Descubrí su vocación cuando le oí cantar a las conejas en celo. Se sentaba al crepúsculo en una torreta de ladrillos y recostaba su mejilla en la palma de su mano derecha. Entonces cantaba un susurro dulcísimo y melancólico en lengua de negros. Las gallinas dejaban de buscar gusanos en la tierra y estiraban sus pescuezos. Las conejas empinaban las orejas y cerraban los ojos en un gesto somnoliento. Era una melodía de color azul que olía a yerbas tiernas y tan caliente como los rayos de un sol tropical. Yo observaba el efecto de la canción desde detrás de las higueras. Las conejas sacudían las patitas delanteras y temblaban el pompón de su rabo pidiendo amor. Kongobaltza, sin dejar de modular sus solfas, abandonaba su sitial y rescataba a las hembras de su zozobra transportándolas a las jaulas de los machos para satisfacer su ansiedad. Al de un mes, las hembras parían hermosos gazapos, siempre número par y nunca menos de seis. El niño Kongo los bautizaba con agua y sal y les ponía nombres de reyes africanos, dioses domésticos, plantas exóticas y vicios de mujer. Era prodigiosa su memoria. Kongobaltza nunca ha repetido, dentro de una misma familia, el nombre de un santo o el de una flor. Además. siempre ha recordado los años de las madres, la retirada de la leche, el número de ascendientes y su peso en canal. Kongo, una vez por semana, amasijaba un revuelto de yerbas recolectadas en luna llena; repartía el potaje para el desayuno y los conejos se lo agradecían no muriéndose de epidemia. Sólo una vez la desgracia se coló en nuestro corral en forma de perro. El maldito animal hizo tal destrozo que el niño Kongo y yo nos pasamos toda una mañana enterrando cadáveres. Por la tarde, Kongobaltza condimentó un caldo de sabor exquisito, capaz de despoblar al mundo de chuchos. Al día siguiente, apareció por los alrededores una jauría de más de veinte perros con el hígado destrozado. El abuelo solía decir: “Este nieto es más sabio que el rey Salomón".
Un anochecer (en mi casa las pequeñas cosas suceden al anochecer) la abuela asió a Kongobaltza y lo sentó en sus rodillas.
—La tía Herminia te limpia las rodillas pero se olvida de tus orejas —y le metió en una de ellas una punta de su moquero enjuagado en saliva.
Me sentí feliz. También el abuelo se sintió feliz, porque comenzó a hablar hasta por los codos. El abuelo soltaba incongruencias tras incongruencias cuando el mundo caminaba sin tumbos. Kongobaltza se dejó hacer. Yo no sé si entonces ya el niño Kongo comprendió que con aquel gesto la abuela Luka lo había aceptado del todo dentro de su ser. Pero lo que hizo fue maravilloso. La abuela cantó una canción en euskera, sin dejarle escapar de su alda. A la segunda estrofa, el niño Kongo ya se había aprendido la letra y la melodía. Cuando la abuela terminó el canto, el niño Kongo, sin desmontar sus nalgas de las viejas ancas de la abuela, recostó su mejilla en la palma de la mano y, con un dulce susurro, metió en la cocina de Muruena los colores, olores y sabores de los manjares, plantas y animales del paraíso. La voz de mi primo era hermosa como un amanecer en alta mar o como un arco iris en invierno. Una vez me contó que en el hospicio de su niñez había una monjita vascongada. Me dijo que una noche le sacó del dormitorio y le llevó al borde del pozo, lejos de los muros del edificio de la misión. Mi primo Kongo, acostumbrado a aquellos raptos nocturnos a manos de las hermanitas, se bajó el pantalón del pijama y se puso frente a la luna para que le viera mejor sus partes blancas. La monjita le subió el pijama, le dio un montón de galletas y le rogó con los ojos brillantes que cantara. Y Kongobaltza cantó para ella toda la noche, y ella cantaba con él con una voz delgadita y tierna. "Me enseñó muchas canciones de aquí. Cuando la hermanita estaba en el planchador, me dejaba entrar y me sentaba encima de una mesa, al lado de un montón de blusas de niños. Y cantábamos las canciones que ella me enseñaba, y la hermanita lloraba por lo bajo. Ella no me sobaba las partes. Me decía que los milagros sólo los puede tocar Dios".
Kongobaltza nos acostumbró de pequeño a respetar sus gustos. El nunca hizo lo que no le apetecía. Estudiar Geografía conmigo y repartir cincuenta pelotas entre cuatro niños, jamás le llamó la atención. Su afición era cortar madera, terminar una ventana, alzar un muro de ladrillos, pintar una mesa, arreglar un grifo y andar por los rincones oliendo el tiempo. ¡Qué no ha hecho Kongo en Muruena! A los diez años, sólo uno después de su llegada, había pintado las paredes de su cuarto de verde limón. No dejó ni un resquicio sin emplastar. Los abuelos lo veían tan animado, que le dejaban hacer. Y la abuela no dijo esta boca es mía cuando descubrió, desde la raya de la melena hasta las heridas de los clavos de los pies, al Sagrado Corazón de encima del aparador pintado de verde.
—Parece un marciano —le dije a la abuela.
—Dios es de todos los colores —me respondió, segura como un papa.
Luego, meses después, vendría la ensalada rusa: la primavera de los fondos marinos, la borrachera clorofílica de un jardín, los cielos de los cinco continentes a la hora del amanecer, la eclosión de mil tintas mezcladas con rabia, la locura del niño Kongo pintando y repintando las paredes, techos, suelos, muebles, con los botes de pintura que le compraba la tía Herminia después de repartir la leche. Todo terminó un día en que el abuelo descubrió una silla con el respaldo del color de la enseña nacional. No le había importado encontrar, en un amanecer, a las siete vacas con las ubres azules, los cuernos rosas y los rabos lilas: en aquella ocasión sólo dijo a la abuela:
—Dale a tu nieto trapos viejos. Si sacamos a las vacas a pastar de esa facha, vendrá don Cipri con el hisopo y quién sabe si hasta la Guardia Civil.
Pero cuando descubrió la silla amarilla, no habló. Aparejó a la burra Adelaida y se marchó sin desayunar. Regresó dos horas después con un galón de aguarrás y dos cubos de cal viva.
—Se acabó el colorín —dijo, y se puso a limpiar los muebles y a encalar las paredes. Desde entonces lo hace dos veces al año y el mundo de mi primo Kongo permanece intacto, cubierto con el papel de fumar de la cal de la pared.
El abuelo, antes de descubrir la silla amarilla, invitaba a los visitantes a pasar dentro de casa a que admiraran la destreza de su nieto y demostrar al mundo que los colores no echaban nada de menos al color amarillo.
—Mientras no me haga la judiada de pintarme algo del color de los maketos, yo le dejo hacer —decía con la baba afuera.
