En el regreso al mar de Tiberíades me mantuve siempre al final de la expedición.
Fue, sin duda, el viaje más «largo» que recuerdo…
No deseaba volver. No quería reencontrarme con aquel Eliseo agonizante, casi muerto.
No entendía, como dije, la actitud del Maestro.
Fue una marcha angustiosa.
Algo tiraba de mí hacia el lago. Algo, en lo más íntimo, decía que confiara. Pero, al mismo tiempo, no quería regresar…
El instinto (?) susurraba palabras que no aceptaba.
Algo se preparaba. Algo estremecedor…
Recuerdo que no hablé, prácticamente, con nadie.
Llegamos antes del ocaso.
En Saidan todo discurría como siempre: sin discurrir…
En el camino tomé una decisión. Si los Zebedeo lo autorizaban trasladaría al ingeniero al caserón. Me pareció un lugar más tranquilo. Si Eliseo tenía que dejarnos, que lo hiciera lejos del bullicio de Nahum.
Negocié con Salomé, y con el Zebedeo padre, y aceptaron. Propuse pagar por la estancia de mi compañero y de Kesil, pero rechazaron la sugerencia.
Y esa misma noche, con la ayuda de Tar y de Kesil, Eliseo fue trasladado al palomar.
Lo hallé consumido, casi sin pulso. Continuaba en estado de coma. La respiración era agitada. La vida se le iba. Deduje que faltaba poco. Quizá horas.
Y me pregunté, una vez más: ¿qué nos reservaba el Destino?
Quien esto escribe no había sido capaz de obtener la contraseña para activar la «cuna». ¡Estábamos enterrados en aquel ahora! Salvo que se produjera un milagro (!), no regresaríamos.
Abril se entregó al cuidado de mi amigo. ¡Qué increíble criatura!
Jesús supo de la presencia de Eliseo en el caserón pero, inexplicablemente, no aceptó ver al ingeniero.
Me sentí perplejo, y dolido. Muy dolido…
El torpe, en realidad, fui yo. Él sabía.
Y llegó el miércoles, 14 de enero. Otra jornada singular.
Creo recordar que el «terremoto» empezó hacia la sexta (doce del mediodía).
De pronto oímos voces.
Dejé a Eliseo al cuidado de Kesil y bajé a la «tercera casa».
Pedro discutía con Salomé y con las hijas.
El discípulo hablaba de Amata, la suegra. Entendí que se estaba muriendo.
Salomé sabía del carácter de Simón Pedro —fantasioso, exagerado y voluble— y no prestó demasiada atención.
Jesús se hallaba presente, escuchando.
Pedro, jadeante y sudoroso, trataba de hacer ver que no mentía.
Y en eso irrumpió en el caserón la esposa del discípulo: Perpetua.
Llegó llorando y confirmó las palabras del marido.
Todos corrieron hacia la casa de Pedro, a las afueras de Saidan. Jesús se fue con ellos.
Quien esto escribe salió detrás, desconcertado.
Y pensé: «¡Lo que faltaba!».
En la humilde casa se reunió medio pueblo. En un sitio como Saidan, las noticias volaban. Pedro era querido en la aldea, pero Amata, la suegra, y Perpetua, la mujer, lo eran mucho más.
Pedro solicitó paso y los vecinos se hicieron a un lado, permitiendo la entrada del Galileo.
La suegra se hallaba en el nivel superior.
El Hijo del Hombre ascendió los peldaños de piedra que unían ambos niveles y se arrodilló al lado de Amata.
La gente murmuraba:
—Es el profeta de Nahum…
Llegué hasta las escaleras.
La suegra aparecía tendida sobre una estera de paja, y cubierta con un par de mantas.
Tiritaba.
Supuse que tenía fiebre.
Amata, como ya dije, era una «anciana» de cuarenta y cinco años de edad.
Tenía el pelo canoso, la piel blanca y delicada como un bebé, y una sonrisa indestructible. Era bondad y silencio. Difícilmente hablaba. Sólo sabía trabajar y obedecer.
Padecía de sordera, pero había terminado por aprender a leer en los labios.
Los ojos claros eran muy bellos…
El peso de la casa, y la educación de los tres hijos de Pedro, corrían por su cuenta, con la ayuda de Perpetua, la hija.
Era una mujer que no contaba para nadie, pero, al fin y a la postre, resultaba imprescindible.
El Maestro tomó las manos de Amata, las acarició, y le dedicó palabras de consuelo.
La suegra de Pedro no reaccionó, o lo hizo con lejanía.
Parecía agotada.
A simple vista no supe qué le ocurría.
Los vecinos, a mis espaldas, hacían toda clase de comentarios:
«Está muerta… El profeta la sanará… Ya es tarde… Amata se lo merece…».
Felipe, el intendente, llegó presuroso. Vivía muy cerca.
Ordenó a Perpetua que despejara la casa. Tanta gente, en un lugar tan exiguo, no era saludable…
Pedro ayudó a su mujer y, poco a poco, entre protestas, la parroquia fue retirándose.
Felipe se situó junto al Galileo y empezó a colocar lienzos mojados en agua sobre la frente de la anciana.
Así permaneció un buen rato.
Todos agradecimos el silencio.
Finalmente, el Hijo del Hombre se alzó, y caminó hacia los peldaños.
Al pasar por mi lado me miró intensamente y susurró:
—Tampoco es una enfermedad de muerte…
Me guiñó el ojo y se alejó, saliendo de la casa.
No supe si caminar tras Él o permanecer en la vivienda.
La curiosidad fue más fuerte y ascendí al nivel superior. Me aproximé a Felipe e intenté averiguar a qué se debía tanta alarma.
Felipe resumió, y acertadamente:
—Fiebres malignas… No es la primera vez.
La examiné, muy por encima, y llegué a la conclusión de que Amata se hallaba en plena crisis de malaria.
La fiebre era alta. Rondaba los 40 grados. Su cuerpo era puro escalofrío…
Pensé en una infección por Plasmodium falciparum, uno de los parásitos más comunes. En aquel tiempo ocasionaba miles de muertos (especialmente entre los niños)[379].
Los judíos sabían que la enfermedad la provocaban los mosquitos. Creían que los espíritus inmundos eran enviados por Yavé, e inoculados en cada picadura. Cuantos más pecados, más posibilidades de contraer la malaria.
Para combatirla echaban mano de un invento egipcio, mencionado por Herodoto cinco siglos antes. Embadurnaban las redes con aceite de pescado (o con algo menos poético) y se cubrían con ellas. Así caminaban, trabajaban o dormían. Así nacieron los primeros repelentes de la historia…
No pensé que la gravedad fuera tan extrema como proclamaba Pedro. No detecté convulsiones ni tampoco síntomas de anemia. Se trataba de una crisis. Convenía estar atento, pero no creí que Amata se hallara en las últimas…
Pensé en suministrarle cloroquina o, quizá, una dosis de sulfadoxina-pirimetamina (un antibiótico que impide la síntesis del ácido fólico por parte del falciparum).
Rechacé la idea.
No estaba autorizado a algo así…
Fue Felipe quien remedió el problema, en parte.
Preparó una infusión y se la dio a beber.
Era otro de sus «remedios», aprendido de los sabios de su querida China: esencia de artemisia, una planta medicinal utilizada como antitérmico.
Al consultar a «Santa Claus» comprobé que una de las variedades —llamada annua—, con altos contenidos de tuyona y cineol, resultaba positiva a la hora de repeler los parásitos de la malaria.
Felipe había recolectado la artemisia entre julio y septiembre (como ordenaba la sabiduría china) y dejó secar las hojas a la sombra, con calor natural.
Al poco, la artemisia surtió efecto, y la fiebre descendió.
La mujer se estabilizó y se quedó dormida.
No había mucho más que hacer en la casa de Pedro y regresé con Eliseo.
El discípulo, y Perpetua, la esposa, seguían las evoluciones de Felipe, y lo hacían desde un rincón, llorando a lágrima viva.
Entiendo que Pedro fue sincero. Pensó que la suegra se moría.
Me instalé de nuevo en el palomar y me asomé a la ventana.
Jesús paseaba por la orilla del yam. Lo hacía en solitario. Zal corría a su lado.
Y me dije: «¡Qué extraña criatura! ¿Por qué no ha curado a Ruth? Es su hermana… ¿Por qué no se ha preocupado de Eliseo?».
Regresé junto al ingeniero.
Tomé su mano. El pulso continuaba débil.
Aquella respiración, por la boca, tan intensa, me tenía obsesionado.
Examiné las pupilas.
Paseé una lucerna frente a los ojos y la luz lo hirió. No había midriasis (dilatación anormal de las pupilas).
Entonces percibí cómo la mano izquierda del ingeniero apretaba. Fue un instante.
Quedé perplejo.
Eliseo trataba de comunicarse…
Pero la mano siguió muerta. No hubo más movimientos.
Y una solitaria lágrima asomó por el ojo derecho de mi amigo. Brilló un momento, y se dejó caer por la mejilla.
