Lo primero que vi al despertar fue un plato sopero lleno de nieve encima de la mesilla. Seguramente, el abuelo lo había cargado desde el borde del portal para anunciarme que aquel era un invierno con casta. "Los inviernos sin nieve son como los cerdos sin tocino", solía decir con frecuencia. Boté de la cama a la ventana y calibré de una mirada la hondura del manto en los troncos de los perales. Me metí en los pantalones y bajé a la cocina como un rayo.

—Ha nevado como cuando yo era niña —dijo la abuela—. Los tiempos andan para atrás. Ya sólo falta que se repita el eclipse solar y las gallinas vayan a dormir al mediodía.

La tía me puso encima unos pantalones largos del abuelo, tres pares de calcetines, dos jerséis, un chaquetón de cuero que perteneció a mi padre y las botas de goma que el tío Sabino usaba para ir por zaborra a Arrigúnaga. La abuela me cubrió las piernas hasta las ingles con tiras de pesiglás. Me disfrazaron como a un explorador del Antártico. Salí al portal a contemplar las huellas que el abuelo había dejado en la nieve y a planear las rutas de mis excursiones por el paisaje misterioso de los alrededores. Pero me quedé firme porque vi acercarse, por donde siempre estuvo el sendero, a Amalio Petilón, natural de Berango. Intuí que algo pasaba.

Mi familia respetaba profundamente a aquel hombre. La tía le incluía en sus oraciones y la abuela se quitaba el delantal para hablar con él y le ofrecía su propio asiento, al lado de la chimenea. Amalio Petilón había sido miliciano en la Guerra, había disparado el último cartucho en el frente de Artxanda, había llorado por las noches mordiéndose la lengua y apretándose las pelotas para que no le oyeran sus compañeros; había luchado en Francia contra los alemanes hasta que un día se encontró en los Pirineos y se preguntó qué vainas hacía él luchando para los franceses. Había llegado hasta allí caminando de noche y ocultándose de día con la esperanza de ver a alguien entrar en España para poner las cosas en su sitio. Se unió a un grupo de maquis, pero dos meses después entendió que aquella era una lucha de desesperados y que le había llegado el tiempo de conformarse con su mierda. En realidad, lo que le sucedió fue que durante los últimos meses no había dejado de soñar ni una sola noche con las hembras de su familia. "No sólo me llamaban la mujer y las hijas, sino hasta las vacas y una cerda que teníamos para criar cuando yo era niño", solía contarnos si el abuelo le tiraba de la lengua. Un día no aguantó más y se dirigió a San Juan de Luz. Allí pidió prestado un chinchorro a un pescador. Amalio Petilón bogó sin parar, bordeando la costa, alimentándose de huevos de gaviota y de lapas crudas, hasta que llegó a Punta Galea y la dobló protegido por los nubarrones de una noche sin luna. Escondió el bote entre los tamarindos de la playa y se dirigió a su casa protegido por la noche. Llegó cuando su mujer colocaba el banquito de ordeñar al lado de las ubres de una vaca vieja. "Quita", le dijo a la mujer, "ya lo haré yo". Y, un poquito después, ya con las ubres en sus destrozadas manos, sin poder ver del todo el rostro de ella: "Esta vaca tiene más de veinte años. Es un milagro que dé leche". Y cuando oyó un sollozo y a él mismo se le formó una pelota de telarañas en la garganta, dijo: "Los sueños son verdad. Yo te veía siempre ordeñando a esta vaca vieja". La mujer había llorado tanto tiempo que ya no sentía correr las lágrimas por su rostro. Simplemente, supo mirarle la espalda, sin siquiera poder reaccionar cuando la leche del cubo se teñía de rojo. Luego le llegó su olor, calibró sus gestos queridos y midió su espalda con la vista, pulgada a pulgada. "No digas que he regresado", le oyó decir como en un sueño. "Se irán acostumbrando al verme, poco a poco". "¿Y tus hijas?", pudo balbucir la mujer. "Las hijas harán lo mismo que tú". "¿Y los guardias?", volvió a preguntar la esposa. "No los nombres. Les vigilaremos. Da tiempo de esconderse o de escapar. Si las cosas se hacen bien, a lo mejor se olvidan de mí y me dejan en paz. Es lo único que podemos hacer si quiero quedarme en casa. He venido remando desde Francia. Puedo regresar por el mismo camino. Ahora, a curar las manos. No quiero tener las herramientas en mal estado". El abuelo contaba esta historia y otras muchas de Amalio Petilón, natural de Berango. Sí, de Berango. El, al menos, siempre se presenta con esta tonadilla: "Amalio Petilón, natural de Berango, de los Petilones de Berango, ¿sabe usted?, mi abuelo fue el que trajo la luz eléctrica a Getxo, León Petilón, el bombillero, un ilustrado". Siempre que Amalio Petilón narraba historias, bajaba la voz, lo hacía en susurro, como si alguien nos estuviera escuchando tras la ventana de la cocina o debajo del carro de bueyes.

El abuelo y Amalio Petilón se apreciaban, se hacían favores y siempre estaban agradecidos el uno del otro por algo. Sin embargo, se veían pocas veces al año, sólo las precisas para pedirse prestado el arado, la pareja de bueyes o intercambiar semillas. Entonces hablaban sin prisa, casi siempre durante toda la mañana, con sana confianza, bebían pitipín (un agrio txakolí que el abuelo sacaba de la uva de una parra que tenemos detrás de las campas de alfalfa) y echaban pestes contra esto y lo otro. Un día, le oí a la abuela: "Si todos los rojos fueran como Amalio Petilón, el Papa de Roma no nos mandaría rezar rosarios por la conversión de Rusia". Amalio Petilón tenía una radio y, cuando terminaba los trabajos de la cuadra, atrancaba la casa, cerraba las contraventanas, se sentaba frente al receptor y permanecía con la oreja pegada al altavoz, mandando callar a las hijas a cada instante. Sincronizaba Radio Pirinaica y Radio París. Se enteraba de lo que pasaba en Madrid, de lo que opinaban de España en el extranjero, de las detenciones y de los fusilamientos. Cuando la noticia le calentaba la cabeza, venía donde el abuelo a echar pestes. Un amanecer, antes de marcharse las estrellas, vino a contar al abuelo que los mineros de Asturias habían comenzado a estornudar fuerte. El abuelo y Amalio Petilón hablaban mucho de política. A Franco le llamaban "El Mokordito", seguramente por su baja estatura. Hablaban de él continuamente y decían que era más malo que Barrabás. Se pasaban toda la mañana comentando las judiadas del "Mokordito". De tanto oír el mote, me contagié y tuve un disgusto en la escuela. Verá usted: el grupo de grandullones de mi clase tenía establecido un concurso de tiro al lapo. Cuando don Clodo se ausentaba del aula, los mayores rifaban entre los más pequeños la vigilancia de los pasos del maestro. Después de cubrir los puestos de centinela, los concursantes se colocaban en fila india, a cinco pasos de la pizarra. Uno a uno inflaban los pechos, arrascaban las faringes, hinchaban los carrillos y lanzaban unos limazos tan asombrosos contra la estampa que hasta el malvado general se agachaba para esquivarlos. Pero sucedió un funesto día —cuando don Clodo andaba escribiendo en la pizarra la tabla de números primos— que le resbaló el ondaquín de una baba a los cristales de sus lentes. ¡Qué no se armó allí! Buscó un azote de arbusto, largo como el rabo del diablo, y nos cimbró el cuerpo como a renegados. Luego vino el interrogatorio. ¡Armó la de Dios es Cristo! ¡Dios mío! Que nos iba a matar uno a uno, que éramos unos cabritos, que teníamos el alma más negra que la piel de un carbonero, que éramos guarros, amén de los amenes. Escuchamos el sermón arrascándonos los latigazos. Normal. Dos días después, don Clodo nos cogió en plena función. Yo estaba de centinela por aquella parte, pero el muy zorro se acercó de puntillas, arrastrando el culo por los listones del zócalo, y me atrapó de las orejas para que no echara a volar. Me llevó hasta su mesa. Se sentó en su silla de culo de rejilla y me atenazó el cuerpo entre sus rodillas de viejo descarnado.

