Cuando Franco murió, Kongobaltza ya usaba boina y, para cuando comenzaron a construir el Batzoki, la tía Herminia ya le había cosido un kaiku azul marino ribeteado de negro. Kongo trabajó de peón en el Batzoki y esculpió un lauburu en piedra arenisca, un lauburu igual que el que había guardado el abuelo en el pajar. El garriko rojo lo compró en una feria de San Isidro. Se lo enroscaba a la cintura con seriedad, antes del desayuno. Y su talle de bambú quedaba teñido de rojo de cardenal. Kongobaltza hablaba euskera con fluidez, echaba pedos en voz alta, como la abuela, cantaba de solista en la misa mayor de los domingos, asistía a las pruebas de bueyes de los pueblos vecinos, le gustaban las regatas, no se perdía un partido en San Mamés y se emborrachaba los sábados por la noche con el tío Sabino en la taberna. Al cumplir los treinta años pidió a la abuela permiso para salir con Mara la Petilona los domingos al atardecer. Fue una novedad que hizo suspirar a la abuela y sacó a la superficie la mala leche de la tía Herminia a lo largo de varias semanas. Se sentía dichosa vigilando el beso de los jueves debajo de los manzanos y presintió que algo hermoso se le escapaba de entre las manos:
—¡Que no me entere que andáis por caminos sin alumbrar! — le recomendó a Kongo con lágrimas en los ojos.
Kongobaltza y Mara la Petilona se sentaban en un banco jardinero, frente al mar, y discutían de asuntos tan transcendentales como del número exacto de dientes que tenía una vaca de cinco años; dejaban transcurrir todos los bellos momentos de un crepúsculo espectacular apostando cifras sin levantar la voz. También les gustaba beber la brisa imaginándose lo que había en el fondo del mar. Construían, desde aquí hasta allí, presas fantásticas, diques fabulosos, muros y más muros maravillosos para desecar un montón de agua y después soñar con las sorpresas de hallazgos sorprendentes. Kongo se entusiasmaba imaginándose cuevas y grutas en un paisaje nunca visto por el hombre, con congrios descomunales, centollos centenarios, askarras como puños, pulpos gigantescos y colonias infinitas de percebes. Mara soñaba con el hallazgo de un arcón de pirata repleto de piedras preciosas y monedas de oro. Otras veces, se conformaba con escuchar a Kongo y era feliz recorriendo en sueños el suelo del mar.
Yo sabía de estas futilidades porque Kongo me las contaba en sus días de buen humor. Le pregunté por qué no se casaban.
—Ella todavía no sabe que tengo de distinto color —me dijo, tropezándosele las palabras.
Comentaban las mujeres del pueblo que era un atentado contra las buenas costumbres el que dos colores diferentes se metieran en la misma cama. Luego, cambiaron de opinión. Bueno, en realidad, habían cambiado de opinión hacía ya muchos años, quizás desde cuando sus maridos comenzaron las apuestas. Pero, muchas de ellas, seguían manteniendo sus palabras, aunque, en su fuero interno, deseaban lo contrario. Todo comenzó hacía doce o trece años entre Toribio, el carretero, y Juan, el tuerto. Fue una tarde airosa que les sacó el respe a ambos y organizaron la más grande catimba que pueda imaginarse. Toribio, el carretero, ya murió. De un espasmo, dicen. El abuelo sacó la cuenta de los litros de vino que había bebido durante su vida: le salieron de ochenta a noventa mil. Le resultó fácil hacer la operación: sesenta años de visita diaria a la taberna, por cuatro litros de vino al día (dos de vino blanco por la mañana, dos de vino tinto por la tarde). "Cualquier niño es capaz de adivinarlo", decía el abuelo. Toribio, el carretero, entendía mucho de mezclas. Por ello, seguramente, el día en que se enteró de lo del noviazgo entre Mara y Kongo, le salió su sabiduría y dijo a su amigo Juan:
—Mitá y mitá: clarete.
—O tinto —le respondió Juan, el tuerto, como una chispa—. Según de lo que le eches más.
—Clarete.
—Blanco, difícil. Pero puede salir tinto. Según la mezcla. —Clarete. Blanco con tinto, siempre clarete.
—El es de buena raza. De buena madre. Seguro que les sale tinto.
—Clarete. Veinte duros. Ahí van.
—Van —dijo José, el tuerto. Sacó un billete arrugado y lo depositó en el mostrador, junto al de Toribio, el carretero. — ¡Tinto!
—Apunta y guarda los dineros —dijo Toribio, el carretero, al tabernero. Y el tabernero, que era grueso, viejo y calvo y tenía la cabeza un poco trastornada por la edad, tomó un papel de estraza, apuntó en él el nombre de los jugadores y añadió la cantidad y lo que apostaba cada uno y colocó papel y dinero debajo de una botella de coñac, en la estantería. Fue el principio. Con el tiempo, los hombres pasaban tardes enteras haciendo cábalas y conjeturas sobre las posibilidades del color del primer hijo de Kongo. Los hombres, minutos antes de regresar a sus casas, cuando ya habían agotado todas las argumentaciones, escribían en el trozo de papel de estraza que les tendía el tabernero, su nombre, la cantidad que apostaban y el color del primer descendiente de Kongo. Escribían: tinto o blanco o clarete. El tabernero depositaba los rudimentarios boletos bajo las botellas de las estanterías. Con el tiempo, los papeles más viejos estaban descoloridos y apenas se entendía lo escrito. Según iban muriendo los jugadores, sus herederos se hacían cargo de la voluntad del finado y comunicaban al tabernero su responsabilidad sobre los boletos del pariente. El tabernero guardaba el dinero en tinajas de madera y las enterraba en el suelo de la bodega, en tierra seca.
A los forasteros no se les dejaba apostar, pero el tabernero les contaba la historia de los papeles que asomaban por doquier, y así, se convirtió en un especialista en referir el noviazgo de Kongo y Mara. Aquella historia real se había convertido en una verdadera pasión para él. El hombre no se ocupaba mucho de su indumentaria. Quedaba bien a la vista que sus pantalones no habían sido lavados desde el día en que se los entregó el sastre, y ya habrían transcurrido un par de décadas. Sin embargo, su cara era risueña y se afeitaba todos los días. Cuando los forasteros le preguntaban por el significado de los papeles de estraza, el tabernero recostaba los brazos en el mostrador y los ojos, muy azules, se le iluminaban de alegría:
—Son apuestas por el negrito de Muruena, ¿sabe usted? —Esperaba, complacido, a que el forastero mostrara su ignorancia. Al cabo de varios segundos, alzaba las cejas, pobladas como mostachos, y proseguía—: Cuando su familia le trajo de tierras de negros, levantamos un altar y lo subimos sobre él, como si fuera uno de la cuadrilla de los Santos Inocentes. Es que los de Muruena ya tuvieron su desgracia en la Guerra: mataron a un hijo suyo por no querer entregar su pistola a un moro de mierda. Era capitán de gudaris. ¡Menuda era aquél! Mejor fue así. Le habrían fusilado en el presidio. Después, murió su mujer. De pura lástima. La pobre se quedó transparente como una medusa, hasta que se le aguaron los pulmones de tanto llorar. ¡Desgracias! Pero nosotros recibimos al negrito como se recibe al Athleti cuando gana la Liga o como cuando le sacan a la Virgen de Begoña de su camarín y la pasean por los pueblos de su señorío en su altar transportable. Ahí afuera mismamente, el párroco celebró una ceremonia de aúpa, con cantos y procesión, y echaron cohetes y sonó el tamboril. ¡Qué recibimiento! Kongobaltza creció como los mimbres en las riberas de los ríos: Fino y largo. Daba alegría verle saltar como un gato. Y se hizo un hombre fuerte y guapo. Un día, dicen por ahí, le rozó la hija chiquita de Amalio Petilón, el rojo. ¡Qué pareja! Porque la Petilona y Kongobaltza se hicieron novios como Dios manda: novios a la antigua, como debe ser. El negro tiene una tía guardiana que ya la quisieran para ellos la Guardia Civil. Es una birrocha antigua y les vigila hasta los suspiros de sus almas. Así están, dejando transcurrir el tiempo, tontamente, el uno junto al otro, sin apenas tocarse, haciéndonos la pascua a todo el pueblo. Mire usted: el día que se decidan a mezclar sus leches, aquí se organiza algo tremendo. En ello andamos. Figúrese que el párroco les ha prometido una ceremonia de aúpa, con cuatro o cinco celebrantes, coral a elegir, organista internacional y lujo a todo pasto. Vamos, que ni los ricos de alto copete. El cura se está dejando hasta el aliento en mi trastienda. Es un jugador empedernido. Siempre anda dudoso. Por Ramos, apuesta al tinto, y por Navidad, al blanco. Se quiere cubrir y así nunca acaba uno de tirar el dinero. Al negro lo llamamos Kongobaltza y le trajeron de allá cuando era niño. ¡Menudo recibimiento! Su padre se fue a América sin repartir la leche. Es un cabeza loca, pero le apreciamos porque tiene valor. Verá usted. Pocos se pueden imaginar la que organizaron Toribio, el carretero y Juan, el tuerto. Fueron los primeros en apostar por la descendencia de la pareja. Podridos ya están los dos en el camposanto, pero tienen herederos. ¡Quién les iba a decir! Kongobaltza es vasco. Parece un aldeano pintado de negro. Y es nacionalista. Como debe ser. Ayuda mucho al Partido. Como debe ser. En eso, los de Muruena no tienen dobleces. Figúrese: me he enterado de que el año que viene a lo mejor el Partido lo presenta para concejal. Es un muchacho de gran valía. Su padre es Sabino, el de Muruena, el que se marchó del pueblo en barco sin repartir la leche…
El tabernero era inmensamente feliz hablando de mi familia. En sus elucubraciones, llegó a inventarse una historia alucinante y contaba, sin un parpadeo, que la madre de Kongo había sido una princesa, hija de un poderosísimo rey que tenía su palacio en la copa de un árbol tan grande como lo que ocupaban cuatro o cinco tejados de la mismísima parroquia de Getxo. Si el tío Sabino se encontraba presente al soltar sus fantasías, al tabernero le daba igual y continuaba hablando hasta por los codos, hasta agotar a su interlocutor. Sin embargo, el tabernero nunca decía que el Sabino de su historia era aquel hombre de la esquina del mostrador. El tío Sabino no se lo habría permitido.
Siendo aún muchacho, Kongobaltza se enteró de que los hombres del pueblo apostaban por el color de la piel de su hipotético hijo. Aunque era casi un niño, se enfadó como un hombre. Quiso ir a la taberna armado con el machete que me trajo el tío Sabino, para cortarles el pescuezo al tabernero y a todos los clientes. Lo recuerdo bien: se enteró de lo de las apuestas tras uno de sus besos vigilados a Mara la Petilona. Kongo corría por las campas, electrocutado, tras el beso crepuscular de todos los jueves. Y entonces llegó el abuelo y lo soltó como él siempre soltaba las cosas, sin medir el daño que podía hacer o las circunstancias que mediaban. La noticia desquició a Kongo. No tuvimos más remedio que amarrarlo al machón del portal con el chicote del toro y dejarlo atado durante toda la noche, calmándole con palabras y con un puchero de tila que preparó la tía Herminia. La abuela Luka recibió un disgusto muy grande. Pienso yo que aquella noche la abuela dejó entrar en su corazón el bicho de la tristeza y creyó realmente que ya no merecía la pena vivir sin alegría. Daba angustia verla sentada en su sillita de patas de roble, frente a Kongo, pronunciando frases entrecortadas de aliento, al borde del llanto, inmensamente triste, con el fuelle de sus pulmones alborotando el silencio de la noche.
—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! —exclamaba, entre buche y buche de aire.
—¡Deja tranquilo a Dios y abre más la boca! —le rogaba el abuelo, asustado.
Cuando las amarras y la tila calmaron la tormenta del espíritu de Kongo, la abuela soltó los cuatro nudos de atraque y lo dejó en libertad.
