TERCERA SEMANA EN EL HERMÓN

Del domingo, 2 de septiembre, al sábado, 8, la estancia en las cumbres del Hermón experimentó un interesante cambio. Interesante para estos exploradores, claro está…

Jesús continuó con sus habituales retiros, pero, en tres de aquellas jornadas, tuvimos la fortuna de acompañarlo. Ocurrió el lunes, 3 de septiembre, y los dos últimos días de la referida semana: el viernes y el sábado.

El Hijo del Hombre, sencillamente, nos pidió que le siguiéramos.

En esos momentos —lo confieso— no reparé en la sutileza de semejante ruego. Ahora creo entender el por qué…

Pero vayamos por orden.

Un día antes de la primera excursión, el domingo, 2 de septiembre, a la hora del cotidiano y relajante baño en las «cascadas», sucedió algo aparentemente sin mayor trascendencia. El pequeño incidente, sin embargo, me dejó pensativo. Días después, un suceso algo más grave y, en cierto modo de naturaleza similar, me animaría a romper el silencio y a plantear al Maestro otro no menos intrigante asunto: ¿qué ocurriría con la seguridad física de aquel Hombre-Dios? ¿Se hallaba indefenso, al igual que el resto de los mortales? ¿Podía ser herido? ¿Como influía su naturaleza divina frente al normal devenir de enfermedades, accidentes, etc…?

Esa tarde del domingo, como digo, mientras Jesús de Nazaret nadaba y se divertía, surgió algo imprevisto.

De pronto le oímos gemir. Se aferró a una de las rocas e intentó alcanzar la espalda con la mano izquierda. Eliseo y yo acudimos veloces. El rabí, con el rostro tenso, acusaba un intenso dolor. Sus dedos buscaban afanosamente el centro de la columna vertebral. Y al instante comprendí…

Sobre las aguas, zumbando, se alejaba una mosca enorme, de unos 20 milímetros, de color amarillento arenoso, relativamente similar a las avispas. Era una mosca depredadora, las más grandes de Palestina y que, debido a su tamaño y ferocidad, eran conocidas como «Satanás» (las actuales Satanás gigas). Supongo que por casualidad fue a topar con el cuerpo del Galileo, anclándose a la piel con sus uñas curvas, poderosas como garfios. Y con la pequeña y gruesa trompa le inyectó el veneno.

Examiné el incipiente edema y entendí que, aunque dolorosa, la picadura no tenía por qué ser grave. En cuestión de horas, probablemente, desaparecería la hinchazón. Y así fue.

El Maestro contuvo el dolor y, antes de zambullirse de nuevo en la «piscina», exclamó con su incorregible sentido del humor:

—¡Vaya Dios más torpe!

El percance, sin embargo, no fue olvidado por quien esto escribe. Pero ninguno de los tres volvimos a comentarlo… de momento.

A la mañana siguiente, lunes, como venía diciendo, con las primeras claridades, el Galileo, feliz y sonriente, nos sacó prácticamente de la tienda. Y señalando las nieves del Hermón anunció eufórico:

—¡Acompañadme!… Los detalles también son importantes.

Tomamos unas provisiones y, medio dormidos, nos dispusimos a seguirlo.

Entonces, al hacerme con la «vara de Moisés», el rabí, autoritario, ordenó:

—No, Jasón… No temas. Ab-bā vela.

El ingeniero y yo, perplejos, nos miramos sin saber qué hacer. Sabíamos que sabía, pero, a veces, nos desconcertaba…

Obedecí, naturalmente. Y el cayado —muy a mi pesar— continuó en el fondo de la tienda.

¿Detalles? ¿A qué se refería con la insólita afirmación?

Pronto caeríamos en la cuenta…

A decir verdad, en multitud de ocasiones durante aquel tercer «salto» en el tiempo, fue Él quien condujo nuestra misión. Fue Él quien nos alertó, abriendo nuestros torpes y asombrados ojos a infinidad de pequeños-grandes detalles. Detalles que también formaban parte —¡y de qué manera!— de la vida del Hijo del Hombre.

Jesús conocía bien la trocha. Atravesamos los espesos bosques de cedros y, tras saltar en varias oportunidades sobre el bravo nahal Aleyin («el que cabalga las nubes»), alcanzamos al fin los primeros ventisqueros.

Cota «2800». Casi en la cumbre.

Una brisa fresca, limpia y moderada nos recibió complacida. Entre rocas azules, la nieve, escalando la montaña santa, dulcificaba paredes y farallones. Y el sol, todavía rasante, empezó sus juegos de luces, apostando por el blanco y el naranja.

El Maestro, canturreando uno de los salmos, recogió los cabellos, amarrándolos en su acostumbrada cola. Después, sonriendo, rebosante de una paz y felicidad difíciles de explicar, comentó:

—¡Permaneced tranquilos!… ¡Es el turno de mi Padre!

Nos guiñó un ojo y, despacio, se alejó hacia una de las cercanas y chorreantes lenguas de nieve.

Aquella estampa, de nuevo, me maravilló.

¡Jesús de Nazaret caminando sobre la blanca y crujiente nieve!

Al poco se detuvo. Alzó los brazos y levantó el rostro hacia el azul purísimo de los cielos. Y así permaneció largo rato.

Entonces creí entender el por qué de sus enigmáticas palabras…

«¡Acompañadme!… Los detalles también son importantes».

Por supuesto que lo eran. A decir verdad, nunca, hasta ese momento, le vimos en comunicación con Ab-bā.

Nunca, que yo recuerde, habíamos asistido a la majestuosa y, al mismo tiempo, sencilla escena de un Jesús en oración. Miento. Este explorador sí fue testigo de excepción de uno de esos momentos. Pero las circunstancias, poco antes del prendimiento en el huerto de Getsemaní, fueron muy diferentes. Éste no era un Jesús de Nazaret atormentado y humillado. Éste era un Hombre-Dios pletórico. Lleno de vida. Entusiasmado. Feliz y dispuesto.

Y durante horas me bebí aquella imagen.

¡Hasta en eso era distinto y original!

El Maestro no rezaba como el resto de los judíos. Al menos, en privado…

En ningún instante se ajustaba a las estrictas normas de la Ley mosaica. No juntaba los pies. No arreglaba sus vestiduras. No se encorvaba hasta que «cada una de las vértebras de la espalda quedara separada». No seguía el consejo de la tradición: «que la piel, sobre el corazón, se doble hasta formar pliegues» (Así reza Ber. 28 b). Tampoco le vimos imitar jamás las pomposas prácticas de los fariseos. Nunca, al entrar o abandonar un pueblo, recitaba las obligadas bendiciones. Y mucho menos al pasar frente a una fortificación o al encontrarse con algo nuevo, hermoso o extraño, como pretendían los rigoristas de la Torá. En más de una ocasión —como espero narrar más adelante— tuvo el coraje de enfrentarse a estos puristas de Yavé, echándoles en cara sus hipócritas y vacías recitaciones. (Para las castas sacerdotales y doctores de la Ley, el número de plegarias multiplicaba el mérito ante Dios. Así, por ejemplo, un centenar de bendiciones era considerado una «alta muestra de piedad»).

