12. Llegaron las lluvias

Pasaron los meses de la primavera y llegaron las lluvias. Llegaron las lluvias y llegaron los niños, que estaban en México con la abuela y llegó la criada, Elpidia.

Sarita —nunca la admiré tanto— no creyó ni por un momento que la noticia del regreso de sus hijos fuera a regocijarme. Me dijo:

—Será más difícil, pero estoy segura de que si pensamos encontraremos la manera de estar juntos.

Sentados en el lavadero, con cubas libres en la mano, estudiamos el problema. Los niños se acostaban a las ocho, eso nos daría una hora los lunes, miércoles y viernes entre el mutis de los niños y la entrada en escena de Espinoza. Pero quedaba Elpidia quien, según Sarita, tenía la costumbre de esperar al señor, sentada en una silla de la cocina, para calentarle la cena. Otra posibilidad: los niños en el kindergarten, Elpidia en el mercado y Espinoza dando clase de Historia de la Teosofía. Pero había incompatibilidad de horarios: se oponía con mi curso de Novela Latinoamericana Contemporánea.

Por un instante creímos que sería factible que Sarita me visitara en el hotel Padilla: inventar una clase de inglés o de francés, o de tejido, que le diera pretexto para salir de su casa tres veces por semana, de siete a ocho, por ejemplo, abordar un camión, apearse frente al hotel, entrar en éste y llegar hasta mi cuarto, donde estaría yo esperándola. Pasado el instante, el plan se llenó de espinas. Para justificar sus clases, Sarita tendría que comprar libros, cargarlos, hacer de vez en cuando un ejercicio, inventar un maestro… no, una maestra, que viviera cerca del hotel. Algo peor era la entrada en éste. Había que pasar todas las veces por el vestíbulo, frente al Pelón Padilla. Al llegar a este punto me acordé de lo que él me había dicho una tarde de confianzas:

—Si yo me prestara a ciertas inmoralidades, tú me entiendes, si alquilara cuartos a parejas, me iría estupendamente.

Más discreto sería entrar por una puerta que había trasera, pero nomás de imaginar a Sarita caminando entre la nopalera, con libros de inglés bajo el brazo y zapatos de tacón alto, decidí desechar al hotel Padilla como lugar de reunión.

Mientras discutíamos sentados en el lavadero, nos picó el primer mosco del año. Se encendió el letrero que había en la cúpula de la iglesia, «venid, pecadores, venid a pedir perdón», y no habíamos encontrado una solución satisfactoria.

—Cuando haya manera de vernos —me dijo Sarita al despedirse—, yo te llamo.

En ocho días no supe de ella. Decidí escribir un libro sobre las Baladro, las madrotas asesinas que habían sido juzgadas en Pedrones y condenadas a treinta y cinco años de cárcel, y con ayuda de Justine, que había seguido el caso con atención y tenía los recortes, empecé a recopilar el material necesario: las fotos de las putas, la historia de los burdeles, las declaraciones del defensor de oficio, «yo las defiendo porque ni modo, pero lástima que no haya pena de muerte en el Plan de Abajo, que es lo que merecen estas viejas», etc. Todo este material lo ordenaba yo por las tardes, echando de vez en cuando una mirada hacia la ventana de Gloria —a veces la veía cepillarse el cabello frente al espejo, una vez se cambió de camisa y la vi un instante en brassiere, otra, se bajó el cierre de la falda y cuando parecía que iba a quitársela, yo estaba alborotadísimo, se dio cuenta de que la ventana estaba abierta y cerró la vidriera—, discutí con Malagón mi libro, como si ya existiera, «es un documento devastador sobre la justicia mexicana», me dijo él, imaginándoselo, y por fin, el viernes me habló Sarita.

—Vente a las ocho —me dijo desde un teléfono público.

Elpidia, supe después, había pedido permiso para ir a velar un muerto.

Sarita, que acababa de acostar a los niños, tenía puesta la bata de maternidad cuando abrió la puerta. Hicimos el amor en los escalones del vestíbulo. Nada había cambiado entre nosotros.

Vimos el reloj. Si nos apurábamos teníamos tiempo de tomarnos una cuba libre rápida, sentados en el lavadero. Fuimos a la cocina a prepararla. Yo estaba sacando los hielos del refrigerador cuando me di cuenta de que Sarita, que había abierto la alacena donde escondía el ron que a mí me gusta, se había quedado como petrificada. Sacó la botella y me la mostró: estaba casi vacía.

—¿Has tomado de ella? —le pregunté.

—Ni una gota.

