20 DE AGOSTO, LUNES
Regresamos al taller. La familia se afanaba ya en el desayuno y en los preparativos para la partida.
El reciente sueño, sin embargo, me tenía perplejo. Seguía viendo la cara de aquel «Curtiss» y la calavera de la muerte.
¡Qué extraño!
Me aproximé a la portezuela e inspeccioné el cielo. El brillante firmamento había sido borrado de un plumazo. Durante la noche, un inesperado frente borrascoso escapó del Mediterráneo, cubriendo parte de la Gaulanitis. Y la lluvia, benéfica, descargó sobre valles y colinas.
¡Qué extraño! También en el sueño llovía torrencialmente…
E intenté espantar la absurda coincidencia. Estábamos donde estábamos. El alba llegaba puntual, encendiendo montañas. Sólo debía preocuparme del inminente viaje. Con un poco de suerte, hoy estaríamos con Él…
¡Al fin!
El cabeza de familia terminó uniéndose a este desconcertado explorador. Me vio observar las negras y veloces masas nubosas y, captando una supuesta inquietud por el cambio atmosférico, quiso tranquilizarme.
—Pasará pronto…
En parte tenía razón. Estas borrascas eran bastante comunes en los veranos de la alta Galilea. Y de la misma y súbita forma en que se presentaban, así se alejaban. En esta oportunidad, sin embargo, el espectáculo de los «yunques», inmensos como torres, castigándose mutuamente con fulgurantes culebrinas, me dejó inquieto. ¿Pasarían? Con esto no habíamos contado. Si la lluvia no cesaba, el viaje peligraría.
Compartimos el desayuno y hacia la hora «tercia» (las nueve), tal y como pronosticara Tiglat, escampó. Los cumulonimbos, no obstante, continuaron desembarcando por el oeste, sombreando el paisaje y obligando al sol a derramarse en estrechas y clandestinas cascadas blancas, azules y doradas. Aquello no me gustó. La lluvia seguía allí, amenazante.
Y el «sueño», de nuevo, tocó en mi hombro…
Tiglat revisó la carga. El onagro propiedad del Maestro aguantó sin problemas. El animal, alto, joven, y fuerte, recibió dos grandes alforjas de junco, repletas de viandas. Y entre ambas, meticulosamente enrollada, la tienda de pieles de cabra solicitada la noche anterior.
Y ante nuestra sorpresa, el anfitrión solicitó que inspeccionáramos el cargamento.
Me negué.
El jefe del clan, entonces, con voz autoritaria, ordenó al hijo que retornara a la casa.
Comprendimos. Si no accedíamos, no había viaje…
Legumbres, carne salada, pescado ahumado, huevos, aceite, dos log de sal (alrededor de un kilo), dos bats de vino (cinco litros), especias, harina, fruta en abundancia, un par de ánades, seis grandes y redondas hogazas de pan de trigo, miel, dos botellas de ame y un obsequio de la casa: un cuarto de seah (unos cuatro kilos) de un excelente lomo de ciervo curado. El resto, la verdad, no lo recuerdo.
Satisfecho el inventario —más que suficiente para una o dos semanas—, Eliseo echó mano de la bolsa, preguntando el importe.
Tiglat, de nuevo, nos sorprendió.
—Eso —proclamó con la misma contundencia—, a la llegada…
—Pero…
No hubo forma. Y tras agradecer la confianza y hospitalidad de aquellas sencillas y entrañables gentes nos pusimos en camino.
El joven Tiglat, en cabeza, tiró del asno, tomando un senderillo que, de inmediato, se coló en el bosque de cipreses. A su lado, correteando arriba y abajo, Ot, el dócil basenji. Detrás, alegre, aliviado por el frescor de los «Cb» (cumulonimbos), mi hermano, cargando al hombro el saco de viaje. Por último, como siempre, este explorador ahora relativamente feliz y confiado. El nevado Hermón, apenas molestado por la base de los «Cb», estaba a la vista.
¡Al fin!, me dije.
Si los cálculos de Tiglat eran correctos, los cinco kilómetros que separaban Bet Jenn del mahaneh, el campamento en el que permanecía Jesús de Nazaret, deberían ser cubiertos en dos o tres horas. Todo dependía de la ruta elegida por el pequeño guía y, naturalmente, del voluble Destino…
Al principio descendimos. Después, la estrechísima pista se enderezó, escalando nuevas colinas.
Cota «1500».
Al mirar atrás, entre la arboleda, distinguí la media docena de casitas negras de Bet Jenn. Por debajo, en la cota «1198», el verdinegro lago Phiale, un antiguo volcán anegado por las corrientes subterráneas que huían del Hermón. Los lugareños aseguraban que la menguada y circular laguna, de unos trescientos metros de diámetro, se hallaba comunicada con la ciudad de Paneas e, incluso, con el padre Jordán.
Y, de pronto, al cruzar un olivar, Tiglat, de un salto, fue a montar sobre el onagro.
¿Cómo no me había dado cuenta?
Me estremecí.
La reducida expedición presentaba el mismo orden de marcha que el sueño…
Y como un idiota llegué a volver la cabeza. Allí, a mis espaldas, obviamente, sólo encontré olivos.
El breve trayecto entre los corpulentos zayit fue un suplicio. Y la ensoñación se creció. Sin querer estaba olvidando a los «bucoles», los sanguinarios rufianes del Hule.
Entonces —no sé cómo—, lo vi claro…
Los «hombres» del sueño podían ser bandidos. Estábamos en sus dominios. El jefe del clan ratificó las advertencias de los felah. Aquellas alturas eran un nido de maleantes.
No, los militares armados no eran un «residuo» del subconsciente. Allí latía «algo» más…
Pero ¿y las cabezas colgadas de las ramas? ¿Por qué la de Ot era la única sin vida?
Y el negro presentimiento tomó posesión, definitivamente, de este angustiado explorador.
Por fortuna, el fragante olor a tierra mojada y la aparente paz de los riscos fueron relajándome. Y el susto se diluyó.
Cerca de la cota «1700» el paisaje cambió de rostro. Cipreses y olivos se rezagaron y, en su lugar, las estribaciones del Hermón presentaron una cara más adusta y cerrada. Al frente y a la derecha, picudos y vigilantes, aparecieron los har Nida y Kahal, con las laderas vestidas de enebros griegos, pinos de Calabria, abetos cilíceos y los perfumados mirtos, dulcificando con sus coronas de flores blancas los graves, enmarañados y azules perfiles del espeso aar, el bosque anunciador, siempre súbdito, del «rey» del Hermón, el monumental y mítico cedro.
La senda, como pudo, torció a la izquierda y atacó los nuevos promontorios.
En lo alto, montada en el viento, patrullaba en círculo una familia de buitres negros y leonados. De vez en cuando, bregando con la fuerza de los «Cb», se dejaban caer, señalizando algo. No presté mayor atención. Probablemente vigilaban alguna carroña.
Tiglat también miró a los cielos y, sin previo aviso, azuzó al jumento, avivando la marcha.
¿Qué ocurría?
Pronto lo sabríamos…
Al cabo de unos minutos, el bosque se abrió momentáneamente. Y el sendero se dividió en dos.
El muchacho descendió e inmovilizó al onagro. Al reunirnos, señalando hacia nuestra derecha, fue a descubrir un minúsculo grupo de chozas, medio oculto por el pinar. Era Quinea, un poblado de leñadores. Pidió que esperásemos. Deseaba entrar y consultar la situación de la zona. La presencia de los buitres no le agradó. No era buena señal.
—Esos —manifestó— llegan siempre detrás de los «bucoles»…
Y dicho y hecho.
Tiglat corrió hacia los árboles, seguido del bullicioso basenji.
Eliseo observó las evoluciones de los buitres y me interrogó con la mirada.
Poco pude decirle. Mi experiencia con los bandidos —al margen de la vivida en la pasada operación «Salomón»— era casi nula.
E inquietos nos entretuvimos inspeccionando el calvero.
El senderillo, en efecto, se bifurcaba a escasa distancia. El nuevo ramal partía hacia la izquierda, tragado prácticamente por la espesura. En la encrucijada, un grueso poste clavado en la escoria volcánica advertía: «Paneas. Siete millas».
Tomamos nota de la referencia. La senda, al parecer, descendiendo hacia el suroeste, moría en la ruta de Damasco, muy cerca de Cesárea de Filipo.
Regresamos al centro del claro. Tiglat se demoraba. Todo, a nuestro alrededor, parecía tranquilo. El silencio, sin embargo, se me antojó raro. Podía oírse. Y lo atribuí a lo alejado y remoto del lugar.
De pronto, Ot surgió entre los pinos. Y detrás, su dueño, acompañado por dos individuos.
—Malas noticias —gritó Tiglat mientras se aproximaba—. Esos malditos merodean por los alrededores…
—¿Esos malditos?
La pregunta de Eliseo era innecesaria. Pero el guía aclaró:
—Los «bucoles».
Y refiriéndose a los fornidos y renegridos leñadores, añadió:
—Acaban de confirmarlo. Esta mañana, al alba, han visitado la aldea. Se han llevado vino y provisiones…
El muchacho se dirigió entonces a uno de los paisanos y, en fenicio, volvió a interrogarlo.
El hoteb, un leñador curtido y con cara de pocos amigos, se extendió en un largo parlamento, marcando el norte con la mano derecha.
—Dice —tradujo el guía— que los vieron alejarse hacia las «cascadas»… Eran seis. Los manda un viejo «conocido»; Kedab, también llamado «Al».
El nombre, en arameo, significaba «mentiroso». En cuanto al apodo —«Al»—, me dejó confuso. E, inseguro, pregunté:
—¿«Al»?
Tiglat asintió.
No había entendido mal. «Al», en efecto, quería decir «no».
Y moviendo la cabeza negativamente, el preocupado jovencito resumió el resto de las explicaciones del hoteb.
—Dice también que van armados hasta los dientes… Seguramente, a estas horas, estarán borrachos…
—¿Y qué aconsejan tus amigos?
Tiglat transmitió la cuestión planteada por mi compañero al tipo de las malas pulgas.
La respuesta fue inmediata.
—Dice que lo mejor es dar media vuelta y regresar a Bet Jenn. Esos malnacidos matan por un log de arac…
(Un log equivalía a unos seiscientos gramos y nosotros, para colmo, cargábamos más de dos litros).
Tiglat, silencioso, acarició al basenji. Comprendí sus dudas. Pero, por puro instinto, permanecí mudo. Finalmente, tras una larga pausa, hizo una recomendación:
—Si lo deseáis podéis permanecer en Quinea. La menguante de agosto ya ha terminado y ellos —se dirigió entonces a los leñadores— no reemprenderán la tala hasta la próxima luna llena [135]. Aquí estaréis bien y a salvo… Son hombres honrados.
—¿Y tú?
Tiglat sonrió sin ganas.
—Yo cumpliré lo pactado con el «extraño galileo».
—Pero…
No atendió las razones de Eliseo.
—Confío en mi señor, Baal. Él me protegerá.
Estaba claro.
Tomé a mi hermano por el brazo y, retirándonos unos pasos, cambié impresiones.
Ambos estuvimos de acuerdo. Proseguiríamos. No habíamos llegado hasta allí para echarnos atrás por causa de los «bucoles»…
Así se lo hicimos saber.
Y el muchacho, complacido, aceptó.
Doscientos o trescientos metros más allá el bosque volvió a abrirse. Y nos encontramos frente a un adolescente y parlanchín río Hermón. Al cruzar el decrépito puentecillo de troncos que lo burlaba, Tiglat, señalando las verdes aguas, proclamó orgulloso:
—Aleyin, el que cabalga las nubes…
Éste era el nombre del tributario del Jordán entre los montañeses. Aleyin, uno de los hijos del dios Baal, favorecedor de las plantas. Por regla general, los fenicios gustaban bautizar a los ríos con los nombres de sus divinidades. El menguado cauce, como tendríamos ocasión de verificar días más tarde, nacía en los ventisqueros del Hermón. De ahí también su atributo: «cabalgador de las nubes».
El puente sobre el nahal era otra excelente referencia. Y calculé el tiempo invertido desde Bet Jenn. Si no me equivocaba, hacía unas dos horas que caminábamos. Distancia recorrida: unos tres kilómetros. Restaban, pues, otros dos, con un tiempo estimado de una hora, aproximadamente.
Y me sentí feliz.
Si todo discurría con normalidad, hacia el mediodía (hora «quinta») estaríamos en presencia del Maestro…
¿Con normalidad? ¡Pobre ingenuo!