El niño Kongo anduvo una temporada con las manos en los bolsillos, sin saber en qué matar el tiempo. Hasta que se le ocurrió construir un retrete nuevo. Nos dio tanto la murga, que una mañana, al filo del mediodía, la tía Herminia apareció en la curva del camino con una cazuela de primera mano sobre el lomo de la burra Adelaida. Kongobaltza, sin ayuda de nadie, cimentó una plataforma de hormigón en terrenos de la cuadra, construyó una carcava en cuesta hasta el pozo de los orines de las vacas y levantó dos tabiques contra el ángulo natural, rematándolos con una puerta pintada de rojo y un cartel multicolor que decía: EXCUSADO. Lo inauguró la abuela un primer viernes de mes, y salió risueña. En la comida dijo, muy solemne, que su nieto era el primer miembro de la familia que hacía algo positivo para curarle el flato.
—Es como hacerlo sentada en la silla de la cocina.
El abuelo no utilizó nunca la cazuela de Kongobaltza. Argumentaba que ya era demasiado viejo para acostumbrar a sus intestinos a una postura diferente. Pero lo mostraba con orgullo a todos los visitantes. Días después, fui enterado por el propio tabernero de que el tío Sabino dijo, sin retirar los codos del mostrador de la taberna, que Kongobaltza había construido en casa un cagadero de chalé. El niño Kongo contaba entonces diez años. No es de extrañar que, cinco más tarde, poseyéramos en Muruena el cuarto de baño más sofisticado del pueblo, con bañera de matrimonio, bidet de chorros ocultos que hacían gritar a la tía Herminia estrafalariamente, con siete temperaturas de agua y una cazoleta con respaldo virreinal, posacodos de barbero y un redoble de tamboril conectado a un altavoz que repicaba en los momentos culminantes. Kongo fue siempre un niño muy casero. No sentía curiosidad por lo que pudiera pasar más allá de la curva del camino.
Cuando el niño Kongo cumplió once años, la abuela se cambió de delantal y fue a la escuela a hablar con el maestro nuevo. Por la tarde, envió a la tía Herminia a la papelería por cuadernos y una caja de lapiceros de colores. Al día siguiente, la abuela llevó al niño Kongo a la escuela y esperó en la fila de niños la llegada del maestro. Regresó a casa con el ánimo muerto. Se sentó en el portal, frente al abuelo, y le dijo en un suspiro:
—El maestro ha puesto la mano en el hombro del niño y luego se ha restregado la mano en la pernera del pantalón. Yo lo he visto.
—Ya se acostumbrará —dijo el abuelo.
El niño Kongo nos dijo por la noche que él no quería volver a la escuela porque el maestro pegaba con una rama de mimbre y porque los niños se reían de su cara.
—El maestro es más listo que tú y sabe lo que debe hacer para abrirte el melón —dijo la abuela con tristeza.
Pero comenzó el viacrucis para la abuela, porque el niño Kongo salía de casa pero no llegaba a la escuela. La abuela comenzó a llevarle personalmente y se lo entregaba al maestro con mil recomendaciones. Durante el recreo, o al menor descuido del maestro, el niño Kongo hacía mutis y regresaba a casa como un perro apaleado. Cierto día, descubrimos que muchas mañanas el tío Sabino se presentaba en la escuela nada más cantar el Caralsol y se lo llevaba a pescar. El día en que la abuela escuchó aquella revelación del propio educador, entró en la cocina con la fuerza del viento sur y consoló su espíritu en las espaldas del tío Sabino, que recibieron más de cien puñadas, escuchó doscientos improperios y olió la rabia de la abuela a través de sus mil suspiros distintos. Pero cuando la abuela cansó sus músculos y derrumbó su cuerpo en su sillita con la pechuga al aire y el moño desquiciado, le llegó la voz del tío Sabino:
—A él no le toca ni Dios.
No hizo falta que el tío Sabino no nos aclarara que quien no debía tocar al niño era el maestro. Quizá por eso la abuela no protestó. Creo que también comprendimos todos que el tío Sabino seguiría llevando al niño Kongo a pescar a la ribera, a coger nidos de tordos, a pesar de todas las recriminaciones de la abuela. Y así fue. A partir de entonces, el niño Kongo sólo asistía a la escuela cuando la abuela se lo rogaba con lágrimas en los ojos o cuando no tenía más remedio que hacerse la enferma para que creyera que la causa de su enfermedad era su intransigencia. Entonces, el niño Kongo asistía a clase durante una semana seguida, pero, a la siguiente, lo veíamos enredar por las cercanías. No tuve más remedio que recomenzar mis sentadas en la sala, después del rosario, para intentar desasnar un celemín a Kongobaltza. Lo vine haciendo hasta que nos sorprendió con la construcción del retrete de lujo. Pensé entonces que si era capaz de trasladar el palacio de Oriente a Muruena, maldita la falta que le hacían las listas de reyes, papas, ríos, lagos y montes. Contaba quince años cuando le dicté el último ejercicio de ortografía, y si entonces escribió tambor con uve, hoy seguirá escribiéndolo igual. Pero, a cambio, Muruena llama la atención de los veraneantes: las tejas están revocadas con cemento, una a una; sus viejos muros han sufrido la firme caricia de la piqueta; sus piedras han sido afianzadas con amor: el portalón parece un portal de Belén, con faroles y un banco de jardín pintado de verde y losas de brillo en el suelo. Y su interior en nada envidia a un hotel de cinco estrellas. Excepto la cocina. La abuela no permitió que el niño Kongo le cambiara de lugar los pucheros. Y aunque en el rincón de la fregadera duerme una cocina de gas, que un día Kongo trajo en la carretilla y la abuela le dejó que le mostrara su funcionamiento, no se ha utilizado nunca, porque la abuela razonó diciendo que las llamas de un fuego enlatado eran incapaces de calentar sus huesos. La abuela reinó en la cocina hasta que se le acabó el aliento.
Desde la llegada de Kongobaltza a Muruena, el tío Sabino andaba más metido en casa. Permanecía más tiempo sentado en la cocina, escuchaba las conversaciones y, sobre todo, cuando Kongobaltza cantaba, cerraba los ojos y se quedaba como un muerto: las venitas vinosas de su rostro palidecían y las arrugas de su frente se estiraban. A veces, sonreía inconscientemente. También ayudaba en la edificación de la granja. El tío Sabino es un hábil peón. Y, por lo general, no se notaba su presencia. Se movía a nuestro alrededor enterándose de nuestros planes. A menudo, si oía que había que desescombrar un piso o limpiar algún rincón, lo hacía gustoso sin previo aviso. En aquellas ocasiones, trabajaba duro, con frecuencia al amanecer o de noche, al regreso de la taberna. Al día siguiente, cuando el niño Kongo y yo descubríamos su labor, le veíamos a cierta distancia, como un simple vecino merodeando. Una vez, el niño Kongo y yo hablamos de derribar un tabique. El tío Sabino cogió nuestra conversación al vuelo. Por la tarde, mientras Kongo y yo tratábamos de ponernos de acuerdo en la sala sobre si alguien que ganaba cien pesetas en siete días, en veintidós ganaría equis, el tío Sabino derribó el muro, pero no el que creíamos que molestaba. Kongo se enfadó mucho, le entró una terrible rabieta y llamó tonto y papanatas al tío. El pobre hombre anduvo a vueltas el resto de la tarde, sin saber en dónde poner los pies, porque hasta la abuela Luka puso su granito de arena en la bronca. Dijo, después de rezar el rosario, que el tío Sabino nunca había hecho una cosa a derechas. Y él, ¡Dios!, aquella noche no se acostó, ni siquiera fue a la taberna después de cenar. Pasó toda la noche levantando el muro que había derribado por equivocación. Y lo dejó todo tan limpio que parecía la patena de don Cipri en el día de la fiesta del pueblo. Cuando Kongobaltza y yo, a la mañana siguiente, contemplamos asombrados su trabajo, él ya había desaparecido, vaya usted a saber dónde, sin dejar rastro. No quiso estar presente para ver nuestras caras de bobos, ni siquiera para escuchar la frase de la abuela, después de que el niño Kongo la sacara de la cocina arrastrándola de una mano. Quedó silenciosa junto a la pared y movió el moño de un lado a otro:
—En el fondo, Sabino es más tonto que un santo. Bueno como el pan.
