21 DE MAYO AL 15 DE JUNIO

Otro periodo clave, sí. Unas jornadas intensas en las que este explorador recibió una información privilegiada. Una información que, para variar, tampoco fue recogida por los evangelistas. Veamos si soy capaz de sacarla adelante.

Tras descansar el sábado, el domingo, 21 de mayo del año 30, primer día de la semana, abandoné el Ravid con el alba, emprendiendo lo que sería nuestra última misión oficial en tierras de la provincia romana de la Judea.

Eliseo, como siempre, fue parco. Ambos detestábamos las despedidas. Como creo haber mencionado, resultaba difícil establecer la fecha exacta de mi retorno. Quizá, con dos o tres semanas sería suficiente, salvo que el Destino tuviera otros planes… En definitiva, un periodo más que sobrado para visitar la Ciudad Santa y la aldea de Nazaret, reuniendo la documentación que se nos había encomendado y que este alocado griego no supo lograr en su momento.

En la cumbre del «portaaviones» todo discurría sin novedad. «Base-madre-tres», como sospechábamos, parecía un refugio excelente, sin interés alguno para los habitantes de la zona y tampoco para el ganado. De hecho, en aquellos días, las alarmas, en especial la «cortina» de los microláseres —que barría la «popa» del Ravid en un ángulo de 180° y a razón de un centenar de «peinados» por segundo—, no detectaron target alguno de importancia, excepción hecha de las inevitables irrupciones de las festivas bandadas de palomas bravías, collalbas rubias y vencejos de la Galilea, tan habituales en aquella benigna primavera en los riscos y acantilados del cercano Arbel.

La «cuna», según lo previsto, desconectada la SNAP 27 (la pila atómica), continuó «viva», merced a la energía suministrada por los providenciales espejos solares, capaces de generar hasta 500 W. Como fue dicho, la larga permanencia del módulo en lo alto del Ravid nos obligó a reservar la potencia del plutonio de la SNAP —limitada a un año— para el obligado vuelo de retorno a la meseta de Masada. Desde los primeros instantes, nada más tomar tierra, mi hermano se ocupó de la instalación y puesta a punto de los doce espejos de vidrio con revestimiento de plata [15]. Y como medida suplementaria y precautoria fijó igualmente en el exterior de la nave las planchas de reserva, a base de acero dulce plateado y metal electroplateado, cuyos índices de reflexión -91 y 96 por ciento, respectivamente— podían incrementar la autonomía eléctrica de la «cuna».

Tampoco la despensa —discretamente surtida— nos preocupaba. En principio, agua y alimentos eran más que suficientes para sostener a Eliseo durante mi ausencia. En caso de emergencia, sin embargo, siempre quedaba el recurso de la plantación. Mi compañero, entonces, debería descender y negociar con los felah. El contacto con Camar había sido positivo, dejando abierta una interesante puerta. Aun así, recordando la amarga experiencia vivida en la cripta de Nahum, le supliqué que no cayera en la tentación de alejarse del módulo.

Sonrió con picardía y, francamente, me eché a temblar.

Según lo acordado, mientras este explorador permaneciera ausente, se mantendría ocupado con los interrumpidos análisis de la sangre de la Señora, la madre del Maestro, y la revisión del viaje al sur de Israel, bautizado como Operación Salomón. La primera parte de su cometido debía redondearse con los correspondientes estudios sobre el ADN de José, el padre terrenal de Jesús. Pero, para ello, quien esto escribe tenía que hacerse con algunos de los restos óseos. Una misión que me obligaba a visitar de nuevo el cementerio de la recóndita Nazaret. Pero eso sería a mi vuelta de Jerusalén.

Por último, siguiendo las estrictas normas de Caballo de Troya, procedimos al chequeo de mi indumentaria y equipamiento. En realidad, pura rutina.

Fui meticulosamente rociado con la «piel de serpiente», incluyendo manos, cuello y cabeza. Repasamos el «tatuaje» adherido a la palma de la mano izquierda, así como las «crótalos» (las lentes de contacto, vitales para la visión infrarroja) y las sandalias «electrónicas». A partir de esos momentos debería extremar la prudencia. Aquellos eran los últimos pares de que disponíamos.

Con la bolsa de hule y los treinta denarios de plata depositados en la misma, regresó la risa. Pero mi ánimo se hallaba intacto. Saldríamos adelante…

Por pura prudencia —obedeciendo los sensatos consejos de Eliseo—, el valioso ópalo blanco permaneció en la «cuna».

En cuanto al saco de viaje, pocas veces lo había encontrado tan ligero: algunas provisiones (fundamentalmente frutos secos), agua, la habitual «farmacia» de campaña [16] y un par de ampolletas extras, vacías.

Tampoco la vestimenta fue alterada: túnica color hueso de lino bayal, modesto ceñidor trenzado con cuerdas egipcias y el incómodo pero imprescindible manto azul celeste confeccionado con lana de las montañas de Judea.

Y aferrándome a la «vara de Moisés» salté a tierra, alejándome. ¿Qué me reservaba el Destino? La respuesta fue un familiar cosquilleo en el estómago. No me inquieté. Aquella misteriosa «fuerza» seguía allí, inundándome. Y seguro de mí mismo, disfrutando del cálido amanecer, caminé rápido al encuentro de la «vía maris» de las puertas de la bulliciosa Tiberíades. Sí, aquella experiencia sería distinta. Lo sentía con nitidez. «Algo» o «Alguien» me acompañaba…

En el límite de la conexión auditiva (15 000 pies), frente a la capital del yam, me despedí definitivamente de Eliseo, confirmando la marcha hacia la segunda desembocadura del Jordán. A partir de Tiberíades, el enlace con la «cuna» quedaba prácticamente cortado.

No tuve que aguardar mucho tiempo. Al poco me unía a una nutrida caravana de sirios que transportaba harina de cebada y cuyo destino final era Jericó, en la margen occidental del río. El capataz y jefe de los burreros aceptó de buen grado la compañía de aquel griego solitario y la suma de doce ases (medio denario de plata) por día de viaje. Como ya dije, muchos de los peregrinos buscaban este tipo de protección a la hora de desplazarse dentro y fuera del país.

Y el cielo fue complaciente. En la tarde del martes, 13, poco antes del ocaso, este explorador llamaba a las puertas del hogar de los Marcos, en Jerusalén. El último tramo, desde Jericó, aunque en solitario, fue cubierto sin incidentes dignos de mención.

El ambiente, lo reconozco, me desconcertó. El luto por la muerte del cabeza de familia parecía haber desaparecido por completo. Todo era bullicio y una contagiosa e inexplicable alegría. María, la señora de la casa, Juan Marcos, el benjamín, Rodé, el resto de la servidumbre y los íntimos del Maestro que aún permanecían en la vivienda me recibieron con los brazos abiertos. Todos menos Juan Zebedeo, claro está… La verdad es que los echaba de menos. Tras la aparición en el yam, en la tarde del sábado, 29 de abril, no había vuelto a verlos. También la Señora y Santiago, su hijo, seguían en el caserón.

¿Seré capaz de explicarlo?

Como digo, allí sucedía «algo» inusual. Rostros, ademanes y actitudes no eran normales. Aquello no guardaba relación con lo que había visto y escuchado en la Galilea. Desconcertante, sí…

Pensé primero en los lógicos efectos provocados por la última aparición del Resucitado. Pero no… El comportamiento, insisto, me resultaba familiar. Sonrisas, alegría, compañerismo y afecto no eran estridentes. Allí latía algo más profundo, más sereno, más sólido y continuado. Todos hablaban y se manifestaban con un aplomo, con una seguridad y una dulzura que, repito, me recordó la enigmática «sensación» experimentada por mi hermano y por quien esto escribe en la cumbre del Ravid.

Algún tiempo después, tras sucesivas jornadas de intensas y minuciosas conversaciones con aquella veintena de amigos, llegué a una conclusión. Una conclusión que me hizo temblar…

Pero sigamos por orden.

No podía creerlo. ¿Qué había sido de aquel Pedro agresivo y desconsiderado? Ahora se presentó ante mí templado, pictórico e irradiando una paz insólita y desconocida. Hasta el seco y escéptico Tomás daba rienda suelta a un optimismo y a una confianza que habrían llenado de satisfacción al Maestro.

Fue María, la Señora, quien, esa misma noche, al interesarme por la causa de tan llamativo cambio, empezó a abrirme los ojos. Y poco a poco, como digo, al interrogar al resto, pude ir montando los detalles de lo que, sin duda, fue una jornada histórica…, para todos. Sí, he dicho bien: para todos.

He aquí la esencia de lo acaecido aquel jueves, 18 de mayo, y que, por mi proverbial torpeza, no tuve la fortuna de presenciar:

Según mis informadores, entre los que debo mencionar a hombres tan sensatos y lúcidos como José de Arimatea, Nicodemo y el propio Santiago, hermano del Maestro, poco después del definitivo «adiós» del Resucitado en el monte de los Olivos, un Pedro firme y valiente —ignorando las disposiciones del Sanedrín contra los que pregonaran la resurrección— dio una escueta orden: «cuantos amaban a Jesús de Nazaret deberían congregarse en la casa de los Marcos».

El benjamín y la servidumbre recorrieron entonces Jerusalén y, entre las horas tercia y quinta (más o menos hacia las diez y media de la mañana), alrededor de ciento veinte hombres y mujeres, todos fieles seguidores de las enseñanzas de Jesús, fueron a abarrotar el piso superior del caserón.

Allí, el ya casi consagrado nuevo líder, Simón Pedro, se dirigió al grupo y, con su peculiar elocuencia, habló de los recientes sucesos registrados en aquel mismo cenáculo y en el vecino monte.

Según mis indagaciones, Pedro no alteró los hechos, ni tampoco las palabras del rabí. Pero cometió un error —no sé si involuntario— que se repetiría en el futuro y que, como ya he afirmado en otras oportunidades, terminaría modificando gravemente el mensaje del Maestro. Al llegar a las alusiones a la magnífica y esperanzadora paternidad de Dios, el pescador olvidó el pasaje, reforzando, en cambio, el deslumbrante suceso de la realidad física del Resucitado. Y los presentes vibraron de emoción. Sí, Jesús vivía. Jesús tenía cuerpo. Jesús había vuelto de la tumba. Jesús, en definitiva, era el triunfador. Y Pedro cargó contra la casta sacerdotal, ridiculizándola. Supongo que es comprensible. Eran seres humanos. Acababan de padecer el horror y la vergüenza de la crucifixión. ¿Cómo no aferrarse a la maravilla de un Jesús vivo, que hablaba, que se movía y que tocaba? No pretendo justificar el error de Pedro y de cuantos lo secundaron, pero lo entiendo. Yo le vi. Conversé con Él. Tuvimos la fortuna de medio analizar su estructura física. ¿Cómo no quedar desbordado por semejante prodigio?

El vibrante discurso —en el que fue plantada, sin querer, la semilla de una religión «en torno a la figura del Galileo» y no de su mensaje— se prolongó durante una hora. Fue tal el impacto que nadie se movió. Todos aguardaron las órdenes del flamante líder. Pero Pedro, atónito ante su propia fuerza, no reaccionó. Fue Mateo Leví, secundado por Andrés, el hermano de Simón, quien resolvió la incómoda situación, recordando la promesa del Maestro de enviar al Espíritu. Ésa sería la señal. Sólo entonces pasarían a la acción.

Cuando pregunté qué idea tenían de dicho Espíritu de la Verdad, ni uno solo de mis confidentes supo darme razón. No entendieron al Resucitado. No sabían de qué hablaba. Sin embargo, pronto, muy pronto, lo averiguarían…

Todos aceptaron. Esperarían.

La siguiente iniciativa corrió a cargo de Pedro. En uno de aquellos interrogatorios, el pescador me confesó que la idea surgió al recordar las frases de Jesús sobre el malogrado Judas Iscariote. Una alusión, en efecto, que tuvo lugar en aquel mismo piso superior y en la primera parte —digámoslo así— de la última «presencia» del Galileo en la Tierra. «Judas ya no está con vosotros —había dicho el Maestro— porque su amor se enfrió y porque os negó su confianza».

Pues bien, esta referencia al traidor movió al líder a buscar un sustituto. Lo expuso a la totalidad de los íntimos y la sugerencia fue aprobada por unanimidad. Pero ¿cómo hacer para nombrar al «embajador» número doce?

Guiados por su buena fe cometieron la torpeza de anunciarlo a los allí presentes. Y parte del grupo, enardecida por los fantásticos sucesos de esa misma mañana, se presentó voluntaria en medio de un formidable griterío. Todos deseaban ese puesto. Curiosamente —según mis informaciones—, entre esos cincuenta o sesenta brazos en alto, ni uno solo pertenecía a una mujer. No me equivocaba. Las cosas, tras la partida del rabí, no mejoraron para las sufridas y resignadas hembras. Pero ésta es otra historia.

Necesitaron poner orden y echar mano de una votación. Así, después de no pocas discusiones, el problema quedó reducido a dos candidatos: un judío del barrio alto de Jerusalén, herrero de profesión, viudo, de unos cincuenta años, hombre de escasas palabras, y que recibía el nombre de Matías, y un badawi conocido por el alias de «Beer-Seba» o «Berseba» [17] o «Barsaba», veinte años más joven y que había destacado por su excelente labor entre los «correos» de David Zebedeo. Lamentablemente, como veremos, la condición de prosélito no le favoreció a la hora de la votación final. Este a’rab, nacido entre los nómadas del Neguev, que adoptó el nombre de José al convertirse al judaísmo, hubiera desempeñado un trabajo mil veces más fructífero que el del parco herrero. Pero —no lo olvidemos— los íntimos del Maestro vivían, y seguirían viviendo, enraizados en la fe y en las costumbres judías.

Pedro, finalmente, tomó de nuevo la palabra y explicó que, «dada la importancia y complejidad de la elección», sus hermanos y él se retirarían al patio de la planta baja para decidir. Y así fue.

Cuando me interesé por el procedimiento utilizado para dicha votación, Andrés, el que fuera jefe del grupo en vida de Jesús, sonrió con benevolencia. Me contempló como quien tiene delante a un niño pequeño y exclamó con cierto asomo de arrepentimiento:

—Querido amigo, no seas ingenuo… ¿Votación? ¿Qué votación? Allí mismo, antes de que nadie acertara a pronunciar palabra alguna, mi hermano se adelantó y «sugirió» que no era el momento de «confiar los graves asuntos del reino a los que se acercan»…

«Los que se acercan» era una de las expresiones comúnmente utilizada por los judíos para designar a los prosélitos. Y el badu, como digo, era uno de ellos.

—«La importante y compleja elección» —prosiguió con resignación— murió allí mismo. Se hizo un simulacro, sí, pero la suerte estaba echada… Cuando Pedro invocó el nombre de Matías, obviamente influidos por la brillantez del nuevo líder, nueve manos se alzaron al unísono. Sólo Bartolomé y Simón, el Zelota, confiaron en «Berseba»…

Interesante. Bartolomé y el Zelota. Ambos, como veremos, se mostrarían especialmente ácidos con la filosofía y el giro de Pedro a la hora de proclamar la buena nueva.

Naturalmente, los interrogué en varias ocasiones. El «oso de Cana», más diplomático, se escudó en la magnífica trayectoria del «correo». Por eso se pronunció a su favor. El Zelota, en cambio, que no sabía de medias tintas, fue contundente:

—Ese herrero parece más fenicio que judío… Nunca me gustaron los tibios…

En honor a la verdad, el antiguo guerrillero terminaría acertando. Matías fue presentado, en efecto, como el nuevo «embajador» número doce. Y se ocupó de la tesorería. Pero, que yo sepa, poco o nada tuvo que ver con las actividades de la primitiva iglesia.