Jesús rezaba como el que conversa con un amigo muy querido. Y lo hacía sobre la marcha: en pie, sentado, tumbado, mientras cocinaba, en pleno baño o en mitad del trabajo…

Recuerdo que ese día, cuando interrumpió la «conversación» con el Jefe para dar buena cuenta de las provisiones, quien esto escribe, sin poder sujetar la curiosidad, le interrogó sobre aquella extraña forma de orar.

—¿Extraña? —preguntó a su vez el Hijo del Hombre—. ¿Y por qué extraña?

—Digamos que no es muy normal…

El Galileo adelantó parte de la respuesta con un negativo movimiento de cabeza. Y volvió a interrogarnos.

—Decidme: ¿qué entendéis vosotros por rezar?

Ahí nos pilló. Y ambos, humildemente, confesamos que jamás rezábamos. El Maestro, entonces, sonriendo, afirmó rotundo:

—¡Pues ya va siendo hora…! Es muy fácil… La oración, en realidad, no es otra cosa que una charla con la «chispa» que os habita. Vosotros habláis. Conversáis con Él. Exponéis vuestros problemas y, sobre todo, vuestras dudas. Y Él, sencillamente, responde.

—Y tú, Señor, ¿qué problemas tienes?… Te hemos observado y no has parado de hablar con Él durante toda la mañana…

—Bien —replicó complacido—, de eso se trataba: de que captéis también los «detalles»…

»En cuanto a tu pregunta, mi querido e indiscreto «pinche», yo no tengo problemas. Durante estos retiros, lisa y llanamente, cambio impresiones con Él. Repasamos la situación y, digámoslo así, me preparo para lo que está por venir.

—¡Genial! —clamó el ingeniero—. ¡Una reunión en la «cumbre»!

—Algo así…

—Entonces —intervine desconcertado—, si no he entendido mal, cuando rezas, cuando hablas con el Jefe, no pides nada…

—¿Pedir? No, Jasón, con Él, eso es una solemne pérdida de tiempo. Lo habéis oído y lo repetiré muchas veces. Ab-bā es AMOR. Recuerda: con mayúsculas. Él te sostiene y te da… antes de que tú abras los labios. Todo cuanto te rodea, cuanto tienes y puedas tener, es consecuencia de su AMOR. ¿Recuerdas?…

—Sí, con mayúsculas.

—Muy bien —rió satisfecho—. Veo que aprendes rápido.

Y añadió feliz:

—¡No seáis tontos! Cuando habléis con Él… ¡exprimidlo! ¡Sacadle el jugo! ¡Pedidle únicamente información y respuestas!… En eso no falla.

Nos hizo un guiño y, alzándose, se excusó:

—Y ahora, perdonad… Voy a seguir «exprimiéndolo».

La segunda excursión, en la jornada del viernes, 7 de septiembre, fue —¿cómo lo diría?—… «especial». Sí, especial e intensa como pocas…

Al principio, todo fue bien. Normal.

Poco más o menos hacia la hora «tercia» (las nueve de la mañana), el Maestro y estos exploradores nos reuníamos con el ventisquero habitual, en la cota «2800». El día se presentaba espléndido, aunque algo más frío que los precedentes. La brisa mañanera, inexplicablemente enojada, silbaba entre las rocas, agitando las túnicas.

Depositamos el saco con las viandas muy cerca de una de las láminas de nieve y, de pronto, mi hermano reparó en algo. Nos aproximamos y, curiosos, echamos un vistazo al reguero de huellas.

Jesús se inclinó sobre el inmaculado manto de nieve y, tras un breve examen, comentó:

—Un dob

Las huellas, nítidas y profundas, pertenecían, en efecto, a un oso. Eran grandes. De casi 30 centímetros de longitud por 20 de anchura. Las uñas aparecían igualmente claras y temibles. Eliseo, mejor entrenado en esta clase de rastros, llamó nuestra atención sobre las almohadillas digitales. Se hallaban muy juntas una de otra. Aquello, y el dibujo del pie posterior, con el primer dedo más corto, reafirmó la sospecha del rabí. Pero había algo más. Casi paralelas a estas pisadas, y a corta distancia, distinguimos otras huellas gemelas más pequeñas.

—Un dob y su cría…

El ingeniero y quien esto escribe nos miramos con preocupación. El Maestro, en cambio, no se inmutó. Nos dejó junto a las huellas y, siguiendo la costumbre, se alejó unos pasos, entregándose a la comunicación con Ab-bā. En esos momentos, la verdad sea dicha, lamenté no tener conmigo la «vara de Moisés»…

Eliseo prosiguió la exploración y, al poco, volvió a reclamarme. El nuevo hallazgo confirmaría definitivamente nuestra idea. Sobre la nieve, formando un gran montón, se hallaban unas heces todavía calientes y típicamente cilíndricas, de unos seis centímetros de diámetro. Las integraban trozos de huesos, pelos, vegetales y algunos insectos. Me alarmé. El animal —casi con seguridad una osa— acababa de cruzar por el ventisquero. Se dirigía de este a oeste.

Verifiqué el viento y, en cierto modo, me tranquilicé. La brisa procedía del poniente, jugando a nuestro favor. Quizá no nos había detectado…

El resto de la mañana discurrió sin problemas. Jesús de Nazaret se movió resuelto y silencioso por el ventisquero, deteniéndose aquí y allá, siempre absorto y con el rostro levantado hacia los cielos.

Alrededor de la hora «sexta» (mediodía) compartimos el frugal almuerzo: miel, queso y fruta.

El Maestro, de un humor excelente, siguió hablándonos del Padre y de su intensa comunicación con Él. Repitió una generosa ración de miel y se retiró de nuevo a cosa de cincuenta o sesenta metros. Nosotros continuamos observándolo. Pero, al poco, el viento arreció. Eliseo se alzó y, señalando la cercana linde del bosque, me animó a cambiar de lugar, buscando así una mejor protección contra el cada vez más desagradable maarabit.

Ahora, al rememorar el oportuno y providencial gesto de mi compañero, me estremezco. ¿Qué habría sucedido si llegamos a permanecer junto a la lengua de nieve?