Y, sin embargo, al mediodía, cuando él regresó a casa con un balde lleno de pulpos de la ribera, la abuela le sopló en las narices que las vacas no habían aprendido a comer pulpos; que ellas se morían por la yerba fresca del prado que estaba sin cortar. La abuela tenía la habilidad de romper los momentos hermosos.
Y, ahora, escúcheme con atención: Yo creo que si Amalio Petilón no hubiera traído a sus doce hijas a la comida que dio la abuela el día de la inauguración de nuestra granja, Kongobaltza se habría tenido que conformar con la opaca suerte de ser solamente el negro de Muruena, que era algo así como sustentar la canción de criado o, al menos, de advenedizo. Por muchas vueltas que le demos al asunto, la piel de Kongo representaba un obstáculo para las gentes del pueblo. Pero sucedió que la hija pequeña de Amalio Petilón, llamada Mara la Petilona, se prendó sin remisión del niño Kongo y el niño Kongo empezó a soñar con los cabellos pálidos y la piel lechosa y la voz de cristal de Mara la Petilona.
La familia de los Petilones siempre ha dado miembros sobresalientes, siquiera originales. Cada vez que voy al cementerio, no tengo más remedio que pararme, al menos unos segundos, ante las treinta y tantas lápidas que se conservan del centenar y pico que esculpió Pablo Petilón, padre de Amalio Petilón, el que disparó la última perdigonada en la Batalla de Artxanda, el amigo de los abuelos y nieto de León Petilón, el bombillero, un ilustrado que trajo la primera bombilla eléctrica a Getxo, aquel famoso que le ganó un novillo a Perico Alday en la Plaza de San Nikolás ante más de mil bocas abiertas por el asombro de ver iluminarse, sin fuego, un frasquito de cristal. Pablo Petilón fue cantero fino, capaz de transformar la arenisca en piel de infante real, de dejar el mármol como los iris de los inocentes, de bruñir el granito hasta convertirlo en vidrio, y, sobre todo, de bordar los nombres de los difuntos en las lápidas de las sepulturas con letras capitulares. Sin embargo, Pablo Petilón no sabía leer (la abuela solía contar una vez al año esta historia). Su padre anduvo demasiado ocupado mostrando el milagro del siglo, convenciendo de su utilidad al Concejo de Getxo, consiguiendo la suplantación de las farolas de gas por las eléctricas, hasta que le nombraron Bombillero Municipal de por vida. Con tanto trajín eléctrico no sacó tiempo para enseñar a su hijo a juntar las letras. Sólo le acostumbró a escuchar sus ideas de loco y, en las largas noches de invierno, con voz monocorde le leía el periódico de cabo a rabo a la luz de una bombilla que él mismo había fabricado. Pablo Petilón se acostumbró de tal forma al sonsonete de las noticias que cuando alcanzó la edad de contraer matrimonio iba a las romerías con el diario en el bolsillo y, en vez de pedir baile a las mozas, les rogaba con tono meloso que le leyeran las páginas de internacional. Encontró al mirlo de oro encima de una mesa de taberna leyendo un panfleto socialista en época de elecciones. Se llamaba Mara Mata y se casaron en el convento viejo de los Trinitarios, antes del incendio. Tuvieron un hijo, Amalio Petilón, el que disparó el último cartucho en la Batalla de Artxanda. Fue Mara Mata la que cuidó que las letras de las sepulturas fueran esculpidas por Pablo Petilón en los lugares precisos del patronímico del difunto. Para ello, recortaba las letras mayúsculas de los titulares de "El Liberal" y componía el nombre del muerto pegándolas con engrudo en el cartón de una tapa de caja de zapatos.
Amalio Petilón bautizó a su última hija con el nombre de su madre. El pueblo le llama Mara la Petilona y la abuela decía que ambas se parecían como una gota de leche a otra gota de leche de la misma ubre. Mara la Petilona era una niña de apenas catorce años con unos ojos fisgones que taladraban hasta el metal. Al parirla, su madre contaba cuarenta y ocho años y su padre acababa de cumplir sesenta. Pero la educaron como si fuera su primera hija y ellos tuvieran toda una vida por delante. Mara la Petilona era hermosa como una bella durmiente despierta, que calmaba con sólo su presencia las tempestades provocadas por las riñas de sus once hermanas, aplacaba las zozobras seniles de su padre y sabía consolar a su madre diciéndole que todavía era una mujer hermosa.
Yo les vi cogerse de las manos un atardecer, bajo los manzanos que plantó el abuelo "cuando aún no había hecho la primera comunión", recorriendo el prado de tronco a tronco, manoseando las cortezas de los árboles con las manos libres, sin soltarse del amarre de las otras manos, entrelazadas dedo a dedo, formando un circuito de árbolcuerposárbol, sin hablar. Yo me quedé dentro de la nave de las gallinas contemplando con arrobo la escena, convencido de que era testigo excepcional de algo tan íntimo como el origen de un río que surge por primera vez del vientre de la tierra, porque del exterior me llegaba el olor de las yerbas de verano y de las manzanas maduras y la niña Mara y el niño Kongo dejaron de rasparse las palmas en la piel rugosa de los manzanos y electrocutaron sus cuerpos al casar sus manos libres y formar un circuito mortal que los dejó sin aliento y los derribó sin compasión a la tierra caliente de agosto. Muertos de amor, permanecieron fundidos en un abrazo sobrenatural que atascó la brisa y el tiempo. pues quedaron inánimes hasta que el manzano se desprendió de una manzana que fue a parar a la cabezota de Kongobaltza, despertándole de su siesta. Mara la Petilona dejó libre su risa cantarina mientras Kongobaltza daba puntapiés y cabezazos al tronco del árbol, insultándole con tacos aprendidos del abuelo. El niño Kongo se transformó en un farsante de feria que payaseaba su cuerpo contorsionándolo, estirándolo, arrugándolo, según iba aumentando la risa de hada de Mara la Petilona. Les cansó de jugar la voz de la tía Herminia llamándoles con gorgoritos desde el borde del maizal. "Ella también les ha estado observando", pensé. Y acerté de pleno. La tía Herminia esperó, paciente, a que se aproximaran, y cuando los tuvo a la distancia de un paso, les disparó la perdigonada:
—¡Cochinos!
