23 DE FEBRERO, SÁBADO

Alguien me despertó.

Comprobé que estaba amaneciendo. Todos dormían.

Los relojes de la «cuna» señalaron el orto solar de ese día a las 6 horas y 12 minutos.

Era el Maestro. Me tocó en el hombro, suavemente, y susurró:

—¡Vamos, mal’ak!… ¡Despertemos al mundo!

Pensé que deseaba despertar al resto de los trabajadores que dormía en el astillero. Pero no. Su intención era otra…

Llevaba el pelo recogido en la habitual cola y una cinta blanca, de lana, alrededor de la cabeza. Eso significaba que Jesús se disponía a caminar y durante un tiempo considerable.

Cargamos los petates y, en silencio, sin despedirnos de nadie, descendimos desde la cota 575 hasta el camino de tierra apisonada que lamía la entrada de la cueva.

Él se adelantó y siguió caminando en solitario, con sus zancadas largas y decididas. Aquélla era otra «señal» para quien esto escribe. Cuando el Maestro deseaba estar solo tenía por costumbre distanciarse unos metros. Lo respeté, naturalmente. Costaba trabajo hacerse a la idea, pero sólo era un observador…

Tomó el camino de Pella, hacia el oeste. ¿Se dirigía a la Galilea, tal y como comentó días antes? Tampoco quise preocuparme. Mi trabajo era seguirle…

No podía quejarme. Me encontraba físicamente bien. En cuanto a la pésima relación con el ingeniero, algo ocurriría… Estaba seguro. Algo terminaría por suceder y todo volvería a ser como antes. Quizá Eliseo había recapacitado y su presencia en Beit Ids se debía al deseo de hacer las paces y proseguir la misión con normalidad…

De estos últimos pensamientos no estuve tan seguro.

Según mis cálculos, necesitaríamos del orden de dos o tres horas para alcanzar la ciudad de Pella. Eran sólo doce kilómetros, pero el Destino era imprevisible. Después, al lado, se hallaban el meandro Omega y el río Artal, de tan gratificantes recuerdos… ¿Seguiría allí Yehohanan? ¿Se detendría Jesús en el guilgal en el que paraba el Bautista? Y recordé al no menos imprevisible gigante de las pupilas rojas y las siete trenzas rubias, hasta casi las rodillas. Sentí lástima por él. O mucho me equivocaba o no entraba a formar parte del «plan de trabajo» que había trazado el Maestro en su retiro, en la aldea de los badu.

Pronto lo averiguaría…

Y cuando llevábamos recorridos casi tres kilómetros, a la vista del cruce de caminos que conducían a la aldea de Rakib, al norte, a los poblados de Abil y Tantur, al oeste, y a la Perea, al sur, en una de las ocasiones en la que miré atrás, las descubrí…

No podía ser.

¡Dios mío!

Sí, eran ellas. ¿Qué hacía? ¿Avisaba al Galileo? ¿Las esperaba? No, eso hubiera sido una locura…

Jesús no se percató de la presencia de las gemelas. Seguía rápido y decidido. Porque de eso se trataba… Endaiá y Masi-n’āss caminaban muy cerca, a cosa de doscientos metros. Cargaban un zurrón cada una y portaban las temidas varas de avellano. Aminoré la marcha, tratando de pensar. Y en un minuto, creo, por mi cabeza pasó todo un mundo. Las bellísimas badu habían sido rechazadas. Pero allí estaban. Las gemelas tenían un carácter endiablado. ¿Pretendían unirse a nosotros? ¿Deseaban que las tomáramos como esposas? ¡Dios santo! Empecé a sudar, de puro miedo…

¿Cómo reaccionaría el Galileo cuando las descubriera? Porque, lógicamente, en algún momento volvería la cabeza…

No, aquello no era justo.

¿Y si sólo fuera una coincidencia? Rechacé la idea. Allí no había ninguna casualidad. Las gemelas, probablemente, nos espiaban y salieron tras nosotros. Era obvio que nos seguían…

¿Qué debía hacer? Yo no podía hacerme cargo de nadie. Las normas de la Operación lo prohibían terminantemente. En cuanto al Maestro…

Me sentí atrapado y sin solución.

Y al pisar el referido cruce de caminos volvió a suceder…

Por nuestra izquierda, al pie de la colina «481», entre los olivos, vi aparecer al tipo de la sonrisa encantadora. Me detuve.

No podía ser…

El hombre caminó decidido hacia las badu. Se reunió con ellas, hablaron un instante, y él las tomó de la mano, emprendiendo el camino de vuelta a Beit Ids.

No sé si palidecí. Aquello era surrealista…

Las gemelas, de vez en cuando, volvían las cabezas y me miraban.

Respiré aliviado. Y reanudé la marcha. Al poco, sin embargo, otro pensamiento me inquietó: ¿volvería a verlas?

A la hora prevista, sin tropiezos, rodeamos la ciudad de Pella y fuimos descendiendo hacia el valle del Jordán. La temperatura aumentó considerablemente. Rondaría los treinta grados Celsius.

Jesús dejó que me acercara y conversamos de asuntos intrascendentes. No dije nada sobre las gemelas, aunque poco faltó para que le interrogase sobre el hombre de la sonrisa encantadora. No lo hice.

El Maestro respiraba optimismo. Parecía querer comerse el mundo.

Y pronto averigüé nuestro destino inmediato. Tomó la calzada que unía Pella con Bet She’an y, al llegar al puente de piedra que burlaba al río Artal, se echó a la izquierda y buscó la margen derecha del referido afluente. Se dirigía al campamento de Yehohanan, en el bosque de los «pañuelos», los árboles de veinte metros de altura que se apretaban en el llamado meandro Omega. Aquellos bellos árboles (los davidia) lucían miles de flores blancas y colgantes. Y la brisa las mecía y las agitaba, como si de pañuelos al viento se tratase. Quien esto escribe bautizó el lugar como el bosque de los pañuelos. El resto del meandro, en forma de gran herradura, aparecía poblado por tamariscos y un matorral bajo, parecido a la siempreviva, que teñía los pies de la arboleda en un color violeta, muy relajante. A no mucha distancia del puente, en dicha margen derecha, entre las cañas, asomadas a las aguas, destacaban cuatro o cinco grandes lajas de basalto negro, casi planas. El Bautista, siguiendo su costumbre, había trazado un círculo alrededor de uno de los davidia. Era su guilgal, el círculo protector, dibujado con piedras. En él se movía y en él permanecía con sus discípulos, siempre que estuviera en el campamento. En esta ocasión, el guilgal se hallaba a cosa de trescientos metros de las lajas de piedra y casi en el centro geométrico de la «herradura». De las ramas del árbol, como expliqué, colgaban ostracones (trozos de arcilla), con leyendas como las siguientes: «Pues he aquí que viene el Día, abrasador como un horno», «Los pisé con ira», «Las naciones temblarán ante ti», «Y los estrellaré, a cada cual contra su hermano»… Eran frases de Isaías, Jeremías, Malaquías y otros profetas; los preferidos del gigante de las pupilas rojas. Aquél, como dije, era el concepto de Yehohanan sobre el Padre… Nada que ver con la idea que trataba de transmitir el Hijo del Hombre.

Entre los árboles distinguí veinte o treinta tiendas. Supuse que eran los seguidores habituales del Bautista.

Todo parecía tranquilo. El sol corría ya hacia lo alto. Calculo que no estaríamos más allá de la hora tercia (nueve de la mañana). Algunos acampados se percataron de nuestra presencia y avisaron a los del guilgal. Pude oír los gritos… Jesús continuó caminando, decidido.

