DEL 30 DE ABRIL AL 3 DE MAYO
Al concluir los estudios tuvimos que reconocer que quizá estábamos invadiendo unos sagrados dominios que no eran de nuestra competencia. Estas y otras «lecciones» similares servirían para rebajar el engreimiento intelectual y científico de quien esto escribe a su justo lugar; es decir, prácticamente a cero.
Desde entonces aprendimos a contemplar el inmenso poder de aquel Hombre con humildad y respeto.
Pero sigamos adelante en esta apasionante aventura. Una aventura que apenas arrancaba…
Decía también que buena parte de aquel sábado, 29 de abril del año 30 de nuestra era, fue consumida en el repaso a la obligada exploración del paraje en el que, necesariamente, se posaría la nave, de cara al ya próximo e intrigante tercer «salto» en el tiempo.
A la mañana siguiente, domingo, inauguramos dicha exploración con una fase que podríamos calificar de tanteo, en la que los «ojos de Curtiss» y el material filmado en el sobrevuelo del lago jugarían un papel esencial.
El nuevo asentamiento —al que denominaré desde ahora «base-madre-tres» («BM-3»)— debía reunir una serie de importantes requisitos. Primero y fundamental: unas condiciones mínimas de seguridad. El «punto de contacto» tenía que ser un lugar aislado, no frecuentado por hombres y animales y, al mismo tiempo, que permitiera un rápido desplazamiento a las poblaciones del lago, presumiblemente frecuentadas por el rabí de Galilea durante su vida de predicación.
Por otra parte, la escasez de combustible nos forzaba a un vuelo corto. (Tras el último periplo sobre el yam, en el que fueron quemadas casi dos toneladas, la disponibilidad era de un 47,5 por ciento. Es decir, lo justo para retornar a Masada). Era necesario, por tanto, que «BM-3» se hallara a escasa distancia de la colina de las Bienaventuranzas.
Y durante horas evaluamos las diferentes alternativas. Los estudios cartográficos desarrollados en el mencionado sobrevuelo y las informaciones recogidas por los «ojos de Curtiss» y este explorador resultarían determinantes. Quiero destacar en este sentido las valiosas noticias aportadas por Zebedeo padre en torno, sobre todo, a dos hechos que nos preocupaban especialmente: el bandidaje y los cazadores de palomas en el macizo que, en principio, fue designado como «candidato» número uno. Este promontorio —el monte o har Arbel—, asomado a la orilla occidental del yam, con una altitud de 181 metros sobre el nivel del Mediterráneo [35], presentaba las condiciones ideales: una cumbre despejada, rocosa y sin vegetación y un acceso relativamente cómodo a ciudades como Tiberíades (a casi cuatro kilómetros), Migdal (a uno y medio), Nahum (a nueve) y Saidan (a catorce, aproximadamente).
El tentador emplazamiento, sin embargo, se vino abajo. El primer inconveniente, como ya relaté, fue avistado en el viaje a Nazaret, al atravesar el wadi Hamâm. Este desfiladero —del que formaba parte el har Arbel— aparecía sembrado en su cara norte de una abundante cordelería que se precipitaba desde la cumbre hacia una nutrida colección de cuevas existente en dicha pared. Y las iniciales informaciones, proporcionadas por Juan Zebedeo en aquel accidentado viaje, serían ratificadas y ampliadas en la playa de Saidan por el padre del discípulo. Estas cavernas, en efecto, seguían constituyendo un inmejorable refugio para toda clase de ladrones, esclavos huidos, desheredados de la fortuna, «sicarios» y zelotas procedentes de las partidas que se levantaban regularmente contra el poder de Roma. A pesar de la «limpieza» practicada por el rey Herodes el Grande en el año 39 a. de C. [36], tomando al asalto dichas grutas, con el paso del tiempo nuevas remesas de asesinos y rebeldes habían vuelto a ocuparlas. Y era frecuente verlos escalar o descender por las citadas maromas, emprendiendo toda suerte de fechorías en la soledad del desfiladero de las Palomas. Las recompensas ofrecidas por sus cabezas no servían de gran cosa. La población de las inmediaciones, aterrorizada, era incapaz de hacer frente a aquellos desalmados. Tampoco el patrullaje de las unidades romanas destacadas en la región resultaba efectivo. Entre otras razones —según el Zebedeo— porque algunos de los oficiales y suboficiales se hallaban compinchados con los jefes de estas partidas, percibiendo sabrosas comisiones sobre los botines arrebatados a los viajeros. Sólo cuando la alarma llegaba a límites insoportables, el gobernador de Cesarea o el tetrarca Antipas tomaban cartas en el asunto, procediendo con operaciones más drásticas y contundentes. Pero, al poco, como una maldición, otras bandas venían a reemplazar a las exterminadas o cautivas, convirtiendo de nuevo el reseco wadi en un paradójico «río» de sangre. Verdaderamente, a la vista de este siniestro panorama, tuve que reconocer que la suerte (?) nos acompañó en aquella travesía con la Señora, Juan Zebedeo y el «oso» de Caná.
A esta comprometida situación había que sumar un segundo problema: los cazadores de tórtolas y palomas torcaces que recorrían el har Arbel día y noche, armados con sus tradicionales redes-trampa. Estos individuos —vecinos de Migdal y Tiberíades fundamentalmente— desempeñaban además el papel de «espías» y «correos» de unos y otros. Es decir, de los bandoleros y de los corruptos centuriones y optios. A cambio de este «servicio» podían moverse con libertad por el macizo y sus acantilados.
Y el apetecible Arbel tuvo que ser descartado definitivamente.
Y tras un minucioso y tenaz examen de la zona —en el que colaboraron eficazmente los seis «ojos de Curtiss» disponibles [37]—, de común acuerdo, Eliseo y quien esto escribe nos decidimos por un segundo «candidato», ubicado a tres kilómetros y medio del conflictivo desfiladero. Se trataba de otro espectacular peñasco, de ciento treinta y ocho metros de altitud, con un perfil y características muy similares a los del Arbel. Recibía el nombre de Ravid, hallándose a unos ocho kilómetros en línea recta de la «base-madre-dos».
Los informes de los sucesivos «ojos de Curtiss» destacados en la vertical de este har fueron animándonos progresivamente: estábamos ante un macizo pelado, con una curiosa forma de «barco» cuya «proa» apuntaba hacia el sudeste (en dirección al lago). Las dimensiones se nos antojaron perfectas: alrededor de dos mil trescientos metros de «proa a popa» (siguiendo el eje longitudinal del supuesto «buque» o «zapato») y otros doscientos en el punto más ancho. La cima aparecía dividida en dos partes claramente diferenciadas: la de «proa» formaba un triángulo equilátero cuya base venía a coincidir con la referida anchura máxima (200 m). A partir de ahí, el Ravid se inclinaba hacia el noroeste, en una suave rampa que moría en las estribaciones de los montes de Galilea. Pronunciados acantilados constituían las «amuras» del gran espolón o plataforma triangular. Estas paredes verticales —entre 100 y 131 metros de altura— hacían prácticamente inaccesible lo que he dado en llamar la «proa» del Ravid.
Abajo, por la izquierda (la banda de babor) de lo que empezamos a denominar también como el «portaaviones», corría negro y estrecho el camino que unía Migdal con la lejana ciudad de Maghar, al noroeste. El abrupto cortado existente en este flanco terminaba reuniéndose con el sendero, en una cota «cero», al final de la mencionada pendiente de dos kilómetros y 127 metros.