Mensaje recibido.
Sentí cómo la tristeza me ahogaba.
Y el sol, igualmente agotado, se ocultó por la zona de Migdal.
Ese día, el ocaso se registró a las 16 horas y 53 minutos.
Decidí bajar, y cambiar de pensamientos.
Pues bien, en esos instantes, cuando acababa de entrar en la «tercera casa», Pedro irrumpió de nuevo en el caserón. Mejor dicho, no fue el discípulo: fue un torbellino. Pedro saltaba, gritaba, lloraba, abrazaba a todo el mundo…
Salomé trató de interrogarlo.
—¿Qué sucede?
El discípulo era incapaz de articular una sola palabra.
Abril y yo nos miramos. Nadie sabía…
Salomé terminó atrapando a Pedro, y lo sujetó por los hombros, con fuerza.
—¿Qué pasa?
—¡Un milagro!…
—¿Qué milagro?
Pedro seguía llorando. Estaba pálido.
—¿Qué milagro? —insistió la mujer.
—¡Lo ha hecho! —balbuceó el discípulo, e indicó hacia su casa—. ¡El Maestro lo ha hecho!…
—¿Qué ha hecho?
—¡Un milagro!…
—¡Maldita sea! —replicó Salomé, exasperada—. ¡Habla con claridad!
Pedro tragó saliva, nos miró con los ojos espantados, y proclamó, entre lágrimas:
—¡Él lo ha hecho!… ¡Ha curado a mi suegra!… ¡Está viva!
—Pero ¿qué dices?
Pedro se dejó caer sobre el pavimento, y continuó con las lágrimas…
Volvimos a correr hacia la casa del discípulo.
La vivienda se hallaba prácticamente vacía.
Perpetua y Felipe atendían a Amata. La anciana se encontraba sentada en los peldaños de acceso al nivel superior.
Quedé desconcertado.
Me acerqué y la mujer sonrió. Bebía en un cuenco de madera. Era sopa caliente.
Interrogué a Felipe y negó con la cabeza. Allí no se había producido ningún milagro. La fiebre desapareció pero, probablemente, obedecía a la acción de la artemisia. La mujer seguía débil.
Creí entender.
La crisis experimentaba altibajos…
Pedro confundió la mejoría con un prodigio llevado a cabo por el rabí.
Perpetua, más sensata, opinaba como Felipe. Convenía esperar.
Y en eso vimos entrar a Pedro.
Seguía en lo suyo. Danzaba, gritaba, proclamaba que había sido un milagro, abrazaba a todo el mundo, lloraba…
Andrés intentó calmarlo.
Fue inútil.
—¡Milagro!… ¡Ha sido un milagro! —clamaba con ímpetu—. ¡Después de Caná, Amata…!
Y escapó de la casa, aireando el supuesto prodigio.
El vecindario no tardó en ingresar de nuevo en la vivienda. Contemplaba a la suegra, apaciblemente sentada en las escaleras, y se retiraba, contagiado de la euforia de Pedro. La aldea se convirtió en un manicomio. Todo el mundo corría, entraba y salía de las casas, y gritaba el milagro del constructor de barcos de Nahum.
Felipe y quien esto escribe no hicimos comentario alguno. Nadie hubiera prestado atención.
Permanecí en la casa durante horas.
A eso de las doce de la noche, pasados los efectos de la artemisia, Amata cayó en otra tiritona. La fiebre se presentó, intensa, y la anciana quedó desmadejada.
Lo dicho: no hubo prodigio (al menos en esos momentos).
La realidad, sin embargo, no se impuso. El bulo siguió circulando, ¡y a qué velocidad…!
Al día siguiente, jueves, 15 de enero, los rumores se dispararon. Fue la comidilla del yam. Todo el mundo hablaba, sabía, o estuvo allí, en la casa de Pedro, el pescador. Todo el mundo aseguraba que Amata fue «rescatada de las tinieblas por el constructor de barcos». Algunos, incluso, mencionaron la palabra «resurrección» (!).
A pesar de la experiencia, este explorador no salía de su perplejidad.
Y empezó a llegar gente a Saidan.
Por supuesto, la suegra de Pedro no mejoró, o lo hizo en ocasiones, dependiendo del tratamiento de Felipe.
Pedro, avergonzado, se quitó de en medio. Se excusó, y se dedicó a la pesca, en solitario. No volví a verlo…
Y reí para mis adentros.
Tres de los cuatro evangelistas hacen mención de la «curación de la suegra de Pedro»[380]. Pues bien, mintieron, o fueron cruelmente engañados. Jesús, ciertamente, tocó la mano de Amata, pero la fiebre no dejó a la anciana. Y tampoco es verdad que, una vez curada, «se pusiera a servirle». El Maestro permaneció en la casa poco tiempo, y no regresó.
Tampoco es cierto que el Galileo tomara a la enferma por la mano y la levantara.
Lucas, por su parte, se refugia en la fantasía y escribe que Jesús «conminó a la fiebre, y la fiebre la dejó».
Es probable, como ya he comentado anteriormente, que, tanto Marcos (entonces un niño) como Lucas (ni siquiera conoció al Maestro), se dejaran influenciar por las narraciones de Pedro. Más adelante quedará demostrada la credulidad del discípulo y yerno de Amata…
Respecto a Mateo, no sé qué pensar. Él supo de la verdadera historia de Amata. ¿Escribió lo que escribió por respeto a Pedro? ¿Fue modificado el texto con el paso del tiempo?
Sea como fuere, lo cierto es que el incidente con la suegra de Pedro —quién lo hubiera imaginado— terminaría desembocando en un hecho extraordinario y único en la historia de la humanidad.
Pero debo respetar el orden de los acontecimientos. ¿Cuándo aprenderé?
El viernes, 16, Amata empeoró. La fiebre la consumía.
Felipe luchó cuanto estuvo en su mano. Le proporcionó nuevas dosis de artemisia y la malaria retrocedió. Al poco, sin embargo, el mal volvía a apoderarse de la anciana.
Nada de esto fue estimado por los cientos de curiosos y de enfermos que siguieron llegando a la aldea.
Era la segunda vez que Saidan resultaba tomada —literalmente— por gentes de todo tipo y condición.
Acampaban en las calles, en la playa, junto a la fuente, en las azoteas, en los patios, en el camino que conducía a Nahum y a Kursi, en los huertos, y a orillas del río Zají.
Estaban en todas partes.
Y, como siempre, junto a enfermos de verdad, junto a gente necesitada de consuelo, y de un poco de paz, surgieron falsos cojos, falsos ciegos, falsos leprosos, vendedores, tunantes, los frotaesquinas de siempre, y fulleros.
Recorrí la aldea, asombrado.
Muchos se acurrucaban frente a la puerta principal del caserón de los Zebedeo. Allí permanecían día y noche, como en la vez anterior, suplicando y alargando los brazos al primero que acertaba a entrar o a salir de la vivienda. Imploraban el nombre del Maestro. Solicitaban el perdón de los pecados y la sanación de sus cuerpos.
Entre enfermos de verdad, familiares y amigos que los acompañaban, pícaros, curiosos y desocupados, sumé alrededor de dos mil personas.
Jesús, inteligentemente, se retiró a las colinas. Se fue con Zal. No quiso que nadie lo acompañase.
Esa noche durmió fuera.
Y llegó el increíble sábado, 17 de enero (año 28).
El día amaneció nublado. No tardaría en llover.
El instinto me puso en guardia. Sentí aquel fuego interior, el que siempre precede a emociones extremas… ¿Qué iba a suceder?
Recorrí la aldea, pendiente.
Continuaba llegando gente. Lo hacía por el norte, por el sur e, incluso, por mar.
Allí se reunieron judíos y gentiles, ricos y pobres, esclavos y hombres libres, enfermos y sanos, crédulos e incrédulos, amigos del Maestro y enemigos enconados, confidentes, y familias que deseaban pasar un sábado «distinto».
¡Y fue distinto, a fe mía!
En la fuente, cerca del camino que partía hacia el sur del yam, descubrí a la familia de los Ruṭaḷ, el barbero de los 27 dedos. Estaban todos: los padres, Nŭ (la hija tetrapléjica), y Har, el muchacho de la flauta dulce. Se había hecho otra con una caña y tocaba sin cesar. Nŭ me sonrió, y siguió cantando.
Algo más abajo, alejadas del bullicio, vi también a las leprosas de Fenicia.
Pasé un rato con ellas. Estaban allí, como siempre, pendientes del Hijo del Hombre. Si las miraba, si llegaba a tocarlas, sanarían. Eso decían…
¡Sorpresa!
En una de las calles fui a tropezar con la familia de Hbal, el a’rab que vivía en una granja de cerdos, al norte de Hipos, en la costa oriental del lago. La noticia de la supuesta curación de Amata llegó también a oídos de los Nsura, y alguien propuso trasladar al anciano, enfermo de Alzheimer, hasta Saidan.
Quedé desconcertado.
El pobre Hbal aparecía atado con una cuerda. Uno de los hijos lo obligaba a permanecer sentado. Para ellos, como dije, era un endemoniado.