Entonces vi levantarse al gigante de dos metros. Retiró el chal de cabello humano con el que se cubría y salió del círculo de piedras. Lo vi correr hacia las lajas del río. El Maestro se detuvo. Nos hallábamos a un paso de las citadas piedras negras.

Yehohanan saltó sobre una de las rocas y, dirigiéndose a su primo lejano, clamó con aquella voz ronca y áspera que le caracterizaba:

«¡Mirad al Hijo de Dios, el Libertador del mundo!…».

Hizo una pausa y esperó a que los suyos, y el resto de los acampados, se aproximaran a la orilla del río. Y siguió señalando al Hijo del Hombre.

«… ¡De éste es de quien he dicho: tras de mí vendrá el elegido que fue antes que yo…!».

Observé a Jesús. Oía impasible. Y me pregunté: ¿quién era el que gritaba? Aquél no era el estilo de Yehohanan. Y allí mismo, al escuchar lo que escuché, llegué a la conclusión de que no era el Bautista quien hablaba. No sé explicarlo. Aquella lucidez no era propia de un desequilibrado…

«… ¡Por esta causa he salido del desierto!… ¡Para predicar el arrepentimiento y para bautizar con agua!».

Alzó la voz y todos se estremecieron:

«¡Se aproxima el reino del cielo!… ¡Aquí lo tenéis!».

Y volvió a señalar a Jesús. Después continuó en su extraña lucidez:

«¡Ya viene aquel que os bautizará con el Espíritu de la Verdad!…».

El Maestro aparecía tranquilo, y dejó que hablara.

«¡Yo he visto al Espíritu descender sobre este Hombre, y he oído la voz de Dios, que decía: “Éste es mi hijo muy amado de quien estoy complacido.”!».

Definitivamente, aquél no era el Yehohanan que yo conocía…

Concluido el anuncio, el Bautista regresó al guilgal. Nadie dijo nada. No sé si comprendieron.

Y el Maestro, en silencio, fue a reunirse con Yehohanan y sus íntimos. Yo le seguí, intrigado.

Jesús se sentó en el guilgal, cerca del Bautista. Allí encontré a todos los «justos». Creo que se alegraron al verme, pero, como digo, nadie acertó a pronunciar una sola palabra. Miraban al Maestro y a Yehohanan, alternativamente, pero ahí terminaba todo. Allí estaban Andrés y su hermano Simón, y también Judas, el Iscariote, y Belša, el viejo amigo, el corpulento persa del sol en la frente. Hacía tiempo que no les veía. Si no recordaba mal, desde el pasado mes de kisléu (diciembre), en los lagos de Enaván.

No habían cambiado mucho.

Andrés, más delgado que Simón, seguía con la timidez a cuestas. Me miró y sonrió brevemente. Como creo haber mencionado, era mayor que Jesús. Ese año 26 cumplía treinta y tres años. Presentaba el mismo rostro aniñado y pulcramente afeitado. Su hermano Simón (al que posteriormente bautizaría el Galileo con el sobrenombre de «Piedra» [Pedro]) presentaba un vientre algo más abultado. Había engordado. Miraba sin ver. Lo noté indeciso. En cuanto a Judas, contemplaba a Jesús desde sus negros y profundos ojos y parecía hacerse mil preguntas. Sin embargo, no abrió la boca.

El ambiente, insisto, era tenso. ¿Qué sucedía? ¿Por qué nadie hablaba?

Fueron minutos embarazosos.

Algunos de los discípulos del Bautista, los llamados «justos», bajaron las cabezas. Otros mantuvieron las miradas sobre el Hijo del Hombre. Eran miradas acusadoras. No entendí. Algo había ocurrido en nuestra ausencia.

Yehohanan, en otro de sus típicos arranques, fue a cubrirse de nuevo con el chal. Y permaneció mudo, dejando que la desagradable situación se prolongara.

Simón carraspeó, sin saber qué hacer. Andrés, a su lado, suplicó calma con las manos.

Fue Jesús de Nazaret quien puso punto final a la tensa escena. Sin decir una palabra se levantó, cargó el petate, y salió del guilgal. Nadie dijo nada. Abner, el pequeño-gran hombre, el segundo de Yehohanan, movió la cabeza negativamente, pero no supe qué era lo que lamentaba.

El Maestro caminó despacio entre los davidia. Parecía buscar un lugar en el que descansar o pasar la noche. Me fui tras Él, atento. De pronto se detuvo. Se hallaba al pie de uno de los frondosos árboles. Supongo que le agradó y terminó anudando el saco de viaje a una de las ramas.

Y en eso, cuando me disponía a acercarme y compartir con Él el davidia, alguien me rebasó. Era Andrés. Llevaba prisa. Se encaminó hacia Jesús. Y al pasar a mi lado me saludó:

—La paz sea contigo, «Ésrin»…

Así me llamaban Yehohanan y los íntimos: «Veinte».

No tuve tiempo de responder. Me hubiera gustado interrogarle y averiguar qué sucedía entre sus compañeros, los «justos».

Llegó hasta el Galileo y empezaron a conversar. Me quedé quieto, a cosa de diez o doce pasos, expectante. No alcancé a oír sus palabras. Y el Maestro, en otro de sus típicos gestos, terminó depositando las manos sobre los hombros del hermano de Simón. Andrés bajó la cabeza. Después, acercándose al saco, el Hijo del Hombre lo abrió y empezó a buscar en el interior. No supe lo que se proponía.

Ahí me perdí.

De pronto, a mi espalda, oí gritos. Alguien pronunciaba mi nombre y con entusiasmo.

Al volverme descubrí a Kesil, nuestro fiel y querido sirviente. Cargaba un petate y corría hacia quien esto escribe.

No llegué a reaccionar. No lo esperaba. Mejor dicho, no los esperaba…

El bueno del felah arrojó el saco al suelo y, sin dejar de correr, se lanzó a mis brazos. Casi me derriba. Kesil lloraba e intentaba explicarse. Dijo algo sobre Beit Ids. Llevaban días buscándome. Por fin, en la aldea de los badu les dieron razón y regresaron…

Y en eso lo vi. Entró en el bosque a la carrera. Era el ingeniero.

Presentaba un aspecto lamentable…

Se detuvo a escasos pasos y me miró, desafiante. Sudaba copiosamente y traía la túnica sucia y rota.

La mirada, incendiada por el odio, me intranquilizó. Las ilusiones sobre un posible arreglo naufragaron a la vista de aquel Eliseo nervioso y alterado. Quise decir algo, pero no fui capaz. Kesil también se había quedado mudo. Él sabía que algo no iba bien entre nosotros y se mantuvo al margen.

Eliseo siguió caminando. Llegó a mi altura y me rebasó. No era yo quien le interesaba, de momento…

Alcanzó mi petate y se arrodilló, procediendo a la apertura del mismo.

Me hallaba tan perplejo que no hice un solo movimiento.

Y le vi buscar y rebuscar en el interior. Creí comprender. Creí saber lo que andaba buscando…

Jesús y Andrés se hallaban cerca, conversando. No prestaron atención a la llegada de Kesil y del ingeniero. Me contuve. No deseaba contribuir a un escándalo en presencia del Maestro. Esperaría…

Pero Eliseo, rojo de ira, levantó la vista y me increpó:

—¿Dónde está?

No me permitió responder.

—¿Dónde lo tienes?… ¡Maldito hijo de…!

Kesil, espantado, dio un paso atrás.

Sabía que era el cilindro de acero lo que le interesaba, pero permanecí mudo, con la atención dividida entre Jesús y aquel energúmeno.