Por estribor, en cambio, aunque el acantilado iba perdiendo igualmente altura, hasta situarse en cuarenta metros, el «portaaviones» conservaba su providencial inaccesibilidad. Una breve vaguada lo fundía con una modesta cadena montañosa cuyas altitudes oscilaban entre 213 y 121 metros. Estos picos, escasamente arbolados, no arrojaron indicio alguno de asentamientos humanos.
Y durante tres días, las eficaces esferas de acero de 2,19 centímetros de diámetro «peinaron» el «portaaviones» y un amplio radio, suministrando imágenes e infinidad de datos sobre la naturaleza geológica del terreno, flora, fauna, condiciones meteorológicas, movimiento de hombres y caravanas, distancias, puntos considerados estratégicos, rutas alternativas para los ascensos y descensos y configuración y diseño de las posibles áreas de aterrizaje y de las necesarias medidas de seguridad que deberían protegernos.
Y el Ravid, previa y exhaustiva evaluación del ordenador central, fue estimado finalmente como el paraje idóneo.
Aquella masa pétrea —integrada por rocas calizas y dolomíticas del Cretácico Superior y del Eoceno, con residuos basálticos en la cima— aparecía como un lugar solitario, barrido por los vientos y sin un solo sendero que se atreviera a penetrar en la cumbre. Según nuestras investigaciones, allí no había nada que pudiera reclamar el interés de los moradores de la comarca. La escasa tierra rojiza que despuntaba entre las erosionadas agujas rocosas —aunque fértil— resultaba impracticable. La cima, como digo, convertida en un «mar» de piedra, no permitía un solo cultivo medianamente rentable. Tampoco el ganado de Migdal, Tiberíades y Guinosar (las ciudades más cercanas) se arriesgaba a pisar aquellas latitudes, pobladas únicamente por serpientes, escorpiones y por una curiosa «familia» subterránea que, dicho sea de paso, prestaría un impagable servicio a estos exploradores.
El único atractivo —de dudosa rentabilidad comercial— que acertamos a descubrir entre el «oleaje» de las blancas calizas y los negros basaltos lo formaba un heroico batallón de arbustos y cardos entre los que identificamos el Thymbra spicata (de la familia de la menta), la Centaurea eryngioides (del grupo de las margaritas), la Centaurea iberica, los también cardos sirio y lechero, la Gundelia de Tournefort (de raíz gruesa y comestible), el Teucrium creticum (de altos tallos), el Echinops adenocaulus y las impresionantes Iris, unas plantas no menos valientes de hermosísimas flores violetas [38].
Naturalmente, por un elemental sentido de la prudencia, las siguientes fases de la exploración fueron practicadas por estos pilotos directamente «sobre el terreno». El lunes, 1 de mayo, le correspondió el turno a quien esto escribe. En la jornada del martes —con un conocimiento más exacto y preciso del Ravid y su entorno— repetimos la incursión. Esta vez tuve la alegría de verme acompañado por Eliseo. Y su habitual perspicacia resultó de gran utilidad a la hora de materializar los cinturones de seguridad que deberían rodear a la «cuna».
Merced a las meticulosas imágenes y mediciones tomadas por los «ojos de Curtiss», el camino de ida, desde la «base-madre-dos» a la «popa» del Ravid (el final de la suave pendiente), fue resuelto sin incidentes y en un tiempo récord: ocho kilómetros y medio en unas dos horas.
De acuerdo a las observaciones previas, la ruta elegida para el ingreso en el «portaaviones» discurría por la cómoda «vía maris» durante los primeros cinco kilómetros, cruzando el vergel y los molinos de Tabja, el puente sobre el río Ammud y el lujurioso jardín de Guinosar. Al alcanzar el segundo río importante de dicha costa occidental del yam —el Zalmon—, límite para la conexión auditiva, nuestro particular «camino» torcía a la derecha, adentrándose hacia el oeste. Con el fin de evitar en lo posible futuros problemas y suspicacias entre los caminantes decidimos prescindir del paso por la ciudad de Migdal, situada a un kilómetro de la desembocadura del mencionado Zalmon. De haber rodeado dicha población hubiéramos podido acceder al sendero que marchaba hacia Maghar, acortando la distancia al Ravid. Pero, como digo, por prudencia, optamos por una senda alejada de las carreteras habituales. Dicha «senda» corría paralela al generoso cauce del Zalmon, desafiando la cerrada «jungla» que prosperaba en su margen izquierda. El obligado avance por esta orilla del río —erizada de altas espadañas, papiros, venenosas adelfas, juncos de laguna y los míticos «aravah» o sauces de diminutas y verdosas flores— nos inclinó a reforzar una de las ya habituales medidas de seguridad: la «piel de serpiente». Y no nos equivocamos. Aquel trecho, al igual que otras áreas pantanosas por las que nos vimos forzados a caminar, encerraba un permanente y peligroso riesgo: los numerosos insectos transmisores de enfermedades como el paludismo, la fiebre amarilla, filariasis, oncocercosis, dengue, leishmaniasis, tifus y tripanosomiasis, entre otras. Tal y como pudimos observar en las frecuentes caminatas por aquella «jungla» del Zalmon, las colonias de Anopheles —el mosquito responsable de la malaria o paludismo— iban prosperando con la primavera y las altas temperaturas. No podíamos arriesgarnos a contraer una de estas graves dolencias. Y aunque fuimos vacunados convenientemente y respetábamos las periódicas dosis de fármacos antiinfecciosos [39], hicimos bien en extender la protección de la referida «piel de serpiente» a la totalidad del rostro, cuello, manos y piernas [40].
A tres kilómetros del puente, en una amplia y casi perfecta curva de doscientos metros, el río se ensanchaba considerablemente, ofreciendo una serie de vados que permitía un cómodo paso. Aquella curva —conocida entre nosotros como la «herradura»— era el final de lo que designamos igualmente como la «jungla», el tramo más laborioso y comprometido en el referido camino hacia el Ravid. Quinientos metros más allá (en dirección sudoeste), tras cruzar unas incultas cañadas de poco más de cincuenta metros de profundidad, el explorador arribaba al fin al camino de tierra negra y esponjosa que se perdía hacia Maghar. Aquella ruta, desestimada como digo para acceder al «portaaviones», nos situaba en Migdal en cuestión de veinte minutos (alrededor de dos kilómetros). Pero sólo sería utilizada en los descensos. Para el retorno a la colina de las Bienaventuranzas decidimos suprimir los tres kilómetros de «jungla», abordando la «vía maris» por esta carretera que, repito, llevaba a Migdal y Maghar, respectivamente. Una vez «instalados» en el Ravid —salvo emergencias—, los caminos de ida y vuelta quedarían fijados tal y como estoy explicando: el ingreso en la nave, siempre por la «jungla». El descenso hacia el lago, por la negra senda que bordeaba el acantilado izquierdo del «portaaviones».
Salvadas, pues, las cañadas que separaban la «herradura» de la ruta Migdal-Maghar, el explorador se encontraba con la «popa» del Ravid. En aquel punto, como decía, las agresivas paredes del costado de «babor» perdían toda su altura, fundiéndose con la cota del sendero. Bastaba cruzarlo para entrar en «nuestros dominios».
Principales poblaciones del «yam» o mar de Galilea en el tiempo de Jesús (costa norte y noroccidental). Con línea de trazos, las rutas habituales seguidas por el mayor. Distancias aproximadas: de Nahum (Cafarnaúm) a Saidan (Bet Saida), 5,5 km. De Nahum a Migdal, 7,5 km. De Migdal a Tiberíades, 4 km. Del har o monte Ravid a Migdal (por el camino de Maghar), 2 km. De la desembocadura del Zalmon a la base del Ravid, 3,5 km.