El Destino, desde alguna parte, debió sonreír con benevolencia…
Al otro lado del nahal Hermón, al filo del bosque, entre un atrevido y oloroso maquis formado por arbustos de menta, cisto, salvia amarilla y tomillo, se alzaba una novedad: cinco piedras cónicas, toscamente labradas, de metro y medio de altura, y perfectamente alineadas de este a oeste.
Tiglat desmontó. Se aproximó reverencióse a la hilera de basalto negro y, durante unos minutos, permaneció en silencio, con la cabeza baja. Después, volviéndose, nos invitó a descansar. A partir de allí, según sus palabras, empezaba lo más duro. El senderillo, paralelo a la margen derecha del río, trepaba arduo y desequilibrado, saltando de la cota «1700» a la «2000» en cuestión de 1500 metros. Poco antes de dicha cota «2000», a unos tres estadios (algo más de medio kilómetro), finalizaba el viaje. Para ser exactos, el de Tiglat. Allí —explicó—, de acuerdo a lo convenido con el «extraño galileo», depositaría las provisiones. Acto seguido regresaría.
El muchacho dejó libre al onagro y, sentándose al pie de una de las rocas, abrió el zurrón que colgaba en bandolera. Extrajo pan y una oscura porción de cecina de jabalí y se dispuso a dar buena cuenta del refrigerio. Ot, atento, se plantó frente al dueño, aguardando su parte.
Mi hermano, imitando al guía, buscó apoyo en la piedra contigua. Yo, por mi parte, intrigado, dediqué unos minutos a la exploración del monumento sagrado. Porque ésa, en definitiva, era la intencionalidad de las puntiagudas rocas. Tiglat, más tarde, lo confirmaría.
Estábamos, efectivamente ante un asherat, una formación megalítica, muy frecuente en Fenicia y, sobre todo, en las montañas. Aunque nos encontrábamos en territorio de la Gaulanitis —es decir, en Palestina—, estos centros de culto pagano eran relativamente habituales. A veces, en lugar de piedra, los montañeses utilizaban altos y robustos troncos de cedro, bien en círculo o también en línea recta. Los judíos, en especial los amantes de la paz, hacían la vista gorda, ignorando tales construcciones. Yavé, en el Deuteronomio (16, 21), era especialmente rígido con estos símbolos idolátricos.
Finalmente me uní a Eliseo y, curioso, interrogué al muchacho sobre la naturaleza del conjunto.
Los erectos peñascos, en efecto, recibían el nombre de asherat, en honor a la diosa y madre de Baal, aunque, en este caso, habían sido dedicados a dos de los hijos de Baal-Ros, señor de los promontorios: Resef y el mencionado Aleyin. El primero —según el ceremonioso Tiglat— gobernaba el rayo y el trueno. El segundo, como fue dicho, cuidaba de fuentes, ríos y aguas subterráneas.
Cada fenicio, siempre que acertaba a pasar junto a uno de estos «templos», tenía la obligación de detenerse y orar ante los dioses representados por las piedras o leños.
Concluidas las explicaciones, el ingeniero intervino, planteando un asunto tan oportuno como interesante. Un asunto del que, forzados por las circunstancias, casi no hablamos en Bet Jenn.
—¿Qué aspecto tiene tu amigo, el «extraño galileo»?
El adolescente, sorprendido por la súbita pregunta, contestó con una hábil y lógica interrogante:
—Pero ¿no dices que lo conoces?
Mi hermano, atrapado, escapó como pudo.
—Sí, bueno…, pero hace mucho que no lo vemos…
—No sé —balbuceó Tiglat, dirigiendo el rostro hacia la cumbre del Hermón—, no hemos cruzado ni diez palabras…
Y añadió pensativo:
—Parece serio…, y preocupado. Algo grave debe sucederle para que se haya refugiado en ese lugar…
Eliseo, de ideas fijas, insistió.
—Me refiero al aspecto físico…
El guía, desconcertado, encogiéndose de hombros, repitió la cuestión.
—¿Aspecto físico? No te entiendo…
Intenté hacérselo más fácil.
—¿Tiene buena salud?
—¡Ya lo creo!
Y aportó un dato interesante.
—Es un hombre muy fuerte. Es unsallit…
(Así denominaban a los individuos poderosos, con especial fuerza física).
—… Él solo ha levantado un refugio de piedra…
Pero, poco amante de las medias verdades, corrigió:
—Bueno, yo también colaboré. Pronto lo alcanzaremos. Allí dejo siempre la comida.
—¿Allí?
Tiglat asintió.
—Entonces —redondeó Eliseo—, ¿no permite que llegues al mahaneh, al campamento?
—Eso fue lo establecido. Él paga y yo obedezco…
Mi hermano y yo cruzamos una inquieta mirada. ¿Por qué Jesús no consentía que el jovencito pasara del refugio de piedra? ¿Qué ocurría en el lugar donde acampaba? Y lo más importante: ¿seríamos una excepción? ¿Nos autorizaría a permanecer junto a Él? Pero, lógicamente, ninguna de las irritantes cuestiones le fue formulada. Eso deberíamos averiguarlo por nosotros mismos.
—¿Y qué supones que hace allá arriba?
Los negros y despiertos ojos del adolescente, intuyendo una segunda intención, se clavaron en los de Eliseo. El ingeniero, sin embargo, frío como las piedras del asherat, aguantó impertérrito. Finalmente, tras una tensa pausa, Tiglat esgrimió con audacia:
—¿Quiénes sois?… ¿Quién es en verdad ese «extraño galileo»?
—No has respondido a mi pregunta.
—Vosotros tampoco…
—Te lo dijimos —tercié conciliador—. Somos griegos. Viejos amigos de tu amigo… Necesitamos hablar con Él.
No pareció muy convencido, pero se resignó.
—En primer lugar, no es mi amigo… Un oheb [amigo] es otra cosa. Es alguien querido… A un oheb no se le cobra. Y os diré más. Nunca espío…
Eliseo acusó el golpe.
—… Los dioses no lo permiten y mi padre tampoco. Nunca he pasado del refugio. Además, como sabéis, ese paraje, el de las «cascadas», no es muy recomendable…
—¿Él lo sabe?
—Fue lo primero que le dijimos cuando se interesó por nuestros servicios. Nadie, en su sano juicio, acampa en ese lugar. Y menos ahora, con «Al» y su gente merodeando por los alrededores…
—¿Comentó algo? ¿Os dio alguna explicación?
—Sí, se refirió a que no estaba solo… Pero, francamente, no le entendimos. Que yo sepa, allá arriba no hay nadie más…, salvo esos malnacidos.
Hizo un silencio y, cayendo en la cuenta de algo, añadió convencido:
—Claro… Ahora lo entiendo. Él os espera… Por eso dijo que no estaba solo.
No le sacamos del error. ¿O no fue un error? ¿Es que el Maestro sabía…? No, eso era imposible.
Y Eliseo, desviando la conversación, retornó al tema inicial.
—¿Y por qué dices que parece preocupado?
—No sé… Quizá porque habla poco. Además, en sus ojos se nota cierta tristeza…
—¿Sabes cómo se llama?
Negó con la cabeza. Y, nuevamente sorprendido, admitió:
—Es curioso… Ahora que lo mencionas, nadie se lo preguntó y él tampoco lo dijo. Mi padre y yo nos referimos a él como el «extraño galileo».
Y, curioso, se adelantó a nuestros pensamientos.
—¿Cuál es su gracia? —Yesua…
—Jesús…
—Jesús de Nazaret —precisé sin disimular un cierto orgullo—. Un «ah», un hermano…
—Pero vosotros sois extranjeros. ¿Cómo podéis llamar hermano a un yehuday [judío]?
—Este yehuday no es como los demás…
—¿Es rico?
El ingeniero, encantado ante la sinceridad del joven fenicio, rió con ganas. Y replicó con la verdad.
—Su corazón es inmensamente rico…
—Comprendo… Es un judío que no teme a ese despiadado Yavé.
—Es un ser humano.
—¿Humano y judío? Imposible…
—Ya veo que no te agradan —sentenció Eliseo.
—No me gusta su Dios. Los vuelve locos. Discrimina. Se consideran en posesión de la verdad. Nos desprecian.
—¿La verdad? —intervine—. ¿Qué es para ti la verdad?
No lo dudó. Señaló las piedras cónicas y, seguro de sí mismo, afirmó:
—Mi padre dice que la verdad, si existe, no está en los dioses, ni tampoco en las leyes. La verdad está por llegar.
—Y si algún día llega, ¿sabrás reconocerla?
Asintió tímidamente.
—Creo que sí. Según mi padre, la verdad va directa al corazón. Lo sabré porque me hará temblar. Pero no de miedo, sino de emoción…
—Tu padre es un hombre sabio.
—Mi padre —corrigió a Eliseo— es bueno. Él se deja guiar por el instinto. Os contaré algo…
Pero la confesión quedó en suspenso. Unos gruesos y aislados goterones nos pusieron en guardia.
Tiglat inspeccionó la cumbre del Hermón. Negros nubarrones empezaban a peinarla. Se alzó y, autoritario, nos metió prisa.
—Prosigamos. Eso tiene mal aspecto…
No le faltaba razón. Los «Cb», animados por fortísimas corrientes ascendentes, se habían vuelto montañosos, con alturas superiores a los diez kilómetros. La base de los cumulonimbos descendió y los jirones, veloces, ocultaron las nieves. Las culebrinas, escapando de yunque en yunque y precipitándose rabiosas sobre los cada vez más oscuros bosques, dieron el primer aviso. Una espectacular tormenta estaba a punto de sorprendernos. Y los truenos, secos, todavía distantes, terminaron avivando la marcha.
Fue instantáneo. El contacto con la lluvia resucitó la vieja y, aparentemente, absurda ensoñación.
«En las cercanías de un corpulento árbol, de pronto, comenzó a llover. Era una lluvia torrencial…».
No pude evitarlo. Me estremecí.
¿Se cumpliría el sueño?
Y en un postrer gesto de raciocinio traté de echar fuera la negra premonición.
Imaginaciones…
¿Dónde está el «corpulento árbol»? Esto es un pinar…
Pero la «visión» no retrocedió.
Al abandonar el asherat, el senderillo, encajonado entre la cerrada arboleda por la izquierda y el cada vez más impetuoso torrente y el resto de la maraña de pinos albares por la derecha, hizo lo que pudo. Y fue subiendo, metro a metro, sacrificándose y quedando reducido a una huella de apenas cincuenta centímetros. Obviamente, tuvimos que marchar de uno en uno.
Tiglat sujetó en corto las riendas del asno, tirando de él sin contemplaciones. Y la carga, más de una vez, fue a tropezar con las bajas e impertinentes ramas de los pinos. Un paso en falso del onagro hubiera hecho peligrar las provisiones. Al filo mismo de la pista, por nuestra derecha, como decía, el joven nahal Hermón saltaba inconsciente entre peñascos, provocando innumerables y nada recomendables rápidos.
La lluvia arreció. Y las descargas eléctricas destellaron al frente, iluminando durante décimas de segundo un macizo negro y desdibujado por los torreones borrascosos. Varias de las detonaciones, muy cercanas, asustaron al voluntarioso jumento. Alzó la gran cabeza y se resistió a los tirones del guía.
El muchacho, experto, reclamó al perro y, en fenicio, le dio una orden. Ot, introduciéndose entre las patas del asno, le mordió los testículos. El onagro, dolorido, respondió con una violenta coz. Mano de santo. Al instante caminaba de nuevo.
La temperatura bajó. Y conforme ganábamos la siguiente cota, la oscuridad se fue espesando.
Nueva parada. Tiglat indicó el fondo del sendero. Y entre la cortina de agua, alumbrado por las chispas, distinguimos otro ya familiar alboroto. El camino aparecía cortado por cuatro o cinco grandes buitres. Y deduje que estábamos ante los mismos carroñeros que habíamos divisado en las cercanías de Quinea.
Como en el caso de las aves que devoraban a los «bucoles» en la ruta de Damasco, éstas, igualmente nerviosas y agitadas, saltaban unas sobre otras, disputándose la presa.