En aquellas semanas alcancé a conversar con él en dos oportunidades. Sinceramente, me decepcionó. Casi no sabía hablar. Había escuchado al Maestro media docena de veces y siempre en la Ciudad Santa. No era un convencido de su divinidad. No entendía el por qué de la encarnación del Hijo del Hombre. En realidad, su adhesión al grupo de los galileos obedecía más al odio hacia la casta sacerdotal —ridiculizada por Jesús de Nazaret— que a un sincero y ferviente deseo de participar en las ideas del rabí.

Consumada la «elección», poco más o menos hacia la hora sexta (las doce), Pedro, asumiendo una jefatura implícita —jamás fue designado abiertamente—, ordenó silencio. Y convencido de la inminente llegada del Espíritu, prometido por el Maestro, pidió calma, entonando el Oye, Israel. La oración fue coreada con entusiasmo. Aquel grupo, al que fueron sumándose otros seguidores, estaba seguro. Así me lo ratificaron. Pero ¿seguro de qué? La palabra siempre repetida fue «poder». El Maestro —decían— lo había anunciado. El Espíritu llegaría con poder. El «reino» se establecería en el mundo con fuerza y majestad. Ellos eran los embajadores. Ellos fueron elegidos. Suyo sería el poder para conducir a la nación judía a la gloria que le correspondía.

En suma, lo ya sabido…

Me sentí decepcionado. Aquella buena gente —a pesar de lo sucedido hacia la una de la tarde— continuaba obsesionada con las viejas y manoseadas ideas sobre un Mesías terrenal, político y libertador.

Y ocurrió…, lo inexplicable.

Debo confesarlo. Fue inútil. Por más que pregunté, por más horas que consumí en exhaustivos interrogatorios, por más interés que demostré y que demostraron los testigos, no fui capaz de atravesar la barrera. Una y otra vez me estrellé contra la palabra «presencia».

Éste fue el concepto que sintetizó el fenómeno vivido en el cenáculo cuando los allí congregados entonaban fervorosos el Oye, Israel.

¡Una «presencia»!

Las opiniones fueron unánimes. No había transcurrido ni una hora desde que Pedro los animó a orar cuando, de pronto, «algo» se instaló en la habitación…, y en los corazones.

Claro que me resultó familiar…

¿«Algo»?

Imposible. Como digo, nadie acertó a describirlo mejor.

«Una "presencia", Jasón —repetían—. "Algo" que nos erizó el cabello… Una "presencia" que fue desmoronando la plegaria hasta dejarnos en silencio… Un silencio total… Nos miramos asustados… Sí, todos experimentamos lo mismo… Allí flotaba "algo" o "alguien"… ¡Una "presencia"!».

¿Nada más?

Al insinuar si vieron, escucharon o percibieron algo más, todos, absolutamente todos, negaron sin vacilación.

«¿Lenguas de fuego o de luz sobre las cabezas? ¿Un ruido, como el de un viento impetuoso?».

Los pacientes y sorprendidos hebreos me miraban desconcertados. Pero no, quien esto escribe no estaba loco.

Negativo. Ni lenguas, ni extraños sonidos… Sólo esa irritante e imprecisa definición: una «presencia».

Lo importante, sin embargo, no eran los detalles. Lo asombroso fue el resultado de la enigmática «presencia»: unos hombres y mujeres…, distintos. Optimistas. Confiados. Seguros de mismos. Entrañables… No es que el misterioso fenómeno les hiciera más sabios. Tampoco avanzaron gran cosa respecto a las claves del revolucionario legado de Jesús. Fue «algo» de otra naturaleza. «Algo» que disparó un dormido «motor» interior, proporcionándole lo ya dicho: una «sensación» de seguridad y confianza en el Maestro.

Fue entonces cuando acerté a intuir que la «cuna», al igual que el cenáculo, había sido «visitada» por esa misma «presencia». Una «fuerza» superior, benéfica, incomprensible para la modesta inteligencia humana, que nos estaba transformando. Un «regalo», en definitiva, que el Resucitado llamó Espíritu de la Verdad.

Por supuesto, mi curiosidad no se vio satisfecha. Necesitaba respuestas. ¿Qué o quién era esa entidad? ¿De dónde procedía? ¿Por qué modificó el talante y el pensamiento de todos nosotros? ¿Por qué en ese momento —18 de mayo del año 30— y no antes?

Naturalmente, tuve que esperar. Sería durante el tercer «salto» cuando esas, y otras interrogantes, recibirían puntual y cumplida aclaración.

El grupo, atónito, sin poder dar crédito a la magnífica «sensación» que lo envolvía, continuó mudo algunos minutos. Después —según mis informantes—, fueron apareciendo murmullos. Y de los cuchicheos, como una ola, saltaron a los gritos, palmas y abrazos.

Pedro tuvo problemas. La asamblea enloqueció de alegría.

«¿Cómo explicarte, Jasón?… Nos sentíamos felices… El miedo desapareció… Era como volar».

El alborozo y la confusión se prolongaron casi media hora. Por último, haciéndose con el control, Pedro pronunció aquellas históricas palabras:

—¡Hermanos, ha llegado la hora!… ¡Vayamos al Templo y hablemos claro!

El líder acertó. Esta vez sí. Simón Pedro supo captar el fenómeno de la arrolladora «presencia». Y asociándolo con presteza al anunciado advenimiento del Espíritu puso en pie los corazones, provocando el delirio. El nuevo «Jefe» se consagraba minuto a minuto.

¿Detenerlos?

Si alguien hubiera osado solicitar calma o sentido común, sencillamente, se lo habrían llevado por delante. A juzgar por los datos recogidos, el centenar largo de hombres y mujeres se transformó en un ciclón, lanzándose a las calles. Allí no había lógica. Al menos, lógica humana.

Y coreando el nombre del Resucitado siguieron los pasos del inflamado Pedro.

Era el triunfo de un grupo que, durante cincuenta oscuros días, fue humillado, perseguido y supuestamente anulado. Lo entendí.

Los que, en cambio, no salían de su asombro eran los cientos de peregrinos y los sacerdotes que los vieron pasar. Pero nadie se atrevió a enfrentarse a semejante huracán.

Finalmente, Pedro y los suyos tomaron posesión del atrio de los Gentiles, en el concurrido Templo [18].

Según mis informaciones, Pedro fue directo, repitiendo, poco más o menos, lo proclamado esa mañana en el cenáculo. Quizá fueran las dos o dos y media de la tarde.

No hubo tregua. No hubo concesión.

El parlamento fue calentando los ánimos. Simón, con una elocuencia envidiable, se centró en la gran noticia: Jesús de Nazaret, el crucificado, seguía vivo. Muchos de los allí presentes podían dar fe. Y explicó. Dio detalles. Invocó a los que llegaron a verlo en el yam y, esa misma mañana, en las atestadas calles de Jerusalén.

La pasión, las estudiadas pausas y, de nuevo, la aplastante seguridad de aquel galileo no tardaron en hacer efecto en una masa desconcertada e incapaz de razonar.

El líder, hábil, cedió la palabra a sus hermanos. Así fue como los Zebedeo, Mateo Leví, Felipe y Andrés entraron en liza, confirmando lo ya expuesto. Pero ninguno supo completar la brillante plática de Simón, con lo que constituía el alma del mensaje de aquel «poderoso Resucitado»; «el hombre es un hijo de Dios». El error se repetía.

Los sacerdotes, inquietos, formaron corros, murmurando. Pero el magnetismo y la audacia de aquellos hombres doblegaron a la multitud. Se escucharon voces, solicitando perdón y consejo. No era el momento para detenciones o polémicas. Y la casta sacerdotal, rabiosa y humillada, tuvo que retirarse.

El hecho no pasó desapercibido para los íntimos. Y se crecieron.

El resto fue tan lógico como satisfactorio. Hacia la hora «décima» (las cuatro), por iniciativa de Juan Zebedeo, los radiantes «embajadores» tiraron del gentío, invadiendo la gran piscina de Siloé, al sur de la ciudad. Allí, eufóricos —«casi en una nube»—, bautizaron a más de dos mil personas. Eso, al menos, fue lo que dijeron. Un bautismo en nombre del «Señor Jesús»…

Bien entrada la noche, agotados pero felices, se refugiaron de nuevo en el caserón de los Marcos. «El mundo —se decían unos a otros— es nuestro. Preparemos la gloriosa vuelta del Señor».

Por supuesto que no olvidé el intrigante asunto del llamado «don de lenguas». Según Lucas, los íntimos desconcertaron a la concurrencia, hablando en toda suerte de idiomas. Lenguas que, al parecer, no conocían.

Al plantearlo volvieron las risas. Aquel griego de Tesalónica, en efecto, parecía haber perdido el juicio.

—¿Otras lenguas?… Sí, Jasón, las de siempre. Las habituales…

La información me dejó perplejo. En el fondo había creído al evangelista. ¿Cuándo aprenderé?

Lo sucedido, según me relataron, fue simple. Aquella tarde, en el atrio de los Gentiles, se congregaba una multitud de lo más variopinto. La fiesta del «Shavuot» podía reunir en Jerusalén a más de diez mil peregrinos, llegados de toda la diáspora. De hecho, muchos de los que habían acudido a la Pascua, siete semanas antes, continuaban aún en la Ciudad Santa. Allí, en el Templo, según mis informantes, además de cientos de vecinos de la capital, se reunieron judíos y gentiles de Lidia, la Capadocia, Babilonia, Egipto, Tracia, Palmira, la Nabatea, Numidia, Creta, Roma, Cilicia y un larguísimo etcétera.

Pues bien, siguiendo la costumbre del Maestro —de esto, francamente, apenas sabía gran cosa—, los oradores, los cinco discípulos, intercalaron otros idiomas en sus respectivos discursos en arameo. Naturalmente, lenguas que conocían. A saber: griego (más exactamente koiné), latín y frases en a’rab, egipcio y siriaco [19].

Lo encontré normal, teniendo en cuenta que muchos de los judíos que residían en el extranjero no hablaban arameo. Éstos, en cambio, sí comprendían la koiné, el griego «internacional» al que se recurría para casi todo: comercio, cultura, etc.

Y volvemos al viejo tema. Muchos, creyentes o no, piensan hoy que los íntimos de Jesús eran unos patanes, sin la menor base intelectual. Lamentable error. Como tendré oportunidad de exponer más adelante, los once galileos y el Iscariote (el único judío) habían acudido a las escuelas de las sinagogas y, aunque el nivel no podría equipararse al de nuestros «universitarios», sabían mantener una conversación de cierto rango, dominando, por supuesto, algunos idiomas. Por ejemplo, salvo los gemelos, que presentaban mayores dificultades, el resto se defendía a la perfección en el mencionado griego «internacional». En latín, la lengua de Roma, aunque macarrónico y portuario, Mateo Leví, Judas, Bartolomé, Simón el Zelota, los Zebedeo y Tomás también eran capaces de entender y hacerse entender. Respecto al a’rab (árabe), muy extendido en Palestina y alrededores, Bartolomé y el Zelota manejaban palabras y frases sueltas. Estos dos, en especial el «oso de Cana», sin duda uno de los más ilustrados, estaban en condiciones de aventurarse, incluso, en el difícil egipcio y en el siriaco, otro de los dialectos del arameo.

En suma, de «don de lenguas», nada de nada. En todo caso, un nuevo arrebato literario del amigo Lucas.

Y ya que el Destino parece empeñado en enfrentarme al «inefable» médico de Antioquía me resisto a pasar por alto su increíble versión sobre los acontecimientos registrados en aquella memorable jornada que hoy llaman «Pentecostés».

Ignoro quién le informó, pero lo cierto es que el responsable fue un total irresponsable. El servicio de Lucas a la Historia y a la comunidad de creyentes no pudo ser más negativo.

Veamos por qué.

Al escribir sobre la «sustitución de Judas» (Ac. 1, 15), el escritor sagrado sigue confundiendo las fechas.

«Uno de aquellos días —dice—, Pedro se puso en pie en medio de los hermanos…».

¿Uno de aquellos días? Falso. Todo sucedió en la misma jornada, la del jueves, 18 de mayo (mes de sivan). Al leer el párrafo inmediatamente anterior —versículos 12 al 15— [20], uno comprueba que las fuentes del evangelista dejaban mucho que desear… Tras la «ascensión», los discípulos se retiraron a la casa de los Marcos, sí, pero la espera fue cuestión de horas, no de días.

Acto seguido —Ac. 1, 16-23—, Lucas ofrece un discurso de Pedro que jamás fue pronunciado [21]. Al menos, no en aquel cenáculo y en la referida mañana. Y dudo que Simón hablara nunca del «campo comprado por el Iscariote». Él sabía que las monedas recibidas por Judas fueron arrojadas por el traidor en la sala de los «cepillos», en el Templo, en un último y desesperado intento de salvar al Maestro [22]. No creo, insisto, que Pedro se atreviera a tergiversar aquel suceso. El evangelista, en cambio, además de alterar la suerte final de los treinta ciclos, lo pone en boca del líder. Una afirmación, en fin, tan falsa como poco caritativa.

Y el desastre continúa…

Al mencionar a Matías, sustituto de Judas, Lucas deforma de nuevo los hechos, ocultando parte de la verdad [23]. Ni hubo oración previa a la «votación», ni el escritor advierte de las torcidas intenciones de Simón Pedro respecto a «Berseba», el segundo candidato. El lapsus, en parte, tiene una justificación. El discípulo de Pablo, al poner por escrito estos acontecimientos, no podía mancillar la imagen de uno de los fundadores del movimiento al que pertenecía. ¿Cómo explicar a los creyentes que el carismático líder había despreciado a un prosélito?

Así se hace la Historia…

Más adelante, en el capítulo 2 de Hechos, el fantástico Lucas se dispara. Y dice:

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos…».

Inaudito.

¿De dónde saca el evangelista el «ruido» y las «lenguas de fuego»? Por cierto, tampoco aclara si fueron doce o ciento veinte… Puesto a repartir «fuegos artificiales», no creo que el Espíritu hiciera restricciones…

El suceso, como ya he dicho, fue más serio y profundo de lo que nos pinta Lucas. Pero, una vez más, estimó que «aquello» no era suficiente y que convenía adornarlo. Si realmente hubiera sucedido lo que afirma el escritor, el «ruido» y las «lenguas» habrían terminado por provocar un pánico generalizado y una desbandada colectiva. El «detalle», sin embargo, no fue tenido en cuenta por el «inventor».

Más confusión.

A renglón seguido —versículos 4 al 14— [24] el evangelista, que no atranca, mezcla, inventa y deforma.

«¿Don de lenguas?».

Falso.

¿Gente de Jerusalén que escuchó el impetuoso ruido y fue a congregarse ante la casa de los Marcos?

Falso.

Esos discursos, tras el advenimiento del Espíritu de la Verdad, se pronunciaron en el Templo una hora y media más tarde.

Sinceramente, no logro entenderlo. No alcanzo a comprender el por qué de tanto despiste. A no ser que Lucas no consiguiera hablar con los testigos presenciales —cosa que dudo— o que su memoria fallase. Cincuenta años era demasiado…

Por supuesto, cabe también otra explicación, ya insinuada anteriormente: que el evangelista sí hubiera tenido puntual información, pero deseoso de magnificar el lance e influenciado por las peregrinas ideas de su maestro, Pablo de Tarso, conviniera en modificar hechos y palabras «para mayor gloria de la primitiva iglesia». No era la primera vez que sucedía algo así, ni sería la última. Y he dicho bien. He hablado de «peregrinas ideas», refiriéndome a Pablo. Basta repasar una de sus epístolas (1 Cor. 14) para captar la obsesión de este, no lo dudo, bienintencionado artífice del cristianismo sobre el célebre «don de lenguas». ¿Pudo estar ahí la «inspiración» que movió a Lucas una historia tan diferente? Como decía el Maestro, «quien tenga oídos…».

En cuanto al supuesto discurso del líder —versículos 14 al 37 del mencionado capítulo 2 de Hechos— [25] poco puedo añadir. La manipulación fue igualmente feroz.

¿Quién podía burlarse de los discípulos, tachándoles de borrachos, si no existió el pretendido milagro de las lenguas?