Yo creo que la abuela realizó aquel día los últimos esfuerzos por enderezar su propia vitalidad. Seguramente, sintió que algo fundamental se le había roto por dentro, en lo profundo de su conciencia. Quizá por ello nos hizo chocolate y nos sentó a todos alrededor de la mesa. Estaba ya amaneciendo y cantó una canción en euskera que ninguno de nosotros le había oído hasta entonces.
—Creo que me estoy volviendo chocha —dijo, al concluirla—. Este cantar cantó mi madre antes de morirse. No sé cómo se me ha atragantado ahora en la memoria.
—Tu madre no sabía cantar —dijo el abuelo—. Era muda. —Cantó antes de morirse. Toda la familia la escuchó de rodillas.
—Yo no la oí.
—Tú no pudiste oírla porque saliste a ver las estrellas. Siempre te lo he echado en cara. Saliste a ver las estrellas del cielo porque no soportas ver la cara de los muertos. Pero eso sucedió hace muchos años. Ahora voy a ir donde ese tasquero culocontento a apostar sobre su propia descendencia. Las epidemias hay que cortarlas por lo sano. Y si vienen de un peste, hay que hacerlo de una vez por todas.
—¡Ni se te ocurra! —exclamó el abuelo—. Las mujeres no entran en la taberna.
—Yo no soy una mujer. Soy una vieja. ¿Quién se va a meter con una vieja como yo? No te preocupes. No me voy a condenar al final de mi vida.
—Se burlarán de ti —dijo la tía Herminia—. Esos hombres tienen callos en los codos de tanto recostarlos en la madera del mostrador! ¡Qué más quieren ellos que les des una fiesta gratis!
—Yo iré —surgió la voz del tío Sabino desde el rincón de la fregadera. Y no nos dio la oportunidad de discutirle la decisión, pues para cuando reaccionamos, él ya estaba en el portal, con la boina en la cabeza y su sempiterno atuendo del color de las yerbas en agosto.
Lo vimos ir en silencio. Y, tras su marcha, se implantó en el hogar una paz casi desconocida. Ni siquiera Kongo movió el más pequeño de sus músculos. Estaba conforme. Todos nos habíamos quedado conformes tras la decisión del tío Sabino. Incluso el asma de la abuela se domesticó y apareció en su rostro una serena beatitud. La tía Herminia también mostró su conformidad: levantó cinco centímetros su mentón y paseó su cuerpo con la cabeza erguida, desde la fregadera hasta la alacena, altiva como una reina en el día de su coronación.
—Le machacará los morros como a los bueyes vagos. Les dará su merecido. ¡Ya lo creo que lo hará! ¡Cuando a Sabino le sale la mala uva…! ¿Recuerdas, madre, cuando era mozo? —decía la tía Herminia, desfilando marcialmente.
Escuche: el tío Sabino regresó dos horas más tarde y se puso a sacar la basura del ganado a la calle. Era, precisamente, lo que hacía todos los días a las once de la mañana. Es cierto que la tía Herminia le mareó con sus preguntas. Yo también le interrogué. Pero es igualmente cierto que él no abrió la boca ni para colocar el grueso de un cigarrillo. Se enconchó en su habitual silencio y no tuvimos otro remedio que resignarnos. ¡Maldito tío Sabino! ¡Maldito! ¡Maldito! Solamente dos días después, la abuela entró en la cocina como un ciclón y arreó a Sabino dos sartenazos de los de no te menees. ¡Qué par de ostias! Hasta el abuelo clamó al cielo, creyendo que la abuela se había vuelto loca de remate.
—¡No seas burra, Luka! —la regañó engrosando la voz.
—Es mejor que le mate yo. Tú le harías más daño. ¿Sabes lo que ha hecho este sinvergüenza? ¿Sabes lo que ha hecho? —A la abuela le faltó el aire. Tomó un buchito y dio el trasero al abuelo. Se colocó frente al tío Sabino. Le preguntó con voz de moribunda—: Lo has apostado, ¿verdad? —Y, antes de dar tiempo de que hablara el abuelo, añadió en un murmullo—: ¿Todo?
—¿Qué es lo que ha apostado? —preguntó el abuelo, blanco como una sábana de la tía Herminia.
—Es ganancia segura —dijo el tío Sabino, frotándose la cabeza, allí donde se había roto el culo de la sartén.
La abuela escupió al suelo.
—¡Tenemos el as de triunfos! —dijo el tío Sabino.
—¡Qué as! —preguntó el abuelo, con la confusión pintada en su rostro.
—El color de los huevos de ése —¡dijo el tío Sabino, señalando a Kongo con un gesto de barbilla.— Ellos no saben que los tiene blancos como las hostias.
Yo lo había comprendido desde el principio. Y aún así, aunque me prometí a mí mismo tomármelo con tranquilidad, no pude impedir que la sangre se me agolpara en el rostro.
—¡Los huevos de quién! —bramó el abuelo, para que la abuela o Sabino o quien estuviera enterado se lo explicara claramente de una vez por todas.
—Los de Kongo, aité —dijo la tía Herminia en un hilillo de voz.— Sabino ha apostado sobre el color de la piel de tu biznieto. Y, por lo que se ve, se ha inclinado por el blanco. Sabino dice que los niños de Kongo serán blancos, aité. Y dice que ganará la apuesta porque nadie, excepto nosotros, sabe que Kongo tiene las cosas blancas.
—¡Huevos! —bramó el abuelo con la cara desencajada. Se sentó con las manos en el pecho, a la altura del corazón . —¿Cuánto'? —preguntó lentamente.
—Es ganancia segura —insistió el tío Sabino.
—Todo dijo la abuela —Todo. Veinticinco mil pesetas.
—¡Veinticinco mil huevos de cabrón! —rugió el abuelo. Y ya no dijo más, porque la voz, no le dio de sí. Sólo pudo ponerse a llorar como un bendito.
Permanecí atento a las reacciones de Kongo. No dejé de percibir ni su respiración agitada ni el empedramiento de su carne ni el aleteo de sus narices ni la apretura de sus puños. Todo su cuerpo estaba en tensión, a punto de hacerse añicos y desparramarse por la cocina. Y. sin embargo, escúcheme: sin embargo, abrió la boca y dijo al tío Sabino:
—Seguro que ganarás la apuesta.
Y las córneas de sus ojos estaban cubiertas de una ligerísima capa de escarcha. Se lo dijo a él. Sólo a él. Es decir, uno y otro nos ignoraron por completo. Se aislaron de nuestra presencia y sentimos el muro infranqueable que habían levantado a su alrededor. Y ya no hubo nada que decir. Ambos permanecieron sordos a los improperios de la abuela, a las insustancialidades de la tía Herminia, a los lloriqueos del abuelo y a mi acusador silencio.
Una semana más tarde, Kongobaltza fue a la taberna con el tío Sabino, a ver la crecida de boletos sobre su descendencia. Recibió palmadas de los presentes, que le animaron a casarse pronto para dilucidar la lid. Le guiñaban los ojos y le invitaban a beber. El tío Sabino mojaba sus labios en el vaso de vino y estaba atento a las apuestas. Kongo animaba con cinismo el cotarro:
—Será blanco —decía.
—Yo me inclino por la mezcla —le decía un viejo—. No creo en milagros.
—Blanca. Será blanca como la espuma de la leche. Mara dice que la primera será blanca. Ella lo quiere así y así será.
—¿Y qué dice la madre, del color de la niña? Seguramente, ella no lo dirá tan claramente —le interrogaba el viejo con cara de zorra vieja.
—Ella es blanca como la niebla sobre el mar.
—No hay duda, pero tú eres negro como las tripas de un vapor carbonero, ¡jodidos estamos!
—Y mi padre es blanco como una nube de algodón.
—Tu criatura saldrá al padre. Es lo que manda.
—Yo salí a la madre.
—¡Mierda para ti! ¡Me quieres confundir! ¡Cincuenta a que será clarete! ¡Y chíngala pronto! No quiero morirme sin verlo.
Una mañana fresca encontré a Kongo bajo las copas de los manzanos, recostado en el tronco del manzano más grueso. Sus ojos estaban cerrados y pude acercarme sin que notara mi presencia, tal era su ensimismamiento. Seguía siendo un joven hermoso. Los rayos del sol naciente se colaban por la hojarasca otoñal e iluminaban sus rasgos con juguetonas caricias. Abrió los párpados y no se asombró de mi presencia. Ni siquiera se movió. Intuí que sentía necesidad de hablar conmigo. Yo había aprendido a recoger sus mensajes silenciosos.
—Escucha —le dije—: Sólo tú eres dueño de ti mismo. Lo que hagas, bueno o malo, es tuyo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Quieres que me encierre en la cuadra y me comporte como un animal?
—El abuelo no va a la taberna y no es un animal. Yo tampoco voy a la taberna y no rebuzno. El centro del mundo está donde nosotros queramos que esté. Reencuentra a tu familia. Ya tienes a Mara. El hombre necesita pocas cosas para ser feliz.
—¿Y él? ¿No es mi padre? ¿Cómo quieres que le ignore?
Kongobaltza palideció y se recostó aún más en la madera del árbol. Me miraba, pero turbado; quiso seguir hablando y no pudo; frunció los labios y recostó la cabeza en una rama joven, y rompió a llorar. Expelía el aliento a trompicones y todo su cuerpo se agitaba como un arbolillo zarandeado por el hacha del leñador. Kongobaltza había pronunciado el nombre del diablo que le hacía desgraciado, el guijarro incómodo de su conciencia; había sacado de su alma el demonio oculto a los ojos de los demás, o, por lo menos, a los míos.
—Tranquilo —le dije—. Sentémonos dentro, frente a las conejas de cría. Los conejos tienen las orejas muy grandes, pero no entienden de los sentimientos de los hombres. El tío Sabino no es malo —silbé, cuidadosamente—, sólo que es raro. Te quiere mucho, sólo que te lo demuestra a su manera.
—Sí. ¿Sabes lo que suele decir en la taberna delante de todo el mundo? Echa la cara hacia adelante, mira así, me apunta con la barbilla afilada para que no haya ninguna duda de que habla de mí, guiña los ojos como una lámpara loca y exclama: "Lo hice para vengarme de la vieja. ¡Me salió más negro que el demonio! ¡Ella se lo buscó, por no dejarme ir a tiempo a la Guerra!"
—En el fondo de su ser, el tío Sabino lo hace todo recordando ese episodio de su juventud. Los hombres somos idiotas. Yo lo sé desde niño. Lo que ignoraba por completo es que el tío Sabino lo pregona cuando tiene la barriga repleta de vino. Mira, creo saber lo que sientes. Aunque no por ello cambio de opinión. El te hiere sin querer. Es víctima de sus propios fantasmas infantiles. Y, seguramente, también él sufre. Que te quiere, es evidente. Yo os vi en cierta ocasión desde el acantilado, ¿sabes? Te quiere. Comprendo tu sufrimiento. En realidad, tú y yo somos un par de almas gemelas, náufragos desde la cuna. Ni tú ni yo hemos conocido el amor de una madre. A mí se me murió la mía cuando todavía tomaba teta.
—Yo sí recuerdo a mi madre —dijo Kongo con ímpetu—. La he encontrado en la oscuridad de mi cuarto de Muruena. Ella, su recuerdo, vive en lo profundo de mi ser. Fue, precisamente, la primera noche en que el tío Sabino me señaló con su barbilla y pronunció aquellas malditas palabras. Aquella noche me sentí muy mal. La cabeza me daba vueltas y una pena muy grande me aplastaba por dentro. Fue una noche triste. Estaba tan sólo, tan huérfano que, sin darme cuenta, descendí hasta mi niñez. Y entonces la vi acercarse por una vereda e inclinarse hacia mí y tomarme de la mano, y caminamos juntos. Yo llevaba dentro aquel recuerdo, pero, tan dormido, que lo había olvidado por completo. Ahora, cuando quiero, cierro los ojos y la veo acercarse por la vereda, como lo debió hacer alguna vez, se inclina, me toma de la mano y caminamos juntos. Y siento el calor de su mano y el mundo de su falda. Y ya no me siento huérfano, ¿sabes?
