30 DE ENERO, MIÉRCOLES (AÑO 26)
(TERCERA SEMANA EN BEIT IDS)

Jesús de Nazaret siguió descendiendo por la ladera con sus habituales zancadas. El objetivo, parecía claro, era «Matador», el maldito jovenzuelo que gobernaba la banda de los dawa zṛaḍ (la «maldición de la langosta» en el lenguaje de los badu, los beduinos de Beit Ids). Por detrás, a escasa distancia, le seguía Dgul, el capataz del olivar, con la «tembladera» entre las manos. Ambos parecían dispuestos a terminar con aquella lamentable situación. Y yo, sin pensarlo, me fui tras ellos. Pero, lamentablemente, cuando apenas había dado un par de pasos, el árabe agitó de nuevo la antorcha que sostenía en la mano derecha y la arrojó al interior de la canasta. Me detuve espantado. Las llamas prendieron en las ropas del niño y, al instante, Ajašdarpan se convirtió en una bola de fuego. El enebro (una especie de aguardiente), vertido por aquel canalla sobre los harapos del pequeño de los huesos de «cristal», resultó determinante. Las llamas se propagaron veloces. Y el árabe acertó a gritar por segunda vez:

Smiyt… i… qatal! (Mi nombre es «Matador»).

Sentí cómo el mundo se derrumbaba. El Maestro y el capataz no habían llegado a tiempo…

Fue todo tan rápido…

Y en eso, nada más arrojar la tea en la canasta de cornejo, y gritar su nombre, «Matador» cayó fulminado. ¿Qué había sucedido? Jesús y Dgul estaban a punto de alcanzar la espuerta en la que ardía el niño.

Comprendí.

Por detrás de aquel malparido apareció la figura de la mendiga, tambaleante, y con una piedra en la mano izquierda. La mujer lo había golpeado en el cráneo y Qatal cayó a sus pies. El resto de la banda, al percatarse de la suerte de su jefe, soltó las ollas que blandían como mazas, y con las que habían aplastado a Ajašdarpan, y huyó por el olivar.

Todo quedó en silencio. Todo el mundo miraba hacia la canasta de madera en la que se consumía el niño.

Supuse que estaba muerto…

Y al llegar frente al fuego, el Maestro, sin dudarlo, se despojó de la túnica y la arrojó al interior de la espuerta, al tiempo que palmeaba sobre el cuerpo de la infortunada criatura en un intento por sofocar las llamas. Dgul se unió a Jesús y, entre ambos, procedieron a rescatar al niño del interior de la canasta. Y en el suelo, de rodillas, continuaron el dudoso trabajo, en un más que difícil intento por salvar la vida del pequeño. El resto de los felah se movilizó y acudió en ayuda de Jesús y del capataz. Yo, desconcertado y roto, me fui tras ellos.

Alguien procedió a apagar el fuego que, prácticamente, había consumido la canasta. El Maestro continuaba de rodillas. El niño no se movía. Tampoco escuché un solo gemido. Deduje que, tras los golpes y el incendio, Ajašdarpan tenía que haber muerto. Nadie, en su estado, hubiera resistido algo semejante.

Y durante algunos segundos, eternos, nadie hizo nada; nadie dijo nada. Jesús, con el cabello recogido en su habitual cola, permanecía inmóvil, mudo y con la vista fija en la túnica blanca que envolvía a la criatura.

Mala suerte, pensé.

Y el capataz procedió a retirar la túnica. Al contemplar al pequeño, un murmullo se alzó entre los campesinos. Quien esto escribe bajó la mirada, horrorizado.

«Ajašdarpan está muerto». Ése fue mi pensamiento al contemplar al niño. Dgul trató de encontrar algún vestigio de vida en el cuerpo carbonizado. Yo intenté superar el dramático momento y me concentré en una atenta observación de la criatura. El capataz negó con la cabeza. Era la primera vez que no le veía sonreír. Busqué el pulso y, ante mi sorpresa, comprobé que el bueno del capataz estaba equivocado. El niño presentaba un pulso débil y filiforme, como un hilo. Quedé asombrado. Aquella criatura resistía con todas sus fuerzas. El panorama, sin embargo, era desolador. Las llamas lo habían consumido, prácticamente. El cuerpo, sin ropas y sin pelo, era una costra negra, apergaminada hasta el desbridamiento, y colonizado por un buen número de flictenas (ampollas) de todos los tamaños, que variaban entre el blanco y el rojo cereza. No distinguí zona del cuerpo que no se hubiera visto afectada por el fuego. Las quemaduras del tórax y de las extremidades eran especialmente graves. Las llamas, que probablemente habían superado los 70 grados Celsius, habían dejado al descubierto, bajo la escara o costra negruzca, parte de los músculos y de los huesos. Aunque el fuego había afectado gravemente a la cabeza y a la cara, provocando la atresia (oclusión de las aberturas naturales, especialmente de la nariz), Ajašdarpan mantenía una respiración debilísima, pero suficiente. El resto de la exploración fue igualmente terrorífica. Era un milagro que el niño siguiera con vida. Las quemaduras en los pies y en los genitales externos eran muy profundas, y lo mismo sucedía con los pliegues de flexión, cuello y zonas de cicatrización queloidianas (región deltoidea y cara anterior del tórax). Recurrí a la llamada «regla de los 9», de Wallace, para intentar conocer la extensión aproximada de las quemaduras[1], aunque sabía que este procedimiento no era el ideal en el caso de un niño, debido a las proporciones, relativamente distintas, de la cabeza, extremidades y tronco. Repetí la operación y el resultado, siempre aproximado, me dejó sin aliento: más del 80 por ciento del cuerpo aparecía consumido por las llamas. El pronóstico, por tanto, era muy grave. La probabilidad de muerte era elevadísima.

Dgul me observó, impaciente. E hice lo único que podía hacer. Le dije la verdad. El niño tenía pocas posibilidades de salir adelante. Aun así, el voluntarioso capataz se dirigió al grupo de felah que seguía atento y ordenó a las mujeres que dispusieran de agua fría y limpia y aceite en abundancia. No repliqué.

El Maestro continuaba inmóvil, atento al niño y, supongo, a mis exploraciones.

No pude ser preciso a la hora de evaluar el tipo y la profundidad de las quemaduras. El cuerpo, como dije, era un amasijo de ampollas y carne carbonizada. Había quemaduras de segundo grado y, sobre todo, de tercero y cuarto[2]. Supuse que, al margen del intenso dolor inicial, Ajašdarpan no había sufrido demasiado. Las quemaduras de tercer y cuarto grados habían destruido las terminaciones nerviosas y eso, aunque no significaba un consuelo, al menos me hizo sospechar que el dolor había desaparecido. Otra cuestión era el shock y las posibles infecciones que podían derivarse de las terribles quemaduras. Lo más probable es que el niño de los huesos de «cristal» hubiera experimentado ya un shock hipovolémico, como consecuencia de la enorme pérdida de fluidos corporales. Yo no podía medirlo en esos momentos, pero deduje que el aporte sanguíneo había descendido bruscamente. Aquello hacía más comprometida su situación. Para compensar el shock hubiera tenido que administrarle entre 100 y 200 mililitros/hora de un ringer lactato. Pero eso, obviamente, era imposible. Examiné nuevamente las quemaduras y comprendí que, si seguía vivo, las infecciones no tardarían en asaltarlo. Al destruir la epidermis, la invasión bacteriana se presentaría de inmediato. Primero los estreptococos y los estafilococos; después, a los pocos días, las bacterias gramnegativas y una extensa flora mixta[3].

Me sentí desolado. Había empezado a experimentar afecto por aquel infeliz…

En cuanto a las fracturas, sinceramente, me negué a explorar. El pequeño, como ya relaté, padecía una enfermedad extraña, una osteogénesis imperfecta[4], como resultado de un defecto genético. Los huesos presentaban una extrema fragilidad, como el cristal, con deformaciones esqueléticas, articulaciones sin fuerza, musculatura débil y una piel frágil, con cicatrices hiperplásicas, siempre llena de moratones. Los golpes, con seguridad, habían pulverizado los huesos, provocando toda clase de fracturas; algunas, supuse, de especial gravedad. Pero me negué a una palpación inicial. No deseaba añadir dolor al dolor…

La muerte se presentaría en cuestión de minutos; quizá, con suerte (?), en horas. Y yo no podía hacer absolutamente nada. Me sentí frustrado. Más que eso: me sentí aplastado por la impotencia y por una tristeza infinita, como hacía mucho que no experimentaba. Necesitaba alejarme de aquel lugar. Y pensé en regresar al olivar, o quizá a la cueva. Eché un vistazo a mi alrededor. Fue entonces cuando reparé en «Matador». Casi lo había olvidado. Permanecía inmóvil, a escasa distancia. Y necesitado, como digo, de un respiro me alejé del niño y de los que lo rodeaban.

Aquel otro infeliz, porque de eso se trataba, sin duda, estaba muerto. La afilada piedra utilizada por la mendiga le había abierto la base del cráneo. Y allí seguía, incrustada en el hueso occipital, relativamente próxima a la nuca. De la mendiga, por cierto, ni rastro. Nadie se había preocupado del árabe, de momento. Y deduje que el resto de la banda no tardaría en volver. Aquel asunto no estaba cerrado… Y temí lo peor. ¿Debía convencer al Maestro para abandonar aquel lugar? Aquello empezaba a tener mala cara.

El cielo siguió cubriéndose. La lluvia «dócil» —la es-sa ra—, como la llamaban los badu, no tardaría en presentarse. ¿Qué hacer? El instinto tiraba de mí. Hubiera sido más prudente alejarse de la colina «800» y retornar a nuestro hogar, en la cueva de la llave. Pero sólo era un observador. No debía decidir.

Y en esos instantes, mientras me debatía entre estos pensamientos, oí aquella familiar voz. Era Jesús. Cantaba en hebreo. Me puse en pie y contemplé al grupo. Las mujeres acababan de regresar. Portaban el agua y el aceite solicitados por Dgul. Habían extendido una esterilla de hoja de palma sobre el terreno y, al parecer, aguardaban la orden para atender al niño. Todos parecían desconcertados. Regresé junto al capataz y lo que vi también me dejó perplejo…

El Maestro había tomado a Ajašdarpan y lo mantenía abrazado contra su pecho. Los brazos del pequeño colgaban inermes. La cabeza, carbonizada, descansaba sobre el poderoso hombro izquierdo del Maestro.

Sentí un escalofrío.

Jesús, de rodillas, acunaba al pequeño con un suave movimiento de los brazos. Todos, como digo, nos hallábamos perplejos.

El Galileo mantenía los ojos bajos y entonaba un salmo…

—Revivirán tus muertos… mis cadáveres se levantarán… se despertarán, exultarán los moradores del polvo…

Creí reconocer los versículos. Eran del profeta Isaías (26, 19).

Dgul, poco a poco, fue perdiendo su habitual sonrisa, hasta que desapareció. ¿Qué estaba sucediendo? Supuse que todos los allí presentes entendieron que Jesús se despedía del pequeño Ajašdarpan. Eso fue lo que interpreté pero, una vez más, me equivoqué…

Y fue la evidencia lo que me devolvió al buen camino. Jesús elevó el tono de su voz y levantó el rostro hacia el nublado y espeso cielo. Abrió los ojos y el color miel nos alcanzó a todos.

—… Pues rocío de luces es tu rocío…

Fue instantáneo. Creí comprender. Un Hombre-Dios había descendido para abrazar a la más humilde de las criaturas, y la abrazaba y la acunaba con ternura; la ternura infinita de un Dios.

Y volvieron los escalofríos.

¡La infinita misericordia de un Dios se hallaba ante mí! Y el Maestro continuó con la canción, y con el leve movimiento, y con su amor hacia el desgraciado mestizo.

—… y la tierra echará de su seno las sombras…

La voz se quebró. Jesús bajó la cabeza y, al momento, dos lágrimas rodaron por las mejillas, perdiéndose, tímidas y rápidas, entre la barba. Y la emoción que escapaba del Maestro hizo presa en los que contemplábamos la escena. Sentí un nudo en la garganta y vi cómo los ojos del capataz se humedecían.

No sé explicarlo pero, en esos momentos, mientras el Hombre-Dios permanecía con la cabeza baja, y abrazando amorosamente al niño de los huesos de «cristal», una brisa llegada de alguna parte se unió a nosotros y todos lo percibimos: el lugar se llenó de un intenso perfume a mandarina. Yo, en esos instantes, comprendí a medias…

Jesús no volvió a cantar y permaneció un tiempo en la misma postura, abrazando al agonizante Ajašdarpan. Después, con la misma ternura, fue a depositar un largo beso en la piel ennegrecida del pequeño.