A Lucas, sin embargo, le da igual. Es posible que necesitase una excusa. Un incidente que le permitiera cuadrar la historia y sacar a relucir la cita justa. En este caso, del profeta Joel. ¿Y por qué la cita justa? He ahí otra sutileza que termina descubriendo los manejos del evangelista. Fue a partir de Pentecostés cuando los íntimos y seguidores del Maestro llegaron al convencimiento de que el retorno de Jesús era algo inminente. Una vuelta con gran poder y majestad, escoltada por signos celestes. Y Lucas, que escribe medio siglo después de la «ascensión», aprovecha el pasaje para deslizar una profecía que venía ni que pintada. Él, probablemente, continuaba creyendo en ese próximo retorno y no dudó en recordárselo a la iglesia primitiva, poniéndolo en boca de Pedro. El fallo, sin embargo, apenas perceptible, estuvo en la fecha. En ese jueves, 18 de mayo, nadie hablaba aún del espectacular e inmediato regreso del rabí. Eso fue posterior.

Y necesitado, como digo, de una excusa —que justificase, además, el forzado «milagro» de los idiomas desconocidos—, el escritor no tiene otra ocurrencia que situar el arranque del discurso del líder en la hora «tercia».

¿Hora «tercia»? ¿Las nueve de la mañana?

Si Lucas conversó con Pedro, con Juan Marcos, con Pablo o con otros testigos tuvo que saber —necesariamente— que el horario fue otro. Como ya detallé en su momento, la desmaterialización del Resucitado en la falda del monte de las Aceitunas se produjo poco antes de las 8 horas. Y fue entre las 10 y las 11 cuando, obedeciendo la orden de Pedro, se congregaron en el hogar de los Marcos los ciento veinte hombres y mujeres que amaban a Jesús. La enigmática «presencia» —el Espíritu— inundó la sala después de la «sexta» (hacia las 13). A raíz de esto, el grupo se movilizó, dirigiéndose al Templo. Y fue al filo de la «nona» (15 horas) cuando los discípulos lanzaron sus discursos.

Estoy seguro de que Lucas sabía todo esto, pero, si deseaba embellecerlo, qué mejor solución que la del mosto a las nueve de la mañana…

Lo dicho: un desastre.

En lo concerniente al contenido de dicho parlamento, amén de olvidar que fueron cinco los que hablaron a la multitud, el evangelista coloca en boca de Simón unos argumentos, citas y reflexiones que nunca existieron. Excepción hecha de las alusiones a la muerte y resurrección de Jesús, lo demás es irreconocible. No dudo de que el líder llegara a predicar esas y otras admoniciones en su dilatada carrera como embajador del reino (más de treinta años), pero nunca en la mañana o en la tarde de ese jueves.

En ambas oportunidades, no me cansaré de insistir en ello, todos, absolutamente todos, se centraron en lo que, obviamente, los tenía perplejos: la deslumbrante realidad física del Resucitado. Repito: aquello era un triunfo y los íntimos, no lo olvidemos, seres humanos…

Eso, y no otra cosa, fue lo que conmovió y dejó boquiabiertos a peregrinos y habitantes de la Ciudad Santa. Allí estaban los testigos, hombres y mujeres de fiar. Podían preguntar y lo hicieron. Ése fue el gran argumento. Si los oradores se hubieran limitado a las rimbombantes palabras que menciona Lucas —impropias, además, del tosco Pedro—, lo más probable es que el desenlace habría sido otro. Los sacerdotes, por ejemplo, no hubieran consentido semejante desafío. La normativa del Sanedrín contra los que dieran publicidad a la resurrección seguía en vigor. Si no actuaron fue, sencillamente, porque el pueblo se hallaba electrizado con la gran noticia. Pero, lamentablemente, esto no fue suficiente para algunos…

Repasando, en fin, el desafortunado texto, uno tiene la sensación de que el evangelista, obedeciendo, quizá, la «recomendación» de otros, procuró sublimar la imagen del cuerpo apostólico…, desde los primeros momentos. Alguien los calificó de hombres «sagrados» y hubo que mantener y defender la idea a toda costa. Parece como si el Espíritu de la Verdad sólo se hubiera derramado sobre los doce…

Esta hipótesis explicaría el por qué de unas no menos desafortunadas frases, atribuidas al líder, y que Lucas introduce en el mencionado discurso. Dudo de que Pedro llegara a afirmar en público, y menos delante de sus compañeros, que «Dios había resucitado al Maestro y que la carne del rabí no experimentaría la corrupción». Y digo que no creo en tales afirmaciones porque, como espero narrar más adelante, los once tuvieron ocasión de escuchar de labios del propio Resucitado cómo el acto de volver a la vida era, en realidad, un atributo de la naturaleza divina de este Hijo de Dios. En otras palabras: que la resurrección de Jesús no dependió de la voluntad del Padre. Si Pedro, en esos instantes, hubiera dicho una cosa así habría faltado gravemente a la verdad. Otra cuestión es que el evangelista no supiera —o no quisiera saber— de este singular suceso e intentara presentar a Simón Pedro como a un profeta, como a un hombre «sagrado».

¿Corrupción? He ahí otra incongruencia de Lucas. En esas fechas, ni Pedro, ni nadie, estaban en condiciones de saber lo ocurrido en la tumba. Para los seguidores del Maestro, simplemente, el cadáver desapareció. Más aún: Simón y los restantes testigos de las apariciones tuvieron la oportunidad de verificar que aquel «cuerpo glorioso», en especial durante las primeras «presencias», poco o nada tenía que ver con el antiguo soporte físico del Maestro. Nunca, que yo sepa, se aventuraron a hablar de descomposición. Esa idea, como otras, fructificó mucho después.

Por último, el evangelista vuelve a pillarse los dedos en el versículo 21 del catastrófico capítulo 2.

«Y todo el que invoque el nombre del Señor —afirma Pedro— se salvará».

Lucas, como fue dicho, escribe este texto hacia el año 80 y olvida un casi insignificante «detalle» que, sin embargo, invalida el pasaje. La expresión «los que invocan el nombre del Señor» sería acuñada por los cristianos algún tiempo después de Pentecostés. Fue una especie de «marca de la casa». Una forma de definirse. En aquellos iniciales momentos —cuando Lucas sitúa el discurso de Pedro—, ni el líder ni ningún otro hablaban así. Sería años más tarde cuando nacería el eslogan. No en aquel tergiversado jueves…

Sirvan, pues, estas reflexiones como aviso a los navegantes. Dados los numerosos y graves errores —y lo escribo con todo respeto—, ¿cómo aceptar los evangelios como la palabra de Dios?

Espero y deseo que el hipotético lector de estas memorias sepa juzgar por sí mismo…

Ahora lo sé. La decisión fue providencial. El Destino sabe siempre lo que hace…

Perfiladas las indagaciones sobre Pentecostés, poco faltó para que emprendiera viaje de retorno a Nazaret. Pero la insistencia y el cariño de los Marcos me obligaron a ceder, prolongando mi estancia en Jerusalén hasta mediados de junio.

Sí, la casualidad no existe…

Merced a esta circunstancia, quien esto escribe tendría la excelente oportunidad de ser testigo de una serie de acontecimientos inéditos para mí y, supongo, para los que se consideran creyentes. Unos sucesos de especial trascendencia que, obviamente, no podían ser recogidos por los evangelistas. Y no porque no tuvieran noticias de ellos, sino por la delicada naturaleza de los mismos.

Trataré de ordenarlos, tal y como sucedieron, y de sintetizarlos. La verdad es que me asusta lo poco que me resta de vida…, y lo mucho que aún tengo que contar.

El primero de estos hechos apareció nítido e implacable a las pocas horas del advenimiento del Espíritu. Pedro fue el gran impulsor. En los días que siguieron a Pentecostés, el entusiasta líder y varios de los íntimos continuaron predicando y conversando con cuantos deseaban saber sobre la resurrección. Y fue en esos discursos y charlas donde se perfiló la idea. Los discípulos malinterpretaron las palabras del Resucitado sobre su segunda venida a la Tierra y nació el error. Si el Maestro había afirmado que regresaría —y así fue—, eso significaba que la vuelta era segura…, e inminente. Jesús de Nazaret acababa de marchar junto al Padre para preparar la definitiva entronización del reino en el mundo. El asunto estaba claro. El nuevo orden universal era cuestión de días o semanas…

Y la euforia se disparó.

Pero la equivocación fue más allá…

Movidos por la mejor voluntad, deseosos de allanar el camino del Señor y de crear un propicio ambiente de hermandad, se lanzaron a una febril labor de ayuda y reparación de injusticias. Y no quedó mendigo, indigente o necesitado en Jerusalén que no recibiera dinero o alimentos. Fue la locura. Invocando esa próxima parusía, muchos de los seguidores vendieron sus tierras, casa y propiedades, repartiendo las riquezas entre los hermanos menos afortunados. Nada era de nadie y todo de todos.

Si el «Señor Jesús» —como empezaban a llamar al Maestro— estaba a punto de volver, y la Tierra sería equilibrio y bienestar, ¿qué sentido tenía el dinero?

De poco sirvieron los sensatos llamamientos de gente como José de Arimatea, Bartolomé, María Marcos y la propia Señora, entre otros. Las peticiones de prudencia eran como zumbidos de moscas en los oídos de aquellos exaltados. Nadie escuchaba. Yo, entristecido, no tuve más remedio que permanecer al margen.

Naturalmente, como demostraría la Historia, Jesús de Nazaret no retornó. El resto no es difícil de imaginar. La catástrofe fue inevitable. El Maestro no volvía y el mundo continuaba rodando…

De este importante suceso, sin embargo, ninguno de los escritores sagrados dice nada. No hace falta ser muy despierto para entender por qué…

Y ya que menciono tan trágica circunstancia, que provocaría infinidad de conflictos y fricciones, no silenciaré un pensamiento que me ronda desde entonces. ¿Pudo ser ésta una de las causas que propició la casi absoluta falta de información sobre la faceta humana de Jesús? ¿Fue la firme creencia en el inmediato regreso del Maestro la que restó importancia a los años anteriores a su vida de predicación?

El ambiente, en fin, fue enrareciéndose y algunos de los íntimos y fieles seguidores del rabí de Galilea terminaron por despedirse, abandonando Jerusalén. A primeros de junio, por ejemplo, los gemelos de Alfeo, la Señora y Santiago, su hijo, marchaban hacia el yam. Juan Zebedeo los acompañó y quien esto escribe, francamente, se sintió aliviado. Aunque no tuve que soportar sus habituales desplantes, jamás me dirigió la palabra en aquellos días. Fue el único al que no me atreví a interrogar.

Segundo suceso.

Todo arrancó con Mateo Leví, el antiguo recaudador de impuestos. Recuerdo que, a los pocos días de la irrupción del Espíritu en el cenáculo, el serio y parco galileo nos sorprendió a todos. Había empezado a escribir. Y lo hacía sin descanso.

Cuando me acerqué a él y, solícito y feliz, me tendió las hojas, quedé desconcertado. En un pulcro arameo acababa de iniciar una especie de diario o memorias en torno a los trágicos días de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret. Aunque superficial, el relato se ajustaba a la verdad. O mucho me equivocaba o aquel texto era el primero de los que, con los años, constituirían el legado de los evangelistas sobre las enseñanzas del Maestro.

Lo interrogué con curiosidad y comprendí que estaba decidido a poner por escrito lo más granado de cuanto había visto, escuchado y sentido junto a su adorado rabí.

La recién estrenada aventura literaria de Mateo no pasó desapercibida. Y poco a poco, casi todos desfilaron por la sala superior del hogar de los Marcos, leyendo el manuscrito. Las reacciones, sin embargo, no fueron unánimes. Aunque la mayoría aprobó el rigor y la precisión del contenido, tres de los discípulos mostraron una clara oposición al hecho físico de la redacción. Bartolomé, el Zelota y Tomás, en contra de Mateo, argumentaron en primer lugar:

«Si el Maestro estaba a punto de retornar, ¿por qué perder el tiempo escribiendo sobre su vida y enseñanzas? Él se encargaría de recordarlo todo…».

«El "Señor Jesús" —dijeron— no aprobaría una cosa así… Sabes bien que, en vida, repitió que no deseaba ver sus palabras por escrito».

La afirmación, rotunda, me desconcertó. De eso tampoco sabía nada. Ciertamente, el rabí, que yo supiera, no dejó escritos. Al menos de su puño y letra. Pero la advertencia de los discípulos a Mateo no encajaba con algo que este explorador había visto: los manuscritos dictados por Jesús al Zebedeo padre.

Sí, aquello era una contradicción…

Pero tendríamos que esperar al ansiado tercer «salto» para resolver el enigma. Bartolomé y los demás, por supuesto, no captaron las auténticas intenciones de Jesús.

La cuestión es que, haciendo caso omiso, Mateo Leví prosiguió su labor. Y nadie volvió a molestarle.

Curioso. Tiempo atrás, un incidente así hubiera provocado, con seguridad, una agria disputa. Pues bien, desde aquel bendito Pentecostés, no me cansaré de insistir en ello, los íntimos se tornaron menos agresivos. Hubo polémicas y discusiones, pero jamás cayeron en los viejos insultos o en las descalificaciones personales. La extraña «presencia» los cambió radicalmente. No creo que exagere si afirmo que aprendieron más en unos pocos días que en los cuatro años de convivencia con el Galileo…

Cuando este explorador abandonó Jerusalén, el esforzado Mateo seguía enfrascado en su proyecto. Supongo que, con el tiempo, llegaría a ultimarlo. Después, al leer lo que actualmente aparece en el evangelio que lleva su nombre, volví a sorprenderme. También ese texto es irreconocible [26].

El tercer y significativo acontecimiento no tardaría en llegar. En realidad, según se mire, fue una consecuencia del anterior.

En una reacción muy humana y comprensible, Andrés, hermano de Simón Pedro, adoptó una iniciativa similar a la de Mateo Leví. Escribiría, sí. Pondría por escrito sus muchos e intensos recuerdos. Y se lanzó al trabajo.

Al principio, todo fue bien. Mejor dicho, casi bien. Bartolomé, Tomás y Simón el Zelota protestaron de nuevo. El resultado, sin embargo, fue idéntico. Andrés lo tenía muy claro.

El verdadero problema aparecería en la segunda semana de junio cuando, al leer en voz alta las palabras del Resucitado en su última aparición, Andrés olvidó el gran mensaje sobre la paternidad de Dios y la filiación de los hombres.

Ahí surgió el conflicto.

El «oso de Cana» le hizo ver que estaba suprimiendo lo que más interesaba al Maestro. Tenía razón. Y aunque el complaciente Andrés prometió enmendar el lapsus, la amonestación terminó provocando una densa e interminable discusión en la que el líder se manifestó abiertamente contra Bartolomé. No era aquello lo que atraía a las masas. No era esa revolucionaria idea la que arrastraba cada día a cientos de judíos y gentiles al bautismo. No era eso, en definitiva, lo que Pedro y su grupo predicaban diariamente. Era el Jesús vivo, resucitado, poderoso y triunfador lo que les había colocado en boca de todo Jerusalén.

No, no cambiarían…

Bartolomé y los otros dos, pacientes, con serenidad, intentaron centrar la cuestión. Y asistí maravillado a la exposición de unos argumentos irreprochables.

He aquí los que me parecieron más solemnes y certeros:

«El Maestro —clamó Bartolomé— nos enseñó que el hombre puede sostener una relación directa con el Padre, con Dios… No importa que sea pobre, rico, ignorante o pecador… ¿Es que no veis que éste es el gran triunfo?».

Pero el líder, secundado en la polémica por Felipe, Santiago de Zebedeo y Mateo, no retrocedió. Nunca me expliqué el súbito cambio del antiguo recaudador de impuestos en este crucial asunto. Como se recordará, en otra de las encendidas disputas en el yam, Mateo Leví se manifestó a favor de la predicación de la mencionada paternidad de Dios [27].