El Destino, verdaderamente, es inexplicable…

Unas dos horas más tarde, cercana ya la «nona», escuchamos un gruñido. Al principio apagado, lejano…

Eliseo y yo, movidos por el mismo pensamiento, nos pusimos en pie, observando inquietos la línea de árboles que cerraba el ventisquero por el flanco oeste. Instintivamente busqué al rabí. Se había desplazado unos pasos. Ahora se encontraba a nuestra derecha, en pie sobre una laja de piedra de unos 40 centímetros de altura, y a cosa de un centenar de metros del saco de las provisiones. Presentaba las palmas de las manos abiertas hacia el cielo, y el rostro, como siempre, directamente encarado a lo alto. El viento, pertinaz, hacía ondear la túnica como una bandera.

¡Las provisiones!

De pronto recordé. El petate, en un descuido, quedó abierto. Y en el interior, los restos del refrigerio: algunas manzanas, parte del queso y el frasco de vidrio con una buena ración de miel líquida. Y dudé. ¿Fue cerrado por Eliseo al terminar el almuerzo?

No hubo tiempo para nuevas disquisiciones…

Eliseo y yo, aterrados, vimos aparecer entre los cedros un formidable ejemplar de oso sirio, una subespecie del Ursus atetas, el célebre y temido oso pardo. Podía tener dos metros de longitud, con un peso no inferior a los doscientos kilos.

En un primer momento se detuvo. Levantó la enorme cabeza y olfateó. El maarábit, el viento del oeste, por fortuna, no le proporcionó pista alguna sobre los humanos que se hallaban frente a él. Sin embargo, receloso, permaneció atento a cualquier sonido.

Miré al Maestro. Seguía inmóvil. Ajeno. Absorto.

Mi compañero, pálido, me hizo una señal.

¿Avisábamos al rabí?

Traté de pensar a gran velocidad. ¿Qué hacíamos? Podíamos salir al encuentro de la bestia y obligarla a huir con gritos y piedras. El método, sin embargo, no me convenció. Estos animales son imprevisibles. En caso de ataque corríamos el riesgo de caer bajo sus garras. Unas garras negras y afiladas de casi quince centímetros de longitud. Pero no fue ese hipotético peligro lo que me decidió a continuar mudo e inmóvil como una estatua. Nosotros, después de todo, estábamos protegidos por la «piel de serpiente». Fue la posibilidad de que el ursus alcanzara a Jesús de Nazaret lo que, definitivamente, me dejó clavado al suelo.

Solicité calma y, por señas, le hice ver a mi amigo que lo mejor era no actuar. Me miró atónito. Y volvió a dirigir su dedo hacia el Maestro.

Negué con la cabeza y, en previsión de una súbita y más que probable reacción de Eliseo, lo sujeté por el ceñidor, reteniéndolo.

En esos críticos instantes, por detrás del vigilante plantígrado, entró en escena un segundo personaje: un osezno de unos seis meses, de pelaje igualmente espeso y rojizo, juguetón, inquieto y, sobre todo, curioso.

Al verlo, la verdad, me alegré de no haber salido al paso de la osa. En esas circunstancias, con una cría bajo su custodia, la reacción de la madre podría haber sido mucho más violenta y temible.

Finalmente, convencida de que el lugar se hallaba despejado, avanzó lenta y vacilante, con el típico paso portante. El osezno, confiado, la rebasó y, a la carrera, tomó la dirección en la que se hallaba el Maestro. Pero un súbito y oportuno gruñido de la osa lo frenó en seco. Miró a la madre y, saltando y revolcándose sobre la nieve, la esperó.

Mi corazón, casi despeñado, avisó. Si el oso sirio no cambiaba de rumbo iría a pasar junto a la laja en la que continuaba Jesús.

Pero ¿cómo era posible?

El Galileo seguía ajeno a todo. ¿Cómo no escuchaba los gruñidos?

De pronto, helándonos la poca sangre que aún circulaba, la osa se detuvo de nuevo. Levantó el hocico y olfateó. Y el viento revolvió el largo pelaje del cuello y del vientre.

¿Qué había detectado?

El paraje no respiraba. Sólo el maarábit silbaba entre los farallones, tan aterrado como estos exploradores. El olor corporal de Jesús no llegaba hasta la osa. El viento, providencialmente, lo impedía. Entonces…

Eliseo, desarmado, pegó un tirón, tratando de entrar en escena. Aguanté como pude y, autoritario, clamé en voz baja:

—¡Quieto!… ¡No debemos intervenir!… ¡Es una orden!

Le vi apretar los puños y morderse los labios con rabia. Pero obedeció.

El ursus, entonces, cambió de dirección y se aproximó al saco de viaje.

¡Las provisiones! ¡Acababa de olfatearlas!

En efecto, tras inspeccionar el contenido, introdujo las fauces en el petate, dando buena cuenta de la comida.

La cría, aburrida, siguió merodeando. Y en una de aquellas cortas carreras fue a topar casi con la piedra sobre la que oraba el Hijo del Hombre.

Me estremecí.

El osezno, a pesar de la absoluta inmovilidad de Jesús, captó algo y, curioso, fue rodeando la laja. Al situarse contra el viento, la presencia humana le dio de lleno. Permaneció quieto. Intrigado. Miró a la madre, pero ésta, encantada con la ración de miel, no le prestó la menor atención. Entonces, decidido, levantó las manos, apoyándolas sobre el filo de la roca.

Eliseo y quien esto escribe temblamos.

Las sandalias del Maestro se hallaban a escasos treinta o cuarenta centímetros de las garras del cachorro. Si lo tocaba, lo más probable es que el Galileo reaccionase. En ese caso, ¿qué sucedería?

El osezno aproximó el hocico, olfateando a la extraña y alta criatura. Y en ello estaba cuando, de improviso, los bajos de la túnica, agitados por el maambit, fueron a golpearlo en plena cara, asustándolo. No lo dudó. Saltó hacia atrás y, aterrorizado, corrió hacia la osa.

Instantes después, concluido el festín, el ursus se alejó por donde había llegado, seguido de cerca por la incansable cría. Y los vimos desaparecer en el intrincado bosque de cedros.

Respiramos.

Una hora más tarde —rondando la «décima» (las cuatro)—, Jesús abandonó su aislamiento, reuniéndose con estos maltrechos exploradores. Algo notó en nuestros rostros y, al punto, intrigado, preguntó qué sucedía. Al explicarle, sonriendo burlón, exclamó:

—¡Una osa!… ¿Aquí?… ¡Y yo con estos pelos!…

Así era aquel Hombre. Aquel magnífico Hombre.