El número de tullidos, ciegos y dolientes de todo tipo, resultaba difícil de evaluar. Eran cientos…
La aldea, como digo, era un lamento.
Y al caminar hacia el norte, con el fin de visitar a la anciana Amata, recibí otra agradable sorpresa.
No podía creerlo…
Assi, el esenio, responsable del kan ubicado en el lago Hule, en la alta Galilea, se hallaba acampado a las afueras de Saidan, cerca de las viviendas de Felipe y de Pedro.
Nos abrazamos.
También había oído maravillas sobre Jesús, y sobre la increíble curación de la suegra del discípulo.
«Algo» que no supo explicar lo puso en movimiento. Reunió a la totalidad de los enfermos del kan[381] (en esos momentos más de sesenta), y caminó hacia el yam. Este explorador recordaba a muchos de ellos[382].
Allí encontré a Denario, el niño sordomudo, ahijado de Assi, de tan gratos recuerdos. En esos momentos tendría diez u once años. Los ojos verdes del pelirrojo mantenían la viveza de antaño. El pequeño mamzer me recordaba a la perfección. Y, por señas, se interesó por Eliseo…[383].
Cambié de «conversación».
Saludé también a Hašok (Tinieblas), el hombre de confianza de Assi. Continuaba silencioso, con aquella larga túnica roja, hasta los pies, y con la cabeza siempre cubierta. No enseñaba el rostro, y tampoco las manos, debido a la hipertricosis lanuginosa congénita (abundancia de pelo duro y recio) que lo cubría, y que le proporcionaba un aspecto terrible. Para los extraños era un «sanguinario hombre lobo».
Hašok seguía ocupándose de todo y de todos.
Al que no acerté a ver fue a Aru, el negro tatuado que, en mi opinión, resultó misteriosamente sanado por el Hijo del Hombre el 17 de septiembre del año 25, cuando descendimos del monte Hermón y nos detuvimos en el citado kan de Assi. Aquel muchacho, como ya expliqué, sufría una dolencia que, en nuestro tiempo, recibe el nombre de amok (en malayo: «lanzarse furiosamente a la batalla»). Era un hombre agresivo que, hasta esos momentos, había permanecido encadenado a una de las chozas del kan[384].
Conversé con Assi, el «auxiliador», durante buena parte de la mañana.
Recordamos viejos tiempos.
Se interesó por el Maestro y le conté cuanto estuvo en mi mano y cuanto estimé oportuno.
Assi no comprendía, pero sentía un enorme aprecio por el Galileo.
El médico esenio, siempre de blanco inmaculado, siempre humilde y bondadoso, estaba allí porque deseaba beneficiar a su gente. Y se salió con la suya…
Assi me causó una excelente impresión, desde la primera vez que lo vi.
Regresé al caserón hacia la nona (tres de la tarde).
Los discípulos —a excepción de Pedro y de Mateo Leví— se hallaban reunidos en el comedor («tercera casa»).
Discutían agitadamente.
Estuve a punto de pasar de largo. Estaba cansado de tanta disputa…
Pero permanecí en la puerta, oyendo.
El tema capital era el gentío que esperaba en la aldea.
«¿Qué debían hacer?».
Juan Zebedeo, el Zelota y el Iscariote argumentaban que la situación les beneficiaba. Si el Maestro hacía un prodigio, y sanaba a tanta gente, el Sanedrín mordería el polvo, y no tendría más remedio que reconsiderar la orden de busca y captura.
«Y Jesús será proclamado rey…».
Andrés, el «oso» de Caná y Tomás se mostraban escépticos.
Y le tocó el turno a Santiago de Zebedeo. Habló poco, como siempre, pero lo hizo con cordura: «Pase lo que pase, las castas sacerdotales alimentarán el odio contra el rabí…».
En definitiva, más leña al fuego.
Palabras proféticas, en mi opinión.
Los gemelos miraban, en silencio, pero no entendían bien.
Felipe, por su parte, tenía la cabeza en otro lugar: «Si el Maestro lo decidía —comentó—, si el rabí deseaba que aquellos cientos de forasteros fueran alimentados, ¿de dónde sacarían el dinero para la comida?».
Juan hizo un gesto, despreciativo, y el resto siguió con el asunto de la sanación:
«Tenían que convencer al Hijo del Hombre para que curase a la multitud…».
«No, eso sería nuestro fin…».
«Lo ideal es huir de nuevo… El Sanedrín nos localizará y será la ruina de todos nosotros».
«Esperemos al rabí…».
Finalmente se dieron cuenta de algo que estimaron grave: el Maestro se hallaba, en solitario, en alguna de las colinas que rodeaban la aldea. ¿Por qué lo habían consentido? Era peligroso…
Y se enroscaron en otra polémica.
La culpa, por último, recayó en Pedro, y en su «patinazo».
La tabbaḥ, o guardia personal que le fue asignada al Maestro (Pedro y los hermanos Zebedeo), no funcionó en esta oportunidad por causa de la ausencia de Simón Pedro. Dicha ausencia, como dije, fue provocada por el error de Pedro respecto a la curación de su suegra.
Los discípulos olvidaban algo importante: Jesús aclaró que no deseaba compañía. «Tenía que conversar con Ab-bā, a solas…».
La disputa derivó hacia el insulto personal. Llamaron a Pedro de todo. Andrés permaneció en silencio. Sus compañeros llevaban razón. Pedro era un bocazas…
Y, de pronto, supongo que aburridos, los gemelos se alzaron, y susurraron algo al oído de Andrés, el jefe. Éste asintió con la cabeza. El «oso» se incorporó también y se fue tras los pasos de los Alfeo.
Andrés explicó que deseaban salir a pescar.
Me pareció una buena idea, y me uní a ellos.
Pero antes corrí al palomar, e informé a Kesil.
Abril se hallaba sentada en el filo de la cama, junto al ingeniero.
Me aproximé a Eliseo y noté algo raro.
La respiración —agitadísima— se había espaciado.
Examiné las pupilas.
Estaban dilatadas…
Aquello no me gustó.
La midriasis (dilatación pupilar) podía ser signo o principio de muerte cerebral. El coma se agotaba…
Y percibí la muerte, sentada también en el lecho, afilando la nariz de Eliseo.
El fin estaba muy próximo.
¿Qué hacía? ¿Me quedaba en la habitación o me evadía durante un rato?
Dudé.
Abril me observaba en silencio. El marrón dulce de sus profundos y acariciantes ojos hablaba sin hablar. En esos momentos supe que me amaba…
No sé si hice bien. Eliseo se moría. Todo parecía indicar que no pasaría de aquella noche y, sin embargo, el Destino tiró de mí. ¿O fui yo quien escogió? Quién sabe…
La cuestión es que decidí salir a pescar.
Kesil me animó. Nadie podía hacer nada por Eliseo. Eso era cierto.
La suerte estaba echada…
Y hacia la décima (cuatro de la tarde), con el cielo borrascoso, embarcaba con Tomás, el «oso», y los gemelos de Alfeo en una de las lanchas de los Zebedeo.
Llevaba por nombre Lebab («Corazón»). Nunca la olvidaré.
Era una embarcación viejísima, pero coqueta. La habían pintado en blanco y rojo, con la borda y la cubierta en un azul claro, muy llamativo. No tenía mástil. Era mayor para esas frivolidades. La sentina siempre aparecía con agua. Era otro de sus achaques.
Y Corazón me alejó de Saidan, para mi desgracia…
¿Mi desgracia?
Ahora no estoy tan seguro…
Bogaron durante una hora, hasta un lugar de la Betijá que llamaban el «roquedo de Lucas». Me extrañó el nombre: allí no había una sola roca.
Hice cálculos y tomé referencias.
Cuando los gemelos anclaron la barca nos hallábamos a dos millas al oeste de Saidan y a otras tantas, más o menos, de Nahum.
Dispusieron el arte para la pesca y quien esto escribe, no deseando incomodar, se empleó con afán en el achique del agua que inundaba la sentina.
Busqué el sol.
Se apagaba, sin querer, entre los nubarrones.
Al retornar al Ravid verifiqué que, ese sábado, el ocaso solar se registró a las 16 horas, 55 minutos y 58 segundos (TU).
Pues bien, en ello estábamos, a punto de iniciar la faena, cuando Jacobo de Alfeo reclamó la atención general. Y señaló el cielo, hacia el norte.
—¿Qué es eso?
Entre las nubes, sobre la vertical de Nahum, había aparecido una luz azul celeste.
Quedamos perplejos.
No era una estrella. El sol estaba a punto de hundirse en la costa de Tiberíades. Faltaban segundos.
Era una luz no muy grande. Parecía un boquete en las nubes. Se hizo el silencio.
Nadie sabía…
Calculé altura y distancia. Podía hallarse a unos quinientos metros sobre el suelo, en plena base del frente nuboso. ¿Distancia? Alrededor de tres kilómetros.
Rectifiqué.