Volvió a meter las manos en el petate y extrajo la farmacia de campaña. Mostró las ampolletas de barro, con los medicamentos, y bramó con cinismo:

—Ya no lo vas a necesitar… Y me suplicarás…

Andrés, alertado por el tono de Eliseo, giró la cabeza, intrigado. Jesús continuó de espaldas, aparentemente atareado con el saco de viaje. Sé que Él oyó al ingeniero…

¿Qué era lo que no iba a necesitar? En esos momentos no caí en la cuenta… ¡Maldito bastardo!

Y exclamó, al tiempo que se ponía en pie:

—Haremos un trato, mayor…

Indicó con la vista las ampolletas de barro que sostenía entre las manos y remató con frialdad:

—El cilindro a cambio de los oxidantes…

Sí, Eliseo era un maldito bastardo. Él sabía que la dimetilglicina era fundamental para mi supervivencia. Si dejaba de ingerirla podía recaer de nuevo…

Percibió mi angustia y sonrió, triunfante.

Pasó ante mí, abrió el saco de viaje de Kesil, y guardó las medicinas. Cargó el petate y, dando media vuelta, se distanció. Yo tenía un nudo en el estómago.

Pero, a los tres o cuatro pasos, se detuvo. Giró hacia nosotros y clamó, amenazante:

—No tendrás más remedio que devolverlo… No es de tu propiedad… Te lo garantizo: regresaremos cuando me lo devuelvas…

—No lo tengo —repliqué.

Eliseo deshizo lo andado. Se situó a escasos centímetros de quien esto escribe y me miró a los ojos. Sí, había odio en aquel muchacho…

—Mientes…

Hubiera deseado explicarle cómo lo perdí, pero no tenía sentido. Además, el Maestro seguía allí mismo.

Y al verme dudar, envalentonándose, me lanzó a la cara lo que más podía dolerme. Y lo hizo en voz baja, y en inglés:

—No tienes lo que hay que tener… No me extraña que Ruth te haya despreciado… ¡Maldito afeminado!

Acto seguido dio media vuelta y se alejó con prisas. Kesil, aturdido, se fue tras él.

Fue un mazazo. Yo no era un afeminado y tampoco tenía conciencia de haber sido despreciado por Ruth…

Las fuerzas me abandonaron y me dejé caer sobre el terreno.

¿Cómo habíamos llegado a semejante desastre? No fue la pérdida de los antioxidantes lo que me desmoronó. Ni siquiera la amenaza del ingeniero sobre el retorno a nuestro tiempo. Lo que me hirió profundamente fue la alusión a mi amada…

Y llegué a dudar: ¿me había despreciado? Puede que Eliseo tuviera razón. Yo era un anciano…

No sé cuánto tiempo transcurrió. La cuestión es que, al volver a la realidad, el Maestro y Andrés ya no estaban allí.

Los busqué por el campamento. Ni rastro. Nadie sabía nada.

Y, derrotado, regresé al centro del bosque de los pañuelos. Me senté e intenté ordenar los pensamientos. El Galileo no estaba en Omega. ¿Regresaría? Al parecer se hallaba acompañado por Andrés. Éste guardaba sus cosas en el guilgal. Allí se encontraba Simón, su hermano. Según me explicó, deseaban seguir junto al vidente. Andrés, por tanto, tendría que regresar al meandro. De lo que no estaba tan seguro era de las intenciones del Galileo. Se había llevado consigo el saco de viaje. ¿Pensaba volver o seguiría hacia el norte, hacia la Galilea?

Y maldije mi mala fortuna…

Fue entonces, con el sol en el cenit, cuando se presentaron Abner y Belša. Me habían visto de un lado para otro, interesándome por el Maestro. Mi preocupación no pasó desapercibida. Y el segundo de Yehohanan, tomando la palabra, se interesó por mi persona y por mi larga ausencia. A pesar de su repulsivo aspecto, con las encías enrojecidas y sangrantes, la voz aflautada y las costillas casi al aire, aquel ari, todo un león, según el lenguaje de los judíos, era un ser entrañable y sincero. Belša también se mostró interesado en mis correrías. Al fin había hallado a su líder. Eso dijo. Y se convirtió en la mano derecha de Abner.

Me extendí hasta donde consideré oportuno, esquivando el asunto de la curación de Ajašdarpan y, por supuesto, sin mencionar las decisiones a las que había llegado el Maestro en su retiro, en las colinas de Beit Ids.

El corpulento Belša fue el que más preguntó: ¿cómo era Jesús?, ¿qué pretendía?, ¿cuál era su mensaje?, ¿era cierto lo que aseguraba Yehohanan?, ¿se trataba del Mesías esperado?, ¿levantaría a la nación judía contra Roma?, ¿despedazaría a sus enemigos?, ¿era un rompedor de dientes, como afirmaban los profetas de antiguo?, ¿era zelota?, ¿portaba armas?, ¿quiénes eran sus «justos»?, ¿por qué había vuelto?…

Tanta pregunta me hizo recelar. Y respondí con evasivas o con medias verdades.

Después, satisfecha, en parte, la curiosidad de los discípulos del Bautista, fui yo quien pasó a la ofensiva y me interesé por lo ocurrido en Omega desde que partí hacia el este en aquel histórico 14 de enero, día del bautismo de Jesús de Nazaret. ¿Qué era lo que sucedía entre los íntimos de Yehohanan? ¿Por qué tanta frialdad cuando apareció el Maestro?

Abner hizo un esclarecedor resumen de la situación.

A raíz de los portentosos sucesos registrados en el río Artal en dicho 14 de enero, las noticias sobre voces celestes y lluvias de color azul se propagaron en todas direcciones. Y fueron muchos los que acudieron al meandro Omega, con la esperanza de ver y de oír al responsable de tales maravillas. Pero ese supuesto Mesías no se hallaba en el lugar y las noticias terminaron desvaneciéndose. La gente se marchó, decepcionada. «Y perdimos otra magnífica oportunidad —aseguró el pequeño-gran hombre—. Todo estaba a nuestro favor… Yehohanan sólo tenía que levantarse en armas. El pueblo lo hubiera seguido…».

Abner, el hombre suerte, como lo llamaban en el grupo, llevaba razón, en parte. Yehohanan no hubiera tenido problemas a la hora de encabezar una sublevación contra los invasores, los kittim o romanos. Pero el vidente se echó atrás, y decidió esperar el retorno de su pariente. Esto encendió la polémica entre los suyos y entre sus seguidores. Él era el verdadero Mesías. No tenían por qué aguardar al tal Jesús, ni a nadie. Como ya relaté en su momento, la visión mesiánica de los judíos[24] no guardaba relación alguna con los planes del Maestro. Para la mayoría de los judíos, ese ansiado Mesías era un libertador político-social, que llevaría a Israel al liderazgo entre las naciones. El Mesías en cuestión no procuraría un reino espiritual, como defendía Jesús de Nazaret, sino la victoria sobre los enemigos del pueblo elegido. El nuevo reino, en suma, era un asunto de poder, de poder y de poder…

Fue en esos días de ausencia cuando se presentó en el bosque de los pañuelos una nueva representación de los sacerdotes de Jerusalén. Abner fue muy explícito en sus explicaciones:

«Llegaron aquí con toda su pompa, convencidos de que el vidente era un loco o un iluminado… Y preguntaron a Yehohanan si era Elías… El vidente dijo que no lo era… Y volvieron a preguntar por segunda vez: “¿Eres tú el Mesías del que hablan las Escrituras?”… El vidente dijo: “No soy yo”… Y los sacerdotes argumentaron: “Si no eres tú Elías, ni el profeta que Moisés prometió, ni tampoco el Mesías, ¿por qué bautizas a la gente con tanto alboroto?”… Y el vidente manifestó: “Deberían ser ellos, los bautizados, quienes deberían deciros quién soy yo… Pero responderé a vuestra pregunta: yo os digo que si bien bautizo con agua, algún día regresará aquel que lo hace con el Espíritu de la Verdad…”».