Este señorito nos va a explicar qué hacían ustedes en medio de clase inflando los papos.

Don Clodo era listo como una vieja. A él no se le podía engañar así como así. El que caía en sus garras confesaba todo, por su propia integridad. Le dije lo que él ya sabía:

—Estábamos jugando al tiro al lapo al Mokordito.

Sentí el destenazamiento de sus rodillas. También las orejas quedaron impúdicamente a la vista de mis camaradas. Y, todo ello, en medio de una atronadora carcajada. Entonces me di cuenta de que se me había escapado la maldita palabra.

—¿Cómo has dicho?— preguntó el maestro, tan despacio que pensé que nunca iba a terminar de hacerlo.

—Que estábamos jugando a tirar lapos a… ése —dije, con la sangre agolpada en el rostro.

—¡A quién! — preguntó en un aullido.

—¡Al Caudillo!

—¡A quién! —volvió a aullar, traspuesto.

—Al generalísimo don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la gracia de Dios —dije de un tirón, como le gustaba a él.

—Escribe mil veces para mañana su nombre completo.

Don Clodo me dejó ir a mi pupitre. Luego, en un arranque de beatitud, arrancó nuestras pieles con su látigo de amansar. Seguramente, todo habría acabado ahí si el abuelo no hubiera entrado en el comedor (el comedor de nuestra casa sólo se utiliza para realizar yo las tareas de la escuela y para recibir al párroco una vez al año, cuando nos trae las bulas). El abuelo se acercó por la espalda.

—¿Cuántas veces tienes que escribir a ése?

—Mil —respondí, cubriendo la plana del cuaderno con las palmas de mis manos.

—¿Y cuántas has escrito ya?

—Diez caras, a veinte veces cada cada, doscientas —respondí.

—Pues ya has blasfemado bastante. Vete a cenar y a la cama. —Tengo que terminar.

—Ya has blasfemado bastante —repitió el abuelo como si quisiera meterme las palabras por las orejas. Luego adelantó sus dedos, agrietados por la sangre de las remolachas del ganado, y asió el cuaderno. Hizo una pelota con él y se dirigió en dos zancadas al fuego de la cocina. Lo arrojó a las llamas sin hacer caso de mis ruegos.

—¿Qué le haces al niño? —preguntó la abuela desde la fregadera.

—Nada. Son cosas entre hombres. No te metas.

Eché a correr escaleras arriba. Aquella noche no pude dormir. Yo sabía que estaba prohibido pronunciar aquel nombre dentro de las propiedades del abuelo (él nunca utilizó monedas con la esfinge de Franco; la abuela siempre le daba billetes de papel), pero en la escuela me esperaba don Clodo con su rama de arbusto de metro y pico con el mango tallado a cheifa por el pelota de clase. A la mañana, después de tomar el café con leche, dije al abuelo que no pensaba ir a la escuela.

—Si el maestro te dice alguna monserga, te haces el loco.

—Don Clodo no dice, abuelo, pega.

—Aguantas.

—No pienso ir.

—Pensando o sin pensar, te voy a llevar yo.

Aquello era peor. Tomé el camino de mi degüello con pasos temblorosos. Pensé que así se tenían que sentir las vacas cuando el abuelo o el tío Sabino las llevaban al matadero. ¡Dios! ¡Qué par de vergazos me arreó don Clodo en las palmas de las manos! ¡Qué terna de coscorrones me ostió en el cráneo!, ¡Qué repique de coces me dio en el culo, en el mismo lugar donde la tía Herminia depositaba ardorosos besos! (Ella cantaba: dos hoyuelos tiene mi niño, uno de oro, el otro de platino. Y me acardenalaba la piel con dos osculazos como dos soles de agosto). Sin embargo, don Clodo cantaba:

—¡Descarriado, rebelde, desgraciado, muerto de hambre! Llegué a casa mordiéndome la lengua para no hablar con el abuelo. No quise ni mirarlo a los pies.

—¡Qué! —me chilló desde las conejeras—. ¿Ha ido todo bien?

Me refugié en mi cuarto. Me derrumbé en la cama. Comencé a llorar. Lo recuerdo. Comencé a llorar no por la paliza que me había dado don Clodo, sino por la incomprensión del abuelo. El entró en el cuarto y me tomó por los hombros.

—Te he hecho una pregunta desde debajo de los manzanos. Me volví, preso de rabia, y chillé:

—¡Me ha mandado dos mil veces para mañana! ¡Por tu culpa!

—Peor para él —dijo el abuelo—. En esta casa nadie escribirá eso. Ya se cansará don Clodo.

—O me matará a vergazos —respondí, llorando desconsoladamente.

—Así se hacen los hombres verdaderos.

—Yo soy un niño —dije—. Los hombres verdaderos irían a dar la cara delante del maestro.

Ví cómo el rostro del abuelo se volvía blanco. También vi la derrota dibujada en sus ojos, y columbré, con la capacidad de mis diez, once o quizá doce años, que mis palabras habían tocado partes resguardadas con disimulo. Fui consciente. Lo recuerdo. ¡Dios!, lo recuerdo. Fui consciente de poder descargar toda mi furia y de destruirlo. Pero no lo hice. Yo quería mucho al abuelo. Además, entonces, justamente entonces, encontré una verdadera razón para hacer frente a la dictadura de don Clodo.

¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó la abuela desde el pasillo.

Nada respondí.

Fui a la cocina y me senté a la mesa. Cuidé de bajarme las mangas del jersey hasta los dedos para que mi familia no viera los latigazos marcados en mi piel.

Aquella tarde, al volver a la escuela, y mientras rezábamos el rosario, tomé la decisión de zanjar el asunto con don Clodo. A la salida le esperé en la puerta.

—No lo voy a hacer —le dije con toda la firmeza de que fui capaz.

Me comprendió.

—De eso hablaremos mañana.

—No lo voy a hacer —repetí, apretando las mandíbulas.

—Ya lo veremos —dijo, imitando un coscorrón con la mano.

—Aunque me mate.

Entonces me sacudió dos soplamocos como dos pistoletazos. Me dejó sordo un instante, justo hasta que comenzó a hablar, atragantándose. Había perdido su habitual aplomo. Yo no me moví.

—Yo no mato a nadie. Educo—. Y me calentó otro ostión de los de antología, tan solemne que me sacó los mocos. Le miré a los ojos con decisión. Le repetí despacio:

—Don Clodo. No voy a escribir dos mil veces, ni ninguna: Generalísimo don Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la gracia de Dios. Además —añadí, para dar consistencia a mis palabras—, el abuelo no me deja.

—Tu abuelo sólo entiende de vacas. El no comprende la forma de educar a los críos rebeldes como tú.

Fue entonces cuando me acordé de él. Lo dije con aspereza. Casi adivinando el derrumbamiento del maestro.

—Me ha dicho Amalio Petilón que si esto no queda zanjado él vendrá mañana a hablar con usted.