No se encontraba sobre Nahum, sino algo más atrás, hacia el oeste (probablemente en la vertical de la colina de las Bienaventuranzas).
Lo que fuera no hacía ruido, y el estacionario era impecable. No se movió en ningún momento.
Como digo, era un azul claro, metálico, que destacaba entre la masa nubosa.
Notamos una ligera brisa, y el lago se rizó.
Los gemelos dejaron de mirar al cielo y prestaron atención al viento.
Aquella brisa era rara…
Tomás seguía mudo, con el ojo bueno fijo en la luz, y el otro no se sabe dónde.
Bartolomé rompió el silencio y empezó a contar una de sus habituales historias. Dijo haber visto esas «luces» sobre Caná, y en no sé qué viaje…
No tuvo tiempo de terminar.
Cuando apenas había transcurrido un par de minutos desde la aparición de la extraña «luz» (?), Judas de Alfeo, el tartamudo, señaló hacia el este, al tiempo que intentaba reclamar la atención de sus compañeros:
—¡O-o-o-o-o-otra!…
En efecto.
Sobre Saidan, también oculta en la base de los cumulonimbos, vimos clarear otra «luz» azul, gemela a la anterior. La única diferencia es que la situada sobre la aldea palpitaba…
¡Tenía vida o lo parecía!
Miré hacia el lugar en el que debía ponerse el sol. A juzgar por los rojos y los naranjas que flotaban en el agua, acababa de ocultarse.
Y se hizo un silencio extraño y sonoro.
Los cinco quedamos sobrecogidos y sin habla.
¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando?
Entonces asistimos a otro fenómeno imposible…
De la «luz» parada sobre la colina partió una especie de culebrina o relámpago (?) blanco que fue a impactar (?) en la segunda «luz».
No se produjo trueno.
Pero ¿qué tonterías digo? Aquella «culebrina» no era tal…
Entre «luz» y «luz» calculé seis kilómetros.
El «oso», aterrorizado, se metió en la bodega. Después vi asomar unos ojos, espantados…
Los gemelos, con la red entre las manos, no sabían qué hacer ni adónde mirar. Estaban perplejos, pero no asustados.
Tomás se había sentado en cubierta, y creo que disfrutaba.
Olvidamos la pesca, naturalmente.
Entonces, tras la «culebrina», se produjo algo no menos desconcertante y mágico.
De pronto, procedentes de la «luz» que palpitaba (?) sobre Saidan, comenzaron a descender, lentamente, millones y millones (?) de puntos luminosos azules.
El «oso» empezó a llorar.
Y la «nube» azul se precipitó sobre la aldea y alrededores…
En cuestión de segundos, Saidan se volvió azul; un azul celeste, clarísimo.
Yo había visto anteriormente esa luminosidad…
¿Cuánto tiempo se prolongó el fenómeno? Lo ignoro. Quizá un minuto. Quizá tres.
Y, tan súbitamente como se presentó, así se extinguió.
Las «luces» también se apagaron (?), y la oscuridad nos cubrió, celosa.
Y regresaron los sonidos naturales del lago: los chillidos de las gaviotas, a lo lejos; los gritos de otros pescadores lejanos, y no tan lejanos, refiriéndose a la «tormenta azul»; el batir del agua contra el casco de madera, y la lluvia.
Las nubes descargaron y trataron, inútilmente, de lavar el susto de aquellos galileos y de quien esto escribe.
Yo intentaba analizar y analizar, pero no lo conseguía.
Carecía de parámetros. «Aquello» (todo lo contemplado) era «imposible»…
La lluvia, tibia y pertinaz, fue la excusa perfecta.
Nadie deseaba pescar.
«Aquello» podía volver…
Era mejor regresar a puerto.
El «oso», visiblemente asustado, tuvo fuerzas y ganas para sacarle punta al asunto, y le echó la culpa a Tomás, el gafe del grupo. El pobre Tomás se enfrentó a Bartolomé. Y retornamos a Saidan empapados, y en plena bronca.
Intuí algo en el viaje de vuelta.
Aquella luminosidad azul…
Pero guardé silencio.
Saltamos a tierra hacia las siete de la tarde.
Todo, en Saidan, parecía tranquilo.
Algunas lucernas brillaban, tímidas, en las casas. La gente había huido de la lluvia. Todo lógico, pensé.
No, no todo era normal…
Otros pescadores desembarcaron igualmente en la quinta piedra, y comentaron con los discípulos la rarísima «tormenta azul».
Tenían miedo, aunque trataban de ocultarlo.
Y los cuatro íntimos se dedicaron a cuadrar redes y a ordenar aparejos. Lo hacían una y otra vez, en silencio, bajo la lluvia, y a oscuras.
Comprendí. Trataban de retrasar el ingreso en el caserón de los Zebedeo…
No les faltaba razón.
Todos sabíamos que algo singular había sucedido en Saidan en el momento de la puesta de sol. Pero, como digo, teníamos miedo.
Allí los dejé, supuestamente ocupados.
Y caminé, decidido y empapado, hacia las escaleras que conducían a la zona trasera del caserón.
Ni en mil años hubiera imaginado lo que me aguardaba en la aldea…
Crucé el patio de atrás y observé luz en los palomares. Jesús se hallaba en su habitación.
Y cometí dos errores.
El primero fue no subir a mi cuarto y comprobar el estado de Eliseo. Seguí adelante.
Segundo y grave error: alcancé la «tercera casa» y, tras detenerme unos segundos, proseguí hacia la puerta principal.
En el comedor, los discípulos seguían enzarzados en las habituales disputas.
Descubrí que Salomé y su familia se hallaban también junto a los íntimos, pero no lo consideré importante.
Escuché unos segundos, como digo, y continué hacia la salida.
No soy capaz de explicarlo. ¿Por qué cometí aquellos errores?
«Algo» tiró de mí, una vez más.
Tenía que salir al exterior…
El portalón estaba atrancado. ¡Qué extraño!
Y busque una puerta lateral.
Me recibió Saidan, agazapada y molesta por la lluvia.
Nada parecía haber cambiado.
Los acampados en las calles se protegían del agua como podían. Utilizaban ropones, canastos, tiendas improvisadas…
Oí risas y cánticos, pero no me detuve a investigar.
Al doblar una de las esquinas casi tropecé con un grupo de judíos. Aguantaban, de pie, el fuerte chubasco. Tenían las manos y los rostros elevados hacia la negrura del cielo, y entonaban la «plegaria» por excelencia: las diecinueve Šemoneh esreh, la oración obligada cada día a todo varón mayor de edad (a partir de los doce años y medio).
Era raro. ¿Por qué rezaban bajo la lluvia?
«¡Dios grande!… ¡Poderoso!… ¡Terrible!…».
Sorteé a unos y a otros y, no sé por qué, fui a parar a las proximidades de la fuente.
Ahora sí lo sé. «Alguien» guiaba mis pasos, como siempre…
En principio, todo parecía normal. Mejor dicho, casi todo.
Fue entonces, nada más cruzar el puentecillo que brincaba sobre el río Zají, cuando se presentó aquel dolor en la boca del estómago.
Esta vez fue como un ariete.
Me dobló, literalmente.
Clavé las rodillas en el barro y vomité sangre. Fue una hematemesis en la que, incluso, percibí coágulos de sangre.
Fue lo último que recuerdo.
Y perdí la consciencia.
Cuando abrí los ojos era de día. Me hallaba junto a la fuente.
Había dejado de llover.
Observé gente a mi alrededor.
Escuché un sonido. Era una flauta…
¿Qué había pasado?
Alguien depositaba paños fríos sobre mi frente.
Sentí los coletazos del dolor, en el estómago, y recordé.
Pero…
¡Estaba muerto, claro!
¿Qué otra cosa podía pensar al ver «aquello»?
Cerré los ojos, angustiado. Morir es raro, muy raro…
Volví a abrir los ojos y volví a verla.
¡Dios mío!
¡Era ella! Pero ¿cómo era posible?
Y llegué a la misma conclusión: ¡Jasón acababa de fallecer!
Tragué saliva.
Nunca imaginé que los muertos llegaran a tragar saliva, y que sintieran tanto miedo.
Me arriesgué, y la contemplé.
¡Dios bendito!
No estaba equivocado. ¡Era ella!
¿El cielo es tan simple? ¿Y por qué el sonido de una flauta? Yo hubiera preferido a Beethoven…
¡Era Nŭ, la «flor que asoma en la nieve», la muchacha tetrapléjica!
No podía ser…
Nŭ aparecía a mi lado, de rodillas, sonriente. Cuidaba de los paños fríos. Los extraía de una jofaina y los depositaba, delicadamente, sobre la frente de este explorador…, obviamente muerto.
Cerré los ojos por enésima vez.
Y pensé: «Una tetrapléjica no se comporta así. Una tetrapléjica es una paralítica, de cuello hacia abajo… Es imposible que se arrodille, y que mueva los brazos… ¡Sí, estoy muerto!».