Calculo que sería la hora quinta (hacia las once de la mañana) cuando sucedió lo que sucedió. Todos lo vimos. Todos fuimos testigos. No fue una alucinación. Fue algo real e inexplicable. Yo lo había contemplado en otras ocasiones, y así fue narrado en estos diarios. Y a día de hoy no he sido capaz de encontrar una explicación lógica y racional. Pero debo ajustarme a los hechos tal y como sucedieron…

De pronto, como digo, mientras asistíamos al tierno abrazo, todo, a nuestro alrededor, incluyendo las ropas, las manos, las caras, los árboles, las piedras, todo, se volvió de color azul. Nos miramos los unos a los otros atemorizados. Las mujeres y los felah, instintivamente, dieron un paso atrás. Dgul y quien esto escribe intercambiamos una mirada, tratando de hallar una explicación. Ninguno de los dos acertamos a abrir los labios. Aquel azul nos tenía hipnotizados.

Y a los tres o cinco segundos todo volvió a la normalidad.

Debí imaginarlo. Debí recordar lo sucedido en otras oportunidades. Aquel azul era un aviso. Algo extraordinario estaba a punto de ocurrir…

Jesús, entonces, se dirigió a las mujeres y rogó que se hicieran cargo del pequeño. Fue en esos instantes cuando me pareció ver en las sienes de Ajašdarpan unas gotas de sudor. Era un sudor de color azul, pero no me atrevo a asegurarlo al ciento por ciento.

Torpe de mí…

Necesitaría un tiempo para percatarme del especialísimo valor simbólico de aquel salmo sobre el rocío y del sudor azul. En realidad fue mi hermano, Eliseo, quien sabría interpretarlo. Pero ésa es otra historia…

A partir de esos momentos, todo discurrió a gran velocidad.

Más o menos, éste fue el orden, según recuerdo:

El Maestro se puso en pie. Recuperó la túnica blanca. Se enfundó en ella y, sin mediar palabra, se alejó hacia el olivar con sus típicas zancadas. Recuerdo que me llamó la atención la lana de la túnica. Aparecía chamuscada en algunos puntos. Y quien esto escribe, nuevamente desconcertado, no supo qué hacer. Miré al capataz y éste, comprendiendo, me devolvió una sonrisa. El trabajo había terminado, al menos por aquel día. Y, confuso, me fui tras los pasos de Jesús de Nazaret. El Hombre-Dios se perdía ya entre los zayit, los corpulentos olivos de la colina que yo había bautizado como la «800», de acuerdo con su altitud.

Y a los pocos pasos empecé a oír gritos. Me volví y contemplé otra extraña escena: las mujeres, los campesinos, el capataz, todos corrían en desorden y tropezando los unos con los otros. No terminaba de comprender.

Regresé e intenté, en vano, interrogar a los felah. Nadie me escuchó. Parecían histéricos. Corrían. Gritaban. Lloraban. Estaban pálidos. Y, de pronto, caí en la cuenta: el niño no se hallaba en el lugar. Busqué, pero fue inútil. Y en eso acerté a tropezar con Dgul. Se hallaba de rodillas, con los ojos perdidos en el horizonte, y su eterna sonrisa. No fui capaz de sacarle una sola palabra. Por un momento pensé en la banda de la «langosta». ¿Habían regresado, tal y como llegué a suponer? Pero no distinguí a ninguno de los jovenzuelos. El cadáver de Qatal («Matador») seguía en el mismo lugar.

Volví a interrogar al capataz, y esta vez pregunté por Ajašdarpan. ¿Qué demonios sucedió en esos escasos minutos, mientras me alejaba hacia el olivar? Finalmente, sin palabras, el buen hombre indicó con la mano la dirección de Beit Ids. Fue entonces cuando descubrí la familiar figura de aquel personaje. Se alejaba por el caminillo de tierra que, efectivamente, conducía a la aldea. No estaría a más de cuarenta o cincuenta metros de nosotros.

El corazón me dio un vuelco.

Aquel individuo era el tipo de dos metros de altura que había visto surgir en lo alto de la «800». Pero, absorto en el ataque de «Matador» y su gente, la verdad es que lo perdí de vista, y lo olvidé.

No cabía duda. Era él. La singular ropa cambiaba de color, tal y como había visto en el pozo de Tantur. Era el hombre de la sonrisa encantadora…

Se alejaba hacia Beit Ids, en efecto, y llevaba a un niño de la mano… Un niño desnudo…

Sentí otro escalofrío.

No era posible. Me negué a aceptar una idea tan absurda.

¿Ajašdarpan?

No era viable. No lo era… El niño estaba agonizante. Aquél, sin embargo, caminaba con toda naturalidad. Ajašdarpan, además, padecía una osteogénesis imperfecta. Sencillamente, no podía caminar con tanta soltura.

No sé cómo explicarlo. Sentí miedo. De pronto me vi asaltado por un pánico irracional. Quizá no deseaba enfrentarme a la realidad…

Y, sin pensarlo, di media vuelta y hui del lugar…

Había empezado a llover mansamente.

Al adentrarme en el olivar de la «800» comprendí que el Maestro había desaparecido. No sabía cuáles eran sus intenciones. Sencillamente, lo había perdido, una vez más. Y dudé. ¿Me dirigía a la cueva? ¿Se había trasladado el Galileo a la colina de la «oscuridad», la «778»? Me dejé llevar por el instinto y tomé el camino de la cueva. Volví a equivocarme. ¿O no? Jesús no se encontraba en la caverna que nos servía de refugio. Y me senté al pie del camino, cerca del arco de piedra que preservaba la entrada de dicha cueva. Traté de tranquilizarme. Jesús regresaría. Quizá se hallaba en lo alto de la colina de los žnun, la referida «778», en comunicación con su Padre, como hacía habitualmente. Y aquel súbito e incomprensible miedo, el que me había asaltado al ver al hombre de la sonrisa encantadora, se sentó a mi lado. ¿Qué sucedía? ¿Por qué tanta confusión? ¿Por qué me negaba a aceptar lo que parecía evidente? Y reaccioné como un perfecto estúpido: era un científico… No podía aceptar que un ser agonizante, un gran quemado, volviera a la vida en cuestión de segundos o minutos. Porque de eso se trataba: de aceptar un milagro. Jesús había abrazado al niño, cierto, y lo mantuvo entre sus poderosos brazos, cierto, y todos presenciamos aquella singular luminosidad azul… Pero no, me negué a admitir que Jesús hubiera hecho el prodigio. Lo más probable es que Ajašdarpan se hallara en otra parte. Alguien, en la confusión, pudo haberlo trasladado… Pero, entonces, ¿a qué obedecía el pánico de los felah? ¿Por qué el capataz no articuló palabra cuando lo interrogué? Y lo más importante: ¿quién era aquel niño que caminaba hacia la aldea de Beit Ids y de la mano del personaje de la sonrisa encantadora? Me reproché la falta de valor. Tenía que haber alcanzado al hombre de dos metros de altura y despejado el misterio. Pero estaba donde estaba, y eso no podía cambiarlo…

Y sumido en estos tormentosos pensamientos, a eso de la hora nona (tres de la tarde), vi llegar por el camino a uno de los abed, uno de los esclavos negros de Yafé, el sheikh o jefe de los beduinos de Beit Ids. Preguntó por el Maestro. No supe darle razón. Y, decidido, me indicó que lo siguiera. Yafé, el guapo, el hombre que nunca terminaba las frases, también deseaba interrogarme. Tuve un presentimiento, y no me equivoqué. Esta vez no. El Destino sabía…

Había dejado de llover. El sheikh esperaba sentado frente a la gran casona, la nuqrah, y rodeado de sus perros, los fieles galgos persas. Al principio, de acuerdo con la costumbre, ni siquiera levantó la vista. Y siguió trenzando nudos marineros. Nudos, como ya expliqué, que deshacía de inmediato. Finalmente alzó la mirada y me invitó a tomar asiento. Los atractivos ojos verdes, perfilados en negro por el kohl, fueron cambiando al gris plata, según decaía la luz. Calculé que faltaban dos horas para el ocaso.

Y «el guapo que, además, piensa» (ése era el significado completo de su apodo) preguntó por el Príncipe Yuy (así llamaban a Jesús entre los badu de Beit Ids). Le dije la verdad. No sabía dónde se hallaba. Y acto seguido se interesó por lo ocurrido en las proximidades del olivar de la «800». Comprendí. En aquel remoto lugar, las noticias volaban. Y supuse que se refería al brutal ataque de «Matador» y su banda.

Yafé negó con la cabeza, y añadió:

—Eso ya lo sé, pero no…

Deduje que alguien le había informado puntualmente sobre el caos que se registró después. Pero me hice de rogar…

—No sé a qué te refieres.

—¿Qué sucedió después? Esa mala bestia recibió su merecido, pero después…

—¿Después? No sé…

—Sí, después del ataque. Ajašdarpan…

—¿Ajašdarpan?

El sheikh empezó a impacientarse. Estaba claro que disponía de toda la información, pero trataba de asegurarse.

—Sí, después… Sé que tú y el Príncipe Yuy estabais allí. Ajašdarpan, entonces…

—El Príncipe se alejó. En cuanto a mí, sí, estaba allí, pero fue como si no estuviese…

El jeque me miró sin comprender.

—¿Estabas pero no estabas…?

—Algo así —resumí—. Sinceramente, no sé qué sucedió. Todos se volvieron locos.

Yafé reclamó al esclavo negro. Le susurró algo al oído y el abed se perdió bajo el qanater, el arco de piedra de la casona. Al poco, tras el esclavo, vi aparecer a Dgul, el capataz, y a varios de los vareadores que asistieron a los tristes sucesos en las proximidades de la «800». A qué negarlo: me vi sorprendido. ¿A qué venía todo aquello? Y a una señal del «guapo», Dgul empezó a hablar, haciendo un detallado recorrido por los mencionados sucesos. Habló de «Matador» y de su gente, del incendio del campamento y de la brutal paliza al niño de los huesos de «cristal». Por último se refirió a Ajašdarpan y aseguró que, tras el abrazo de Jesús de Nazaret, nada más depositar al agonizante en las manos de las mujeres, el pequeño se puso en pie, como si tal cosa. ¡Estaba sano! ¡Había recuperado la salud! Los felah asintieron. Después —finalizó Dgul— llegó aquel hombre extraño, cuya vestimenta brillaba, y se llevó al niño de la mano.

Mi asombro no pasó desapercibido para el sheikh.

—¿Fue él, el Príncipe Yuy, quien hizo el prodigio y salvó al…?

Me encogí de hombros. Y, como pude, le hice ver que no sabía nada de semejante prodigio. Es más: dudaba que aquel niño, al que yo había visto de lejos, fuera Ajašdarpan.

Miré al capataz y me llené de vergüenza. Aquel hombre jamás mentía, y era un excelente observador. Pero yo no podía aceptar algo tan increíble. Nunca aprenderé…

Parecía como si Yafé estuviera esperando aquel momento. Y sin dejar de contemplarme batió palmas. Al punto, del interior del hogar, salieron cuatro mujeres. Eran las que se habían hecho cargo del niño cuando Jesús así lo solicitó.

Presentí algo…

Entonces apareció él. Era el muchacho que había contemplado en el camino hacia Beit Ids, el que se alejaba de la mano del hombre de la sonrisa encantadora.

Creo que palidecí.

El sheikh siguió en silencio. Todos me observaban con curiosidad.

No era posible, me decía una y otra vez.

El niño aparecía cubierto con un lienzo.

—Éste es Ajašdarpan —intervino Yafé sin disimular su regocijo—. Puedes preguntarle si es tu deseo o bien…

Me armé de valor y me aproximé al niño. Todos se mantuvieron en un respetuoso silencio.

Creo que dibujé una sonrisa y retiré el lienzo. El niño quedó completamente desnudo.