Y tras cerciorarme de la soledad del camino, ataqué la rampa (de unos seis grados) que debía colocarme en la suave pendiente, de algo más de dos mil metros, que conducía a la «proa» del Ravid. Esa rampa, de unos cincuenta metros, constituía el sector más «débil» en lo que a seguridad se refiere. La situación del explorador era real mente comprometida. En dicho tramo nos hallábamos expuestos a las miradas de los posibles viajeros que marchasen en una u otra dirección. El problema no tenía solución. No había forma de camuflarse en aquellos malditos cincuenta pasos. La única alternativa era la ya practicada por quien esto escribe: sencillamente, esperar a que la ruta apareciese desierta.
Al dejar atrás la «zona muerta», el terreno recuperaba cierta horizontalidad y el caminante quedaba a salvo de las miradas indiscretas. A partir de ese momento centré la atención en las referencias que ya habíamos detectado desde el aire y que nos servirían de orientación en los futuros ascensos y descensos.
La primera de estas «marcas» —casi en el centro de la «popa» del «portaaviones» (a unos cien metros de la «zona muerta»)— resultaría especialmente útil. En plena planicie, como un capricho de la Naturaleza, se alzaba un solitario y singular árbol. El único en toda la masa del Ravid: un voluntarioso manzano de Sodoma (un Calatropis procera), misteriosamente desterrado de su hábitat natural. Esta peculiar planta, que gusta de los oasis, crece habitualmente en el mar Muerto y en el bajo Jordán. Lo más probable es que la semilla, plana y dotada de un penacho, hubiera sido transportada por el viento o por las aves. La cuestión es que, «milagrosamente» y para nuestro beneficio, aquel extraño ejemplar bíblico cantado por Josefo había arraigado en mitad de una pendiente reseca y sembrada de cantos volcánicos y calizos. Y nos alegramos por un doble motivo. Primero, porque, como digo, constituía una magnífica «señal». En segundo lugar porque su presencia mantendría alejados a los judíos. Este tipo de árbol simbolizaba el mal y la condenación de Sodoma y Gomorra, siendo evitado generalmente por los israelitas. Su fruto estaba maldito. La actitud del pueblo judío hacia el manzano de Sodoma aparece perfectamente dibujada en una de las obras del referido Flavio Josefo (La guerra de los judíos, IV, 8-4). En ella escribe textualmente: «Así como las cenizas de sus frutos, que tienen un color apetitoso, pero si se estrujan con la mano se vuelven humo y cenizas». Dicho fruto, en efecto, se desarrolla rápidamente formando dos cuerpos globulares parecidos a una manzana, de siete a diez centímetros de diámetro, sin carne, lleno de pelos y con un jugo venenoso. También las ramas destilan un licor lechoso que produce irritación al contacto.
Aquel espléndido ejemplar alcanzaba una altura de casi cuatro metros, con una envergadura de diez y un ramaje espeso, trenzado horizontalmente y cuajado de gruesas hojas de hasta veinte centímetros y miles de flores plateadas con las puntas de los lóbulos en un brillante morado. En el tronco descubrí unas letras, en griego. Se hallaban muy deterioradas. Parecía como si las hubieran grabado a cuchillo, o a fuego. Pensé en algún enamorado y no presté mayor atención.
El día acababa de echar a andar (serían aproximadamente las nueve) y el calor era ya sofocante. Y tras lanzar una detenida ojeada a la larga pendiente que se abría ante mí proseguí por el centro del «portaaviones». El terreno, como ya sabíamos, inculto y atormentado, se hallaba conquistado por una caliza cuarteada, enrojecida y oxidada, y un basalto negro y desintegrado que crujía bajo las sandalias.
A buen paso, los dos mil metros de dulce ascenso hacia la «proa» del Ravid fueron satisfechos en algo menos de treinta minutos.
Y al fin pude enfrentarme a la plataforma rocosa que nos acogería durante un dilatado periodo de tiempo.
En principio —tal y como comprobamos en la fase de tanteo—, el lugar me pareció espléndido.
En la base del triángulo equilátero que formaba dicha «proa» permanecían los restos de una muralla, al parecer de origen romano. Este informe montón de piedras azules ocupaba la totalidad de la base (doscientos metros), estableciendo una clara división entre las dos áreas de la cima: la pendiente que acababa de superar y el triángulo que recibiría a la «cuna» en cuestión de horas.
Lo recorrí con detenimiento, explorando cada metro cuadrado. Pero sólo encontré esporádicos corros de cardos y arbustos y el rápido y huidizo zigzagueo de serpientes y lagartos.
A juzgar por el trazado y la orientación, aquellas ruinas pudieron constituir un sistema defensivo destinado a la vigilancia de la mencionada ruta entre Migdal y Maghar. Según nuestras informaciones y las proporcionadas por Zebedeo padre, la muralla-fortín se remontaba a la época de Pompeyo (año 63 a. de C.), o quizá a la de la campaña de Herodes el Grande en Galilea (año 40 a. de C.).
Entre los escombros —que no superaban el metro y medio de altura por cinco de fondo— se adivinaban cinco torres, intercaladas cada cuarenta metros. El lugar, evidentemente, llevaba muchas décadas abandonado. Y al estudiar la posición y derrame de los bloques deduje que la destrucción tuvo que ser provocada por algún fuerte seísmo. En el año 35 a. de C. —según narra Josefo en su obra La guerra de los judíos, I, capítulo XIV— se registró en el país un «temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres…».
Por más que me entretuve no conseguí hallar un solo vestigio de las guarniciones. Y procedí a la inspección de la última zona: la «proa» del Ravid.
La plataforma triangular, con sus doscientos metros de lado, aparecía más intensamente castigada por el «mar» de rocas que su «hermana», la pendiente de dos kilómetros que la precedía. Caminar por aquel espolón significaba sortear de continuo todo un «arrecife» de blancas agujas calizas, afiladas por los elementos y agrietadas por las oscilaciones térmicas. La mayor parte de estas formaciones pétreas no rebasaba los cuarenta o cincuenta centímetros de altura. Y a pesar de la aparente hostilidad del paisaje me sentí reconfortado por la sencilla y «funcional» belleza de lo que, en breve, sería nuestro «hogar». Entre un roqueño sombreado por un sol sin prisas, disputándose los escasos calveros de tierra roja, florecía una intrépida familia de cardos perennes (la mencionada Gundelia de Tournefort) que humanizaba el rostro azul y acerado de las piedras con el amarillo rasante de sus diminutas florecillas.
Y lentamente, absorbiendo cada detalle, cada rincón y cada roca, fui aproximándome al vértice del Ravid.
Al principio, nervioso y aturdido, en mi afán por redondear la información suministrada por los «ojos de Curtiss», no reparé en aquellos montoncitos de tierra finamente triturada.
Y al asomarme a la «proa» del «portaaviones» —cumpliendo lo programado— dirigí el cayado hacia el nordeste y advertí a Eliseo, vía láser, del éxito de la ascensión.