«Y los malditos sacerdotes y fariseos regresaron a la Ciudad Santa, pero no comprendieron… Y nosotros tampoco».

Abner fue sincero. Aquél, sin duda, fue otro momento de especial lucidez en la vida pública del Bautista.

Aquellos treinta y nueve días, en definitiva, destaparon algo inevitable, desde mi modesto punto de vista. Parte de los íntimos de Yehohanan rechazó al Maestro, incluso sin haberlo visto y sin saber de su mensaje. Jesús de Nazaret se convirtió en el enemigo de su líder. Por eso, al verlo sentado en el guilgal, lo despreciaron. Era un conflicto que, tarde o temprano, tenía que estallar.

Otros discípulos, los menos, echaron en cara al vidente que no hiciera milagros. La noticia sobre la curación milagrosa del niño mestizo llegó hasta Omega, pero fue situada, equivocadamente, en la ciudad de Pella. De ahí que no dieran con Ajašdarpan. Y Yehohanan se mantuvo en silencio. La situación fue tan crítica, y tan penosa, que el vidente dejó de bautizar y entró en un estado de permanente mutismo. Cuando Jesús y quien esto escribe alcanzamos el bosque de los pañuelos, la decepción y la confusión dominaban a los «justos». Nadie sabía qué hacer. ¿Cuál sería el futuro de aquel naciente movimiento revolucionario? ¿Quién sería el líder? Y se produjo un grave cisma entre los seguidores del Bautista… Esdras, uno de los discípulos, era el cabecilla de los que criticaban duramente a Yehohanan por no haberse alzado ya contra Roma. En breve, quien esto escribe sería testigo de la primera gran ruptura entre los referidos «justos».

Y hacia la hora décima (cuatro de la tarde) vi aparecer en el bosque a Jesús de Nazaret y al bueno y dulce Andrés. Respiré aliviado…

El Maestro no se detuvo en el círculo de piedra en el que permanecía Yehohanan con su gente. Continuó hasta el centro del bosque de los davidia y se reunió con quien esto escribe. Andrés parecía íntimamente feliz. Sonreía por cualquier cosa.

El Galileo abrió el saco y me dedicó una mirada larga. Yo sabía que Él sabía. Sabía que Él sabía de mi tristeza…

Jesús olvidó la intensa mirada y dibujó una sonrisa que fue conquistándome. Retiró la cinta blanca de lana que le cubría las sienes y extrajo del petate lo que sería nuestra cena: carne salada, nueces peladas, aceitunas en salmuera, dátiles de Jericó, recién llegados a Pella, y pan negro, otra especialidad de los badu.

Andrés aclaró que el Maestro se había ocupado personalmente de la compra. Y la pagó con su dinero.

—Ahora, despierta, querido mal’ak

Y añadió, al tiempo que me guiñaba el ojo:

—Confía… La esperanza va conmigo, ¿o no?

Asentí.

Mensaje recibido.

Y me apresuré a preparar el fuego. Andrés se ocupó de trocear la carne.

Alcé la vista brevemente y exploré el guilgal por enésima vez. Qué gran diferencia entre aquellos hombres y los de este lado del bosque. Los «justos», confusos, habían perdido la esperanza. Nosotros viajábamos con ella…

Jesús buscó el sol entre el ramaje de los davidia. Faltaba hora y media, aproximadamente, para el ocaso. Regresó al petate, rescató la túnica de recambio y los enseres para el aseo y se dirigió al Artal. Ésa era otra de sus costumbres.

Andrés y yo seguimos con lo nuestro. El hermano de Simón, como decía, se hallaba feliz. Y no era para menos…

Terminó contándomelo. Lo necesitaba. Deseaba abrir su corazón y compartir su alegría. Así fue como supe de aquellas horas, vividas por el Maestro y por Andrés entre las gentes de la populosa ciudad de Pella, también conocida como Fahil.

Al abandonar el meandro Omega, ambos se dirigieron directamente a la ciudad. Jesús deseaba comprar provisiones. Y así lo hicieron. Y hablaron durante horas…

Andrés conocía a Jesús de tiempo atrás. Aunque nacido en Nahum, el hermano de Simón residía desde hacía años en la pequeña aldea de Saidan, el barrio pesquero de Nahum. Llegaron a trabajar juntos en el astillero de los Zebedeo y coincidieron más de una vez en el yam, a la hora de pescar.

—Siempre me llamó la atención aquel Hombre —resumió Andrés—. Yo sabía que era especial…

Andrés vivía en la casa de Simón. En esos momentos se hallaba soltero. Tenía madre y tres hermanas. El padre había fallecido años atrás.

Y en mitad del gentío que llenaba uno de los mercados de Fahil vino a suceder que uno de los operarios que trabajaba en la construcción de una casa terminó precipitándose contra el pavimento. La gente se arremolinó en torno al jovencito y comprobó que se hallaba herido. Jesús y Andrés estaban allí. El Maestro se abrió paso entre los curiosos y examinó al muchacho. Tenía un brazo roto. El Maestro buscó algunas tablas e improvisó un «vendaje», inmovilizando el brazo. Después, con la ayuda de Andrés, lo trasladaron a su domicilio. La familia era de origen persa, muy humilde.

—Y el herido —pregunté con impaciencia—, ¿llegó a sanar?

Andrés no podía imaginar el sentido de mis palabras. Negó con la cabeza, y añadió:

—Que yo sepa, allí se quedó, con el brazo entablillado…

—¿Estás seguro? ¿Recuerdas si el brazo se curó?

—No, no se curó…

No insistí. Empezaba a parecer un perfecto idiota. El recuerdo de lo sucedido con el niño mestizo, en el olivar de Beit Ids, me tenía algo trastornado. Veía milagros por todas partes…

Y el paciente Andrés continuó con lo que verdaderamente importaba.

Camino de Omega no pudo contenerse y le manifestó al Maestro lo que acababa de revelarme:

—Te he observado durante tiempo —dijo— y sé que eres alguien muy especial… Aunque no entiendo lo que dices, me gustaría estar a tu lado y aprender…

Dada la timidez del Galileo, imaginé el esfuerzo que tuvo que desplegar para pronunciar estas palabras.

—… Si lo permites, me sentaré a tus pies y aprenderé la verdad sobre ese nuevo reino del que hablas…

Andrés guardó silencio, rememorando aquel histórico momento. Histórico para mí, no para él. Él, todavía, no sabía…

—Y bien, ¿qué pasó?

—Nada…

—¿Cómo que nada?

—Jesús dijo que sí, que me admitía como discípulo suyo…

Y me miró, atónito, como si el asunto no tuviera mayor importancia.

No dije nada y proseguí con la preparación de la cena. Definitivamente, Andrés no era consciente de lo sucedido de regreso al meandro Omega. Andrés se había convertido en el primer apóstol del Hijo del Hombre. Eso tuvo lugar entre la nona y la décima (entre las tres y las cuatro de la tarde) de aquel sábado, 23 de febrero del año 26 de nuestra era. Era importante que lo recordara…

Andrés no supo explicarlo pero, desde esos instantes, se sintió pleno y feliz. Y supo transmitirlo.

Al retornar a la «cuna», y poner al día estos diarios, eché mano de la «ficha técnica» que había elaborado para cada uno de los «doce», así como para otros personajes, incluso más destacados, y redondeé lo ya escrito. En esos momentos, la ficha de Andrés decía así:

«Nacido en Nahum. Familia de linaje. Elegido apóstol en primer lugar: al atardecer del 23 de febrero del año 26, de regreso al bosque de los pañuelos. Soltero. Habita en la casa de Pedro, en Saidan. La madre vive. Tiene tres hermanas. Lo llaman segan (jefe). Cumplió treinta y tres años al ser elegido apóstol. Es el más viejo de los doce. Un año mayor que el Maestro. Estatura: 1,60 metros. Más delgado que Pedro, su hermano, pero también fuerte y robusto. Cabeza pequeña, cabello fino y abundante. Ojos azules. Rostro aniñado. Siempre bien afeitado.