Mara la Petilona no se movió. A lo más, un ligerísimo rubor cubría su rostro. Pero Kongobaltza apretó los dientes y le dijo a la pobre tía Herminia:
—Si cuentas a la abuela lo más mínimo, yo también le contaré que me metías en tu cama y te sacabas las tetas para que te las tocara.
—¡Sinvergüenza! ¡Asqueroso! —bramó la tía Herminia, sofocada por la respuesta de Kongo.
A la tía Herminia le salieron los colores y la nariz se le amorató con un color cercano al de la muerte. Adiviné que su lengua ya no le serviría para mucho, pues los dientes estarían bailándole en un amasijo de nervios. Me entristeció la irresponsable crueldad de Kongobaltza. Para amansar a la tía Herminia no era necesario recordarle sus dormidas de ensueño. Seguramente, si aquel secreto se lo hubiera contado a solas, nada habría ocurrido. Todo lo más, un par de minutos de insultos a Kongo, y se terminó. Pero la presencia de Mara la Petilona le hundió al fondo de los abismos con las imágenes de las once hermanas y de la madre de Mara comentando la revelación del año: que Herminia la de Muruena le mete a Kongobaltza en su cama para que le toque las tetas. ¡Mi pobre tía Herminia! Sentí el impulso de salir de mi escondite para hacer regresar las aguas a su cauce. Me contuve a tiempo. Mara tomó entre sus manos las manos de palo de la tía Herminia, que las tenía oxidadas a la altura del esternón.
—Kongo y yo no hacíamos nada malo. Sólo jugábamos. Kongo y yo nos apreciamos. Y, cuando dos personas se aprecian, sienten la necesidad de rozar sus pieles y de palpar sus huesos. Creo que esa es la verdad.
—Mara y yo vamos a ser novios —dijo Kongo con dulzura.
El rostro de la tía Herminia se descongestionó lo suficiente para poder respirar por los agujeros de las narices. Un minuto después pudo hablar para mostrar su asombro.
—¡Pero si sois unos niños! Los noviazgos con fundamento comienzan después del servicio militar.
No pude aguantar la risa. La tía Herminia había cogido las riendas del asunto con su voz de pontificar.
—¡No se te ocurra decir nada a los abuelos! —dijo Kongobaltza.
Si la abuela se entera de que andáis abrazados debajo de los manzanos, te amarra con las cadenas del toro al machón del portal. Y el abuelo talaría los árboles con su hacha de leñador. Pero si lo dejáis en mis manos todo se arreglará.
La tía Herminia se hizo cargo del secreto de Kongobaltza. Consiguió de Amalio Petilón permiso para que su hija Mara viniera tres veces por semana a Muruena a aprender a coser con ella. Mara llegaba con la labor dentro de un cestillo y Kongo la esperaba debajo de las higueras (de las dos que se divisaban desde el portal de casa). La tía Herminia se sentía dichosa de que la pareja guardara las formas sin levantar ninguna sospecha. Sólo los jueves les dejaba ir bajo los manzanos. Ella les acompañaba. Yo, que conocía la costumbre, me encerraba en el gallinero cinco minutos antes. Llegaban cogidos de las manos. La tía Herminia caminaba diez metros detrás de ellos, vigilándoles el paso. Luego, despejaban sus cuerpos de la vista de la tía Herminia tras el tronco del manzano grande y se abrazaban mientras duraba el ángelus en la campana de la parroquia. Era lo pactado con la tía Herminia.
—Mientras estés en casa, el demonio tentador no se te aparecerá —le escuché decir un día a la tía Herminia—. Si lo hace, ya me encargaré yo de echarlo por la chimenea a escobazos.
Kongobaltza lo comprendió bastante bien, pero no del todo. Desde el principio supo que la atracción que sentía por Mara la Petilona no se satisfacía con el abrazo del ángelus de los jueves por las tardes. Sentía debajo de su vientre un cosquilleo inaudito que le enervaba todos los milímetros de su piel abriéndole sus poros para dejar pasar por sus rendijas los néctares hechizantes de mil pócimas diferentes.
¡Dios, Mara! le dijo un atardecer sin sol , es que cuando terminan de tocar las campanas me entran ganas de llorar. Y cuando tú te vas por el camino, corro como un loco, llorando sin parar, porque, si no, me moriría de lo desgraciado que soy. Es como si tuviera una sed de muerte y me acercaran un cucharón con agua fresca, de la que sale del manantial, de la que te rompe los dientes en agosto, y en el instante de sentir el frío del cazo a un centímetro de tus labios, la campana de la iglesia o la voz de la tía Herminia lo hiciera añicos…
Se lo dijo a gritos, con palabras atropelladas, y luego echó a correr sin hacer caso de la tía Herminia, que le llamaba al orden rompiéndose la garganta. Kongobaltza apareció al final del crepúsculo con la camisa pegada al cuerpo y los ojos irritados de llorar. Se sentó en las tablas de una carretilla y se puso a cantar como cuando era niño. Su canción siguió inundando la nave de las conejas a pesar de mi presencia. En otras ocasiones, Kongobaltza se volvía pudoroso y separaba la palma de su mano de la mejilla, quedando en silencio. Yo proseguí con mi trabajo de revistar los nidales de las conejas recién paridas, sin delatar mi extrañeza por su comportamiento. La canción era melancólica y decadente, con notas largas y escasas. Cuando finalizó, me senté a su lado. Lo hice maquinalmente. Creo que se lo dije sin mirarle:
—Yo fuí a putas un domingo por la mañana, cuando los abuelos estaban en misa.
Kongobaltza se volvió a mí con los ojos llenos de lágrimas. Eran de pudor.
—¿Putas? —preguntó, balbuciente, por decir algo.
—Es una solución. Mara la Petilona te lo agradecerá algún día. Aunque es mejor que no se lo cuentes.
—¿Putas? —volvió a preguntar, secándose las lágrimas con el puño de la camisa. Y sonrió. Y yo también lo hice. Y, al punto, nos echamos a reír sin freno.
Cuando Kongobaltza salió del baño arzobispal que él mismo había construido, los abuelos y la tía Herminia ya estaban en misa. Nosotros, la noche anterior, les habíamos dicho que íbamos a la matinal de un cine. Para ello, no nos quedó más remedio que madrugar e ir a misa de siete. Kongo había tardado más de una hora en arreglarse, lustrar los zapatos de cordones que le regalara la tía Herminia, alisar la marejadilla de sus rizos por detrás de las orejas, armarse una onda a modo de tupé. Incluso, se había afeitado con la maquinilla del abuelo el vello ralo que asomaba sobre el labio superior y bajo las patillas. Parecía un dandy de opereta americana presto a bailar claqué. Se estiró el pantalón y alisó la raya tomando como referencia la punta de sus zapatos.
—¿Listo? —preguntó, mientras se sacaba una pizca la punta del pañuelo del bolsillo de la chaqueta.
—¿Cuando tú quieras —¿dije.