Era la botella que yo había comprado el último jueves que habíamos estado juntos y se había quedado llena en tres cuartas partes. Que la botella estuviera casi vacía significaba que Elpidia bebía a solas, que había dado con nuestro escondite, y, peor que todo, que sabía que en la casa había una botella de un ron que el señor detestaba.

No sabíamos qué hacer. Si preparábamos la cuba con el ron que quedaba, la criada notaría que algo raro había pasado en su ausencia, si no tomábamos nos quedábamos con ganas, si yo salía a comprar otra botella al Cuerno de la Abundancia, perdíamos quince minutos preciosos, si tomábamos una copa del brandy espantoso que le gustaba a Espinoza corríamos peligro de que él sospechara de la criada y le hiciera una reclamación por un crimen distinto, pero equivalente al que ella había cometido en la realidad.

Tomamos café sentados en el lavadero y nos quedamos tan preocupados que nos despedimos al cuarto para las nueve.

Pasaron diez días. Gracias a una recomendación de Sebastián Montaña, el juez encargado del proceso me permitió hojear el expediente de las hermanas Baladro —una lectura llena de contradicciones a la que dediqué tres ratos libres—, Espinoza me mostró, en la Flor de Cuévano, las fotografías de sus hijos —que yo ya había visto, pero esa vez descubrí en la niña un parecido a Sarita que me llenó de nostalgia—, Rocafuerte me dijo que ya vendió tres Nikkonakas al Gobierno del estado, desgraciadamente, agregó, el pedido crece y crece, pero el contrato sigue sin firmar, discutí mi libro con Ricardo Pórtico, y él me dijo, «tienes para seiscientas páginas cuando menos», di vueltas en el jardín de la Constitución con Gloria, vestida de azul claro, que le queda muy bien, yo le dije que estaba escribiendo un libro sobre las Baladro, de seiscientas páginas, y ella me miró un rato, llena de admiración. ¡Qué bella es Gloria! En este pueblo no hay nadie como ella. El miércoles me habló Sarita.

—Dije que tengo una cita con el dentista —me dijo—, y mañana voy a Pedrones.

Yo inventé un enredo. Le hablé a Sebastián Montaña y le dije que el director de la cárcel de Pedrones me había concedido una entrevista con las hermanas Baladro y que no iba a poder asistir a clases el día siguiente.

Sarita y yo nos encontramos a las once en la plaza de Armas de Pedrones, hicimos el amor en el hotel San Sebastián, tres veces, comimos tacos de carne al pastor en el mismo cuarto, y regresamos a Cuévano con diferencia de una hora, ella en el autobús de las cinco y yo en el de las seis. Al día siguiente tuve que relatar cinco veces mi entrevista con las Baladro y responder a preguntas tan difíciles como la de si los dientes de la hermana menor son postizos o propios.

El viernes de la semana siguiente, Sarita me habló por teléfono.

—Se van todos a una hacienda —me dijo—. Vente a pasar la noche.

¡Pasar la noche! Sería la primera entera que pasaría yo con Sarita. Compré de todo: latas de pasta de anchoa, galletas importadas, una botella de vino, aceitunas negras, etc.

A las seis de la tarde en punto, la hora convenida, llegué ante la puerta de los Espinoza, golpeé el aldabón dos veces, conté hasta cinco y volví a golpear. En vez de abrirme la puerta Sarita con una flor de buganvilla en la boca, como yo esperaba, me abrió una mujer desconocida, con un lunar peludo en el labio superior. Nos quedamos unos segundos mirándonos sin hablar. Ella tenía los ojos amarillos y llenos de desconfianza. Afortunadamente una vocecita interior me dijo «es Elpidia» y me sacó de la perplejidad.

—¿Está el doctor Espinoza? —pregunté con una voz que parecía ajena.

—No está, señor, pero está la señora, ¿quiere usted hablar con ella?

—Si me hace usted favor de llamarla.

—¿De la parte de quién?

—Del profesor Aldebarán.

Dejó la puerta entornada y fue a buscar a Sarita. Se me ocurrió en ese momento que debí haber dicho que yo era Percy Faith, lo que hubiera sido la catástrofe.

Sarita salió a la puerta muy extrañada. Yo empecé a recriminarle. «¿No me dijiste que…?» En un instante se aclaró todo. En mi entusiasmo de oírla decir «vente a pasar la noche», había entendido que se trataba de esa misma noche, la del viernes, y no la del sábado, como ella había querido decir. Para justificar mi visita, acordamos decirle a Espinoza que yo había pasado por un diccionario de sinónimos, que me urgía. Regresé al hotel Padilla con un diccionario de sinónimos y una bolsa del Cuerno de la Abundancia llena de bastimento. No pude dormir bien.