»Personalidad: el más capaz de los doce, aunque negado para la oratoria. Buen organizador y mejor administrador. Pensamiento lógico. Clara visión. Acertado en sus juicios. Muy estable. Gran serenidad. Nervios templados. Bastante incrédulo y pragmático. Desconfía de todos, en especial de su hermano Simón Pedro. Se lleva bien con él. En general serio y distante. Silencioso y tímido. Introvertido. Aparece siempre como preocupado. Buenos reflejos y rápido en sus decisiones. Cuando el problema lo supera acude al Maestro y consulta. Siempre desconfió de Judas Iscariote. Defecto principal: falta de entusiasmo. No le gusta elogiar a nadie. Odia la mentira y la adulación. Le cuesta reconocer los méritos ajenos. Muy trabajador. Todo lo ha logrado con su esfuerzo. Admira a Jesús por su sinceridad y por su gran dignidad.

»Oficio: pescador y constructor de barcos.

»Su padre (fallecido) fue socio del Zebedeo en el negocio del pescado salado. Socio de Santiago y Juan de Zebedeo.

»Ropaje: siempre limpio. Habitualmente armado (gladius hispanicus)».

Y conforme el bueno de Andrés confesaba la gran noticia fui percibiendo algo raro… Hablaba y trabajaba con soltura, pero, siempre que podía, ocultaba las manos. Traté de examinarlas, pero se negó, rotundo, y fue a esconderlas bajo las mangas de la túnica. Se ruborizó y solicité disculpas. No era mi intención…

Sonrió con desgana. Comprendí, en parte. El mal que le aquejaba no era bien visto por la sociedad judía en general. Andrés padecía un tipo de psoriasis, una enfermedad que provoca la inflamación de la piel. Las manos, por lo que llegué a apreciar, presentaban las típicas placas escamosas, redondeadas y de diferentes tamaños, eritematosas y cubiertas por escamas imbricadas, de un color blanco grisáceo y plateado. Las uñas casi no existían. Sufría onicólisis o desprendimiento de las mismas por alteraciones tróficas. En los pulgares distinguí las típicas «manchas de aceite». También en el cuero cabelludo se apreciaban otras lesiones similares. E imaginé que la psoriasis habría conquistado otras partes del cuerpo, como las caras extensoras de los miembros (especialmente las espinas tibiales) y la región sacra. La enfermedad en cuestión, como algunas alopecias y otras dolencias dermatológicas, eran consideradas por la ortodoxia judía como diferentes tipos de lepra. Y los portadores, calificados de impuros y, consecuentemente, apartados de la sociedad. No entendí cómo Andrés, enfermo de sapáhat (psoriasis), había logrado salir adelante. Cuestión de suerte, pensé. Pero lo que más me extrañó fue el hecho de que dicha dolencia no apareciera en el discípulo en el año 30, cuando lo vi por primera vez. La única explicación es que la psoriasis acabó remitiendo. Pero, como digo, me pareció raro. Y ahí quedó el asunto, medio olvidado.

Andrés recuperó la normalidad y confesó que tenía un gran deseo. Su hermano Simón era un buen hombre, algo torpe en sus decisiones, pero honrado y sincero. Andrés no le veía como discípulo del vidente. Y pensó que sería bueno que siguiera sus pasos y aceptara convertirse en seguidor del Maestro.

Escuché con atención. Él, lógicamente, no sabía que ese deseo estaba a punto de materializarse…

Y preguntó mi parecer. Me encogí de hombros. No podía ni quería influenciarle.

Dicho y hecho. Andrés dejó lo que tenía entre manos y se dirigió al guilgal.

Me hallaba a punto de presenciar otro suceso histórico…

Andrés conversó con su hermano. Ambos salieron del círculo de piedras y siguieron dialogando. Andrés le dio la noticia de su reciente nombramiento y Simón, a juzgar por los ademanes, no recibió la designación de Andrés con demasiada alegría. Se llevó las manos a la cabeza en varias oportunidades y caminó arriba y abajo, inquieto.

Finalmente se separaron. Simón volvió al guilgal y Andrés regresó con este intrigado explorador. Le pregunté: ¿qué había ocurrido?

Andrés movió la cabeza, negativamente. Parecía desalentado. Su hermano, como sospeché, no se mostró feliz con el nombramiento de Andrés. Eran discípulos de Yehohanan. No debían abandonarle. Eso sería traición… Ésa era la opinión de Simón. Y regresó con el vidente y el resto de los «justos».

—Entonces —pregunté—, ¿ha rechazado la posibilidad?

Andrés indicó que aguardase. Simón era así. Primero decía una cosa y, al poco, cambiaba de parecer… Era su forma de ser.

Lo sabía. Tuve ocasión de asistir a esa debilidad de carácter cuando negó al Maestro en cuatro ocasiones: tres en público y una en privado. Y ya llevaba años con Él…

Observé el comportamiento de Simón. Permaneció sentado un buen rato, con la cabeza hundida entre las grandes manos. Y, de pronto, se incorporó y volvió a abandonar el círculo de piedras. Caminó decidido hasta nosotros y se plantó frente a su hermano. Andrés llevaba razón…

—¡No lo haré! —clamó con los ojos muy abiertos—. ¿Es que no comprendes?

Su hermano siguió con la cena, aparentemente ajeno a la preocupación del impetuoso Pedro.

—¡No lo haré! —repitió, no tan convencido—. Ellos, los «justos», no merecen una cosa así. Además, nos despreciarían…

Andrés abandonó lo que estaba haciendo y le dedicó unas dulces y firmes palabras:

—Es nuestra oportunidad… Ese Hombre no es como el vidente. Hazme caso. Inténtalo al menos…

Simón era inteligente y sabía que Andrés tenía toda la razón.

Entonces, con el rostro grave, sin pronunciar una sola palabra, Simón dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia el guilgal.

Andrés me sonrió. Conocía bien a su hermano…

Le vi penetrar en el círculo sagrado y hablar con Abner, el pequeño-gran hombre. El hombre suerte le escuchó en silencio. Después se acercaron a Yehohanan y hablaron con el gigante de las siete trenzas rubias. El Bautista pareció no inmutarse y permaneció en silencio. Supuse que Abner le estaba trasladando la decisión de Simón y de Andrés, de abandonar el grupo.

No hubo reacción del vidente, de momento.

Andrés y yo nos miramos, desconcertados.

Pero, al punto, Yehohanan se levantó y empezó a caminar alrededor del árbol de los ostracones. Era su liturgia… Y el resto de los discípulos, obediente, le siguió.

Simón no se incorporó al ritual. Giró sobre los talones y se alejó del círculo.

Al llegar junto a su hermano se llevó el dedo índice izquierdo a la sien y lo agitó dos o tres veces, indicando que el vidente no estaba en sus cabales.

—De acuerdo —cerró el asunto—. ¿Dónde está tu Maestro? Hablaré con Él…

Los relojes del módulo podían señalar las 17 horas. Faltaba media hora, o poco más, para la puesta de sol.

Y Jesús no tardó en presentarse. Vestía la blanca y chamuscada túnica sin costuras, regalo de su madre. «Eso hay que arreglarlo», pensé.

El Maestro, relajado, se sentó cerca del fuego. Noté un olor…

Perfume a sándalo blanco…

Yo lo asociaba con el sentimiento de amistad, con la serenidad en el corazón de Jesús de Nazaret…

Y Él ratificó mis pensamientos con un nuevo guiño. ¿O fue por lo de la túnica?