Dos días antes, Kongobaltza me había pedido que le acompañara a elegir puta. Apareció en el cuarto de las incubadoras a la hora de cambiar los huevos. Traía en sus ojos el fulgor de las grandes decisiones. Sin pronunciar palabra, se quitó la camisa y la dejó sobre las bandejas, sacó el clavillo del agujero de la correa y deslizó el cinto por la hebilla, se bajó los pantalones junto con los calzoncillos y me obligó con un gesto inequívoco a que dirigiera mi mirada a sus testículos. No pude dejar de recordar las mediciones infantiles de nuestras chorras en la cueva del acantilado. El níveo rincón de Kongobaltza —en donde dormían la siesta de los desesperados las indubitables pelotas de la familia y un pene con la cresta caída— continuaba tan singular como cuando la tía Herminia lo descubrió encima de la fregadera de la cocina. Pero, ahora (permítame usted que se lo detalle), adornaba la blancura de su pelvis un hermoso nacimiento de hilillos ensortijados, cortos y del color de la miel, que retenía la vista sin remedio. Era, sin duda, el mestizaje más original del universo: el cuerpo de Kongobaltza era la más perfecta representación de belleza masculina, fabricado con retales de piel de diferente hornada. Su cabellera era negra como el azabache, sembrada de culillos de caracol; la piel de su rostro, un poco menos negra que sus cabellos, moldeaba las facciones delicadas de algún familiar del abuelo que había pasado al recuerdo tradicional de la familia como hombre atractivo; el cuello, bien torneado, apareaba su cabeza con un cuerpo de complexión vigorosa que se extendía hasta sus extremidades, no sin antes pasar por un pecho perfectamente plano de un color de café con leche bien cargado de café. Y allí donde se juntaban sus muslos con el tronco, aparecía el retazo de blancura deslumbrante sombreado por hilillos de rayos de sol.
—¿Qué crees que dirá la puta cuando me vea en pelotas? —me preguntó Kongobaltza con la mirada colgada de mis ojos.
—Que le adelantes la pasta —dije, arrojándole su camisa al rostro—. Las putas no dicen nada. Si le coges de buena vena, a lo mejor te cuenta su vida. Pero estate bien seguro de que jamás le habrá montado un tío más original que tú.
—Quiero que me acompañes a elegirla —dijo, antes de empezar a vestirse.
—Es mejor hacerlo solo. Todos tenemos distintos gustos.
—No es eso. Es que yo no me atrevo a ir solo. No he estado nunca.
—Ya lo sé. Pero ello no es ningún impedimento para ir solo.
—Da más emoción. Los pecados con las putas deben de hacerse en secreto.
—Pero esta vez tú sabes que voy a ir. Acompáñame. Tú verás.
Y quedamos para aquel domingo en que Kongobaltza, ya en el tren, me preguntó que cuánto le cobraría y si tenía que tratarle de usted. No le respondí, por no levantar sospechas. El vagón iba casi vacío, pero justo a nuestros flancos se sentaban dos chismosas del pueblo que no nos quitaban ojo. Le hablé de lo que veíamos por la ventanilla: "Mira qué barco con dos chimeneas" o "Están sacando una colada de hierro en Altos Hornos". Recordé que el abuelo me decía las mismas cosas cuando me llevaba a ver al Athleti, los domingos. El niño Kongo era un palmo más alto que yo. Caminaba a mi diestra con las manos en los bolsillos del pantalón, por el lado de los escaparates de los comercios, contemplándose de soslayo el tupé y la raya del pantalón. A cada diez pasos, me tiraba de la chaqueta y me preguntaba si aún faltaba mucho para llegar a la calle de las putas. Cruzamos la Ría por el puente de la Merced y subimos hacia la calle San Francisco, por Hernani. Torcimos hacia el puente de Cantalojas y tomamos por la calle Cortes desde la plazuela del doctor Fleming. Estaba desierta. Serían las once y sólo alguna que otra puta vieja venía de misa con mantilla y misal. Kongobaltza libraba sus zapatos de cordón esquivando las huellas que el sábado había dejado en el asfalto: vomitonas, vidrios rotos, papeles y suciedad por doquier.
—No me gusta —me dijo, parándose en seco.
—Si nos vamos ahora estamos en la misma vaina.
—Creí que era otra cosa.
—Y lo es. Por las noches, todas esas bombillas se iluminan de colorines, las furcias salen a las puertas de los bares y te guiñan los ojos. La música llena de jolgorio el aire… pero entonces la abuela Luka nos haría demasiadas preguntas. El domingo por la mañana es el mejor día para desvirgarse sin levantar sospechas en casa.
—Pero ni siquiera hay dónde elegir.
—No te preocupes. Las casas de los alrededores están preñadas de mujeres con ganas de meterse cuatro duros en el bolso fuera de horas de trabajo. Así no cotizan al chulo. Yo conozco un nido en donde vive media docena de picaronas doctoradas en delicias —le dije, dándole un codazo—. Hay una que se llama Ramona y que conoce su oficio mejor que el tío Sabino pescar pulpos. Tiene la desgracia de que, a menudo, se enamora de los hombres y a la postre anda arruinada porque su ética no le permite cobrarles. Es una puta con vocación. Me contó hace tiempo que cuando su madre le preguntó qué quería ser de mayor, ella le respondió, muy convencida, que cortesana. Eso sí, lo dijo sin saber muy bien lo que significaba. Pero lo había leído en la Biblia y en un libro de reyes y reinas en el que había cortesanas. No quiso defraudar a la familia. Es desprendida en el amor y lo primero que te aconsejará es que si estás enamorado de alguna mujer, que cierres los ojos y pienses en ella… y su cuerpo tomará la forma de quien desees y su aliento será el de ella y las caricias te parecerán que bajan de las nubes… Ramona me desvirgó a mí, pero por su cuerpo no pasan los años.
—Es como la puta de la familia —me sorprendió diciéndome Kongobaltza.
—Tú verás —le dije—. Es lo único que conozco a las once de la mañana.
—Es que se me han quitado las ganas.
—Entonces iremos de verdad a la matinal —dije, mirando la hora. Dimos media vuelta y desanduvimos lo andado. Dejábamos la calle Cortes cuando Kongobaltza me tiró de la chaqueta. —Volvamos.
No hice comentario. Algunos garitos comenzaban a levantar las persianas y a barrer las inmundicias. Surgieron los barrenderos por la curva de la calle con sus escobones de brezo. Una putita estilizada salió de un portal y se santiguó mirando al cielo. Luego posó sus ojos adormilados en el rostro de Kongo y le piropeó al pasar a su lado, muy bajito:
—¡Qué negrito más reguapo, Virgencita!
Kongobaltza se ruborizó y no supo qué hacer con las piezas de su cuerpo. Al de unos segundos soltó una risotada de insustancial. Trepamos por la escalera que nos llevaba al callejón de arriba. Empujé la puerta del portal y subimos los tres pisos por una escalera asfaltada de serrín. Olía a rincón y a cocido de garbanzos. A la altura del segundo piso nos cruzamos con un matrimonio endomingado. Nos arrimamos a la pared para dejarle pasar y no respondió a nuestro saludo. Cuando llegaron al piso de abajo, oímos decir a la mujer:
—¡Es una vergüenza! ¡El día menos pensado los del tercero reciben a monos! ¡Un negro! En mis tiempos…
—Creí que esa señora no era una zorra —dijo Kongobaltza lo suficientemente alto para que le oyera.