El guía volvió a gritar al basenji. Y el can, emprendiendo una veloz carrera, se lanzó hacia los ciegos buitres negros y leonados. Dos de ellos, sorprendidos, tuvieron el tiempo justo de abrir las enormes alas grises, despegando con apuros. Un tercero no tuvo tanta suerte. Ot cayó sobre el largo, blanco y desnudo cuello, destrozándolo. E, incomprensiblemente, los dos últimos continuaron con las cabezas enterradas en el vientre de la víctima…
El perro, implacable, hizo presa en uno de los tarsos. Y al punto, una cabeza ensangrentada y otro cuello deforme y azulado hicieron frente al valiente Ot. El afilado y ganchudo pico del buitre negro lo hizo retroceder. Pero siguió atacando. Tiglat, entonces, aproximándose, la emprendió a pedradas con los recalcitrantes carroñeros. Nos unimos al guía y, finalmente, acosados, remontaron el vuelo, cayendo pesadamente sobre las copas de los albares.
Mi hermano y yo, atónitos, descubrimos a la «víctima».
Me precipité sobre el cuerpo. Se hallaba prácticamente desnudo, cubierto tan sólo con un saq o taparrabo de piel de oso. El rostro carecía de ojos. En cuanto al vientre, negros y leonados lo habían abierto casi en canal.
Tiglat, a pesar del lamentable aspecto, creyó reconocerlo.
—Es uno de ellos… Le llamaban Anas [«castigo»]… Siempre estaba ebrio.
—Un bandido…
Asintió en silencio. Se inclinó y, de un golpe, arrancó el largo clavo que colgaba sobre el pecho.
—Tú ya no lo necesitas, maldito yehuday…
(Estos enormes clavos, de sección cuadrangular y de veinte o treinta centímetros de longitud, eran muy codiciados por judíos y gentiles. Generalmente eran utilizados en las crucifixiones y —según decían— constituían un excelente amuleto).
Lo amarró al cuello del onagro y permaneció unos instantes con la vista fija en el casi borrado y trepador senderillo.
No era difícil penetrar sus pensamientos…
Allí, en alguna parte del bosque, debía encontrarse el resto de la partida.
¿Qué podíamos hacer?
Francamente, muy poco. A estas alturas, lo más probable es que estuvieran al tanto de nuestra presencia. Pero ¿por qué no atacaban? E imaginé que, quizá, esperaban a que amainase la tormenta. Una vez más me equivoqué…
El decidido y valeroso jovencito no dijo nada. Tiró del burro y continuó ascendiendo por la resbaladiza y brillante huella de ceniza volcánica.
Eliseo, prudente, hizo un gesto, recomendando que me ajustara las «crótalos». Si los «bucoles» hacían acto de presencia… habría jaleo.
En ello estaba cuando, como era de prever, las tronadas se nos echaron materialmente encima. Y las chispas golpearon el pinar.
El asno se agitó de nuevo, pero Tiglat, sin concesiones, lo arrastró.
Acabábamos de entrar en uno de los ojos de la borrasca. Y la lluvia, densa como una pared, nos frenó. Casi no veíamos…
—¡Esto es un diluvio! —grité—. ¡Deberíamos detenernos!
El guía se volvió y, señalando el fondo de la senda, vociferó entre los estampidos:
—¡Un poco más!… ¡Allí arriba tenemos un claro!
No tuvo ocasión de enderezar la cabeza. Uno de los rayos partió de la revuelta «panza» de los «Cb», cegándonos. Y se cebó en el mástil de un chorreante pino, a diez metros escasos por delante del grupo. El resto fue un desastre…
En una milésima de segundo —quizá menos—, el «canal» por el que descendió la chispa se calentó a más de 30 000° C, provocando dos fenómenos simultáneos. De un lado, el aire caliente del milimétrico «túnel» por el que viajó el rayo se expandió, dando lugar a un espantoso trueno que nos dejó temporalmente sordos. Por otro, al impactar en el húmedo árbol, la súbita y violenta evaporización creó una onda de choque. Y la expedición, incluyendo perro y onagro, rodó por los suelo…
Fueron instantes de gran confusión. Nadie gritó. Nadie se lamentó. No hubo tiempo material…
Y, aturdidos, mi hermano y yo nos incorporamos como pudimos. El torrencial aguacero terminaría despejándonos. Y lo que vimos nos llenó de espanto…
Tiglat yacía en tierra. Permanecía inmóvil. Parecía muerto. Me asusté.
Ot, a su lado, emitía aquellos extraños sonidos, lamiendo sin cesar la cara de su dueño.
En cuanto al jumento, despavorido, galopaba colina arriba.
¿Galopaba?
Yo juraría que volaba…
Y culebrina y estampidos siguieron acorralándonos.
Nos lanzamos sobre el muchacho. Verifiqué el pulso.
¡Estaba vivo!
Exploré la cabeza. Un fino reguero de sangre brotaba por la nariz. Se hallaba inconsciente. Y deduje que pudo golpearse en la caída.
Medio sordo, con aquel zumbido instalado en el cerebro, a gritos, por señas, deslumbrado por los rayos y con el corazón desmayado por los continuos mazazos de los truenos, le hice ver a Eliseo que teníamos que salir de aquel infierno.
Y recordando las últimas palabras de Tiglat lo tomé en brazos, corriendo entre las chispas y la muralla de agua hacia el extremo del camino.
Al final del senderillo, en efecto, distinguimos un claro. El bosque se había retirado, formando un mediano círculo, cruzado únicamente por la pista y el feroz torrente. En el centro geométrico, dueño y señor del calvero, se alzaba un corpulento árbol. Una sabina enorme, de casi treinta metros, con una copa piramidal, abierta y generosa que, de momento, nos alivió.
Llegué exhausto. Jadeante…
Deposité al joven al pie del grueso y ceniciento tronco e intenté reanimarlo.
El cielo fue compasivo. No tuve que esforzarme. Al poco volvía en sí. Y descompuesto, trató de incorporarse.
Lo retuve. Quise tranquilizarlo. Imposible.
Al final se alzó e hizo ademán de saltar al caminillo. Pero Eliseo, oportuno, se interpuso, sujetándolo. Y despacio, poco a poco, fuimos calmándolo.
—Yo lo buscaré…
Y así fue.
Minutos después, dejando el petate junto al árbol, el ingeniero, a la carrera, salía en persecución del jumento. Y lo vi desaparecer bajo el diluvio.
Tiglat obedeció. Y accedió a sentarse bajo la corpulenta sabina. Ahora sólo podíamos esperar. Aguardar pacientemente a que escampase.
¿«Corpulento árbol»?
Un nuevo estampido subrayó el súbito recuerdo. Y el sueño regresó.
Levanté el rostro y quedé petrificado.
Y el Destino, en forma de rayo, iluminó el calvero, confirmando la visión…
¡No es posible!
Colgando de las ramas, a corta distancia de este perplejo explorador, golpeadas por la tormenta, me miraban seis o siete osamentas, ahora plateadas por la visión IR. A su lado se balanceaban otras tantas y secas tripas…
A qué negarlo. Las examiné con miedo.
Eran cráneos y vísceras de cabras.
Comprendí.
Nos encontrábamos bajo un árbol sagrado. Otro símbolo de los gentiles de la Gaulanitis. Allí colgaban sus ofrendas a los dioses. La peculiar naturaleza de la madera de la sabina albar —inatacable por los insectos y resistente a la putrefacción— la convertía en una excepción, asociada por los lugareños al «poder de los cielos».
Tiglat, advirtiendo mi sorpresa, ratificó las sospechas. Se alzó de nuevo y fue a buscar entre los boquetes y las onduladas estrías de la corteza. Al encontrar lo que perseguía fue a mostrármelo. Eran, efectivamente, unas pequeñas puntas de flecha de basalto y pedernal. Las llamaban «piedras de rayo», unas piezas neolíticas que —según los supersticiosos montañeses— tenían la virtud de conjurar los efectos de las chispas eléctricas. Algún tiempo después las descubriríamos también en las oquedades de los robles. En realidad se trataba de una creencia errónea y peligrosa. La sabina, como el roble, encina, sauce, abeto o tilo, se caracteriza, justamente, por todo lo contrario. Es decir, por su capacidad para atraer los rayos.
De pronto, la enconada borrasca cedió. La lluvia se amansó y las descargas se esparcieron.
Respiré aliviado. Los «Cb» se rendían.
Pero la tímida alegría duró poco.
Ot, inquieto, nos abandonó, plantándose en mitad de la senda.
Tiglat y yo nos miramos.
El basenji, con la musculatura tensa como una tabla y las orejas rígidas, había detectado algo.
Pensé en mi compañero. Seguramente acababa de localizar el jumento y regresaba…
Sí y no.
La duda se despejó en segundos.
Al poco, en el claro, vimos aparecer a Eliseo…, y a cinco individuos más.
El corazón dio un vuelco y avisó. E, instintivamente, eché mano del cayado.
Las voces de Tiglat, aterrado, confirmaron la intuición.
—¡Son ellos!… ¡Los «bucoles»!…
Salí bajo la lluvia y ordené al muchacho que se mantuviera a mis espaldas. Pero, descompuesto, argumentó con razón:
—¡Oh, señor Baal!… ¡Protégenos!… ¡Ellos van armados!… ¡Tú, en cambio, sólo tienes una vara!
Insistí.
—¡No temas!… ¡Ahora verás la fuerza de la razón!
—¿La razón? —se burló el guía—. ¡Ésos no entienden de razones!
Caminaban despacio. Al vernos se detuvieron. En cabeza marchaba un sujeto de corta estatura, huesudo y cubierto únicamente, al igual que el resto de sus compinches, con un oscuro y empapado saq de piel de oso, similar al del cadáver que habíamos dejado atrás. En la mano izquierda portaba una pesada maza, erizada de clavos. Le faltaba la mitad de la pierna derecha. Una pata de palo negra y chorreante abrazaba el muñón a la altura de la rodilla.
Tiglat lo identificó.
—Ése es «Al», el jefe…
Detrás, pálido e impotente, mi hermano. Y a sus espaldas, amenazándole con los afilados hierros de tres gladius, otros tantos hetep o bandidos, igualmente silenciosos y mal encarados. Por último, cerrando el cortejo, un quinto rufián, más alto que los demás, tocado con un turbante rojo y tirando de las riendas del onagro.
Los cuerpos se iluminaron al paso de uno de los relámpagos, brillando en un azul verdoso.
Me preparé. Y no sé por qué, elegí el clavo del láser de gas. Mi intención, naturalmente, era asustarlos y ponerlos en fuga. Pero, en esta oportunidad, sólo acertaría a medias…
El cojo se volvió. Cuchicheó con los que vigilaban a Eliseo y, acto seguido, avanzó de nuevo y en solitario hacia la sabina.
El adolescente, parapetado detrás de este explorador, anunció:
—No hay salida… Dale cuanto pida…
No repliqué. Y acaricié el clavo, ajustando la potencia.
Mi hermano, entonces, hizo una señal. Se llevó la mano derecha al cuello y la deslizó como un cuchillo.
Mensaje recibido.
Ésa, por lo visto, era la síntesis de la breve charla sostenida por los ladrones.
Muy bien. Adelante…
Ot, envarado, no se movió.
E imaginando el inminente desenlace sugerí a Tiglat que llamara al perro. El muchacho, sin embargo, no obedeció.
—¡Dehab! —gritó el jefe al llegar a cinco metros del árbol.
Y repitió con insolencia.
—¡Oro!… ¡Queremos todo el oro!
Intenté calcular. Primero el de la pata de palo. A continuación, aprovechando la sorpresa, las tres espadas. En cuanto al del turbante rojo, ya veríamos…
—Somos unos pobres caminantes —contesté en tono sumiso—. No llevamos oro…
—¡No!
—Puedes registrarnos.
—¡No!
—Si lo deseas —insistí— quédate con las provisiones…
—¡No!
Tiglat, apretado a mi cintura, susurró:
—Es la única palabra que conoce… Por eso le llaman «Al»… ¡Por el señor Baal!… ¡Dale el oro!
—¡Mientes! —prosiguió el energúmeno, cada vez más violento y enfurecido—. ¡Kesap!… ¡Plata!
El basenji, pendiente de la voz de su amo, abrió las fauces, dispuesto a saltar sobre el cojo.
No lo pensé más. Aquella comedia tenía que concluir…
Levanté ligeramente la «vara de Moisés» y Eliseo, comprendiendo, se arrojó al suelo.
Al punto, una invisible descarga de ocho mil vatios hizo blanco en la semi podrida prótesis del bandido, incendiándola.
El desconcierto, como era de esperar, fue general. Tiglat retrocedió espantado. Y «Al», aullando, soltó la maza.
Dos segundos después, uno de los «gladius», consumido por el láser, se quebraba y caía a tierra. Y los «bucoles», al unísono, levantaron las cabezas hacia la negra tormenta.
Eliseo, gateando, trató de alejarse del grupo.