Desde aquella magnífica atalaya el panorama era sencillamente soberbio. Una Migdal en miniatura, prácticamente enfrente, soleada y desconocida, se destacaba como la población más cercana. Las entradas y salidas a la ciudad, así como buena parte de la calzada romana (la «vía maris»), podían ser «controladas» con una estimable precisión. Y más allá, hacia el norte, se perfilaba limpia y majestuosa la costa occidental del lago, con las firmas blancas de sus núcleos urbanos. En aquella radiante y luminosa mañana se distinguían, incluso, el negro caos de Saidan —a doce kilómetros en línea recta— y la habitual reunión de lanchas en la bahía de la Betijá. Pero hubo algo que me inquietó. Algo que ya habíamos detectado y que, no obstante, no evaluamos suficientemente. A mis pies, pegada al camino de escoria volcánica que bordeaba el flanco izquierdo del Ravid, en una extensión de medio kilómetro, apuntaba una verde y floreciente plantación, con un confuso mosaico de huertos y estrechas manchas de frutales y palmeras. Esta franja de tierra, que arrancaba en la cara oeste de Migdal, prolongándose, como digo, en un espacio de quinientos metros y por la orilla derecha de la carretera que llevaba a Maghar, podía presentarse como uno de los escasos e hipotéticos «focos de conflicto». Entre los huertos y frutales se distinguían unas quince cabañas que, presumiblemente, constituían los depósitos de los aperos de labranza. Poco a poco, en efecto, iríamos descubriendo que los propietarios y arrendatarios de aquellas parcelas eran vecinos de Migdal y de los restantes poblados costeros. Y aunque la «zona muerta» (el punto de ingreso al «portaaviones») se hallaba a kilómetro y medio de dicha «plantación» —así bautizamos el vergel—, la verdad es que la relativa proximidad nos quitó el sueño durante las primeras semanas. Y prometí ocuparme de la «plantación» en el viaje de retorno al módulo.
La inspección de los acantilados —hasta donde acerté a llegar con la vista— fue satisfactoria. Las minuciosas imágenes transmitidas por los «ojos» eran correctas. Las paredes, a derecha e izquierda del triángulo, en caída vertical, resultaban prácticamente inaccesibles. Aquellos cien y ciento treinta y un metros representaban la mejor de las barreras contra un muy poco probable ataque. Intentar escalar semejantes cortados hubiera sido una labor casi suicida.
Y durante el resto de la mañana, hasta la puntual avenida del maarabit, quien esto escribe se afanó en el último de los exámenes: la zona específica de «contacto». Completé las mediciones y, sonriendo para mis adentros, tuve que reconocer la eficacia de «Santa Claus». Sus cálculos, una vez más, eran perfectos. La nave, considerando siempre la seguridad como el factor prioritario, debería posarse lo más cerca posible del vértice del Ravid. El lugar, erizado de rocas de escaso porte, no suponía un obstáculo para los pies extensibles y telescópicos del módulo. Otra cuestión —enteramente secundaria— era la comodidad de los pilotos a la hora de subir o bajar de la «cuna».
Marqué los posibles e ideales puntos para la toma de contacto del tren de aterrizaje y —según lo acordado—, valiéndome del láser de gas, desintegré la caliza, allanándola. De esta forma, si todo marchaba correctamente, el asentamiento sería más cómodo. Desde el aire, como verificaríamos esa misma tarde con el lanzamiento de un nuevo «ojo de Curtiss», los cuatro círculos —de un metro de diámetro— se presentaban como una excelente ayuda en los postreros instantes de la aproximación.
La nave, si el vuelo discurría con normalidad, quedaría estacionada a seis metros del mencionado vértice. En esta posición, tanto las medidas habituales de seguridad como las «extras», previstas inicialmente para «cubrir» la totalidad de la pendiente, disfrutarían de un radio de acción lo suficientemente desahogado como para protegernos casi a un ciento por ciento.
Y hacia las doce, un silbante maarabit me previno. Era el momento de iniciar el descenso. Advertí a Eliseo de mis intenciones y me dispuse a salvar los 173 metros existentes entre el vértice y la «muralla». Fue entonces, al esquivar una de las agujas rocosas, cuando lo vi. Aquello, en efecto, pasó inadvertido en los análisis de las imágenes aéreas. Me incliné intrigado.
¡Qué demonios…!
Al socaire de uno de los macizos de «gundelias» se levantaba un montículo de tierra rojiza, delicadamente triturada, que no alcanzaría más allá de los treinta centímetros de altura. El «volcán» presentaba junto a la base un orificio de unos siete centímetros de diámetro. Tomé un puñado del cuasipolvo. Se hallaba seco, sin rastro de excrementos.
¿Topos?
Francamente, me extrañó en aquel peñasco desértico, con un subsuelo de especial dureza y presumiblemente huérfano de la dieta habitual de estos insectívoros: gusanos, insectos y pequeños invertebrados.
Y al recorrer de nuevo la plataforma triangular descubrí la presencia de, al menos, una decena más de aquellos misteriosos conos y sus correspondientes agujeros, casi siempre al amparo de las familias de las espinosas «gundelias». Crucé sobre los escombros de la «muralla» y, por puro instinto, fui «peinando» la pendiente, comprobando cómo buena parte de la misma aparecía igualmente perforada. No conseguí establecer orden alguno entre los «volcanes». Surgían aquí y allá, con un único denominador común: todos habían sido practicados en las proximidades de los cardos y arbustos. Para ser riguroso, a la sombra de las plantas de raíces gruesas y comestibles. En total, desde el vértice del triángulo hasta casi la mitad de dicha pendiente, llegué a contabilizar cuarenta orificios con sus inseparables «volcanes». Y conforme descendí hacia el manzano de Sodoma, conos y agujeros fueron remitiendo hasta desaparecer a unos 1200 metros del mencionado vértice del Ravid. Allí, sospechosamente, cardos y arbustos se extinguían igualmente, sofocados por una rebelde caliza y un río de escoria volcánica.
Y concentrándome en el viaje de regreso olvidé por el momento a los desconocidos «vecinos» de la cumbre del «portaaviones». Tendríamos que esperar al asentamiento de la «cuna» para identificar a la insólita colonia que bullía en el subsuelo. Un descubrimiento al que fui ajeno y que sería aprovechado por Eliseo para proporcionarme uno de los mayores sustos de mi vida.
La «zona muerta», gracias al cielo, fue superada sin novedad. Y saltando al camino «inauguré» la ruta de retorno. Aquellos dos kilómetros, hasta las afueras de Migdal, los cubrí prácticamente en solitario.
Y al llegar a la altura de la «plantación» aminoré la marcha, procurando retener un máximo de detalles. Se trataba, efectivamente, de un rico y floreciente vergel, ganado no sin esfuerzo a un áspero montículo de 54 metros de altitud. En terrazas escalonadas, los tenaces felah habían sacado adelante un pequeño ejército de almendros, higueras, olivos, algarrobos, alfóncigos, manzanos de Siria y palmeras datileras. Y entre las masas de frutales, huertos, casi de juguete, esmeradamente cercados y protegidos por las espinosas «pimpinelas». Allí se daba de todo: desde el suculento hatzir (puerro), hasta el shmim (ajo), pasando por una gruesa variedad de adashim (lenteja), un carnoso hamitz (garbanzo), la polémica pol (haba) y una increíble betzalim (cebolla) de hasta veinte centímetros de diámetro. Sin saberlo, estaba desfilando ante la que sería una de nuestras principales fuentes de abastecimiento de frutas y verduras.
Algunos campesinos desafiaban el calor, trajinando entre las hortalizas o extrayendo agua de los dos pozos que acerté a distinguir entre la espesura. Otros, menos dispuestos, dormitaban a las puertas de las chozas de adobe y techos de palma.
Supongo que me vieron pasar. Sin embargo, ninguno prestó excesiva atención. Tal y como imaginaba, aquella reducida concentración de campesinos constituía un lejano pero potencial peligro.
Y de pronto, cuando me hallaba hacia la mitad de la «plantación», reparé en una serie de cultivos que no había observado en mis correrías anteriores. Pensé que estaba equivocado, si bien, al fijarme con más detenimiento, comprendí que no se trataba de un error. No era perejil o hinojo, como creí en un primer momento. Aquellas plantas de un metro de altura, con tallos ramificados, hojas pinnadas y pequeñas flores blancas recién estrenadas, eran la Conium maculatum: la célebre y peligrosa cicuta que probablemente prefirió beber el filósofo griego Sócrates antes que renunciar a su magisterio. Yo sabía de la alta toxicidad de esta umbelífera, rica en «coniína», un alcaloide de gran poder narcótico. Pero ¿qué destino podían darle estos felah?