Definitivamente, el Galileo no se percató de la presencia del ursus. Su poder de concentración, su «hilo directo» con Ab-bā —no sé cómo llamarlo—, era asombroso. Y a la vista de lo ocurrido en la «piscina de yeso» y en el ventisquero volví a plantearme la inquietante cuestión: ¿era vulnerable? ¿Se hallaba sujeto, como el resto de los mortales, a los riesgos de la existencia? Yo conocía su final y, evidentemente, sí era un Hombre sometido al dolor y a la muerte. Pero eso fue al final de su vida en la carne. ¿Y qué sucedía con las etapas anteriores? La verdad es que, reflexionando sobre ello, no hallé un solo dato, excepción hecha de la infancia, que permitiera imaginar o suponer a un Jesús enfermo o en grave riesgo de perder la vida. La curiosa circunstancia —a qué negarlo— me dejó perplejo. No era normal. «Algo» invisible parecía preservarlo.

Esa misma noche, tras la cena, no pude resistir la tentación y lo expuse abiertamente.

—No temas, Jasón —replicó el Galileo, ratificando mis sospechas—, nada sucede, ni sucederá, sin el consentimiento del Padre.

Y añadió con aquella seguridad de hierro:

—¡Estoy en las mejores manos!

Entonces, recordando un viejo accidente —su caída por las escaleras exteriores en la casa de Nazaret [142] cuando tan sólo contaba siete años—, pregunté:

—¿Y qué me dices de la tormenta de arena que provocó aquel peligroso tropiezo? Podías haberte matado…

La alusión a su ya lejana infancia debió traerle gratos recuerdos. Se aisló unos segundos y, finalmente, sonriendo, exclamó:

—Has hecho un buen trabajo, mi querido embajador, pero recuerda mis palabras: la vida es para VIVIRLA. Con mayúsculas… Y yo he venido también para experimentar la existencia humana. Todo ha sido minuciosa y escrupulosamente medido.

Estaba claro.

Eliseo intervino, interpretando las afirmaciones del Maestro «a su manera», como siempre…

—¿Quieres decir que un ángel te protegió?

—Es más complejo, pero vale…

Mi hermano no dejó pasar la excelente oportunidad y atacó. Aquella, si no recuerdo mal, era una de las casi cien preguntas que tenía preparadas.

—Entonces reconoces que los ángeles existen…

Jesús le contempló asombrado.

—Muchacho…, ¿estás sordo?

—Todavía no, Señor…

—¿Cuántas veces tendré que repetirlo? El reino de Ab-bā es un hervidero de vida.

—O sea…, ¡existen!

—Y en tal cantidad —replicó el Maestro resignado ante la impetuosidad del ingeniero— que no hay medida en la Tierra para sumarlos.

—¿Y cómo son?

—¿Por qué no esperas a comprobarlo por ti mismo?

—¡Ah!, entonces lo veré cuando pase al «otro lado»…

—¿Al «otro lado»?

—Ya me entiendes, Señor… Cuando muera.

—Claro, mi querido «pinche». Eso es lo establecido.

—¿Tienen alas?

Eliseo, cuando se lo proponía, era un terremoto.

—¿Alas? ¿Como los pájaros?

—Como los pájaros…

Jesús me miró y, suspirando, comentó derrotado:

—¿De dónde lo has sacado? ¿Es siempre así?

Asentí sonriente.

—Si quieres imaginarlos con alas… muy bien. Cuando pases al «otro lado», como tú dices, te llevarás una sorpresa.

Dudó y, sin perder la sonrisa, rectificó:

—Mejor dicho, un susto…

—¿Son feos?

—Menos que tú, querido «destrozapatos»…

—Entonces son guapos…

El Maestro volvió a mirarme y musitó:

—¡Incorregible!… ¡Maravillosamente incorregible!

Y, tan resignado como Él, asentí de nuevo.

—¿Guapos? —terció mi amigo, cayendo en la cuenta de algo que desencadenaría las risas del rabí—. ¿Es que no hay guapas?

—Los ángeles son criaturas de luz. Pertenecen a esas «otras realidades» de las que ya te hablé. No disponen de cuerpos físicos. Han sido creados en perfección y no saben de sexos. Son una «realidad» muy parecida a la que os aguarda en el «otro lado»…

Interrumpió la explicación y, asintiendo con la cabeza, esgrimió casi para sí:

—El «otro lado»… Me gusta la definición.

—Y si no hay sexo, ¿cómo se divierten?

—¡No seas bruto! —le reproché.

—No importa —terció Jesús—. Me gusta su naturalidad… Hijo mío, ahora no estás capacitado para entenderlo, pero hay otros placeres inmensamente más intensos y gratificantes que el sexo. Te garantizo que, en el «otro lado», no te aburrirás…

Intenté reconstruir la conversación y pregunté:

—Y esos seres de luz, ¿cuidan de los humanos?

—Algunos sí. No todos.

—¡El famoso ángel guardián!

—Los famosos ángeles, Jasón, en plural…

La matización, lógicamente, nos dejó confusos. Y Eliseo lo abordó:

—¿En plural? ¿Cuántos tenemos?

—Esas deliciosas criaturas son creadas siempre por parejas. Son dos en uno. Cada mortal que lo merece, por tanto, recibe un custodio doble.

—¿Y por qué dos?

—Cosas de Ab-bā. Ya sabes que es muy imaginativo…

Una de las afirmaciones no pasó inadvertida para estos exploradores. Y Eliseo y yo nos pisamos de nuevo la pregunta:

—¿Cada mortal que lo merece? ¿Qué has querido decir?

—Observad atentamente: siempre regresamos al principio. Siempre se vuelve al mensaje clave: ponerse en sus manos, hacer su voluntad, desencadena una fuerza arrolladora y magnífica. Pues bien, cuando el hombre toma esa suprema decisión, una pareja de serafines es destinada de inmediato a la custodia del pequeño Dios. Y lo acompañará hasta la presencia del Jefe… y más allá.

—Un momento —clamó el ingeniero desconcertado—. ¿Y qué pasa con los que nunca han querido… o, incluso, no han podido hacer suya esa gran decisión?

—Mi Padre, también te lo dije, tiene otros métodos y caminos. El Amor no distingue. Vosotros habéis planteado algo concreto y yo he respondido.

—Veamos —intervine, intentando seguir siendo lo más puntual y certero posible—, ¿quiere eso decir que una mente subnormal, por ejemplo, se halla indefensa?

El Maestro, leyendo en mi corazón, se apresuró a negar con la cabeza. Adoptó un tono más grave y aclaró:

—No, hijo mío. Esas criaturas son especialmente cuidadas por los ángeles al servicio de Ab-bā.

Y subrayó con énfasis:

—¡Especialmente!