El guía reaccionó y, en fenicio, ordenó a Ot que atacase. Y el perro, como un ariete, cayó sobre el jefe, derribándolo.
Uno de los sujetos, sin embargo, al descubrir la huida de Eliseo, se arrojó sobre él, descargando un fuerte mandoble a la altura de los riñones. Y la espada se partió en dos…
Preso de rabia, lancé una descarga contra el saq del atónito agresor. Esta vez, el láser, además de consumir el taparrabo, alcanzó el bajo vientre, achicharrándolo. Y el fulano cayó desmayado.
Busqué al que continuaba armado. Miedo y sorpresa lo mantenían inmóvil, pálido como la cera. Y en la precipitación cometí un error…
En lugar de quemar el gladius, apunté hacia uno de los extremos de la piel de oso. Y al instante, a pesar de la humedad, unas llamas aparecieron en el saq, desencadenando el pánico de su propietario. Y el sujeto, descompuesto, soltó la espada, corriendo hacia el torrente. Poco después, arrollado por las turbulentas aguas, se perdía río abajo.
Y digo que me equivoqué porque, contra todo pronóstico, el que sostenía las riendas del asno supo reaccionar con presteza, apoderándose del único gladius que no había sido inutilizado.
Y, aullando, corrió hacia el maltrecho «Al».
Apunté de nuevo y pulsé el clavo…
—¡Mierda!
El láser no respondió.
Lo intenté una segunda y una tercera vez…
Negativo.
Algo falló en el dispositivo de defensa. Esos segundos fueron decisivos. Ot, ciego, encelado con el berreante e incendiado cojo, seguía buscando el cuello del rufián. No se percató de la llegada del tipo del turbante rojo. Y antes de que este perplejo explorador acertara a pulsar el clavo de los ultrasonidos, el esbirro, levantando la espada con ambas manos, la abatió sobre el can, decapitándolo. El tajo me dejó helado. De pronto, a mis espaldas, escuché un grito desgarrador. Fue cuestión de segundos.
Un Tiglat fuera de sí cruzó como un bólido, lanzándose de cabeza contra el estómago del bandido. Y ambos rodaron por tierra. No pude evitarlo.
El muchacho se rehizo. Se apoderó del «gladius» y lo enterró en el corazón del derribado y dolorido individuo. Acto seguido, arrancando el enrojecido hierro, se dirigió hacia el que quedaba en pie. Pero el hetep, comprendiendo, huyó del claro, saltando limpiamente al nahal. Instantes después, como sucediera con su compinche, los rápidos lo engullían, desapareciendo.
Tiglat terminó arrojando la espada a las embravecidas aguas. Después, ignorándonos, regresó junto al destrozado cuerpo del basenji. Tomó la negra y blanca cabeza entre las manos y, besándola, rompió a llorar amargamente.
Eliseo, dolorido por el mandoble, se reunió con este desolado y hundido explorador. Me sentí culpable. De haber utilizado los ultrasonidos desde un primer momento, quizá Ot hubiera seguido vivo…
Pero lamentarse no servía de nada. La «vara», por primera vez, falló.
En cuanto al jefe, cuando quisimos darnos cuenta, escapaba a trompicones en dirección al asherat. Inteligentemente optó por la huida. Y en el claro, bajo la lluvia, quedó la humeante pata de palo…
Curioso Destino. Algún tiempo más tarde volveríamos a encontrarlo. Y en esa ocasión solicitaría del Maestro «algo» mucho más importante que la plata y el oro…
Impotentes, no supimos qué hacer ni qué decir.
El jovencito fue a sentarse bajo el árbol sagrado y allí permaneció largo rato, con el ensangrentado despojo de Ot entre las piernas y llorando desconsoladamente.
Mi hermano, conmovido, incapaz de soportar la triste escena, le dio la espalda.
La borrasca, más afortunada, fue retirándose hacia el este, buscando la lejana Siria.
La lluvia cesó y, muy a mi pesar, la vieja ensoñación continuó a mi lado, recordándome que no había sido un simple y absurdo sueño.
Pero el enigmático y, a veces, cruel Destino tenía algo más que decir…
Tiglat se secó las lágrimas y, amurallado en aquel impenetrable mutismo, trepó hasta las ramas más bajas.
Eliseo y yo, intrigados, le vimos rasgar la túnica y manipular la cabeza del basenji. Después, con delicadeza, amarró el lienzo a la sabina y Ot quedó colgado por las cuencas oculares.
¡Dios!
Aquella cabeza, goteando sangre y oscilando, también formaba parte del sueño…
Acto seguido, al descender, se abrazó al tronco. Cerró los ojos y, con un hilo de voz, entre suspiros, entonó un cántico.
No supimos lo que decía. El ritual —porque de eso se trataba— se desarrolló en fenicio. Días después, cuando las relaciones con el muchacho se normalizaron, explicó que, sencillamente, intentó congraciarse de nuevo con los dioses, suplicando que le dieran fuerzas para vivir sin su amigo.
Y he dicho bien. Cuando nuestras relaciones se normalizaron…
La cuestión es que, concluida la ceremonia, Tiglat nos observó brevemente. Noté algo raro en la mirada. Quizá odio…
—Mi amigo ha muerto por tu causa… Si hubieras entregado el oro, ahora seguiría conmigo…
Empecé a comprender.
Eliseo, al corriente del fallo de la «vara», replicó indignado:
—No eres justo…
Pero Tiglat, con el odio crecido, no escuchó.
—Te lo advertí… Te dije: dales el oro…
—¿Sabes lo que habría ocurrido de haberles entregado lo que pedían?
Los incendiados ojos del guía se desviaron hacia mi hermano. Pero no supo o no quiso responder a su pregunta. Y Eliseo resumió el breve parlamento sostenido entre «Al» y los «bucoles» poco antes de la refriega.
—Yo te lo diré… Recuerda que estaba allí y pude oírles.
El jovencito dudó.
—… Primero el oro y la plata, ordenó ese salvaje, después, al cuello y sin misericordia…
Esperamos una respuesta. No la hubo. Tiglat, en el fondo, sabía que mi compañero decía la verdad. Esos miserables no perdonaban.
Pero, enroscado en la desolación, no cedió. Y haciendo un esfuerzo proclamó:
—Cumpliré lo pactado… Lo haré, únicamente, por mi padre. Os llevaré hasta el refugio de piedras… Después rogaré a mi señor Baal para que os maldiga…
Fueron sus últimas palabras. Tomó las riendas del onagro y, sin mirar atrás, caminó con prisas hacia el siguiente promontorio.
Eliseo y quien esto escribe, resignados, le seguimos.
Minutos después, cercana ya la cota de los dos mil metros, aparecieron sobre el calvero de la sabina las inconfundibles y oscuras siluetas de los carroñeros.
Y en mi corazón, a pesar de las sensatas reflexiones de Eliseo, asomó una penosa duda:
«¿Tenía razón el fenicio? ¿Qué habría sucedido si hubiéramos entregado las bolsas de hule con los diamantes y denarios de plata?».
Quiero creer que fue la mejor respuesta…
Mientras ascendíamos, por el oeste, amarrado a los bosques, se presentó de pronto un brillante y hermoso arco iris.
E hizo el milagro.
Consiguió que olvidara, en parte, los recientes y dramáticos sucesos. Y me devolvió a la realidad, a la feliz y esperanzadora realidad.
Casi lo habíamos logrado…
El Maestro se hallaba al alcance de la mano.
¡Al fin!
El tramo entre el árbol sagrado —referencia difícil de olvidar— y el refugio de piedra, en el que Tiglat debía depositar las provisiones, fue breve, aunque arduo. La montaña se puso en pie y la senda, cada vez más humillada, tuvo que serpentear, disputando cada metro con tesón.
Finalmente, vencidos por la altitud, en la cota «1900», los frondosos pinares, abetos, mirtos y demás cohorte claudicaron, cediendo laderas y cañadas al señor del Hermón: el cedro.
También el basalto se quedó atrás. Y fue sustituido por las femeninas calizas y margas jurásicas, más a tono con la delicada y silenciosa belleza de aquellas cumbres.
Sí, ésas serían las palabras adecuadas: silencio y majestad. Nunca, mientras duró nuestra aventura en la Palestina de Jesús de Nazaret, alcanzamos a vivir un silencio tan sonoro y continuado como aquél.
En cuanto al nuevo paisaje, ¿cómo describirlo?
Hoy, el Hermón es una pobre caricatura de lo que llegamos a contemplar. El llamado Cedrus libani podía contarse por millones. Ni una sola de las estribaciones, y menos aún la propia cumbre del monte santo, aparecía abierta o mutilada. Todo, en realidad, era una masa verde oscura, en dura competencia con las nieves perpetuas y el azul cristalino, casi milagroso, de los cielos. Lástima que el profesor Beals, de la Universidad de Beirut, no tuviera oportunidad de verificar semejante derroche. Seguramente habría modificado sus conclusiones [136]. No pongo en duda los argumentos de los expertos: la tala indiscriminada de la codiciada riqueza del Hermón —el cedro— pudo hacer peligrar la supervivencia de los venerados erez. Testimonios como el del primer libro de los Reyes (5, 20) y el de Esdras (2, 7) [137] así lo atestiguan. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. La montaña, evidentemente, se recuperó, convirtiendo el norte de la Gaulanitis en el más grande e intrincado bosque de toda Palestina.
Recuerdo bien los primeros pasos entre los altos erez —la «gloria del Líbano», según Isaías—, la mayoría de 20 y 30 metros, con el ramaje en candelabro, filtrando con cuentagotas los audaces rayos del sol. Mi hermano, sonriente, se volvió, destacando la fortísima y dulce fragancia de la espesura. Un aroma casi sofocante que terminaría impregnando ropas y enseres.
Y en lo más alto, entre el ramaje y los ondulados troncos gris plomo, la inevitable y desenfadada tropa alada, descendiendo en ocasiones hasta un nahal Hermón igualmente despreocupado, rápido y prematuramente encanecido por rocas, desniveles y pequeñas cascadas.
No soy capaz de explicarlo, pero, al ingresar en aquellas alturas, conforme ascendíamos, «algo» en mi interior desplegó las alas, convirtiéndome en otra persona. No voy a decir que mejor, pero sí más feliz. ¿O fue quizá la seguridad del inminente encuentro con el rabí de Galilea?
Y rondando la «nona» (las tres de la tarde), Tiglat se detuvo.
En mitad del bosque, a escasa distancia del escandaloso aprendiz de río, se alzaba el famoso «refugio» de piedra. Toda una desilusión…
Pero ¿qué habíamos imaginado? ¿Una casa robusta y espaciosa? Nada de eso.
El modesto habitáculo —por llamarlo de alguna manera— consistía en un montón de pequeñas y medianas rocas, apiladas en semicírculo, de un metro de diámetro por otro de altura y techado con ramas de cedro. En suma: una especie de «despensa» o «almacén», habilitado únicamente para las provisiones.
El guía, adusto y en silencio, procedió a la descarga del asno, introduciendo las viandas en el «refugio». No permitió que le ayudásemos.
El corazón aceleró.
¿Dónde estaba el Maestro?
Por un momento, siendo lunes, uno de los días acordado para el suministro de comida, imaginé que estaría allí, aguardando…
Nueva desilusión.
El bosque aparecía desierto. Y me consolé: «No puede tardar…».
Y durante algunos minutos me entretuve en una minuciosa inspección de la falda a la que fuimos a parar. La rampa apuntaba directamente al norte. El senderillo, mal dibujado, continuaba entre los árboles, tentándome…
Según mis estimaciones, la cota «2000», en la que se hallaba el mahaneh o campamento de Jesús de Nazaret, debía encontrarse cerca. Muy cerca. Quizá a quince o veinte minutos.
Pero me contuve. El instinto, fuerte y claro, aconsejaba calma. Esperaríamos.
Concluida la descarga, el jovencito, dirigiéndose a Eliseo, exigió la paga.
—Son cinco denarios…
Mi hermano me miró. Asentí con la cabeza. Entonces, echando mano de la bolsa, contó las monedas. Pero, en lugar de entregárselas, las introdujo de nuevo en el saquete de hule. Lo desató del ceñidor y volvió a interrogarme con la mirada. Comprendí. Y repetí el ligero movimiento de cabeza, aprobando el generoso gesto del ingeniero. Era lo menos que podíamos hacer por el decepcionado Tiglat.
Mi compañero le ofreció la bolsa y, sonriente, en un vano intento por suavizar la tensa situación, preguntó:
—¿Por qué no te quedas? Pronto oscurecerá… Tu padre lo aprobaría…
No replicó. Contó las piezas de plata y, sorprendido, exigió una explicación.