—¡Qué dichoso debes ser en esos instantes!
—También quiero al tío Sabino. Por eso sufro cuando me daña con sus desprecios. A veces, pienso que él es así, como tú dices, y procuro seguirle la corriente. Creo que le hago feliz yendo con él a la taberna.
Kongo se convirtió en el asiduo acompañante del tío Sabino. Y yo sabía con certeza que no era aquella la vida que le gustaba. Kongobaltza era un artesano nato, feliz con la madera y con la piedra. Era cariñoso, hogareño, tranquilo; no conocía el aburrimiento ni temía la soledad. Poseía mil recursos para entretenerse y era alegre como un cascabel. A la taberna sólo acuden las almas tediosas y solitarias, aburridas, asqueadas de tener que cargar con su propio cuerpo y una cabeza vacía y sin ilusión. Para Kongo había de resultar insoportable el aguantar dos, tres o cuatro horas de cháchara insustancial, las vacuas conversaciones de una docena de hombres latosos y reír las ocurrencias chistosas que inspira el alcohol. Luego vino lo de acompañar al tío Sabino a las pruebas de arrastre de piedra con bueyes en las competiciones de los pueblos vecinos. El tío Sabino y Kongo se hicieron populares. Nadie había visto hasta entonces a un padre y a un hijo (un padre blanco y un hijo negro), o a un negro con kaiku, boina y garriko que hablaba en euskera, juraba en castellano y bebía de la bota con una mano; acompañado de un padre blanco con traje de cazador de leones, que no hablaba nada. Se llegó a desear tanto su presencia en las romerías, que si el tío Sabino y Kongo no asistían, se criticaba al ayuntamiento por no haberlos invitado oficialmente. Y es que Kongo bailaba el aurresku después de misa mayor y sacaba ríos de lágrimas y los aplausos cubrían el tañir de las campanas y los cohetes. Apenas paraban en casa durante el verano y el abuelo no sabía qué hacer para retenerles. Un anochecer, el abuelo se enfadó con Sabino y le amenazó con la hoz. La abuela respiraba con la boca abierta, como los peces recién pescados, asfixiándose poco a poco. La habíamos sentado en la cama tras la visita de Amalio Petilón. Y es que aquella tarde había venido Amalio Petilón a preguntar a Kongo qué demonios pensaba hacer con su hija. Amalio Petilón dijo a la abuela que estaba realmente cansado de escuchar tanta monserga sobre el noviazgo de su hija y el negro de Muruena. Y Kongo no supo o no quiso contestarle. Alzó los hombros y quedó silencioso como una piedra. Entonces, el tío Sabino abrió la boca y nos soltó otra de sus coces:
—Cuando se le ponga. Se casará cuando se le ponga.
Y el abuelo cogió la hoz de encima del montón de yerba fresca que estaba en el portalón y se la agitó a dos centímetros de sus narices.
—¡Si das un solo disgusto más a la madre, te corto los huevos y se los tiro al cerdo! Escuchadme los dos —dijo el abuelo con su tono inequívoco de las grandes decisiones: no volveréis a pisar la taberna hasta que el mundo no os eche de menos.
El abuelo clavó la hoz en la mesa de la cocina, con fuerza, y la hoja se partió por la curva.
El tío Sabino y Kongo no fueron a la taberna, y a la abuela le salieron los colores y le volvió el buen humor. También la tía Herminia se sintió dichosa. Se confeccionó una capotita nueva para la nariz y nos dijo que todas las reinas de Francia habían dormido con capotitas para no oler las ventosidades del rey. El abuelo le aplaudió la histórica anécdota con un viento apoteósico.
—¡Vístete la capotita como las reinas de Francia! — exclamó. Y la tía Herminia le expulsó de la cocina.
Las aguas volvían a la normalidad. Kongo andaba brioso; cantaba como antaño a las conejas en celo. Comenzó a proyectar una nave para trescientas gallinas ponedoras. El tío Sabino llenaba la bota al atardecer y, cuando el abuelo daba cuerda al reloj con sus siete carracs habituales, le daba a la bota los siete tragos con ruido y se iba a casa. Igual que cuando yo era niño.
Pero, un día, vinieron unos hombres. Se presentaron de sopetón y se quedaron fuera esperando al tío Sabino. La abuela les ofreció sillas para sentarse, pero el más chiquito le dijo que era cuestión de un minuto escaso. Eran tres hombres feos y el que llevaba la voz cantante (un barbilampiño sesentón) había sido novio de la tía Herminia. Era aquel que se casó con Manolita la Peluda. El sujeto se expresaba jacarandoso y con la voz en sol, justo hasta que apareció la tía Herminia con la sartapala y les puso de patas, en la calle. La tía Herminia lleva escrita en el interior de los párpados la afrenta de aquel novio sinvergonzón. Estuvo soberbia.
El segundo hombre era alto y flaco, con una barriga del tamaño de un odrecillo de tres o cuatro litros y con cara de guardia civil. Era tartamudo. Tardó en decir "Jodededededederrrrrrrr" todo el tiempo que tardó en llegar al sembrado de patatas.
El tercero era gordo, patizambo y hablaba con voz de canario en solfa. El tal sujeto ya había desquiciado a su mujer de tanto aguantarle las borracheras. La pobre estaba internada en un manicomio y las vecinas, que la visitaban una vez al año, decían que era feliz como una niña en el limbo. El tercer hombre no se arredró.
—¿Dónde andan metidos esos dos? —preguntó, estirando mucho el pescuezo, como los gallos cuando van a cantar Ahora que están las apuestas al rojo vivo, van y esconden el culo, como cabritos. ¡Maricón no hay que ser! Igual ése ya se ha marchado otra vez en un barco llevándose al negro. ¡Eso, no! ¿Eh? ¡Eso, no habrá hecho! ¿Qué pasa aquí, pues? ¡Hasta el obispo dicen que ha apostado el cepillo de un día de su catedral! ¡Hay mucho dinero en medio como para dejarnos con el viento!
Fue entonces cuando la tía Herminia se colocó a su lado, ligera como un gato, justo a la distancia precisa para aplicarle en sus carnes traseras los seis pinchos de la sartapala. Dijo:
—¡Mierda para ti!
Corrieron los tres. ¡Ya lo creo que corrieron por el medio del sembrado de patatas! Echaban rayos y centellas. El antiguo novio de la tía Herminia la insultaba entre jadeo y jadeo: " ¡Zorra, zorrona!" La tía les arrojó piedras con pericia y buen tino, y el más chiquito comenzó a sangrar por la cabeza. Kongo y yo contemplamos toda la escena desde la nave de los pollos de cría y no se nos pasó ni por la imaginación el que tuviéramos que salir de nuestro observatorio para ayudar a la tía Herminia. Nos reíamos hasta el desinfle. Sobre todo, cuando salió la abuela con el gancho de la cocina y lo agitó desde el borde del patatal, amenazándoles con ir a sus casas y contar a sus madres su burla. Y ellos agacharon las orejas y desaparecieron por la curva del camino. Kongo dijo:
—Ese hombre es malo. Se vengará.
—No creo.
—Dicen que mató a un amigo y lo arrojó a la mar.
—Se ahogó.
—Eso es lo que él quiso que creyeran. Pero muchos dicen que lo mató por el precio de un novillo y por la espalda.
—Son chismorreos de cocina. Sin ningún fundamento. No te preocupes. Esos no vuelven.
Este hombre se llamaba Pedro Prieto y era vengativo y cobarde. Lo pudimos comprobar cuando se le cicatrizaron las heridas de las nalgas y se encontró con el humor necesario para preparar la revancha. Mandó a nuestra casa a su cuñada, una mujer de moño alto, sin dientes, con la nariz apartada a un lado de un puñetazo antiguo y con la sangre reventada contra el mundo desde que Pedro Prieto la metió en su cama para que sustituyera a su hermana, la loca que estaba en el limbo. Se presentó en la cocina de Muruena a la hora de comer, tan de sorpresa, que nadie movió un dedo cuando derramó al fuego las alubias del puchero y acuchilló las botas del tío Sabino. Salió, ligera como el viento, y aunque la abuela reaccionó y comenzó a gritarle su locura, nadie llegó a sospechar que, al pasar frente a la colada tendida al sol, iba a rasgar en jirones las sábanas de todas las camas y los calzoncillos de invierno del abuelo.
¡Escapa, si no quieres que te mate, ladrona! exclamó la tía Herminia con los nervios en la piel.
La abuela no se encolerizó. Quedó, silenciosa, en la cocina, recogiendo los platos rotos del suelo. Anduvo misteriosa durante toda la tarde. Por la noche, dijo:
—Ellos están jugando con fuego y nuestra casa peligra. Han jugado mucho dinero y quieren recuperarlo como sea. Están locos. Me voy a poner el vestido de salir, los zapatos de ir a la iglesia, un delantal limpio y marcho a casa de Amalio Petilón. —Acompáñame —me dijo.
Hicimos el camino sin hablar. Llegamos a tiempo de ver a Amalio Petilón en el portal, dentro de una tinaja, a la humilde luz de una lámpara de cuarenta watios, rodeado de sus doce hijas, que terminaban de lavarlo y peinarlo (a Amalio Petilón lo bañaban siempre sus doce hijas a la hora en que el sol dejaba un rayo verde de despedida en la sal de la mar). Esperamos al socaire de la casa a que terminaran. Cada hija poseía un cántaro pintado de diferente color que el de sus hermanas y con su nombre escrito en la tripa. Los doce cántaros llenos de agua sumaban la cantidad ideal para el tinajo. Cada una de ellas se preocupaba de calentar su ración de agua. Una le añadía espliego, la otra, batán, la tercera, lavanda, la cuarta, corteza de limón, la quinta, flor de malva… Y la mezcla teñía el agua de azul que olía a brisa de mar. Amalio salió a nuestro encuentro con el pantalón limpio y la camisa recién planchada. La abuela se alisó la falda del vestido y dijo sin preámbulos:
—O se casan o les casamos. Tú dirás.
—Eso lo tienen que decidir ellos, Luka. A lo mejor les gusta vivir así.
—Respóndeme con fuste.
—Son mayores de edad.
—Son unos niños. ¡Mara! —llamó la abuela.
La niña Mara se acercó con la piel de su cuerpo del color de las amapolas. Sus once hermanas también se habían sonrojado y reían como insustanciales.
—Sí —dijo ella, con timidez.
—¿Quién de los dos tiene la culpa de lo eterno de vuestras relaciones?
—No sé —respondió como una autómata.
—¿Te lo ha pedido él? ¿Te ha dicho alguna vez que en esta o en otra fecha vamos a ir a ver a don Cipri?
—El es bueno. No se preocupe demasiado.
—Ya sé que es bueno. Responde sólo a lo que te pregunto. ¿Te ha pedido que te cases con él?
—Somos novios formales.
—Responde sí o no.
—No.
—Eso es lo que quería saber. Vamos a casa —me dijo.
A la abuela se le empezó a agitar el asma durante el regresó. Sólo cuando las tejas rojas de nuestro caserío aparecieron en la curva del camino, habló:
—Todos los hombres de la familia sois iguales: esperáis como lelos a que las mujeres os saquemos las castañas del fuego.
No me tomé el trabajo de responderle. La abuela se había lanzado por la cuesta abajo de su desesperación y no podía escuchar a los demás. Iba con la mirada afilada, con el raspe que sus cansados huesos le daban de sí. Caminaba ventando el aire con sus brazos, que se movían como los remos de una trainera en la recta final, palada a palada; y sus aspiraciones y expiraciones semejaban el chapoteo de la pala arañando la piel de la mar.
—Tranquila, abuela —le dije. Eran las únicas palabras que sus oídos podían recibir sin alterarse.
Comenzó a llamar a Kongo a doscientos metros de distancia. Y no le llamó Kongo o Kongobaltza, como ella también se había acostumbrado a nombrarlo. Le llamó por su nombre de pila y sus dos apellidos, el de su padre y el de su madre. Continuó llamándolo hasta entrar en Muruena con una voz tan estridente como una sirena de barco pidiendo auxilio. `
—¡Sabino Ugarte Bululo! ¡Sabino Ugarte Bululo! ¡Sabino Ugarte Bululo!