—¡La puta de tu madre! —nos llegó la voz de la señora endomingada ya desde los bajos.
El piso tenía timbre de dingdong, importado de Londres. Nos abrió una mujer vieja con pinta de fulana, pero que nunca lo había sido porque se le pasó la vida sin decidirse a engañar a su marido, que en gloria estaba. Se había quedado viuda en la guerra del Gurugú y no tuvo más remedio que salir de casa para ganarse la vida: "Puta o criada", se preguntó sentada en la maleta, en el andén de la estación de Abando, cuando llegó del pueblo. La respuesta se la dio de inmediato un hombrecillo con sombrero de alas, un sello de aluminio en el meñique y voz de comprensión. "Si buscas trabajo digno, mi casa, la mejor". Y ella le siguió como una cordera hasta aquel mismo edificio, hacía Dios sabe las décadas. Aunque lavo todas las noches la oportunidad de ascender, se quedó de criada. Desestimaba a los hombres con una frase de remordimiento:
"¡Qué va a pensar mi marido!" Sin embargo, siempre utilizó los afeites de las cortesanas, sus vestidos llamativos y su ropa interior. Y no le importaba que las mujeres cuchicheasen cuando iba al mercado, ni que los colegiales la insultaran con palabras lascivas, porque sabía defenderse con frases de profesional. La madama (las pupilas la llamaban así para darse tono) se santiguó sin disimulo ante la piel de mi primo y, al reconocerme, nos introdujo al pasillo y de allí a una salita, no sin repetirme machaconamente que las nenas estaban con Orfeo y que si leíamos revistas durante la espera pasáramos las hojas con delicadeza para no despertarlas. Pero no tardó en llegar Ramona con salto de cama negro y tres crisantemos amarillos bordados en la espalda. Aunque se había dado colorete, todavía portaba en su piel el calor de la cama. Me besó de pasada, como una pariente lejana y peinó los rizos de Kongo con las púas de sus manos.
—Es que no tenemos libre otro momento —le dije, para disculpar la hora—. Yo, mientras, leeré. Y si tardáis, a lo mejor me salgo a dar un paseo.
—Eres guapo como un querube, hombrón —le dijo a Kongo—. Me gustan los exóticos.
—Trátale con cariño —le recomendé, guiñándole un ojo—. Está enamorado.
—El color me rejuvenece la piel. Al último colorín al que hice feliz era japonés. Parecía un limón sin arrugas. Y esos, de amor, saben más que la de Magdala. Lo desinflé.
Se fueron de la mano por el alfombrado corredor. Primera, segunda, tercera puerta y el cerrojo. Me acomodé en los cojines del sofá con un vademecum en las rodillas y con la conciencia revuelta. Aunque soy de talante liberal, algunas veces me asusto de mis decisiones. Sencillamente, me sentí ridículo haciendo de Celestina de pago, provocador de desvirgamientos y otras sandeces. Razoné que aquel paso, si lo deseaba, tenía que haberlo dado él solo. Pero me tranquilicé pensando que Kongobaltza jamás se habría atrevido, ni siquiera a venir solo a la capital, porque le asustaba la mirada de las gentes y temía perderse entre los edificios. "Su mundo está en Getxo, en Muruena", pensé. La madama me trajo café con un bollo y se sentó a mi lado para volverme a narrar la historia de su vida.
—Se la cuento porque usted es un caballero. La educación huele más que el café tostado.
Pero no le dio tiempo ni de llegar a la muerte de su marido en la batalla del Gurugú, porque de pronto entró Ramona con el rostro encendido.
—¡Dios, tú! —exclamó con voz ronca, la voz sepulcral que pueden poner los iluminados—. ¡No me trastornes la vida! Estas traiciones, matan, condenado.
—¿Es que no se atreve? —pregunté, sin entender nada.
—¡Lo tiene tan bonito! No seré yo quien se lo estropee. Sería como meter la mano en un sagrario sin ser cura. Me he puesto a llorar como una tonta al ver una cosa tan preciosa. ¿Pero no sabes lo que me has traído entre manos, hijo de mi vida? —me preguntó, abriendo mucho los ojos.
—Ese es su problema, precisamente.
—Con esa gracia divina entre las piernas, la mujer que le desflore tiene que ser muy puta. Yo quiero morir tranquila, que Dios castiga sin palo. ¡Milagroso, tú, milagroso!
—Pero, mujer —dije, procurando adivinar si las palabras de Ramona iban en serio—, cierra los ojos. No le hagas esa faena al chico. Que me lo puedes traumatizar…
—Llévatelo —dijo, con la voz traspuesta—. Llévatelo, antes de que cometa una locura. Salid sin que le vuelva a ver. Está en mi cuarto. Llévatelo sin que le vea otra vez y me arrepienta. Es demasiado bonito para mí.
Ramona me empujó pasillo adelante. Sólo cuando se convenció de que yo caminaba sin su ayuda, desapareció tras la puerta del cuarto de aseo. Kongobaltza estaba en medio de la habitación, en medio de la alfombra, en medio de la luna del armario, con cara de palurdo. Su expresión era tan de perro apaleado y sus músculos estaban tan sin vida, que no me quedó más remedio que comenzar a vestirle como si fuera un monigote. Lo saqué a rastras de la casa, de la mano. Sólo después de caminar diez minutos por las callejuelas de los alrededores, exclamó, parándose en seco:
—¡Mierda!
Y se puso a tararear una de sus canciones africanas, que le duró cuatro días y cuatro noches.
La abuela me preguntaba a cada segundo si en la matinal del domingo habían hecho juegos malabares, pues desde entonces Kongobaltza pareció como hechizado. Hasta el tío Sabino salió de sus días de silencio.
—Ese anda raro —me dijo, llevándose el dedo meñique a su sien.
—Ya se le pasará —le respondí—. Es la luna.
Es verdad que estuve a punto de contarle lo que le había pasado con la puta Ramona, pero me callé a tiempo. Posiblemente, lo habría entendido mal. Y era muy capaz de ir en su busca y traerla a Muruena para complacer a Kongo.
Kongobaltza dejó de cantar el jueves por la tarde, a la hora del ángelus. Mara la Petilona le curó con su abrazo casto debajo de los manzanos.
Ella hará lo mismo que la puta Ramona —me dijo en aquel anochecer, cuando la oscuridad comenzaba a borrar los rostros—. Soy como un apestado. Sólo sirvo para ser expuesto en un circo, junto a enanos, hombres cobra, mujeres barbudas y terneros de dos cabezas.
—Ella será feliz —dije, por decir algo.