—¿Qué es esto?… Aquí hay diez denarios…
Eliseo, con su mejor voluntad, trató de justificar la retribución extra. Pero el orgulloso adolescente, reteniendo la mitad de las monedas, le devolvió la bolsa, hiriéndonos:
—Guardaos el dinero… No pienso lavar vuestra culpa con cinco denarios… Ot valía más que eso y más que vosotros…
Acto seguido tiró de la caballería, alejándose con rapidez entre los cedros.
Y allí quedamos los «tres»: Eliseo, quien esto escribe… y una profunda tristeza.
No hubo comentarios. ¡Qué podíamos decir!
Y Eliseo, regresando a la realidad, solicitó mi parecer.
—Y ahora, qué…
Le hice ver que convenía esperar. Las provisiones se hallaban en el refugio. El Maestro lo sabía.
—No creo que tarde…
Y añadí, movido por una repentina alarma:
—¿Recuerdas las palabras de Tiglat?… El «extraño galileo» parece serio y preocupado…
—No te comprendo.
Dudé. Quizá exageraba. Quizá aquel inesperado sentimiento no tenía sentido. Pero decidí compartirlo.
—No sé… El muchacho dijo también que algo grave debía sucederle para que se hubiera retirado a este lugar…
Mi hermano, con su fina intuición, adivinó la extraña e inoportuna inquietud.
—¿Estás insinuando que quizá desea estar solo?
Asentí.
—¿Crees que nos hemos precipitado?
No supe responder.
Y el silencio de aquellos exploradores se unió al de las cumbres.
El ingeniero se dejó caer junto al semicírculo de piedra y, tras una larga pausa, sentenció con tino:
—Muy bien, querido mayor… Aceptemos que tienes razón, que no es el momento, ni el lugar adecuados. Incluso que el Galileo, al vernos, manifiesta su deseo de continuar en soledad… Todo eso puede ser correcto, pero, utilizando tu propio lenguaje, ¿por qué no dejas que el Destino decida?
Y, burlón, matizó:
—Destino, como tú dices y escribes, con mayúscula…
Agradecí la sugerencia. Como casi siempre, hablaba con tanta oportunidad como sentido común. La verdad es que no disponíamos de la menor información respecto al porqué de la estancia del Maestro en aquel remoto paraje. Los textos evangélicos no lo mencionan. Tampoco el anciano Zebedeo sabía gran cosa. Se limitó a relatar lo que el propio Jesús le confesó: «permaneció en el Hermón unas cinco semanas, descendiendo a mediados del mes de elul (septiembre). Cuando llegó al yam era otro hombre. Lo notamos cambiado. Pletórico».
Allí, evidentemente, había una contradicción. Tiglat aseguró que «parecía serio y preocupado, con cierta tristeza en sus ojos». El jefe de los Zebedeo, en cambio, afirmó que aquel Jesús «era otro», feliz y seguro de sí mismo…
¿Qué demonios sucedió allí arriba? ¿A qué obedecía tan dilatado aislamiento? ¿Y por qué en esos momentos? Estábamos en el año 25. Faltaba mucho para el arranque de la vida pública…
Obviamente, en esos críticos instantes, ni Eliseo ni yo podíamos imaginar siquiera la extraordinaria «razón» que impulsó a Jesús de Nazaret a refugiarse a dos mil metros de altitud. Una «razón» que, por supuesto, justificaba plenamente las certeras palabras del Zebedeo…
Y los cielos quisieron que estos esforzados exploradores fueran testigos de excepción de ese increíble «milagro».
Pero, una vez más, debo contener los impulsos. Es preciso que me ajuste a los hechos, tal y como sucedieron.
La cuestión es que, enredado en estos análisis y suavemente arropado por el susurro y la fragancia de los cedros, quien esto escribe, como Eliseo, terminó cayendo en un plácido sueño. Supongo que el cansancio acumulado y lo agrio de la última experiencia con los «bucoles» contribuyó igualmente a que ambos, sin querer, nos viéramos sumidos en aquel profundo y relajante descanso.
Hoy, sin embargo, con la ventaja del conocimiento y la distancia, tengo dudas. Serias dudas. ¿Fue un sueño lógico y natural? ¿Y por qué los dos a la vez? ¿Fue provocado?
Sólo Él lo sabe…
¿Cómo describir aquel momento? ¿Cómo definirlo?
¿Absurdo? ¿Entrañable? ¿Muy al estilo de Jesús de Nazaret y de estos patosos exploradores?
Veamos si soy capaz de pintarlo, aunque sólo sea a grandes trazos.
Primero vi a Eliseo. Se hallaba a mi lado, zarandeándome nervioso. Estaba pálido. Con la mano derecha señaló al frente.
—¡Jasón, despierta!… ¡Mira!
Necesité unos segundos para ubicarme.
El bosque, sí… Los cedros… Tiglat, enfadado, alejándose… La cota «2000»… El refugio con las provisiones… La espera… El Maestro no podía tardar…
¡El Maestro!
E intenté ponerme en pie a tal velocidad, y con tal aturdimiento, que —torpe de mí— fui a pisar los bajos de la túnica, precipitándome de bruces sobre el empinado terreno.
Y al punto surgió una risa. Una cálida, familiar y contagiosa risa…
Mi hermano, solícito, se apresuró a auxiliar a este desolado y confuso piloto. Pero aquel, evidentemente, no era nuestro mejor día…
Al levantarme, sin proponérmelo, golpeé con el cráneo la frente del ingeniero, derribándolo cuan largo era y perdiendo de nuevo el equilibrio. Y ambos, como dos perfectos inútiles, rodamos por tierra…
Las risas, incontenibles, arreciaron.
Entonces, aquellos estúpidos, a gatas, lo observaron atónitos y con las bocas abiertas…
Nos miramos y, al comprobar la embarazosa situación, ocurrió lo inevitable: rompimos a reír con la misma fuerza, asustando al bosque con un sonoro concierto de carcajadas.
Eliseo, con las lágrimas saltadas, me señaló con el dedo, burlándose. Y yo, contemplando su no menos ridícula estampa, le imité, doblándome de risa. Pero el ataque me traicionó. Y me atraganté.
Entonces, el Hombre se incorporó. Y, aproximándose, fue a golpear la espalda de este caído y cada vez más desconcertado explorador.
Instantes después, en pie, disipadas las risas, sumidos en la sorpresa y antes de que acertáramos a pronunciar una sola palabra, Jesús de Nazaret abrió los brazos y, estrechándome, susurró:
—¡Oheb!
Y repitió:
—¡Yaqqir oheb!… ¡Querido amigo!
No soy capaz de explicarlo. No hay forma de articular y poner en pie el torbellino de sentimientos y sensaciones que provocó aquel abrazo.
¿Gratitud? ¿Alegría? ¿Emoción? ¿Desconcierto?
Sólo recuerdo que, sin poder contenerme, rompí a llorar. Y me abracé a Él, con más fuerza si cabe…
¡Al fin!
—¡Querido amigo!… ¡Querido amigo!
A continuación, al estrechar a Eliseo entre los musculosos brazos, siguió pronunciando la misma frase.
—¡Yaqqir oheb!…
¡Dios bendito!
De un plumazo, de la forma más simple y natural, todos mis temores y recelos se extinguieron.
¡Nos reconoció! ¿Nos reconoció?… No, fue mucho más que eso. Pero ¿cómo pudo?, ¿cómo sabía?, ¿cómo era posible?…
¡Pobre idiota! Nunca aprenderé…
Nos contempló unos segundos y, acogiéndonos con una radiante e interminable sonrisa, exclamó:
—¡Gracias!… ¡Gracias por vuestra decisión y sacrificios!…
Aquella sonrisa… ¡Era la misma!…
—Sé que estáis aquí por la voluntad de mi Padre…
Eliseo y yo, mudos, perplejos, con un nudo en el estómago, flotábamos en una nube. Aquello no era real. ¿Estaba soñando de nuevo? ¿Gracias por nuestra decisión? Pero ¿cómo podía saber?
La respuesta aparecería «en un momento». Y lo haría delicadamente. Sin brusquedades. «Como lo más natural del mundo» (!).
—Como habrás visto, querido Jasón, el «hasta muy pronto» se ha cumplido…
Y guiñando un ojo me electrizó.
Claro que recordaba aquellas palabras. Pero ¡Dios santo!, las pronunció en la mañana del jueves, 18 de mayo… ¡del año 30! Fue su despedida en el monte de los Olivos…
—Bien —concluyó, despabilándonos—, prosigamos. Hay mucho por hacer…
Creo que le seguimos como autómatas. Ni el ingeniero ni quien esto escribe fuimos capaces de pronunciar un «sí» o un «no». Sencillamente, parecíamos hipnotizados.
Cargamos las provisiones y la tienda y marchamos tras Él…
Y, de pronto, mal que bien, rememoré la reciente escena.
¡Él estaba allí, frente a estos dormidos exploradores! Lo vi plácidamente, sentado, observándonos…
¡Dios!
¿Cuánto tiempo estuvo pendiente de nosotros?
A los pocos pasos, mi hermano, emparejándose con este explorador, habló al fin. Y repitió mis propios pensamientos:
—¿Cómo es posible?… ¡Nos ha reconocido!…
Entonces, pillándonos de nuevo por sorpresa, el Maestro fue a detenerse. Giró sobre los talones y, esbozando una picara sonrisa, fijó su irresistible mirada sobre quien esto escribe, pronunciando unas palabras que me remataron:
—¿Recuerdas?… «Y en el aire de los corazones quedó aquel pañuelo blanco…, flotando como un definitivo adiós»…
Supongo que palidecí.
¡Increíble! Esas frases, surgidas a raíz de su «ascensión», habían sido escritas en mi diario poco después del histórico y ya mencionado 18 de mayo del año 30…, al retornar al Ravid. Nadie las conocía…
Pero, divertido, no concedió cuartel. Y añadió:
—Pues no… Ahí te equivocaste… Los que conocen al Padre nunca se despiden. Nunca dicen «adiós»… Sólo «hasta luego».
Nuevo guiño de complicidad. La sonrisa se abrió al máximo y, dándonos la espalda, continuó ascendiendo por la trocha con aquellas —casi olvidadas— grandes zancadas.
Eliseo, sin comprender el alcance de la pequeña-gran revelación, me interrogó impaciente, solicitando una aclaración. No hubo respuesta. Mi mente, confusa, se hallaba muy lejos [138].
¿Estaba soñando? No podía ser… Él tampoco conocía esas frases. Unas frases escritas… ¡en el futuro! Sin embargo, acababa de pronunciarlas… ¡Las conocía!
El enigma —lo reconozco— me obsesionó. Después, conforme pasaron los días en aquel inolvidable campamento, creí entender.
Era Él, sí, un ser humano. Pero también un Dios…
No fue fácil asimilar la idea. Nada fácil. Y menos para unas mentes racionales y científicas… Pero los hechos, día tras día, se impusieron.
Y decía que era Él. En efecto, aparentemente, poco había cambiado en su figura física. Era cinco años más joven, pero la estampa seguía siendo casi la misma.
Así lo vimos:
Alto, muy alto para la media de los judíos: alrededor de 1,81 metros. Todo un atleta…
Hombros anchos. Poderosos. Tórax olímpico. Musculatura elástica. Envidiable. Ni un gramo de grasa. Piernas fibrosas. Duras como piedras.
Manos estilizadas. Velludas. Pausadas. Asomadas al trabajo. Uñas sanas. Siempre cortas y limpias.
El rostro, alto y bien proporcionado, fue quizá lo que más me sorprendió. Aparecía intensamente bronceado y más dulce y risueño que el del otro «ahora». No creo equivocarme si afirmo que, en ese tiempo, aquel Jesús era más extravertido y confiado. No era de extrañar. Se hallaba en los comienzos…
La barba, partida en dos, se presentaba ahora más crecida, aunque igualmente cuidada. El cabello, lacio, color caramelo, menos encanecido, fue otra novedad: en esos momentos, mucho más largo, lo recogía con una cola.
Mentón valiente.
La nariz, prominente, típicamente judía, era el único rasgo ligeramente en discordia.
Labios finos. El superior apuntando levemente bajo el bigote.
Dentadura impecable. Blanca y alineada, reforzando aquella peculiar y abrazadora sonrisa.
Frente audaz. Alta y con las cejas rectas y bien marcadas. Pestañas largas, tupidas, perfilando unos ojos rasgados…
¡Los ojos! ¿Cómo describirlos?