—¡Acabáramos! —gruñó don Clodo—. Ya salió a relucir la madre del cordero. ¡Seguro que ese rojo de Berango anda con ganas de revancha!

—Vendrá.

—Yo no hablo con demonios. ¡Fuera de mi vista!

El abuelo me esperó sentado en una piedra, en el lindero de nuestra heredad.

—¿Ya se le ha olvidado? —preguntó, mirando de reojo la piel de mis manos. Sin duda había descubierto los latigazos del maestro del día anterior.

—Yo creo que mañana ya no se acordará. Pero tampoco creo que se le olvide.

—No hay como tener paciencia para ir haciéndose hombre de provecho.

¡Qué recuerdos guarda uno! Bastó con nombrar a Amalio Petilón para calmar los ánimos de don Clodo. Amalio Petilón era una especie de roca santa a quien todos dejan en paz. Nadie puede olvidar que fue el último en disparar su fusil en el frente de Artxanda. Ni los fachis.

Llamé a la abuela para que viera llegar a Amalio Petilón con la nieve hasta las rodillas. También salieron la tía y el abuelo.

Pasó, solemne, a nuestro lado y se sentó en la silla de la abuela sin esperar su invitación. Amalio consiguió que escucháramos el vuelo de las moscas.

—Luka —dijo de pronto—, un marmitón de Barrika vio a Sabino en Canadá. Estaba en una feria comprando un collar con campanillas para una vaca.

¡Santiarén! ¡Dios Bendito! —exclamó la abuela echándose a reír desconsoladamente.

—Le dijo al de Barrika que era un collar con campanillas de tilines dulces para el pescuezo de Pardilla.

—Sabino no sabe decir esas cosas. Seguro que fue otro. —No hay duda. El marmitón y tu hijo se conocían de verse en las romerías.

—¿Y no le dijo cuándo iba a regresar a casa? Van para dos años de andar haciendo el mono por esas tierras de salvajes.

—Despacio, Luka. Todo se andará. No conozco a ninguna persona del pueblo que se haya ido para siempre. Las vacas tiran. Son como las mujeres.

—¡Yo sí que le voy a tirar de las aldabas en cuanto pase por esa puerta!

Cuando Amalio Petilón salió para su casa no me quedé en la cocina a escuchar los comentarios de la abuela y de la tía Herminia. Tampoco, pese a su atracción, salí a la nieve. Me encerré en mi cuarto con el atlas abierto en la página del Canadá, encima de la cama. Me imaginé al tío Sabino vistiendo el uniforme de la Policía Montada del Canadá. Lo vi encima de un tronco, deslizándose por las turbulentas aguas de un río de riberas frondosas o derribando un abeto tan alto como la torre de la iglesia o simplemente paseando por las calles de una ciudad misteriosa en donde hasta los perros se volvían para mirarle… Años más tarde, cuando el hígado ya le había comenzado a patalear y se quedaba encogido al lado del fuego, le preguntaba por aquellas tierras.

—Grande. Las vacas tienen unas ubres tremendas. De más de cien litros…

Jamás conseguí de él otra información. Fue todo lo que almacenó en su cerebro de su paso por Canadá, o al menos la respuesta que había elegido para espantarme de su intimidad.

Durante la ausencia del tío Sabino, yo fui alejándome de la niñez. A los once años, la tía Herminia ya no me ponía en cueros los sábados por la noche para ablandarme las costras almacenadas a lo largo de siete días. También había dejado de llamarme a su lecho para mostrarme sus tetas desoladas. A pesar de todo, aún no había nacido la malicia en mi alma: continuaba siendo un niño, con todo el significado que encierra la palabra. Continué siendo un niño de once años a pesar del rubor de la tía Herminia aquella mañana en que me expulsó de su lecho y se puso a besar estampas de la Dolorosa como una poseída por el demonio.

—¡Me vas a condenar, ladrón! —me dijo entre ayes y lloriqueos. Nuestros juegos eran infantiles, sin malicia, puros como los juegos de los ángeles. Es cierto que descubrí en más de una ocasión el rubor en el rostro de la tía Herminia, sobre todo cuando yo le miraba fijamente. Aquello se había convertido en un juego chispeante. Yo pellizcaba a la tía, le miraba a los ojos y ella se coloreaba como un tomate en agosto. Pero aquella mañana en que fue presa de la histeria, mi conciencia me dijo que lo que estábamos haciendo no era de curso legal. La expulsión de su lecho me reblandeció la conciencia, de tal forma, que al día siguiente metí mi cabeza en las negruras del confesionario de don Cipri. No me quedé tranquilo hasta que don Cipri colocó sus palas de cazador encima de mis hombros y me escuchó, dormido como un buda, la causa de mis sobresaltos. "Pues que algunas mañanas la tía Herminia me deja meterme entre sus sábanas y juego con ella a montes y a gigantes". Y él: "Son juegos de santos. Los santos viven en Babia". Y yo: "Ella está enfadada". "Tu tía es como la Santísima Virgen y tú el Niñito Jesús". Y yo, al día siguiente, me planto delante de la tía Herminia y le suelto con cara de serafín palurdo que don Cipri dice que somos como santos y que los santos no cometen pecados porque donde no hay malicia no hay pecado. ¡Santo cielo! ¡Qué gritos! ¡Qué espasmos! ¡Qué tortazo me arreó en plenos morros! " ¡Qué vergüenza! ¡Me has enterrado en vida! Me sañalarán por la calle como si fuera una comeniños, una viciosa, una perversa… ¡Ir con semejante cuento donde don Cipri! ¿No sabes que los curas lo sueltan todo a la larga? Son más chirripitas que una vieja…" Anduvo todo el día con los ojos rojos. Al anochecer, le acompañé a recoger la colada del tendedero.

—Don Cipri no puede decir nada porque es cura. Si se le escapa, le podemos denunciar al obispo.

—Lo sabe él —dijo la tía con tristeza—. Cuando tengas que confesarte de cosas raras, vete a un pueblo donde el cura no te conozca. Dios perdona igual y no corres el riesgo de que tu nombre ande de boca en boca.