La pobre abuela no pudo imaginar que Kongo acudiría a ella con una sincera carcajada.
—¿Qué te ocurre, abuela? Los niños en la escuela me llamaban así: "¡Sabino Ugarte Bululo, límpiate el culo!"
La abuela metió una traga de aire a sus pulmones y escupió:
¡Mara la Petilona es desgraciada porque jamás de los jamases le has tomado una mano y le has dicho que quieres casarte con ella!
Kongo introdujo los faldones de su camisa por la cintura del pantalón, seguramente sólo para estar haciendo algo. Sus ojos comenzaron a saltar de un objeto a otro, inquietos. Sin duda, acababa de descubrir que la abuela no tenía intención de andarse por las ramas. Estaba allí toda la familia, de cuerpo presente, como en las grandes ocasiones.
—Son cosas nuestras —dijo Kongo. Y lo dijo porque sus ojos tropezaron con los de la abuela y no tuvo más remedio que responderle.
—Ya no. Por desgracia, no son ni de tu familia. Tus cosas pertenecen a todo el pueblo. Por eso vas a hacerlo todo como Dios manda. Cásate. Escúchame con atención: hace un mes, don Cipri apretó los labios contra la rejilla del confesonario y me dijo: "Luka, tú sabes igual que yo que el fuego del infierno no es bueno ni para los viejos más frioleros. Y si esa parejita no viene por la sacristía, algo te tocará. No es bueno que anden pendoneando tanto tiempo su soltería". No le hice mucho caso. Pero, el domingo pasado, me mandó rezar un rosario de penitencia. Don Cipri sólo manda un rosario de penitencia por matar a un padre. Y me dijo: "Te estás condenando. Dios lo está viendo todo y estate segura que no va a permanecer por más tiempo tan campante, con los brazos cruzados, viendo al burro de tu nieto cometer impurezas al son de las campanas de la parroquia". Tengo miedo.
—¡Don Cipri es un bandido! —exclamó la tía Herminia con ardor.
—Ya le arreglaré yo las cuentas a ese cura del tres al cuarto —dijo el abuelo.
—Don Cipri es un hombre que se ha dejado todos sus cuartos en la taberna del pueblo. Ha apostado por el color de la descendencia de Kongo como cualquier carretero —dijo la abuela, muy tranquila—. Y éso es precisamente lo que me asusta. No el fuego del infierno y los tenedores de Lucifer. Todas las mujeres de mi familia van al purgatorio antes de subir al cielo. Nosotras nos libramos del infierno. Lo sé desde pequeña, porque me lo dijo mi madre. También lo sabe la tía Herminia, porque se lo conté yo cuando se lo tuve que contar. Yo tengo miedo de que los hombres pierdan la razón y cometan alguna barrabasada. El dinero es tentador. Seguramente, en la bodega del tabernero hay más duros que en la Caja de Ahorros. —La abuela quedó en silencio. Lo dijo todo sin apartar sus ojos de los de Kongo. Luego, añadió—: Cásate y que la paz vuelva a nuestra casa y a las de nuestros vecinos.
Ahora, el silencio nos lamió la piel. Permanecimos así tanto tiempo que las nubes tuvieron ocasión de dibujar nuevas formas al desplazarse en el cielo sin que el ruido se hiciera en el portal. Kongo estaba frente a la abuela, eso sí, sin apartar los ojos de su figura, con los brazos caídos a lo largo de sus caderas. Y las nubes seguían dibujando elefantes y conejos de algodón y el viento sur soplaba sobre las hojas amarillas de los manzanos y las arrancaba y arrastraba por el suelo, barriendo la yerba mocha de los prados. De pronto, habló Kongo:
—El sabe lo que me pasa —dijo, señalándome con los ojos, sólo con los ojos.
Y el silencio se espesó hasta solidificarse como la grasa. Las nubes seguían cambiando el cielo por la boca del portal. Ahora, me tocaba hablar a mí. Todos esperaban que mi voz se abriera paso en la espesura de silencio y lo barriera definitivamente. Kongo también lo deseaba. Le urgía liberarse del peso de los ojos de la abuela. Sus mejillas mostraban las perlas del rubor. Calibré que estaba preparado para escuchar lo que él no se atrevía a decir. Y lo solté:
—Mara no sabe todavía lo de las partes de Kongo. Y Kongo teme que, al descubrirlas, ella se eche a reír y le deje plantado. Kongo teme que Mara no quiera casarse con él cuando descubra sus…
—¡Jesús del amor hermoso! —exclamó la abuela, con la risa atascándole las palabras—. ¡Jamás se las vi al abuelo las suyas queriendo! Si sé cómo son es porque él no ha sido cuidadoso de guardarlas en la tela de sus calzoncillos. ¡Maldita la gracia de ver semejantes abalorios! Las mujeres decentes se acuestan con las ventanas cerradas y se levantan sin luz. Los hijos no se hacen con los ojos, ¡Santiarén, Dios Bendito! ¡Hasta las almas en pena harían una risa desde el infierno al escuchar semejante monserga!
—Abuela, lo que a ti te da risa, a Kongo le da pavor. El sabe perfectamente cómo reaccionan las personas ante sus partes. Es su gran preocupación. Tienes que entenderlo así. Para él es tan importante como para ti el que haya cielo, infierno y purgatorio. Tanto como saber que Jesucristo bajó a la tierra para hacer el milagro de los peces y de los panes. Tanto como que nuestra casa es sólo nuestra y no nos la puede arrebatar nadie…
—¡Ya entiendo, coña! No sigas. En este pueblo sólo don Cipri y tú habláis desde las nubes. Las cosas son más sencillas. Si el apuro que tiene Kongo es mostrar sus vergüenzas a Mara la Petilona, no le veo mayor dificultad. Traemos a Mara y aquí mismo, en el portal o en la cocina o en el comedor… Si él no se atreve, se lo contamos entre todos. Yo, un poco, el abuelo, otro poco, y la tía Herminia el final. Ella fue la primera que se los vio en esta casa. Si quiere verlos, te bajas los pantalones y amén. Estando todos presentes no habrá habladurías. La familia no hace ningún mal viendo tus monsergas, y Mara, colorada o no, se dará por enterada.
—No —dijo el tío Sabino.
—Qué es no —dijo la abuela, sin siquiera mirarlo.
—No.
—Quiere decir que si Mara se entera de lo de Kongo, él corre el peligro de que lo vaya contando por ahí. Entonces, perdería nuestros duros. Eso creo —dijo la tía Herminia.
—Sí —dijo el tío Sabino.
—¡Mierda para Sabino! —exclamó la abuela.
—Pero es así —dijo Kongo—. El tío Sabino no tiene necesidad de regalar nuestro dinero. Se lo diré yo. Se lo diré y le haré jurar que guarde el secreto.
—Las mujeres siempre hablan —dijo el tío Sabino.
Suele decir la tía Herminia que el corazón de la abuela comenzó a caminar a trompicones cuando el tío Sabino le cogió las veinticinco mil pesetas para apostar en la taberna. Yo creo que fue desde el instante que le acabo de narrar a usted. La abuela se sintió derrotada y sin fuerzas para seguir luchando contra la influencia del tío Sabino sobre Kongo. Y tiró la toalla. Tiró la toalla al ver que ella iba a ser la perdedora en aquella batalla. La abuela no sabía perder. Desde entonces no volvió a pedir a Kongo, ni una sola vez, que formalizara sus relaciones. Dejó que los acontecimientos entraran por la puerta de la cocina según llegaban y los dejó libres de toda traba. Ya no movió un dedo para enderezar lo torcido. Esperó, unas veces sentada y otras acostada. Y cuando vio que la locura de los hombres llegaba hasta el borde de su lecho, cerró los ojos y se murió.
Escuche: dijeron que fue el mismo don Cipri quien dijo en la taberna lo que sigue:
—Si yo contara en público, una por una, las parejas que se casan en nuestro pueblo por detrás de la iglesia, antes de hacerlo por delante, más de cien sonrojos se harían públicos. La misericordia de Dios es tan grande que no hay pecado que no perdone.
Don Cipri bebía sifón en público, haciendo ostentación. En casa, recibía una cántara de vino tinto a la semana. Cada vaso de sifón le costaba cien o doscientas pesetas, según el cepillo del día. Don Cipri no dejaba transcurrir una sola jornada sin escribir en el cuadernito de papel de estraza que le entregaba el tabernero las palabras blanco o tinto.
También dijeron que don Cipri se quitó el bonete para hablar. Don Cipri pronunció aquellas palabras como quien lee la epístola. Eso dijeron. Y, a decir verdad, nadie de los presentes comprendió el mensaje. Sin duda, tampoco le entendió del todo el viejo tasquero, pues la armó buena. Aquella misma noche, cuando el establecimiento se encontraba atiborrado de público, dijo:
—El cura ha dicho que Dios se sentiría alegre si el negro de Muruena se folla a Mara la Petilona detrás del muro de la iglesia. Que luego, más tarde, ya tendría tiempo de hacerlo por delante, a la vista. En el pórtico, digo yo que habrá querido decir.
—Don Cipri no es tan animal —dijo un hombrecillo que se sentaba al borde de una silla.
—Lo ha dicho en parábola. Yo, he comprendido el mensaje. Ha sido tan claro como que el sol calienta la tierra.
Es seguro que aquel chismorreo se lo habría llevado el viento si el hombre gordo, patizambo y que hablaba con voz de canario en solfa, es decir, Pedro Prieto —el mismo que anduvo quince días con el culo llagado por el sartapalazo de la tía Herminia—, no hubiera estado presente. Pero Dios crea bondad y el diablo se la enreda.
A la noche del domingo siguiente, ni Kongobaltza ni Mara la Petilona regresaron a dormir a sus casas. Amalio Petilón y sus once hijas vinieron a Muruena a primeras horas del lunes para decirnos que la cama de Mara, la última Petilona, estaba aún sin descubrir. Cuarenta y ocho horas después, Amalio Petilón dijo lo que nadie de la familia se atrevía a decir:
—Esos dos se han fugado como dos cocolos.
Sin embargo, la abuela Luka no se quedó conforme con las ideas de Amalio. Nos convenció de que ninguno de los dos poseía madera de vagabundo. Lo pronunció desde su lecho, mascando las arenas de su respiración:
—Sólo Sabino es capaz de marcharse de casa como quien va a una romería. Ni Kongo ni Mara saben andar por el mundo enseñando el culo. Son niños grandes y los niños nunca se pierden queriendo.
—¿En dónde huevos están? —clamó el abuelo, agitando con sus brazos el aire de la habitación.
—Sal a la calle, pregunta, remueve las piedras si es necesario, descimienta los cimientos. Alguien los habrá visto. Sólo se evapora el agua.
Hasta el tío Sabino se echó a la calle con las manos en los bolsillos. Recorrimos el pueblo casa por casa, portal por portal, cuadra por cuadra; interrogamos, sin fatiga, a todas las almas que se cruzaban en nuestro camino. Lanzamos nuestra angustia a los cuatro vientos. Al anochecer, comenzaron a llegar los primeros vecinos al portal de Muruena. Eran hombres sueltos, habitantes de las casas más cercanas a la nuestra. Llegaban con una excusa floja y preguntaban con reparos los resultados de la búsqueda. Al día siguiente, llegaron grupitos de cuatro o cinco personas, saludaban a la tía y recibían en silencio su información. Las frases entrecortadas de la tía Herminia afirmando que nada sabíamos de ellos, hacían palidecer a los hombres y las mujeres se santiguaban. Al mediodía, se acercaron algunas de éstas con niños y se quedaron toda la tarde sentadas en el portal, haciendo calceta. La tía Herminia repartió chocolate entre los niños a la hora de la merienda. El abuelo no pudo soportar el derroche y se escondió en la cocina.
—¡Esto es América! —gritó muy alto, para que le oyeran.