Las sorpresas, sin embargo, no concluyeron ahí. Algunos pasos más adelante fui a distinguir otros corros —no menos mimados— de una planta igualmente famosa: la mandrágora, con sus fragantes y anaranjados frutos en forma de ciruela. Esta vez sí entendí la razón de su cultivo. Judíos, griegos y romanos la tenían en especial aprecio a causa de sus poderes afrodisiacos. Los griegos, por ejemplo, la denominaban la «manzana del amor», considerándola un infalible filtro amoroso, previamente empapada en vino. La tradición rabínica iba incluso más allá, asegurando que procedía directamente del Paraíso y que su ingestión, además de curar la esterilidad, multiplicaba la riqueza. Sea como fuere, lo cierto es que esta solanácea alcanzaba altos precios en el mercado. Y llegaríamos a descubrir auténticos «especialistas» en la recolección de estos ejemplares, muy abundantes en cementerios y lugares habituales de ejecución.
Y tras rodear Migdal me incorporé de nuevo a la «vía maris», caminando hacia el norte, al encuentro del puente sobre el río Zalmon.
Poco después —rebasada la hora «nona» (las tres de la tarde)—, sin un solo tropiezo, conseguía reunirme con el módulo.
La primera exploración «sobre el terreno», en principio, podía estimarse como un rotundo éxito. Sólo hubo un «detalle» que nos mantuvo relativamente preocupados: el más de medio centenar de misteriosos orificios y «volcanes» que, en efecto, sería confirmado por el «ojo de Curtiss» esa misma jornada en la cima del Ravid. En el banco de datos de «Santa Claus» no constaba pista alguna. Y tuvimos que resignarnos, confiando en esclarecer el enigma durante la segunda visita al «portaaviones».
Dos de mayo.
Aquel martes amaneció igualmente radiante. No podíamos quejarnos.
Y al alba, con un Eliseo no menos radiante, emprendimos la marcha hacia el ya familiar Ravid.
«Santa Claus» pasó a responsabilizarse de los cinturones de seguridad, quedando facultado para avanzar la barrera gravitatoria hasta el límite de la colina en caso de emergencia. (Doscientos metros en dirección sur y hasta cuatrocientos hacia el norte).
El camino discurriría con normalidad, a excepción de las comprensibles detenciones de mi hermano, deslumbrado por el paisaje y el paisanaje. Más de una vez me vi obligado a tirar de él, rescatándole de entre los felah que ofrecían sus mercaderías al pie de la «vía maris».
Atravesamos sin impedimento la solitaria «jungla» del río Zalmon y hacia las nueve, tras vadear la curva de la «herradura», avistamos la cinta negra de la senda a Maghar y la odiosa rampa de acceso al «portaaviones».
Y surgió el primer inconveniente.
En aquellos instantes la ruta aparecía hipotecada por una hilera de onagros procedente de Migdal. Era demasiado tarde para retroceder y ocultarnos entre las barrancas. Los burreros, a buen seguro, se habían percatado de nuestra presencia. E hicimos lo único razonable. Descendimos hasta el camino y, saludando a los caravaneros, proseguimos por la pista de tierra volcánica, simulando que nos dirigíamos al lago. Minutos más tarde, desaparecida la reata, dimos la vuelta y, extremando las precauciones, ascendimos veloces por la «zona muerta». Y sin respiro fuimos a reunirnos con el manzano de Sodoma. Y Eliseo y quien esto escribe nos mostramos de acuerdo: aquel paso podía acarrear complicaciones. Debíamos encontrar una fórmula alternativa. Pero ¿cuál? El resto de los posibles accesos al Ravid ya fue evaluado y rechazado. Escalar los acantilados, por cualquiera de los flancos, hubiera supuesto un riesgo tan inútil como peligroso.
Y seriamente preocupados reanudamos la ascensión hacia la «proa».
Todo en el desolado paisaje seguía igual.
Mi hermano inspeccionó con detalle los «volcanes» y orificios, pero, al igual que yo, terminó rindiéndose. Durante las horas que permanecimos en la cumbre llegamos incluso a sentarnos pacientemente frente a varios de estos misteriosos conos de tierra, confiando en ver aparecer a los supuestos moradores del subsuelo. Eliseo, ayudándose con largos y flexibles tallos de «gundelia», tanteó el interior de las bocas, comprobando únicamente que el nacimiento de las galerías avanzaba en paralelo con la superficie. Eso fue todo. A pesar de nuestro esfuerzo, no hubo forma de detectar un solo ruido, un solo movimiento o un solo indicio. Y sospechando que quizá los túneles se hallaban abandonados, nos centramos en los objetivos básicos de aquella nueva exploración.
En primer lugar repetimos las mediciones, verificando los cálculos del ordenador central respecto a los tres grandes cinturones de protección. Y quedamos satisfechos.
Revisamos igualmente los parámetros y el diseño del «punto de contacto» del módulo, procediendo a continuación al enésimo y exhaustivo rastreo de la plataforma triangular. Y Eliseo dio también su aprobación.
Por último, con los ánimos relajados, convencidos de lo acertado del lugar, nos dispusimos a ensayar la nueva medida de seguridad personal: el «tatuaje», que deberíamos portar obligatoriamente desde ese mismo día.
Mi hermano, responsable de la puesta a punto, fue el primero en probarlo.
Sonrió divertido. Lanzó una mirada a su alrededor y eligió un «blanco».
—¿Qué tal la muralla?
Me encogí de hombros, dejándole hacer.
Y aproximándose a las ruinas tomó uno de los pequeños bloques, situándolo en vertical, de forma y manera que sobresaliera del montón de piedras. Retrocedió cuatro o cinco pasos y, haciéndome un guiño, extendió la palma de la mano izquierda, pulsando repetidas veces el delicado mecanismo. Cerró el puño con suavidad y apuntó hacia la caliza con el sello de oro y ágata que lucía en el dedo medio. Un segundo después, ante nuestro regocijo, el menguado pedrusco «desaparecía» literalmente con un seco y discreto estampido.
Me miró complacido. Correspondí a su lógica satisfacción con una sonrisa y le animé a completar el ensayo.
Repitió el breve «tecleado» sobre el «tatuaje» que presentaba la mencionada palma de la mano izquierda y, cerrando el puño, dirigió el anillo de nuevo hacia el espacio que había «ocupado» el azulado bloque. Y en un segundo, como un «milagro», la piedra se materializó, apareciendo en el punto y en la posición elegidos originalmente por mi compañero.
Y feliz se apresuró a examinarla. La caliza no presentaba alteración alguna: ni en la forma, ni en la textura, ni en el color…
Y dando la vuelta me invitó a probar.
—Su turno, mayor…
Esta vez seleccionamos uno de los frondosos macizos de cardos.
Abrí igualmente la palma de mi mano izquierda y, «encendido» el sistema, programé el «objetivo» (Gundelia de Tournefort), distancia (cuatro metros), volumen espacial (un cubo de dos metros de lado), finalidad (desmaterialización) y tiempo de ejecución (un segundo). Y pulsando finalmente el «punto omega» di «luz verde» al microcomputador. Y como hiciera mi hermano, cerré el puño, apuntando a las «gundelias» con el recién estrenado sello, alojado en el mismo dedo medio.