No conviene olvidarlo. Aquellos hombres, a pesar de lo que llevaban visto y oído, eran judíos. Acataban la Ley, y lo expuesto por Bartolomé rechinaba en su interior. La Torá no hablaba de esa increíble, casi blasfema, relación entre Yavé y los seres humanos. En contra de lo que les enseñó Jesús, continuaban pensando que la obediencia a esa Ley sí que provocaba la respuesta de Dios.

Bartolomé insistió:

«Jesús fue muy claro. La salvación no depende de la obediencia a la Ley, sino de la fe…».

No hubo forma. Supongo que, además del deslumbramiento que llevó consigo el fenómeno de la resurrección, Pedro y el resto de la oposición intuyeron que el gran mensaje sólo traería dificultades en el angosto marco en el que, de momento, tenían que vivir y desenvolverse. De hecho, si uno contempla la historia de la primitiva iglesia, observará que el líder y sus hermanos se movieron durante años en las estrictas coordenadas que marcaba la religión judía.

—El siguiente planteamiento —esta vez a cargo del Zelota— fue rechazado sin contemplaciones.

«¿Es que no veis que el Maestro nos está proporcionando una religión sin cadenas, sin castas sacerdotales y sin miedos? Una religión por y para el alma…».

Y Tomás añadió:

«¿Cuántas veces lo repitió el rabí? El evangelio del reino nada tiene que ver con viejas leyes, razas o culturas…».

La batalla dialéctica parecía perdida…

Aun así, echando mano de «algo» que todos aceptaban, Bartolomé esgrimió con agudeza:

«El Espíritu de la Verdad nos ha visitado. Pues bien, ¿no comprendéis que uno de sus propósitos es purificar las almas y despejar las mentes? ¿No entendéis que, a partir de ahora, nuestro trabajo se resume en hacer la voluntad del Padre?».

Y subrayó con energía:

«… ¿Qué más gloria, sabiduría y triunfo podéis esperar?».

La «oposición» replicó convencida:

«Olvidas que el Señor Jesús ha vencido a la muerte. Ése es el gran triunfo… Eso es lo que todos deben saber. Ésa es la voluntad del Padre».

Bartolomé, impotente, negó una y otra vez. Por último, desalentado, clamó:

«¡Yo os diré cuál es esa voluntad!… Cumplir los deseos del Maestro… Es decir, proclamar al mundo que somos hijos de un Dios… ¡Hijos de un Dios!».

Pero el líder, eufórico, desvió el certero planteamiento.

«¡Eso hacemos, querido "oso"…! ¡Eso predicamos…! ¡Dios es el Padre del Señor Jesús!…».

Simón llevaba razón…, hasta cierto punto. Al fin habían comprendido el oscuro asunto de la divinidad del Maestro. Sin embargo, como señalaba Bartolomé, la segunda parte del misterio —la paternidad de Dios para con los humanos— escapó a su entendimiento. El grupo parecía condenado a «fabricar» una hermandad de creyentes en la figura del «Señor Jesús», olvidando la otra «hermandad»: la de un mundo sin rangos ni distinciones en el que todos se supieran hijos del Padre. Fue una lástima…

Y no me equivoqué. A juzgar por los resultados, Pedro y los suyos mantuvieron la postura inicial, adorando al Galileo y transformándolo en un ejemplo a seguir. Estaba asistiendo al nacimiento de una secta que, años después, bajo el genio organizativo de Pablo, se convertiría en lo que hoy llaman «iglesia». Se confunden cuantos han supuesto, y suponen, que la iglesia se fraguó con Jesús o en los días que siguieron a Pentecostés. Aquello, al menos hasta donde alcancé a conocer, no era una organización, tal y como hoy concebimos. No había jerarquías. A lo sumo, el reconocimiento implícito de un líder. No existía ritual alguno. Sólo un deseo sincero, aunque utópico, de compartirlo todo y de pregonar las excelencias del Maestro.

Y la ruptura fue irreversible. Las posturas, tan claras como encontradas, no cedieron un milímetro. Hablaron, sí, pero el abismo, lejos de desaparecer, fue ensanchándose. El cisma estaba servido.

Naturalmente, ni uno solo de los evangelistas menciona estos lamentables acontecimientos. Unos sucesos que dividían al primitivo colegio apostólico en dos bandos irreconciliables desde el punto de vista estrictamente «teológico». De un lado, Pedro, su hermano Andrés, Santiago Zebedeo, Felipe y Mateo Leví. A éstos se uniría poco después Juan Zebedeo. En el otro extremo, formando un segundo «clan», Bartolomé, Tomás y Simón el Zelota. Tanto los gemelos de Alteo como Matías se mantuvieron en una tierra de nadie, alejados de toda actividad apostólica.

¿Escribir sobre el distanciamiento de unos hombres que habían estado en íntimo contacto con el Hijo de Dios? ¿Aclarar que el carismático Pedro renunció al gran mensaje de Jesús? ¿Airear el cisma? ¿Reconocer que seis de los apóstoles se equivocaron?

Imposible. Esto hubiera lastimado la imagen de la naciente iglesia, propiciando disensiones y desórdenes. Demasiado humildad para alguien que se consideraba en posesión de la verdad…

Y como era previsible, el bando minoritario no tuvo opción: tendría que abandonar Jerusalén.

Recuerdo que sostuve largas conversaciones con los tres. ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Renunciarían a la predicación?

El «oso de Cana» fue rotundo. Primero solicitaría consejo de los hermanos que residían en Filadelfia, al otro lado del Jordán. Lázaro era uno de ellos. Después, si ésa era la voluntad del Padre, marcharía lejos. Quizá hacia el este. Allí anunciaría la buena nueva sobre la paternidad de Dios y la filiación de los hombres. La verdad es que Bartolomé, aunque lógicamente entristecido por el rumbo de los acontecimientos, habló con serenidad. Sabía lo que quería. En su corazón, además, pesaban ahora, con gran fuerza, las proféticas palabras del Maestro en la «última cena». Unas palabras, a manera de despedida, que no había olvidado y que me recordó puntualmente:

«… Cuando me haya ido —le manifestó Jesús—, puede que tu franqueza interfiera en las relaciones con tus hermanos, tanto con los antiguos como con los nuevos…

«… Dedica tu vida a demostrar que el discípulo conocedor de Dios puede llegar a ser un constructor del reino, incluso cuando esté solo y separado de sus hermanos creyentes…

»… Sé que serás fiel hasta el final…

»… Arrastráis el precepto de la tradición judía y os empeñáis en interpretar mi evangelio de acuerdo a las enseñanzas de los escribas y fariseos…

»…Lo que ahora no podéis comprender, el nuevo maestro, cuando haya venido, os lo revelará en esta vida…» [28].

A qué ocultarlo. Una vez más quedé maravillado ante el poder de aquel Hombre. ¿Cómo podía saber lo que ocurriría a los dos meses de la emotiva e histórica despedida? La pregunta, lo sé, después de lo que llevaba vivido, era una solemne estupidez…, Tomás, por su parte, replicó en el mismo tono que el «oso de Cana». La decisión de separarse de sus antiguos compañeros era dolorosa, pero no había alternativa. Cumpliría el mandato del rabí. Hablaría del Padre a los gentiles. Quizá se tomase un descanso. Después, ya veríamos…

A decir verdad, nunca supe de él. Algunas tradiciones aseguran que se dirigió a Chipre, Creta y Sicilia, visitando, incluso, la costa norte de África. Pero sólo son suposiciones. La realidad es que, un día de aquel caluroso mes de sivan, creo recordar que el domingo, 10, el que había sido el escéptico del grupo desapareció en solitario y sin despedidas. Algo muy propio de Tomás… [29]

En cuanto al antiguo guerrillero —Simón el Zelota—, comulgando con la opinión de los dos anteriores, dejó hacer al Padre. Por nada del mundo traicionaría al Maestro. Él también guardaba en la memoria las certeras y lapidarias frases que le dedicó el rabí en aquella memorable despedida, en la noche del 6 de abril…

«… ¿Qué haréis cuando me marche y despertéis al fin y os deis cuenta de que no habéis comprendido el significado de mi enseñanza y que tenéis que ajustar vuestros conceptos erróneos a otra realidad?

»… Siempre serás mi apóstol, Simón, y cuando llegues a ver con el ojo del espíritu y sometas plenamente tu voluntad a la del Padre del cielo, entonces volverás a trabajar como mi embajador…».

Simón tampoco dudó. Era el momento. El Espíritu de la Verdad le abrió los ojos. Y ahora se burlaba de sí mismo y de sus torpes ideas sobre un reino material y un Mesías guerrero y libertador. El mensaje aparecía muy claro en su interior: «Era preciso despertar a la gran esperanza. Era menester que el mundo supiera de aquel Dios. Un Padre radiante y benigno, todo amor, que nos estaba regalando la vida. En el fondo era sencillo. Todo consistía en hacer su voluntad…».

Y él lo haría. Para empezar entraría en Egipto. Después, quién sabe… [30]

Nunca más volví a verlos…, en aquel «ahora».

El miércoles, 14, una noticia procedente de Cana sacudió a los íntimos. Era la segunda muerte en algo más de treinta días. Primero fue la de Elías Marcos y ahora la del padre de Bartolomé.

Y el «oso», acompañado por el Zelota y por quien esto escribe, partió hacia su aldea natal. Desde allí, según explicó, se dirigiría a la residencia de un tal Abner, en Filadelfia (actual Aman).

En cuanto a su compañero de viaje, sencillamente, tras la despedida en Nazaret, le perdí la pista.

Lo que estaba claro para quien esto escribe es que ninguno de los «disidentes» —Bartolomé, Tomás y Simón el Zelota— llegó a participar, directa o indirectamente, en la posterior edificación de la llamada iglesia de los cristianos. Creo, incluso, que jamás volvieron a reunirse. Una iglesia, por cierto, que sería definitivamente diseñada, no por Pedro y su grupo, sino por aquel genio del marketing llamado Pablo. A él y a los griegos se debe en realidad lo que hoy constituye la Iglesia Católica. El inteligente Pablo, haciendo suyas las premisas que vencieron en los días posteriores a la llegada del Espíritu, forjó una religión cuyo objetivo básico era la glorificación del Maestro. Lamentablemente, el gran mensaje, el que propició el cisma, fue enterrado. Y así continúa…, veinte siglos después. Pero esta historia me llevaría muy lejos, apartándome de lo que me ha sido encomendado.

Mi trabajo en la Ciudad Santa tocaba a su fin. En realidad sólo restaba poner orden en otro «capítulo». Un «capítulo», lo reconozco, que me tenía obsesionado y que iba engordando día a día. Un «capítulo» espectacular, igualmente cercenado por los evangelistas. Me refiero, claro está, a las numerosas apariciones del Maestro tras su muerte en la cruz…

Desde que llegué a Jerusalén, las noticias sobre las increíbles «presencias» del Resucitado se sucedían casi sin interrupción. Procedían de todas partes.

Al principio me resistí. Aquello era una locura. Alguien, probablemente, estaba fabulando. Quizá el hecho de la resurrección trastornó las mentes…

Pero no. El equivocado era yo.

Conforme fui interrogando a los mensajeros comprobé que sus testimonios eran sólidos. No pude hallar contradicciones. Algo extraño, fuera de lo común, en efecto, había sucedido en esos cuarenta días.

Los íntimos y demás seguidores del rabí se reunían en torno a estos «correos» y escuchaban, felices y embelesados, los sucesivos relatos. Cada historia fue un chorro de oxígeno que renovó la certeza de todos, fortaleciendo ideas y las diarias predicaciones de Pedro y su grupo. En cierto modo, las apariciones parecían dar la razón al líder. Aquello era físico. Palpable. Deslumbrante. Aquello removía los corazones. Hacía palpitar a las gentes. Provocaba la polémica. Entusiasmaba…

Y poco a poco conseguí ordenar el galimatías, reuniendo, creo, una información exhaustiva sobre el particular. Pero, antes de proceder a comentar estos fascinantes sucesos, entiendo que es bueno que el hipotético lector de este diario tenga cumplida cuenta de los hechos. Algunas de las «presencias», ya detalladas en páginas anteriores, han sido reducidas a la mínima expresión. "Es mi deber aclarar igualmente que no todas las apariciones pudieron ser investigadas por quien esto escribe. La falta de tiempo y lo alejado de algunos escenarios lo impidieron. Sin embargo, como digo, nunca he dudado de la credibilidad de los testigos. Sencillamente, no había razón para sospechar de gentiles y judíos que se hallaban separados por tantos kilómetros y que, no obstante, contaban prácticamente lo mismo.

Dicho esto, intentaré enumerar, en riguroso orden cronológico, lo que vieron y escucharon cientos de hombres y mujeres entre la madrugada del domingo, 9 de abril, y las primeras horas de la mañana del jueves, 18 de mayo, de ese año 30 de nuestra era.

9 DE ABRIL

1.a —Poco antes del alba (alrededor de las 5.47 horas). Huerto de José de Arimatea. Testigos: María, la de Magdala, y otras cuatro mujeres. Observan a «un hombre con ropas nevadas y el rostro, cabellos y pies como el cristal». Reconocen la voz del Maestro. Cuando la Magdalena intenta abrazarlo, el Resucitado se lo impide: «No soy el que has conocido en la carne».

Duración: unos cinco minutos.

2.a —Hacia las 9.35 horas. También en la plantación del anciano de Arimatea, en las afueras de Jerusalén. Único testigo: la Magdala. Describe al Resucitado como un «extranjero con túnica y manto nevados». Reconoce la voz de Jesús.

Duración: segundos.

3.a —Hora «sexta» (mediodía), poco más o menos. Betania. Jardín de la hacienda de la familia de Lázaro. El Resucitado se presenta ante Santiago, su hermano. «Me recordó una nube. O quizá humo… Era una masa brumosa que, partiendo de la cabeza, fue moldeando una figura… Y poco a poco, la nube se convirtió en un hombre». El testigo no reconoce al Maestro, pero sí su voz. Pasean. El «Hombre» le habla de «ciertos hechos» que debían producirse, pero Santiago se niega a desvelarlos. Años más tarde, algunos asociaron esa revelación con la muerte de Santiago, acaecida en el 62. Súbita desaparición.

Duración: de tres a cuatro minutos.

4.a —Hacia la «nona» (15 horas). También en Betania. En el umbral de una de las estancias de la casa de Lázaro. Veinte testigos. Entre otros, la familia de Lázaro, David Zebedeo (el que fuera jefe de los «correos»), Salomé, su madre, la Señora, Santiago (hermano de Jesús) y la Magdalena. Esta vez sí que lo reconocen. Se trata de un «hombre de carne y hueso». Súbita desaparición.

Duración: segundos.

5.a —16.15 horas, aproximadamente. Interior de la casa de José de Arimatea, en Jerusalén. Testigos: María, la de Magdala, y veinticuatro mujeres. Sienten primero una clara sensación de frío. «Como una corriente de viento helado». El Maestro aparece de pronto en el centro del corro que forman las hebreas. Es un hombre de carne y hueso. El Resucitado reivindica el papel de la mujer en la difusión de la buena nueva. «Vosotras —dice— también estáis llamadas a proclamar la liberación de la Humanidad por el evangelio de la unión con Dios… Id por el mundo entero anunciando este evangelio y confirmar a los creyentes en la fe…» La «presencia» se extingue. A raíz de esta aparición, el Sanedrín dicta normas contra los que propaguen noticias sobre la vuelta a la vida del rabí de Galilea.

Duración: entre uno y dos minutos.

6.a —16.30 horas. Jerusalén. Interior de la casa de Flavio, antiguo conocido de Jesús. Testigos: más de cuarenta griegos, seguidores de las enseñanzas del Maestro (algunos se hallaban en Getsemaní en la noche del prendimiento). Aparición repentina. El «Hombre» les pide igualmente que salgan al mundo y que proclamen la buena nueva. «Dentro del reino de mi Padre —les comunica— no hay ni habrá judíos ni gentiles… Aun cuando el Hijo del Hombre haya aparecido en la Tierra entre judíos, traía su ministerio para todos los hombres». Desaparición fulminante.