Me bastó un primer vistazo para entender que allí había una confusión. Aquella criatura no presentaba quemadura alguna. La piel era tersa, limpia y sin rastro de costras y ampollas. Yo había observado los huesos, la grasa y los músculos calcinados en algunas de las quemaduras de tercero y cuarto grados. Yo había examinado la cabeza, sin pelo, y los conductos nasales obstruidos y deformados por las llamas. En las quemaduras profundas, con la destrucción de la epidermis y buena parte de la dermis, la reepitelización es un proceso lento, dando lugar a cicatrices deformantes. Pero ¿qué tonterías estaba pensando? Con una extensión del 80 por ciento, las quemaduras, aceptando que Ajašdarpan se hubiera recuperado, que era mucho aceptar, hubieran necesitado meses para su recuperación e, insisto, las cicatrices habrían resultado terribles. No, aquello no tenía nada que ver con lo que yo había visto. Tenía que haber un error, necesariamente. Tampoco su aspecto era el que yo recordaba. Aquel niño no presentaba ninguna malformación aparente. Ajašdarpan, como expliqué, sufría una osteogénesis imperfecta, con un singular desarrollo del cráneo. Llamaba la atención, justamente, por la forma triangular de la cabeza, en forma de pera invertida, provocada por el empuje del encéfalo. Ello, a su vez, daba lugar a una micrognatia o pequeñez anormal del maxilar inferior. Su nariz era picuda y los ojos exageradamente separados (hipertelorismo). Todo ello, en definitiva, le proporcionaba un aspecto monstruoso. El muchacho que tenía ante mí presentaba un cráneo normal, con un cabello negro y rizado y unos ojos claros, llenos de vida. Era el único detalle —el de los ojos— que sí recordaba la «mirada azul» de Ajašdarpan. No, aquél no era el niño que yo había conocido. De eso estaba seguro. En cuanto a los movimientos, tampoco tenían nada que ver con los de Ajašdarpan. Aquel jovencito caminaba sin problemas. No padecía escoliosis o desviación lateral de la columna. Sus músculos parecían fuertes y sanos y también las articulaciones. No, aquella lámina no era, ni remotamente, la de un enfermo de osteogénesis imperfecta.

Me volví hacia el sheikh y negué con la cabeza.

—Este niño —expresé, rotundo— no tiene nada que ver con el que vi en el olivar. Es imposible. Tiene que haber un error…

Sin darme cuenta, acerté en mi apreciación. Aquel niño no tenía nada que ver con el que había examinado… Pero no comprendí.

Y antes de que nadie acertara a pronunciarse, el niño abrió los labios y emitió unos sonidos guturales, confusos. Me volví y le vi sonreír. Los dientes tampoco aparecían desordenados y con aquel brillo céreo y azulado que caracterizaba la dentadura de Ajašdarpan. Me reclamó y me aproximé, intrigado. Mantuvo la sonrisa. Alzó la mano izquierda y fue a repetir una escena que yo había contemplado el día anterior, cuando pregunté a Ajašdarpan si entendía el arameo. Llevó la mano izquierda, como digo, a la altura de la oreja y lo hizo muy lentamente. Sentí un escalofrío. Después, con idéntica lentitud, sin dejar de sonreír, tocó la oreja dos veces. Por último, muy despacio, dejó caer los dedos hacia los labios. Y negó con la cabeza.

¡Oh, Dios! ¡Era él! ¡Era Ajašdarpan! Pero ¿cómo era posible?

Si no recordaba mal, ese martes, 29 de enero, al ofrecerle mi escudilla de madera con el tagine y preguntarle si comprendía el arameo, allí, junto al pequeño, sólo se hallaba la mendiga, más que ebria, y, algo más atrás, los tres zagales que acompañaban a Ajašdarpan en la rebusca de la aceituna. Ni la mendiga ni los muchachos prestaron atención a la escena en la que Ajašdarpan me hizo saber que era sordo. Fue un «diálogo» entre él y yo, exclusivamente. Nadie más fue testigo, que yo supiera.

Pero, entonces…

Volví a examinarlo. Ajašdarpan me dejó hacer.

Ni rastro de las quemaduras… Ni rastro de la osteogénesis…

Caí de rodillas, perplejo. Y pregunté, como pude:

—¿Puedes oírme?

El niño asintió con la cabeza, al tiempo que emitía aquellos sonidos guturales.

¡Dios mío!

Creí comprender. El niño había recuperado la audición pero, obviamente, no sabía hablar.

—¿Eres Ajašdarpan?

Asintió por segunda vez, y al instante. Lo vi sonreír. No sé si era consciente de lo ocurrido. Probablemente no. Pero ¿qué importaba eso? Y percibí cómo mi corazón se ahogaba. No entendía nada de nada, pero sabía que me hallaba ante un prodigio. Algo extraordinario acababa de suceder en aquel remoto paraje de la Decápolis. Algo que jamás sería relatado por los evangelistas…

Y, confuso, me alcé y fui a situarme frente al capataz. Supliqué su perdón y Dgul, sin más, me obsequió con la mejor de sus sonrisas.

Me despedí del sheikh y me alejé en dirección a la cueva.

Me ahogaba, sí…

El Maestro no había regresado. Y me senté al pie del camino, frente a la cueva, en un pésimo intento por ordenar los pensamientos. Nada era lógico. Nada tenía sentido. Yo era un científico… ¿Qué fue lo sucedido en la «800»?… Jamás vi algo semejante… La ciencia no puede aceptar una cosa así… ¿Estaba alucinando?… ¿Se trataba de un sueño?… Quizá estaba a punto de despertar… No, no era un sueño… Otros también lo vieron… El niño estaba allí, a dos pasos, y sano… El niño oía… ¿Qué fue de las quemaduras?… ¿Quién transformó su piel y su cráneo?… ¿Qué singular poder lo había curado, y en cuestión de minutos o segundos?…

Necesité tiempo para serenarme. Los pensamientos, sin embargo, continuaron en desorden. Rememoré lo ocurrido una y otra vez e intenté racionalizar el asunto. Siempre tropezaba en el mismo escollo: Ajašdarpan se hallaba agonizante, con el 80 por ciento de su cuerpo quemado. Nadie, ni en el siglo XX, hubiera podido regenerar semejante catástrofe en segundos o en décimas de segundo. ¿Había asistido, aunque de esas maneras, a la primera curación milagrosa de Jesús de Nazaret? ¿Fui testigo de su primer prodigio? ¿O se trataba del segundo? Y recordé las escenas vividas el 17 de septiembre en el kan de Assi, el esenio, a orillas del lago Hule, cuando caminábamos desde el monte Hermón al yam o mar de Tiberíades[5]. En aquella ocasión, ante el desconcierto general, el Hijo del Hombre se arrodilló también ante un negro tatuado, de nombre Aru, que padecía el llamado mal de amok, una especie de locura que lo convertía en un ser violento y muy peligroso. Jesús alivió una de sus heridas y acarició el rostro del joven negro. A partir de ese momento, Aru cambió y, que yo sepa, nunca más fue asaltado por el referido síndrome. La escena fue relativamente parecida: Jesús arrodillado frente a un ser desvalido; Jesús acariciando a su criatura; Jesús, conmovido, derrama una lágrima, una misteriosa lágrima azul; Jesús, misericordioso…

Dos situaciones casi similares con idéntico resultado… Un resultado inviable para la lógica, pero allí estaba, desafiante. Y sólo era el principio… Este explorador no imaginaba en esos momentos lo que le reservaba el Destino. Fue todo mágico…

Pero, obtuso, seguí mareando el «cómo lo hizo». ¿Cómo lo logró? ¿Cómo era posible? ¿Cómo pudo sanar aquella piel, y aquellos huesos y músculos carbonizados? ¿Cómo modificó la enfermedad que convertía a Ajašdarpan en una criatura con los huesos de «cristal»? La osteogénesis imperfecta («IO») tiene su origen en un defecto genético. Concretamente en uno de los dos loci que codifican el colágeno tipo I. El colágeno, como ya expliqué en su momento, constituye el principal elemento orgánico del tejido conjuntivo y de la sustancia orgánica de los huesos y de los cartílagos. El trastorno puede ser expresado por una síntesis anormal o por una estructura deficiente del protocolágeno I. En otras palabras: el Maestro, o quien hubiera propiciado el prodigio, tenía que haber manipulado y modificado la totalidad de la carga genética que provocaba el citado mal. Eso significaba una alteración en cada una de las células de Ajašdarpan. ¡Trillones de células modificadas!

Mi cerebro se ahogó nuevamente…

¿A qué me enfrentaba? Mejor dicho, a quién… Y en esos instantes fui visitado por la lucidez: aquel Hombre, a pesar de las apariencias, no era sólo un Hombre; era un Dios. Él tenía el poder. Sencillamente, Él sabía cómo hacerlo y, además, era misericordioso. Con eso era suficiente. Eso era lo importante y lo que yo debía transmitir. El resto era secundario. Pero, al poco, la lucidez se alejó y quien esto escribe siguió enredado en lo circunstancial y en lo puramente anecdótico. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo…?

Llegué a pensar en los nemos. Podía inocularlos en el interior del niño y averiguar quizá… Me pareció ridículo. ¿Qué más necesitaba para convencerme? Saltaba a la vista… Y me propuse hablar con el Maestro en cuanto se presentase en la cueva. Tenía que aclarar aquellas terribles dudas…

El sol se despedía ya por el camino que conducía a la localidad de El Hawi. Según los cronómetros de la «cuna», ese miércoles, 30 de enero del año 26, el sol se ocultaría a las 17 horas, 7 minutos y 35 segundos de un supuesto Tiempo Universal. La oscuridad no tardaría en caer sobre el lugar. Me había descuidado. Sumido en estas reflexiones no reparé en el paso del tiempo. También a esto debería acostumbrarme. La vida al lado del Galileo era como un suspiro…

Recordé lo prometido: quien esto escribe, mientras Jesús permaneciera en aquellas colinas, se ocuparía de la intendencia y de lo menor. Él debía dedicarse, por entero, a su Padre.

Preparé un buen fuego y dispuse la cena. El Maestro no tardaría en presentarse.

Jesús regresó poco antes del ocaso. Ésa era su costumbre. Canturreaba. Me pareció alegre, como si nada hubiera ocurrido. Tomó sus cosas y se alejó en dirección al río. Supuse que deseaba asearse. Y así fue…

Al poco retornó al interior de la cueva. Había cambiado la chamuscada túnica blanca por la roja. Presentaba el pelo suelto. Algunas de las lucernas, estratégicamente repartidas por la caverna, arrancaron destellos a la más que crecida barba y a la mansa melena. Supuse que el Maestro se había regalado unas gotas de kimah, el perfume que utilizaba con frecuencia, y más concretamente desde el histórico 14 de enero de ese año 26, fecha de su bautismo en las aguas del Artal, uno de los afluentes del río Jordán[6]. Y digo esto porque, al penetrar en la cueva, el recinto se llenó de un intenso y agradabilísimo olor a sándalo blanco. Un perfume que yo asociaba con la paz interior y con la serenidad.

El Maestro me vio trastear con los cacharros de la cocina y se colocó a mi lado, curioso. No dijo nada. Se limitó a sonreír, mostrando aquella dentadura impecable, blanca y perfectamente alineada.

No sé explicarlo…

Sentí miedo.

O quizá no fue eso. Sentí una mezcla de miedo, de admiración y de respeto. No pude evitarlo. Era la primera vez que me sucedía. Nunca, hasta esos instantes, experimenté algo parecido. Jamás sentí miedo junto al Maestro, hasta ese momento. El recuerdo de lo ocurrido durante la mañana, con Ajašdarpan, me hizo temblar. Creo que Él lo percibió. Entonces, dejando caer su mano izquierda sobre mi hombro derecho, me miró como sólo Él sabía mirar. Me traspasó con aquellos ojos color miel y el perfume a sándalo me embriagó. No pronunció una sola palabra. Con el gesto y la mirada fue suficiente. Aquel Hombre había logrado lo que nadie en toda la historia de la humanidad, pero eso no debía levantar una barrera entre nosotros. Y el miedo, o lo que fuera, se disolvió.

Mensaje recibido.

Y Él, intrigado, empezó a preguntar. ¿Qué era lo que cocinaba? Esta vez fui yo quien le sonrió. Y aclaré:

—Es una bamia…

El Maestro conocía esta hortaliza, tan habitual entre los árabes. Y señalando con el dedo se interesó por los ingredientes.

El miedo, en efecto, se había alejado… Fue un misterio. No sé cómo lo hizo.

—Aceite —aclaré—. Se calienta. Después, cebolla. Se tritura y se fríe…

El Maestro asintió con la cabeza, y muy serio.

—… Una vez dorada la cebolla —proseguí— se agrega la bamia.

Y tomando unos generosos puñados de ajo picado, pimienta y sal medio cubrí la verde y jugosa hortaliza, regalo de Yafé. Removí y lo mezclé todo, cuidadosamente. Jesús, atento, no perdía detalle.