Un segundo más tarde, inexorablemente, los tallos, hojas espinosas y las bellas umbelas cuajadas de flores amarillas y rojizas se «extinguieron» con un casi imperceptible chasquido. Y en el suelo aparecieron los orificios ocupados hasta ese momento por las raíces.
Reprogramé el «tatuaje» y, tal y como sucediera con la roca de la muralla, un segundo después de la activación de «omega», tras apuntar hacia el teórico «cubo» de dos metros de lado, la planta reapareció intacta.
Esta «joya» del proyecto Caballo de Troya —diseñada con el concurso de especialistas del AFOSI, AFORS (Oficinas de Investigaciones Espaciales y Científicas de la Fuerza Aérea Norteamericana), ITM (Instituto de Tecnología de Massachusetts), Universidades de Pennsylvania, Michigan y Maryland e Instituto de Tecnología de Tokio— era en realidad una de las espléndidas aplicaciones del gran hallazgo mencionado en las primeras páginas de estos diarios: los swivels [41], las entidades elementales, generalizadas en el cosmos, que algún día, cuando sean de dominio público, removerán los anticuados conceptos sobre la naturaleza y comportamiento de la materia.
El swivel o «eslabón», como ya comenté, pulverizó nuestras teorías respecto al espacio euclídeo (con sus tramas de puntos y rectas), obligándonos a reconsiderar todo lo sabido sobre las estructuras atómicas. Dicha partícula posee una insólita propiedad: puede modificar la «posición» de sus hipotéticos «ejes», transformándose en otro swivel diferente [42].
Y los especialistas aprovecharon esta «cualidad» no sólo para manipular el tiempo, sino también para modificar a voluntad la naturaleza de las cosas o, como en el caso que me ocupa, para desmaterializar y materializar cualquier objeto sin que sufriera alteración alguna. Bastaba para ello, como digo, con «penetrar» en las redes de swivels, forzando los ángulos de los hipotéticos «ejes ortogonales» a la posición deseada. En la «aniquilación» del bloque de piedra, por ejemplo, el proceso —muy sintetizado— era el siguiente: el microprocesador recibía, entre otros parámetros, la identificación de la entidad a desmaterializar. Acto seguido, si el «objetivo» constaba en su millonario banco de datos, puntualizaba las posiciones habituales de las cadenas de swivels para esa determinada materia, programando las «inclinaciones» necesarias para consumar la citada «aniquilación». Lo más simple, para lograr la «extinción» de la caliza, era «movilizar» su enjambre atómico hasta los ángulos correspondientes a cualquiera de los gases que integran el aire. Esta operación clave debía complementarse con una serie de informaciones igualmente básicas: distancia, volúmenes espaciales a «remover» y tiempo para la inversión. El «tatuaje» se hallaba preparado, incluso, si así lo requería el explorador, para ejecutar ambas maniobras (desmaterialización y materialización) en un solo proceso y en tiempos igualmente programados. Para ello, el microprocesador, una vez consumido el periodo de «aniquilación», «empujaba» los «ejes» de los swivels del hidrógeno del aire, por ejemplo, a las posiciones que daban forma al bloque de caliza.
Esta tecnología —casi «mágica»— resultaba grosera si la comparábamos con la prodigiosa modificación, a voluntad, de la vibración atómica del «cuerpo» del Resucitado. Mientras nosotros nos veíamos obligados a recurrir a dispositivos técnicos, Él podía aparecer y desaparecer con un sencillo acto de voluntad.
Con el «tatuaje» —si la programación era correcta— no se lesionaba ni comprometía la naturaleza íntima de los objetos manipulados, proporcionando a los exploradores un amplio margen de seguridad en situaciones de alto riesgo. De haber contado con él durante el encierro en la caverna del saduceo, lo más probable es que las cosas hubieran sucedido de manera muy diferente.
¿Por qué no fue utilizado desde el principio de la operación? Muy simple: los directores del proyecto no estimaron conveniente. En ningún momento imaginaron las serias dificultades en las que nos vimos envueltos. Y dado el carácter espectacular del mismo aconsejaron su empleo, única y exclusivamente, en casos muy especiales. Quien esto escribe, como jefe de la misión, asumió la responsabilidad de su uso y puedo adelantar que no me equivoqué, al menos durante un tiempo. La puesta en vigor de esta medida sería un completo acierto, sacándonos con bien de los conflictos que nos aguardaban.
Y aunque no estoy autorizado a revelar las líneas maestras de esta magnífica obra de ingeniería electrónica, trataré de exponer superficialmente algunas de sus características, en beneficio de una mejor comprensión de los sucesos que nos tocó vivir y en los que fuimos auxiliados por dicha tecnología. Una tecnología, por cierto, guardada celosamente por los responsables de la operación. No hace falta ser muy despierto para sospechar lo que podría hacerse con ella, de caer en manos de gente o gobiernos sin escrúpulos…
El «tatuaje» debía su nombre al hecho de haber sido concebido como una aparente «pintura», permitiendo su transporte sin levantar sospechas. Y aunque, naturalmente, no se trataba de un elemento introducido bajo la epidermis, el efecto visual y al tacto eran similares.
Los ingenieros lo diseñaron inicialmente en forma de «estrella de David» (de seis por seis centímetros), aunque la naturaleza de sus componentes hacía posible una distribución aleatoria, de forma que pudiera adoptar cualquier otro dibujo.
Esta estrella de seis puntas (dos triángulos equiláteros superpuestos), susceptible de ser fijada y despegada de la palma de la mano con extrema facilidad, fue confeccionada con milimétricas mallas trenzadas de «polianilina», un polímero orgánico sintético parecido a las películas fotográficas de 35 milímetros, con unas excelentes propiedades [43]. Parte incluso de los circuitos fue fabricada con elementos poliméricos basados en la «sesquitiofeno» (una molécula de cadena corta y de gran flexibilidad).
En el interior de este material extraplano, teñido de añil —en un alarde de miniaturización—, fue dispuesta la casi totalidad de los complejos componentes: cerca de 2,16 por 106 canales informativos, con elementos que, en muchos casos, no ocupaban volúmenes superiores a 0,07 mm3; dos microprocesadores (uno siempre en la reserva); un conducto emisor conectado al anillo (con capacidad de emisión de haces troncocónicos de ondas en una frecuencia de 6,77 por 1020 ciclos por segundo); dos pilas atómicas de curio 244 (una en la reserva) y los correspondientes activadores (el llamado «punto alfa», para la apertura y cierre del sistema, respectivamente, y el «omega», destinado a la proyección de los haces troncocónicos que materializaban las inversiones de los swivels), entre otros dispositivos que quizá vaya pormenorizando más adelante.
Cada microprocesador —aunténtica «alma» del ingenio— fue construido con una miriada de órganos integrados topológicamente en cristales estables denominados «amplificadores nucleicos» [44]. Algunos de estos componentes —para hacernos una idea de su ínfimo tamaño— tenían un volumen de 0,0006 milímetros cúbicos, con canales eléctricos o «puertas» que oscilaban entre 0,1 y 0,3 micrómetros (equivalente, por ejemplo a la anchura de una hebra de ADN o a la milésima parte del grosor de un cabello humano). Naturalmente, el ensamblaje sólo pudo llevarse a cabo con microscopios electrónicos.
La capacidad de memoria de estos minicomputadores —merced a los mencionados cristales de titanio, cuyos billones de átomos actuaban como portadores de guarismos— era tan fantástica que sólo podríamos definirla en términos de «terabytes». (Una información superior a la contenida en la biblioteca del Congreso norteamericano).
También su velocidad de transmisión resultaba escalofriante. Cada microprocesador podía trabajar a razón de un millón de operaciones por femtosegundo (es decir, 10-15 segundos).