Estábamos hambrientos. Y la cena discurrió en paz y en silencio, al estilo de los badu. En esos momentos me di cuenta del brusco cambio de escenario. Los judíos eran muy distintos de los a’rab. Debería extremar la prudencia.

Finalizada la cena, poco antes de la primera vigilia de la noche, Andrés se decidió a hablar. Lo hizo dando un rodeo. Habló de Nahum y de Saidan, de los Zebedeo, del trabajo en el lago y del tiempo que hacía que Simón y él conocían al Galileo…

Observé al Maestro. Había extendido las palmas de las manos hacia la nerviosa hoguera. Parecía esperar algo importante.

Y así fue.

Andrés, a trompicones, terminó exponiendo que su hermano Simón estaría encantado de poder entrar al servicio del Hijo del Hombre, al igual que había sucedido con él mismo.

Simón escuchaba en silencio. De vez en cuando se rascaba la calva, nervioso. Y retorcía las pequeñas y toscas manos. Pero su atención no se hallaba centrada en las palabras de su hermano o en el rostro grave de Jesús. Noté cómo miraba, una y otra vez, en dirección al círculo de piedras en el que se agrupaban los «justos», con Yehohanan a la cabeza. Intuí que seguía preocupado con la idea de la traición al vidente y a sus íntimos. Aquel hombre no tenía arreglo…

Y Andrés, como digo, mal que bien, propuso a Jesús que Simón fuera aceptado como discípulo.

El Maestro replicó al instante. Supongo que hacía tiempo que esperaba dicha proposición.

—Simón —le dijo—, eres un hombre entusiasta, pero no piensas cuando hablas…

El rudo pescador olvidó el guilgal y regresó al rostro de Jesús. Se quedó con la boca abierta y los ojos azules fijos en los del Maestro. Temí una de sus locas reacciones. Pero no.

Andrés asintió con la cabeza, en silencio, corroborando lo afirmado por el Galileo. Y Simón, imaginando lo peor, bajó la blanda y redonda cara, reconociendo que aquel Hombre tenía razón. Lo hablé con él en otras oportunidades y supo enfrentarse a la verdad: en esos momentos pensó que Jesús lo rechazaría…

Pero el Maestro, obviamente, tenía otros planes, y prosiguió:

—… Eso es peligroso para el trabajo que voy a encomendarte…

Las numerosas arrugas del rostro de Simón se relajaron. Andrés sonrió, complacido.

—… Te recomiendo que pienses lo que dices…

Simón respondió como un autómata. Movió la cabeza afirmativamente, pero no dijo nada.

Y el Maestro concluyó:

—… Desde ahora te llamaré «piedra»…

Jesús pronunció la palabra aramea êben, que podría traducirse por «roca» o «piedra». Estaba claro. Jesús lo aceptó y, de paso, demostró su finísimo sentido del humor. Lo llamó «piedra», justamente por su debilidad de carácter. Pero Simón no captó la sutileza hasta mucho tiempo después…

Calculo que rondaríamos las nueve de la noche cuando se produjo el no menos histórico momento de la elección de Simón como el segundo discípulo del Maestro. Pedro tampoco fue consciente de lo sucedido esa noche a orillas del silencioso río Artal. Su mente, de momento, se hallaba en otra parte: en el guilgal de Yehohanan[25].

Y Pedro y Andrés, sobre todo el segundo, se esforzaron por preguntar a Jesús cuanto se les vino a la mente. (En realidad, tanto el Maestro, como el resto de los doce, nunca llamaron a Simón por el nombre de «Pedro», sino por el ya citado apodo: Êben. Sin embargo, por razones de comodidad y para hacer más comprensible el presente texto, llamaré a Simón como se le denomina en la actualidad: Pedro o Simón Pedro).

El Maestro hizo lo que pudo. Respondió a las preguntas, pero los hermanos pescadores del yam no acertaron a entender. El lenguaje de Jesús era claro y muy didáctico, pero aquellas alusiones a un Padre Azul, sustitutivo del colérico Yavé, iban más allá de su comprensión.

El Hijo del Hombre acababa de inaugurar unas enseñanzas que se prolongarían durante meses y meses…

Escuché en silencio. Todo eso estaba hablado entre el Maestro y quien esto escribe. Me sentí feliz. Olvidé las penurias de la misión y las agresiones verbales de Eliseo. Asistir a esta escena no tenía precio. Era el nacimiento de un grupo, un hermoso grupo, con una bella utopía entre las manos… Por cierto, ¿qué tenía que ver lo que acababa de presenciar con lo relatado por los evangelistas?

Mateo (4, 18-23) dice textualmente: «Caminando, pues, junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos: Simón, que se llama Pedro, y Andrés, su hermano, los cuales echaban la red en el mar, pues eran pescadores, y les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”. Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron. Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos: Santiago, el de Zebedeo, y Juan, su hermano, que en la barca, con Zebedeo, su padre, componían las redes, y los llamó. Ellos, dejando luego la barca y a su padre, le siguieron».

Marcos, por su parte (1, 16-21) copia prácticamente lo narrado por Mateo. En cuanto al inefable Lucas (5, 1-12), su texto tampoco tiene desperdicio: «Agolpándose sobre Él la muchedumbre para oír la palabra de Dios, y hallándose junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban al borde del lago; los pescadores, que habían bajado de ellas, lavaban las redes. Subió, pues, a una de las barcas, que era la de Simón, y le rogó que se apartase un poco de tierra, y sentándose, desde la barca enseñaba a las muchedumbres. Así que cesó de hablar, dijo a Simón: “Boga mar adentro y echad vuestras redes para la pesca”. Simón le contestó y dijo: “Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada, mas porque tú lo dices echaré las redes”. Haciéndolo, cogieron una gran cantidad de peces, tanto que las redes se rompían, e hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarles. Vinieron y llenaron las dos barcas, tanto que se hundían. Viendo esto, Simón Pedro se postró a los pies de Jesús, diciendo: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador”. Pues así él como todos sus compañeros habían quedado sobrecogidos de espanto ante la pesca que habían hecho, e igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón. Dijo Jesús a Simón: “No temas; en adelante vas a ser pescador de hombres”. Y atracando a tierra las barcas, lo dejaron todo y le siguieron».

Los evangelistas, los tres, confunden el escenario. La elección de Andrés y de Simón Pedro no fue en el yam o mar de Tiberíades, sino mucho más al sur, en el referido afluente del río Jordán, y relativamente cerca de la ciudad de Pella, en la Decápolis. Tampoco hacen referencia a la tensa situación con el Bautista, y mucho menos a las dudas de Pedro. Ninguno habla de cómo se produjo la elección de Andrés, el primer seleccionado. En cuanto a Lucas, habituado ya a su caótico evangelio, no me asombró que confundiera a Simón Pedro con otro pescador, también llamado Simón. Pero ésa es una historia, muy jugosa, que contaré más adelante. Mejor dicho… Pero no debo adelantarme a los acontecimientos.

Y me resisto a pasar por alto otro «detalle» que pone de manifiesto el desastre evangélico, por utilizar una expresión caritativa…

Marcos (1, 12-14), al hablar del retiro de Jesús de Nazaret tras el bautismo, dice textualmente: «En seguida el Espíritu le empujó hacia el desierto. Permaneció en él cuarenta días tentado por Satanás, y moraba entre las fieras, pero los ángeles le servían».