Yo no salía de mi asombro. El Hombre más poderoso de la Tierra, todo un Dios, aparecía absorto en una simple receta de cocina. Así era el Hijo del Hombre…

Y dejé que la bamia se cocinara sobre las llamas del hogar. Con una espesa salsa de tomate hubiera redondeado el delicioso plato, pero el tomate no era conocido aún en el viejo mundo.

Calculé alrededor de cuarenta o cuarenta y cinco minutos. Era el tiempo necesario para que la cena estuviera lista. Y me excusé por la demora. El Galileo fue a sentarse cerca del fuego. No prestó atención a mis palabras. Echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos, disfrutando del tímido olor que empezaba a escapar de la olla. En el exterior, la lluvia había vuelto y repiqueteaba sobre las hojas de la encina sagrada y de los almendros, como si jugara. Yo me senté frente al Maestro, atento a la bamia, y disfruté también de aquellos instantes. Creo que el silencio, atentísimo, se asomó a la cueva…

No pude evitarlo. Al contemplarlo frente a mí, tan sereno y tan próximo, volvieron los viejos pensamientos: ¿cómo lo hizo?, ¿cómo logró la curación del niño mestizo?, ¿cómo…?

Jesús continuó en silencio.

Y pensé que aquél era un buen momento para preguntar. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo lograr un prodigio semejante? ¿Dónde estaba el secreto? ¿Cómo consiguió algo tan increíble como la modificación de la carga genética de Ajašdarpan? ¿Cómo? Necesitaba los detalles…

Sin embargo, algo me contuvo. No fui capaz de abrir los labios y preguntar. Sentí pudor. Aquél era un Hombre maravilloso. ¿Qué derecho tenía a incomodarlo con ese tipo de preguntas? Pero, por otro lado, necesitaba saber… ¿Cómo demonios lo hizo?

Y en ello estaba, debatiéndome entre el sí y el no, cuando el Maestro abrió los ojos y me contempló con aquella extrema dulzura. Vi cómo amanecía en su rostro una débil pero prometedora sonrisa.

Lo presentí. Él sabía lo que pensaba…

Y la sonrisa se fue abriendo, como una flor. Sentí cómo me abrazaba desde la sonrisa. Era otra forma de abrazar del Hijo del Hombre.

No me equivoqué.

—Querido mal’ak (mensajero), ¿por qué te preocupa tanto el cómo?

La penumbra de la cueva me protegió y disimuló mi torpeza. Enrojecí, creo. ¡Era tan difícil acostumbrarse! ¡Era tan difícil aceptar que podía entrar y remover los pensamientos!

—¿Por qué te atormentas con los detalles —prosiguió con aquella voz cálida y reposada— cuando lo importante es que se ha hecho la voluntad del Padre?

Dejó rodar el silencio. Y yo, sin saber qué decir, me refugié en la bamia. La removí, una y otra vez…

Y, generoso, aceptó complacerme, en parte. Entonces empezó a hablar de su «gente», la que le asistía. Algo habíamos hablado en días anteriores, a raíz de las misteriosas luces que se presentaron sobre Beit Ids y, sobre todo, en la cima de la colina de los žnun o de la «oscuridad», como la llamaban los naturales del lugar. Fueron ellos, su gente, los que se ocuparon de los «detalles» y del «cómo». No sé si entendí bien pero ésa fue la explicación: no fue el Maestro quien llevó a cabo el prodigio; fue su gente. Y ahí concluyó la aclaración. Necesitaría tiempo para medio comprender lo que trataba de transmitirme.

—Nada hubiera sido posible —añadió— de no haber contado con el beneplácito del Padre… Eso es lo único que cuenta.

El Padre.

Habíamos conversado sobre Él en otras oportunidades, pero siempre me quedaba sediento. ¿Qué es? ¿Me hallaba ante una persona? Yo sabía que eso no era posible. El Padre —Ab-bā— tiene que ser una criatura (?) puramente espiritual, al margen de la materia y del tiempo, pero no terminaba de comprender. También en esto necesitaba detalles. Y aproveché la ocasión para profundizar en el asunto. Yo sabía que Ab-bā era el tema favorito de Jesús. Hablar de Él le perdía…

—Necesito detalles —le apremié—. Háblame del Padre. Quizá así comprenda mejor lo que ha sucedido esta mañana en el olivar…

Sonrió, pícaro. No logré engañarle, pero aceptó hablar, a su manera…

Tomó una de las ramas que este explorador había dispuesto para mantener vivo el fuego y se inclinó sobre la tierra que cubría la cueva. La alisó cuidadosamente y manifestó lo siguiente, por si lo había olvidado:

—Eres un mal’ak, un enviado… Recuerda que mis palabras son siempre una aproximación a la verdad…

Asentí en silencio. Lo recordaba.

—… Lo que yo diga no tiene por qué ser la verdad, literalmente hablando. Vosotros, ahora, no podéis aproximaros siquiera a lo que intento transmitir… ¿Has comprendido?

Asentí por segunda vez, sin caer en la cuenta de la trascendencia de lo que acababa de decir.

Y lo vi dibujar en la tierra. Trazó primero la letra hebrea yod. Me miró con curiosidad y sonrió. Después dibujó la , la vav y, por último, de nuevo la consonante . Lo reconocí al punto. Era el tercer Nombre de Dios, según los hebreos: Yavé o YOD--VAV-, las cuatro letras que, según la tradición, no debían ser pronunciadas. Y una vez terminado el Tetragrama, el Maestro permaneció en silencio y con el rostro grave. Presentí que lo que iba a decir era importante. No me equivoqué.

—Entiendo que desees conocer al Padre…

El rostro del Galileo se iluminó de nuevo.

—… Es la aspiración de todo hijo del tiempo y del espacio, pero eso llegará… en su momento. No ahora. Vives en la materia y en la imperfección, vives en el tiempo, y, en consecuencia, no es posible que el Padre pueda manifestarse tal y como es. Es Él quien acepta manifestarse en la conciencia humana y sólo así puedes alcanzar una comprensión —limitadísima— de lo No Limitado…

Jesús utilizó la expresión hebrea ein sof (lo no limitado, aunque creo que debería escribirlo con mayúsculas).

—Ahora —prosiguió, comprendiendo mi torpeza a la hora de desvelar sus palabras y conceptos—, en estos momentos, la naturaleza humana no puede aventurarse en la Divinidad. No está preparada. Aunque accediera a tus deseos, las palabras me cortarían el paso. No puedo darte detalles sobre el Padre porque tu mente es humana y Él, en cambio, no lo es…

Hizo una pausa. El perfume a sándalo se mezcló con el del guisote de la bamia y creí intuir: me hallaba sumergido en un aroma en el que se cruzaban el sentimiento de paz interior y la delicia de un fruto de la tierra. Lo sublime y lo humano, por explicarlo de alguna manera. Lo divino y lo material. Jesús también trataba de jugar con ambos conceptos, pero no era fácil. Ab-bā, el Padre, descendía hasta la bamia y la impregnaba. La bamia, sin embargo, jamás podría entender lo que estaba ocurriendo…

—Y te diré más. Si el Padre se presentase ante ti, ahora mismo, y en toda su gloria, quedarías anulado…

—¿Por qué?

—¿Crees en mi palabra?

—Siempre he creído…

Era la verdad.

—Pues bien, acepta lo que te digo. Si Él, ahora, apareciera ante ti, y con su verdadera luz, no desearías continuar. Es tal su grandeza que caerías en la Unidad y tu yo se extinguiría. Sencillamente, mal’ak, renunciarías a tu propia evolución. Es por ello que debes ser paciente. Él se presentará ante ti cuando estés preparado…

—Inténtalo… Dame detalles.

Yo mismo me sorprendí. Empezaba a parecerme a Eliseo.

El Maestro sonrió con benevolencia, pero no dijo nada. Fue a tomar una de las brasas que calentaba la bamia y la alzó, agitándola en el aire. El fuego se animó y se hizo más rojo. Entonces comentó:

—Si tú eres capaz de explicarle al fuego quién soy yo, entonces, querido amigo, yo te explicaré quién es el Padre…

Me rendí… a medias.

—Entonces, después de muerto, tampoco veré a Dios…

—Repito: lo verás cuando estés preparado, no antes. Llegarás a Él cuando ya no seas materia. Es la primera de las condiciones.

—Y, mientras tanto, ¿qué debo hacer?

—Lo que has empezado a hacer: buscarlo, interesarte por Él, querer ser como Él…

Hizo una estudiada pausa y continuó.

—… Y, sobre todo, ponerte en sus manos y dejar que se haga su voluntad. Ya sabes: el secreto de los secretos…

Sí, nos lo había dicho en el Hermón.

—Pero no te atormentes —sentenció—. Tu análisis de Dios será siempre un intento mediocre por comprender lo inefable. No puede ser de otra manera. Te lo he dicho: es Él el que desciende a la materia, a tu mente, y el que permite que te aproximes, remotamente, a su esencia. Nunca es al revés. No lo olvides. La concepción humana del Padre será siempre limitada y fragmentaria. Nadie, insisto, está capacitado para entender a Dios mientras se encuentre sujeto al tiempo y al espacio.

—Pero, inténtalo…

Creo que se rindió.

—Está bien: acude a los símbolos. Ellos te ayudarán a hacer el trabajo. Ellos contienen los detalles que tanto te preocupan.

Y señalando las letras hebreas que había dibujado en la tierra me guiñó el ojo.

En ese momento no capté el profundo significado de sus palabras. Lo haría días después, en otra inolvidable conversación en la cueva de la llave. Pero debo ir en orden.

Lo que sí me vino a la mente —supongo que fue una asociación de ideas— fue el hallazgo de Gödel, el matemático que sacó a la luz la existencia de un número infinito de teoremas que son verdaderos y que nadie puede demostrar[7]. Con el Padre, supongo, sucede lo mismo… La genial idea de Leibniz (1686), contenida en el ensayo filosófico Discurso de la metafísica, le daba la razón al Maestro: una teoría ha de ser más sencilla que los hechos que explica. Dios (Ab-bā) es tan… que resulta indemostrable.

—Los símbolos… Nunca me paré a pensar que puedan contener a Dios…

El Galileo me miró, sorprendido. Y manifestó:

—Yo no he dicho eso, pero está bien…

Tomó de nuevo la rama con la que acababa de dibujar el nombre de Yavé y la situó sobre la letra yod, la primera del Tetragrammaton.

—Quieres que te hable del Padre…

—Eso es.

—Pues bien, fíjate…

Dirigió la mirada hacia la referida letra yod y explicó:

—Esta letra está representando al Padre. Ella es el punto primordial del que todo procede. Ella es un símbolo. Ella representa el proyecto del Padre, del Creador, para la creación. En yod está contenida toda la potencialidad del Padre. De ella nacen las líneas, las superficies, los volúmenes, la potencia espiritual y todas las posibilidades de formas y de evoluciones. Las que conoces y las que nunca conocerás. Las que son y las que nunca serán. En ella están los caminos y los no caminos…

Me estaba perdiendo y Él lo sabía.

—… Tú sabes que el valor de yod es 10…

Eso era Kábala. El Maestro, creo haberlo dicho, era un consumado kabalista; el gran kabalista, me atrevería a decir.

—… Pues bien, desde ese punto de vista simbólico —continuó, al tiempo que medía las palabras—, puede ser representada igualmente como el punto primordial inscrito en el círculo de la eternidad…

Y fue a dibujar un círculo con un punto en el centro.

—… Ese punto, como te decía, esa singularidad previa a la creación, lo contiene todo.

Mantuvo otra pausa y dejó que me acercara a sus ideas.

—… Pues bien, querido mal’ak, esa yod, ese 10, ese símbolo, representa lo que llamamos Dios Padre. Pero ¡ojo!, no es que el Padre sea un varón. Somos nosotros, los humanos, en nuestra pequeñez, quienes lo limitamos y le otorgamos un carácter de masculinidad que nunca tuvo… Es Él el que permite que tú pienses así, de momento. Más allá, como también te insinué, está el «EIN SOF» (lo NO LIMITADO).

—Lo No Limitado —le interrumpí—. Me gusta…

—Por ahora es suficiente con que sepas que de ahí, de lo No Limitado, surge la fuerza espiritual del poder de Dios…

El Maestro interrumpió su exposición y me observó con curiosidad. ¿Había comprendido? A medias. Entonces preguntó:

—¿Sabes a qué me refiero? ¿Sabes cuál es el verdadero poder de Dios?

Me sentí perdido. No recordaba.

—El amor —se adelantó, sacándome del apuro—. Ése es el verdadero poder del Padre. ¿Recuerdas?