El sistema lo completaba un corto enlace de 1,5 cm, fabricado igualmente en «polianilina» dopada, que unía el extremo superior derecho de la «estrella» con el falso sello o anillo de oro y ágata. Esta gema, de la familia del cuarzo criptocristalino, recogida por los hombres de Caballo de Troya en el desierto egipcio de Jebel Abu Diyeiba, fue vaciada meticulosamente, depositando en el interior un minúsculo cristal de boro. La extraordinaria dureza de este isótopo estable garantizaba la proyección de los enérgicos haces troncocónicos destinados a las inversiones axiales de los swivels. El alcance máximo del flujo fue establecido en cien metros. Una distancia razonable para un instrumental que requería una especial discreción.
En cuanto a la distribución de los principales dispositivos en la «estrella de David», aunque cabía modificarlos según variase el dibujo del «tatuaje», inicialmente quedó fijada de la siguiente manera: las dos pilas atómicas, de duración prácticamente ilimitada, ocuparon las puntas del lado izquierdo (ambos vértices de la «estrella» penetraban en las llamadas «eminencias tenar e hipotenar» de la referida mano izquierda). En el centro se alineaban los microprocesadores y el miniteclado. El «punto alfa», que «encendía» y «apagaba» la totalidad del sistema, fue alojado en la punta superior de la «estrella». El «omega», por su parte, responsable del «disparo» de los haces, se hallaba en el extremo opuesto. Por último, las dos puntas de la derecha fueron reservadas para un «complemento o periférico» tan prodigioso como su «hermano» y que prefiero describir en su momento.
El «tatuaje», en suma, era la culminación y un prometedor ejemplo de lo que deberá ser algún día la informática. Una máquina perfecta y, al mismo tiempo, casi «invisible». Un sistema divorciado de esas computadoras que esclavizan al hombre. Un ingenio que auxilia pero que, merced a su ínfimo tamaño, pasa inadvertido, permitiendo que inteligencia, imaginación y esfuerzo humanos puedan volar hacia menesteres más nobles. El «tatuaje» hubiera hecho las delicias de científicos tan admirables como Mark Weiser, defensor de esta informática que «está y no está» y que camina «de puntillas».
Y satisfechos procedimos a la segunda fase del experimento: la ejecución de ambas operaciones («aniquilación y restitución» de la materia) con un solo «tecleado».
El éxito fue igualmente redondo.
El «tatuaje» actuaba con tal precisión y limpieza que incluso, cuando «desmaterializábamos» una planta, los insectos que deambulaban por sus hojas o volaban en su entorno permanecían intactos, cayendo a tierra o zumbando desconcertados ante la súbita desaparición del vegetal.
Y el resto de la mañana, hasta el regreso a la colina de las Bienaventuranzas, se convirtió en un «festival». Sinceramente, disfrutamos hasta caer rendidos.
El proceso inverso —la aparente «creación» de objetos y su posterior «extinción»— fue quizá la parte más brillante y sobrecogedora de los ensayos. Imaginando supuestas emergencias, mi hermano y quien esto escribe hicimos «aparecer» sobre la solitaria cumbre del Ravid toda clase de puentes, muros, escaleras, rampas e incluso asombrosos y gigantescos cubos de hielo. El banco de datos del microprocesador era tan exhaustivo que bastaba anunciar objetivo, materiales y volúmenes para que, en un femtosegundo, programase, además, cálculos de resistencias, dilataciones, cimentaciones, etc.
Los únicos inconvenientes del «tatuaje» —a tener siempre muy presentes— eran los haces troncocónicos, que podían lesionar a cualquier ser vivo que se interpusiera en el camino, y los inevitables «truenos» provocados por las implosiones en el estadio de «aniquilación».
Tres de mayo.
Un miércoles inolvidable. Una jornada decisiva. Ya estábamos más cerca del acariciado momento. Pronto, muy pronto, volveríamos a verle…
El orto solar —a las 5 horas y 15 minutos de un supuesto TU (Tiempo Universal) en aquel año 30— dejó libre la vida en las romas y ancianas colinas de la costa oriental del yam. Y Nahum, a nuestros pies, se desperezó apagando las últimas antorchas.
Todo se hallaba dispuesto para el despegue. Y obedeciendo un íntimo impulso abandoné la «cuna» en silencio. Eliseo, comprendiendo mis sentimientos, me dejó hacer. Reconozco que tuve —tuvimos— mucha suerte. Mi hermano y quien esto escribe llegamos a entendernos con la mirada. Aun así, pasó lo que pasó…
Y adentrándome entre los lirios y rojas anémonas me arrodillé, agradeciendo a los cielos su benevolencia e implorando luz y fuerzas para no desfallecer. Acaricié las húmedas flores y, aunque nunca me gustaron las despedidas, les dije adiós. Nunca volveríamos a posarnos en aquel promontorio.
Y a las 6 horas, bañada en la dorada luz del nuevo día, la nave se elevó ansiosa, agitando la fresca piel del monte de las «Bienaventuranzas» con el chorro del poderoso J 85. Y el amortiguado silbido del motor principal fue como un precioso canto.
Los sistemas respondieron con docilidad. Y el módulo ascendió veloz hasta el nivel de crucero (800 pies).
—Tiempo invertido: veintiséis segundos… Quemando a cinco coma dos kilos…
La precaria disponibilidad de combustible nos obligó a trabajar con especial finura. (La «cuna» despegó con 7785,8 kg). Las condiciones meteorológicas jugaron a nuestro favor. El tenaz anticiclón de los últimos días continuaba gobernando, proporcionándonos una «WX» que, por supuesto, no desaprovechamos.
—Visibilidad ilimitada. A nivel «ocho» (ochocientos pies), viento inapreciable… Leo catorce grados Celsius…
—Roger… Dame caudalímetro…
El plan de vuelo al Ravid era casi de juguete. Y Eliseo, como buen piloto, no dejó pasar la oportunidad. Le arrebató el control a «Santa Claus», disfrutando de la breve singladura.
—Jasón, atento… Dame caudalímetro…
—Quemando según lo previsto. Leo cinco coma dos kilos.
—Roger —replicó mi hermano movilizando el J 85 en 90º—, Nivel «ocho»… Allá vamos… Rumbo dos-dos-cinco.
—OK!… Reglaje sin variación.
—Caudalímetro…
—Leo cuatro kilos por segundo…
—No es justo —se lamentó Eliseo—. Esto es un abrir y cerrar de ojos.
Comprendí su justificado disgusto. La nave, a 18 000 pies (6 kilómetros) por minuto, cubriría los ocho mil metros que nos separaban de la vertical del Ravid en un minuto y treinta y tres segundos. Un suspiro, a decir verdad.
—¡Atención! —le advertí—. Punto «BM-3» en radar.
—Lo veo… Preparados cohetes auxiliares.
La plataforma rocosa del «portaaviones» —teñida en azul y ocre— se presentó tranquila y solitaria bajo la «cuna».
—Continúo en rumbo dos-dos-cinco… Estacionario.
—Roger… Tiempo estimado para reunión trece segundos.
—¡Abajo a veintitrés!
—OK!… No la fuerces.
—Roger…, seiscientos pies… Abajo a quince por segundo.
—Frenando… ¡Adelante, preciosa!
—Leo cinco para reunión…
—¡Atento!… Once adelante… Luces de altitud.
—Bajando a tres coma cinco… Punto de contacto a la vista.
—Roger… ¡Ya es nuestro!
—Veo polvo…
—Un poco más… Dos adelante… Derivando a la derecha.
—¡Luz de contacto!
La nave tocó la «proa» del Ravid con dulzura, descansando en los cuatro «círculos» de caliza previamente rebajados. Y «Santa Claus» corrigió el pequeño desnivel, alargando las secciones telescópicas del tren de aterrizaje.