Y recordé lo pensado (en vida), cuando la contemplé por primera vez: «… lesión transversa aguda en la médula espinal (quizá a nivel de C-4), que provocaba una parálisis flácida y la pérdida de sensaciones y de actividades reflejas…».
¡Dios mío!
Yo tampoco quería morir…
Y ella siguió cantando:
—¡Soy una peregrina…! ¡Nací cerca del paraíso y a él regresaré!
Entonces toqué el barro. ¡Sí, era barro! ¿En el cielo hay barro?
Algo no cuadraba.
Y llevé los dedos a la boca.
¡Era barro!
Nŭ me regañó, en árabe:
—El barro no se come…
Y reclamó a su padre, el viejo Ruṭaḷ.
Abrí los ojos nuevamente y vi al «Pulpo», al lado de su hija.
¡No era posible!
Cerré los ojos y lloré, amargamente.
Era cierto. ¡Había muerto!
El que tenía frente a mí no era Ruṭaḷ. El a’rab que conocía tenía 27 dedos. Éste no sufría de polidactilia. Las manos eran normales.
¡Sí, estaba muertísimo!
Y el «Pulpo» preguntó a Nŭ:
—¿Por qué llora?
La muchacha no respondió.
Abrí los ojos y grité:
—¿Es que no lo ves?… ¡Estoy muerto!
Entonces sucedió algo imposible. Algo que sólo ocurre en el más allá. ¿O no?
Me fijé una y dos veces, y hasta tres.
Ruṭaḷ me miraba, perplejo. Y lo hacía con dos ojos, no con uno.
Pero…
¡El «Pulpo» era tuerto! Le faltaba el ojo izquierdo. Se lo vaciaron en una pelea…
Miré por cuarta vez. Sí, el árabe me contemplaba con dos ojos muy abiertos, y llenos de asombro.
Padre e hija terminaron riendo con ganas.
No me creyeron.
¡Yo estaba muerto!… ¿O no?
Nŭ se levantó, tomó el recipiente con agua, y corrió, ágil, hacia la fuente. ¡Oh, Dios! ¿Qué estaba pasando?
La muchacha regresó, y continuó refrescándome.
Entonces me atreví a preguntar:
—¿Estoy muerto?
Padre e hija rieron de nuevo.
Me incorporé, como pude, y vi a Har, el hermano de la tetrapléjica (?). Estaba sentado, muy cerca, y hacía sonar una flauta de seis orificios. Me miró y dejó escapar una breve sonrisa.
¿Los muertos oyen?
Y el Destino siguió burlándose de este desolado explorador.
Por detrás de Har vi llegar a un grupo de mujeres. Vestían de rojo, y se cubrían la cabeza.
Eran diez.
Yo las conocía. Y recordé: eran las leprosas de Fenicia.
Había pasado horas con ellas. Padecían lepra blanca y mosaica.
¡Dios!
¿Dónde estaba la lepra? Las pieles eran blancas, limpias, sin rastro de nudosidades, cicatrices o úlceras. Tampoco vi las manos en garra, provocadas por la lepra tuberculoide.
La anciana que carecía de dedos me mostró ambas manos.
¡Estaban intactas!
Las agitó, para que las viera, y sonrió, feliz.
Un pánico que no soy capaz de entender, y mucho menos de explicar, se apoderó de quien esto escribe. Me incorporé y, sin mediar palabra, escapé a la carrera.
Era un muerto vivísimo…
Corrí sin rumbo, tropezando aquí y allá. La gente no me insultaba, ni maldecía. Todos sonreían. Todos cantaban. Todos lloraban y se abrazaban. Todos se apresuraban a auxiliarme.
Oí palmas y vítores al Santo…
¿Qué estaba sucediendo? ¿Me había vuelto loco?
Entonces, en una de las caídas, alguien se apresuró a ayudarme. Era un hijo de Hbal, el anciano que malvivía en una granja de cerdos, al norte de Hipos, en la costa oriental del lago.
Y el muchacho me condujo hasta una improvisada tienda de pieles de cabra. Allí, sonriente, me invitó a pasar.
Lo que acerté a ver en el interior me dejó más perplejo aún.
Hbal comía y conversaba con otros hijos y parientes.
Eso no era posible, pensé.
El anciano, que en su día sacó adelante a la familia Nsura, padecía la enfermedad de Alzheimer, y en un grado severo. Vivía atado. No recordaba nada ni reconocía a nadie. La desorientación espacio-temporal, incontinencia de esfínteres, agresividad permanente, trastornos en el lenguaje y alteraciones motrices eran lo cotidiano en la vida de aquel infeliz. Jesús lo había tratado con gran ternura.
Pues bien, ahora hablaba con los hijos, tenía memoria de todo, llamaba a cada cual por su nombre, no presentaba alteraciones de ningún tipo, y su faz reflejaba serenidad.
Cuando pregunté, el hijo que me había auxiliado resumió:
—Ese hombre, Jesús, al que conocimos en la granja, ha arrojado a los demonios que lo consumían…
Me rendí.
Permanecí un tiempo junto a Hbal, observando, e intentando racionalizar la bellinte de Dios.
Jamás podré demostrarlo, científicamente. ¡Y qué puede importar! Estuve allí. Sé que fue cierto.
¿Cómo lo hizo? Lo ignoro. Simplemente, lo hizo…
Como hombre de ciencia recibí una de las mayores lecciones de mi vida.
El método científico es sagrado, pero no tanto…
La tarde-noche anterior, en Saidan, sucedió algo prodigioso, sobrenatural, no humano, magnífico y benéfico, misterioso y rápido, imposible de llevar a una mesa de laboratorio.
Ese poder (?) afectó a más de 600 personas. Según mi particular cálculo, 683 judíos, y no judíos, fueron sanados. Puede que más…
No importó el tipo de patología.
¡Fueron sanados, y en segundos, o en décimas de segundo!
Así de sencillo.
La discreta mente humana sólo es capaz de reconocer la bellinte, y no es poco…
Juro por mi honor que intenté averiguar cómo, en tan escaso tiempo, alguien pudo regenerar (?) o sustituir (?) (las palabras no me ayudan) una médula seccionada o aplastada…, con todas sus conexiones y devolver el movimiento a una tetrapléjica.
¿Cómo reconstruir un ojo que no existe? ¿Cómo sacar de la nada conos y bastones? ¿Cómo poner en pie interneuronas y células ganglionares? ¿Cómo hacer el prodigio de que todo eso se relacione y funcione? Y, además, sin cicatrices, impecablemente…
Hubo momentos en los que creí perder el juicio.
La polidactilia es un problema genético.
Eso quiere decir que «Alguien» modificó (?) la información genética de Ruṭaḷ al ciento por ciento… En otras palabras, intervino (?), o reestructuró (?), del orden de 1013 células (10 000 000 000 000 de células)[385]. ¡Y en segundos!
Naturalmente, estoy hablando desde el único punto de vista que conozco: el humano. Probablemente, Dios tiene otros caminos…
¿Y qué decir de una memoria perdida? ¿Cómo activarla? ¿Cómo recuperar los millones de recuerdos que ha devorado el Alzheimer?
El ejemplo no es malo: el Alzheimer, entre otros problemas, termina borrando el «disco duro» de la memoria. Empieza por las imágenes más recientes y acaba con todo. Es decir: destruye la compleja red neuronal, y sus cien billones de conexiones. Es el hardware el que se consume en la hoguera del Alzheimer.
¿Cómo reconstruir (?) todo eso? ¿Cómo devolver la frescura a millones de haces de neurofilamentos, dendritas y axones?
Aquella mañana del domingo, 18 de enero (año 28), pasará a la historia como la más grande cura de humildad de quien esto escribe.
Somos nada, en las rodillas de un Dios…
El resto de lo vivido en Saidan es fácil de imaginar.
La totalidad de los enfermos del kan del lago Hule resultó igualmente curada.
Paralíticos cerebrales, oligofrénicos, autistas…
En todos fueron recompuestos los cerebros, los sistemas nerviosos, las memorias (en la mayoría de los casos inexistentes) (!)…
Cuando llegué al improvisado campamento, Assi lloraba en un rincón.
Comprendía menos que yo…
Hašok, el «hombre lobo», aparecía limpio. Había conseguido un espejo de bronces, y se miraba constantemente. Pero seguía ocultando el rostro y las manos bajo la túnica roja. Necesitaba tiempo, como todos…
Denario oía, y se tapaba los oídos con las manos.
Lloraba también, aunque nunca supe por qué.
Alguien tendría que enseñarle a hablar.
¡Dios santo!, ¿cómo lograron la puesta en marcha del órgano de Corti y de las vías neurales? ¡Qué extraordinaria delicadeza!
Y recordé el extraño sueño tenido en la posada del cruce de Qazrin, aquel 19 de agosto del año 25…[386].
Dios, o su «gente», hablan a través de las ensoñaciones. Estoy seguro.
Vencida la mañana regresé al caserón.
Y lo hice pasando por la casa de Pedro. Amata, la suegra, también fue curada. Ahora sí hubo prodigio… De Pedro, ni rastro.