Duración: poco más de un minuto.

7.a —Alrededor de las 18 horas. En el camino de la Ciudad Santa a Ammaus. Quizá a cinco o seis kilómetros de Jerusalén. Testigos: los hermanos Cleofás y Jacobo, pastores. Un «Hombre» les sale al encuentro. No reconocen al Maestro. Tampoco su voz. El «Hombre» les habla, recordándoles «que el reino anunciado por Jesús no era de este mundo y que todos los humanos son hijos de Dios». El «Hombre» entra en la casa de los pastores, se sienta a la mesa y trocea con facilidad un «redondel» de pan de trigo. Tras bendecirlo, desaparece.

Duración: una hora y media, aproximadamente.

8.a —20.30 horas. Patio a cielo abierto en el hogar de los Marcos, en Jerusalén. Testigo: Simón Pedro. Un «Hombre» se presenta de pronto junto al desmoralizado discípulo. El pescador no lo reconoce, pero sí su voz. El Resucitado, entre otras cosas, le dice: «Prepárate a llevar la buena nueva del evangelio a aquellos que se encuentran en las tinieblas». Pasean recordando el pasado y hablando del presente y del futuro. Desaparición igualmente súbita.

Duración: más de cinco minutos.

9.a —21.30 horas. Planta superior de la casa de Elías Marcos (Jerusalén). Testigos: el cabeza de familia, José de Arimatea, diez de los once discípulos (faltaba Tomás) y quien esto escribe. Puertas cerradas y atrancadas. Un viento helado hace oscilar las llamas de las lucernas. La estancia queda a oscuras. Una zigzagueante, infinitesimal y azulada chispa eléctrica aparece al fondo del salón. La «chispa» dibuja una figura humana, nítidamente perfilada por una sutil línea violeta. Una «cascada de luz» se derrama desde la parte superior, colmando la silueta. Aparece un «hombre luminoso». Nadie reconoce al Maestro. La forma violácea habla y parece como si la voz partiera de toda la estructura. Copas metálicas y espadas, situadas cerca de la «aparición», entrechocan, cayendo al suelo. El «ser de luz» se esfuma, recogiéndose sobre sí mismo, hasta que sólo queda un punto brillante, blanco como el más potente de los arcos voltaicos.

Duración: imposible de precisar. Quizá uno o dos minutos. [31]

11 DE ABRIL, MARTES

10.a —Poco antes de las 8 horas. Interior de una de las sinagogas de Filadelfia (más allá de la Perea). Testigos: Lázaro y más de ciento cincuenta seguidores del Maestro. La reunión tenía por objeto difundir la última noticia procedente de la Ciudad Santa: la resurrección del Maestro. Cuando Lázaro y Abner, el jefe de aquellos creyentes, se disponían a hablar, un «hombre» surgió «de la nada», a escasos pasos de los oradores. Tampoco lo reconocieron. Según los emisarios que dieron cuenta del hecho, el Resucitado dijo:

«La paz sea con vosotros…

»Ya sabéis que tenéis un solo Padre en el cielo y que únicamente existe un evangelio del reino: la buena nueva del regalo de la vida eterna que los hombres reciben por la fe. Al gozar de vuestra fidelidad al evangelio, rogad a Dios para que la verdad se extienda en vuestros corazones con un nuevo y más bello amor hacia vuestros hermanos. Amad a todos los hombres como yo os he amado y servidles como yo os he servido. Recibid en vuestra comunidad, con agradable comprensión y afecto fraternal, a todos los hermanos consagrados a la divulgación de la buena nueva. Sean judíos o gentiles. Griegos o romanos. Persas o etíopes. Juan predicó el reino por adelantado. Vosotros, la fuerza del evangelio. Los griegos anuncian ya la buena nueva y yo, en breve, voy a enviar al Espíritu de la Verdad al alma de todos estos hombres, mis hermanos, que tan generosamente han consagrado sus vidas a la iluminación de sus semejantes, hundidos en las tinieblas espirituales. Todos sois hijos de la luz. No tropecéis en el error de la desconfianza y la intolerancia. Si, gracias a la fe, os habéis elevado hasta amar a los no creyentes, ¿no deberíais igualmente amar a vuestros compañeros creyentes de la gran familia de la fe? Recordad que, según os améis, todos los hombres reconocerán que sois mis discípulos.

«Marchad, pues, por todo el mundo, anunciando el evangelio de la paternidad de Dios y de la hermandad de los hombres. Hacedlo con todas las razas y naciones. Sed prudentes al escoger los métodos para la divulgación de estas verdades. Habéis recibido gratuitamente este evangelio del reino y gratuitamente lo entregaréis.

»No temáis… Yo estaré siempre con vosotros, hasta el fin del tiempo.

»Os dejo mi paz…».

Dicho esto, el «Hombre» desaparece de la vista de los allí congregados.

Duración: alrededor de tres minutos.

Los testigos, impresionados, se apresuran a dar cumplida cuenta de lo ocurrido a los íntimos del Maestro y a salir a los caminos, anunciando lo solicitado por el «Hombre». A decir verdad, son los primeros «misioneros. Los pioneros en la difusión de un mensaje —el gran mensaje— no contaminado…

16 DE ABRIL, DOMINGO

11.a —18 horas. Cenáculo, en la casa de los Marcos (Jerusalén). Puertas nuevamente atrancadas. Testigos: los once íntimos y quien esto escribe. Momentos antes de la «presencia», las flamas de las lámparas de aceite oscilan, pero no llegan a apagarse. Como salido de uno de los muros, se presenta en la estancia un «Hombre de carne y hueso». Todos lo reconocen. Es Jesús de Nazaret. El Resucitado ordena que salgan al mundo y anuncien la buena nueva. «Os envío, no para amar las almas de los hombres, sino para amar a los hombres… Sabéis por la fe que la vida eterna es un don de Dios. Cuando tengáis más fe y el poder de arriba (el Espíritu de la Verdad) haya penetrado en vosotros, no ocultaréis vuestra luz… Vuestra misión en el mundo se basa en lo que he vivido con vosotros: una vida revelando a Dios y en torno a la verdad de que sois hijos del Padre, al igual que todos los hombres. Esta misión se concretará en la vida que haréis entre los hombres, en la experiencia afectiva y viviente del amor a todos ellos, tal y como yo os he amado y servido. Que la fe ilumine el mundo y que la revelación de la verdad abra los ojos cegados por la tradición. Que vuestro amor destruya los prejuicios engendrados por la ignorancia. Al acercaros a vuestros contemporáneos con simpatía comprensiva y una entrega desinteresada, los conduciréis a la salvación por el conocimiento del amor del Padre. Los judíos han exaltado la bondad. Los griegos, la belleza. Los hindúes, la devoción. Los lejanos ascetas, el respeto. Los romanos, la fidelidad… Pero yo pido la vida de mis discípulos. Una vida de amor al servicio de sus hermanos encarnados».

El Resucitado alza los brazos. Las mangas resbalan y muestra a Tomás la piel tersa, sin huella alguna de heridas. Y le dice: «A pesar de que no veas ninguna señal de clavos, ya que ahora vivo bajo una forma que tú también tendrás cuando dejes este mundo, ¿qué les dirás a tus hermanos?».

El «Hombre» se distancia. Camina hacia uno de los muros y desaparece.

Duración: cuatro minutos. [32]

18 DE ABRIL, MARTES

12.a —Poco después de las 20 horas. Residencia de Rodán (ciudad de Alejandría, en Egipto). Testigos: unos ochenta griegos y judíos que compartían las enseñanzas del Maestro. Cuando uno de los «correos» enviados por David Zebedeo concluye su exposición sobre la muerte de Jesús de Nazaret, un «Hombre» aparece de pronto entre los allí reunidos. Rodán, Natán de Busiris (el mensajero) y otros lo reconocen. El Resucitado, según Natán, dice textualmente: «Que la paz sea con vosotros… El Padre me ha enviado para establecer algo que no es propiedad de ninguna raza, nación, ni tampoco de ningún grupo especial de educadores o predicadores. El evangelio del reino pertenece a judíos y gentiles, a ricos y pobres, a hombres libres y a esclavos, a mujeres y varones e, incluso, a los niños. Extended este evangelio de amor y verdad a través de vuestras vidas. Os amaréis con un nuevo amor, como yo os he amado. Serviréis a la humanidad con una devoción nueva y sorprendente, como yo os he servido. Entonces, cuando los hombres vean cómo los amáis, y cuánto trabajáis en su favor, comprenderán que habéis entrado por la fe en la comunidad del reino de los cielos. Entonces seguirán al Espíritu de la Verdad, al que descubrirán en vuestras vidas, hasta hallar la salvación eterna.

»Al igual que mi Padre me envió a este mundo, yo también os envío. Todos estáis llamados a difundir esta buena nueva a quienes se debaten en las tinieblas. El evangelio del reino pertenece a todos aquellos que creen en él… ¡Prestad atención!: este evangelio no debe ser confiado exclusivamente a los sacerdotes…

»En breve, el Espíritu descenderá sobre vosotros y os guiará hacia la verdad. Id, pues, y predicad esta gran noticia…

»Y no olvidéis que estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos».

El «Hombre» se esfuma. Dos días después —jueves, 20 de abril— otro «correo» llega a Alejandría con la noticia de la resurrección. Rodán y su gente proporcionan al perplejo mensajero otra no menos valiosa información: «Sí, lo sabemos. Nosotros acabamos de verlo».

Duración de la «presencia»: dos minutos escasos.

21 DE ABRIL, VIERNES

13.a —Poco después del amanecer (6 horas). Playa de Saidan, en el lago de Tiberíades. Testigos «oficiales» [33]: diez de los apóstoles (faltaba Simón el Zelota), el adolescente Juan Marcos y quien esto escribe. Un «Hombre» aparece en la orilla del vara. A las 6.30 horas, las embarcaciones tripuladas por los íntimos se aproximan a la costa. El «Hombre» indica a los pescadores la presencia de un banco de tilapias. Llenan las redes y regresan. Muy cerca, Juan Zebedeo intuye que aquel «Hombre» es el Maestro. Simón Pedro se lanza al agua y nada hasta la orilla. El «Hombre» los invita a comer algunos de los pescados. Todos lo reconocen. El «Hombre» se niega a comer. Pasea con los discípulos por la playa. Lo hace con una pareja cada vez. Al dirigirse a Pedro, entre otras cosas, le dice: «No te preocupes de lo que hagan tus hermanos. Si quiero que Juan (el Zebedeo) permanezca aquí al marcharte tú, y hasta que yo vuelva, ¿en qué te concierne?».

Minutos después, caminando junto a Andrés, el Resucitado, sutilmente, le anuncia la muerte de Santiago (hermano de Jesús): «… Cuando tus hermanos se dispersen como consecuencia de las persecuciones, sé un sabio y previsor consejero para Santiago, mi hermano por la sangre, ya que tendrá que soportar una pesada carga, que su experiencia no le permite llevar». [34]

En otra de las conversaciones —esta vez con Santiago de Zebedeo—, el Resucitado formula una nueva profecía. Dirigiéndose al «hijo del trueno» afirma: «… Aprende a pensar en las consecuencias de tus palabras y actos. Recuerda que la cosecha es obra de la siembra. Reza por la tranquilidad de espíritu y cultiva la paciencia. Con fe viva, estas gracias te sostendrán cuando llegue la hora de beber la copa del sacrificio. No temas nunca…» [35].

A las 10, tras despedirse, dejan de verle.

Duración: «oficialmente», unas cuatro horas [36].

22 DE ABRIL, SÁBADO

14.a —Hora «sexta» (mediodía). Monte de la Ordenación (hoy llamado de las Bienaventuranzas), al norte del Kennereth (lago de Galilea). Testigos «oficiales»: los once discípulos. Un «Hombre» surge de pronto en la cima. Es Jesús de Nazaret. El Resucitado alza el rostro hacia el cielo y, con gran voz, pide al Padre que cuide de aquellos hombres. Después impone sus manos sobre las cabezas. En cada imposición cierra los ojos, permaneciendo en silencio algunos segundos. Finalizada la ceremonia conversa con los once, demostrando un excelente buen humor. Abraza a Simón el Zelota durante un largo minuto. Repite la operación con el resto y hacia las 13 horas, retrocediendo hasta el centro del círculo, desaparece fulminantemente.

Duración «oficial»: una hora [37].

29 DE ABRIL, SÁBADO

15.a —Hacia la «nona» (15 horas). Playa de Saidan. Testigos: los once discípulos, el joven Juan Marcos, la Señora, parte de la familia de los Zebedeo, alrededor de quinientos vecinos de las localidades próximas y quien esto escribe. Tras un audaz discurso de Pedro, en el que proclama la resurrección del Maestro, el maarabit, el viento del oeste, cesa bruscamente. Se hace un silencio anormal. Las fogatas se alteran. De pronto, en el centro de la lancha varada que ocupa Simón Pedro surge un «Hombre». Parte de los felah y am-ha-arez allí reunidos retroceden y caen. Es el rabí. Durante unos instantes, el Resucitado pasea la vista sobre la muchedumbre. Finalmente exclama: «Que la paz sea con vosotros… Mi paz os dejo».

El «Hombre» se extingue. Vuelven los sonidos habituales del yam, así como el viento.

Duración: no más allá de quince segundos [38].

5 DE MAYO, VIERNES

16.a —Primera vigilia de la noche (hacia las 21 horas). Patio a cielo abierto en la casa de Nicodemo (Jerusalén). Testigos: el anfitrión, los once discípulos y alrededor de setenta seguidores del Maestro, entre los que se encuentran mujeres y griegos. A la media hora de iniciada la reunión, un «Hombre» se presenta de improviso entre ellos. Es reconocido de inmediato. Y Jesús, según las informaciones que obran en mi poder, les dice: «La paz sea con vosotros… He aquí el grupo más representativo de creyentes, embajadores del reino, discípulos, hombres y mujeres, al que he aparecido desde que me liberé de la carne. Os recuerdo ahora lo que os anuncié tiempo atrás: que mi estancia entre vosotros terminaría. Os manifesté que tenía que volver junto al Padre. También os expuse claramente cómo los sacerdotes principales y los líderes de los judíos me entregarían para ser condenado a muerte. Pero también os dije que me levantaría del sepulcro. Entonces, ¿cuál es la razón de vuestro desconcierto? ¿Por qué tanta sorpresa cuando, al tercer día, resucité? No me creísteis porque escuchasteis mis palabras sin entenderlas.

»Ahora, por tanto, prestad atención para no caer de nuevo en el error de oírme con la mente, ignorándome con el corazón.

»Desde el primer momento de mi estancia entre vosotros os enseñé que mi único fin era revelar a mi Padre de los cielos a sus hijos en la Tierra. He vivido esta encarnación para que podáis acceder al conocimiento de ese gran Dios. Os he revelado que Dios es vuestro Padre y vosotros sus hijos…

»¡Dios os ama!… Y es un hecho que sois sus hijos…

»Por la fe en mis palabras, esto se convierte en una verdad eternamente viva en vuestros corazones.

«Cuando, por esa fe viva, os hagáis conscientes de ese Dios y de cuanto afirmo, entonces habréis nacido como hijos de la luz y de la vida. Y yo os prometo que seguiréis ascendiendo y que encontraréis al Padre en el Paraíso…

»Os exhorto a que no olvidéis que vuestra misión consiste en la proclamación del evangelio del reino. Es decir, la realidad de la paternidad de Dios y la hermandad entre los hombres… Anunciad la buena nueva…, en su totalidad. No caigáis en la tentación de revelar tan sólo una parte… ¡Prestad atención!… Mi resurrección no debe cambiar el gran mensaje. Es decir, ¡que sois hijos de un Dios!

«Permaneced, pues, fieles al evangelio del reino.

«Debéis marchar, predicando el amor de Dios y el servicio a los hombres.

»Lo que el mundo necesita es saber que todos son hijos del Padre y que, gracias a esa fe, pueden conocer y experimentar esa noble verdad. Mi encarnación debería ayudar a comprender que los hombres son hijos del cielo, pero también que, sin la fe, no es posible alcanzar el auténtico sentido de esa revelación.