Asentí en silencio. Lo hablamos en la cumbre de la montaña sagrada, en el Hermón[8]. Amor = acción.

Y pregunté algo tonto, aparentemente.

—Si el Padre no es varón, ¿es mujer?

Jesús sonrió de nuevo, pero no cayó en la trampa; porque de eso se trataba.

Regresó al dibujo de las cuatro letras hebreas y, señalando de nuevo la yod, recuperó el simbolismo:

Yod = 10. ¿De acuerdo?

—Sí, Maestro…

= 5…

La letra , como expliqué, ocupaba el segundo y el cuarto lugar en la palabra Yavé (YOD--VAV-HÉ).

—Bien, somos nosotros, los humanos, quienes hemos otorgado un carácter femenino a las dos letras , las que suman 10, y que nacen de la yod. No lo olvides. Somos nosotros los que asociamos a Dios con nuestros propios conceptos. Sin embargo, eso no es correcto; pero está bien… Piensa lo que consideres oportuno.

Sonrió con placer.

—… Eso, al Padre, no le disgusta. Al contrario. Cuanto más imagines, mejor.

Me hallaba perdido, una vez más, y asombrado. Yo no era experto en Kábala. No podía seguirle. Al mismo tiempo, aquellas expresiones —«somos nosotros, los humanos»— me llenaron de perplejidad. ¿Cómo podía hablar así? Él era humano, naturalmente, pero también era un Dios…

Y decidí apearme de aquellas reflexiones. Si seguía por ese camino me atascaría.

No quise insistir en el asunto de la supuesta feminidad de Dios. Él lo había dejado más o menos claro. Sin embargo, en mi memoria, flotó aquella canción, tan querida por el Maestro, y que repetía cuando trabajaba en el astillero de Nahum: «Dios es ella… Ella, la primera , la que sigue a la yod… Ella, la hermosa…, el vaso del secreto… Padre y Madre no son 15, sino 9 más 6… Ella es Dios…».

Sí, lo olvidé, de momento. Tenía que consultar con mi hermano. Eliseo sí tenía conocimientos de Kábala. Él me ayudaría a entender.

El Maestro sabía que estaba confuso y supo descender a mi nivel.

—¿Alguna pregunta?

Sonreí, como pude. Tenía tantas…

—No temas. Es suficiente. Lo importante, por ahora, es que sepas, y que sepas transmitir…

Subrayó lo de transmitir.

—… que Él te habita.

Y repitió, consciente de la importancia de sus palabras:

—Que sepas, y que sepas transmitir que Él te habita…

—Recuerdo, Señor. Nos hablaste de ello: la nitzutz[9], la «chispa» divina, la fracción (?) que procede del Padre y que se instala en el ser humano a partir de su primera decisión moral.

Y recordé, con cierta angustia, la escena con el Maestro, allí mismo, frente a la cueva, animándome para que le golpeara con una de las tablas de agba, la tola blanca que se acumulaba en uno de los extremos de la caverna. Jesús simuló que era un perro y me animó a que imaginase que yo era un niño con la citada tabla en las manos. Me negué, naturalmente.

El Maestro, al referirse a la chispa divina, utilizó la expresión nishmat hayim o «Espíritu de origen divino». Vino a decir que esa «vibración» era el Padre, en miniatura. También la llamó «regalo» y «don del fuego blanco». La chispa (como la llamaré desde ahora) es lo que nos distingue. Se trata de la gran señal de identidad de los seres humanos…

Y formulé la misma cuestión:

—Dame detalles… ¿Qué es exactamente la chispa?

El Maestro me miró sin saber por dónde empezar. Eso intuí. Y decidí echarle una mano.

—¿Recuerdas? Nos dijiste en el Hermón que la chispa llega cuando el niño ha tomado su primera decisión moral. Yo me negué a pegarte con la tabla. Ésa fue una decisión moral… Y creo que hablaste de los cinco o seis años. Ésa es la edad a la que llega la chispa…

De pronto me interrumpió.

—2134 días, para ser exacto.

—¿Cómo dices?

—Que la chispa, como tú la llamas, desciende del Paraíso a los 2134 días del nacimiento de la criatura humana…

—¡Ah! Comprendo.

A decir verdad, nunca supe si bromeaba…

—Y ¿cómo sabe el Padre que ese niño o niña ha tomado su primera decisión moral?

Entiendo que Jesús continuó con el tono festivo. ¿O no fue así?

—Es que le avisan…

—Claro. Y una vez instalada en la mente del niño, ¿qué sucede?

El Maestro permaneció pensativo unos segundos. Finalmente me descolocó de nuevo:

—¿Yo dije eso?

—Sí, en el Hermón, en el mes de ab (agosto) del pasado año… La chispa se instala en la mente humana… No en el corazón… En la mente…

—¡Vaya! Qué Dios tan desmemoriado…

Y fue a guiñarme de nuevo el ojo. En aquella ocasión, en la cumbre de la montaña sagrada, cuando tuvimos la oportunidad de asistir al histórico momento de la «recuperación» de su divinidad, Eliseo, quien esto escribe y el Galileo nos enzarzamos en una amable discusión sobre el lugar en el que se instala la chispa. La cosa no quedó clara del todo. E interpreté el guiño de Jesús como una remembranza de aquel interesante momento. Aquel Hombre-Dios no tenía arreglo…

—Y bien —recuperé el hilo principal de la conversación—, ¿qué ocurre cuando la chispa ingresa en la mente del hombre?

—Otro prodigio, y mucho más destacado que el de esta mañana…

Leyó en mi cara. ¿Más importante que la curación de Ajašdarpan?

—El buen Dios, el Padre, tan lejano para la criatura humana, abandona el Paraíso y se hace socio de lo más humilde y de lo más primitivo de su creación material. Te lo dije: es el misterio de los misterios. Ni los ángeles saben cómo se produce ese descenso. Él se fracciona y se presenta en la mente humana. Dios en tu interior y como garantía de que serás eterno. La chispa es la promesa del Padre de que, algún día, serás inmensamente feliz. Será esa presencia divina, tan real como este fuego que nos calienta, la que te empujará, constantemente, a buscarle, a saber de Él, a querer ser como Él… La chispa, una vez en ti, prende la llama de la necesidad…

—¿Qué necesidad?

—La necesidad de saber quién eres, por qué estás en la vida y qué te espera después de la muerte. La necesidad y el anhelo de hallarle.

—¡Dios en mi interior! No puedo hacerme a la idea…

Jesús dejó que la revelación, porque de eso se trataba, se asentara en mi mente. Después prosiguió:

—Sí, el Padre en tu interior y no diluido…

—Dios, Ab-bā, y en estado puro…

—Así es, querido mal’ak. El Padre, fraccionado, pero no condicionado. El Padre, sin mezclas. Dios mismo. Tal cual. Él y sólo Él… Hut nejat

La expresión es equivalente al «Espíritu que desciende» y que termina uniéndose a la creación. Así reza el Levítico (9, 22): «Ha descendido».

Guardé silencio; un respetuoso silencio. Jesús de Nazaret nunca mentía. Si Él afirmaba que el Padre desciende del lejano Paraíso y se acomoda en la mente del hombre, así es.

Y me pregunté, sobre la marcha: ¿por qué estas cosas no son enseñadas por las iglesias?

Pero el Maestro no permitió que me distrajera. Lo que me estaba desvelando era sumamente importante, y debía estar seguro de que este pobre explorador sabría transmitirlo.

—Segundo gran prodigio, igualmente notable…

Me dejó unos segundos en el aire, colgado del suspense. Sonrió levemente y manifestó con una seguridad que todavía me asombra:

—Al instalarse en tu interior, la presencia del Padre, de la chispa, provoca el nacimiento de una criatura bellísima que, poco a poco, muy lentamente, irá despertando. Esa criatura es el vaso sagrado en el que cuajará tu auténtica personalidad, tu yo. Una criatura inmortal…

Yo sabía a qué se refería. Jesús hablaba de la nišmah, el alma.

Me invadió de nuevo y, al leer mis pensamientos, la sonrisa me abrazó.

—… Mente más chispa = alma.

La simplificación no le disgustó. Era válida. Pero me recordó:

—Aproximación a la verdad, no lo olvides…

—Sí, Maestro. Supongo que la realidad es mucho más fantástica…

Asintió con la cabeza.

Mensaje recibido.

—Ya has hablado de ello, pero dame más detalles. ¿Cómo funciona la chispa? ¿Cuál es su cometido?

—Prepararte para la verdadera vida… No te confundas: prepararte para la que es, y será, tu auténtica realidad…

—¿Te refieres a la vida después de la muerte?

—Exacto. La chispa no se ocupa de los problemas que te salen al paso en esta existencia. Los conoce y puede aconsejarte sobre el particular, pero su misión es otra: ajustar tu mente humana a lo que verdaderamente interesa, a la vida que te aguarda, a la vida eterna. Es decir: ella te prepara, te dirige e intenta mostrarte tu destino final, la verdadera vida que te espera. Ella es un piloto. Dios hace tan bien las cosas que, mucho antes de que ingreses en la eternidad, ya te está preparando para ello.

—Veamos si lo he entendido. Dios llega a mi interior y capacita a mi joven alma para que ascienda y siguiendo, justamente, el mismo camino que ha tomado el Padre en su descenso desde el Paraíso. ¿Correcto?

—Correctísimo, mal’ak.

—Él baja y yo subo.

—Correctísimo. Y llegará el momento, no olvides que mis palabras son una aproximación a la verdad, en que ambos, la chispa y tú, seréis una sola criatura. Os fusionaréis. Dios y el alma humana inmortal. Una sola cosa. La divinización de lo más bajo y de lo último.

—Y eso, ¿cuándo ocurre? ¿Quizá en esta vida?

—Muy pocos lo logran en esta existencia. Es después de la muerte cuando se produce el ansiado encuentro: Él (Dios) y tú, al fin.

—¿Para siempre?

—«Siempre» sólo existe en tu mente. En el reino de mi Padre no hay tiempo. No hables, por tanto, de «siempre».

—Ella ajusta mi pensamiento… Me gusta.

—Y lo moldea y lo dirige hacia lo bello, hacia lo sabio, hacia lo misericordioso y hacia el servicio a tus semejantes. Ella consigue el gran prodigio: termina borrando el miedo de tu mente, y tu alma empieza a conocer la paz, la verdadera paz espiritual. Es la chispa la que te proporciona la tranquilidad y la seguridad. Ella te muestra el camino. Ella te hace la gran revelación: eres hijo de un Dios.

—¿Estás hablando de la voz de la conciencia?

—No. Resulta difícil que llegues a oír la voz de la chispa. Se confunde en la confusión de tu mente. A veces, sí, puedes descubrirla. Es como un eco lejano…

—Entonces, casi nadie es consciente de la presencia de ese fragmento divino…

En realidad no fue una pregunta, sino una reflexión personal. El Maestro, sin embargo, la hizo suya:

—El Padre es tan bondadoso, tan respetuoso, que camina de puntillas en tu interior. Por eso casi nadie sabe…

Los ojos del Galileo se humedecieron.

—… He aquí otra de las razones por las que he venido al mundo: para gritar que no estáis solos ni abandonados. Él reside en nosotros y garantiza la inmortalidad y la felicidad futuras. Estoy aquí, querido mensajero, para despertar al mundo. Cuando llegue el momento, regresa y transmite lo que te estoy revelando.

Traté de aliviar la emoción y me desvié del asunto capital.

—Hablas también de la mente. ¿Qué es?

Jesús lo resumió en tres palabras:

—Una criatura prestada. Desaparece con la muerte.

Y no tuve más remedio que retornar al tema principal. Jesús parecía más calmado.

—Y ¿qué gana el Padre instalándose en el interior de los seres humanos?

El Maestro esperaba esta pregunta. Y se vació:

—Recuerda que es el misterio de los misterios…

—Sí, pero dime…

Jesús volvió a sonreír, feliz. Mi interés por el buen Dios, a qué negarlo, le fascinaba.

—Está bien. Haré lo que pueda. Dios, Ab-bā, no está capacitado para el mal. Su conocimiento de las cosas es absoluto y preexistencial. Pero nada sustituye a la experiencia directa. Y eso es lo que hace el Padre: desciende hasta lo más bajo y vive, por sí mismo, cada aventura en la materia. Vive contigo (y no es una metáfora) tus soledades, tus errores, tus alegrías, tus lágrimas, tus dudas, tus odios, tus humillaciones, tus riquezas y tus pobrezas, tus ansiedades, tus enfermedades, tu ignorancia, tu cobardía o tu valor, tu generosidad o tu servicio a los demás… Él está ahí, casi desde el principio, y vive contigo, en silencio. Él te regala la inmortalidad, y tú, a cambio, le ayudas a experimentar directamente.