Las calles terminaron convirtiéndose en una fiesta. Llegaba gente y llegaba. Las noticias sobre el formidable acto de poder y de misericordia volaron por el lago, y más allá del yam.
Y frente al caserón de los Zebedeo, a punto de ingresar en el cuartel general, los vi…
Fue la enésima sorpresa de aquella histórica jornada (no la última).
Eran ellos, no cabía duda.
Examiné al pequeño.
No sabía andar, pero había superado la paraplejía inferior o crural que lo consumía.
¡Dios mío!
Era la familia de Nahum que conocí en los te’omin, las fuentes gemelas de Enaván. Como se recordará, se presentaron en el lugar con la ilusión de que Yehohanan curase a su hijo[387]. Por supuesto, no lo lograron.
El niño tenía las piernas paralizadas. En noviembre del año 25 padecía, además, un importante déficit neurológico, con pérdida del control intestinal y de la vejiga. En síntesis, como ya expliqué, sufría un trastorno congénito denominado «meningomielocele». Algo incurable en aquel tiempo.
Querían dar las gracias al constructor de barcos de Nahum…
Me abrazaron y aseguraron que este explorador les había traído suerte.
El niño, de unos cuatro años, miraba, perplejo, con unos enormes y luminosos ojos azules.
Él, obviamente, no sabía de su gran fortuna…
El padre explicó que acudieron a Saidan cuando escucharon los rumores sobre la curación de Amata, la suegra de Pedro.
—Estamos aquí por casualidad…
Y reí para mis adentros. ¿Casualidad?
Pero la jornada no había terminado.
Entré en el caserón a eso de las 13 horas, agotado.
Aquel dolor en el estómago…
Busqué a Jesús, pero no lo hallé. Nadie sabía nada.
Y cometí un nuevo error. Permanecí en el comedor, sin preocuparme del palomar. No vi a Kesil ni tampoco a Abril. Supuse que continuaban al lado del ingeniero.
Sí, otra grave equivocación…
Los discípulos, igualmente agotados, habían terminado por retirarse a sus respectivos alojamientos. En la «tercera casa» permanecían Andrés, desesperado ante la ausencia de su hermano, Mateo Leví, con su joven esposa Mela’, y un niño que no conocía.
Hablaban en voz baja. El pequeño dormía en los brazos de la mujer.
El «oso», Tomás y los gemelos también habían marchado a sus casas. Necesitaban descansar.
Me interesé por Pedro, pero Andrés no pudo dar muchas explicaciones.
—Es burro como nadie —manifestó el jefe—. Dice que la culpa del error es suya y no ha vuelto por aquí, ni tampoco por su casa…
Andrés se refería a la propagación, por parte de Pedro, del falso rumor sobre la curación de Amata.
—Sabemos que sale a pescar y que duerme, incluso, en la barca… Ya se le pasará…
El resto de la familia de los Zebedeo tampoco se hallaba en el caserón. Me pareció raro. Después deduje que se habían incorporado a la fiesta, en las calles de Saidan.
Y aproveché la presencia del prudente Andrés para preguntar sobre lo ocurrido en el atardecer del día anterior, mientras nos encontrábamos en el lago.
Andrés sonrió, y se le saltaron las lágrimas. Alzó los brazos y la túnica resbaló, dejando la piel al descubierto.
¡La psoriasis había desaparecido!
Examiné las manos. Ni rastro de las placas escamosas.
Las uñas aparecían intactas y brillantes.
¡Dios…!
Las manchas en los pulgares tampoco existían.
Andrés ya no era un sapáhat…
Fue entonces cuando creí comprender. No alcancé a detectar la psoriasis de Andrés en el año 30 porque, sencillamente, fue curado antes, en enero del 28. Y lo mismo sucedió con el resto de los discípulos, excepción hecha de Tomás, Bartolomé y los gemelos de Alfeo, que no recibieron la misteriosa «luz azul». Tomás siguió con el estrabismo en el ojo izquierdo (del tipo deorsum vergens: desviación del ojo hacia abajo). El «oso» continuó padeciendo de varices, y los de Alfeo mantuvieron el ligero retraso mental.
En cuanto a mí… Era mi Destino.
Y Andrés contó lo ocurrido.
—Esa tarde, al poco de vuestra partida, vimos regresar al Maestro. La gente continuaba frente a la casa. Llegaban de todas partes. Eran cientos los que solicitaban el favor del rabí…
Mateo y la esposa seguían las explicaciones con atención.
El pequeño dormía plácidamente…
—Preguntamos a Jesús qué debíamos hacer, pero no respondió. Se sentó ahí, donde tú estás, y se sirvió leche en un cuenco. Estaba sediento…
—¿Dónde estuvo?
—Habló de las colinas. Permaneció en contacto con Abbā.
»Seguimos discutiendo, pero nadie se ponía de acuerdo. ¿Recuerdas?
Por supuesto. Algunos discípulos eran partidarios de la curación masiva de la gente. Otros se manifestaron en contra. Santiago de Zebedeo habló del odio del Sanedrín…
—Pues bien, en ello estábamos, cuando oímos música…
—¿Qué música?
Andrés no recordaba el nombre de alguien. Mateo, atento, le ayudó:
—Har. Fue Har…
—Eso, el hermano de la muchacha paralítica… Oímos su flauta… Y, durante un rato, se hizo el silencio. Jesús se levantó, dejó el cuenco de leche, y salió de la sala. Al poco lo vimos regresar. Llevaba una flauta en las manos… La que le regaló Har. Salió del caserón, buscó al joven, y se sentó a su lado. Y tocaron juntos. Nadie levantó la voz. Todos escuchamos, fascinados.
—¿Viste a Nŭ, la hermana?
Andrés no sabía. Mateo tampoco.
—Cuando dejaron de tocar —prosiguió el jefe—, alguien, entre la multitud, clamó: «¡Rabí, di una sola palabra y la salud volverá a nosotros!… ¡Ten piedad!».
Al bueno de Andrés se le humedecieron los ojos.
—Nadie respiró, Jasón… Había cientos de enfermos, tullidos, ciegos, cojos… Se hizo un gran silencio. Esperamos…
—¿Había oscurecido?
—Casi…
—¿Y qué sucedió?
—El Maestro se puso en pie, y contempló a la gente…
—¿Qué dijo?
—Nada. Se limitó a mirar… Fue el gentío quien, finalmente, estalló en una súplica colectiva. Levantaban las manos, rogaban, lloraban…
Nos estremecimos.
Entonces aparecieron aquellas lágrimas en los ojos del rabí.
Andrés se emocionó y guardó silencio.
Mateo también tenía los ojos húmedos.
—Después —balbuceó el jefe de los discípulos— se presentó aquella luz azul entre las nubes…
Andrés y Mateo me miraron, buscando mi comprensión.
No dije nada, pero permanecí atento.
Y Andrés, más calmado, comentó:
—Todo se volvió azul…
—¿Cómo es eso?
El jefe se encogió de hombros. No lo sabía, lógicamente.
—Nadie supo. Todo se volvió azul: las casas, las calles, la gente, la ropa, los animales, las manos, los pies… ¡Nevó azul!
Yo sí supe lo acaecido aquel atardecer en Saidan. Había sido testigo en otras oportunidades…
El Hijo del Hombre, sencillamente, sintió piedad por sus criaturas. Y su corazón se puso del lado de los que imploraban. Imaginé su pensamiento: «Si fuera la voluntad del Padre…, desearía que mis hijos quedaran sanados».
Y la infinita compasión del Hombre-Dios hizo el prodigio.
Al instante, la «gente» al servicio del Padre se puso en movimiento (?), y actuó: fueron curadas entre seiscientas y setecientas personas. Sucedió algo parecido con el niño mestizo —Ajašdarpan—, con Aru, el negro tatuado, y también en Caná.
Jesús fue el primer sorprendido.
Lo he dicho más de una vez. La característica del Maestro no fue el poder, o la sabiduría. Fue la inagotable piedad. Y vuelvo a preguntarme: ¿cuántos prodigios hizo Jesús de Nazaret que jamás fueron conocidos? ¿Cuánta gente se benefició de su ternura?
—Entonces empezó a llover —concluyó Andrés—, y el gentío se volvió loco. ¡Estaban curados! ¡Los cojos y los paralíticos caminaban! ¡Los ciegos de nacimiento veían!… ¡Los leprosos…!
Contempló sus manos y brazos y rompió a llorar.
«Nevó azul…».
Noté un nudo en la garganta.
Mateo prosiguió:
—La gente se volvió loca. Golpeaban la puerta. Reclamaban a Jesús… ¡Querían nombrarle rey y ponerlo al frente de los ejércitos de liberación de Israel!
—¿Y el Maestro?
—Desapareció. Atrancamos el portalón y nos encerramos en este lugar, discutiendo… Ya sabes: unos a favor y otros en contra.
Mateo entró en detalles.