»Ahora, aquí, estáis compartiendo la realidad de mi resurrección. Pero esto no tiene nada de extraño. Yo tengo el poder para sacrificar mi vida… y para recuperarla. Es el Padre quien me otorga ese poder… Más que por esto, vuestros corazones deberían estremecerse por la realidad de esos muertos de una época que han emprendido la ascensión eterna poco después de que yo abandonara la tumba de José de Arimatea…

»He vivido para mostraros cómo, con amor, podéis revelar a Dios a vuestros semejantes. El hecho de amaros y serviros ha sido una revelación. Si he permanecido entre vosotros como el Hijo del Hombre ha sido para que lleguéis a conocer esta gran verdad: ¡sois hijos de un Dios!…

»Id, pues, y gritad este evangelio.

«Amad como yo os he amado. Servid como yo os he servido.

«Habéis recibido con generosidad… Sed, pues, generosos.

«Quedaos en Jerusalén hasta que vaya al Padre y os envíe el Espíritu de la Verdad. Él, después, os conducirá a una verdad más extensa y os acompañará por todo el mundo.

«Siempre estaré con vosotros…

»Os dejo mi paz».

Dicho esto, el «Hombre» desaparece.

Duración: unos cuatro minutos.

13 DE MAYO, SÁBADO

17.a —Hacia la «décima» (16 horas). Cerca del pozo de Jacob (ciudad de Sicar, en Samaria). Testigos: alrededor de setenta y cinco samaritanos, fieles seguidores del Maestro. Mientras comentan las noticias sobre la resurrección, el rabí aparece ante ellos. Todos lo identifican. El texto, con las palabras del Resucitado, es enviado igualmente a la casa de los Marcos. Decía así: «La paz sea con vosotros… Estáis gozosos al saber que soy la resurrección y la vida. Pero nada de esto os servirá si antes no nacéis del espíritu y encontráis a Dios. Si llegáis a ser hijos del Padre por la fe…, nunca moriréis.

«El evangelio del reino os enseña que todos los hombres son hijos de Dios. Pues bien, es preciso que esta buena nueva sea extendida por todo el mundo. Ha llegado la hora… Ya no deberéis adorar a Dios en el monte Gerizim o en Jerusalén, sino allí donde os encontréis. Allí donde estéis…, en espíritu y en verdad. Es vuestra fe la que salva el alma. La salvación es una gracia de Dios para todos aquellos que se consideran sus hijos. Pero no os equivoquéis. Aun cuando la salvación es un regalo del Padre, ofrecido a cuantos lo desean por la fe, es menester rendir frutos espirituales en la vida.

»La aceptación de la verdad sobre la paternidad de Dios significa que debéis hacer vuestra la segunda gran revelación: todos los hombres son hermanos…, ¡físicamente!

»Por lo tanto, si el hombre es vuestro hermano, es mucho más que vuestro prójimo. Y el Padre exige que lo améis como a vosotros mismos.

»Si el hombre pertenece, pues, a vuestra propia familia, no sólo lo amaréis con un amor fraterno, sino que lo serviréis como os serviríais a vosotros mismos. Y así lo haréis porque yo, primero, lo hice con vosotros.

»Id, pues, por el mundo, anunciando esta buena nueva a todas las criaturas de cada raza, tribu y nación.

«Mi espíritu os precederá y estaré siempre con vosotros».

Acto seguido, ante el temor y la perplejidad de los samaritanos, el Resucitado desaparece.

Duración: unos tres minutos.

16 DE MAYO, MARTES

18.a —Poco antes de las 21 horas. Ciudad de Tiro (costa de Fenicia). Testigos: los emisarios no consiguen ponerse de acuerdo. Algunos mencionan cincuenta. Otros hablan de un centenar de gentiles, todos ellos conocedores de las enseñanzas de Jesús. En el instante de la aparición discuten sobre la pretendida vuelta a la vida del Galileo. Al presentarse súbitamente ante ellos, casi todos lo reconocen. «Es un "Hombre" normal y corriente».

Éstas son las palabras del Resucitado: «La paz sea con vosotros…

»Os regocijáis al saber que el Hijo del Hombre ha resucitado de entre los muertos. Así sabéis que vosotros, al igual que vuestros hermanos, también venceréis a la muerte. Pero para alcanzar esa supervivencia es preciso que, previamente, hayáis nacido del espíritu que busca la verdad y hayáis descubierto al Padre. El pan y el agua de la vida se otorgan únicamente a los que tienen hambre de verdad y sed de Dios.

»No os confundáis… Que los muertos resuciten no constituye el evangelio del reino. Estas cosas sólo son el resultado, una consecuencia más, de la fe en la buena nueva. Forma parte del evangelio y de la sublime experiencia de aquellos que, por la fe, se convierten en hijos de Dios…, pero, recordad…, no es el evangelio.

»Mi Padre me ha enviado para difundir esta noticia: ¡todos sois hijos de ese Dios!

»Así, pues, yo os envío lejos, para que prediquéis esta salvación.

»La salvación es un don de Dios, pero los que nacen del espíritu demuestran los frutos inmediatamente, a través del servicio a sus semejantes. Éstos son esos frutos: servicio amoroso, abnegación desinteresada, fidelidad, equilibrio, honradez, permanente esperanza, confianza sin reservas, misericordia, bondad continua, piadosa clemencia y paz sin fin. Si los creyentes no aportan estos frutos en su vida diaria…, ¡están muertos! El espíritu de la Verdad —no os engañéis— no reside en ellos. Son sarmientos inútiles de una viña viva y, a no tardar, serán podados.

»Mi Padre exige que todos los hijos de la fe rindan un máximo de frutos. Si vosotros sois estériles, Él cavará alrededor de las raíces y cortará las ramas inútiles. Ésta es la gran verdad: conforme avancéis en el reino de los cielos, esos frutos deberán ser más cuantiosos. Podéis entrar en el reino como un niño, pero os aseguro que mi Padre solicitará que alcancéis, por la gracia, la plenitud de un adulto.

»Estad tranquilos… Cuando salgáis a proclamar esta buena nueva, yo os precederé y mi Espíritu de la Verdad habitará en vosotros.

»Os dejo mi paz…».

A continuación, el «Hombre» desaparece.

Duración: entre cuatro y cinco minutos.

Al día siguiente —según los emisarios que trajeron la noticia— aquellos gentiles (tirios y sidonios en su mayoría) se lanzaron valientemente a las calles, llenando de estupor a los habitantes de Tiro, Sidón, Antioquía y Damasco.

Escenario de las apariciones de Jesús de Nazareth después de su resurrección, en la madrugada del domingo, 9 de abril del año 30. Durante 40 días se presentó a judíos y gentiles en diecinueve ocasiones.

18 DE MAYO, JUEVES

19.a —6.30 horas. Estancia superior de la casa de los Marcos, en la Ciudad Santa. Testigos: la totalidad de los íntimos (once), María Marcos, Rodé, una de las sirvientas, y quien esto escribe. Cuando se disponen a desayunar, un «Hombre» se «presenta» en la sala. Es el Maestro. Nuevas escenas de pánico. El Resucitado los tranquiliza. Simón el Zelota, a petición del resto, formula la siguiente pregunta: «Entonces, Maestro, ¿restablecerás el reino?… ¿Veremos la gloria de Dios manifestarse en el mundo?». Jesús replica: «Simón, todavía te aferras a tus viejas ideas sobre el Mesías judío y el reino terrenal. No te preocupes… Recibirás poder espiritual cuando el Espíritu haya descendido sobre ti… Después marcharéis por todo el mundo predicando esta buena noticia del reino. Así como el Padre me envió, así os envío yo ahora…». El rabí hace una alusión al desaparecido Judas Iscariote y dice: «Judas ya no está con vosotros porque su amor se enfrió y porque os negó su confianza… ¡Confiad, pues, los unos en los otros!». Acto seguido da media vuelta y camina hacia la salida, dirigiéndose, con los once, a la falda occidental del monte de los Olivos. Al cruzar las atestadas calles de Jerusalén, muchos vecinos lo reconocen.

Poco después de las 7 horas, el Resucitado y los íntimos se detienen a medio camino de la cima. Jesús, en silencio, contempla la ciudad. Regresa junto a los mudos y perplejos discípulos. Pedro se arrodilla frente al Maestro. Todos le imitan. Son las últimas palabras del Hijo del Hombre en la Tierra: «… Amad a los hombres con el mismo amor con que os he amado. Y servid a vuestros semejantes como yo os he servido… Servidlos con el ejemplo… Y enseñad con los frutos espirituales de vuestra vida. Enseñadles la gran verdad… Incitadlos a creer que el hombre es un hijo de Dios… ¡Un hijo de Dios!… El hombre es un hijo de Dios y todos, por tanto, sois hermanos… Recordad todo cuanto os he enseñado y la vida que he vivido entre vosotros… Mi amor os cubrirá… Y mi espíritu y mi paz reinarán entre vosotros… ¡Adiós!».

El Resucitado, en pie, desaparece.

Duración: una hora y veinte minutos, aproximadamente [39].

Sí, una caricatura…

Cuanto más repaso estas diecinueve apariciones, más me ratifico en lo ya dicho: los evangelios que veneran los creyentes sólo son eso… Una mala caricatura de lo que sucedió.

Me lo he planteado varias veces. ¿Comento estos sucesos? La verdad es que podría pasarlo por alto. Me queda tanto por contar… Pero, esa «fuerza» que me llena, que me acompaña y guía desde entonces, tira de mí, forzándome a expresar algunas opiniones. Seguiré la intuición. Él «sabe».

Centrándome en lo sustancial, salta a la vista que los mencionados textos sagrados fueron gravemente mutilados. Si esas «presencias» del Resucitado eran del dominio público, perfecta y minuciosamente conocidas por los «embajadores del reino», ¿por qué los evangelistas sólo hacen alusión a unas pocas? Salvo Juan, que menciona cuatro y muy por encima, el resto se contenta con dos o con tres.

¿Cómo es posible? ¿Es que la vuelta a la vida del Hijo del Hombre no era importante? ¿No lo fueron sus palabras? ¿Dudaron, quizá, de la credibilidad de los testigos? ¿Estimaron que el número de personas que llegó a verlo no era suficiente?

Por supuesto que lo fue. Según mi corto conocimiento, todos se mostraron de acuerdo: aquellas apariciones eran la culminación de una vida y de un ideal. Pero…

Y antes de proseguir me permitiré un breve paréntesis que confirma, bien a las claras, la solidez de estos acontecimientos y la unánime aceptación de los mismos por parte de los íntimos. Se trata de datos puntuales, altamente significativos, que impresionaron a cuantos los conocieron. Veamos.

Entre las notas tomadas por este explorador en aquellos días figura lo siguiente:

Primero.

Según los «correos» y demás mensajeros que trajeron las noticias a la Ciudad Santa, el total de testigos que alcanzó a ver y a escuchar al Resucitado en esas diecinueve «presencias» osciló entre 1488 y 1538.

¡Dios bendito! ¿No era un número más que sobrado?

Segundo.

Tiempo en el que el Maestro fue visible: ¡ocho horas y treinta y seis minutos, aproximadamente!

Un récord en la Historia de la Humanidad.

Tercero.

Las apariciones se registraron de día, en la noche, en lugares abiertos o cerrados y con puertas atrancadas.

¿Tampoco fue tomado en consideración?

Cuarto.

De esas diecinueve «presencias», cuatro tuvieron lugar a considerables distancias de Jerusalén. A saber: Alejandría, a 517 kilómetros; Tiro, también en línea recta, a poco más de 200; Filadelfia, a 76, y el yam (lago de Tiberíades), a 140 kilómetros.

¿Una frivolidad?

Quinto.

Si los apuntes no fallan, he aquí las veces en que el rabí fue observado por discípulos y seguidores de prestigio:

Pedro, el que más, contabilizó siete oportunidades, seguido por los íntimos, con seis (Tomás y Simón el Zelota lo vieron cinco veces). También María, la de Magdala, pudo contemplarlo en cinco momentos. La Señora, Santiago, su hijo, y Juan Marcos, el benjamín de los Marcos, disfrutaron de dos oportunidades cada uno. El Galileo fue visto igualmente, en una ocasión, por José de Arimatea, Nicodemo, Elías Marcos, Lázaro, Cleofás y Jacobo (los pastores de Ammaus), David Zebedeo y la familia de Lázaro.

¿Quién, en su sano juicio, se atrevía a dudar de la credibilidad de estos hombres y mujeres, a cual más carismático?

Cierro el paréntesis.

En efecto, como decía, los argumentos eran sólidos. Que yo sepa, nadie cuestionó estas «presencias». Al contrario. Reafirmaron la creencia general, fortaleciendo, en especial, la postura de Pedro y su grupo y dando alas a las predicaciones.

Pero…

Sí, algo sucedió. Algo terminó arruinando semejantes prodigios. Y el silencio descendió sobre esta magnífica y sublime etapa de la historia del Hijo del Hombre…

Supongo que la censura —porque de esto se trata— fue gradual. Y los años, el distanciamiento y el olvido hicieron el resto.

No es difícil de imaginar. Cuando los ánimos se estabilizaron, más de uno se llevó las manos a la cabeza, rechazando contenido, marco y circunstancias de muchas de estas apariciones.

Probablemente no hubo mala intención. Eran judíos —no lo olvidemos— y no lograron librarse de la mano de hierro (la Ley) que gobernaba vidas e ideas. Fue ese condicionamiento lo que les hizo reflexionar y sepultar los hechos.

¿Por qué?

Esbozaré algunas posibles razones. El corazón me dice que no estoy equivocado…

Primera: las mujeres.

Y no me refiero a la mera circunstancia de que llegaran a ser testigos. Eso podían aceptarlo. Lo que, en cambio, repugnaba a sus costumbres y entendimiento fue lo acaecido en la quinta aparición. Como se recordará, en dicha «presencia», el Resucitado reivindicó el papel de la mujer en la difusión del reino. Fue claro y tajante. «Vosotras —afirmó ante veinticinco hebreas— también estáis llamadas a proclamar la liberación de la Humanidad por el evangelio de la unión con Dios…».

Y por si surgía alguna duda, añadió:

«… Id por el mundo entero anunciando este evangelio y confirmar a los creyentes en la fe…».

Jesús de Nazaret, en definitiva, conocedor de la pésima situación social de la mujer y adelantándose a la Historia, recuerda que todos, varones y hembras, son iguales a la hora de manejar los asuntos del reino.

La orden del rabí, sin embargo, no agradó a los tercos y machistas judíos.

¿Considerar como iguales a las «mentirosas e impuras por naturaleza?».

Ni soñarlo…

Y la aparición en cuestión fue desterrada. Nunca existió.

Las mujeres, por supuesto, no sólo no fueron equiparadas a los «sagrados embajadores del reino», sino que, en el colmo de la desobediencia a lo prescrito por el Hijo de Dios, continuaron anuladas y menospreciadas.

¿Exagero?

Creo que no. Y como muestra de lo que afirmo, he aquí unas frases del, insisto, nefasto Pablo de Tarso. En su epístola primera a los Corintios (14, 33-36) escribe con una desfachatez que hoy provoca sonrojo e indignación:

«Como en todas las iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas, porque no les toca a ellas hablar, sino vivir sujetas, como dice la Ley. Si quieren aprender algo, que en casa pregunten a sus maridos, porque no es decoroso para la mujer hablar en la iglesia».

¿Y éste era el hombre que decía venerar a Jesús de Nazaret?

Sin comentarios…

Más de una vez me lo he preguntado. Si la primitiva iglesia y los evangelistas hubieran respetado hechos y palabras, y más concretamente esta quinta aparición, ¿seguirían los cristianos polemizando sobre el papel de la mujer en la obra del rabí de Galilea?

Pero no fue éste el único, ni el más doloroso silencio…

Segunda: los gentiles y prosélitos.

