunitario.
Si lo que necesitamos no son vitaminas, sino alivio para el dolor, la opción es obvia:
Diario de Córdoba, 9 de Mayo de 1880
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El auténtico remedio americano. Yo me imagino al doctor Davis de pie, en su consulta, con un traje de vaquero y un Colt del 45, apuntándonos directamente a la cabeza mientras nos dice: «Tranquilo. Una píldora de este Mata Dolores, y dile adiós a todos tus achaques. No te muevas…».
En el siglo XIX ya se vendían unos remedios discutibles, que se siguen utilizando en nuestros días, a veces con el apoyo de determinados médicos e instituciones:
La Vanguardia, 15 de Junio de 1883
© La Vanguardia
A finales del siglo XVIII, la Medicina todavía se nutre de dogmas heredados de la Grecia clásica, como la llamada Teoría de los Humores. Según esta idea, el origen de todas las enfermedades se explica por el desequilibrio entre los líquidos (humores) del cuerpo: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. La manera más efectiva de curar era, por lo tanto, liberándose del exceso… y eso explica porqué se practicaban tantas sangrías en el pasado. Pues bien: la homeopatía procede de esta época. Su nombre combina dos términos griegos, «similar» y «sufrimiento», porque se basa en el principio de que un compuesto capaz de provocar los síntomas de una enfermedad, también puede curarla. La promulgó un médico sajón, Samuel Hahnemann (estando sobrio, supongo). Para preparar un remedio homeopático, el principio activo se diluye en agua… tantas veces que, normalmente, no se conserva una sola partícula.
Muchas personas defienden la eficacia de los remedios homeopáticos. Otras opinan que se trata de simple agua embotellada, vendida a precio a precio de oro. Yo ni pincho ni corto, ojito, pero si me dan a elegir entre magia del siglo XVIII y ciencia del siglo XXI (hasta me vale la del XIX), pues…
Los últimos anuncios hablaban de males internos, y no hemos tratado todavía los que andan a flor de piel. Para esos problemas también hay soluciones, como la vaselina.
Revista La Ilustración, de 19 de Noviembre de 1882
© Biblioteca Nacional de España
Robert Chesebrough era un químico norteamericano. A mediados del siglo XIX, se animó a abrir sus propios pozos de petróleo en Pennsylvania. Con frecuencia, la maquinaria se ensuciaba con un residuo pastoso, similar a la parafina. En vez de maldecirla, como hacían sus obreros, se dedicó a estudiarla. Muy pronto, se dio cuenta que esa sustancia era muy útil para hidratar la piel y acelerar la curación de heridas y quemaduras (él mismo llegaría a provocarse cortes para demostrar sus propiedades. Un poco radical sí era el hombre).
Patentó ese ungüento milagroso en 1972, llamándolo jalea de petróleo. Más tarde, le cambió el nombre a vaselina. Se cree que este término procede de combinar un término alemán (Wasser, agua) y otro griego (aceite).
Otras pomadas son un poco más dudosas que la vaselina:
La Vanguardia, el de 1 de Julio de 1883
© La Vanguardia
¡CALIPTAAAAAAAAAAAAAAAAA! El anunciante parece haberse dos o tres litros de Coca Cola, de la buena, con los ingredientes originales. Su publicidad consigue llamar la atención, pero dudo que nadie se la tomara muy en serio, ni siquiera en 1883.
Otros remedios no emplean textos tan extravagantes, aunque tampoco resultan fáciles de clasificar, dado que no proporcionan muchas pistas sobre su composición o las enfermedades que tratan.
Las Píldoras y el Ungüento Holloway son un buen ejemplo:
Crónica Meridional, de 10 de Mayo de 1891.
© Biblioteca Nacional de España
Se mencionan por primera vez en la prensa de 1849 (La Ilustración, de 19 de Mayo) y, durante el medio siglo siguiente, se anunciarán con frecuencia en muchas periódicos y revistas. Se venden como «el remedio más eficaz que se conoce» para cualquier mal imaginable., dado que «Todas las enfermedades provienen de la impureza de la sangre, impureza que neutralizan pronto estas píldoras» (según anuncio de La Iberia, de 10 de Mayo de 1898).
Si por «impureza de la sangre» hablamos de infecciones, las pastillas Holloway son un fraude. A la ciencia le queda recorrer un trecho para descubrir los antibióticos. Lo que sí se puede hacer en esa época es prevenir dichas infecciones, mediante vacunas:
El Álbum Ibero Americano, 20 de Junio de 1895
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Según determinados colectivos, las vacunas constituyen un peligroso engaño perpetrado por los gobiernos para extender enfermedades y mantener controlada a la población. Bueno, la gente es muy libre de pensar lo que quiera. Ahora mismo, bien metidos en el siglo XXI, también existe una Sociedad de la Tierra Plana que denuncia la monstruosa conspiración perpetrada por los científicos, para hacernos creer que nuestro planeta es un geoide. Lo dicho: que la gente es libre.
No vamos a estudiar qué son las vacunas, ni cuál es su verdadera utilidad, porque no es necesario (o, como diría mi padre, colleja o no mediante, «a estudiar al colegio»). Si recordaremos que la primera vacuna se desarrolló en 1796. Las vacas pueden sufrir una versión muy leve de la viruela que, al transmitirse al ser humano, le inmunizan contra la variante más grave de la enfermedad. Un médico inglés, Edward Jenner, con una escandalosa falta de escrúpulos, lo confirmó utilizando un niño de ocho años. Primero, le vacunó, es decir, le inyectó la enfermedad de las vacas. Algunas semanas después, le administró una buena ración de viruela, sin que llegara a manifestarse la enfermedad.