Yo no digo que la tía Herminia no tuviera razón. El abuelo solía decir que don Cipri enredaba en sus sermones retazos de aquí y de allá recogidos en el confesionario. De lo nuestro no dijo nada. La tía pudo continuar haciendo su vida esplendorosa de birrocha desolada. Y llegó a olvidar el percance porque a las pocas semanas añoró mis carantoñas y me chistó desde el cuarto. Practicamos nuestro juego angelical hasta que el cuerpo se me estiró escandalosamente y la tía sintió unas manos diferentes, con malicia, o, al menos, curiosas. Comencé a sentir un placer desconocido y, una mañana, tomé la iniciativa apretando y ruborizándome como un insustancial. Sentí la necesidad de explorar otras regiones desconocidas. Por primera vez, descendí de sus colinas como un montañero ahíto de trepar a la misma loma. Bajé a la llanura de su estómago, trepé la meseta de su abdomen y quise penetrar en el valle de sus piernas. Entonces llegó el tortazo y mi expulsión definitiva del valle de los justos. Pelota Landa (en realidad, se llama don Jesús) nos había contado que jugaba con una prima a padres y a madres y que, cuando ella se le ponía debajo, con las faldas en la garganta y él encima, con los pantalones en los tobillos, le daban ganas de quedarse así para siempre, acurrucadito, amodorrado, porque la tierra olía a miel, el cielo se teñía de rojo y dentro de uno nacía un calambre apacible como el que se sentía bajo el sol en la playa. Yo no tenía primas. ¿Por qué la tía Herminia no podía prestarse a recuperar los ensueños del verano en pleno invierno? Así de simple era yo. Hasta que Pelota Landa no me permitió entrar en su guarida secreta, al borde del acantilado, no se me cayeron las alas de ángel. ¡Encantada gruta del acantilado! El centro lo ocupaba un trono fabricado con el culo de una silla de barbero y con medio respaldo de un sillón de mimbre, de los quitasoles que se alquilaban a los veraneantes en la playa. El suelo de la cueva estaba tapizado con un mullido lecho de yerbas secas. En el hueco de la roca arenisca había bujías. La cueva era oscura. Su boca no tenía arriba de medio metro de diámetro. Además, para mayor intimidad, cegábamos la puerta con una rueda de carro de bueyes, maciza. El día de mi entronización en la cuadrilla de Pelota Landa, tenía las entrañas encogidas. Pelota Landa no había dejado de anunciarme la existencia de una serie de pruebas que había de pasar airoso para pertenecer a su camarilla. Pelota se sentó en el trono, con las piernas cruzadas al ras del suelo. Los demás, siete u ocho camaradas de mi misma clase, se sentaron en círculo y yo les imité. Uno fue colocando las velas estratégicamente. Las piedras amarillas de las paredes se iluminaron, emborronadas por las sombras de nuestros cuerpos. Sin previo aviso, Manuorejas arrimó los hierros de sus botas (verdaderas botas de miliciano arrancadas por su padre a un cadáver de la Guerra) a mis lomos y me apalancó hasta el centro del corro. Yo no vi la señal de Pelota Landa, pero es seguro que la hizo de alguna forma, porque todos ellos, excepto él precisamente, se abalanzaron sobre mí con la velocidad de un rayo y me tendieron en el suelo, inmovilizándome brazos y piernas. No ofrecí resistencia porque iba preparado a toda clase de adversidades. Sin embargo, cuando Manuorejas se arrodilló en medio de mis piernas abiertas y dirigió sus manos emplastadas de barro a los botones de mi bragueta, me retorcí como un sirón. Fue en vano. Les rogué que me dejaran en paz, que me importaba un pito el pertenecer o no a su banda. Inútil. Dominado por las ligaduras de diez o doce manos, dejé mi pobre cuerpo a su merced. Me quitaron los pantalones y los calzoncillos que me cosía la tía Herminia con tela morena. Me hice cargo de mi desnudez y me cubrí de rubor. Intenté ocultar mis vergüenzas juntando las piernas, pero fue inútil. Fijé los ojos en los enormes soplillos de Manuorejas, rojas como dos pimientos choriceros, pero también desaparecieron de mi vista. Hubo un momento en que me soltaron. Permanecí quieto, como un reo o un insustancial que no sabe lo que le espera. Pelota Landa, desde su trono de mandamás, me observaba impertérrito, como un juez o un brujo, escrutándome el sexo con mirada científica. Todas las miradas convergían en mis huevos. Pelota Landa torció la boca en un gesto displicente y mostró su dentadura.

—Eres imberbe —dijo desde su potestad. Y añadió—: Tienes colilla de crío.

Se arrodilló entre mis piernas y se bajó sus pantalones. Nos mostró con cara triunfal su pija de adolescente flotando tímidamente en el aire, empalmada a su pubis por un naciente bosquecillo de vello. Cogió un palitroque del suelo y se la midió con precisión milimétrica desde la base de las pelotas, dejando el palo gemelo a su chorra con un corte de cheifa. Escondió su animalillo tras los botones de la bragueta, acercó sus narices a mi sexo, como un cirujano presto a operar, estiró mi pellejo desde la punta y lo midió con otro palitroque.

—Te falta todo esto para ser hombre —dijo, mostrándome la diferencia.

Los cancerberos me dejaron libre. Quiero decir, que se olvidaron de mí, afanados en comparar sus penes con la medida maestra. Sin ninguna duda, Pelota Landa era el muchacho mejor armado de toda la panda. Cuando terminaron las mediciones, fuimos colocando en una hoja de periódico los palitroques. Pelota Landa los ordenó de mayor a menor. A mí me nombraron guardián, por ser el más chorricorto. Así fue mi entronización en la banda de los vergas. Y también fue así como nació en mí la esperanza de que mi pija me hiciera trepar puestos en el escalafón de la pandilla: era la única forma de escalar puestos de responsabilidad.

No hace mucho, me encontré con aquel Pelota Landa en el pasillo de una emisora local y nos abrazamos efusivamente. Tomamos un café y recordamos con nostalgia tiempos pretéritos. Pude observar que Pelota Landa (ahora don Jesús) olvidaba a posta nuestras ceremoniosas mediciones de los jueves por la tarde, y yo, con mucha sorna, no quise perder la ocasión de recordárselo. Simplemente, le dije:

—¿Qué te parece si vamos al retrete y nos la medimos?

Pelota (ahora don Jesús) enrojeció hasta las raíces de sus cabellos mientras simulaba una sonrisa embarazosa que daba pena. Para darle tiempo a recomponerse, hundí mis ojos en el posito de café de mi taza. Su reacción no me pareció normal; quiero decir, que me extrañó su tardío candor. ¿Cómo un muchacho tan muchacho (no puedo decir un hombre tan hombre porque entonces éramos unos críos), al llegar a adulto se ruborizaba como una novicia?

—¿Y qué has hecho durante todo este tiempo? —pregunté para echarle un cable.

—¿Es que no sabes que soy cura? —me dijo con una preciosa voz de barítono que para sí quisieran los ángeles adultos.

Me dio una risa tonta, con pausa, como al palurdo que ve por vez primera en paños menores a una bailarina. Y noté que el demonio se me subía a la lengua. Le así de los hombros y, contagiándole de mis tembleques, logré decirle:

—Seguro que harás carrera, Pelota, amigo. Si la conservas como entonces y logras introducir en el Vaticano tus métodos de escalar puestos, seguro que llegas a papa, viejo.

Atiéndame: Todos los jueves del año, alrededor de las tres de la tarde, la banda de los vergas se reunía en nuestro domicilio social (calle Acantilado, sin número, absténgase de entrar) a medirnos la méntula. Y no crea usted que me quedé siempre al lado de la puerta. Escalé puestos en poco tiempo. Y quizá hubiera podido llegar a algo importante si Pelota Landa no hubiera cambiado la moda. Así, un día, entró en la cueva como un ministro de Franco en el aniversario de la Liberación, y nos suelta que la largura de la pija no es una característica de la pureza de la raza. Que para saber si éramos vascos de pura cepa nos teníamos que medir el cráneo. Y que si las proporciones eran como él se había aprendido nos teníamos que sentir orgullosos porque en todo el mundo no existían cabezas como las nuestras.