—¡Qué buena estaba, Dios! Se tendió en la cama, completamente desnuda, y me hacía gestos zalameros para que me acercara. Parecía una reina. Más: ¡una emperatriz! Cuando me vio todo desnudo, yo seguí la marcha de sus ojos con temor. Y echó una carcajada que me heló la sangre. Se me borró la memoria. Sólo podía entender que me pedía cosas imposibles. Me dijo, entre hipos, que me quitara el talco, que ella estaba acostumbrada a las razas. Creo que logré decir: "Es que soy así". Entonces se levantó, cogió un pañuelo y me lo tendió. "No seas ganso". Pero ya no quitaba sus ojos de mi sexo. Se le quedaron encolados en mis pelotas, sin dejarle pestañear. Y aún antes de que empezara a frotarme el vientre yo mismo, como un estúpido, ella se había ruborizado como la tía Herminia cuando le pellizcas las tetas. Y se puso su bata y se la abrochó hasta el cuello, toda pudorosa. " ¡Qué hermoso eres, negrito de betún! ", y se puso a llorar sentada en el borde de la cama. Y yo, allí en medio, agarrotado como un imbécil, hasta que se me arrodilló delante, dejándose resbalar desde la sobrecama, lentamente, como si yo fuera un santo de madera. Se santiguó y salió en tu busca. Siempre será igual. Las monjitas hacían lo mismo. Se quedaban extasiadas, sin mover las pestañas, con las manos en plegaria. A unas les rodaban las lágrimas, otras rezaban con el mismo fervor que cuando se hallan ante el Santísimo. ¿Qué no será capaz de hacer Mara la Petilona si una puta ha salido corriendo? — Lo dijo todo atropelladamente, como si se tratara de un discurso aprendido a base de repetírselo cientos de veces.
—Bueno —dije—, yo no creo que sea para tanto. El que una zorra no se haya atrevido no quiere decir que las demás mujeres se comporten de la misma manera. Ahora ya sabes el camino.
—Creo que no lo volveré a intentar por nada del mundo. Es que tú no estás dentro de mi pellejo. Tú no puedes darte cuenta, con carne de gallina, lo que estás pensando. Las monjitas, allá en Malabo, ya pronosticaban mi destino. Una, decía que moriré santo, porque ya lo era, porque mis cojones eran de raza sobrenatural, un cacho del cielo, un trozo de paraíso, un retazo de la estrella que guió a los Reyes Magos a Belén. Todo esto escuchaba yo, muerto de sueño, con el pantalón del pijama en los tobillos.
También los castos luchan por encontrar el camino de la felicidad. Y así debió ser la meta de Kongobaltza, porque, a excepción de los abrazos fraternales que daba a Mara la Petilona al socaire de la campana de la parroquia, no se esforzó en cautivar a ninguna otra mujer. Ni siquiera volvió al barrio de las putas, ni levantó las faldas a ninguna chica del pueblo. Su comportamiento fue tan ejemplar como el de cualquier santo franciscano amante de las cosas de Dios. Kongo era un muchacho trabajador, enamorado de su familia, que hacía suspirar de felicidad todas las noches a la abuela Luka. Así fue, al menos, durante dos o tres años, o hasta aquel amanecer nefasto en que el abuelo comió en ayunas una ciruela demasiado fresca por la escarcha y no tuvo más remedio que bajarse los pantalones a la orilla del maizal so pena de ensuciarse el culo. Lo vio todo en cuclillas y así debió de permanecer varios minutos, a causa del efecto de la purga, pero no sin sacar su vozarrón articulando todos los mecágüenes que sabía. Y es que, frente por frente, a no más de cinco trancadas, Kongobaltza enterraba sus fosas nasales entre las gloriosas colinas de la tía Herminia. ¡Pobre tía Herminia! ¡Qué tragadas de saliva, allí, en medio de la cocina, ante las cruces de la abuela y los improperios del abuelo. La abuela Luka no dejó de persignarse hasta que el abuelo se cansó de jurar en vano y preguntó a quemarropa a la tía Herminia que desde hacía cuánto tiempo andaba condenada. Estábamos todos presentes. También el tío Sabino había escuchado la historia que el abuelo contó a saltos, atragantándose por los tacos. El tío Sabino estaba poniéndose las botas de goma y, cuando terminó de calzárselas, quedó sentado con los ojos vueltos al armario, sin mirar a la tía Herminia o a Kongo, el cual no sabía en dónde meter sus manos o todo su cuerpo; se sonrojaba a oleadas que le teñían y desteñían su piel de betún con una timidez casi desvergonzada, como si fuera un niño a quien le acabaran de descubrir los secretos de la vida. El abuelo dijo:
—¡Mierda para vosotros dos!
Y empezó a llorar como un niño, como seguramente no había llorado desde la muerte de su madre. Ponía realmente cara. de niño, con el mentón compungido y los labios temblorosos. Y fue entonces cuando la abuela dejó de hacerse cruces y se encaró con él, sorprendiéndonos a todos. También sorprendió al tío Sabino, que dejó de mirar al armario y dirigió la cara al frente, no sé si en dirección a la abuela Luka o a Kongobaltza, pues ambos estaban juntos.
—Tú tienes la culpa de todo —dijo la abuela al abuelo—. Cuando se ven esas cosas hay que tragarlas, y si te he visto no me acuerdo. Hay secretos que uno se los tiene que llevar a la tumba.
La abuela Luka era así. Hasta entonces, la sorpresa le había dejado la mente en blanco; dos o tres minutos de persignaciones habían bastado para que se recompusiera y tomara alientos para enderezar a la familia.
—Yo lo hacía por su bien —dijo inoportunamente la tía Herminia.
—¡Huevos, viciosa, huevos! —exclamó el abuelo, con los ojos bañados en lágrimas.
—Callaos los dos. Lo que importa ahora es que no se vuelva a repetir.
—La tía Herminia no tiene la culpa —dijo Kongobaltza, volviéndose a ruborizar—. Además, creo que no hacíamos nada malo.
—¡Le estabas tocando con las narices las tetas a tu tía! —bramó el abuelo, dejando de hacer pucheros.
No pude dejar de sonreír. Juro que no quise hacerlo; al menos, intenté que la risa que había nacido en mi estómago no aflorara al exterior. No lo conseguí. El abuelo quedó perplejo ante mi mueca. Entonces, me decidí a hablar. Pensé decirles que la abuela tenía razón, que había que olvidarlo. Que aquello no tenía importancia, que estábamos desorbitando las cosas. Pero una voz insospechada llenó el aire espeso de la cocina:
—Para eso las tiene —dijo el tío Sabino. Y añadió, casi de seguido—: Las tetas de Herminia las hemos tocado todos: el difunto, yo y éste —dijo, apuntándome con la barbilla.
La risa se me secó en su origen. La tía Herminia no merecía aquella revelación. ¿O si? De pronto, descubrí que la abuela no se había sorprendido. Tampoco el abuelo. Ambos lo sabían desde siempre. La abuela dijo:
—Vosotros lo hacíais cuando erais niños. Kongo es un hombre. Al abuelo se le habían secado los ojos. Y las palabras. Se sentó en la sillita de la abuela, junto al hogar apagado.
—¿Queréis que él deje preñada a Mara la Petilona? —preguntó de pronto la tía Herminia con los ojos retadores—. Antes prefiero condenarme que pasar por tal vergüenza.— Nos fue revistando uno a uno, con un extraño fulgor en sus ojos sinceros.— El que anda con fuego, se quema. Aquí estoy yo para apagar las candelas. Al menos, de esta forma, todo queda en la familia.