Pero el verdadero impulsor de la vacunación fue Louis Pasteur, que hizo experimentos sistemáticos con animales y una cepa del virus del ántrax. Eso ocurría en 1881 y, en los años siguientes, se desarrollarían vacunas para el tétanos, la difteria, la peste y, como demuestra el anuncio que hemos visto antes, la rabia. Todo lo cual, mal que les pese a los amantes de la conspiración, ha ayudado a prevenir la muerte de millones de personas desde entonces.
Pero las pastillas que veíamos antes no se referían a virus ni bacterias. Hablaban de unas esotéricas «impurezas de la sangre», y eso nos lleva al mundillo de los medicamentos dudosos, que prometen cura para lo incurable.
Tenemos un ejemplo a mano:
La Correspondencia de España, de 1 de Octubre de 1887
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El anuncio sólo promete un «alivio de gran consideración», y eso debía sentir una persona al desembolsar siete pesetas y media, en 1887, y arrearse «cuatro o cinco cucharadas» de tan asombroso elixir. Pero el efecto placebo no puede eliminar los síntomas de la diabetes. Esa enfermedad sólo se trata con dieta y, dependiendo de la gravedad, con inyecciones de insulina. Doy fe.
De todas maneras, el aviso anterior es bastante moderado si lo comparamos con el maravilloso ELIXIR DE SACARINA.
La Correspondencia de España, 2 de Febrero de 1882.
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Sí, Querido Lector o Lectora: nos prometen curación para el cáncer y la diabetes. Muchos hombres bravidos han buscado el Elixir de la Eterna Juventud a lo largo de la Historia, sin saber que el doctor Villegas lo iba a ofrecer en su farmacia, a tan sólo cinco pesetas el frasco. Su secreto es la sacarina, una sustancia que nosotros, ignorantes, sólo utilizamos para endulzar el café y ahorrarnos algunas calorías. ¡Qué tontos somos!
Para la diabetes aparecen brebajes que sí funcionan, pero resultan tan peligrosos como un gobierno con mayoría absoluta. Me refiero al vino uraniado.
La Correspondencia de España, 17 de Diciembre de 1890
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Se llama así porque cada botella incluye unos dos gramos de nitrato de uranio. A mediados del siglo XIX, se comprobó que este ingrediente ayudaba a eliminar el exceso de glucosa en la sangre. Hasta que se logró sintetizar la insulina, en 1921, era el único tratamiento válido para la diabetes. Ésa es la buena noticia. La mala es que dicho compuesto contiene la radioactividad suficiente para causar daños graves a largo plazo. Estas pegas no impidieron que los vinos uraniados se comercializaran hasta la década de 1930. Que se sepa, ninguno de sus consumidores desarrolló superpoderes, pero sí muchos problemas de salud.
Quiero cerrar este capítulo con un caso muy especial, el del doctor Francisco Garrido. Era especialista en enfermedades el estómago y tenía malas pulgas. Muy malas pulgas. Durante varios años, defendió su negocio con ferocidad espartana, como podemos observar en los ejemplos que he seleccionado un poco al azar.
Aquí tenemos el primero:
El Día, 13 de Mayo de 1882
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No es muy heavy, aunque cargue contra «las hablillas del que no nos conoce o nos envidia».
Pero que no te muevas del sitio, Lector o Lectora: vienen ejemplos mucho más agresivos.
El Día, 8 de Mayo de 1882
© Biblioteca Nacional de España
Hemos leído bien: el doctor Garrido culpa a la competencia de matar pacientes. Eso casi consigue dejar en segundo plano que se publique, con dirección incluida, el (pelín) fantasioso testimonio de un (presunto) paciente.
Aquí opina sobre las aguas y baños medicinales:
El Día, 11 de Junio de 1882
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Sí señor: Pamplinas.
Candidato al Premio Cascarrabias del siglo XIX lo nombro.
El doctor Garrido no se corta ni a la hora de hablar de sus posibles clientes. Observemos como define a quienes todavía dudan de su eficacia:
El Día, 16 de Junio de 1882
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En otro anuncio, después de avalar sus métodos con otro testimonio, emplea un vocabulario aún más contundente:
La Iberia, 20 de Febrero de 1882
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En el siguiente aviso, echa el resto dirigiéndose personalmente al director del periódico. El doctor Garrido estaba realmente on fire:
El Siglo Futuro, 3 de Febrero de 1883
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El doctor Garrido nació en Valencia, en 1847 y, al cumplir 26 años, abrió un local que era consultorio y farmacia, en la calle Luna 6 de Madrid. Como recién llegado, tuvo que pelear contra la feroz competencia de los farmacéuticos del lugar, y eso puede explicar sus agresivas tácticas publicitarias. No tenía fama de ser un hombre agrio, sino más bien lo contrario: se decía de él que nunca faltaba a las fiestas y regocijos populares. Se retiró en 1893, después de abrir varios locales más, con notable éxito. Su farmacia original, de la calle Luna, aún existe aunque haya cambiado de nombre.