Pelota Landa era hijo de un oficinista de Bilbao, que trabajaba en Bilbao y que usaba traje y corbata para ir al trabajo. Aunque en casa tenían vaca y criaban cerdo, el padre de Pelota Landa cogía todos los días el tren de ocho y compraba el periódico. El padre de Pelota Landa era un petulante. Sabía hablar el vascuence, pero lo utilizaba poco. Decía que el vascuence era un idioma de aldeanos, que para entenderse con las vacas y jugar al mus en la taberna no estaba mal, pero que no servía para triunfar en la vida. Sin embargo, el padre de Pelota Landa estaba orgulloso de sus cuarenta y tantos apellidos euskaldunes contabilizados y respaldados con documentos judiciales y parroquiales. También se le caía la baba al pasear a la sombra de los bancos de la Gran Vía, al divisar las chimeneas humeantes de los Altos Hornos, tan poderosos que podían encender el cielo en las noches calientes de verano; sostenía con vehemencia que los palacios de Neguri eran los más hermosos del mundo. Nos dijo Pelota Landa que su padre guardaba varios números del periódico Euzkadi, en donde se podía leer que los vascos éramos una raza singular y que teníamos el cráneo diferente de cualquier otro ser humano de la tierra, la nariz larga y los músculos duros, fabricados para trabajar en el monte, en el hierro y en la mar. Yo me quedé un poco sorprendido con lo de la cabeza. Lo demás era cierto: el abuelo tenía una napia grande como un jamón; el tío Sabino era el mejor pescador de askarras y de pulpos de toda la ribera y la tía Herminia levantaba un quintal de patatas al hombro como quien respira. Repasé la forma y tamaño de las cabezas de todos mis conocidos que habían venido de fuera: la del novio de la tía Herminia, la del paragüero (un gallego que venía todos los años andando desde Puentenuevo con su rueda de afilar cuchillos), las de los carabineros que andaban por Punta Galea. Y las de los descendientes de los cinco hombres que se quedaron a vivir en Getxo, de toda aquella hueste de maketos que apareció en una primavera de hace casi un siglo por la boca del túnel que ellos mismos venían perforando desde Bilbao hasta la playa del Grijo para transporte y desagüe de los defecos de los capitalinos. Contaba el abuelo que su padre y otros muchos hombres, niños y mujeres (también él) se sentaron en las piedras de la playa el mismo día en que Aquilino el pescador dijo en la taberna que el diablo andaba dándose de topetazos al ras del acantilado porque las paredes comenzaban a resquebrajarse. Al quinto día de hacer la guardia, la caliza se rasgó como un cascarón y, tras la cortina de polvo, afloraron cientos de hombres que, abandonando en la playa picos, palas, azadas, martillos, cadenas, hierros, layas, carretillas y sopletes, se arrojaron a la mar perseguidos por la pestilencia de toneladas de mierda real que venía pisándoles los talones. Había sucedido que un alcalde impaciente había inaugurado con una semana de antelación el funcionamiento del túnel sin haber sido terminado… Cosas del abuelo. Una tarde, recurrí a él. Le pregunté si alguno de la familia tenía la cabeza más grande que la de los maketos.

—Algo, sí —me respondió tan serio como cuando hablaba con la abuela de la Guerra—, pero no es que seamos más cabezotas. La diferencia es que la forma por aquí arriba es más ancha que por aquí abajo. Se trata de la hechura, no del tamaño.

Recuerdo que Pelota Landa hurtó a su madre un centímetro de costurera y nos medía con la cinta la cabeza en tres posiciones diferentes. Anotaba nuestras dimensiones en una libretita y las estudiaba con el entrecejo arrugado. Yo, contenía la respiración durante las mediciones para no constreñir o dilatar los huesos de la calavera. Todos esperábamos con impaciencia su veredicto: vasco puro, vasco mixto, vasco aguado o pardillo. Tras varios días de incertidumbre, de mediciones y largos conciliábulos para establecer la forma real de los vascos de pura cepa, llegamos a la conclusión de que toda la panda de los vergas éramos vascos purísimos, como Dios manda.

Lo de llevar a la cueva la ikurriña grande del tesoro del tío Sabino fue posterior. La culpa la tuvo el cretino de Pochas (mi anterior chorra en tamaño). Bueno, realmente, lo que hizo Pochas fue rasgar la fibra de mi jactancia. Y se me escapó el secreto. Fue en una tarde de jueves. El contó su fantástico viaje a Francia con profusión de detalles. Había peregrinado con toda su familia (la madre, la tía viuda, el padre, sus siete hermanos, tres primos y la abuela) para ver (quiero decir que, en cuanto la vieron, ya no se adentraron más por el extranjero: su meta no era más que encontrarla), para ver, digo, ondear una ikurriña en un jardín, altar o museo. Le escuchamos no sólo durante aquel jueves, sino durante siete largos días, desgranar los apasionantes minutos de la excursión. Y aun si hubiera tardado siete días más en desmenuzar el viaje, mi pandilla habría permanecido con igual cara de lelos. Ninguno de nosotros comprendía que en Francia pudiera ondear plácidamente la venerada enseña sin que corrieran cabezas bajo el hacha del verdugo. Pochas narraba con los ojos cerrados cómo realmente estaban dispuestos los colores de la bandera, qué aspas eran más anchas, cuál era el tono verdadero del verde (como el de aquella yerba del monte o como el verde de la camisa de Pelota o un verde diferente a todos los verdes). El bueno de Pochas no sabía matizar. Con el rojo era diferente. "Como el de aquel tejado", decía. "No como el rojo de la bandera de España de la escuela. El rojo de la bandera de España parece un rojo de una plaza de toros. El rojo de nuestra bandera tiene el color de las tejas de nuestros caseríos, es un color sólido, que huele a humedad". Así debió de expresarse su abuela. Pochas estaba orgulloso de las cosas que decía su abuela y se las aprendía de memoria. La abuela de Pochas era de Vitoria y hablaba como los curas. Pochas lo recitaba todo como si recitara una poesía delante de la Virgen un sábado de mayo. Era un cursi, pero algunas veces nos dejaba pensativos y llegaba a emocionarnos. El punto culminante de la narración lo conseguía con ayuda de abundantes lágrimas. Cuando susurraba el momento en que su padre se había quitado la boina después de atisbar los alrededores desiertos, cerraba los ojos para disimular su embarazo. Realmente, el padre de Pochas, primero mandó a la tía a la curva de la calle, y, a sus dos hermanas mayores, al extremo de la bocacalle y al cruce opuesto. Sólo cuando ellas le hicieron la señal convenida, sólo entonces se descubrió y rezó un padrenuestro en euskera, terminando la ceremonia con un ¡Gora Euskadi!, que no fue un grito fuerte, sino un grito por lo bajo, salido entre dientes, pero con peso sobrado para que toda la familia comprendiera que el padre estaba emocionado y a todos les salieran los mocos, mientras respondían con el ¡Gora! de rigor, también bajito: sin apenas ruido, escupiendo las cuatro letras por las rendijas de los incisivos.

Siete tardes son muchas tardes para soportar estoicamente discusiones de colores. Al octavo día, no pude contenerme y planté en las orejas de todos que yo no necesitaba viajar tan lejos para ver una ikurriña, porque disponía de una en propiedad, mucho más meritoria que aquella francesa, ya que la mía había estado en la Guerra ondeando en la punta de no sé qué monte y en mi casa, que era suficiente para ser una bandera con méritos propios. No dije que tenía dos; tampoco nombré el lauburu de bronce. Y tragué un litro de saliva antes de convencerme de que jamás les diría lo de la pistola. Mis palabras, lo recuerdo, quedaron durante mucho tiempo emplastando la humedad de nuestra guarida, tanto, que comencé a adivinar cada una de nuestras respiraciones; tanto, que me arrepentí de mi osadía y comencé a pensar en la manera de echar marcha atrás de una forma convincente. Ya no tenía remedio. Pelota Landa había dejado su sitial rupestre y se había acercado a cuatro patas a mi lado, colocándose en mi flanco derecho.

—Si mientes, te abrasamos los huevos —me dijo con ardor.

—No miento —le respondí con rabia—. Pero ello no quiere decir que os la vaya a enseñar así como así.

—La traerás aquí —dijo Pelota Landa con su voz de gallo.