La tía Herminia se comportó como le había enseñado la abuela. Recibía a las mujeres con sonrisa amable y les agradecía su interés con palabras festivas. Pero llegó Pura García, la mujer del relojero, una vieja grande con mostachos de carabinero y patillones de apache de salón. Y lo revolucionó todo. Caminaba como un pato, plistando las papadas de sus nalgas, una contra otra, como si caminara aplaudiendo sonoramente al personal. Sentó su mole de grasa en el culo de un cesto, sobresaliendo del resto de las mujeres como una montaña se impone a un paisaje de colinas.
—Mi marido sólo ha apostado mil pesetas —habló, por entre los pelos del mostacho—. Yo mandé con mi hijo mayor toda mi fortuna. Y no quiero que se pudra en las tinajas del tabernero. Estoy segura que será una negrita de ojos azules. Lo soñé. ¡A ver si la parejita me joroba la ilusión! Yo pienso que les tenéis escondidos en algún lugar secreto.
Me asombró la mesura de la tía Herminia. Dijo:
—Nosotros somos los primeros en desear que regresen a casa. Es absolutamente cierto que no sabemos en dónde se encuentran.
—No lo creo —dijo la peluda. Y no lo dijo con enfado o contrariedad. Era una mujer alegre. Su misma figura daba la impresión de ser el centro mundial del regocijo.
La tía Herminia no se inmutó. Dijo:
—Yo pienso que han desaparecido porque están asustados. Tienen miedo de algo.
—¿Asustados? —preguntó la mujer con su voz cariñosa. —A nadie le gusta que le toquen la vida.
—¡Les tenéis escondidos en alguna parte! Creo que intentas despistamos.
—No, no los hemos escondido. Tampoco comprendo por qué los teníamos que esconder. No han hecho nada malo. ¿Han cometido algún crimen? ¿Han robado a un pobre? —preguntó la tía, serena como un juez sabio.
—Seguramente, están en casa de Amalio Petilón. Si no los tenéis aquí ocultos, estarán allí, en Berango —terqueó la gorda.
—No. El tampoco sabe en dónde se encuentran. Está tan preocupado como nosotros. Si no me crees a mí, pregúntaselo a él. Ya sabes que Amalio Petilón no sabe mentir.
—Eso es cierto. ¡Coño!, entonces, ¿dónde se encuentran'? La tía Herminia dijo:
—¿Por qué no nos ayudáis a buscarlos?
Lo dijo porque su paciencia se estaba resquebrajando, pero la idea caló en Pura García. Se mesó los patillones con desparpajo. Paseó sus ojos grises por las sombras de sus comadres y dijo:
—Si es cierto que se han escondido, no es difícil encontrarlos. Las mujeres sabemos mirar donde no miran los hombres. Si nos ponemos todas juntas manos a la obra, creo que los encontraríamos en un par de días. Es un juego de niños. Empezaría por revisar las tumbas vacías del cementerio.
—Yo, miraría en el campanario de la iglesia y los armarios ocultos de la sotasacristía —dijo una mujer de nariz aplastada.
—Yo, empezaría por mirar en la yerba seca de los pajares. Es el nido ideal para una pareja —dijo otra, guiñando los ojos a velocidad de vértigo.
—Sospecho que están en alguna cueva del acantilado.
—No creo. Les habrían visto los pescadores.
—Y, ¿por qué no echamos a andar? ¿Por qué no revolvemos palmo a palmo nuestro pueblo? No son agujas en un pajar. Los dos son talluditos —dijo con entusiasmo Pura García, en pie, con la prestancia de un general al frente de sus tropas segundos antes de dar la orden definitiva—. ¡Arrayos! —disparó como un cañonazo —: ¡A por ellos!
Y estalló la tormenta. Un ejército de mujeres y niños inundó como una riada todos los rincones perdidos del pueblo. Y lo que, en un principio, pudo parecer un juego, se convirtió en verdadera cruzada. Sobre todo, cuando la mujer de Amalio Petilón y sus once hijas reconocieron al unísono que un zapato, hallado por Jacobita la sacristana, cerca de la ermita del Angel de Totakotxe, soltera, era el zapato con pompóm argenta que Mara se había calzado el día de su desaparición, el mismo que se calzaba todos los domingos para ir con Kongo a sentarse en el banco verde frente a la mar.
—¡San Dios! ¡San Dios! —entró clamando don Cipri en la taberna en aquel anochecer. Y sus invocaciones más parecían blasfemias, por el desgarro de la voz—. ¿Quién es el animal que se está condenando sin responso? ¡La paciencia de Dios es infinita, pero cuando se cansa, las arma tremendas! ¿Quién desea la desaparición verdadera de ese par de benditos? ¿Quién? No son palabras lanzadas al viento: estoy preguntando con todas las de la ley. ¿Quién? ¿Quién es el cabrón que se está riendo de la santa voluntad de todo un pueblo? ¿Quién es el marrullero que se atreve a hacer frente a los designios marcados por el Creador? ¿No responde nadie? Que corra la voz con la velocidad de la luz. Decidlo así: Aquel que les haya mostrado el camino de la desaparición, está condenado sin remedio. Yo me encargaré personalmente de que sus pecados no le sean perdonados. Dios sabrá comprenderme.
—El negro y la chica están bien —dijo el hombre gordo, patizambo y que hablaba con voz de canario en solfa—. Están mejor que cualquiera de nosotros. Están tan bien que, dentro de nueve meses, se sabrá quién es pobre y quién es rico en este pueblo. El que no me comprenda, que vaya a la escuela a que le desasnen el entendimiento. El cura es un santo. En eso, estamos todos de acuerdo. Yo sólo he hecho cumplir sus santos mandatos. El dijo que nadie se condena por casarse por detrás de la puerta de la iglesia. Y yo las he abierto de par en par para que entren. No he hecho nada malo.
—¡Tú eres el que te vas a condenar por calumniador! —exclamó don Cipri con la piel morada de los alcohólicos—. ¡Y no diría mal si vas al otro barrio con las tripas colgando! Bien, habla.
—De bien, nada, párroco. Comen como un regimiento. Creo que me debéis un buen dinero.
—¿Están juntos? —preguntó don Cipri con voz melosa—. Quiero decir, si ellos tienen la oportunidad de cambiar impresiones.
—Respiran el aire con el mismo olor a sudor y duermen en la misma cama. Allí sólo hay un camastro.
—¿Y…?
—¿Qué haría usted encerrado en una habitación de tres por cinco metros con una hermosa muchacha?
—¡Te condenarás por blasfemo!
—Bueno. Seguramente, no he sabido expresarme… Quiero decir: ¿qué haría cualquier hombre, que no fuese cura, para matar el tiempo encerrado en una habitación de tres por cinco metros'?
—Un buen cristiano rezaría para no caer en el pecado. Los santos domesticaban los apetitos de la carne con cilicios y puñetazos.
—Eso, después, don Cipri; eso viene después. Porque, condenados o no, Mara la Petilona dará a luz cuando la criatura, que ya tiene dentro, comience a darle patadas. ¡Y, por Dios, que será tinto! ¡Será más negro que todo lo negro que pueda negrear un pellejo de vino todos mis intestinos! ¡Mil pesetas a que será tinto!
—¡Mil a que será blanco! —bramó don Cipri, con la misma vehemencia que cuando entonaba el primer aleluya de Resurrección.
Fue Pura García la que trajo a Muruena la noticia sobre el paradero de Kongo. La mujer del relojero exigió el decírselo personalmente a la abuela en su propio cuarto (la abuela ya sólo se levantaba para hacer sus necesidades y hablar un rato con las vacas). Pura García no se sentó en la silla que le acercó la tía Herminia. Le dijo que no necesitaba sentarse para comunicar a la abuela que todos los santos del cielo eran unos haraganes. Que ni siquiera uno, al menos uno, el santo de los recados, por ejemplo, había bajado para denunciar de alguna forma evidente la tropelía que se estaba cometiendo. Dijo que si todos los hombres en edad de fanfarronear no se acercaban a Muruena, uno a uno, para disculparse con la boina en la mano, que el mundo era una mierda pura pinchada en un palo y que más valía morirse que ver tanta porquería.
La abuela le escuchó con los ojos cerrados, hasta que Pura García comenzó a rizar el rizo. Entonces se hizo la dormida hasta que la tía Herminia despidió a la mujer con cortesía. Sólo cuando Pura García desapareció por la vereda, espantando a las mariposas con las plastas de sus posaderas, la abuela llamó por su nombre a los hombres de la familia y nos rogó, con lágrimas en los ojos, que le trajéramos a casa antes de que Amalio Petilón cometiera alguna barbaridad.
—Amalio Petilón tiene una escopeta con un cañón enorme, capaz de tumbar a cien personas de un solo disparo. Con esa escopeta disparó el último tiro en la Batalla de Artxanda. Sabino lo oyó —dijo, con la voz casi ensangrentada por el esfuerzo.
El abuelo arrancó a andar en primer lugar, con el cuchillo de destazar el cerdo oculto entre la camiseta de felpa y su pellejo. Yo, me hice con el machete que me trajo el tío Sabino de Dios sabe dónde y caminé tras el abuelo, sin preguntarme por qué lo había cogido. Cerraba la marcha el tío Sabino, a tres pasos de mis zapatos, con las manos en los bolsillos del pantalón. Llegamos cuando ya se agolpaban alrededor del almacén más de doscientas almas. El gentío se daba codazos y trompicones para alcanzar las primeras filas y no perderse detalle. El vocerío se apagó como la llama de una bujía al advertir nuestra presencia. Nos esperaban… porque sabían que íbamos a ir. Sabían que íbamos a hacer algo diferente a lo que se hace todos los días y ellos estaban allí para testificarlo con sus ojos y poder contarlo los primeros a sus mujeres, a sus hijos y luego a sus nietos. Seguramente, confiaban en que el abuelo se tomara la justicia por su mano y que Pedro Prieto acabaría con las tripas fuera, arrastrándose por el suelo, exhalando delante de todos su último amén. El abuelo dijo en voz alta:
—Tienen las almas tan sucias que esperan que les redima de su miseria. ¡Van listos! Todos esperan que corte las orejas a ese pobre diablo con voz de chiochu, y se las eche a los cerdos. Ellos mismos están dispuestos a servírmelo en bandeja. ¡Que nadie mueva un dedo! Lo haremos a mi modo.
Sólo cuando comprendió que el tío Sabino y yo le habíamos entendido, arrancó a andar con la firmeza que le caracterizaba. Caminaba igual que aquella otra vez, el día en que regresamos con la burra Adelaida desde la estación del ferrocarril de Neguri, cuando el tío la dejó junto al poste y se marchó en barco con León Leonetxe. Entonces recorrimos los tres o cuatro kilómetros hasta nuestra casa, sin mirar a ninguna parte, sin saludar a los hombres, sin sentir el frío, el sol o el viento. Así caminaba el abuelo: despreciando y haciendo llegar su desprecio a los hombres. Y los hombres lo entendían y se apartaban a nuestro paso, porque el desprecio del abuelo estaba justificado y ellos, en el fondo, se sentían dignos de ese desprecio. Los hombres nos hicieron pasillo para dejarnos pasar hasta la escalera de mano de catorce peldaños (yo los conté uno a uno, según iba apoyando el peso de mi cuerpo en los listones, al subir al tejado del almacén, y los volví a contar al bajar) arrimada contra la pared. Incluso este detalle de la escalera fue planificado con antelación. Y es que el animal de Pedro Prieto había tapiado con una doble pared de ladrillos la puerta del almacén, dejando sólo un hueco en el tejado, del tamaño de un puño, por donde les bajaba la comida, en pequeños paquetitos. El abuelo palpó el tejado con la suela de sus botas y arrancó a patadas las tejas de alrededor del agujero. Se desabotonó la camisa lentamente y desenterró de su pecho el machete de destazar el cerdo. Actuaba como si no tuviera prisa. Sabía bien que el más ínfimo de sus gestos era aprehendido por los ojos de los mirones de abajo para grabarlo al detalle y poderlo contar y recontar en los largos anocheceres del invierno, ante la lumbre. El abuelo astilló la madera con el machete, trinchando el entarimado como si se tratara de una gallina, con cortes precisos, certeros, ahorrando movimientos y esfuerzo.