—En otras palabras —aventuré—: nadie queda sin protección.

—Querido Jasón, el día que descubras hasta dónde llega el Amor del Padre, esa reflexión te llenará de sonrojo.

—Pero, Señor, no entiendo. Si toda criatura humana es guardada y vigilada, ¿qué significado tiene esa pareja de ángeles que aparece cuando se toma la decisión de hacer la voluntad de Ab-bā?

—Muy sencillo. Te dije que el Amor es dinámico. Si tú prosperas, el Amor prospera…

—Entiendo —resumió Eliseo—. Esa pareja «extra» es un lujo.

—Dios es un lujo. Un continuo e inagotable lujo…

—Y tú, Señor, como ser humano, ¿cuántos ángeles tienes a tu lado?

El Galileo, divertido, miró a su alrededor.

—Sólo veo dos…

Eliseo, ingenuo, no captó la broma.

—¿Dos? ¿Y cómo son?

Primero, señalándole a él, exclamó entre risas:

—Uno… un «destrozapatos».

A continuación, dirigiéndose hacia quien esto escribe, remachó:

—El otro… un «fregaplatos».

No insistimos. Poco a poco fuimos aprendiendo. Esta clase de «respuestas» marcaba casi siempre un punto final en el asunto que manejábamos. Por razones desconocidas para nosotros, algunos de los temas que salían a la luz no eran satisfechos por el Maestro como hubiéramos deseado. Recuerdo que una vez, en plena vida de predicación, me atreví a interrogarlo sobre el particular. Y Él, afectuoso, colocando las manos sobre mis hombros, sentenció:

—Mi querido ángel, la revelación es como la lluvia. En exceso sólo trae problemas. Dejadme hacer…

Intuyo que lo que me dispongo a relatar a continuación, muy probablemente, es uno de los capítulos más sugestivo y trascendental de cuanto llevo narrado en este pobre y apresurado diario.

¡Cómo me gustaría dominar la pluma! Daría lo poco que me resta de vida por saber trasladar aquellas hermosas y esperanzadoras palabras tal y como Él las pronunció. Pero soy humano (todavía). No sé si acertaré.

Fue mágico. Ni mi hermano ni yo lo buscamos. Brotó en su momento. Él, seguramente, lo sabía…

Recuerdo que me hallaba en la tienda. Fue al atardecer del día siguiente, sábado, 8 de septiembre. Acabábamos de regresar de la tercera y última excursión a la cumbre de la montaña santa. El Maestro y mi compañero se afanaban en la preparación de la cena. Yo aproveché aquellos minutos y repasé las notas de la jornada anterior. De pronto —no sé por qué— me detuve en una de las frases de Jesús. Curioso. Este explorador la había subrayado. El Maestro, refiriéndose a los ángeles, se expresó así:

«Son una "realidad" muy parecida a la que os aguarda en el cielo».

Quedé pensativo.

Por aquel entonces, el tema de la muerte era algo que no me agradaba. Sin embargo, obedeciendo quizá un impulso del subconsciente, lo resalté.

Y en ello estaba, contemplando la frase con perplejidad, cuando, sin previo aviso, vi aparecer al Galileo en el interior del refugio.

Parecía distraído. Me miró. Sonrió y se excusó:

—¡Vaya!… Me he equivocado de tienda… Perdón… Busco la sal…

Dio media vuelta y se dirigió al exterior. Pero, de pronto, se detuvo. Giró la cabeza y, señalando mis escritos, exclamó:

—Yo no dije semáyin

Cuando reaccioné había desaparecido.

¿Semáyin?

Caí sobre el diario y, atónito, descubrí que, en efecto, la referida frase de los ángeles se hallaba equivocada. Jesús de Nazaret nunca habló de «cielo» (Semáyin), sino del «otro lado» (ohoran atar).

Por supuesto, terminé riendo solo, como un tonto.

¿Se equivocó de tienda? Nunca lo creí.

¿Preguntar cómo lo hacía? Ni hablar. Sencillamente, lo hacía…

Minutos después, reunidos alrededor de la lumbre, el rabí, guiñándome un ojo, preguntó:

—¿Tenía o no tenía razón?

Y servidor, como un idiota, replicó:

—Sí, pero, en el fondo, viene a ser lo mismo…

—No, Jasón. El cielo, tal y como vosotros lo interpretáis, tiene poco que ver con el «otro lado».

Y así, mágicamente, fue a hablarnos de «algo» a lo que nunca quise enfrentarme. Una realidad, sin embargo, a la que nadie escapa.

Mi hermano, captando parte de lo sucedido, le puso el tema en bandeja.

—Ya que hablas de la muerte. Señor, dime: ¿no te asusta?

La respuesta fue categórica. Fulminante.

—Responde primero a otra pregunta: ¿te asusta dormir?

—No, pero no veo la relación…

—Es lo mismo.

—¿Morir es dormir?

—Así es, querido «pinche». Sólo eso.

—¿Y después?

—Después… ¡la vida!

La palabra utilizada por el Galileo —hay— no dejaba lugar a dudas. Hay = vida.

—Un momento —se despachó Eliseo, muy consciente de la gravedad de lo que se estaba planteando—, ¿hablas en serio o en parábola?

Jesús contuvo la risa.

—Muy en serio…

—¿Seguro?

—¡Segurísimo!

—Repítelo otra vez. ¿Es eso cierto?

El Maestro aguardó unos instantes. Borró todo rastro de sonrisa y con la faz grave, muy grave, exclamó:

Yassib!

Para ese término arameo, que yo sepa, sólo hay dos traducciones: «cierto» y «verdadero».

—¡Cierto! —repitió el rabí, eliminando toda suspicacia.

Silencio sepulcral… Y nunca mejor dicho.

Eliseo y yo nos miramos. Ante semejante y categórica afirmación sólo cabía creer o no creer. El problema era que aquel Hombre jamás mentía. Si Él aseguraba que tras la muerte hay vida… no teníamos alternativa. ¡Hay vida!

El ingeniero, sincero, suspiró:

—¡Cómo nos gustaría creerte!

Jesús, entonces, le salió —nos salió— al paso sin titubeos:

—Vosotros, precisamente, lo sabéis mejor que nadie… ¿A qué vienen ahora esas dudas?

—Es que es muy fuerte, Señor…

—Sí, lo sé. Ésa es otra de las razones de mi presencia entre los humanos. Cuando llegue el momento… ya sabéis a qué me refiero, lo verán con sus propios ojos. Verán al Hijo del Hombre resucitado de entre los muertos. Y lo verán con una forma idéntica a la que todos disfrutaréis tras el sueño de la muerte.