Eran y no eran humanos.
De tonalidad miel clara. Líquida. Vivos. Furiosamente vivos. Penetrantes como dagas. A veces, insostenibles. Dulces. Compasivos. Atentos. Veloces. Socarrones. Amigos. Sin necesidad de palabras…
Los ojos de un Hombre-Dios.
Un Hombre irresistible. Magnético. Imprevisible. Cercano. Sabio. Humilde. Y, sobre todo, en esos momentos, feliz.
Tampoco el atuendo nos sorprendió. Vestía su querida túnica de lana, sin costuras, de un blanco inmaculado, flotando hasta los tobillos, de anchas mangas y sujeta a la cintura, sin aprietos, por una doble y sencilla cuerda trenzada con fibra de lino. Las sandalias, en cuero de vaca empecinado, similares a las nuestras, aparecían notablemente desgastadas.
Sí, así lo vimos…
Un Hombre ilusionado. Un Hombre que, como veremos, acababa de hacer su gran «descubrimiento». Un Hombre —lo adelanto sin la menor sombra de duda— que acababa de «estrenarse» como Dios. Y ese «hallazgo», esa seguridad, durante un tiempo, lo catapultó hasta las estrellas, hasta su Padre Celestial… Y todo cuanto lo rodeó quedó contagiado, incluyendo a estos exploradores. Jamás vivimos una experiencia tan gratificante como aquélla, al pie de las nieves perpetuas del Hermón. Lástima que los evangelistas no hicieran mención de unos sucesos tan memorables…
Pero debo serenarme. Me estoy precipitando, una vez más. Todo en su momento. Todo paso a paso…
Ahora, vencida la «nona» (las tres de la tarde), sólo contaba el presente. Sólo contaba Él.
Y comenzaron a suceder cosas extrañas…
¿Extrañas?
No, con Él, nada era extraño. Éramos nosotros los que no lo conocíamos suficientemente. Éramos nosotros los que habíamos forjado una imagen falsa, distante, erróneamente solemne de aquel cariñoso, espontáneo, cercanísimo y casi infantil Jesús de Nazaret.
Y, como digo, de improviso, el Maestro se destapó tal cual era.
Se detuvo de nuevo. Señaló a lo alto y, con el rostro grave, anunció:
—¡El último friega los cacharros!…
Soltó una carcajada y, dando media vuelta, se lanzó cuesta arriba, a la carrera.
Eliseo y yo, atónitos, necesitamos unos segundos para reaccionar.
Y el ingeniero, finalmente, comprendiendo, salió tras Él, dejando a este explorador con dos palmos de narices.
Instantes después, picado en el amor propio, feliz, impulsado por aquella «fuerza» que seguía habitándome, tiré de la agotada musculatura, en un vano intento de alcanzarlos.
Éste era el Maestro. El auténtico Hijo del Hombre…
Minutos más tarde, jadeando, casi a rastras, fui a parar a un gran claro. Allí, cómodamente sentados, muertos de risa, aguardaban aquellos «locos». Aparecían como nuevos, sin el menor signo de agotamiento.
Los miré desconcertado y, rendido, me dejé caer, tratando de llenar los pulmones y de recomponer la catastrófica lámina.
—¡Te ha tocado! —se burló mi hermano—. ¡Servicio de cocina! ¡Los quiero impecables!
Me resigné.
Jesús, entonces, tomando mi petate y las provisiones que me habían tocado en suerte, cargó con todo, haciendo causa común con el ingeniero:
—¡Impecables!…
Y se dirigió hacia la muralla de cedros que se levantaba frente a nosotros, a escasos cincuenta metros.
En realidad se trataba de una menguada arboleda, formada por tres o cuatro filas de erez. Y al otro lado, una nueva sorpresa: el mahaneh, el campamento…
Eliseo también se detuvo. Y durante unos instantes, fascinados, recorrimos con la vista el increíble y bellísimo lugar.
Me resultó familiar. Yo conocía aquel paraje…
Pero, al punto, rechacé la ridícula idea. Jamás estuve allí.
Materialmente cercada por los cedros se abría ante nosotros una meseta de regulares dimensiones, ovalada, de unos cien metros de diámetro mayor y cubierta por una tímida alfombra de hierba. A nuestra izquierda, al fondo, lindando casi con la pared del bosque, una pequeña tienda de dos aguas, armada, como la nuestra, con negras y embreadas pieles de cabra. Y en el centro de la planicie, un gigantesco cedro de unos cuarenta metros de altura, con un milenario, ajado y ceniciento tronco de cuatro metros de circunferencia. La copa, verde oscura, aplastada, sobresalía por encima de sus hermanos, acogiendo una ruidosa y, de momento, invisible colonia de aves. Y al pie del gigante, la «guinda», el toque exótico: ¡un dolmen! Un remoto monumento megalítico integrado por cinco rocas blancas, verticales, sólidamente enterradas, de casi tres metros, sosteniendo, en forma de techumbre, otra enorme laja plana. En este caso, la colosal estructura carecía de las habituales cámaras funerarias.
Pasé mucho tiempo a la sombra de aquella impresionante construcción. Y siempre me pregunté lo mismo: ¿cómo la levantaron? O mucho me equivocaba o la roca superior pesaba más de dos toneladas…
Y al norte, a poco más de 800 metros por encima de la meseta, el pico nevado, refulgente, del Hermón, amado de cerca por el verdiazul de los bosques.
Quedamos extasiados. Pero no…, no lo habíamos visto todo.
Acto seguido, auxiliados por el Maestro, nos centramos en el montaje de la tienda y en la organización de la modesta impedimenta. El rústico refugio, muy próximo al del Galileo, quedó listo en cuestión de minutos.
Y en ello estábamos cuando, de pronto, en el silencio de los dos mil metros, sonó algo.
Mi hermano y yo, soltando los petates, nos miramos atónitos.
El pensamiento fue el mismo. Pero, discreta y prudentemente, no hicimos comentario alguno.
Al poco, el increíble «ruido» se repitió. Esta vez más nítido.
No había duda…
Jesús, atareado en el anclaje de uno de los vientos, captó nuestra inquietud. Nos miró y, divertido, esbozó una media sonrisa. Pero siguió a lo suyo.
La tercera tanda fue, incluso, más espectacular. Procedía, al parecer, del flanco oriental de la meseta. Pero allí sólo se distinguían los árboles.
De improviso, sobre los cedros, apareció la silueta de una rapaz. No estoy seguro, pero juraría que se trataba de una «perdicera» de gran tamaño, dotada con la fuerza del águila y la agilidad del halcón.
Planeó lenta y majestuosa, trazando círculos al otro lado de la arboleda. Súbitamente se dejó caer en un rápido e impecable picado, desapareciendo por detrás del bosque. Y al instante, el desconcertante e «imposible» sonido…
¡Eran disparos!… ¡Ráfagas!
Creí que alucinaba.
¿Disparos? ¿En el año 25?
Medio minuto después el águila reapareció, alejándose hacia el Hermón. Y las «ráfagas de ametralladora» cesaron.
Esperamos un nuevo tableteo. Nada. Silencio. No volveríamos a escucharlo.
A la mañana siguiente llegaría la explicación…
Concluida la faena, el Maestro buscó el sol. Podía ser la «décima» (las cuatro de la tarde). Faltaban, pues, algo más de dos horas para el ocaso.
Y, atento y servicial, preguntó:
—¿Qué tal un baño antes de la cena?
¿Un baño? ¿A dos mil metros de altitud?
Mi hermano, entusiasmado, accedió al instante.
Y con un gesto de su mano izquierda nos invitó a seguirle. Como decía, no lo habíamos visto todo…
El Galileo cruzó la explanada, adentrándose en la breve arboleda del referido flanco este. Al otro lado nos aguardaba una no menos reconfortante sorpresa.
¡Las cascadas!
Creo que fue normal. Eran demasiadas emociones como para recordar algo tan insustancial como las repetidas alusiones de los montañeses a aquel «poco recomendable lugar». Espero volver sobre ello, pero, francamente, la presencia del Hijo del Hombre me tenía —nos tenía— medio hipnotizados…
Al filo mismo de los cedros apareció el olvidado nahal Hermón. Bajaba de los ventisqueros. Y lo hacía espumoso, enfadado y protestón. A la altura de la meseta, a cosa de cinco o seis metros por debajo de nuestros pies, el terreno se escalonaba, forzando a saltar al torrente. Resultado: dos blancas y rumorosas cascadas de más de dos metros de altura cada una. Y entre ambas, una espaciosa y mansa «piscina», de aguas frías y transparentes. Un amarillento circo rocoso de yeso cenozoico, magistralmente diseñado por la Naturaleza, ocupaba parte de la «piscina», frenando el ímpetu del nahal. El roqueo acompañaba a la corriente, formando un segundo islote al pie de la última cascada.
Desde ese instante, para Eliseo y para quien esto escribe, el remanso en cuestión sería bautizado como la «piscina de yeso».
Frente a nosotros, asomándose a dicha «piscina», desafiando a los cedros, vigilaba una solitaria patrulla de robles. Y entre la miniarboleda, algunos sauces y los inevitables corros de adelfas.
Y dicho y hecho.
El Maestro, alborozado, se despojó de túnica y sandalias y, de un salto, se lanzó de cabeza a las aguas, provocando la precipitada huida de decenas de inquilinos del robledal: nectarinas de cabezas y pechos violetas, trigueros de oreja negra y cola blanca y tímidos carpinteros sirios, entre otros.
Eliseo, nervioso, se desnudó como pudo y, sin dudarlo, siguió el ejemplo de Jesús de Nazaret.
Y yo, sin poder creer lo que estaba viendo, fui a sentarme al filo de la «piscina», contemplándolos.
¡El Maestro nadando!
Quizá suene a infantilismo. No lo sé… Tampoco importa. Para mí, aquel Jesús era nuevo. Distinto. Tan cercano y natural…
Braceaba ágil, con fuerza. Se detenía. Tomaba aire y desaparecía bajo las aguas. Buscaba al ingeniero. Hacía presa en sus piernas y, como si fuera una pluma, lo levantaba sobre la superficie, dejándolo caer. Risas. Eliseo, desconcertado, se recuperaba y, ni corto ni perezoso, perseguía al Maestro. Se apoyaba en los brillantes y musculosos hombros e intentaba hundirlo. Imposible. El Hijo del Hombre era una roca. Se revolvía. Chapoteaba. Y, entre carcajadas, terminaba hundiendo de nuevo al pobre Eliseo…
No sé cuánto tiempo permanecí allí arriba, atónito…, y feliz. Sí, esa es la palabra exacta: feliz.
Pero, de pronto, les vi cuchichear. Y, en silencio, se desplazaron hacia quien esto escribe. Ambos lucían una sospechosa sonrisa de complicidad.
Me puse en pie y, comprendiendo las malévolas intenciones, supliqué calma. Me desvestí a toda velocidad y, antes de que fuera presa de aquellos maravillosos «locos», salté a la «piscina». Cuando acerté a resollar, cuatro poderosas manos cayeron sobre mí, hundiéndome.
Y como tres niños, sin dejar de reír persiguiéndonos una y otra vez, así se prolongó aquel primer e inolvidable baño a los pies del Hermón.
Nunca, nunca podré olvidarlo…
Una hora después, agotados, nos reuníamos al pie de los cedros.
El Maestro soltó sus cabellos y fue a sentarse frente a estos jadeantes exploradores.
El sol, despidiéndose, rozando el horizonte azul y ondulado de los bosques, empezó a vestir y a preparar para la noche las nevadas cumbres. Y lo hizo despacio, respetuoso, con dedos naranjas.
Jesús inspiró profundamente y echó la cabeza atrás. Después, cerrando los ojos, permaneció en un largo y majestuoso silencio. Algunas gotas, irreverentes, resbalaron por las sienes, cayendo sobre el bronceado, ancho y relajado tórax.
Quedé nuevamente sorprendido. Mientras mi hermano y yo soportábamos el agitado bombeo de los corazones. Él, impasible, apenas alzaba la caja torácica. Su capacidad de recuperación era asombrosa.
Y, de pronto, sin previo aviso, el siempre sincero y espontáneo ingeniero formuló una pregunta. Una cuestión que nos rondaba y atormentaba desde mucho antes de llegar a su presencia.
Eliseo, como de costumbre, fue más valiente que quien esto escribe…
—Señor, ¿qué haces aquí?
De momento, el Galileo no replicó. Continuó con los ojos cerrados, ajeno a todo y a todos. Pensé que no deseaba hablar. Y fulminé a mi compañero con la mirada. Eliseo, desolado, bajó la cabeza.