Los descubrimos al mismo tiempo. Quiero decir que, cuando el abuelo astilló la tabla exacta y la arrancó, ambos vimos a Kongo y a Mara. Ella recostaba su cuerpo en un saco de maíz, con los dedos hundidos en el grano, las manos en las mejillas y los ojos adheridos a Kongo, pegados a su piel, sin pestañear, absorbiendo su sudor, hipnotizados, extrañamente hipnotizados. Y Kongo recostaba sus huesos contra la pared, justo frente a ella, en el punto más opuesto, al otro lado de un camastro. Kongo enterraba sus ojos en el suelo y sólo los elevó hacia nosotros cuando el abuelo deslizó por el boquete del tejado la escalera y ordenó, con voz cariñosa, que subieran por ella. Comprendí al punto que ellos se encontraban en el limbo, que su vida se había atascado a la vera de su vida en común, que para sacarlos de aquel pozo era preciso bajar y despertarlos de su embobamiento. Me adelanté, antes de que el abuelo perdiera la paciencia y empezara a increparlos para que subieran de inmediato. El abuelo perdía pronto los estribos y yo sabía que, en aquel momento, estaba a punto de echar su serenidad por la borda. Aparté la lámpara eléctrica que colgaba junto a mis pies, una bombilla que, cegada por el resplandor del sol que ahora se colaba a raudales por el boquete abierto por el abuelo, ya no alumbraba a nadie. Pensé que la humilde bombilla había sido testigo excepcional y cómplice de lo allí sucedido.
—Vamos a casa antes de que el abuelo empiece a llamar a los santos —dije, con los ojos en el cemento del suelo.
Entonces Kongo me dirigió su zozobra con todo lo negro de su cuerpo. Se encontraba tan a la deriva como cuando lo rescaté, de detrás de su baúl africano, del camarote del barco que lo trajo de Guinea. Recordé que entonces no me quedó más remedio que tomarlo por las muñecas y tirar suavemente. Lo volví a hacer. Desencolé los brazos de sus caderas y lo arrastré con vehemencia hacia la escalera, bordeando el camastro, pasando junto a los ojos enguilados de Mara la Petilona, que no había roto el garabato de su rostro (las mejillas apelotonadas contra las cuencas de los ojos, empujadas con los puños, y estos, a su vez, apalancados por los codos que se hundían en los granos de maíz). Yo, caminaba hacia atrás. Y también subí las escaleras con el culo por delante, tirando del cuerpo aturdido de Kongobaltza. Se lo entregué al abuelo como si fuera un saco de patatas y él lo sujetó a tiempo para que no rodara por la pendiente del tejado. Después bajé por Mara la Petilona y la rescaté, no de su postura (ella utilizó las piernas para caminar sin descomponer la postura de su cuerpo), sino de su ensueño. Fue necesario que la sacudiera de los hombros para que sus ideas ocuparan las casillas de la realidad. Librada de su embelesamiento, dobló la cabeza con un gesto de dolor y ya no me fue posible mirarle a los ojos, pues la cortina de sus cabellos los ocultó a mi curiosidad.
El abuelo fue el primero en bajar del tejado. La muchedumbre permanecía muda como una piedra. Ni siquiera se oía el vaivén de sus pulmones al aspirar y expirar. Después, bajó Kongo. Luego, Mara y yo, cuidando sus pasos. El último en llegar al suelo fue el tío Sabino. Continuaba sin deshacerse el sendero abierto por la multitud a nuestra llegada. Los mismos pies pisaban los mismos centímetros cuadrados del suelo. Avanzamos por entre el cañaveral de sus cuerpos en fila india. Y alcanzamos Muruena en las mismas posiciones. Sólo cuando los ladridos de nuestro perro nos anunciaron que pisábamos terreno seguro, rompimos las distancias.
Al encontrarnos sobre las losas de la cocina, el diablo cagó su azufre sobre nosotros valiéndose de la estupidez del tío Sabino. Una vez más, su voz martilleó nuestros oídos con frases de insustancial. Iban dirigidas, exclusivamente, a Kongo, pero las pronunció en el tono preciso para que las oyéramos todos:
—¿Te la has chingao, o no?
No obtuvo respuesta. Y no porque Kongo no oyera su maldita pregunta. La tía Herminia, situada a más distancia que él, en el primer rellano de la escalera, la oyó perfectamente. Pudo ocurrir que Kongo se retrasara unos segundos en abrir la boca para decir "sí" o "no" o "mierda", pero fueron suficientes para que la tía Herminia diera un salto, un verdadero salto de volatinera —no dos trancos largos o tres zancadas de hombre, sino un salto de tres o cuatro metros, sin carrera, botando limpiamente sobre sus tobillos — y cayera como una mona furiosa sobre los hombros del tío Sabino. Lo derribó al suelo y lo pisoteó como a una alimaña.
—¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo! —clamó, atragantándose.
Ninguno de nosotros movió un dedo para calmarla. Ni siquiera el tío Sabino estornudó para apartarla de su cuerpo. Soportó sus arañazos, patadas y puñadas con estoica ejemplaridad, hasta que ella se cansó. El mismo la ayudó a ponerse en pie, y hasta tuvo la amabilidad de devolverle una alpargata que había quedado atrapada bajo su espalda en el fragor de la acometida. El tío Sabino quedó quieto, con las nalgas recostadas en la piedra de la fregadera, sin atreverse a pisar la sombra de Kongo, aquella sombra que en aquel instante subía las escaleras detrás de su amo, sin preocuparse ni importarle nada de nada. Ni tan siquiera que Mara la Petilona hubiera escuchado la pregunta del tío Sabino. Y él, el tío Sabino, contuvo los deseos de seguirle por el pasillo para interrogarle otra vez o las que hicieran falta hasta que Kongo le sacara de su inmensa incertidumbre y sus vísceras volvieran a su sitio y, así, el estómago le dejara de mortificar con aquellos malditos pinchazos. Pero la tía Herminia tenía en sus manos, de manera inequívoca, el gancho de la cocina y comprendió que sus nalgas estaban mejor al frescor de la fregadera que caminando tras la sombra de Kongo. En aquel tira y afloja, desapareció Mara la Petilona sin decir esta boca es mía. Nos quedamos de un aire cuando descubrimos su ausencia. No era prudente que regresara sola a casa, pero nada hicimos para impedirlo. No habría resultado difícil tomarle la delantera por algún atajo y hacer las cosas como Dios manda. Sin embargo, ninguno de nosotros estaba dispuesto a perderse el puchero que se cocía en el cuarto de la abuela. La dejamos ir. Y nosotros corrimos (el tío Sabino también corrió) a presenciar el encuentro o la reconciliación o lo que fuera de Kongo con la abuela. Cada uno de nosotros se dio cuenta, por separado, de la desaparición de Mara, pero nadie comunicó a los otros su descubrimiento con palabras. Fuimos cómplices, porque, en realidad, no deseábamos la presencia de testigos de fuera de la familia de algo que considerábamos tan nuestro.
Kongobaltza, nuestro niño Kongo, pesaba ochenta kilos y medía más de un metro ochenta centímetros. Era el hombre Kongo, de treinta años de edad. Y allí estaba, con toda su humanidad, arrodillado a los pies de la cama de los abuelos, con la cabeza hundida en el colchón, dejándose acariciar por las manos de la abuela las sortijas de betún de su cabello.
—¡Pobre niñito mío! ¡Negrito de mi alma! ¿Qué te han hecho? —decía la abuela. Y su rostro acartonado resplandecía extrañamente y desaparecía la fatiga de sus ojos.
Sabíamos que a la abuela le complacía vernos allí. Entramos sin hacer ruido. Sólo el tío Sabino quedó bajo el dintel de la puerta. En su rostro se dibujaba un gesto inédito: mostraba un aire expectante y agitado, a un mismo tiempo, y, sorprendentemente, se frotaba las manos contra los riñones. La abuela se cercioró de que estábamos todos y cerró los ojos. Preguntó con decisión:
—¿Qué ha pasado?
El tío Sabino estiró el cuello como una avestruz.
—¿Qué te han hecho?
—Nos amordazaron las bocas con esparadrapo cuando estábamos sentados en el banco mirando las olas que casi llegaban a cubrir las peñas de Abasotas y vinieron por detrás y nos pegaron la boca con los esparadrapos y los ojos y nos metieron por la cabeza unos sacos que olían a pulpa de remolacha seca —Kongo hablaba sin pensar, ahogando su voz en la lana del colchón de la cama de la abuela, de tal forma que su voz llegaba filtrada, lejana—. Nos metieron en la cabina de una camioneta y nos llevaron allí acurrucados por sitios que no veíamos y no nos quitaron el saco y los esparadrapos y las cuerdas de nuestras manos hasta dejarnos en un sitio muy oscuro y más tarde oímos ruido de ladrillos de risas de piedras y pensé que nos estaban enterrando vivos en algún panteón porque olía a cementerio y comencé a golpear las paredes con todas mis fuerzas y Mara gritaba llena de pavor y yo no podía calmarla porque yo también sentía miedo hasta que me tropecé con una cama y pensé que en los panteones no había camas ni sacos de maíz ni de cebada ni de harina de pescado ni trituradoras ni mierdas de aquel estilo y supe que nos encontrábamos en algún almacén con comida para pollos en el que había una cama donde nos sentamos ella y yo esperando algo o tratando de escuchar los ruidos de la calle y supimos que habían levantado una pared por fuera del lado de la puerta hasta que cesaron los ruidos y dieron la luz porque hasta el detalle de colocar el interruptor en el exterior lo tenían pensado y se encendió una bombilla y pudimos ver lo que hacía unos instantes habíamos palpado y Mara me contó que el abuelo de su madre había inventado las bombillas en Getxo y que aquella que nos iluminaba era tan vieja que seguramente la hizo su propio abuelo en el cuartito que hay en su casa al lado de la cocina porque era allí y no en otro lado donde fabricó todas las bombillas durante toda su vida. Sí, sí, abuela, yo comprendí por qué nos habían encerrado, lo comprendí desde el primer momento y las escasas dudas volaron justo cuando alguien separó una teja del tejado y quitó un taco de madera del entarimado de debajo de las tejas y deslizó valiéndose de un cordel unos bocadillos y cervezas y fruta y también agua de limón yo creo que para Mara y volvió a colocar el taco y la teja y vi que era de noche porque vi una estrella y así supe que siempre nos llevaban la comida de noche. Sí, sí, abuela, intenté llegar al tejado colocando en torreta la cama y los sacos y la trituradora y luego escalé la pequeña montaña de trastos y comprendí que era imposible alcanzarla porque me quedaba mucho trecho para llegar al tejado y desistí. Y Mara la Petilona también comprendió lo que querían de nosotros y fue ella la primera que habló del asunto y dijo que a ella no le importaba hacer aquel sacrificio porque seguramente nos estaban vigilando y hasta que no lo hiciéramos no nos dejarían salir y que no era plan el quedamos como dos insustanciales mirándonos toda una vida, que había que cerrar los ojos y pasar el mal trago y después gritar que ya estaba y que dentro del tiempo razonable ella les pariría una hermosa criatura. Y yo argumentaba tonterías y así anduvimos más de cuarenta o cincuenta horas en un tira y afloja con todo el miedo del mundo amontonado en mi cabeza porque yo deseaba hacerlo, abuela, pero ella todavía no había visto lo mío y temía quedar reducido a pura mierda, abuela, quedar como la purísima mierda de los espíritus puros en cuanto ella viera mis partes y se echara a reír o se quedara idiotizada diciendo que lo mío es de museo de anatomía o que sólo lo pueden utilizar las santas en el cielo como me decían las monjitas en Malabo. Me decidí, abuela, me decidí y le dije que puesto que la suerte estaba echada antes de hacerlo tenía que ver por entero mi cuerpo y me desnudé y ¡oh Dios! se quedó paralizada con los codos enterrados en el grano de maíz de un saco y ya no se movió en todo el tiempo ni siquiera para tragar un cacho de pan. Lloraba, abuela, sólo lloraba, sin parar, como la lluvia que cae mansa en primavera y saca los tallitos de la borona de la tierra. Y entre suspiro y suspiro me rogaba que me bajara los pantalones. Yo me los había subido, abuela, de la vergüenza que me daba. Y ella que no, que por favor me los bajara para contemplar una cosa tan linda tan bonita tan de milagro del cielo que estaba hecha para arrobo de sus ojos y que ¡oh Dios! que ya intuía que yo era diferente que una vez había soñado que yo estaba sentado en un columpio amarrado a una rama de manzano y que ella me columpiaba con todas sus fuerzas hasta que en una de sus arremetidas el columpio subía y subía y se perdía conmigo en las mantecas de una nube de algodón. Decía que yo era algo sobrenatural, algo para tener y no usar. Como se tienen encima de la mesilla las imágenes de la Virgen. Y que ella era vulgar, tan vulgar como cualquier mujer y que no podía encadenarse para siempre a una maravilla como la mía sabiendo que era suyo pero que no lo podría utilizar porque la naturaleza es sabia y ella sabía ciertamente que no había realizado aquel milagro en mi cuerpo para que ella, ella precisamente, una pendeja, nieta de un inventor autónomo de bombillas la utilizara sin castigo. Y lloraba en paz y me rogaba que le mostrara mis partes y yo me bajaba los pantalones con todas las esperanzas perdidas. Y hacía lo que siempre he hecho: enseñarlas, abuela, enseñarlas. Y ella exclamaba: " ¡Milagro, milagro, milagro!" y sentí en mi corazón la desesperanza porque cuanto más las contemplaba más se alejaba de mí. Y yo también comencé a llorar cuando le escuché asombrado que me pedía con voz desgarrada que le jure por mi santo más sagrado que no le niegue nunca el deseo de verlas cuando le apeteciese, que ella vendría de su casa al amanecer, cuando los rayos del sol limpian el aire, y que yo le espere bajo los manzanos para mostrarle mis partes para hacerla feliz. Que no deseaba más de la vida. Y que lo hará así hasta su muerte, que será dichosa sabiendo cada noche que al día siguiente iba a contemplar la maravilla más maravillosa del mundo, mis huevos, abuela, mis puros huevos, ¡Dios!