—Pero, Señor, tú eres Dios. Tú sí puedes hacerlo. Nosotros, en cambio…

—No, hijo mío. Mi resurrección pondrá de manifiesto la gloria del Padre, pero también tendrá una segunda y no menos importante justificación: la esperanza. Te lo dije: sois inmortales. Seréis resucitados.

—¿Seremos? ¿Por quién?

—Justamente por mis ángeles.

—¿Por los pájaros?

—¿Pájaros? ¿Qué pájaros?

Tercié en la charla, amonestando a mi compañero. No era momento para bromas. Jesús, sin embargo, me lo reprochó.

—Querido amigo, deja a tu hermano que se exprese. Cuanto más arriba estés en la carrera hacia el Jefe, más gustarás del buen humor. Cuanto más importante y serio es un asunto, más humor necesita… El sentido del humor, no lo olvides, no fue inventado por el hombre. Es cosa de los cielos.

Eliseo, crecido, fue a los detalles. Y yo, sinceramente, lo agradecí.

—Pero ¿dónde?, ¿cómo?

El Maestro, feliz, solicitó calma. Y fue desgranando algunas informaciones.

—¿Recuerdas?: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas…».

Asentimos impacientes.

—Pues eso. En mi reino hay unas estancias… digamos que «especiales», en las que volvéis a la vida. A la verdadera vida.

Nos observó complacido.

—… Tras la muerte, tras ese fugaz sueño, apareceréis en un mundo distinto.

—¿Con casas?, ¿con árboles?, ¿con ríos?

—Sí, mi impulsivo amigo, igual a éste… pero distinto.

—Lo has dicho muchas veces, Señor…

Capté el involuntario error y rectifiqué.

—Perdón, lo dirás muchas veces… «Cuando llegue la hora despertaréis en un mundo que ni siquiera podéis intuir». Ahora dices que es igual a éste, pero diferente. No entiendo…

—Es lógico, Jasón. Decidme: ¿imagináis unos cuerpos, una materia, que son y no son materia? ¿Estáis capacitados para comprender una besar [carne] que, además es or [luz]?

¿Carne y luz al mismo tiempo?

No, no éramos capaces de asimilar ese concepto.

—A eso me refiero —prosiguió el rabí haciendo un esfuerzo por acercar las palabras a nuestra corta inteligencia— cuando os digo que ese espléndido mundo es igual, pero distinto.

—¡Materia y luz!

Eliseo, de pronto, recordó algo que discutimos largamente en la cumbre del Ravid. Y, ni corto ni perezoso, expuso su original y gratificante teoría sobre «MAT-1».

El Maestro escuchó atento y visiblemente conmovido. Cuando Eliseo concluyó, sencillamente, le sonrió, aprobando su hipótesis con varios y afirmativos movimientos de cabeza.

Fue suficiente.

Mi amigo, entusiasmado, pegó un salto y, apretando los puños, gritó:

—¡Lo sabía!… ¡Mitad materia, mitad luz!

Pero el rabí, interviniendo, lo deshinchó en parte:

—Más o menos, querido «pinche». Más o menos…

Acto seguido, enlazando con algo que repetiría hasta la saciedad, advirtió:

—¿Comprendéis ahora por qué os pido con tanta insistencia que VIVÁIS la vida? ¿Entendéis por qué he dicho que estoy aquí para experimentar la existencia humana?

—Déjame adivinarlo. Parece simple…

Miré mis manos y me aventuré.

—Esta forma de vida es única. Allá, en esos mundos especiales, tendremos otros «cuerpos»… distintos. No podremos vivir como ahora. ¿Te refieres a eso? ¿Estás hablando, Señor, de apreciar y aprovechar esta oportunidad? ¿Nos estás diciendo que VIVAMOS la vida porque no disfrutaremos de otra semejante?

No respondió. Nos dejó en suspenso unos segundos y, al percibir nuestra ansiedad, sonrió feliz, exclamando:

—¡Perfecto, Jasón! VIVID intensa y generosamente. Saboread la vida. Disfrutad cada instante. Sabed que esta oportunidad, como dices, es única. Nunca volveréis a este estado. Amad la vida. Respetadla. Compartidla. Usadla con inteligencia y moderación. Os lo dije: es un regalo del Padre.

Mi hermano, entonces, estalló como un volcán, interrogándolo sin respiro.

—Y ahí, Señor, ¿qué se hace?

—Te lo estoy diciendo, pero no escuchas: despertar.

—Pero ¿a qué?

—A la verdadera, a la definitiva vida. Ahí comienzas. Ahí arrancas hacia el Padre.

—¿Se trabaja?

—Por supuesto, aunque al principio todos necesitáis una «limpieza»…

Notó nuestra perplejidad y aclaró:

—Cuando seáis despertados en ese mundo, todo, prácticamente, será idéntico a lo que acabáis de dejar aquí. Os lo repito: es un simple despertar. Pero los defectos y vicios de la naturaleza humana seguirán pesando… en parte. Y los míos se ocuparán entonces de «limpiarlos». No os preocupéis: la «cura» es rápida y sin dolor. Comprendedlo: en esa otra realidad no cabe la densa y torpe herencia que arrastráis. Os prepararán para un largo, muy largo, camino hacia el Jefe. Un camino cada vez más espléndido. Una senda en la que, poco a poco, la luz dominará a la materia. Y llegará el día en que sólo seréis eso: luz.

—Entonces veremos al Jefe…

—¡Tranquilo, muchacho! Al «Barbas» lo verás… a su debido tiempo.

—Mitad luz, mitad materia… ¿Y cómo se sostiene esa materia? ¿Se come en el «otro lado»?

Jesús parecía esperar la pregunta de Eliseo.

—Se come y se bebe… pero no lo que tú crees.

Mi hermano y yo nos miramos una vez más. Y tuvimos el mismo pensamiento. Esa afirmación del rabí coincidía con lo detectado por nosotros durante la aparición número catorce del Resucitado, en la mañana del sábado, 22 de abril del año 30, en la colina de la «Ordenación» (hoy llamada de las Bienaventuranzas). En aquella oportunidad, el instrumental de la «cuna» detectó en el «cuerpo glorioso» una clara ausencia de sistemas circulatorio y digestivo, tal y como los entendemos en la Tierra [143]. Él no lo dijo, pero quien esto escribe hizo sus propias deducciones: quizá en ese nuevo mundo, en ese nuevo estado —en «MAT-1», como decía mi compañero—, los «alimentos», integrados por esa enigmática sustancia (mitad materia, mitad energía [?]), fueran absorbidos total y absolutamente. En otras palabras: una «alimentación» sin desechos.

Francamente, quedé maravillado.