—La traeré cuando pueda sacarla de casa. Pero que quede bien claro que la traeré porque yo quiero, no porque nadie me lo ordene… No es nada fácil pasar por delante de la abuela, que siempre me mira de cuerpo entero y me pregunta qué traigo o qué llevo, de dónde vengo o a dónde voy. O, si no, la tía Herminia, que a lo mejor se acerca con su manía de atarme el botón del cuello de la camisa. ¡Mierda!, o el abuelo… ¡La traeré! La traeré cuando pueda.

—Te acompaño a casa, te espero fuera y me la das por la ventana —dijo Pelota.

—No. La traeré cuando no me vea nadie.

Aquellos días fueron un verdadero martirio. Los vergas no dejaron de atosigarme. Mis razonamientos no les convencían. Era como arrojar palabras al fondo del mar. La abuela, sobre todo, desde la marcha del tío Sabino, se había vuelto pegajosa como una mosca en agosto. Quería saber cuál era mi paradero a cada segundo del día; me interrogaba por mis amistades. Enterraba sus ojos luminosos en los míos y suspiraba profundamente. "No te hagas un sinvergüenza", me decía, pero nunca me explicaba lo que era realmente un sinvergüenza. Yo no sabía si por el hecho de sacar por unas horas la ikurriña de debajo de la cama del tío Sabino me iba a convertir en semejante cosa, pero sentía un canguelo, aquí, en la barriga, que a punto estuve de abandonar mi empresa y aparecer delante de mis camaradas con la fachada de un mentiroso. La cogí una tarde, después de comer. Aproveché los seis minutos en que el abuelo cabeceaba con la boina ladeada recostado en la mesa de la cocina. La tía estaba fregando los cacharros y la abuela desgranaba diez boronas para los pollos. Normalmente, yo solía salir a haraganear con el perro por los alrededores hasta la hora de ir a la escuela. Aquel día me adentré por el pasillo sabiendo que la abuela me iba a interrogar porque ella llevaba en la memoria todos los pasos de la familia.

—¿A dónde vas? —preguntó maquinalmente.

—A afilar los lapiceros de colores. Esta tarde vamos a pintar mapas en la escuela.

—A Canadá, píntale de verde.

—Sí, abuela.

Era otra de sus manías. Desde que Amalio Petilón nos trajo la nueva de la existencia del tío Sabino, me pedía continuamente que le mostrara el mapa de Canadá. La primera vez, cuando yo le abrí el atlas y le señalé con el índice la mancha verde de aquel país, se quedó plantada a mi lado, en silencio. Después, dijo:

—No entiendo mirando eso cómo es Canadá. Pero al menos es verde.

—El color de los mapas es para poder distinguir las fronteras de los países. Mira, esta mancha rosa es Estados Unidos de América. Y no hay ninguna tierra que sea rosa.

—Si mienten los libros, ¿cómo voy a saber cómo es Canadá? —Canadá es verde, abuela —respondí, al recordar un paisaje de abetos que había visto en un cromo.

—Nadie podría vivir en un país con tierra rosa. La tierra rosa sólo existe en el cielo.

Hacerme con la ikurriña no fue lo más costoso. Lo peor fue levantarme el jersey hasta los sobacos, bajarme los pantalones y los calzoncillos y tapizar mi piel con tres vueltas de rojo, blanco y verde: bajarme la camiseta, subirme los calzoncillos, abrocharme los botones de la camisa, subirme los pantalones, bajarme el jersey y bajar la escalera como si tal cosa. Eso, sí: con el mapa de América del Norte preparado para mostrar a la abuela el verdor de Canadá. Había que disimular cualquier sospecha.

—Ahora no tengo tiempo —me dijo la abuela.

Alivio. Sentí el alivio de no tener que sentarme a su lado e inclinarme hasta depositar el atlas encima de sus rodillas, después de que ella hubiera doblado el delantal en diagonal para no manchar las portadas del libro. Temía que la abuela se apercibiera de mi gordura momentánea. Ella me tenía tan mirado que sabía cuándo crecía un centímetro o adelgazaba una libra, sin medirme ni pesarme. Luego llegó la inspección de la tía Herminia: las manos, los dientes, el botón del cuello de la camisa y las recomendaciones de todos los días: "Ven derecho a casa a merendar". Corrí hasta perder de vista el tejado de nuestra casa. Corrí con el corazón golpeándome la campanilla. Mi boca no se abrió durante las dos horas de clase. Tan sólo con pensar que mis amigos iban a poder comprobar que mi ikurriña no estaba en mi lengua sino enroscada en mi cuerpo, me sentía feliz. Ni siquiera dije nada durante el recreo. Me aguanté las ganas como pude. Sólo cuando don Clodo se desvistió la bata gris para irse a casa les pasé la contraseña: Asamblea. A la guarida. El momento fue muy emocionante. Creo que fue la primera vez que utilicé el lenguaje que significaba reunión secreta. El código a emplear era bien sencillo: había que toser tres veces consecutivas, contar hasta veinte, en silencio; volver a toser, contar otra vez y toser definitivamente como si nos picara la garganta. Don Clodo solía levantar la vista por encima de sus lentes, un poco amoscado, pero no pasaba del gesto. Me salió a la perfección. Después venía la parte más emocionante. Los miembros de los vergas teníamos que despistar a los miembros de otras bandas para que no descubrieran nuestra guarida. Para ello, nos desparramábamos por todo Getxo dando rodeos inimaginables. Aquel día fue fácil llegar a nuestro agujero. Mi mensaje fue emitido en el momento preciso y nadie sospechó nada. ¡Cielo santo!, lo recuerdo, sí, recuerdo aquellas dos larguísimas horas sentado en el pupitre, recitando la tabla de números primos, cantando la salve, el credo y el señormíojesucristo, respondiendo a don Clodo, en pie, con los brazos cruzados, sin comerme ninguna coma de la respuesta a aquella su pregunta de todos los martes:

—¿Cuál es la misión de la nueva España?

Y yo:

—La misión de la España Nacional es devolver a la Patria el sentido profundo de una indiscutible unidad y la fe resuelta en su misión católica e imperial.

Había que decírselo con tonadilla, como nos lo había enseñado él, al compás de su vara de avellano golpeando el pupitre. Lo recité con tal fuerza que el mismo don Clodo se apeó de su aburrimiento para pasear sus ojos por toda mi dimensión: desde la punta de mis alpargatas hasta el flequillo. Pero don Clodo olvidaba cuál era la causa de mi altanería. Fue su ignorancia la que me dio ánimos para recitar casi gritando la lección del libro de "Política y Ética", el mismo libro que tenía que esconder bajo una piedra, al socaire del caserío, antes de entrar en casa, para que no lo viera el abuelo. Don Clodo ignoraba que mi persona estaba plena de ilegalidad, que delante de sus narices tenía la prueba irrefutable para poder encarcelar a toda una familia, que desde los sobacos hasta donde se me acaba el vientre era todo un polvorín de irreverencia. Y yo, recitando las palabras grandiosas que estaban escritas en el libro de la bandera de España, firme, a un paso justo de su pupitre, con mi bandera en la piel, frenándome los latidos de mi corazón, acorazando mi cuerpo contra todo peligro. Así fue y así se lo cuento.

No faltó nadie a la cita. Todos esperaban que, un día u otro, les iba a llamar. Es decir, que yo les pasara la contraseña, que llegáramos a la gruta, que arrimáramos la rueda de carro a la entrada, encendiéramos las velas, ocupáramos nuestros sitios y yo volviera a desvestirme, allí, en mi rincón, con movimientos repetidos, los mismos que había realizado en el cuarto del tío Sabino, pero de rodillas para esquivar el techo de la cueva. Y los colores prohibidos salieron a la vista de mis solemnes amigos, con la misma temperatura de mi cuerpo y con el olor de mi piel. Y la extendimos, en venerado silencio, en el piso y nos pegamos contra los muros para no mellarla con nuestros pies. Y así permanecimos hasta que la cera de las bujías se consumió.