—No, Jasón —intervino el Maestro, pillándome por sorpresa—, no reprendas a tu hermano porque, como tú, ansia la verdad…
Era imposible. No lograba acostumbrarme. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía «ver» o «leer» en los corazones? Si tenía los ojos cerrados, ¿cómo pudo…?
Enderezó el rostro y, atravesándome con aquella mirada, me salió de nuevo al paso:
—Porque ahora, querido Jasón, finalmente, he recuperado lo que es mío…
Y volviéndose hacia el aturdido Eliseo, regalándole su mejor sonrisa, añadió:
—Amigo…, haces bien en preguntar. Para eso estáis aquí. Para contar y dar fe de lo que soy y de lo que desea mi Padre… Vuestro Padre…
Solicité disculpas a mi compañero y, olvidado el leve incidente, Eliseo, vibrante, cayó sobre el rabí, matizando la cuestión inicial.
—¿Has venido al Hermón para buscar algo que habías perdido?
El Maestro, encantado ante la transparencia de aquel hombre, lo miró unos segundos. Sus ojos brillaron y una sonrisa casi imperceptible se derramó por el rostro, alcanzándonos.
Y volvió a desconcertarnos.
—Excelente pregunta… Recuérdamela después de la cena…
Le guiñó un ojo y, de un salto, como un atleta, se puso en pie. Recogió sus cosas y, decidido, canturreando, regresó al mahaneh.
Y estos exploradores, y un Hermón definitivamente naranja, quedaron en suspenso.
Así era aquel Hombre…
Supongo que es inevitable. Suplico perdón. Espero que el paciente e hipotético lector de estas atropelladas memorias sepa comprender y disculpar. Escribo con el corazón, con todas mis ya escasas fuerzas, pero, aun así, las vivencias escapan. Son tantas las cosas que debo contar que, en ocasiones, no sé por dónde tirar y, lo que es peor, puede que olvide detalles e impresiones.
Ahora mismo acaba de suceder. Estaba olvidando otra de las desconocidas facetas del Hijo del Hombre.
¿Quién ha imaginado alguna vez a Jesús de Nazaret «cocinero»?
La verdad es que, en el transcurso de las anteriores experiencias junto al Maestro, jamás reparé en ello. Sin embargo, así era. Así lo descubrimos en el Hermón. Y nos rendimos a la evidencia.
¿Jesús cocinero?
Sí…, y muy bueno.
El sol caía. En cuestión de una hora oscurecería.
Y Jesús puso manos a la obra. Eliseo, más hábil para los menesteres domésticos que este limitado explorador, se brindó como «pinche». Y reconozco que, en el tiempo que duró la estancia en las cumbres de la Gaulanitis, el Maestro y mi hermano formaron una excelente y bien compenetrada pareja culinaria.
Quien esto escribe, como era de prever, fue relegado a «pinche del pinche». En otras palabras: a mero fregaplatos. Pero no me arrepiento. También aprendí lo mío con el natrón, ollas, vasos y demás utensilios de cocina.
El Maestro dio las órdenes oportunas y estos «ayudantes», sumisos y felices, se dispusieron a levantar un buen fuego.
Frente a la tienda del Galileo se hallaba preparado un modesto hogar: seis grandes piedras en círculo y, al lado, una buena reserva de ramas de cedro.
Pero surgió el primer problema…
Eliseo y yo nos interrogamos mutuamente. Ninguno cayó en la cuenta. Entre las provisiones adquiridas a los Tiglat no figuraba el imprescindible manojo de «cerillas». Aquellas largas astillas previamente embadurnadas en azufre y que eran activadas al choque del pedernal.
Discutimos. Busqué entre los sacos. Negativo. Ni rastro de las dichosas «cerillas».
El Maestro escuchó y, advirtiendo la naturaleza del conflicto, fue a su tienda. Al poco, depositando en mis pecadoras manos un puñado de «fósforos», sentenció burlón:
—¡Vaya par de ángeles!
Instantes después, gracias a mi hermano, claro está, un aromático fuego danzaba rojo, alto y con ganas, llamando la atención de un madrugador y curioso Venus.
A partir de ese momento —dada mi preclara inutilidad— me limité a vigilar y sostener las llamas, asistiendo, entre incrédulo y divertido, al ir y venir de los esforzados y muy serios «cocineros».
¡Quién lo hubiera dicho! ¡Jesús de Nazaret cocinando…!
Primero extendió una amplia estera de hoja de palma sobre la hierba. Después organizó los cacharros y dispuso ingredientes y viandas.
Eliseo, atentísimo, cumplió las instrucciones del chef. Tomó media docena de blancas y hermosas manzanas sirias y comenzó el rallado.
Sonreí para mis adentros. No lo había visto tan concentrado ni en las operaciones de vuelo de la «cuna»…
De pronto, al llegar al corazón de la primera fruta, se detuvo. E, indeciso, preguntó:
—Señor, ¿qué hago con el lebab?
(En arameo, la palabra lebab tenía un doble sentido: corazón y mente).
Jesús, absorto en el batido de una salsa, replicó sin levantar la vista del cuenco de madera:
—¿Qué le ocurre?… ¿Está inquieta?
Comprendí. El Maestro, distraído, interpretó el término como «mente».
—¿Inquieta? No, Señor… Es que no sé qué hacer con él.
—Olvida las preocupaciones. Disfruta del momento…
—Pero…
—Comprendo… —se resignó Jesús, agitando con fuerza la mezcla—. La echas de menos… ¿Es guapa?
El ingeniero, perplejo, miró el corazón que sostenía entre los dedos.
—¿Guapa?… No, Señor…
—¿No es guapa? —prosiguió sin dejar de golpear la salsa—. ¡Qué raro!… ¿Y cuál es el problema? ¿Por qué te inquietas?
—Señor —intentó aclarar el cada vez más confuso «pinche»—, es una tappuah…
Nuevo enredo. Tappuah (manzana) era utilizado también como piropo. Equivalía a «dulce», «sabrosa», «deseable» (referido, naturalmente, a una mujer bella).
—¿En qué quedamos? ¿Es o no tappuah?
—Sí, pero…
No pude contenerme y rompí a reír, alertando al ensimismado «cocinero jefe».
Jesús alzó la vista y Eliseo, mostrándole el corazón de la tappuah, insistió rojo como una amapola:
—Yo no tengo novia, Señor… Hablaba del corazón. ¿Lo rallo o no?
Naturalmente, al descubrir el equívoco, las carcajadas regresaron al mahaneh, contagiando a las primeras estrellas. Y las vi parpadear, desconcertadas.
Así era aquel maravilloso Hombre…
La cena no se demoró.
Ensalada «made in María», la de la «palomas». Una receta aprendida de su madre. Disfrutamos y repetimos: manzanas ralladas, palitos de una legumbre parecida al apio, nueces, pasas de Corinto (sin grano) y una suave y disgestiva salsa integrada por aceite, sal, miel, vinagre y un chorreón de vino.
Después, tocino magro a la brasa y queso en abundancia.
No pude por menos de felicitarles. Y mi hermano, satisfecho y mordaz, tendió la mano, obligándome a besarla. Pero el de Nazaret, que no le iba a la zaga en el sentido del humor, hizo otro tanto. Ese beso, sin embargo, fue distinto. Y me estremecí…
La noche nos sorprendió. La temperatura descendió ligeramente y el firmamento, atento, con una luz de lujo, se arremolinó sobre el Hermón, sabedor de a «quién» iluminaba y protegía. Hasta el cometa Halley, oportunísimo, asomó una breve cabellera por el oeste de la pulsante Procyon…
No, las estrellas no se equivocaban. Aquélla, efectivamente, sería una noche histórica. Inolvidable. Al menos para nosotros…
Allí, concluida la cena, al amor del fuego, con el rítmico e incansable croar de las ranas junto al nahal Hermón, tendría lugar la primera de una serie de conversaciones con el Hijo del Hombre. Unas conversaciones íntimas. Sinceras. Reveladoras…
Prácticamente, excepción hecha de la última semana, cada jornada, a la misma hora, como algo minuciosamente «programado», el Maestro habló, abriendo mentes y corazones. Y así, suavemente, nos fue preparando…
No ha sido fácil. A pesar de los muchos apuntes y notas, tomados siempre tras las animadas tertulias y en el silencio de la tienda, algunas de sus ideas y palabras, muy probablemente, se perdieron. Pero ha quedado lo fundamental. Las claves…
Y entiendo que debo ser honesto. No todo lo que dijo puede ser recogido aquí y ahora. El mundo no lo entendería. «Eso» ha sido guardado en lo más profundo de mi corazón. Quizá, antes de mi ya cercana muerte, me decida a escribirlo con la esperanza de que sea leído por las generaciones futuras. El «sabe»…
Y otra advertencia. Aunque he procurado reunir por capítulos los asuntos de mayor calado, las intensas charlas no siempre fueron monográficas. Como es lógico y natural, dependiendo de las circunstancias, saltábamos de un tema a otro. No obstante, para una mayor claridad, he buscado un cierto orden, un hilo conductor…
Dicho esto, prosigamos.
El primero en hablar fue Él. Serio, pausadamente, se interesó por nuestro viaje. Nunca supimos con certeza a cuál se refería. Estaba claro que conocía nuestro verdadero «origen», pero siempre —y mucho más en presencia de otros— se mantuvo en una discreta «nebulosa». En el fondo lo agradecimos.
Finalmente, como colofón, llenándonos una vez más de optimismo y sorpresa, repitió lo apuntado en las «cascadas»:
—Mis queridos «ángeles»… No os rindáis… ¡Ánimo!… Ni vosotros mismos sois conscientes de la trascendencia de vuestro trabajo…
Alzó la vista hacia los luceros y, suspirando, añadió:
—Mi Padre sabe… Llegará el día, gracias a vosotros y a otro «mensajero», en que mis palabras y mi obra refrescarán la memoria del mundo. Gracias por adelantado…
—¿Otro «mensajero»?
Eliseo y yo nos pisamos la pregunta.
El Maestro, sonriente, asintió con la cabeza. Pero nos dejó en el aire. Hoy, casi con seguridad, sé a qué se refería. Mejor dicho, a quién. Él, a su manera, también estaba allí…, en la suave noche del Hermón.
—Señor —terció el ingeniero, que jamás olvidaba—; contéstanos ahora. Lo prometiste. ¿Qué es lo que has perdido en estas montañas? ¿Por qué dices que has venido a recuperar lo que es tuyo?
El Hijo del Hombre, consciente de lo que se disponía a revelar, meditó las palabras. Echó mano de una de las ramas y jugueteó con el pacífico fuego. Después, grave, en un tono que no admitía duda alguna, se expresó así:
—Hijo mío, lo que voy a comunicarte no es de fácil comprensión para la limitada y torpe naturaleza humana. Sois los más pequeños de mi reino y entiendo que tu mente se resista. Pero, en breve, cuando llegue mi hora, lo comprenderás…
Y desviando la mirada hacia este atento explorador insistió:
—Entonces, sólo entonces, estaréis en condición de entenderlo. Ahora, por el momento, escuchad y confiad…
Eliseo, impulsivo, le interrumpió:
—¡Confiamos, Señor!… ¡Tú lo sabes!
Jesús lo agradeció. Le sonrió y prosiguió:
—De acuerdo a la voluntad de mi Padre, ha llegado el momento de restablecer en mí mismo la auténtica identidad del Hijo del Hombre. Mi verdadera memoria, voluntariamente eclipsada durante esta encarnación, ha vuelto a mí… Y con ella, mi «otro espíritu»…
Quedamos perplejos y confusos. Y, de pronto, una luz me iluminó. Creí entender lo que decía. En el fondo estaba confirmando lo que ya explicó en el otro «ahora» y que fue detallado en páginas precedentes [139].
Sonrió de nuevo y, mirándome fijamente, asintió despacio, convirtiéndose en cómplice de los súbitos recuerdos.
—Así es, querido amigo, así es…
Y durante un largo rato descendió a los detalles, informando del por qué de su presencia en este mundo.
Al parecer —según dijo—, ésa era la voluntad de su querido Abbá, su Padre Celestial. Él, como Hijo de Dios, debía vivir, conocer y experimentar de cerca la existencia terrenal de sus propias criaturas. Eso era lo establecido. Ese requisito resultaba vital e imprescindible para alcanzar la absoluta y definitiva soberanía como Creador de su universo… Ése, en suma, era el precio para lograr la definitiva entronización como rey de su propia creación.