En cuanto a la carencia de aparato circulatorio, si aceptaba las palabras del Maestro, y las acepté, por supuesto, la explicación podía ser muy similar. Aunque la ciencia no está capacitada todavía para entenderlo, quizá esos «cuerpos» no se vean en la necesidad de respirar. O, si lo hacen, quizá se nutren del oxígeno, o de lo que sea, por contacto directo de la «piel» con el medio ambiente.

Lo sé. Puras especulaciones…

Sin embargo, por ahí apuntaron las respuestas del Hijo del Hombre.

Como decía el Maestro, «quien tenga oídos…».

—Entonces —machacó el ingeniero—, se come y se bebe…

Jesús asintió en silencio, pero no proporcionó más aclaraciones. Sencillamente, se limitó a repetir lo ya dicho.

—Seréis como ángeles…

—¿Con esposa o sin esposa?

—Querido «destrozapatos», por favor, escucha cuando hablo…

—Ya escucho, Señor…

—Entonces estás sordo.

—No —tercié mordaz—, es que es tonto…

—¡Silencio, «friegaplatos»!

—¡Haya paz!… Te decía que en esa nueva realidad no se precisa del sexo, tal y como lo entendéis en la Tierra. Allí no existen esas inclinaciones. Entre otras razones, porque la carne, el cuerpo material, no pasa al «otro lado». Aquí queda y aquí desaparece…

—¡Maravilloso! —clamó Eliseo—. Entonces, si no hay esposa, tampoco hay suegra…

El Maestro levantó los brazos, exclamando:

—¡Me rindo!

—No, por favor… Sujetaré la lengua, pero continúa hablando…

Aproveché el frenazo del ingeniero y me interesé por un punto que no terminaba de asimilar. Uno entre muchos, claro…

—Dices que somos inmortales. Así nacemos. Entonces, ¿por qué no resucitamos por nosotros mismos? ¿Por qué se precisa a tus ángeles?

Jesús tropezó de nuevo con el gran problema: la limitación de la mente humana. Quien esto escribe ansiaba saber, pero, lo reconozco, quizá me estaba aventurando en cuestiones que iban más allá de mi corto conocimiento. Aun así, el rabí lo intentó.

—Hijo mío, no es mucho lo que puedo decirte… por ahora. Hay criaturas del tiempo y del espacio que no estrenan siquiera su inteligencia. Por múltiples razones se ven privadas de un mínimo de espiritualidad. Pues bien, según lo establecido por Ab-bā, esos humanos no son «despertados» tras la muerte. Deben esperar, en un sueño colectivo, a que llegue su hora. Y no preguntes más. Acepta mi palabra…

¿Un sueño colectivo?

Entonces creí entender una de las misteriosas frases del Resucitado, pronunciada el 5 de mayo del año 30, en la aparición en la casa de Nicodemo, en la Ciudad Santa:

«… Más que por esto (se refería a su resurrección), vuestros corazones deberían estremecerse por la realidad de esos muertos de una época que han emprendido la ascensión eterna poco después de que yo abandonara la tumba de José de Arimatea…».

—Sólo una cuestión, Señor. Otros muchos seres sí disponen de ese mínimo de inteligencia y espiritualidad. ¿Por qué no resucitan por sí mismos?

—También lo hemos hablado, mi querido y olvidadizo ángel. Sois inmortales, sí, y por derecho propio. Así lo ha querido Ab-bā. Pero no confundas inmortalidad con vida.

—No comprendo… ¿No es lo mismo?

—Sí y no. La vida precede siempre a la inmortalidad. Ésta, en definitiva, depende de aquélla. Y no olvides que la vida es una prerrogativa del Padre. Yo dispongo de ese poder por su inmensa generosidad. Vosotros, en cambio, no estáis capacitados para ponerla en pie…

Mi hermano le interrumpió.

—¿Quieres decir que el hombre nunca creará la vida?

Así es. Mientras pertenezca al reino de lo material… nunca lo conseguirá. ¡Nunca!

Aquel «¡nunca!» sonó rotundo. Yo diría que premonitorio. Todo un aviso… para nuestro mundo. Y añadió con idéntica contundencia:

—No lo olvidéis: la vida es sagrada. Es patrimonio del Padre. Abortarla, suprimirla o herirla es un desprecio a quien la entrega… gratuitamente.

Mensaje recibido.

Y Eliseo, deseoso de retornar al tema capital, volvió por sus fueros.

—Señor, si el cuerpo se queda aquí, en la tierra, ¿qué sucede con la memoria? Cuando pase al «otro lado», cuando tus ángeles me resuciten, ¿recordaré a este «fregaplatos»?

El Maestro, dulcificando el tono, replicó:

—En el «otro lado» recordarás y serás recordado. Reconocerás y serás reconocido. Ninguna de tus cualidades se perderá.

Dudó unos instantes y, mordaz, matizó:

—La de «pinche» de cocina… no sé.

—¿Recordaré todo?

—Todo lo que merezca la pena. Todo lo que te haya emocionado y servido para prosperar. El resto, las tendencias puramente animales, los vicios y defectos desaparecerán con el cerebro físico.

—¡Dios santo! —clamó Eliseo desconsolado—. Entonces, mi suegra me reconocerá…

Jesús le siguió la broma.

—Te reconocerá y te perseguirá…

—Por cierto, Señor, ¿veremos allí a nuestros padres?

—Por supuesto, Jasón. A tus padres y a todos tus seres queridos. Ellos te ayudarán, pero, insisto, aquel lugar no es como éste. Allí no existen los lazos familiares, tal y como vosotros los interpretáis aquí, en la Tierra. En esos mundos no tienen cabida conceptos como «padre», «familia», «esposa» o «hijos»… ¡Sois como ángeles!

Nos miró y al descubrir una cierta decepción en nuestros rostros, aclaró:

—En esa nueva realidad, en «MAT-1», como tú dices, el Amor es tan pleno, intenso y limpio que los pequeños Dioses no echan de menos los antiguos y limitadísimos afectos humanos. Vuestra alma inmortal, libre al fin, quedará tan deslumbrada que nada de lo que ahora estimáis como prioritario os hará sombra. Os lo repito: habréis entrado en una aventura fascinante.

El Maestro, al referirse al alma, empleó un término —nismah— que me confundió. El vocablo, en arameo, significa «espíritu o aliento». Y, no sé por qué, lo asocié a la «chispa» divina, regalo de Ab-bā. Y pregunté:

—¿«Chispa» y alma inmortal son la misma cosa?

El rabí, impotente ante la anemia de las palabras, suspiró ruidosamente. E intentó descender a nuestro nivel.