La noche del sábado, en cambio, fue gloriosa. Tampoco pude dormir bien. A las once de la noche, cuando se acabó la pasta de anchoa, las galletas importadas y las aceitunas negras, tuvimos hambre. Sarita bajó a la cocina, hirvió agua en un traste y puso spaguetti a cocer. No volvió a acordarse de que había algo en la lumbre hasta que empezamos a oler a quemado. Eran las doce.

Sarita bajó apresuradamente a la cocina y descubrió que el spaguetti se había convertido en una masa compacta y negruzca. Lo desprendió de la olla con dificultad, lo tiró en la basura y puso a cocer otra porción de spaguetti.

Cenamos desnudos, en la mesa de la cocina, con el vino francés que yo había comprado la víspera. Cuando terminamos de cenar fui a la alacena donde estaba guardado el ron que a mí me gusta y vi que estaba intacto, a dos dedos del fondo. Elpidia, por lo visto, se atrevía a beberlo en cualquier cantidad, pero creía que en el momento de terminarse la botella iba a ser descubierta. Yo me sentía de tan buen humor, que tomé la otra botella de ron que teníamos y eché un chorro en la botella de Elpidia, para que ella pudiera tomarse otros tragos hasta volver a dejarlo a dos dedos del fondo.

La verdadera personalidad de Elpidia y sus habilidades ocultas quedaron reveladas dos semanas después, la noche que exhibieron en el cine Centenario la película inmoral.

Como corrió la voz de que la película era muy inmoral, pero muy buena y nomás la iban a dar un solo día, el cine se llenó de bote en bote. Durante el entreacto pude ver, en la cuarta fila, a Gloria con Rocafuerte, en la octava a los padres de Gloria, en la décima, a los Espinoza, Sebastián Montaña con su mujer en la onceava, y así sucesivamente. Yo estaba con los Pórtico.

Se apagó la luz y vimos la película inmoral. Es la historia de una mujer que es alternativamente amante de dos hombres que son grandes amigos entre sí, sin que la circunstancia de que ella vaya del primero al segundo y del segundo al primero modifique en nada la amistad. En el cine se sentían las emanaciones de horror que despedían los espectadores, la mayoría de los cuales estaban escandalizados ante esta historia terrible contada tan cínicamente. A veces se oían exclamaciones susurradas:

—¡Ay, qué bárbara! —O bien—: Mira qué tranquilo se queda.

Eso sí: nadie se movió de su asiento hasta el final de la película: la mujer invita a uno de sus amantes —el que no está en turno— a dar una vuelta en un coche, mientras el otro se sienta en una mesita a tomar un café, y ve cómo el coche que ella conduce toma una rampa, entra deliberadamente en un puente en construcción y se precipita en medio de un lago. Fin.

La mayor parte del público salió de mal humor. Iba yo hacia la salida cuando se me emparejaron los Revirado. El Doctor dijo «¡qué inmundicia!», y se fue a buscar su coche. La Rapaceja que se quedó a mi lado, me sonrió pícaramente y me dijo:

—¡Ya sé, Paco, ya sé! Ya me contaron que la otra noche estuviste en casa de los Espinoza, quisiste calentar unos tamales, se quemaron y tuviste que echarlos a la basura.

Me quedé helado. No pude ni siquiera decirle que no sabía de qué me hablaba.

—No, no vayas a creer que soy bruja, tú. Es que la sirvienta de los Espinoza es hermana de mi sirvienta y le cuenta todo lo que pasa allí.

En la puerta del cine nos despedimos, ella se fue a buscar a su marido, yo a encontrar a los Pórtico, que me estaban esperando. Caminamos por el callejón, cuesta abajo, con cuidado, porque había llovido y el piso estaba resbaloso, comentando la película inmoral, que a los tres nos había gustado mucho.

En el fondo de mi cerebro sentía una gran admiración por Elpidia y sus poderes de deducción; había interpretado los signos correctamente —excepto el de spaguetti por tamales—, había recordado mi nombre del día que me abrió la puerta, había llegado a la conclusión exacta —una fiesta el día en que todos, menos la señora, se habían ido a la hacienda—, para después revelar el chisme explosivo, en el extremo opuesto de la ciudad, a quien menos podía interesarle.

Cuando desembocamos en la plaza de la Libertad y vi los faroles encendidos reflejados en el pavimento húmedo, comprendí que mi relación amorosa con Sarita, que había sido perfecta, había terminado. Elpidia le había puesto el punto final. Me dio mucha tristeza.