Como ha sido dicho, el Resucitado se presentó también ante un buen número de griegos, fenicios, arab y samaritanos, entre otros «no judíos». Según mis cálculos, ante 400 o 600. Es decir, tirando de las estadísticas, alrededor de un 33 por ciento del total [40].

Pues bien, he aquí otra de las posibles razones que provocó una inmisericorde censura.

Y volvemos a lo anteriormente expuesto. Eran judíos y la Torá lo decía sin paliativos: los prosélitos constituían una casta de segundo orden, marcada por el pecado [41]. Estos individuos, paganos convertidos al judaísmo, veían limitados muchos de sus derechos cívicos, siendo aborrecidos por los sacerdotes y judíos más ortodoxos. La penosa situación —no comparable, por supuesto, a la de los bastardos— llegaba a extremos inconcebibles. Por ejemplo: las casas y propiedades de un ger («extranjero») eran impuras, según la Ley. Una impureza —idéntica a la de un cadáver— que impedía la entrada a los judíos más estrictos. Por ejemplo: apoyándose en el Deuteronomio (23, 4-9), muchos rabinos propugnaban que los prosélitos procedentes de Edom (al sur del mar Muerto) y de Egipto no podían casarse con judíos o judías, inmediatamente después de su conversión [42]. Por ejemplo: según el derecho judío, el pagano «no tenía padre legítimo». De ahí que los descendientes de prosélitos fueran designados con el nombre de la madre (ver Yeb, 98.a, y Pesiata rabbati, 23-24, 122.a, 11, entre otros). Tan abominable principio jurídico —en ab I góy (es decir, «el pagano no tiene padre»— creaba, entre los judíos, una atmósfera de rechazo hacia el ger (prosélito) y cuanto le concernía. Al menos, entre los círculos más cerrados y rigurosos. Semejante pesimismo se traducía, además, en una permanente duda sobre la capacidad moral de los gentiles. Así, por ejemplo, «toda pagana, incluso la casada, era sospechosa de haber practicado la prostitución». Otros, más duros, los comparaban con la lepra. Y ni que decir tiene que ninguna prosélita podía aspirar jamás a contraer matrimonio con un sacerdote. Así lo decía el Levítico (21, 7). Mejor dicho, así interpretaban a Yavé los retorcidos doctores de la Ley… [43]. Unos «especialistas» a los que el Maestro se enfrentó valientemente. En cuestiones de herencias, por ejemplo, el ger no salía mejor librado. Perdidos y ofuscados en aquel laberinto de normas y leyes, los «guardianes de la Torá» llegaban a plantear preguntas como éstas: «¿Tiene el prosélito derecho a heredar de un padre pagano? ¿Qué derecho tienen a la herencia los hijos del prosélito, concebidos antes de la conversión del padre?». La verdad es que el retorcimiento de aquellas gentes justificaría muchos de los ataques y admoniciones de Jesús. Pues bien, respecto a la primera cuestión, los judíos sólo los autorizaban a quedarse con los dineros y bienes que no guardaban relación con los ídolos del padre. En el segundo caso, los hijos salían peor parados. El inapelable principio jurídico ya citado —«el pagano no tiene padre»— los condenaba a la miseria, no pudiendo siquiera recurrir ante los tribunales, aunque demostraran que también ellos se habían convertido al judaísmo [44].

Imagino que el hipotético lector habrá comprendido por dónde voy. En los tiempos de Jesús de Nazaret, un ger, un prosélito, era un ser despreciado, sin padre legítimo y con escasos derechos ante la Ley de Moisés. Ésta, al menos, era la corriente generalizada en los círculos más ortodoxos. Pero no eran éstos los únicos horrores que soportaban [45]. Quizá más adelante —al narrar la vida de predicación del Maestro— tenga la oportunidad de volver sobre esta dramática situación.

Está claro. Cuando los íntimos —judíos a fin de cuentas— recibieron las noticias sobre las diferentes apariciones del rabí a gentiles y prosélitos de Filadelfia, Alejandría, Tiro y el yam —por no hablar de los odiados samaritanos—, más de uno torció el gesto, desaprobándolas.

¿Qué era aquello?

¡El Resucitado departiendo con griegos, a’rab, tirios, fenicios y los «impuros samaritanos»!

Hoy, lo sé, estos hechos pueden resultar incomprensibles. ¿Es que los discípulos no habían aprendido nada? ¿No recordaban las enseñanzas del Galileo?

Naturalmente que sabían. Pero estaban donde estaban. La Ley era la Ley y ellos, como digo, nunca se apartaron de la férrea normativa judía. No conviene olvidarlo…

Estos testigos también eran creyentes, pero su condición de ger casi los invalidaba. En varias ocasiones los vi discutir sobre el particular. Pero, francamente, en esos momentos, no fui consciente de la trascendencia de tales polémicas.

¿Cómo equiparar a estos hombres y mujeres con los testigos judíos? Y lo que más les preocupaba: ¿cómo decirle al pueblo que eran hermanos en la fe? ¿Cómo valorar los testimonios de gente «sin padre legítimo», «sospechosos de prostitución e idolatría» y claramente condenados por Yavé?

No, aquello era demasiado. La referencia a estos sucesos en las predicaciones sólo habría conducido a críticas, burlas y, en suma, a una depreciación de la religión que estaban levantando. Una religión, insisto, en torno a la imagen y la resurrección del «Señor Jesús».

He aquí una cuestión que suelen olvidar los creyentes de hoy. Pedro y su grupo trabajaron durante mucho tiempo en la Ciudad Santa y en las tierras de Palestina. Fue más tarde cuando algunos de los «embajadores del reino» se decidieron a probar fortuna en otros parajes del Mediterráneo. ¿Cómo asumir, por tanto, estas apariciones en mitad de una cultura que despreciaba a los prosélitos? ¿Cómo decir y defender que todo un Hijo de Dios había hecho iguales a individuos que la tradición y la sagrada Ley estimaban como indeseables?

Como se recordará, este estricto acatamiento de las reglas de la religión judía por parte del líder y los suyos provocaría lamentables enfrentamientos con Pablo y sus seguidores. [46]

Sencillamente, esas «presencias» del Maestro ante cientos de paganos y prosélitos colocaban a la naciente iglesia en una posición tan delicada como innecesaria. Y optaron por no echar más leña al fuego, suprimiéndolas. Si uno revisa lo escrito por los evangelistas, observará que no hay mención alguna a las apariciones en Filadelfia, Alejandría, Tiro y Sicar. Sólo Pablo, sin entrar en detalles comprometedores, refiere que, en una de esas apariciones del rabí, los testigos fueron más de quinientos hermanos (1 Cor. 15, 6). Entiendo que habla de lo ocurrido el 29 de abril, sábado, en la playa de Saidan, cuando el Resucitado se presentó ante más de quinientos felah y am-ha-arez. Hábilmente, Pablo evita mencionar que muchos de aquellos hombres y mujeres, vecinos de los alrededores, eran gentiles y prosélitos.

Hoy, lógicamente, al leer los textos sagrados, uno tiene la impresión de que no hubo más apariciones que las mencionadas. No podía ser de otra forma. Y no sólo por lo que acabo de referir. Todo eso, aun siendo importante, no fue lo más grave. En mi opinión, lo que arrinconó definitivamente esas cuatro trascendentales «presencias» del Maestro, después de su muerte y resurrección, fue el contenido de los sucesivos mensajes.

«Aquello» chocaba frontalmente con la Torá, con la tradición, con el sentimiento de superioridad del pueblo elegido y, sobre todo, con la filosofía que empezaba a fraguar en el grupo dominante.

«Dentro del reino de mi Padre —dijo Jesús a los griegos— no hay ni habrá judíos ni gentiles».

«Recibid en vuestra comunidad —manifestó en Filadelfia ante buen número de a’rab—, con agradable comprensión y afecto fraternal, a todos los hermanos consagrados a la divulgación de la buena nueva. Sean judíos o gentiles. Griegos o romanos. Persas o etíopes».

«El Padre me ha enviado —aclaró finalmente en la ciudad de Alejandría ante griegos, egipcios y judíos— para establecer algo que no es propiedad de ninguna raza, nación, ni tampoco de ningún grupo especial de educadores o predicadores… ¡Prestad atención!: este evangelio no debe ser confiado exclusivamente a los sacerdotes».

Las directísimas y transparentes alusiones de Jesús no podían ser aceptadas en ese tiempo y, mucho menos, recogidas en los textos evangélicos. Insisto una y otra vez: el mensaje no era compatible con las circunstancias y prácticas de aquellos hombres. Por eso, sin duda, lo repitió con tanta insistencia.

Pero hubo algo más. Algo que dejó a Pedro y a los suyos fuera de juego…

Sabedor de lo que iba a suceder, el Resucitado se presenta en la casa de Nicodemo, en Jerusalén, y en la primera vigilia de la noche, con la totalidad de los íntimos en su presencia, lanza una advertencia clave:

«Os exhorto a que no olvidéis que vuestra misión consiste en la proclamación del evangelio del reino. Es decir, la realidad de la paternidad de Dios y la hermandad entre los hombres… Anunciad la buena nueva…, en su totalidad. No caigáis en la tentación de revelar tan sólo una parte… ¡Prestad atención…! Mi resurrección no debe cambiar el gran mensaje. Es decir, ¡que sois hijos de un Dios!».

Otros setenta seguidores fueron igualmente testigos de excepción. Sin embargo, el líder y la primera comunidad, como ya he mencionado, hicieron oídos sordos a esta decisiva aclaración. Bartolomé, Tomás y Simón el Zelota, en efecto, llevaban razón. Pero, como fue dicho, el gran mensaje «no vendía», no encandilaba a las multitudes…

¿Poner por escrito esta aparición? ¿Reconocer públicamente que no siguieron los consejos del Hombre al que adoraban?

De ninguna manera…

Y no se hizo. La «presencia» número dieciséis tampoco existió. Jamás formaría parte de la historia del Hijo del Hombre. Nuevo y triste silencio en los mal llamados textos revelados…

En esa aparición, justamente, el Maestro habla de «algo» a lo que ya he hecho alusión en páginas anteriores, al comentar uno de los supuestos discursos de Pedro en el día de Pentecostés y que aparece en los escritos de Lucas. El Resucitado, con una clarividencia asombrosa, adelantándose a los acontecimientos, hace una revelación que tampoco fue tenida en cuenta por la primitiva iglesia.

«Ahora, aquí, estáis compartiendo la realidad de mi resurrección —les dijo—. Pero esto no tiene nada de extraño. Yo tengo el poder para sacrificar mi vida…, y recuperarla. Es el Padre quien me otorga ese poder…».

En conclusión: no fue Dios, el Padre, como pregonarían después Simón Pedro y los suyos, quien resucitó a Jesús de Nazaret, sino Él mismo. Él disfrutaba de ese poder. Interesante diferencia…

Y antes de proseguir con este desastre, intuyo que debo volver atrás. «Algo» tintinea en mi interior… Sí, creo que he olvidado una matización.

Fue en Alejandría, en la «presencia» número doce, donde el Resucitado, de pronto, manifestó algo que, en nuestro tiempo, podría ser mal interpretado.

«Este evangelio —afirmó— no debe ser confiado exclusivamente a los sacerdotes».

La afirmación, en mi humilde opinión, contiene más de lo que aparece en un primer y literal examen. Dudo de que el Maestro se refiriera únicamente a las castas sacerdotales de aquella época. Por lo que sé, y por lo que me fue dado conocer en nuestra dilatada permanencia junto al rabí, el aviso era infinitamente más sutil. Estaba claro que los sacerdotes que habían conspirado contra Él difícilmente harían suyo el gran mensaje. Se hallaban a millones de años-luz de la buena nueva. Se consideraban los sagrados depositarios de la verdad y los únicos que tenían acceso a la Divinidad. Para estas castas, Yavé era inaccesible, vengativo y discriminador. No, como digo, no creo que Jesús de Nazaret estuviera pensando en estos celosos custodios de la Torá cuando formuló la advertencia. Era obvio. Sí me inclino, en cambio, por los «otros sacerdotes». Tal y como demostró en diferentes apariciones, sabía lo que iba a suceder. Y quiso poner las cosas en su lugar. Sabía que, con el tiempo, esos «otros sacerdotes» —la jerarquía, en definitiva, que nacería con la primitiva iglesia— monopolizaría su imagen y sus palabras. Es decir, su evangelio. Un evangelio mutilado y contaminado pero, a fin de cuentas, conteniendo parte de la verdad.

La pregunta clave es «por qué». ¿Por qué el Resucitado no desea que la buena nueva sea «propiedad» exclusiva de los sacerdotes? Hoy, tal y como están las cosas, la mayor parte de los creyentes acepta que el ministerio debe descansar precisamente en esos supuestos representantes del «Señor Jesús». La verdad es que lo repitió hasta la saciedad. Su evangelio —el gran mensaje— nada tenía que ver con estructuras, tradiciones, dogmas, leyes, primados y demás intermediarios. Todo era simple y fascinante. Su gran revolución fue ésa: mostrar al mundo que Dios no era una idea más o menos abstracta, remota y fiscalizadora. La revelación que justificó su vida decía otra cosa: Dios es un Ab-bā, un Padre. Un Ser amante que sólo pide confianza. En otras palabras: Jesús de Nazaret no predicó, ni propugnó, una religión tradicional. Lo suyo era un estilo de vida. Compartir su ideal —su evangelio— significa entender y aceptar que existe ese Padre y que, en consecuencia, los seres humanos son físicamente hermanos. Este «hallazgo», para quien tiene la fortuna de descubrirlo, cambia radicalmente la brújula del pensamiento. Y el sujeto entra en una nueva y esperanzadora dinámica en la que sólo cuenta la experiencia personal. Es el inicio de una aventura en la que el hombre no dependerá ya de viejas servidumbres. Al buscar a Dios por ese atractivo sendero… Dios ya está con él. Este evangelio, en fin, como insistió el Maestro hasta el aburrimiento, no precisa, pues, de recintos sagrados, libros revelados o venerables depositarios de la verdad.

La advertencia, sin embargo, como refleja la Historia, cayó en saco roto. Ni Pedro, ni Pablo, ni el resto de los primeros cristianos la tuvieron presente. Muy al contrario. Al poco, un engranaje cada vez más jerarquizado y dogmático fue abriéndose paso, monopolizando, condenando y discriminando. Y hoy, esa «maquinaria» —tan ajena a los propósitos del gran rabí de Galilea— continúa controlando y dirigiendo voluntades.

¿Escribir y dejar constancia de la aparición de Jesús a los paganos de Alejandría? ¿Decir al mundo que el evangelio no debía ser confiado exclusivamente a los sacerdotes?

No, aquellos hombres no estaban locos…

Y una vez vaciado mi corazón, continuaré con la «gran estafa».

¿De qué otra forma puedo calificar el ocultamiento sistemático de estas apariciones? Discípulos y evangelistas conocieron la verdad y, no obstante, la silenciaron. ¿No es esto un fraude? De hecho, si examinamos los evangelios, uno descubre con alarma que las únicas «presencias» anotadas por los escritores sagrados fueron protagonizados por los íntimos y algunos seguidores próximos. Naturalmente, todos judíos. Naturalmente, todas manipuladas…

Ejemplos.

Juan, en el capítulo 20, versículos 19 al 30 [47], amén de confundir escenas correspondientes a dos apariciones distintas (la número nueve y la once), insertándolas en una sola, coloca en labios de Jesús unas frases que nunca existieron. Lógicamente tengo dudas. ¿Fue el Zebedeo quien falsificó esas famosas frases? ¿O quizá fue una interpolación posterior? Sea como fuere, lo que aparece claro es que la sentencia en cuestión interesaba a la recién estrenada iglesia.

«A quienes perdonéis los pecados —escribe el evangelista en el referido capítulo—, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos».