El abuelo se levantó de la silla de la abuela y subió a su cuarto. Todos supimos que se metería en la cama. No nos preocupamos. También sabíamos que la abuela lo calmaría al amanecer con sus chácharas de nidal. Kongobaltza apretó las mandíbulas y cerró ostensiblemente los puños. Todos los músculos de su cuerpo quedaron pétreos. Echó a andar hacia el portal y salió a la calle. Tomó el sendero hacia la carretera. Unos pasos antes de doblar la colina, comenzó a correr. Fue justo cuando el tío Sabino se levantó y le siguió. Yo dudé a dónde me tenía que dirigir. Las piernas me llevaron a la loma de delante de casa. Desde su cima divisé a Kongobaltza correr con todas sus fuerzas. El tío Sabino le seguía, sin perderle de vista. Me cercioré de que se dirigían a la playa. Regresé, tranquilo, a casa. Me habría gustado sentarme al borde de la cama del abuelo y contarle despacio lo desgraciado que era Kongo. Me habría gustado contarle el episodio con la puta Ramona y lo que hacían las monjitas con él cuando era pequeño. Pero sabía yo que el abuelo medía a las personas por la fuerza física y por las grandes acciones, no por las pendejadas de la vida, ni por las sutilezas del alma. Le dejé en paz. En el rinconcito de la fregadera, la tía Herminia narraba, con pelos y señales, el noviazgo de Kongo y Mara la Petilona. Comprendí que las aguas volvían a su lecho y que mi presencia tampoco era necesaria allí.
Lo recuerdo bien. Pasé toda la mañana haraganeando entre los bichos de la granja. El tío Sabino había dicho que el difunto también había metido mano a la tía Herminia. El difunto era, sin duda, mi padre. Como yo no había conocido a mi padre, me imaginaba a mí mismo en el lecho de la tía Herminia dejando hoyuelos con las yemas de mis dedos en su piel lechosa. Me sorprendí añorando mi infancia o las dormidas con la tía. Pero no crea usted que lo hacía con morbosidad o lascivia. Todo lo contrario. Añoraba mi infancia perdida y, sobre todo, a la mamancona que llevaba en su interior la tía Herminia. Pensé en su soltería: soltera desde la cuna por ser la primogénita, consolando en su orfandad a todos los pequeños varones de la familia. Y es que, la tía, creo que fue tía desde joven. Pensé en los besos de chupetón que depositaba en los rostros de cualquier persona del pueblo: era su vicio. A la tía Herminia le llaman "La Besucona". A ella le encanta el apodo. Permítame que le cuente lo que hizo al obispo en su visita anual a la parroquia. No se conformó con besarle el anillo pastoral: le echó las manos al cuello, sin importarle el ladeo de la mitra, y le plantó una acolada en el carrillo derecho, y fue necesario llevar a monseñor a la sacristía para rebajarle el moratón con agua de sal y vinagre. La tía Herminia era espontánea como una marejada de verano y la abuela lo sabía. Por tal razón, la abuela Luka no estaba enfadada con ella. Escuchaba de labios de la tía, con muchísima atención, el noviazgo de Kongobaltza con la hija pequeña de Amalio Petilón. Aquello era mucho más importante que cualquier otra judiada de la familia. Y, a juzgar por su rostro risueño, no le desagradaba lo que la tía Herminia le decía con su voz de contar historias. La abuela, sólo muy de vez en cuando, exclamaba: " ¡Estos chicos, estos chicos!" Y creo que cuando yo me iba de la cocina dijo entre dientes: "Espero que para cuando tengan descendencia yo esté bien muerta y bien enterrada en el camposanto. ¿Te imaginas Muruena lleno de aldeanitos negros?
Cuando salí de la cocina hacia la playa, el abuelo seguía en la cama con las contraventanas cerradas. La abuela y la tía Herminia cotorreaban con la misma vehemencia que al amanecer. Imaginé que Kongo y el tío Sabino habían ido a desgastar su cabreo pescando pulpos en las rocas de Abasotas o, al menos, removiendo piedras, sin hablarse, desde luego. Sin embargo, el tío Sabino se hallaba en pie en su antigua atalaya de contador de barcos. Contemplaba, hipnotizado, a Kongobaltza, que corría a lo largo de la playa, por la cenefa de espuma dejada por las olas al retirarse.
—No ha parado de correr —dijo el tío Sabino al sentirme a su lado, sin mirarme.
—Es mejor que volvamos a casa —dije—. Los animales están en ayunas.
No obtuve respuesta. Su cupo de palabras se había agotado. Aunque, en realidad, creo que lo último que esperaba escuchar era una frase tan trivial como la mía. Lo descubrí a tiempo. Le así por el codo y apreté fuerte.
Le dije:
—Sois iguales: tú te desfogabas echándole un pulso al toro. Sólo cuando los ojos del animal estaban a la altura de tus pelotas, se te amansaba la conciencia.
Sentí en mis dedos el endurecimiento de sus músculos. También la respiración se le agitó. Se desamarró de mi anclaje de un brusco tirón y echó a correr, agarrándose la boina. Corría como un poseído, como alguien que ha visto la cara de la muerte y quiere contarlo por encima de todo; gritaba como un loco, víctima de un pronto lunar. Corrió, corrió hacia la curva del acantilado, allí donde las piedras doblan el codo, saltando y brincando como un caballo bravío. Bajó a la playa, no por el camino habitual, por donde el abuelo conducía el carro y los bueyes para acarrear arena, por donde lo hacíamos todos los cristianos sin excepción. Bajó de rodillas, dando tumbos, volatines, de espaldas, volteretas de todas las posturas, ora arrastrando el culo por las piedrillas del acantilado, ora abriendo el camino con la cabeza; y, siempre, sin dejar de gritar con todas las fuerzas de sus pulmones, levantando una polvareda de rebaño. "Cuando deje de gritar, es que se ha desnucado sin remisión", pensé, con el corazón tiroteándome las entrañas. El tío Sabino bajó por donde hacía un año se había suicidado una mujer después de dejar una carta al juez comunicándole que estaba huérfana de amor. El tío Sabino se arrojó de cabeza por el acantilado y llegó abajo de pie, con todos los huesos enteros y en su sitio, sin el menor rasguño y con la boina en la cabeza. Sin mirar hacia atrás, continuó su loca carrera por la arena, tras de Kongobaltza, a más de trescientos metros de distancia. Seguía gritando como un poseído y él le oyó y se detuvo. Sí, Kongo esperó al tío Sabino parándose en seco, y el tío Sabino siguió corriendo como un niño perdido. Frenó en seco a su altura y se puso a su lado, mirando al mar. Fue Kongobaltza el que pasó su brazo por encima del hombro del tío Sabino. Y fue el tío Sabino el que se volvió y rodeó con sus brazos la espalda de Kongo. Permanecieron en medio de la playa trabados con todas sus fuerzas hasta que una ola los derribó sobre la arena.