—Ventilación de oxidante…
—Roger… Sin «banderas»… Todo de primera clase.
Y sonriendo felicité a mi compañero.
—Activados cinturones de seguridad.
Y el ordenador tomó el mando.
—Y ahora —intervino Eliseo señalando el caudalímetro— las malas noticias… Leo quinientos setenta y cuatro coma ocho kilogramos.
—No está mal —añadí en un pueril intento de animarlo—. Verificaré con «Santa Claus».
Y el computador resumió la situación.
En dos minutos y doce segundos (tiempo total de vuelo) habíamos consumido más de media tonelada de combustible. Exactamente, 574,8 kilos. Eso significaba que disponíamos casi de un 44 por ciento: 7211, sin contar los sagrados 492 de la reserva.
—Bueno —reflexioné en voz alta—, hemos escapado por poco…
Mi hermano no respondió. E intranquilo consultó de nuevo al ordenador central.
La derrota prevista para el retorno, como detallé en su momento, sumaba 109 millas (196 kilómetros). Con el salto al Ravid quemamos 4,4 millas y 574,8 kg de combustible. Si el vuelo a la meseta de Masada se desarrollaba sin problemas, la «cuna», desde la nueva ubicación, necesitaría 6896 kilos, aproximadamente. Teniendo en cuenta, como digo, que el stock era de 7211 y 492 en la reserva, la nave podría arribar a la orilla occidental del mar Muerto con un sobrante de 315 kilos (sin contar los tanques de emergencia).
Eliseo me miró en silencio. No era mucho, por supuesto, pero insistí:
—Suficiente para volver.
Y contagiado del estilo del Maestro, subrayé, dando por finalizado el asunto:
—Demos a cada día su afán. Ya sabes que el Destino juega con las cartas marcadas.
¡Y tan marcadas! Quién podía imaginar en aquellos momentos que el viaje de vuelta a nuestro «tiempo» terminaría como terminó…
Sonrió con desgana, aceptando el consejo. Y procedimos al chequeo del apantallamiento del módulo y de los habituales cinturones protectores. El gravitatorio, última de las defensas, capaz de provocar una barrera similar a un viento huracanado, fue prolongado —según lo establecido por «Santa Claus»— hasta 205 metros (contando siempre desde la «cuna»). Es decir, a poco más de treinta pasos de los restos de la muralla romana. El IR quedó fijado a 1500 metros.
Una primera ojeada desde las escotillas —situadas a siete metros de la plataforma rocosa— ratificaría la lectura de la radiación infrarroja.
—Negativo… No veo target en pantalla. Triángulo y pendiente permanecen «limpios» [45].
Y tras una última revisión a los sistemas disparamos la escalerilla hidráulica.
Y fuimos a «tomar posesión» —si se me permite la licencia— de la cumbre del Ravid.
De acuerdo a lo planificado, antes de consolidar el tercer cinturón de seguridad, recorrimos sin prisas lo que, a partir de aquella calurosa mañana, sería nuestro «hogar». Descendimos hasta el manzano de Sodoma, asomándonos con precaución al camino de Migdal a Maghar. Todo se hallaba en paz.
Y extrañamente felices —pocas veces habíamos disfrutado de tanto sosiego— atacamos la puesta en marcha del referido cinturón «extra». Una barrera protectora sin estrenar.
Eliseo repasó distancias, grados, frecuencia y demás parámetros, dejando el control en las incansables «manos» de «Santa Claus».
Y un invisible «abanico» de microláseres se abrió desde lo más alto de la «cuna», invadiendo la cima. Esta colosal radiación —también en la banda del infrarrojo— se hallaba integrada por millones de láseres que partían de una especie de «ojo» implacable —bautizado como el «cíclope»— y confeccionado, fundamentalmente, por treinta pares de espejos de arseniuro de aluminio y galio. En cada centímetro cuadrado de dicha superficie fueron grabados, mediante tres técnicas diferentes [46], dos millones de láseres. Bajo la rigurosa vigilancia del computador central, el «cíclope» barría el Ravid un centenar de veces por segundo, cubriendo el ángulo deseado. En nuestro caso, dicha cobertura fue programada con una amplitud de 180 grados y una inclinación suficiente para «alcanzar» el manzano de Sodoma, situado a 2300 metros de la nave. De esta forma, para nuestra tranquilidad, el «portaaviones» quedaba perfectamente controlado, incluyendo el filo de los precipicios.
El dispositivo —otro alarde de miniaturización— emitía en una longitud de onda de un micrómetro (radiación infrarroja), siendo invisible al ojo humano. Sólo con las «crótalos» y los canales de «visión nocturna» de la «cuna» era posible disfrutar —ésa sería la palabra correcta— del formidable espectáculo de aquella «cortina» de luz. El consumo, por otra parte, calculado sobre una potencia de 100 miliwatios, era realmente bajo, permitiéndonos un funcionamiento continuado si así lo estimábamos oportuno [47].
El único punto no sometido a vigilancia por este tercer y eficaz cinturón se encontraba a «espaldas» del módulo, en la estrecha franja de seis metros que nos separaba de la «proa». Dada la formidable caída al vacío no lo consideramos necesario. Grave error…
Y durante buena parte de la mañana nos afanamos en toda clase de pruebas, siempre bajo la escrupulosa «mirada» de «Santa Claus».
Y el «cíclope» reaccionó puntual y sin concesiones.
Primero fue este explorador el encargado de penetrar en la frontera de los microláseres. Pues bien, nada más pisar ese límite, situado a la altura del manzano de Sodoma, la «cuna» era alertada instantáneamente. Eliseo, a través de la conexión auditiva, fue informándome de los excelentes resultados. En una línea de doscientos metros (la anchura máxima de la «popa» del «portaaviones»), los sucesivos y vertiginosos haces —con una inclinación de 22º— impactaban en el terreno a razón de seis mil veces por minuto. El «muro», sencillamente, era imposible de franquear. Cualquier ser vivo, con una temperatura corporal mínima, capaz de emitir IR, era fulminantemente detectado. La sensibilidad del sistema era tal que registraba variaciones de temperatura de menos de dos décimas de grado Fahrenheit, hallándose capacitado, incluso, para percibir los cambios térmicos de labios y nariz en los momentos de inspiración y espiración.
Cuando los haces «descubrían» al intruso, el computador central procesaba la imagen, ofreciéndola en pantalla con una importante información complementaria: dirección, velocidad de desplazamiento y características físicas del «transgresor» [48].
Por último, la flamante barrera fue probada en «automático». Mi hermano y quien esto escribe, caminando codo con codo y por separado, violamos los microláseres por diferentes puntos, recibiendo al instante la señal de alerta del ordenador. Eliseo, sin embargo, no se mostró enteramente satisfecho. Aquellos pitidos —vía conexión auditiva— no eran suficientemente explícitos. De cara al tercer «salto» en el tiempo —que nos obligaría a prolongadas ausencias del Ravid— convenía perfeccionar la necesaria comunicación con «Santa Claus». Y prometió estudiar el procedimiento denominado «tercer ojo», incluido igualmente entre las «ayudas» a los observadores de Caballo de Troya.
Y la jornada, como decía, transcurrió en paz. En una insólita e inquietante paz. ¿Qué nos deparaba el Destino?
Mi hermano, con un tesón admirable, prosiguió los preparativos para ese tercer «salto». No hizo comentario alguno, pero yo había aprendido a leer en su corazón. Y como el mío, saltaba impaciente, imaginando el gran momento: el encuentro con el Hijo del Hombre. ¡Estúpido de mí!