Mire usted: nosotros jamás tuvimos noticias del tío Sabino. Nunca escribió cuatro letras a la abuela Luka ni a su amigo León Leonetxe ni a otras personas del pueblo. Pero así como la casualidad nos trajo la noticia de que el tío Sabino había comprado un collar de campanillas para la vaca Pardilla en Canadá, también supimos por medio de un cafetero de Indautxu que el tío Sabino andaba en Guinea de capataz de negros. Figúrese el susto que se llevó la abuela Luka. Y el trabajo que se me vino encima para convencerla de que la pequeña mancha azul celeste del mapa africano era la nueva casa del tío Sabino.

Yo tenía doce años cumplidos cuando el tío Sabino cambió de continente y la abuela cambió de sonsonete. La abuela, después de rezar el rosario y la sarta de padrenuestros por todos nuestros muertos y por las intenciones de los santos, añadió otro con un ruego muy especial: "Para que a Sabino no le coman los negros infieles".

—Dios no atiende esa clase de peticiones —le dijo la tía Herminia con convencimiento pleno.

—Reza —ordenó la abuela.

—Es una petición sin fuste.

—Los negros infieles hacen muchas barbaridades y Sabino es tonto. No se atrevería ni a saltar del caldero por no llevarles la contraria.

—Los caníbales no utilizan calderos, abuela —le dije—. Además, no creo que haya caníbales en Guinea.

—Sólo Dios sabe si queda alguno suelto. Los negros, aunque son cristianos de Dios y haya habido un rey Baltasar, son peor que los gitanos: mientras te sonríen y te dicen zarandajas, te dejan sin gallinas.

—Luka —dijo el abuelo—. Tú no has visto nunca a un negro.

—¡Dios me libre! —exclamó la abuela—. Dicen que son como demonios, que huelen a diablos y que tienen los ojos como ascuas encendidas, igual que Lucifer. Además, no hablan ni en vascuence ni en castellano. Sólo dicen sinsorgadas sin sentido, que cualquiera les puede imitar.

Aquel fue un año importante en mi vida. La abuela me sacó de la escuela y me mandó a Bilbao a estudiar. Un día, a las cuatro, se vistió el delantal más nuevo y ordenó a la tía que le hiciera el moño. Vino a la escuela y esperó a don Clodo a la salida. Yo la vi desde la ventana paseando por la carretera. Lo que hablaron el maestro y la abuela lo contaría ella misma por la noche, con el tazón de sopas en el regazo.

—Quiero saber si el chico vale para estudiar carrera.

—Primero el bachiller, Luka. Tiene que estudiar siete años de bachillerato.

—Lo que haga falta, mire, lo que haga falta. Pero yo quiero saber si vale. No vayamos a vender un par de vacas para nada.

—Con cuatro palos a tiempo, todos valen.

—Para eso están ustedes.

—Para eso estamos, Luka. Nadie mejor que un maestro conoce el momento preciso de arrear dos tortazos para mover el entendimiento.

La abuela quedó muy agradecida a don Clodo. Me recordaría toda su vida que, gracias a sus consejos, yo era un hombre de provecho. Cada vez que finalizaba un curso y yo llegaba con la cartilla sin suspensos, la abuela iba al gallinero con el cuchillo de matar gallinas y sacrificaba el gallo más grande; se lo entregaba al abuelo para que lo pelara en el portal y por la tarde me enviaba, con el difunto en una cesta, a casa del maestro. Siempre acudí a casa de don Clodo con miedo. Yo no podía olvidar su brutalidad e intransigencia. Sin embargo, en cierta ocasión, vi cómo se le iluminaban sus ojos ante el capón. Aquella reacción humana borró un poco mi repulsa hacia él. Algo gané. Desde el primer pollo, don Clodo no me dio ningún pescozón (seguía maltratando a sus alumnos en plena calle hasta que regresaban del servicio militar). Es más: desde entonces comenzó a tratarme de señorito, y, dos o tres capones más tarde, ya me llamaba de don. Era un trato de privilegio, porque don Clodo solía andar sigiloso detrás de sus antiguos alumnos y les atizaba verdaderas morradas allí donde los encontraba. Don Clodo aprovechaba para hacerse notar en la iglesia, durante las misas de los domingos. Allí nadie se atrevía, por respeto, a echar a correr. Se acercaba cautamente por los flancos de los bancos e iba sellando las testas de todos los jóvenes en edad no militar con la curva de su bastón de brezo. ¡Menos mal que mi primo Kongo llegó cuando don Clodo ya estaba en el camposanto! Al maestro le atraía lo desmesurado: las nalgas prominentes, las orejas grandes, las napias en punta. ¡Imagínese la fascinación que hubiera sentido por mi primo, todo negro de arriba hasta abajo!

Con el tiempo, fui perdiendo el contacto con los camaradas de la escuela. Regresaba demasiado tarde de Bilbao como para que la abuela me dejara salir a haraganear. Tenía que hacer las tareas de clase, en la sala, en donde sólo entraba el abuelo, de puntillas, casi sin respirar. Se quedaba a mi espalda contemplando el correr de mi mano por las líneas del cuaderno de matemáticas o admirando mi habilidad pasando las hojas del diccionario de latín o sorprendiéndose de las rectas que trazaba con el tiralíneas. Permanecía como dando constancia o fe o testificando simplemente que yo, es decir, su nieto, realizaba los ejercicios necesarios para no dedicarse en el futuro a ordeñar vacas, plantar lechugas o sembrar maíz. Permanecía diez y más minutos sin parpadear. Después iba a la cocina a dar el parte a la abuela:

—Está formal.

Podía imaginarme a la abuela sentada en su sillita de brezo de patas cortadas por el abuelo para que llegara con los pies al suelo, arrimada al hogar, afirmando con su cabeza de moño la realidad de mi comportamiento. Ella me llamaría al día siguiente, a las siete. Fisgaría mi aseo (la tía Herminia estaba en misa) y me serviría las sopas de leche sin atender mis protestas. Me acompañaría hasta la puerta y me preguntaría tímidamente si ya llevaba bien preparadas las lecciones.

Cambié de amigos. Dejé de asistir a las reuniones secretas de nuestra banda. Comencé a salir con un par de muchachos de mi mismo curso que tenían fama de ser muy especiales: fumaban cigarrillos rubios, salían con chicas, se paseaban a la hora de comer sin miedo al contagio por la calle de las rameras, entraban a las salas de billar a discutir las jugadas de los adultos y hablaban de tú a tú con los barrenderos y guardias municipales. Aprendí la vida de la capital junto a ellos. Aprendí a tragar el humo con gesto de satisfacción cuando me sentía observado, a mantener una conversación cortés con las muchachas, de modo que se dejaran engatusar. Ellos me mostraron los rincones más escondidos de la ciudad, las escaleras que conducían a los paraísos de los cines, los recintos de los bailes públicos y los bares de moda para la gente menuda como yo. Recuerdo una tasca en donde la dueña, el día en que se levantaba de buen humor, hacía las delicias de la clientela. Generalmente, nos obsequiaba por las mañanas, a la hora del bocadillo. Si te guiñaba el ojo izquierdo con ostentación, te tocaba el gordo. Realmente, quien le tocaba el gordo era uno mismo, pues ese era el premio: había que acercarse, con simulado sigilo, al otro lado del mostrador y pasarle la mano por su velludo vientre hasta llegar al campo de Venus y sentir las tibieces de su volcán inflamado. Ella nunca llevaba bragas, y contaban que los martes por la noche cerraba el bar por dentro y bailaba un aurresku con las faldas amarradas en la cintura, subida en el mostrador. Fueron tres o cuatro años de descubrimientos, que me alejaron mucho de la familia. Tanto, que hasta me olvidé de rezar el rosario y de andar continuamente pensando en el tío Sabino. Primero comencé a distanciarme de las recomendaciones de la abuela. Después, dejé de ir con el abuelo a San Mamés. Comenzó a cansarme la cháchara de la tía Herminia, siempre dándole vueltas a las mismas cosas. Llegué a los quince años como lo hacen todos los chicos que cumplen quince años: con el carácter náufrago en un mar turbulento, rebelándome contra lo establecido y pronunciando bellas sandeces.