Tropezó su voz con el llanto y se paró como una radio estropeada. Nos retiramos en silencio. Dejamos a Kongo con la cabeza protegida por las manos de la abuela. El tío Sabino mostraba en su rostro los rasgos de la derrota. Yo vi cómo se le dibujó aquel mohín cuando se convenció de que Kongo seguía tan virgen como cuando vino al mundo.
Escúcheme: fue al día siguiente de la confesión de Kongo cuando aparecieron rotas las botellas de las estanterías de la taberna. No quedó ningún vidrio sano. Y el destructor furtivo se llevó los papeles de estraza con los garabatos de las apuestas que habían descansado allí durante más de una década, clasificadas por individuos, familias y barrios. Imagínese el alboroto que se organizó. Estuvieron a punto de linchar al tabernero. Y a buen seguro que lo habrían hecho si aquél no les hubiera presentado a tiempo tres tinajas repletas de monedas y billetes de banco que había mantenido enterradas en la bodega. Sin embargo, aunque el tasquero pudo salvar su pellejo, la presencia de tanto dinero sin el aval de sus amos, terminó por enloquecer a la chusma. Discutieron las mujeres con los maridos, hermanos con hermanas, familias enteras con familias enteras, barrios con barrios; hasta los perros dejaron de olerse el culo y pasaban altivos sin torcer las orejas. Era imposible ponerse de acuerdo sobre las cantidades jugadas y todos querían tomar su parte de las tinajas del tabernero. Fue necesario organizar retenes de guardia y una guardia para la guardia y otra para la guardia de la guardia de la guardia. Necesitaron tanta gente para vigilarse mutuamente que terminaron por quedarse día y noche frente al edificio de la taberna. Se organizaban grandes trifulcas por cualquier nimiedad y estuvieron a punto de organizar una batalla campal cuando se corrió la voz de que lo mejor para que volviera la paz al pueblo era llevarse las tinajas en procesión hasta Punta Galea y arrojarlas a la rompiente de la mar. Las aguas comenzaron a regresar a su cauce cuando don Cipri dio con la fórmula para devolver a cada uno lo suyo. Para lo cual reunió a la feligresía en el templo y nombró a las cabezas de familia por sus nombres y por el de sus casas. Les sentó en los bancos de delante y cuando el silencio fue total les preguntó con voz solemne las cantidades que habían entregado al tabernero su familia, sus difuntos y ellos mismos.
Les recomendó que hiciesen cuentas y que las apuntaran en un papel. Les citó para el domingo siguiente antes de misa mayor. Y, toda aquella semana, el pueblo se convirtió en una tabla de multiplicar. El día señalado, don Cipri salió al altar con cara de cuaresma e increpó al pueblo que fueran sinceros en sus declaraciones. Pronunció un sermón tan elocuente, tan virtuoso y tierno, que los más viejos pensaron que había llegado el momento de su muerte y se dispusieron a recibir la extremaución absolutamente resignados. Don Cipri entregó un pliego con el sello parroquial a cada representante familiar. Les pidió que escribieran allí las cantidades de dinero que pertenecían a su familia. Recogió él mismo los papeles y los sumó en voz alta, sin equivocarse, aunque el resultado remontó una cantidad de siete cifras. Don Cipri la escribió con números grandes en una pizarra que había mandado traer de la escuela y colocado en el altar mayor, al lado del evangelio. Después, templó su voz y clamó:
—Si la cantidad que hemos apuntado aquí no coincide con el dinero que hay en las tinajas, es que alguien miente. Y, ese alguien, ¡será maldito entre los malditos en el infierno! Os conmino a que confeséis la verdad. Yo sé que lo que estamos haciendo hoy no pasará de un pobre ensayo general. El dinero es tentador y todos, estoy seguro, habéis sido tentados por el demonio para inflar vuestras cantidades, por si cuela. ¡No agachéis las cabezas! La vergüenza y el pudor son sinónimos de arrepentimiento. Confesad la verdad y se os volverán a abrir las puertas del cielo y vuestro dinero retornará al calcetín. Porque os digo que nadie tocará el contenido de las tinajas hasta que los dineros cuadren al céntimo. He pensado que quizá el lugar apropiado para escuchar vuestra verdad sea el confesonario. Puedo escucharos en confesión y apuntaré, bajo el secreto del sacramento, en una libretita las verdaderas cantidades que habéis apostado. Cuando la verdad luzca junto al sol, quemaré la libretita con ramas de laurel. Así se hará. Amén.
¡Don Cipri! ¡San Cipri! " ¡San Cipriano, Confesor y Mártir!" Así debiera de rezar realmente su mármol en el cementerio. ¿Se da cuenta? No dejó de pasar ni un solo padre o representante familiar por el carcomido confesonario de don Cipri. Allí dejaron sus alientos meapilas acostumbrados, hombres de buena fe, ateos convencidos, agnósticos despreocupados, perjuros de la religión, masones y comunistas prosoviéticos. No quedó nadie sin introducir su testa por las cortinas gastadas del ventanuco del perdón y meter en sus pulmones el olor nauseabundo que manaba de los milímetros de espesor de arcaicos desperdicios con que el santo varón blindaba su dentadura. Y él les obligaba a arrepentirse de sus pecados y sólo en el último instante apuntaba la cifra real, la de verdad, en un cuadernito de cubiertas de hule negro para despedir al penitente con un cachete a traición.
Tres semanas, dos días y siete horas es el tiempo que don Cipri tardó en ajustar las cuentas. Lo que el pueblo no pudo averiguar jamás es la cantidad que el cura llegó a recuperar. Tampoco supo el pueblo que el tío Sabino no pasó por el confesonario. Sin embargo, el que no lo hiciera no constituyó una dificultad para las cuentas de don Cipri. La cantidad que había apostado por el color de su nieto la conocían hasta las ratas. Pero don Cipri sintió su orgullo resquebrajado y salió en busca del tío Sabino en una noche cerrada. Le esperó a la salida de la taberna, que era lugar seguro para encontrarlo, y le acompañó a casa. El tío Sabino estaba lo bastante borracho como para aceptar su compañía y mandarlo al carajo al mismo tiempo. Y le mandó al carajo.
—Me iré al carajo cuando me aclares un barrunto que no me deja dormir. ¿Por qué apostaste precisamente al blanco? Si no estuvieras seguro de que el crío sería blanco, no habrías apostado tan fuerte.
El tío Sabino, seguramente, miró de soslayo el sayo del cura, sin levantar del todo la cabeza. Y, seguramente también, pronunció su exabrupto sin reirse; eso sí, con cosquillas en las entrañas, con ganas de echar una carcajada, pero conteniéndose. Así nos lo contó más tarde, en casa. De modo que el tío Sabino le respondió:
¡Pregúnteselo a su puta madre! Seguramente estará en el cielo.
Don Cipri no se acoquinó. Ni siquiera se quitó el bonete para castigar con el duro canto del sombrero al blasfemo. Se santiguó con sosiego, y dijo con humildad:
—Las madres de los curas siempre van al cielo porque no son putas. A lo más, sacristanas.
Al tío Sabino se le debió de escapar un gruñido, que el cura tomó como excusa. El cura dijo, impasible:
—Yo sé que tú sabes algo que los demás no sabemos. Yo sé que tú guardas un secreto. ¡Dios Santo, cuánto daría por conocer tu secreto!
—No es ningún secreto. Ha dejado de serlo. Ya lo puede ir contando por ahí. ¡Dígalo! ¡Dígalo, si quiere, desde su maldito púlpito! —gritó el tío Sabino a las estrellas, a la noche, al olor de la noche, a las yerbas, al silencio, y, seguramente, en último lugar, al cura. El alcohol hace esas cosas.
—Lo diré, Sabino, lo diré. Pero sólo si es tu deseo. Sin embargo, me encuentro en la terrible confusión de no saber lo que tengo que decir o callar.
—¡Dígalo! Y diga también que fuí yo el que jorobé el juego. ¡Que se jodan! Diga que yo, Sabino el de Muruena, el padre del negro, robó los malditos papeles de debajo de las botellas de las estanterías de la taberna. ¡Dígalo, si se atreve!
- ¡Has ido contra Dios! ¡Te has enfrentado frontalmente a El! —exclamó el cura con la sangre en el rostro. Respiró hondo. Se sobrepuso. Dijo, con voz seráfica—: No has amado a tus prójimos.
—¿Por qué sus malditos prójimos hicieron a los muchachos esa barbaridad?
—Los designios de Dios son inescrutables… No sé lo que sería de ti si la chusma se entera de que has sido el autor del estropicio de la taberna.
—Yo tampoco sé lo que pasaría si, además del tabernero, que es aliado de usted y lo tiene comprado, rebasan los feligreses la cantidad que había llegado a apostar. ¡Con tanto dinero, se puede levantar una catedral particular!
—¡Coño! —exclamó don Cipri—. ¡Lo contaste!
—Sumé por encima las papeletas.
—Bien. Dios nos marca el juego. El nos señala el camino de la vida. El dice que las cosas deben de seguir como están: tú, con tu secreto, y yo, con el mío. ¡Ay! ¡Qué peso me quitabas de encima si me dijeras lo otro! Sabino… ¿por qué apostaste al blanco? —Porque Mara la Petilona es blanca —dijo el tío Sabino. —Estoy convencidísimo —dijo don Cipri.
—Y porque Kongo también es blanco.
—En eso, discrepo humildemente —dijo don Cipri, sin alterar su voz.
—¿Con qué se hacen los hijos?
—Los hijos los hace Dios.
—¿Y con qué manda que se hagan?
—Mira, Sabino: yo ya soy viejo para acertijos. ¡Los hijos se hacen fornicando!
¿Y con qué se fornica? Dígalo. También su padre fornicó con su madre, por lo menos una vez, para que ella pariera al párroco de Getxo. ¡Dígalo!
—¡Santo Dios! No me querrás decir que…
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
—¿Y los testículos?