—Pero ése es un acto de humillación…

—Lo es, querido mal’ak. Dios, lo más grande, se humilla. Dios «crece» en dirección al hombre y éste «crece» en dirección al Número Uno. Ambos se benefician, ¿no crees?

—¿Qué me dices de los animales? ¿También disfrutan de la chispa divina?

Jesús fue rotundo.

—No. Los animales pueden expresar emociones, pero no son capaces de transmitir ideas, ni tampoco ideales. Ellos no sienten la necesidad de buscar a Dios, ni se hacen preguntas al respecto. La chispa es un regalo del Padre, pero sólo para el ser humano. Los ángeles, por ejemplo, si pudieran sentir la envidia, os envidiarían por algo así.

—¿Qué sucedería si el hombre dejara de recibir la chispa?

El Maestro sonrió ante mi insaciable curiosidad.

—Eso no figura en los planes del Padre…

—Pero, imagina…

—La humanidad retrocedería. De la noche a la mañana nos quedaríamos sin la necesidad de experimentar la belleza, la generosidad y la bondad. Todo eso le ha sido dado al mundo por la presencia del Padre en cada uno de nosotros. Ésa, como te digo, es la función de la nitzutz… ¿No has comprendido? La belleza está en ti, físicamente, aunque no seas consciente de ello. Y así será… para «siempre».

—Y ¿cómo hago para prestarle mayor atención?

—Te lo he dicho, y me oirás repetirlo infinidad de veces: deja que se haga la voluntad del Padre, abandónate en sus manos, acurrúcate en la chispa. Ella hará el resto. Acepta que eres un hijo de Dios y que nada cambiará esa realidad-regalo. La chispa, entonces, trabajará y tú percibirás el cambio, poco a poco. El miedo, como te decía, desaparecerá. Ya no te acobardarán las dificultades, ni concederás tanta importancia a las angustias propias de la vida en la materia. El dolor y el sufrimiento llegarán, pero no te derribarán. La vejez no te asustará. Nada podrá ya atemorizarte. Serás libre, al fin. Estarás en el camino del reino…

Así terminó aquella inolvidable conversación sobre la presencia del Padre en el interior del ser humano: la chispa.

Serví la cena y Jesús se mostró cálido y feliz. Hablamos de otros temas pero en mi mente permaneció una idea: ahora, cuando abro los ojos, veo a Dios, pero, cuando los cierro, también sigo viéndolo…

La lluvia cesó y nos retiramos a descansar.

Nunca olvidaré aquel miércoles, 30 de enero del año 26. Él abrió mi mente a una realidad que siempre estuvo ahí.

Aquel jueves, 31 de enero, amaneció tranquilo. El cielo se presentó despejado. La es-sa ra, la lluvia dócil, nos dio un respiro.

Jesús había desaparecido. Ésa era su costumbre, como ya mencioné. Lo más probable es que se hubiera dirigido a la colina de los žnun[10], también llamada de la «oscuridad» porque, según los badu (beduinos), el que se arriesgaba a ingresar en ella «quedaba a oscuras», y de por vida. Como también reflejé en estos diarios, «quedar a oscuras», para los a’rab, no era padecer ceguera, sino locura. Eran los žnun, los demonios que habitaban en lo alto de la colina, los que provocaban dicha «oscuridad» o demencia. Como dije, en Beit Ids tenían un ejemplo elocuente…

Yo conocía dicha colina. La había visitado. La llamaba la «778», de acuerdo con su altitud. Era un monte pelado, sin un solo olivo. Los habitantes de Beit Ids, como digo, no la pisaban. Era por ello que sus laderas aparecían improductivas. Nadie, en la región, se hubiera atrevido a invadir el territorio de los žnun.

Desayuné y pensé en salir a su encuentro. La «778» se alzaba a cosa de dos kilómetros de la cueva, hacia el noreste. A buen paso podía alcanzar la cima en unos cuarenta y cinco minutos, No tenía ninguna prisa. En realidad, no tenía nada que hacer. Tras el incidente con «Matador» y su banda di por hecho que el Maestro no volvería a trabajar en la recogida de la aceituna. Y así fue.

Y en eso me percaté de la tabla de tola blanca que Jesús había depositado cerca de la paja sobre la que dormía este explorador. Formaba parte del juego del ṣelem, o de la «estatua», al que también me referí en su momento. El Maestro, al abandonar la cueva, escribía algo sobre la madera, generalmente una frase o una palabra, y a su regreso, al atardecer, servía de guía en una nueva conversación.

«La perla del sueño».

Esto fue lo escrito por el Galileo. Le di vueltas y vueltas pero no supe cómo interpretarlo. Me quedé como una estatua, en efecto… Tendría que esperar a su regreso. Por cierto, al pensar en ello, en su regreso, me vinieron a la memoria otras palabras, pronunciadas la noche anterior por Jesús de Nazaret, cuando conversábamos sobre la chispa. Me dejaron nuevamente impactado. Era la segunda vez que se refería a ello, que yo recordase…

«… Estoy aquí, querido mensajero, para despertar al mundo. Cuando llegue el momento, regresa y transmite lo que te estoy revelando».

¿Por qué el Maestro habló en singular? ¿Por qué dijo «regresa»? ¿Por qué no habló en plural? Éramos dos…

Y ahí quedó la advertencia. Yo terminé olvidándola.

No tuve que seguir dudando. El Destino, efectivamente, lo tiene todo escrito…

Cuando me disponía a salir de la cueva, y emprender la marcha hacia la «778», apareció el esclavo negro de Yafé, el sheikh de Beit Ids. Yafé, el guapo, me reclamaba.

Cuando me presenté en la nuqrah, el hogar del jeque, descubrí una notable actividad. Frente a la casona, las mujeres se afanaban en el levantamiento de una bait sharar, una tienda o «casa de pelo». Se animaban las unas a las otras a la hora de extender las saqqah o piezas de piel de cabra, y a la hora de levantar los postes y de asegurar los vientos. Yafé deseaba obsequiar al Príncipe Yuy (el Maestro) con una cena. Yo debía transmitir la invitación, Yafé no fue muy explícito. Y deduje que el gentil gesto podía estar motivado por la curación del niño mestizo. Sí y no…

La cuestión es que el jeque lo dispuso todo como si de un invitado ilustre se tratara. Nunca supo hasta qué punto estuvo acertado.

La tienda, toda ella de color blanco, fue rociada con agua. Los beduinos tenían esta sabia costumbre. Al mojarse, la lana cunde y se hace más tupida. Era una excelente protección contra la lluvia.

Y, al poco, todo estuvo listo. La tienda, muy espaciosa, fue dividida en dos partes: al shigg (el lado de los hombres) y al mahram (la sección de las mujeres). Ambos compartimentos fueron separados por una cortina de vivos colores, tejida también por las mujeres del sheikh, y que llamaban sahah. El primer habitáculo, el de los varones, era más amplio y confortable. En uno de los extremos, junto a la puerta, destacaba un lienzo rojo, atado a uno de los postes de madera, y al que llamaban raffah. Era una tela obligada en cualquier comida importante. En ella se limpiaban los huéspedes después de cada plato y al final de la invitación. Si alguien no lo hacía se consideraba una descortesía o bien que el ágape no había sido de su agrado. El suelo fue cubierto con esterillas de palma y sobre ellas se dispuso un buen número de sacos que contenían trigo y dátiles. Éstos, a su vez, se cubrieron con alfombras. Las mujeres las llamaban por su nombre. Cada alfombra, como los postes de madera o los vientos, recibía un nombre. Recuerdo algunos: saggad, besal, ma’anek y labbad agoumieh, entre otros. Del lado de las mujeres se dispuso lo necesario para la preparación de la cena: marmitas para la carne; vasijas para amasar la harina; recipientes para el agua; platos de cuero; el laqen, la gran fuente o recipiente de metal, siempre hondo, que servía para la comida común; los hata’is, unos curiosos platos de madera pintados con la boca; las pinzas para manipular las brasas, y otros cacharros y utensilios que no fui capaz de identificar.

Y en una de esas inspecciones fui a tropezar con una vieja amiga: Nasrah, la primera esposa del sheikh, la faqireh o hechicera del clan de Beit Ids. Me miró con desconfianza. Presentaba la misma y grosera lámina: el rostro maquillado en verde, un gran nezem o aro de plata que le perforaba la nariz y aquel thob’ob, una pieza de lana negra que enrollaba alrededor del flaco y mínimo cuerpo.

Lo sabía. Debía gastar cuidado con la «gritona» (ése era el significado de Nasrah). Aquella bruja no me gustaba. No me equivoqué…

La oí hablar con el resto de las mujeres. Daba órdenes sin cesar. Y parecía restarle importancia al incidente del día anterior. Por lo que pude escuchar y deducir, a la faqireh no le agradaba la presencia de Jesús, y mucho menos que hubiera obrado un prodigio en lo que ella consideraba su territorio. La noticia de la milagrosa curación de Ajašdarpan, en efecto, se había extendido ya por toda la zona. Aquello —pensé— sólo podía acarrear problemas…

Casi no conversé con el sheikh. En cuanto estuvo dispuesta se sentó en el interior de la tienda, recostado sobre los sacos de grano. Las mujeres se ocuparon de la limpieza de su cabello y de la manicura de manos y pies.

Comprendí. El jeque deseaba causar la mejor de las impresiones.

Y regresé a la cueva de la llave. Allí esperé la llegada del Maestro.

Jesús se mostró encantado. No convenía desairar a nuestro generoso anfitrión. Una buena comida, y caliente, no nos vendría mal. Ése fue nuestro principal pensamiento. Al menos el mío…

Y en el ocaso, con el bosque de almendros teñido de rojo, nos encaminamos al poblado.

Yafé se hallaba a la puerta de la tienda, esperando. Lucía una larga e inmaculada dishasha (una especie de túnica), toda ella en seda. Se inclinó levemente y dejó que los negros y brillantes cabellos oscilaran. Las pestañas aparecían maquilladas en un azul metálico. Al cinto lucía su inseparable khanja, el símbolo de la virilidad entre los badu: una daga curva, muy ancha y con la empuñadura de oro.

Y la servidumbre procedió con el ritual. Ofrecieron agua con la que lavar nuestras manos, especialmente la derecha, y suplicaron que nos descalzáramos.

En el lado de los hombres aguardaba un nutrido grupo de hijos, nietos y otros familiares de Yafé. Todos, uno por uno, saludaron al Príncipe Yuy y a quien esto escribe. Calculé alrededor de treinta personas. En la sección de mujeres se oían los cuchicheos y se adivinaba el trajín de los últimos preparativos de la cena. Algunas jovencitas se asomaban furtivamente a través de la cortina y sonreían maliciosas. Era parte del ritual.

Yafé dio la orden y la servidumbre procedió a la ceremonia de la inmolación, también conocida como dabihet eddeif. Situaron un cordero frente a la tienda, y tras invocar el favor de Sahar y de Sami, los «únicos dioses a’rab que escuchan», lo degollaron. Noté cómo el Maestro palidecía. A continuación fue vertida parte de la sangre sobre un espeso ramo de laurel. Yafé se hizo con las hojas, caminó un par de pasos en dirección al olivar, y esparció la sangre en el aire. Después regresó al interior de la tienda. La dabihet era un rito obligado en la sagrada ceremonia de la dorah, la hospitalidad, aunque sólo estaba al alcance de los poderosos.

Fueron encendidas las lucernas de aceite y los esclavos dispusieron tres grandes laqen o fuentes de cobre en el suelo de la tienda. Contenían parte del menú.

Jesús continuaba serio. Deduje que la inmolación del cordero no fue de su agrado.

Las fuentes de metal, humeantes, presentaban una abundante cosecha de codornices con uvas, sazonadas con canela molida, zumo de jengibre, sal y pimienta en abundancia.

Yafé se ocupó personalmente de la distribución de los comensales alrededor de las apetitosas fuentes. Los fue sentando uno por uno. Él se reclinó sobre uno de los sacos y el Maestro, a invitación del sheikh, hizo lo propio, a su derecha. Yo me senté a la izquierda del guapo. A decir verdad, me hallaba hambriento. Aquello, además, tenía muy buena pinta. Me alegré por el Maestro. Al fin podría cenar decentemente.

Y esperamos. Ésa era la costumbre.