Aquél, sin duda, fue el día más grande para Juan Zebedeo, el Iscariote y Simón, el Zelota. Necesitaron tiempo para asimilar lo ocurrido. Si el reino invisible y alado no había empezado, y había sucedido lo que había sucedido, ¿qué les aguardaba? Estaban eufóricos. Más impactados que en Caná. El resto se mostró prudente, pero ardía por dentro. Sólo el Mesías prometido, el Libertador, el hijo de David, el rompedor de dientes, podía llevar a cabo un milagro semejante.
Tenían razón, pero no…
De pronto, el niño que sostenía Mela’ en los brazos empezó a gemir. Y se movió.
La esposa lo consoló, y lo acarició.
Entonces me fijé en la planta del pie izquierdo.
Reconocí la singular mancha de Telag, el niño down de Mateo: una especie de trébol de cinco hojas…
Y tuve un presentimiento.
Aquel niño…
El pequeño terminó despertando, y medio se incorporó.
No lo reconocí.
Andrés se dio cuenta de mi confusión, y aclaró:
—Es Telag…
—¿Telag?
Mateo y Mela’ asintieron en silencio.
¡Dios de los cielos! ¿Cómo era posible? ¡Telag era un niño mongólico!
Creo que palidecí.
Rogué a los padres que me permitieran reconocer al pequeño, y aceptaron, sumisos.
Mateo comentó, feliz:
—Ya no es un endemoniado… El Maestro ha echado al espíritu inmundo que lo habitaba.
Telag, en efecto, era una criatura normal. No descubrí rastro alguno de los síntomas de la alteración cromosómica (trisomía 21).
Estaba desconcertado.
Alguien había rectificado el segmento distal del brazo largo del cromosoma 21 (responsable del fenotipo del síndrome de Down). Como es sabido, dicho segmento contiene los genes que, por triplicado, son la causa del problema.
Todas las células de Telag —millones y millones— fueron modificadas (?), con el fin de que la criatura no presentara tres copias del cromosoma 21 (lugar en el que se ubica el gen de la proteína amiloide beta), sino las dos habituales.
¡Otro prodigio genético, imposible de llevar a cabo, ni siquiera en nuestro tiempo!
Me costó trabajo aceptar la realidad. El aspecto de Telag era diferente.
Y me atreví a preguntar:
—¿Cómo sabes que es él?
Mela’ sonrió y fue a mostrar lo que había llamado mi atención: la mancha en el pie izquierdo.
—Además —añadió Mateo—, Telag estaba con nosotros. En esos momentos, cuando el Maestro expulsó los demonios, yo lo mantenía sujeto por la mano…
Y el matrimonio explicó cómo había llegado a Saidan esa misma mañana del sábado, 17. Escucharon en Nahum las habladurías sobre la curación de Amata, y se apresuraron a visitar a Pedro. Ese día, no sabe por qué, Mateo decidió que su mujer e hijo pequeño lo acompañaran. Y así fue como terminaron en el caserón de los Zebedeo, en el momento oportuno…
Mateo no se atrevió a hablar de casualidad. El discípulo era especialmente inteligente y sensible…
—Ya no es un endemoniado —repitió.
No dije nada. Lo importante era que Telag había recuperado la normalidad.
La familia flotaba.
El atardecer del sábado, 17 de enero (domingo para los judíos), fue uno de los momentos más notables en la vida del Hombre-Dios, y me atrevería a decir que en la historia de la humanidad.
Los evangelistas, sin embargo, para mi irritación, sólo dedican al suceso unas escasas y torpes líneas[388]. Mateo lo despacha en siete. Marcos en ocho, y Lucas en otras ocho líneas.
Entendí que Mateo, siempre prudente, no dijera nada en su evangelio sobre Telag, su hijo…
A partir de ese día, el amor del gabbai o ex recaudador de impuestos por el Galileo no tuvo medida ni fin. Jesús era el Mesías prometido. Nada podía convencerlos de lo contrario.
Fue en esos momentos cuando caí en la cuenta de algo importante…
¡Cómo pude ser tan torpe!
Y corrí hacia el palomar.
Era la nona (tres de la tarde).
Ese día, el ocaso se produjo a las 16 horas, 56 minutos y 49 segundos (de un supuesto Tiempo Universal).
Era el Destino, naturalmente, quien llevaba las riendas…
Abrí la puerta, aterrorizado.
¡Dios mío!
¿Por qué fui tan torpe?
¡Vacío!… ¡El palomar se hallaba vacío!
¿Dónde estaba? ¿Dónde se lo habían llevado? ¿Por qué nadie me dijo nada? A Kesil le esperaba una buena bronca…
Y pensé: «¿Habrá muerto?».
Comprendí.
«Se lo han llevado porque ha fallecido…».
Me dejé caer sobre el camastro, desolado.
¡Mi amigo, muerto!
Quise llorar. No fue posible.
Pensé en bajar a la «tercera casa» y pedir explicaciones.
Pero, de pronto, «algo» tiró de mí hacia la ventana.
¿Qué era ese «algo»? Rectifico: ¿qué es ese «algo» que me mueve?
El presentimiento se hizo intenso…
Lo vi de inmediato.
El sol rodaba, naranja, hacia el Ravid. Faltaban dos horas para el ocaso.
Era Él.
Caminaba por la orilla del lago. Zal jugaba en el agua.
Cerca del Maestro observé a una mujer y a dos hombres…
Sentí un escalofrío.
Uno de los dos hombres parecía… Aquellos andares resultaban familiares para quien esto escribe.
Pero no. Eso no era posible…
Estaban lejos. No los distinguía con precisión. Tenía que aproximarme.
Di media vuelta y volé, escaleras abajo.
Pero, súbitamente, cuando corría por la playa, aquel agudo dolor en el estómago me frenó en seco.
Tomé aire, e intenté dar un paso.
Imposible.
Me empapé en un sudor frío y fui cayendo, de rodillas, sobre la arena.
Estaba a punto de perder el conocimiento…
En la distancia seguí contemplando al Galileo. Se había detenido y conversaba con los hombres. La mujer se mantenía a unos pasos.
Zal empezó a ladrar y avanzó hacia este explorador, siempre ladrando.
Jesús y el resto me miraron. Supe que hablaban de mí.
Instantes después, la mujer siguió los pasos del perro color estaño. Y empezó a correr…
El dolor ascendía. Me tenía preso.
Después fueron los varones los que se lanzaron a la carrera, también hacia este inmovilizado explorador.
Creí reconocerlo…
¡Sí, era él!
Y el sudor frío me inundó. Creí morir…
El Maestro permaneció solo en la orilla. Entonces levantó el brazo izquierdo.
Saludaba.
Pero ¿a quién?
Miré a mi alrededor, como un perfecto estúpido.
En la costa no había nadie. Sólo barcas varadas, gaviotas holgazanas, olas dormidas, y los colores del atardecer, entretenidos en la aldea de Saidan.
Jesús mantuvo el brazo en alto. Y agitó la mano, en señal de saludo.
Saludaba a quien esto escribe…
Alcé el brazo, con timidez, y correspondí.
¿Por qué saludaba?
El gesto del Hijo del Hombre se prolongó casi un minuto.
No sé explicarlo. En mi mente sonó una palabra, «5 por 5» («fuerte y claro»):
—¡Confiad!
No comprendí. En esos momentos no. Ahora sé por qué fue en plural. El consejo era para mí, y para el hipotético lector de estas memorias…, por supuesto.
Después, el Maestro bajó el brazo, dio media vuelta, y se alejó con sus típicas zancadas.
Zal llegó como un rayo. Saltó un par de veces a mi alrededor, me regaló dos o tres lengüetazos, y partió, también a la carrera, en busca de su amo.
Mensaje recibido.
Abril me abrazó.
Después llegaron ellos.
Kesil, alarmado, se arrojó igualmente a mis brazos. No sabía si reír o llorar.
El último fue él.
Se quedó mirando unos segundos. Sé que disfrutó ante mi perplejidad.
Lo exploré, de arriba abajo, y tuve que rendirme a la evidencia.
¡Era el ingeniero! ¡Eliseo!
Pero…
¡Estaba cambiado!
¡No era él! ¡No era el que había dejado en mi habitación! Mejor dicho: era él, en sus mejores momentos…
El cabello aparecía negro. No presentaba una sola cana. ¿Qué fue del encanecimiento súbito?
La piel era tersa, limpia, juvenil, brillante…
¡No podía ser!
Horas antes estaba en coma, a punto de morir.
No había huesos fracturados, ni osteoporosis. ¿Qué pasó con el mieloma múltiple? El cáncer de las células plasmáticas era mortal…
Las preguntas y los sentimientos se atropellaron.
Finalmente me abrazó.
Fue un abrazo largo y cerrado.
No hubo palabras. ¿Para qué?
El Maestro lo había curado…
Después, todos quisieron hablar al mismo tiempo. Todos deseaban explicar lo ocurrido en aquel atardecer del sábado, 17 de enero.