—Más blancos que la espuma de la leche más blanca.
—¡Milagroso! ¡Bribón! Eso sí que es jugar con ventaja —dijo don Cipri, guiñando los ojos, con el gesto cómplice que sólo puede hacer un jugador empedernido a un camarada—. Eso quiere decir que la hija de Amalio Petilón, por fuerza, va a parir una criatura blanca.
—¡Váyase al infierno!
Entonces el tío Sabino empezó a correr. Corrió como un poseído hasta llegar a casa. Se sentó en el banco largo, frente a Kongo y, sorprendiéndonos a todos, dijo:
—Ahora lo sabrá todo el pueblo. Se lo he contado a don Cipri. —Y se puso a llorar desconsoladamente, tan desconsoladamente como lo hacen los borrachos.
Don Cipri lo encontró llorando. Seguramente, era más de media noche y el abuelo ya se había acostado al lado de la abuela y permanecían en silencio, porque el abuelo se callaba las noticias amargas para no entristecer a la abuela. Y, seguramente, también, porque querían oir lo que sucedía en la cocina. La puerta estaba con la tranca echada y yo mismo me disponía a subir a mi habitación. Justamente entonces, sonaron unos toquecitos en la madera de la puerta y la tía Herminia abrió. Primero, vimos el bonete, y luego, durante un par de minutos, seguimos viéndolo revolotear como un tordo viejo de una mano a otra del cura. Hasta que se sentó en la silla de la abuela, frente a Kongo. Y, sacando una voz extrañamente afeminada, de moribundo, desagradable, fina como un hilo de seda, pidió a Kongo que le mostrara sus huevos.
Imagínese lo que quiera. Piense lo que le dé la gana. Así fue y así se lo cuento. Don Cipri dijo:
—Un viejo cura de aldea, como yo, ha visto pocas cosas maravillosas. Pronto moriré. La ilusión de mi vida ha sido visitar la Ciudad Santa y ver al Santo Padre celebrando misa en el altar de San Pedro. Ya sé que no la puedo realizar. Soy demasiado viejo para pisar el polvo del extranjero. Consuélame, consuélame enseñándome el milagro que Dios ha realizado entre tus piernas.
Y Kongo se quitó los pantalones. Kongo se bajó los calzoncillos de tela morena (los calzoncillos que la tía Herminia cosía para los hombres de la familia). Se los quitó del todo. Quiero decir, que no los dejó en el suelo, alrededor de sus tobillos. Se los sacó con parsimonia y los dejó encima de la mesa, al lado de la barra de pan que había sobrado de la cena. Y luego, también despacio, tan despacio como para indicar que se movía, se dirigió hacia don Cipri y se detuvo a un palmo de sus narices. A un palmo, sí. Las narices del cura se quedaron a un palmo de los huevos de Kongo. Don Cipri tuvo que arrastrar la silla de la abuela hacia atrás para poder verlos en su verdadera dimensión; y, mientras recorría los treinta o cuarenta o cincuenta centímetros, se caló las gafas de alambre y comenzó a llorar. Comenzó a llorar emitiendo vagidos de recién nacido e hipos de anciano. Y, mientras las lágrimas abrían surcos por las arrugas de pellejo de su faz, se santiguaba en latín. Se santiguó y persignó en latín cincuenta o más veces, y, al final, cuando sus ruidos se transformaron en un verdadero llanto, llanto silente de hombre, bendijo los cojones de Kongo con el fervor con que un misionero bendice al primer infiel convertido.
—No tenemos salvación —dijo—. Todo el pueblo se condenará por obligarte a usar ese don del cielo. Dios, que creó los lirios para solaz de los ojos, sabrá para qué habrá hecho crecer esas flores en tu cuerpo. De una cosa estoy bien seguro: que El no las creó para que las disfrutases como el resto de los pecadores. Dios te confió el don de la virginidad porque nada en la tierra es tan virginal como tus santos rincones, y virgen debiste de conservarte, Kongo. Está claro que así es. Debiste de conservarte virgen, al menos, hasta que los santos padres estudien el milagro de tu cuerpo para elevarte a los altares después de muerto. Las pruebas de la santidad es mejor ir amontonándolas con el tiempo, que luego uno se muere y nadie cree nada.
—Chochea —dijo la tía Herminia.
—Estoy acostumbrado —dijo Kongo—. No tema, don Cipri. Iré al cielo porque sigo sin mojarla.
—¡San Amiano, mártir! —clamó don Cipri—. ¡Ni la Petilona te ha doblegado!
—Ni la Petilona se ha doblegado —dijo Kongo, mientras acomodaba en un soplo las ropas a su cuerpo—. Estoy preparado para ascender en cuerpo y alma a los cielos cuando usted quiera.
El abuelo llegó a casa con el rostro demudado y exclamó: " ¡Ya está!" Y nos quedamos desinflados contemplando a Kongo hacer la maleta. En realidad, se limitó a meter en la cesta de pescar un par de mudas y una camisa, que no llegaron ni siquiera hasta la puerta, porque la tía Herminia se la arrebató de sus manos y la arrojó al fuego de troncos de peral.
—¡No nos tuerzas la vida, muchacho! —exclamó la tía Herminia, colocando su pandero frente a la lumbre—. Si Dios lo ha dispuesto así, hay que apechugar. Ya vendrán tiempos mejores.
Y Kongobaltza se quedó manso, sentado en la silla de la abuela, y el perro se tendió entre sus piernas y nadie podía pensar lo que estaba pasando en la cocina, porque la tía Herminia se puso a limpiar una chorta de puerros en la fregadera y el abuelo subió a su cuarto a cambiarse para llevar el ganado al abrevadero. Pero pasó. ¡Ya lo creo que pasó! Todo el mundo sabe lo que pasó. Vino en los periódicos y lo dijeron por la radio. Y todo por culpa de la locura senil de don Cipri, que la armó gorda desde el púlpito. El abuelo, cuando llegó a casa, sólo dijo: " ¡Ya está!" Y aquellas dos palabras resultaron suficientes para que comprendiéramos que el cabrito de él lo había soltado, pero no nos imaginamos, seguramente porque no queríamos imaginárnoslo cómo lo dijo. Lo supimos después. Don Cipri se vistió la casulla de las grandes solemnidades. Aunque no venía a cuento, se engalanó como en el día de la Virgen y ordenó a los monaguillos que encendieran las arañas y dieran lumbre a las velas de todos los altares. El día anterior (después todo se supo), él mismo anduvo colgado de los retablos sacando brillo a la calva de San Pedro con una bayeta y colocándole a Santa Lucía sus ojos en el centro de la bandeja que porta en su mano. Y ya, mucho antes de que la primera vieja madrugadora entrara en el templo, había quemado seis buenos cucharones de incienso para que la iglesia oliera a iglesia y no a los perfumes que se ponían las mujeres y a otras mundalidades. A los monaguillos les mandó ponerse las alas de ángel del día de Corpus y, antes de enviarlos hacia el altar, les dio una copita de vino de consagrar para que anduvieran airosos. Don Cipri celebraba las misas según la categoría del santo del día: en los laborables no le importaba comerse medio evangelio o pasar por alto el lavabo. Sin embargo, en los días soleados de la iglesia dejaba chiquitos a los príncipes de la curia vaticana. Ceremoniaba con tal solemnidad que raro era que no naciera alguna vocación religiosa entre los fieles. Don Cipri rondaba los ochenta y tenía la voz humilde que les queda a los viejos que ya están de vuelta de la vida. Realmente, su voz era bondadosa y él sabía contagiar emoción. ¡Y la contagió a raudales! ¡Mierda para él! Dijo que Dios había tocado al pueblo en alguna noche de trueno o en algún amanecer de rocío, cuando el tordo escarba en la basura buscando la lombriz. Que Dios en persona había visitado Getxo y que, en su afán de husmear los rincones, una lentejuela de su manto celestial, fúlgida y blanca como la cresta de una ola en alta mar, se le había desprendido, yendo a parar, ¡oh, milagro!, al caserío de Muruena, cayendo, precisamente, en las santas partes del negro de Muruena. Ni más ni menos, créamelo usted. Así mismo lo dijo. Y, más: señaló el firmamento con ambos brazos extendidos; y sus diez dedos, tiesos como las cañas de un cañaveral, parecían querer atravesar el cielorraso del templo y las tejas. Y todos vieron en las puntas de sus uñas el brillo de las estrellas. Con voz humilde, convenció a la feligresía para que la primera noche sin nubes atisbaran el techo del mundo para que descubrieran con sus propios ojos cuál era el lucero que faltaba en la bóveda celeste, porque, sin ninguna duda, Dios ya había repuesto en su manto la estrella que se había quedado prendida en el santificado sagrario de Kongobaltza. Y, desde entonces, falta una estrella en el cielo de Getxo. Porque Dios dispuso que el cielo se mostrara raso aquella misma noche para que la echáramos en falta. Y es una muy brillante que estaba al lado de Venus. El pueblo lloró y acudió a Muruena para recuperar con los ojos la estrella perdida del manto de Dios.
Kongobaltza comprendió que era imposible enfrentarse a todo el pueblo. Y dejó que las mujeres prendieran antorchas y los niños se sentaran en las primeras filas. Primero, lo hicieron los más chiquitos, luego, los mozalbetes y las mozas; las madres y los padres se colocaron detrás; muchos, subieron a los tejados de las tejavanas y a los manzanos, y los viejos daban codazos para acercarse a las primeras filas. Don Cipri se había traído a los monaguillos con alas de ángel y él mismo venía vestido de pontifical, con un cayado de obispo que le había quitado a la imagen de San Pedro. A Kongo lo sentaron en un sillón de mimbre, en medio del portal. Y Kongo se dejaba hacer y yo me alegré de que la tía Herminia y el abuelo se hubieran refugiado en el cuarto de la abuela y no pudieran ver aquel carnaval. El mismo don Cipri le bajó los pantalones con la misma pulcritud que utilizaba para correr la cortinilla del sagrario. Y todos lo vieron y cayeron de rodillas. Los viejos, con las bocas abiertas, las viejas, con los ojos desorbitados, ambos maldiciendo su edad por quedarles poco tiempo para contemplar el deleite. Las mujeres, con cara de lelas, los muchachos, con el pudor virginal a ras de piel, azorados por el imán de la visión; los niños, felices como en día de reyes; los hombres, los jóvenes, todos con el asombro reverente que siempre causaba el níveo rincón de Kongo. Y continuaron de rodillas hasta que Pura García, la mujer de los culos con ruido, se abrió paso hasta él y pidió a voces agua, jabón y estropajo. Los tuvo que coger ella misma de la cocina y ella misma se arrodilló ante las partes de Kongobaltza y enjabonó sus testículos y el pene con el vigor de un peón y los restregó con estropajo y los enjuagó con agua limpia y florecieron en su blancura espectacular. Y volvió a enjabonar, ahora no sus partes sino sus muslos y su vientre, por ver si la pintura estaba en el resto del cuerpo y el negro de Muruena era un engaño. Y restregó su piel con estropajo y enjuagó su cuerpo con agua limpia y no tuvo más remedio que exclamar:
—¡No hay trampa!
Y don Cipri clamó en su delirio arzobispal:
—Todos hemos pecado. Hemos arrastrado a este hombre a utilizar lo que Dios le dio para que lo conservara puro. El, Kongobaltza, nos abrirá las puertas del cielo. Es nuestro paladín. ¡Será el primer santo vasco! ¡San Kongobaltza Huevosblancos, virgen, ruega por nosotros!
Entonces salí yo de la cocina y me acerqué a Kongo. Le pasé una mano por los hombros y dije bien alto:
—No te sulfures, Kongo. El día menos pensado te busco una puta atea y te desflora hasta el corazón.
Y estalló una atronadora carcajada. Y le subieron a hombros entre cinco o seis hombrones y lo llevaron en procesión hasta el batzoki y aquella noche nadie se acostó porque no quedó más remedio que vaciar todas las existencias de detrás del mostrador. El pueblo así lo quiso para recibirle, de una vez por todas, en su sagrada comunidad.