Precisamente la noche del regreso del tío Sabino, yo había ido a la cama sin probar bocado, por decisión propia para castigar a la familia con una treta de tierna histeria. Andaba yo por aquellos días con la cabeza llena de mariposas, como decía el abuelo, abúlico y melancólico. La abuela había comentado, con su voz de los reproches, que me estaba volviendo un pendejo a causa de las malas compañías. Le reproché su intrusismo en mis asuntos y entonces se enfadó de verdad y me atizó un par de alpargatazos. Cerré el pico y le dejé con la regañina en la cocina. Fue una maldita noche en que no pude conciliar el sueño. Analizaba mis actos en su medida real y me avergonzaba de ellos. Me prometía a mí mismo cambiar de comportamiento, jurándome no volver a provocar escenas como aquella. Anduve dando vueltas en la cama. Por esa razón, pude oír los dos primeros golpes en la puerta de la cocina. Fueron dos golpes sordos, pero lo suficientemente nítidos como para no dudar de su procedencia. Después, se volvieron a repetir. Y, más tarde, otra vez. La abuela no se levantó hasta que no sonaron recios. Escuché los muelles de la cama de la abuela y sus pasos por la tarima del pasillo.

—¡Ya va, coña, ya va! —exclamó desde la cocina. Luego se hizo un breve silencio. La imaginé apoyando la oreja en la hoja de la puerta para adivinar quién era. Después, preguntó con fuerza—: ¿Quién es?

—Yo, ama.

Era una voz apagada. No por haber sido pronunciada en la calle, al otro lado de la puerta, en el piso de abajo, a más de diez metros de mis oídos, sino porque había salido así de la garganta de su amo; casi un susurro, pero tan querido, que la sangre empujó ami corazón hasta mi mismísima garganta y siguió latiendo a la altura de mis amígdalas. Me senté de un brinco para que no se me saliera por la boca. Con el cuerpo tieso, el cuello rígido, vuelto hacia la puerta, contuve el aliento. Escuché a la abuela Luka:

—Ya vienes.

—Sí, ama. Ábreme.

Necesité saber si a la abuela le temblaba la voz o ver el gesto de su rostro o comprender el lugar que ocupaba en la cocina: pegada a la puerta, a un paso, apoyada en la mesa por la emoción.

¿Por qué dejaste a la burra sin amarrar?

Al principio, no comprendí la pregunta de la abuela, y llegué a pensar que no se trataba del tío Sabino, sino de alguien del pueblo que venía en busca de la abuela para que le ayudara a hacer parir aun animal.

—No fui con la burra. Ella sabía el camino.

No tuve más remedio que olvidarme de los seis años que habían transcurrido. Borrarlos de golpe y porrazo para seguir la conversación.

—¿Cuánto tiempo has andado por esos mundos de Dios?

—Desde que embarqué.

—¿Y qué has hecho desde entonces?

—Nada.

—¿Traes dinero?

—No.

—¿Salud?

—Sí.

—Entra.

Seguramente, la abuela se haría a un lado para dejar paso al tío Sabino, no demasiado lejos de su cuerpo, sólo a la distancia suficiente para quitarse la alpargata y poder propinarle un buen rosario de alpargatazos. ¡Porque lo hizo! ¡Dios! ¡Lo hizo!… como si no hubieran transcurrido seis años. La abuela le sermoneó durante más de cinco minutos con su habitual genio, por haberse ido sin siquiera repartir la leche sin mandarnos recado alguno. Se quejó de la vergüenza que había sufrido al ir a misa los domingos, recordando que tenía un hijo insustancial, tan insustancial como un barco lleno de tontos. Le llamó sinsorgo, golfo, perdido, mal hijo; como si se tratara del regreso del tío cualquier día, borracho, de la taberna. Le sirvió la sopa de ajo que guardaba al borde del hogar (siempre la guardaba allí). Esperó, a su lado, a que la terminara. Sólo cuando el tío Sabino rebañó el plato con un trozo de pan, la abuela dijo:

—El padre está bien. Herminia, como siempre.

Es decir: fue ella quien le dio el parte familiar, sin que mi tío se lo pidiese. ¡Santo Dios! Ambos estaban locos de amarrar. ¿Y yo? Estiré el cuello hasta hacerme daño, como si con el esfuerzo consiguiera que la abuela le pasara la novedad sobre mí. Un silencio insoportable me obligó a enterrar la cabeza bajo la almohada. No les oí subir las escaleras. Los tuve, de pronto, frente a mi habitación, en el cuarto de los abuelos. El abuelo había encendido la lámpara. El mortecino resplandor de la bombilla de veinte watios iluminó el pasillo. El abuelo dijo:

—¡Qué!

—Nada —respondió el tío Sabino.

—¿Ya has venido?

—Sí.

Distinguí la sombra de la mano del tío Sabino que se levantaba, a modo de saludo. Ellos se entendían sin hablar. Las cosas comenzaban a colocarse en su sitio en mi casa. Sonó la voz de la tía Herminia. Había salido de la cama sin ponerse nada sobre el camisón. Ni siquiera se había desprendido de la capotita azul impregnada en harina de su nariz, como un Cyrano avergonzado cubriendo su rama. Pensé que yo también tenía que salir al pasillo para decirle al tío Sabino "hola". Pero mis sentimientos estaban demasiado reblandecidos por el olvido de la abuela. Por otro lado, una especie de turbación me empujó al fondo de la cama. Me hice el dormido hasta la llegada del silencio. Y fue cuando sentí su olor. Seis años de vida, el cambio de seis continentes, la sal de cinco océanos y veinte mares, los calores del Ecuador y las nieves de los Polos, no habían logrado borrar el olor de la piel del tío Sabino de nuestras vacas, cerdos, conejos, burra y gallinas. Con la ayuda de un minúsculo rayo de luna que se colaba por la ventana, columbré su contorno, al lado de mi cama, con sus rodillas rozando el colchón. Reparé en el movimiento de su brazo izquierdo despegándose de su cuerpo, conduciendo la mano hasta la altura de mi rostro, a menos de tres centímetros de mi frente, sin descender a tocar mi piel. Encendió un fósforo, cuya llama duró poco. Fue tan fugaz, que no sé si se apagó sola o la apagó él al tropezarse con mis ojos abiertos. Sentí el peso de algo que había dejado a mi lado. Salió. Esperé hasta saberle marchando por el corredor. La abuela dijo:

—Sabino. No despiertes al niño. Mañana tiene que madrugar para ir al instituto.

Saqué los brazos de entre las mantas y así con ambas manos el misterioso objeto. Mis dedos recorrieron su largura. Antes de llegar al filo adiviné que se trataba de un machete. Era un machete de tamaño natural. Entonces me abracé a él y lloré como un imbécil. Me dormí borracho de felicidad.