Asombroso. ¿Quién pudo informar a Marcos? En Beit Ids, que no tenía nada que ver con el desierto, había fieras: lobos, jabalíes, serpientes y escorpiones, pero Jesús no acertó a ver ni uno solo, que yo sepa. A no ser que el bueno de Marcos se refiera a «Matador» y su banda. Pero creo que no… En cuanto a Satanás, algo oyó el escritor sagrado (?), pero no acertó tampoco.

Dicho esto, creo que debo hacer una rectificación. Yo también cometo errores, y muchos.

Decía que me sentí feliz al oír al Maestro y a sus dos primeros apóstoles en aquella noche del 23 de febrero del año 26. Y decía igualmente que fue el nacimiento de un grupo, con una bella utopía entre las manos… Pues bien, ése fue mi error. No se trataba de una utopía. Una utopía es un proyecto ideal y perfecto, pero imposible de ejecutar. Me equivoqué. El proyecto de Jesús —revelar la verdadera cara del Padre y la hermandad entre los seres humanos— es un asunto bellísimo y esperanzador, pero no utópico; lo considero real… A juzgar por lo que me tocó vivir junto al Galileo, entiendo que ese Padre Azul es mucho más real que la realidad.

La conversación se prolongó un tiempo; no mucho. Todos estábamos agotados.

Pedro, como decía, no dejaba de mirar hacia el árbol bajo el que se cobijaba el grupo de los «justos». Recelaba.

Finalmente, de mutuo acuerdo, nos retiramos a descansar. Jesús utilizó su saco de viaje como almohada y se tumbó al pie de uno de los davidia, cerca del fuego. Andrés hizo otro tanto, al lado. Pedro, por su parte, fue a sentarse a tres o cuatro pasos de la hoguera, y se reclinó contra otro de los corpulentos árboles. Yo permanecí frente al fuego durante algunos minutos. Necesitaba absorber todo aquello.

Y me dediqué a observar a Simón Pedro. No dormía. Seguía vigilante y con la vista fija en el guilgal. No sé qué pudo pasar por su mente en esos momentos…

En el círculo de piedra no se detectaba actividad. Supuse que dormían. En el campamento, entre las tiendas, se distinguían algunas lucernas de aceite y un puñado de antorchas que iba y venía. Pronto se apagarían…

Jesús y Andrés no tardaron en dormirse. Y Pedro, conquistado por el sueño, empezó a dar cabezadas. Eran cabezadas violentas. Temí que se golpeara contra el suelo. Y arrancaron los ronquidos; unos ronquidos heroicos e insufribles. La cabeza y el tórax se humillaban lenta pero inexorablemente y, por último, Simón se recuperaba y volvía momentáneamente en sí, alzándose y buscando postura contra la madera del árbol. Entonces espiaba de nuevo en dirección al grupo de Yehohanan. Pero el sueño lo vencía y se repetían las peligrosas cabezadas. Y vuelta a empezar…

Busqué postura cerca de la hoguera. Situé a mi lado la vara de Moisés e intenté conciliar el sueño.

Imposible.

Los ronquidos del discípulo atronaron el bosque. No sabía qué hacer ni de qué postura ponerme. Supongo que me obsesioné con el asunto y continué dando vueltas, en un más que inútil intento por descansar.

Pasado un rato me rendí.

Regresé a la hoguera, alimenté el fuego con otra carga de leña, y volví a sentarme, depositando el cayado sobre las piernas.

El sueño se había alejado, definitivamente. Y me dejé llevar por los pensamientos. No tenía ni idea sobre los planes inminentes del Maestro. ¿Regresaría a la Galilea, como dijo? ¿Cuándo? Y una vez allí, ¿qué nos reservaba el Destino?

Volví a reprocharme aquella absurda preocupación. Estaba con Él. Eso era lo que contaba. La vida con Él era una permanente aventura. Debía aceptarlo y sentirme feliz y complacido. Y eso fue lo que me propuse, una vez más…

Pero la noche no había terminado, no señor. Faltaba otro capítulo, no menos electrizante…

Calculo que nos hallábamos en la segunda vigilia de la noche (hacia las dos de la madrugada). De no haber sido por los ronquidos de Pedro, yo diría que el bosque se quedó dormido. No se distinguía una sola luz en el campamento. Las estrellas, atareadas, brillaban en lo alto.

Alimenté el fuego y me resigné. Otra noche en vela…

El Maestro dormía profundamente, y también Andrés.

Entonces, a lo lejos, en la zona del puente de piedra, descubrí una luz amarillenta. Oscilaba.

Me puse en guardia.

Y la luz siguió avanzando hacia el bosque de los pañuelos.

Presté atención y supuse que se trataba de una antorcha. Se aproximaba despacio, como si el portador caminase con dificultad.

Y al poco llegó hasta el guilgal. Me extrañó. El individuo que sostenía la tea parecía conocer el terreno.

Pero no era un hombre; eran dos.

Despertaron a los «justos» y les oí hablar.

Pedro continuaba con los ronquidos y con las peligrosas cabezadas.

Noté cierta alteración en el círculo de piedras. Algunos de los discípulos de Yehohanan protestaron por el alboroto. Otros se alzaron y se aproximaron a los de la antorcha. Y allí permanecieron, conversando, al menos durante una hora. En un par de oportunidades elevaron el tono de las voces. Discutían, pero no acerté a descubrir la razón. Yehohanan no participó en el extraño concilio.

Tentado estuve de aproximarme, pero decidí esperar.

De pronto, la discusión cesó y la antorcha se agitó de nuevo. El portador abandonó el guilgal y se dirigió hacia la hoguera que me alumbraba.

Eran dos hombres los que se aproximaban. El resto de los «justos» siguió en el círculo sagrado. Los vi tumbarse nuevamente.

No supe qué hacer, pero acaricié el cayado, dispuesto a cualquier cosa.

No fue necesario. Al llegar junto al fuego reconocí al de la tea. Era Juan Zebedeo. Detrás apareció su hermano Santiago.

Lo confieso. Respiré con alivio…

E imaginé que acababan de retornar de las colinas de Beit Ids. No me equivoqué.

Juan paseó la vista por la escena. A mí casi ni me miró.

Y Santiago, situándose a la altura de su hermano, intentó persuadirle de algo:

—Dejémoslo. Es muy tarde… Mañana preguntaremos.

Pero Juan no respondió. Y fijó los negros ojos en el adormilado Pedro. Percibí una chispa de ira. Aquello no me gustó…

Pasó la antorcha a Santiago y se fue hacia Simón. Se inclinó sobre él y lo zarandeó sin miramientos. Pedro despertó sobresaltado. Y el Zebedeo, sin más, le soltó a quemarropa:

—Dime, ¿es cierto que ahora eres un discípulo de Jesús?

Noté rabia en el tono de Juan.

E insistió, colérico:

—¡Responde!… ¿Es cierto?

Pedro, que sólo comprendió a medias, respondió balbuceante:

—No sé… Sí, lo soy…, pero, en realidad, fue mi hermano…

No había duda. Aquél era el estilo de Simón Pedro.

—¿Sí o no?

Pedro se incorporó e hizo un gesto con la mano, indicando a su hermano. Juan, entonces, sin disimular el disgusto, se encaminó hacia el dormido Andrés y repitió la escena. Lo zarandeó y lo despabiló sin contemplaciones. Santiago se acercó y solicitó de Juan que se comportase. «Ésas no son maneras…», le censuró. Pero Juan Zebedeo tampoco respondió. Y siguió a lo suyo.

—¿Es cierto que ahora sois sus discípulos? ¿Es cierto que habéis traicionado al vidente?

Andrés no necesitó mucho tiempo para entender la situación. Y, fríamente, confirmó la primera de las cuestiones.

—Así es: ahora somos sus discípulos…

Respecto a la segunda pregunta, Andrés no se dignó responder. Hizo bien. El soberbio y engreído Juan lo tenía merecido.