Y advirtiendo nuestra perplejidad recalcó:
—No os atormentéis… Estáis en el principio de una larga travesía hacia el Padre. Ahora debe bastaros con mi palabra.
—Entonces, si no he comprendido mal —terció el ingeniero—, tú eres un Dios… «camuflado».
El Maestro, descabalgado, rió con ganas. No había duda. Las ingenuas y, aparentemente, infantiles cuestiones de Eliseo le fascinaban.
—¿Un Dios escondido?… Sí, de momento…
Le guiñó un ojo y añadió:
—Y os diré más. Aunque tampoco es fácil de asimilar, de acuerdo con los designios de Ab-ba, otro de los objetivos de esta experiencia humana consiste en «vivir» la fe y la confianza que yo mismo, como Creador, solicito de mis hijos respecto a ese magnífico Padre.
Y subrayó con énfasis:
—Vivir la fe y la confianza…
—Pero, no comprendo…, ¿es que tú no tienes fe?
La risa lo dobló de nuevo y, cuando acertó a recuperarse, aclaró:
—Mi querido ángel…, yo soy la fe. Pero, aun así, conviene que sea probado.
—Una experiencia… —musitó casi para sí el cada vez más desconcertado Eliseo—. Tu encarnación en este planeta obedece a eso, a la necesidad de experimentar…
—Es el plan divino. Sólo así puedo llegar a ser íntima y realmente misericordioso.
Mi hermano buscó mi parecer.
—Y tú, «pinche» de ángel, ¿qué dices? Esto es nuevo para mí. Esto nada tiene que ver con lo que han dicho…
Jesús, sonriendo pícaramente, aguardó mi respuesta.
—A juzgar por lo visto y oído —resumí—, muy poco de lo dicho y escrito tiene que ver con la verdad…
Y me atreví a profundizar en lo que ya sabía.
—… Si no he comprendido mal, tú, Señor, no estás aquí para redimir a nadie…
Sencillamente, negó con la cabeza. Y afirmó:
—En su momento lo escuchaste del propio Hijo glorificado: el Padre no es un juez. El Padre no lleva esa clase de cuentas. ¿Por qué exigir responsabilidades a unas criaturas que no tienen culpa? Cada uno responde de sus propios errores…
Eliseo se mostró de acuerdo.
—Eso sí tiene sentido.
Y Jesús, señalándonos entonces con el dedo, remachó:
—Estad, pues, atentos y cumplid vuestra misión: debéis ser fieles mensajeros de cuanto digo. Que el mundo, vuestro mundo, no se confunda.
Mensaje recibido.
—Conocer de cerca a tus criaturas. Vivir y experimentar en la carne. Pero, Maestro, ¿qué puedes aprender de nosotros?
Mi compañero, perplejo, siguió preguntando y preguntándose.
—… ¿Qué hay de bueno en unos seres tan mezquinos, brutales, necios, primitivos…?
El Galileo le interrumpió.
—¡Dios!
—¿Dios?
—Así es —explicó Jesús acariciando cada palabra—. Ésa es otra de las razones, la gran razón, por la que he descendido hasta vosotros. Revelar a Ab-ba. Recordar a éstas, y a todas las criaturas de mi reino, que el Padre reside, per-so-nal-men-te, en cada espíritu.
Eliseo, en esos momentos, no se percató de la importancia de la revolucionaria afirmación del Galileo. Y se desvió:
—¿Otras criaturas?
Jesús, comprendiendo, se resignó. Sonrió con benevolencia y asintió de nuevo con la cabeza en un significativo silencio.
—Pero ¿cómo otras criaturas? ¿Dónde?
—Querido e impulsivo niño… Acabo de decírtelo: estás en los comienzos de una venturosa carrera hacia el Padre. Algún día lo verás con tus propios ojos. La creación es vida. No reduzcas al Padre a las cortas fronteras de tu percepción. Y te diré más: la generosidad de Ab-ba es tan inconmensurable que nunca, ¡nunca!, alcanzarás a conocer sus límites.
—¿Estás diciendo —manifestó el ingeniero con incredulidad— que ahí fuera hay vida inteligente?
—Mírame… ¿Me consideras inteligente?
Eliseo, aturdido, balbuceó un «sí».
—Pues yo, hijo mío, procedo de «ahí fuera», como tú dices…
Eliseo, descolocado, cayó en un profundo mutismo. Él, como yo, amaba a Jesús de Nazaret. Habíamos visto lo suficiente como para no poner en duda sus palabras. El tiempo, por supuesto, seguiría ratificando este convencimiento.
Aproveché el silencio de mi compañero y me centré en otra de las insinuaciones del Maestro.
—Tu reino… ¿Dónde está? ¿En qué consiste?
Jesús extendió los brazos. Abrió las palmas de las manos y me miró feliz.
—Aquí mismo…
Después, levantando el rostro hacia la apretada e insultante «Vía Láctea», añadió:
—Ahí mismo…
—¿El universo es tu reino?
—No, querido Jasón —matizó con aquella infinita paciencia—, los universos tienen sus propios creadores. El mío es uno de ellos…
—Eso tiene gracia —reaccionó el ingeniero—. Tú, Señor, no eres el único Dios…
—Te lo repito una vez más: la pequeña llama de tu entendimiento acaba de ser encendida. No pretendas iluminar con ella la totalidad de lo creado. Date tiempo, querido ángel…
Pero Eliseo, de ideas fijas, comentó casi para sí:
—¡Muchos Dioses!… Y tú, ¿eres grande o pequeñito?
El Maestro y yo cruzamos una mirada. Y, sin poder remediarlo, terminamos riendo.
—En los reinos de mi Padre, querido «pinche», no hay grandes ni pequeñitos… El amor no distingue. No mide.
—Señor, hay algo que no sé…
—¡Por fin! —me interrumpió socarrón—. ¡Por fin alguien reconoce que no sabe!
—… Esas criaturas, las que dices que también forman tu reino, ¿son como nosotros? ¿Necesitan igualmente que les recuerdes quién es el Padre?
—Toda la creación vive para alcanzar y conocer a Ab-bā. Ésa es la única, la sublime, la gran meta… Algunos, como vosotros, están aún en el principio del principio. Ellos, no lo dudéis, están pendientes de este pequeño y perdido mundo. Lo que aquí está a punto de suceder los llenará de orgullo y de esperanza…
Extrañas y misteriosas palabras.
—¿Y por qué nosotros? —atacó de nuevo el incansable ingeniero—. ¿Por qué has elegido este remoto planeta?
—Eso obedece a los designios del Padre…, y a los míos, como Creador. En su momento te hablaré de las desdichas de este agitado y confundido mundo. ¡Nada, en la creación, es fruto del azar o de la improvisación!
Lamentablemente, mi hermano volvió a interrumpirlo, cortando lo que, sin duda, podía haber sido una revelación. Pero quien esto escribe no lo olvidó.
—Entonces, Señor, tú vas por tu reino, por tu universo, revelando al Padre… ¿Ése es tu trabajo?
La capacidad de asombro de aquel Hombre no parecía tener límite. Abrió los luminosos ojos y, conmovido, replicó:
—Sí y no… Entrar a formar parte de la vida de mis criaturas, como te dije, es una exigencia para todo Hijo Creador. Antes de esta encarnación, por ejemplo, yo he sido ángel… Y también me he sometido voluntariamente a la naturaleza de otros seres a mi servicio. Otros seres que tú, ahora, ni siquiera imaginas…
—¿Tú has sido un ángel?… Pero ¿cómo?
—Hijo mío, ¿puedes explicar a los hombres de este tiempo de dónde vienes y cómo lo haces?
Eliseo negó con la cabeza.
—Pues bien, deja que el conocimiento y la revelación lleguen a su debido tiempo. Disfruta de la maravillosa aventura de la ascensión hacia el Padre. Nada quedará oculto…, pero ten fe. Aguarda confiado.
Y Jesús puso el dedo en la llaga.
—Dime: ¿crees en lo que digo?
Esta vez me uní a la rotunda afirmación de Eliseo.
—Absolutamente, Señor…
—Entonces, dejadme hacer. Mi Padre «sabe». No lo olvidéis…
—Ahora lo entiendo —susurró el «pinche»—, ahora lo entiendo…
Señaló las desdibujadas nieves del Hermón y proclamó triunfante:
—Ha llegado tu hora… El Creador ha recuperado lo que es suyo. Ahora sabe quién es. Aquí y ahora se ha hecho el milagro. Jesús de Nazaret, el hombre, es consciente, al fin, de su verdadera naturaleza divina…
—Hijo mío, eres afortunado… Es mi Padre quien habla por ti.
Las llamas oscilaron, tan electrizadas como nuestros corazones. Mi hermano —no sé cómo— lo resumió a la perfección. Y nosotros, por la generosidad de los cielos, fuimos testigos. Testigos de excepción del «gran cambio»…
Aunque creo haberlo mencionado, bueno será recordarlo.
En esas fechas, justamente, agosto del año 25, en la montaña santa, el Hijo del Hombre, arrastrado por el Destino, «despertó». Mis sospechas se vieron así confirmadas. Jesús de Nazaret nació y vivió como un ser humano normal y corriente. Durante años —tal y como reconocería en aquellas conversaciones nocturnas— no supo quién era en realidad. Él mismo, antes de su encarnación, se impuso esta condición. Sólo así, con esa generosa renuncia, fue posible vivir, sufrir y experimentar, en definitiva, la naturaleza humana. Fueron años turbulentos. «Algo» férreo e invisible lo impulsaba hacia el gran Padre Azul. Pero ¿quién era Él? ¿A qué obedecía este irrefrenable «tirón»? ¿Por qué su corazón se empeñaba en hablar a las gentes de su Padre Celestial? Y la lucha —una batalla ignorada igualmente por los escritores sagrados— se prolongó, feroz, hasta ese mes de elul, cuando el Maestro estaba a punto de cumplir 31 años…
¡Dios santo!
Este «hallazgo», revalidado después por los innumerables prodigios, me mantuvo en vela durante muchas noches.
¿Estábamos en la presencia de un Dios? Sin embargo, por más que lo observaba y estudiaba, no era capaz de distinguir la frontera entre lo puramente humano y lo divino. Lo adelanto y lo confieso humildemente: fue un misterio. Científicamente carezco de explicación. Pero así fue.
¡Un Dios hombre!
Mejor dicho, un Dios a la búsqueda del hombre…
¡Un Dios niño!
Mejor dicho, un Dios anulado. Inmolado durante años en la espesa y torpe naturaleza humana. La más baja de la creación…
¡Un Dios indefenso!
Mejor dicho, un Dios desamparado…, voluntariamente.
Demasiados enigmas para este pobre e inútil explorador…
Y otro dato más, escuchado de sus propios labios: justo en esos días, durante la estancia en el Hermón, una vez asumida la genuina naturaleza divina, el Maestro pudo haber abandonado el mundo de su encarnación.
Al plantear la insólita y desconocida posibilidad, Eliseo, pasmado, preguntó:
—¿Qué dices? ¿Hablas en serio?
Naturalmente. A pesar de sus continuas bromas, el Maestro siempre hablaba en serio.
—Mi trabajo —manifestó— ha sido culminado. He cumplido la voluntad del Padre. Ahora conozco al hombre. De haber regresado a mi lugar habría recibido la soberanía que me pertenece. Pero…
Hizo una pausa. Nos miró con ternura y añadió:
—Pero me he sometido al Padre…
Eliseo, impaciente, le cortó.
—¿Y qué ha dicho el «Jefe»?
El Galileo, desarmado, interrumpió lo que iba a decir. Y, entre risas, preguntó a su vez:
—¿El Jefe?
—Sí —apremió el ingeniero señalando al no menos atónito firmamento—, el «Barbas»…».
—¿El «Barbas»?
—El Padre… Tú me entiendes, Señor… Yo, al Padre, me lo imagino así…, con barbas».
—¿Y por qué con barbas?
—Si es lo que dices, Señor, tiene que ser muy viejo…
Jesús, maravillosamente desconcertado, sonrió levemente. Fue una sonrisa fugaz, pero plena de amor y satisfacción.
—Te diré algo. Poco importa si estás o no acertado. A mi Padre le encantan esos retratos…
—Y bien… ¿Qué ha dicho?
—Que mañana será otro día…, querido «pinche».
—Pero…
Ahí finalizó la charla. Jesús, guiñándole un ojo, se puso en pie.
—El «Barbas» dice que es hora de descansar. Para hablar de Él necesitamos tiempo. Mucho tiempo…