Fue Yafé quien autorizó el inicio de la cena. Lo hizo tras agradecer los favores de la brillante estrella de la mañana, de la welieh de la fuente y de otras cincuenta divinidades árabes. Permanecimos en un respetuoso silencio. Acto seguido, a un gesto del jeque, la totalidad de los presentes se lanzó sobre las respectivas bandejas, utilizando siempre los dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha a la hora de capturar el alimento. Era asombroso. Cada invitado tenía especial cuidado para no coincidir con el resto en el momento de llevar la mano hacia las codornices. Traía mala suerte, decían. Y quien esto escribe se las vio y se las deseó para no meter la pata. A Jesús, aquello le divertía…

La comida era algo tan especial para los badu que nadie hablaba. Por mi parte lo agradecí. Ya tenía bastante con el juego de no coincidir con el resto de los comensales…

Las codornices estaban sabrosas. Y noté cómo Jesús iba recuperando el temple.

Yafé, según la costumbre, no comió. Se mantuvo vigilante para que nada faltara. Las mujeres tampoco comieron. Lo suyo era espiar y reír.

De vez en cuando, la servidumbre acudía hasta Jesús, y hasta este aturdido explorador, y ofrecía agua y un lienzo. Limpiábamos la mano derecha y continuábamos con la comida, en silencio. Como digo, nadie se atrevía a hablar. El resto de los invitados (no considerados especiales) debía levantarse y acudir junto a la puerta, aseando las manos en el raffah, el lienzo rojo dispuesto a ese efecto. Cuanto más mugriento —decían los badu—, más generosidad y poderío por parte del anfitrión.

Y transcurridos unos minutos, satisfecha el hambre, dio comienzo la ronda de los eructos. Me costó acostumbrarme. Los invitados, procurando no pisarse la «gentileza», empezaron a expeler los gases, y sin el menor pudor. Era la mejor demostración de agradecimiento por parte de los invitados. A cada eructo, el sheikh correspondía con una leve inclinación de cabeza y daba las gracias. Y todos felices. En especial las mujeres, que replicaban con risas a cada eructo. También Jesús se vio obligado a practicar aquella forma de «cortesía» para con el anfitrión. En cuanto a mí, la verdad, lo logré a medias. Pero el jeque no me lo tuvo en cuenta. Sabía que era un barrani, un extranjero.

Algo quedó en las fuentes de metal. Los beduinos tenían por costumbre no apurar los platos. Si sobraba, el anfitrión lo repartía entre los más pobres y necesitados del lugar. La servidumbre retiró los laqen y regresó al momento con otras tres fuentes de cobre, repletas de carne de vaca con habas y una verdura parecida a la espinaca. Lo llamaban lahma bi foul ahdar wa sabanekh, o algo así, La carne aparecía cortada en diminutos cubos, con la inevitable y abundante pimienta. La cebolla, la sal y un fruto que me recordó la lima redondeaban el exquisito manjar.

Y se repitió la secuencia de los tres dedos.

En eso, mientras dábamos buena cuenta de la carne, se presentó en la tienda un individuo con el pelo blanco. Era un anciano al que sólo le quedaban los huesos. Aguardó de pie, frente a la «mesa» del sheikh. Portaba en las manos un pequeño «violín» (?) de una sola cuerda y el correspondiente arco.

Yafé le animó a que tocase y así lo hizo. Y el lugar se llenó de un sonido dulce y ondulado, entre la tristeza y la poesía. Nadie respiró. Ayed, ésa era su gracia, era un consumado músico. Tocaba su rabab, su violín, allí donde se le requiriese y por un puñado de sal o de comida. Jesús siguió los lamentos del violín con auténtico interés. Y le vi transportarse, aunque no pude penetrar en sus pensamientos.

La música nos acompañó el resto de la cena, hasta que retiraron las bandejas y aparecieron el té y el kafia, aquella especie de café procedente de los montes de Sidamo, Gamud y Dulla, en la actual Etiopía.

Al concluir cada una de las melodías, los badu, en lugar de aplaudir, inclinaban las cabezas en señal de reconocimiento. Y el anciano proseguía, siempre grave y concentrado.

El postre me dejó igualmente perplejo. Yafé se había esmerado. La servidumbre mostró a los comensales una fuente con una m’hencha, una serpiente confeccionada con una deliciosa pasta horneada que llamaban ouarka, mezcla de harina, huevos, almendras molidas, canela, miel, mantequilla y agua de azahar.

A Jesús se le iluminaron los ojos.

Yo repetí dos veces.

Y, como digo, al llegar el té, la situación cambió. El músico se retiró a un rincón y esperó las órdenes del jeque. Era el turno de las conversaciones.

El Maestro eligió el té. Se trataba de una infusión con esencia de jazmín. Yo me incliné por el kafia, más fuerte. Algo me previno. Debía mantenerme despejado y atento…

Al principio, los comensales hablaron de asuntos más o menos intrascendentes: la situación del ganado, la recogida de la aceituna, casi concluida, y los últimos fallecimientos de la zona. Pero todo el mundo observaba al llamado Príncipe Yuy. La verdad es que estaban allí por pura curiosidad. Y murmuraban: «¿Será éste el autor del prodigio?».

Jesús también oyó los comentarios, pero no dijo nada. Permaneció mudo, apurando su pequeña taza de té.

Supongo que Yafé, el jeque, ardía en deseos de formularle la pregunta que corría de invitado en invitado, pero, cortés, esperó.

Y vencida la tercera taza de té, como ordenaba la costumbre, uno de los comensales alzó la voz e interrogó directamente al huésped principal. Se hizo el silencio. Había llegado el gran momento.

El Maestro no respondió, y siguió con el rostro serio. Parecía meditar la respuesta.

Pero el Galileo no tuvo opción. No llegó a responder. Otros comensales, ansiosos, intervinieron con sus comentarios, enzarzándose, a su vez, en una agria polémica. El sheikh no daba crédito a lo que sucedía. Algunos rechazaron el criterio de los primeros. No eran los «monos» o «los que atizan el fuego» (circunloquios empleados para evitar el nombre de los žnun) los que sanaron al niño mestizo. Fueron los wely, los espíritus benéficos, los que, probablemente, eso dijeron, se apiadaron de Ajašdarpan. Otros, incluso, invocaron los nombres de Kabar, el planeta Venus, y de los ba’al, los protectores del hogar…

La situación empezó a complicarse. Nadie daba su brazo a torcer. Jesús, inmutable, oía todas las versiones.

Finalmente, el jeque, alzando las manos, devolvió el orden a la tienda. Todos callaron.

Al fondo, a través de un hueco en la cortina de colores, descubrí el rostro verde de la faqireh. Sonreía maliciosamente…

—¿Qué opinas tú, Yuy?… ¿Han sido los que habitan la peña de la oscuridad quienes…? ¿O bien crees…?

Jesús conocía la forma de hablar del sheikh, sin terminar las frases. Dirigió una mirada a la concurrencia y, al comprobar la expectación, sonrió levemente. ¿Qué se proponía?

Y el Maestro, siempre en a’rab, fue a explicar quién era el «Sheikh de las Estrellas», del que yo había hablado en su momento con Yafé. Los invitados, perplejos, no se atrevieron a interrumpir.

Jesús explicó que el Padre era el único Dios. De Él procedía su fuerza. Él, el Príncipe Yuy, era su enviado. Había venido a la Tierra para traer la luz y vencer el miedo.

Y dijo más.

Debo reconocer que el Maestro era valiente…

Refiriéndose a los espíritus maléficos, a los žnun, aclaró, categórico, que no existían. Mejor dicho: que Él los acababa de derrotar. Ya no tenían nada que temer. Podían subir a la colina de la oscuridad cuando lo deseasen…

Las precisiones del Maestro dejaron a la concurrencia con la boca abierta. Pero fue por poco tiempo. Cuando los invitados comprendieron, sencillamente, estallaron. Primero fue un murmullo generalizado de desaprobación. Después gesticularon e intercambiaron voces entre ellos. Finalmente, dirigiéndose a Jesús, lo maldijeron.

El jeque palideció e intentó poner orden, una vez más.

Fue inútil.

El clamor de los badu, y las protestas, fueron creciendo.

«¿Cómo se atrevía a dudar de los žnun? ¿Quién era aquel hombre para considerarse enviado de los cielos?».

Los gritos subieron de tono.

Jesús continuaba impasible y con el rostro grave.

¡Dios bendito! Que yo recordara, aquélla era la primera vez que el Maestro hablaba en público. Algo histórico y jamás recogido por los evangelistas. Y también fue la primera vez que cosechó un estrepitoso fracaso.

El sheikh, a duras penas, levantando la voz por encima de sus parientes y amigos, solicitó cordura y respeto para los invitados. Nadie obedeció.

«¿Quién era aquel barrani para considerarse a la altura de los dioses?».

Jesús escuchó la envenenada pregunta y alzó la mano izquierda.

Fue instantáneo. Las voces cesaron y todos aguardaron la palabra de Yuy.

El Maestro, entonces, con voz firme, se ratificó en lo dicho y fue más allá: los dioses, tal y como ellos los entendían, eran pura invención. Sólo el Padre, el Sheikh de las Estrellas, era una realidad física. Él, el Príncipe Yuy, se había limitado a cumplir la voluntad del único Dios…

—… Eso —concluyó Jesús, echando mano de la filosofía de los badu— es as sime[11]. Vosotros, de haber conocido al Padre, habríais hecho lo mismo…

Pero alguien, indignado, le interrumpió:

—¡Blasfemo!… ¿Cómo te atreves a negar la existencia de los dioses?

Y el tumulto estalló de nuevo.

El jeque solicitó paz y recordó que, en definitiva, estaban allí para celebrar una husna (una buena obra).

Nadie escuchó las conciliadoras palabras del sheikh de Beit Ids.

El Maestro, resignado, guardó silencio. Y respondió a los insultos bajando los ojos.

¡Dios mío! Yo había asistido (mejor dicho, asistiría en el futuro) a una escena parecida, cuando los judíos arremetieron contra el Maestro, en la mañana del 7 de abril del año 30, en uno de los patios de la fortaleza Antonia, en Jerusalén.

Parecía un aviso del Destino…

Sharwaya!… Sharwaya!…

Y los invitados corearon uno de los peores insultos de los badu. Sharwaya eran todos aquellos que no eran árabes y que, suponían, se dedicaban a la cría de ovejas. Los nobles y los auténticos beduinos —decían— no trabajaban en tales menesteres…

Y el escándalo, lejos de amainar, llenó la tienda y los alrededores. La servidumbre y las mujeres abandonaron sus posiciones y se asomaron a la puerta de la casa de pelo. Se hallaban desconcertados. Yo, el primero. ¿Qué podía suceder? ¿Pasarían de los insultos y los gritos a las manos? Pensé en la vara de Moisés. Ni siquiera la tenía a mi alcance…

Y sucedió lo menos malo.

Algunos de los comensales se levantaron y abandonaron la tienda, indignados. Otros, tras patear las teteras, se fueron tras ellos, al tiempo que escupían al pasar junto al Maestro.

Yafé se puso en pie e intentó convencer a sus invitados para que guardaran la compostura. Nadie obedeció. Y, al poco, en la tienda sólo quedamos el Maestro, el sheikh, quien esto escribe y el músico, inmóvil en su rincón.

El silencio regresó, afortunadamente, y Yafé se excusó por enésima vez:

—Te suplico los perdones porque…

Jesús lo abrazó con una de sus cálidas sonrisas y restó importancia a lo sucedido.

—… Son al-arab

Yafé, al utilizar la expresión al-arab, quiso manifestar que su pueblo era así: la gente que habla claramente…

Jesús, como digo, aceptó las excusas y se dispuso a levantarse, con el claro propósito de despedirse del bueno y confundido jeque. Pero el guapo no lo permitió. Volvió a acomodarse junto al Galileo y reclamó al viejo del violín. Éste se apresuró a situarse frente a nosotros y dio comienzo a una nueva melodía…

La situación resultó embarazosa. No sé qué más pretendía el sheikh

No tardé en averiguarlo.

Yafé, endulzando las palabras, siempre a medio terminar, hizo una proposición a Jesús. Ésta era la segunda gran razón que le había movido a organizar la dichosa cena.