La liturgia, el engranaje y el dogmatismo, como decía, avanzaban veloces y era preciso justificar lo que, más adelante, sería conocido como «sacramento de la penitencia». En alguien tenía que reposar el fundamento de tal privilegio y, probablemente, Juan Zebedeo fue elegido como el testigo irrefutable. Y digo que fue «elegido» porque, a la vista de los errores que presenta el mencionado texto, es casi seguro que Juan no pudo ser autor del mismo. Y si lo fue, una de dos: o la memoria le fallaba escandalosamente o manipuló la verdad [48].

¿Errores?

Sí, unos cuantos. Unos fallos que ponen en tela de juicio la autenticidad de todo el pasaje.

Para empezar, en esa aparición, la última de aquel domingo, 9 de abril, el Resucitado no mostró a los íntimos las manos y el costado. Eso ocurrió siete días más tarde (no ocho, como afirma el evangelista).

¿Y de dónde saca el responsable del texto sagrado que el Maestro sopló sobre los discípulos?

El escribano de turno lo confundió todo. El Espíritu de la Verdad, como anunciaría Jesús en muchas de las «presencias», llegó bastantes semanas después y para todos. La verdad es que semejante discriminación resulta sospechosa…

En cuanto a las palabras pronunciadas por el rabí tras el supuesto «soplo», quien conozca mínimamente el estilo del Hijo del Hombre se dará cuenta de que difícilmente podían encajar en su pensamiento y línea de conducta. El evangelio no era eso. La buena nueva, repito, no era propiedad de nadie y nadie ostentaba atribuciones especiales. En la aparición número doce, en Alejandría, lo dejó muy claro: «El Padre me ha enviado para establecer algo que no es propiedad de ninguna raza, nación, ni tampoco de ningún grupo especial de educadores o predicadores».

Concluido el relato sobre la tercera «presencia», en la que el Resucitado reprocha a Tomás su incredulidad, el evangelista se detiene de pronto. Es como si Juan Zebedeo no recordara o no lo hiciera con suficiente precisión. Y salva la situación con una frase en la que reconoce, implícitamente, que hubo más apariciones:

«Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro…».

Interesante.

Él, como el resto, sabía la verdad. Pero…

Más adelante, en el capítulo 21, sucede algo curioso que parece confirmar lo ya referido anteriormente: alguien «metió la mano» en el texto joánico. Alguien no se contentó con lo expuesto por Juan en torno a las apariciones del Maestro y añadió una más [49]. Lo malo es que, al hacerlo, amén de faltar a la verdad, mutilando y deformando las conversaciones de Jesús con sus íntimos en la playa de Saidan [50], no contabilizó las «presencias» narradas por el Zebedeo y, además de la mano, metió la pata…

El «intruso», en el versículo 14 de dicho Epílogo, dice que «ésta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos».

Lástima. Si hubiera tenido la precaución de sumar las apariciones que cita Juan habría comprobado que la añadida por él era la cuarta… A saber: aparición del Maestro a la Magdalena, junto al sepulcro; a los íntimos en el cenáculo y —ocho días después— a la totalidad de los discípulos (incluido Tomás).

Como decía, un relato sesgado, en el que tan sólo se ofrecen las «presencias» de Jesús a los «embajadores del reino» y a María, la de Magdala. En otras palabras: doce testigos. ¿Y qué ocurrió con los otros 1500? ¿Se borraron de la memoria de Juan?

Por supuesto que no…

En cuanto al segundo testimonio evangélico —el de Marcos—, el desbarajuste, manipulación y censura tampoco se quedan cortos.

Echemos un vistazo.

En el capítulo 16, versículos 9 al 20 [51], el evangelista (o quien se encargara de enmendarle la plana) da fe de tres únicas apariciones. Y todas, claro está, a los de siempre: a los íntimos y a la Magdalena. Del resto, ni palabra…

En el texto, además, convenientemente camuflada, se desliza otra falsedad. Los individuos que «iban camino de una aldea», y a quienes se presenta el Resucitado, no eran dos de los apóstoles, como sugiere Marcos, sino Cleofás y Jacobo, unos pastores de Ammaus que, al parecer, conocían las enseñanzas del Maestro.

Lo más grave, sin embargo, se esconde en la tercera y última «presencia». El evangelista —que la identifica con la mal llamada «ascensión»—, sin el menor pudor, «olvida» lo que realmente dijo Jesús en aquella mañana del 18 de abril e inventa con un descaro inaudito…

«El que crea y sea bautizado —pone en boca del rabí—, se salvará; el que no crea, se condenará».

¡Dios de los cielos! ¿Cuándo y dónde pronunció el Maestro una sentencia tan impropia de su amoroso y misericordioso talante?

Creo intuir que Marcos —o quien fuera el artífice de semejante despropósito— supo o escuchó de «algo» que sonaba relativamente parecido. Y lo retorció, ajustándolo a los intereses del momento y de la naciente iglesia. Ese «algo» fueron unas palabras lanzadas el martes, 16 de mayo, en la aparición a los gentiles de Tiro. En dicha ocasión, como se recordará, Jesús manifestó:

«La salvación es un don de Dios, pero los que nacen del espíritu demuestran los frutos inmediatamente, a través del servicio a sus semejantes. Éstos son esos frutos: servicio amoroso, abnegación desinteresada, fidelidad, equilibrio, honradez, permanente esperanza, confianza sin reservas, misericordia, bondad continua, piadosa clemencia y paz sin fin. Si los creyentes no aportan estos frutos en su vida diaria…, ¡están muertos! El Espíritu de la Verdad (no os engañéis) no reside en ellos. Son sarmientos inútiles de una viña viva y, a no tardar, serán podados».

La diferencia es elocuente…

Jesús nunca habló de condenación, ni tampoco de bautismo. Eso fue otra instrumentalización de unos hombres que renunciaron al gran mensaje y que no tuvieron más remedio que defenderse de los múltiples ataques interiores y exteriores.

¿Fidelidad? ¿Honradez? ¿Misericordia? ¿Piadosa clemencia?

Siendo consecuentes con la exposición del Resucitado en Fenicia, ¿dieron los «embajadores del reino» y los evangelistas los frutos señalados por el Maestro? ¿Fueron honrados con la verdad? ¿Se mostraron fieles a lo ocurrido? ¿Era de hombres misericordiosos y clementes una actitud tan severa y radical?

Lo más triste es que esa «invención» siguió galopando a lo largo de la Historia, chantajeando a millones de hombres y mujeres de buena voluntad…

Sí, probablemente, apoyándome en las palabras del Hijo de Dios, fueron ellos los «muertos».

El resto de las afirmaciones de Marcos es pura anécdota.

¿Señales? ¿Cuándo se refirió el Maestro a demonios, lenguas, serpientes y venenos?

No hace falta ser muy despierto para descubrir que sus alocuciones, tras la resurrección, fueron siempre más serias y profundas. El evangelista, en cambio, con una aparatosa «miopía», convierte el magnífico prodigio en un vulgar circo…

Así las cosas, tampoco es de extrañar que los escritores sagrados no hagan una sola mención de las interesantes y puntuales profecías formuladas por el Resucitado en varias de sus «presencias». ¿Es que el anuncio de las persecuciones y de las muertes violentas de su hermano en la carne (Santiago) y del otro Santiago (el Zebedeo) no era importante? ¿Por qué lo ocultaron?

¿Estimaron que una referencia así concedía más relevancia a éstos discípulos que al líder? Puede que, incluso, en este punto, sea yo el equivocado. Quizá veo ya maquinaciones donde nunca las hubo. Pero ¡es que vi tantas…!

Y cerraré esta revisión con un «capítulo» que, personalmente, se me antoja como uno de los más hermosos y esperanzadores de cuantos contiene el amplio episodio de las apariciones. Un «capítulo» —cómo no— igualmente ignorado por los evangelistas…

Si la memoria y mis notas no fallan, es en la primera «presencia», en la número once, en la trece y también en la dieciséis, cuando el Resucitado habla con claridad de «otras formas de vida, existentes, después de la muerte».

Tanto mi hermano como quien esto escribe lo repasamos y discutimos hasta la saciedad.

En la primera, cuando la de Magdala trata de abrazar al rabí, éste la frena sin contemplaciones:

«No soy el que has conocido en la carne».

Poco después, el domingo, 16 de abril, al presentarse en el cenáculo en medio de los once, Jesús, dirigiéndose al incrédulo Tomás, dice:

«A pesar de que no veas ninguna señal de clavos, ya que ahora vivo bajo una forma que tú también tendrás cuando dejes este mundo…».

Cinco días más tarde, en la playa de Saidan [«presencia» número trece], al conversar con los íntimos, es igualmente preciso:

«Estaré poco tiempo en mi actual forma, antes de ir con el Padre… Cuando hayáis acabado en este mundo —Jesús levantó el rostro hacia el azul de cielo— tengo otros mejores, donde trabajaréis también para mí. En esta obra, en este y otros mundos, trabajaré con vosotros…».

Por último, el 5 de mayo, de nuevo ante los íntimos y setenta seguidores, en la casa de Nicodemo, hace otro anuncio singular:

«Ahora, aquí, estáis compartiendo la realidad de mi resurrección. Pero esto no tiene nada de extraño. Yo tengo el poder para sacrificar mi vida…, y para recuperarla. Es el Padre quien me otorga ese poder… Más que por eso, vuestros corazones deberían estremecerse por la realidad de esos muertos de una época que han emprendido la ascensión eterna poco después de que yo abandonara la tumba de José de Arimatea…».

Quedamos sobrecogidos.

Jesús de Nazaret jamás mintió. Nunca inventó. Cuanto dijo se cumplió…, o está por cumplir. ¿Por qué íbamos a dudar de unas palabras que garantizan otra forma de vida después de la muerte? Teníamos, además, ciertas pruebas. Amén de haber visto y tocado aquel «cuerpo glorioso» —la definición me parece excelente—, nuestros sistemas lo analizaron…, hasta donde fue posible [52]. Era físico, sí, aunque de una naturaleza desconocida.

«… Ahora vivo bajo una forma que tú también tendrás cuando dejes este mundo…».

Ésa era la clave. En esas palabras a Tomás está contenido el gran chorro de oxígeno. La categórica afirmación no deja lugar a dudas: después de la muerte hay vida.

En mi opinión, he aquí uno de los mensajes más extraordinarios y gratificantes que haya podido recibir el siempre temeroso ser humano. Y hoy, mientras pongo en orden estos recuerdos, nada puede convencerme de lo contrario. Al morir, un «cuerpo» similar al que vimos y estudiamos nos aguarda a todos. ¡A todos!

Naturalmente, le dimos muchas vueltas. Y llegamos a conclusiones. Pobres, lo sé, pero conclusiones…

Por ejemplo:

A la vista de lo ocurrido en las tres primeras «presencias», en las que la «forma física» del Resucitado presentaba «anomalías», cabe la posibilidad de que ese recién estrenado «soporte corporal» (las palabras me entorpecen) deba experimentar una serie de sucesivos y necesarios cambios en su formación. ¿Explicaría esto la advertencia de Jesús a la Magdalena? ¿Qué habría sucedido si la mujer lo hubiera tocado?

Las siguientes, en las que el Maestro aparecía ya con un «cuerpo» aparentemente normal, vendrían quizá a confirmar este supuesto. El misterioso «cuerpo» —la «forma» de la que habló el rabí— se hallaría entonces definitivamente constituido. Un «cuerpo» capaz de atravesar muros, que no precisa de aparatos circulatorio, respiratorio y digestivo y que tiene la facultad de materializarse y desmaterializarse a voluntad.

Un sueño, sí. Algo difícil de aceptar por un científico…

Pero Él lo dijo…, y lo hizo.

Eliseo llegaría también a otra supuesta conclusión.

Ajustándose a lo anunciado por Jesús —«cuando hayáis acabado en este mundo tengo otros mejores, donde trabajaréis también para mí»—, audaz e imaginativo, esgrimió lo siguiente:

—Es posible que, tras la muerte, provistos de esa «nueva forma corporal», seamos transportados y ubicados en «otros mundos mejores que el nuestro», en los que debamos seguir actuando y aprendiendo.

Y entusiasmado —el término más exacto sería «esperanzado»—, formuló una hipótesis que me encanta:

Para mi hermano, ese «cuerpo glorioso» podría ser «MAT-1». Así lo bautizó.

¿Y qué entendía por «MAT-1»?

«Materia» física, aunque desconocida para nuestra Ciencia, a un cincuenta por ciento. Es decir, un «cuerpo» integrado por elementos tangibles y medibles (a un 50 por ciento) y por una «sustancia» más sutil (también al 50 por ciento) que, simplificando peligrosamente, podríamos definir como «espiritual». De ahí que no lo considerase «MATERIA», sino «MAT». En cuanto al «1», he aquí el curioso e indemostrable razonamiento: si lo que llevábamos visto y oído, y lo que nos aguardaba en el tercer «salto», era correcto, tras la muerte nos espera un largo recorrido. El Maestro lo repitió hasta la saciedad. Pues bien, según Eliseo, nada más despertar del «sueño» de la muerte, uno recibe el nuevo «cuerpo» («MAT-1»). Y con él debe «vivir» y prosperar durante un «tiempo». (El hipotético lector de estas memorias comprenderá que las palabras no son mi mejor aliado). Una vez satisfecha esa etapa inicial, el porcentaje de «materia» quedaría reducido, aumentando, en cambio, el de la «sustancia» más liviana. Y el ser gozaría entonces de un «cuerpo» «MAT-2». El supuesto proceso continuaría con las sucesivas «adquisiciones» de «cuerpos» cada vez menos densos y mucho más «espirituales». En otras palabras: a cada salto «evolutivo», el nuevo «hombre» recibiría una «estructura» «MAT-3», «MAT-4», «MAT-5», etc. Y puede que llegue el instante en que esa inteligencia —en el casi infinito camino hacia el Padre— no precise ya de «soporte» físico alguno, transformándose en una entidad absolutamente «espiritual». Quizá, a juzgar por las enseñanzas del Hijo del Hombre, el verdadero objetivo de todos los que han sido, somos, y serán primero pura MATERIA. Obviamente, para alcanzar ese estado ideal, donde la criatura no se vea limitada por las torpes y groseras estructuras materiales, es básico y primordial que entendamos el por qué de ese orden cósmico. Pero, como insinuaba Eliseo, dicha comprensión sólo será una realidad bien cimentada…, «al otro lado». Aquí, de momento, nos basta y nos sobra con la confianza. El cerebro no da para más…

La hermosa teoría encajaba también con «algo» que, poco a poco, fuimos aprendiendo del rabí de Galilea: el Padre, siempre misericordioso, sabio y «económico», nunca actúa bruscamente. Pasar de un cuerpo como el que conocemos a una «forma espiritual» podría suponer un choque, quizá un trauma, nada aconsejable. De la misma manera que un bebé no salta de pronto a la madurez, así entiendo que ocurre «al otro lado». Todo es gradual, sereno, lógico y natural. Y no son palabras mías, sino de Él.

Esto, en fin, justificaría los famosos «MAT» de mi imaginativo hermano. ¿O no eran imaginaciones?

Por supuesto, al reflexionar sobre estas cuestiones, nos asaltó un tropel de interrogantes:

¿Significaba todo esto que el ser humano es inmortal? ¿Y qué sucede con la muerte? ¿Se prueba una vez o hay que morir en cada cambio de «forma»? ¿Por qué hablaba el Maestro de «trabajar» en esos otros mundos? ¿A qué «trabajos» se refería? ¿Qué quiso decir con lo de «esos muertos de una época que habían emprendido la ascensión después de su resurrección»?

Y las respuestas llegaron. Claro que llegaron…, aunque en su momento.

¿Debo contenerme y esperar?

Intuyo que es lo mejor. Sin embargo, hay «algo» que puja por salir. Y no lo retendré. Sé que para el hipotético lector puede ser tan urgente como esclarecedor.

Sí, mi hermano tenía razón…, en parte. Cuando Eliseo interrogó al Maestro sobre la teoría sobre los «MAT», Jesús, sonriendo feliz, le dio a entender que no andaba muy descaminado…

Dicho queda.

«Quien tenga oídos…».