Juan lanzó una maldición y pateó la tierra. Santiago, conciliador, puso la mano sobre el hombro de su hermano e intentó calmarlo. Juan rechazó el gesto y continuó pateando el suelo, una y otra vez.

—¡Traidores! —bramaba—. ¡Traidores!…

Entonces, presa de la ira, se arrodilló frente al Maestro.

Me eché a temblar. ¿De qué era capaz aquel energúmeno? Me puse en pie y llevé los dedos a la parte superior del cayado, al clavo de los ultrasonidos. Si era necesario los utilizaría, naturalmente. Jesús estaba por encima de todos…

Pero, cuando el Zebedeo se disponía a zarandearlo, Jesús abrió los ojos. Juan se contuvo. Y el Maestro se sentó, reclinándose en el davidia. Observó a los presentes y guardó silencio. La mirada lo penetraba todo y también al impulsivo Zebedeo. Éste, supongo, percibió el fuego de aquellos ojos color miel, casi siempre dulces y pacíficos pero, en ocasiones, temibles.

Juan, entonces, echando mano de la moderación, habló así:

—¿Cómo puede ser que hayas elegido a otros cuando nosotros te conocemos de antiguo?… ¿Cómo es posible que, mientras mi hermano y yo te buscábamos en las colinas, tú hayas seleccionado a Simón y a Andrés como los primeros asociados para el nuevo reino?

El Maestro dejó que se calmara. Juan terminó sentándose al lado del Galileo y lo mismo hizo Santiago. Pedro, sin embargo, continuaba pendiente de la gente del guilgal. Tampoco era consciente de que, en cierta medida, había negado su condición de discípulo del Maestro. Andrés siguió serio y mudo. Aquella escena no se le olvidaría jamás…

Finalmente, cuando el Hijo del Hombre lo estimó oportuno, dirigiéndose a Juan y a Santiago, alternativamente, preguntó:

—Decidme: ¿quién os mandó buscar al Hijo del Hombre cuando se hallaba ocupado en los asuntos de su Padre?

Nadie replicó. Pero, al poco, Juan volvió a la carga, dando toda clase de detalles sobre la infructuosa búsqueda de los hermanos en la zona de Pella y en las colinas próximas. Jesús escuchó con atención. Al final, al dirigirse de nuevo a los Zebedeo, noté un cierto reproche en sus palabras:

—Debéis aprender a buscar el nuevo reino en vuestros corazones…

El Maestro me dedicó una fugaz mirada.

Mensaje recibido.

Y continuó:

—… y no en las colinas. Lo que buscabais ya está en vuestro interior.

Y aclaró el asunto de la selección de Andrés y de Simón Pedro:

—Vosotros, en efecto, sois mis hermanos y no necesitáis que yo os elija…

Hizo una pausa y los exploró con la mirada. Ambos comprendieron.

—… ya estabais en el reino… Levantad el ánimo… Preparaos para ir a la Galilea… Mañana partiremos.

Ésa era una noticia. Y cuando pensábamos que las cosas habían quedado aclaradas y zanjadas, Juan Zebedeo, contumaz, insistió:

—Pero, dime: ¿seremos mi hermano y yo iguales a Simón y a Andrés? ¿Ocuparemos el mismo puesto en el nuevo reino?

Juan no tenía solución y, lo que era peor, no sabía de qué hablaba Jesús…

El Maestro se puso en pie y Juan y Santiago le imitaron. Entonces, aproximándose, fue a colocar las manos sobre los respectivos hombros de Juan y de Santiago y, suave y cariñosamente, pronunció las siguientes palabras (unas palabras misteriosas):

—Vosotros ya estabais conmigo, en el reino, antes de que éstos solicitaran ser mis discípulos… Aun así os digo que podríais haber sido los primeros si no os hubierais dedicado a buscar al que nunca estuvo perdido… En el reino futuro deberéis aprender a hacer la voluntad del Padre, y no a satisfacer vuestras ansiedades.

Ahí concluyó el incidente. El Maestro rogó que descansáramos. Al alba nos pondríamos en movimiento.

Faltaban unas tres horas para el orto solar. Y todos se acomodaron e intentaron dormir un rato. Simón siguió despierto. Yo volví a sentarme frente al fuego y repasé lo ocurrido. Acababa de asistir a la aceptación del tercero y cuarto de los apóstoles de Jesús de Nazaret: Juan y Santiago de Zebedeo. Aunque lo correcto sería decir que no hubo designación. Jesús, en ningún momento, los recibió como sus discípulos. No hubo un «sí» oficial. Ellos se unieron al grupo porque eran amigos del Galileo, y de muy atrás. Ésta fue la verdad, y no la que contaría Juan en su evangelio (1, 35-41). Como ya expliqué en otro momento de estos diarios, Juan, sencillamente, no contó toda la verdad a la hora de escribir el referido texto evangélico. Basta con echar un vistazo para captar la manipulación del Zebedeo. «Al día siguiente —reza el mencionado evangelio—, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos [se refiere al Bautista], fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo: “He aquí el cordero de Dios”. Los dos discípulos, que le oyeron, siguieron a Jesús. Volviose Jesús a ellos, viendo que le seguían, y les dijo: “¿Qué buscáis?”. Dijéronle ellos: “Rabbí”, que quiere decir Maestro, “¿dónde moras?”. Les dijo: “Venid y ved”. Fueron, pues, y vieron dónde moraba, y permanecieron con Él aquel día. Era como la hora décima. Era Andrés, el hermano de Simón Pedro, uno de los dos que oyeron a Juan y le siguieron…».

A diferencia de los otros evangelistas, Juan, acertadamente, no sitúa el pasaje en el yam o mar de Galilea. Pero confunde las palabras de Yehohanan cuando el vidente se dirige a Jesús. Esto sería lo de menos si lo comparamos con algo… inexplicable. ¿Por qué Juan de Zebedeo no refiere la aceptación (?) de su hermano y la de él mismo como discípulos del Galileo? Él estaba allí. Sólo se me ocurre una explicación: de haberlo contado, Juan tendría que haberlo hecho en su totalidad, incluyendo su desafortunado interrogatorio a los hermanos pescadores y, especialmente, al Hijo del Hombre. Eso hubiera lastimado su imagen de cara a los seguidores del Galileo y de la naciente Iglesia. Juan fue incapaz de reconocer su vanidad y sus malos modos y ocultó lo sucedido a orillas del río Artal. Habla de Andrés, sí, pero silencia el reproche de Jesús. Y tampoco fue cierto que Andrés y Pedro fueran tras el maestro y le preguntaran dónde moraba. Era absurdo. Todos se hallaban en el mismo lugar: el meandro Omega. Uno tiene la sensación de que Juan intentó salir del apuro como pudo, pero lo logró a medias…

Andrés y Pedro le contaron los pormenores de sus respectivas designaciones, pero Juan desfiguró los hechos en su propio beneficio. Tampoco contó la visita del Maestro a la ciudad de Pella, en compañía de Andrés, ni la asistencia de Jesús al muchacho que resultó herido. En cuanto a las dudas de Simón Pedro y a sus recelos respecto a la posible traición al grupo del Bautista, ni palabra. Eso hubiera empañado igualmente la imagen del futuro líder y cabeza de la Iglesia. Sencillamente, no interesaba. Y la verdad, una vez más, fue manipulada. Los seguidores de las iglesias deberían saberlo. Nada fue como cuentan los mal llamados «escritores sagrados»…

Como decía el Maestro, «quien tenga oídos que oiga…».

Y al regresar al Ravid perfilé las «fichas técnicas» de Juan y de Santiago de Zebedeo. El primero moriría sin haber sido capaz de superar su vanidad y engreimiento[26].