Eliseo solicitó calma y contó lo siguiente:
«De pronto abrí los ojos… No sabía dónde estaba… Vi a Kesil e intenté preguntar, pero no pude… Me sentía confuso… Kesil miraba por la ventana… Y, de improviso, todo se volvió azul… El arcón, las paredes, las ropas… Terminé sentado en la cama y pregunté… Kesil me explicó… Al poco, la luz azul desapareció… Te buscamos, pero no estabas… Después supe lo de la gran curación…».
Mientras oía regresaron a mi mente dos no menos asombrosas imágenes. Primero la de la peonza o zevivon de madera de sauce, regalada a este explorador en la fiesta de la Janucá por Eliseo y por Kesil. En la tarde del 29 de diciembre del año 25, como se recordará, «anunció» un milagro[389].
Aquella tarde-noche, en el Ravid, la peonza, como digo, «anunció» la letra nun: «milagro». En las cuatro caras del zevivon podían leerle las iniciales nun, guimel, hé y shin («milagro grande fue allí»).
Sí, milagro grande sucedió en Saidan…
¿Casualidad? Lo dudo.
El segundo y misterioso recuerdo lo formaron las letras y los números que se posaron en mis manos durante el «sueño» vivido en la garganta del Firán, y al que me he referido en otras páginas de estos diarios. Sucedió en noviembre del año 25.
La cuarta y quinta palabra decían: «DESTINO 101» y «ELIŠA Y 682», respectivamente.
No salía de mi asombro.
Yehohanan encontró su Destino el 10 de enero («DESTINO 101»).
«ELIŠA» (Eliseo) era el sanado número 683 de mi lista, en la histórica curación de Saidan: «ELIŠA Y 682».
Las «palabras» que descendieron sobre este explorador se habían cumplido, a excepción de cuatro[390].
No tengo la menor duda: Dios, o su «gente», hablan en los sueños.
Pero un súbito vómito de sangre —espectacular— me devolvió a la realidad.
Palidecí.
Recuerdo sus rostros, aterrorizados.
Y el dolor me venció, nuevamente.
Caí en la arena, sin conocimiento…
Cuando recuperé la conciencia me hallaba en el asiento del copiloto, en la «cuna».
¿Qué había sucedido?
No lograba recordar…
Vómito de sangre… Perdí el sentido… Caí de bruces en la playa… Nada más.
Descubrí que estaba enfundado en el traje espacial.
Eliseo, a mi izquierda, pilotaba la nave.
Me sentí débil. La mente era un lugar lejano y lleno de niebla.
Contemplé la escafandra. Aparecía salpicada de sangre.
¿Había vomitado de nuevo?
Volábamos…
Percibí la suave vibración del motor principal, el J85.
Traté de hablar.
No fue posible. Carecía de fuerzas…
Inspeccioné el instrumental. Necesitaba una pista. ¿Qué estaba pasando?
El indicador de combustible rozaba el mínimo. Habíamos consumido la mayor parte de los 7211 kilos que quedaban. En esos instantes restaban 315 kilos y la reserva (un 3 por ciento del total): 492 kilos.
Traté de hacer cuentas. Lo logré a medias…
La nave disponía de carburante para un total de 161 segundos.
¡Mala cosa!
Y la vista se detuvo en los cronómetros monoiónicos.
Allí estaba la clave…
El contaje fue revelador: «1973… junio… día 28… hora: 21 (local)… jueves».
Volví a consultar.
No había duda.
¡1973!
¡Estábamos de regreso!
El módulo había despegado del Ravid, cubrió las 109 millas que nos separaban de Masada, en el mar Muerto, y «Santa Claus» se ocupó de la oportuna inversión de masa de los swivels.
¡Dios santo!
E imaginé la razón por la que habíamos vuelto a nuestro «ahora». Eliseo, alarmado ante mi situación, optó por el retorno. En mi país (USA) tenía más posibilidades de sobrevivir.
Pero ¡quedaba tanto por hacer…!
La «cuna» seguía quemando a razón de 5,2 kilos por segundo.
El caudalímetro no tenía piedad…
Eliseo, finalmente, se percató de mi vuelta a la vida (?).
Sonrió, y comentó con una inexplicable serenidad:
—¡Ánimo, mayor!… ¡De nuevo en casa!
No pregunté. No tenía fuerzas ni ánimos.
Altitud: 300 pies, y bajando…
El ingeniero reclamó la atención del ordenador y los sistemas continuaron en automático.
Por estribor apareció la superficie del mar Muerto.
No faltaba mucho para el ocaso.
Descendiendo a 23 pies por minuto… 175 para la toma de contacto… Reducción de velocidad a 2,5 pies por minuto… Reducción a 2…
Los ocho cohetes auxiliares colaboraron en la frenada, y lo hicieron con dulzura.
Y, de pronto, me di cuenta.
¡No descendíamos sobre Masada!
Estábamos cayendo directamente al mar…
Permanecí tranquilo. Mi compañero sabía… Era un excelente piloto.
Nivel: 30 pies…
La «cuna», obedeciendo a «Santa Claus», hizo estacionario, y comenzó una loca carrera contra el tiempo, quemando a 6 kilos por segundo.
¿Por qué nos deteníamos?
Estábamos en el límite. Ya no había combustible… Los tanques de reserva entraron en funcionamiento. Disponibilidad: 492 kilos…
Miré a Eliseo. Continuaba pendiente de todo.
Dio una última orden a «Santa Claus» (que no llegué a captar), liberó los cinturones de seguridad, y saltó del asiento, animándome a que lo siguiera.
—¡Fin del viaje, mayor!… ¡Disponemos de ochenta segundos!…
Se quedó mirándome, aguardando.
—¡Vamos, vamos!… ¡La operación ha terminado para nosotros!
No comprendí.
—¡Mayor, Caballo de Troya termina aquí!… ¡Vamos! ¡Los israelitas no tardarán en detectarnos…!
Lo intenté. Fue imposible. No era capaz de levantarme.
El ingeniero intuyó algo. Se lanzó sobre este explorador, soltó los cinturones y me ayudó a caminar hacia el centro de la «cuna». Recuerdo que arrastraba los pies… ¿Qué me ocurría?
El ingeniero pulsó el sistema hidráulico y, al instante, la trampilla ubicada en el suelo del módulo se abrió por completo.
Vi las aguas azules, a poco más de diez metros, rizadas por los gases del peróxido de hidrógeno.
—¡Vamos, mayor!… ¡Hay que saltar!
Indiqué que tenía puesta la escafandra.
Eliseo asintió, y se disculpó por el fallo.
La retiró e hizo lo mismo con la suya.
—¡Ya! —ordenó el ingeniero—. ¡No hay tiempo ni combustible!…
Dirigió la mirada hacia los controles, y ratificó:
—¡Quedan cuarenta segundos!
Pero seguí dudando…
—¡Vamos, maldita sea!
Eliseo no esperó. Terminó empujándome al vacío.
Y caí…
Sentí el roce caliente de los gases en los cabellos y en la piel.
Después choqué con el agua…
Después, todo azul.
Me hundí.
Cerré los ojos.
Sabía que, en breve, la intensa salinidad me devolvería a la superficie…
Algunas burbujas escaparon del traje. Reían.
Me dejé llevar.
Silencio.
Todo era azul…
¿Qué importaba morir?
Entonces lo vi (¿en mi mente?).
Era el Maestro…
Levantó el brazo izquierdo y saludó. Vestía la túnica blanca. Una leve brisa lo acompañaba y desordenaba los cabellos color caramelo. Sonreía, mostrando la impecable dentadura. Me miró intensamente, y el amor se derramó por aquellos ojos color miel.
Y gritó:
—¡Confiad!
Así permaneció un rato, agitando la mano en señal de saludo. ¿O fue una despedida?
El yam, entonces, se volvió azul, como el amor…
¡Nunca más volvería a verlo!
Abrí los ojos y la sal me hirió. El instinto de conservación me despabiló.
No supe a qué profundidad había ido a parar. La luz se abría paso con esfuerzo. Abajo habitaban unas tinieblas siniestras…
Nunca me gustó aquel fondo. A trescientos metros sólo había fango y muerte…
Empecé a subir.
Y en eso, ante mi asombro, surgió ella…
Traté de frenar el ascenso. Imposible.
Se hallaba muy cerca. Quizá a diez o quince metros…
Quise nadar a su encuentro.
No pude. El agua empujaba hacia arriba, sin remedio.
¡Se hundía!
Largas hileras de burbujas huían por la base…
¡Dios mío!
¡Era la «cuna»!… ¡Se perdía hacia el fondo!
Descendía lentamente, con ligeros balanceos. Las burbujas solicitaban socorro, lo sé.
¿Y Eliseo?
Deduje que había saltado…
La luz persiguió a la nave un tiempo, no mucho.
Brillaba como la plata.
Después desapareció en las profundidades…
Sí, era el fin de la Operación Caballo de Troya; el fin de la más increíble aventura humana…
Yo le conocí. Supe de su verdadero mensaje. Estuve allí, con Él. Yo le amé.
Jesús de Nazaret…
En Ab-bā, siendo las 12 horas
del 12 de julio de 2011.