—He sabido —comentó— que eres un excelente carpintero de ribera y que has construido…

El Maestro, adivinando, me dirigió una mirada. Enrojecí. Pero siguió atento a las medias frases del jeque. Tiempo atrás, como ya relaté, yo había puesto en antecedentes al sheikh sobre la habilidad del Maestro a la hora de construir embarcaciones. Yafé no lo olvidó y continuó con su propuesta. Deseaba que hiciera realidad su gran sueño: el barco-templo en honor a su amada, la mar. Y relató, a su manera, los anteriores intentos por construirlo en una de las colinas de Beit Ids. El proyecto, como dije, no prosperó y parte del costillar fue a languidecer en la cueva de la llave. Ésa era la madera de tola blanca en la que Jesús escribía y que siempre terminaba en el fuego. El frustrado barco-templo tenía un nombre: Faq («Despertar»).

Y repitió lo que me había dicho:

—Ningún naggar (carpintero de ribera) creyó en mi sueño porque dicen…

—Quizá no has hallado al naggar adecuado —replicó el Galileo.

Quedé estupefacto. Ésa fue la respuesta que le di al guapo en aquella «conversación». ¿Cómo podía saber?

Yafé cambió de expresión. Su rostro se iluminó y los increíbles ojos verdes centellearon.

—Estás diciendo que aceptas y que, además…

Jesús sonrió abiertamente, con ganas. Yafé y yo no salíamos de nuestro asombro.

—Acepto —concluyó el Maestro—, con una condición…

—La que sea y, además…

El Hijo del Hombre solicitó calma. Y el músico, como si adivinase, dejó caer la melodía muy lentamente…

—Construiré tu «Despertar» —prosiguió el Maestro— siempre y cuando no trascienda la noticia de la sanación del niño…

El sheikh se apresuró a aceptar.

—Te pagaré… Te pagaré y, además…

Se puso de nuevo en pie. Caminó hacia la cortina que dividía la tienda y reclamó a alguien.

Cuando las vi quedé sin aliento. Algo imaginé…

Eran las gemelas, las que yo había visto en diferentes oportunidades. Como se recordará, ambas pusieron en fuga a varios de los miembros de la banda de los ḍuṛ-ḍaṛ («los que daban la vuelta y mostraban el trasero») cuando molestaban al Maestro en mitad del río que discurría frente a la cueva. Eran nietas del sheikh. Esta vez vestían sendos thob o túnicas de color claro y se adornaban con cinco collares de conchas cada una. Los ojos, oscuros como la noche, parecían extraviados. Nos miraron sin mirar. Estaban bellísimas, como siempre. Una, si no recordaba mal, se llamaba Endaiá o «llena de rocío». La otra, idéntica, respondía a la gracia de Masi-n’āss, que podría traducirse como «la puerta de los felices sueños».

Me eché a temblar…

Jesús guardó silencio y esperó una explicación. Estaba muy claro…

No me equivoqué.

Yafé hizo un prolijo y encendido elogio de las muchachas (no creo que tuvieran más de catorce o quince años) y, finalmente, tomando a una de ellas de la mano, le hizo dar un paso adelante. Se la mostró a Jesús y se la ofreció como esposa.

Me quedé sin respiración.

Después hizo otro tanto con la segunda y repitió el ofrecimiento, animándome a que aceptara el «regalo».

Entre los badu, aquélla era una costumbre relativamente habitual. No era necesario el consentimiento de las mujeres para que fueran entregadas en matrimonio. De hecho, casi nunca se producía la aceptación previa de la novia. Los padres y demás familiares negociaban el mohar (la dote), que corría por parte de la familia del novio, y se cerraba el acuerdo con la entrega del dinero, o de los animales y bienes convenidos. A veces se firmaba un contrato, pero tampoco era imprescindible. La palabra de un badu era sagrada.

Jesús, entonces, se puso en pie. Fue a colocar las manos sobre los hombros del jeque y agradeció el gesto, pero suave y delicadamente, sabiendo que el rechazo de la gemela lastimaría la susceptibilidad del sheikh, le hizo ver que no podía hacerse cargo de la muchacha. Su trabajo —dijo— era revelar la existencia del Padre y eso era prioritario… Construiría el barco, como prometió, pero eso sería todo. Y agradeció la hospitalidad y su buen corazón.

Y dando media vuelta se alejó de la tienda. Lo vi desaparecer en la oscuridad de la noche.

Yafé no tuvo tiempo de reaccionar. El músico siguió a lo suyo. En cuanto a este confuso explorador, no recuerdo bien qué argumenté, pero abandoné la presencia del guapo a la misma velocidad…

Dado el fuerte carácter de las gemelas entiendo que fue lo mejor que pude hacer.

Cuando me presenté en la cueva, el Maestro se afanaba en el encendido del fuego. No hablamos. La verdad es que todo estaba dicho, o casi todo. Pregunté si deseaba tomar algo. Negó con la cabeza. Y me senté frente a Él, como tenía por costumbre. Durante un rato me dediqué a observarle. Parecía triste. No me atrevería a decir que preocupado. Y recordé lo sucedido en la tienda de Yafé…

No pude evitar aquel pensamiento: el Hijo del Hombre era un ser maravilloso, pero condenado al fracaso.

Jesús levantó el rostro y me miró intensamente. Sabía lo que pensaba. Y mantuve aquella idea.

Él, a su manera, me dio la razón. No dijo nada. Bajó de nuevo el rostro y continuó pensativo. El fuego y yo tratamos de consolarlo. Cada uno como pudo. Las llamas lanzaron reflejos sobre los cabellos y yo lo acaricié con la mente. Hubiera dado mi vida por aquel Hombre…

Finalmente, no sé si para sacarlo de aquel pozo, me atreví a preguntar. Conocía la respuesta, en parte, pero eso no me importó. Deseaba que emergiera, que fuera el de siempre…

Y planteé, directamente, el asunto de la gemela. ¿Por qué la había rechazado? Él también tenía derecho a tener una esposa, una compañía…

Jesús captó mi sana intención y accedió a regresar a la realidad. Con eso fue suficiente.

Y lenta y tranquilamente expuso lo que este explorador ya sabía. También lo hablamos en su día en el Hermón[12]. No era aconsejable que Jesús de Nazaret dejara descendencia, y tampoco escritos permanentes. Ello hubiera provocado numerosas controversias entre sus seguidores. Así se lo recomendó Emanuel, su hermano mayor en el reino.

¿Emanuel? No supe de quién hablaba y desaproveché la oportunidad de preguntar. Fueron tantos los temas que cayeron en el olvido…

Finalizada la exposición, Jesús volvió a leer mis pensamientos. Le había oído con atención y compartía buena parte de lo dicho, pero aquella duda seguía intrigándome: ¿era partidario del matrimonio?

El Maestro recuperó el temple. Volvía a ser el de siempre. Sonrió y respondió así:

—¿Cómo puedes dudarlo? El matrimonio no fue inventado por el hombre… El matrimonio es una opción legítima, a la que yo tengo derecho.

Me dejó perplejo.

—… Pero siempre me someteré a la voluntad del Padre. Podría haber optado por el camino del matrimonio, y ello no habría oscurecido mi trabajo, pero decidí oír a los que saben más que yo…

—¿El matrimonio no fue inventado por el hombre?

El Maestro comprendió mi sorpresa.

—No, querido mensajero…, como tantas otras cosas.

Y fue directamente a lo importante:

—No te equivoques. Aun no siendo una creación del hombre, el matrimonio no tiene carácter sagrado…

Intuí por qué lo decía.

—Es el hombre quien, una vez más, ha enredado a Dios en sus asuntos… El matrimonio es un acuerdo entre dos partes. Y debe ser formalizado desde el amor…

Dejó rodar el silencio, y yo absorbí sus palabras.

—… Pero, insisto, eso no lo hace divino…

—Entonces, si se rompe…

—No mezcles a Dios en los negocios puramente materiales. Él está para cosas más importantes… Si el matrimonio fuera sagrado, querido mal’ak, lo sería en la materia y también en el reino espiritual de mi Padre. Allí, sin embargo, no existe el matrimonio, tal y como lo interpretáis en la Tierra.

Mensaje recibido.

Nos hallábamos cansados. Y, de mutuo acuerdo, aplazamos la conversación sobre la «perla del sueño» para otra oportunidad.

El Galileo salió de la cueva. Supuse que deseaba orinar. Después regresó y se acomodó sobre la paja que nos servía de lecho. Al poco dormía plácida y profundamente.

Yo permanecí frente al fuego, rumiando las recientes palabras del Maestro sobre el carácter no sagrado del matrimonio. Nunca lo había planteado desde ese punto de vista. Las iglesias, en efecto, no tienen razón y, lo que es peor, arrastran a sus seguidores a un mar de confusión y de angustias innecesarias.

Entonces apareció ante mí…

Brillaba tímidamente.

Se hallaba entre mis pies, al alcance de la mano, y medio sepultado en la tierra de la cueva.

Lo tomé con curiosidad. Lo revisé y quedé maravillado.

No lo había visto hasta ese momento.

Dirigí la mirada hacia Jesús. ¡Era asombroso!

A mis pies, como digo, se presentó un clavo de hierro, nuevo y reluciente, diestramente martilleado en forma de «J». Lo paseé entre los dedos y deduje que formaba parte de alguna sujeción. Quizá se trataba de uno de los clavos insertados en la viga de roble que cruzaba la caverna. Quizá se había caído. No supe en esos momentos… Y, de pronto, recordé algo… ¡El sueño! Fue durante una de mis estancias en Salem, la aldea en la que conocí al viejo y sabio Abá Saúl, al pasear por el llamado «lugar del príncipe», cuando quedé dormido en mitad de las ruinas de una fortaleza, supuestamente levantada por Malki Sedeq, el príncipe que, al parecer, enseñó a Abraham. En dicho sueño tuve una extraña ensoñación: un hombre con los cabellos blancos y largos hasta la cintura, y con una túnica de seda de un color blanco roto, se aproximó a quien esto escribe, y le susurró palabras de luz[13]. En el pecho lucía un emblema que me resultó familiar: tres círculos concéntricos, bordados en azul. Y el hombre habló con «palabras luminosas»: «Yo soy el verdadero precursor del Hijo del Hombre».

Bar Nasa… Hijo del Hombre…

Por último, antes de que despertara, el hombre de los tres círculos afirmó: «Cuando llegue el momento busca a tus pies. Entonces comprenderás que esto no es sueño…».

Quedé desconcertado. Era la segunda vez que encontraba algo a mis pies. La primera, como ya relaté, tuvo lugar en el astillero de Nahum, en el cuarto secreto de Yu, el chino. En esa ocasión hallé entre mis pies un pequeño disco de jade negro, el «beso interior». Según Yu, hallar un jade negro era una bendición especialísima de los dioses…

Querida Ma’ch…

¿A cuál de los dos hallazgos se refería el sueño?

Y, agotado, dejé correr el misterioso asunto. Olvidé el clavo y me retiré a dormir. Al poco me hallaba profundamente dormido. Pero sucedió algo extraño, difícil de explicar. Lo atribuí al hecho, reciente, de haber encontrado un clavo con una forma tan curiosa.

La cuestión es que esa noche tuve otro sueño. Más o menos, esto es lo que recuerdo:

Me hallaba en el exterior de la cueva. Era de día. Yo era un simple espectador. No formaba parte de la acción… Llegaron varias personas. Vestían como en el siglo XX. Buscaban algo… Entraron en la cueva… Después salieron… Me fijé en cada uno de ellos. Había cuatro árabes… El resto eran europeos. A uno de los europeos lo conocía… Años después de nuestras aventuras en el Israel de Jesús de Nazaret tuve la oportunidad de conversar con él. Nos reunimos en el Yucatán… Yo, en esos momentos del sueño, no lo conocía aún… Hablaban y discutían… Entonces, la persona a la que yo conocía volvió a entrar en la gruta y se quedó solo, sentado sobre una de las piedras… Parecía preocupado… Fue en esos instantes cuando vi aquello… En el cielo surgió una pequeña cruz de color rojo… Voló sobre las cabezas de los que discutían y fue a posarse sobre una chapa de metal situada a la izquierda de la cueva… Nadie vio la cruz… Yo me aproximé y comprobé que, en efecto, se trataba de una cruz de color rojo. Era como si alguien acabara de pintarla sobre la referida chapa metálica. Una chapa que cubría y protegía el manantial existente cerca de la caverna… Por último, en el sueño, vi aparecer también un clavo de hierro… ¡Era el que había desenterrado esa noche!… Tenía la misma forma, como una «J». Voló de idéntica manera, sobre los allí presentes, pero nadie se percató de su presencia. Miento: la única mujer del grupo sí alzó la cabeza, como si percibiera algo… Y el clavo en forma de «J» terminó perdiéndose en la boca de la cueva… Allí desapareció.

Ahí terminó la ensoñación. Nunca supe el significado de dicho sueño, pero queda registrado…[14]