—No, Jasón, no son lo mismo. Pero no te atormentes. Todo será revelado… en su momento. Esa presencia divina, la «chispa», cuando mueras, se ocupará de custodiar tu memoria. Tu dikron. Ella la mantendrá a salvo hasta el momento de tu resurrección.

Jesús leyó de nuevo en mi interior y precisó:

—He dicho dikron [memoria], no bal [mente]. Ésta, como parte integrante de tu cerebro físico, se disolverá con el cuerpo.

Entonces, retornando a mi pregunta, completó:

—El alma inmortal es otra criatura, independiente de la memoria y de la mente física. Y ésa, la nismah, es acogida tras la muerte por tu ángel guardián. Él la mima y la conserva, también hasta el sublime instante de la resurrección.

Difíciles palabras, lo sé, pero eran sus palabras. Y creímos lo que decía.

Sonrió compasivo y recalcó:

—Tened calma. Mi Padre es sabio. Él sabe…

—Alma inmortal…, «chispa» divina…, mente humana…, memoria… Señor, ¡qué lío! —Querido «pinche»: confía en mí.

—Señor —lo interrogué perplejo—, ¿y qué sucede en el instante exacto de la resurrección?

—Sencillo: alma y memoria se reúnen. Y caminan juntas… para siempre.

—¿Y la «chispa»?

También te lo dije: no te abandona jamás. Es el tercer «viajero» hacia la Perfección.

—Y ese «viaje», Señor, ¿cuánto dura?

—Si lo expreso en términos humanos, querido «pinche», no lo comprenderías.

—¿Me aburriré?

—Lo dudo…

—¿Y cuánto tiempo permaneceré como «MAT-1»?

—Lo justo y necesario. No mucho…

—Señor, ¿qué te ocurre? Estás muy lacónico.

—Compréndelo. No está bien que me tires de la lengua…

Eliseo, como siempre, no escuchó.

—¿Y después? ¿Qué pasará cuando, al fin, sea un «hombre-luz»?

—¡Sorpresa!

—Entiendo… Veré al Jefe».

El Maestro, malévolo, negó con la cabeza.

—¿No? ¡Pues sí que está lejos!

—Por cierto, Señor —intervine, planteando un asunto que, al menos para mí, no había quedado claro—, en esos mundos, al pasar de un «MAT» a otro, ¿se muere de nuevo?

El Galileo sonrió y, mirándome como a un niño, sentenció rotundo:

—No.

—Entonces, sólo se muere una vez…

—Exacto. Os lo he dicho: Ab-bā es poderoso, pero prefiere la imaginación.

Comprendió nuestra confusión y, señalando las estrellas, exclamó:

—Decidme: ¿sabéis de algo en la Naturaleza que se repita?

Silencio.

Eliseo y yo intentamos hallar ese algo.

—No —me rendí—, que yo sepa, nada es igual.

—Muy bien, Jasón. ¿Y por qué el fenómeno de la muerte iba a ser una excepción? Tu Padre «sabe»…

—Señor, hay algo que me intriga…

El Maestro y yo nos echamos a temblar.

—¿Por qué nadie vuelve después de la muerte?

—Te equivocas. Yo lo haré.

—Ya me entiendes… Me refiero a los «destrozapatos».

—Son las reglas. Vosotros también tenéis las vuestras…

—Qué cielo más raro…

—No, mi querido «pinche», eso no es el cielo. Os lo dije: tenéis una idea equivocada. El cielo, el Paraíso, está mucho más allá. Ahora es imposible que captéis su auténtica naturaleza. En los mundos que os aguardan tras la muerte tan sólo intuiréis esa inmensa, inmensa, maravilla.

—¡Dios bendito! —estalló mi amigo—. ¿Cómo vamos a transmitir todo esto a nuestro mundo? La ciencia no lo aceptará…

—Mis queridos hijos: ¡dejad en paz a la ciencia! No estáis aquí para convencer a nadie. Sólo para transmitir. Dejad que la verdad toque los corazones. Con eso es suficiente.

Eliseo, terco, no aceptó. Entonces, rememorando el vuelo de la bella mariposa que se posó en su vara, Jesús de Nazaret puso un elocuente ejemplo:

—Queridos míos, la filosofía que rige los universos no puede ser entendida por la inteligencia material. No os preocupéis…

«Respondedme: si los hombres de ciencia no tuvieran la posibilidad de comprobar la metamorfosis de una mariposa, ¿aceptarían que esa criatura ha sido primero una oruga? Dejad que pasen al «otro lado». Entonces verificarán que las leyes que gobiernan esas otras realidades son tan físicas y rígidas como las del tiempo y el espacio. La sorpresa, entonces, los desconcertará. Ellos, «orugas» en la Tierra, se habrán transformado en «mariposas» ágiles y deslumbrantes. Vosotros sois testigos. El Hijo del Hombre, una «oruga» más, hará el milagro y se convertirá en «mariposa».

»Insisto: limitaos a ser mensajeros de mi palabra.

—Por cierto, Señor, ya que lo mencionas, tenemos una ligera idea, pero nos gustaría confirmarlo… ¿Qué ocurrió, perdón, que ocurrirá, con tus restos mortales? ¿Cómo desaparecerán de la tumba?

—Cosas de ángeles…

Esbozó una picara sonrisa y añadió:

—Tendréis que preguntárselo a ellos. Yo no tuve nada que ver.

Titubeó unos instantes y redondeó:

—Mejor aún: interrógaos a vosotros mismos. En cierto modo también sois ángeles y conocéis esas «técnicas»…

Entendí. Casi sin palabras, el Maestro vino a ratificar nuestras sospechas. Su resurrección, su retorno a la vida, nada tuvo que ver con el hecho físico de la «disolución» del cadáver. La misteriosa desaparición del cuerpo obedeció, muy probablemente, a una «manipulación» del tiempo. Alguien, sus ángeles, «condensó» o «concentró» en décimas o centésimas de segundo los años que hubieran sido necesarios para ultimar un proceso normal de putrefacción. Y la materia orgánica, mágicamente, se extinguió.

El Maestro, confirmando mis apreciaciones, concluyó así:

—Mi resurrección no depende de nadie. Yo soy la Vida. No caigáis en el error de asociar ese gesto de piedad y respeto, por parte de los míos, con la realidad de mi vuelta a la vida.

Mensaje recibido.

Y exclamó, cerrando aquella inolvidable conversación:

—¡Llenaos de esperanza!… ¡La muerte sólo es un sueño!… ¡Sois inmortales por expreso deseo de Ab-bā!… ¡Sois hijos de un Dios!… ¡Transmitidlo!

¿Transmitir la esperanza? ¿Seré capaz?

Que Él me ayude…