Estas ruinas que ves

Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir:

—Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.

Cuévano es ciudad chica, pero bien arreglada y con pretensiones. Es capital del estado de Plan de Abajo, tiene una universidad por la que han pasado lumbreras y un teatro que cuando fue inaugurado, hace setenta años, no le pedía nada a ningún otro. Si no es cabeza de la diócesis es nomás porque durante el siglo pasado fue hervidero de liberales. Por esta razón, el obispo está en Pedrones, que es ciudad más grande.

—Los de Pedrones —dicen en Cuévano— confunden lo grandioso con lo grandote.

Todos están de acuerdo en que la ciudad ha visto mejores días. Para ilustrar su decadencia, suelen referirse al Oro, un pueblo fantasma que está allí cerca, que a fines del siglo XVII tenía más habitantes que los que ahora tiene Cuévano, la cual, afirman, fue una de las ciudades más importantes de la Nueva España.

—Esto que ve usted aquí —le dicen al visitante— no es más que rastrojo de lo que fue.

A lo que el recién llegado debe responder:

—¿Pero cómo rastrojo, si esta ciudad es una joya?

Si no dice algo por el estilo, corre el riesgo de ofender al anfitrión, porque la añoranza de bienes pasados que parecen tener los habitantes de Cuévano es falsa. En el fondo están satisfechos con la ciudad tal como está. Creen que no hay cielo más azul que el que se alcanza a ver recortado entre los cerros, ni aire más puro que el que sopla a veces con fuerza de vendaval, ni casas más elegantes que las que están cayéndose en el paseo de los Tepozanes.

Son grandes innovadores. Siempre lo han sido. A esto se debe en parte que la ciudad no tenga más forma que la que le dieron los cerros, ni domine en ella otro estilo que el llamado cuevanense, que es fácil de reconocer, pero imposible de definir. Cada vez que una generación se junta con algo de dinero, tumba lo que hicieron las anteriores y levanta en lugar de lo derruido algo que, siendo nuevo, tiene aspecto de antigüedad traída de otra parte.

Pero el capricho de los habitantes no ha sido el factor determinante de la arquitectura y el aspecto físico de Cuévano. En este sentido es más importante la configuración del terreno, porque Cuévano fue fundada en cañada, en la confluencia de dos arroyos que al juntarse dan origen al famoso río de Cuévano que durante siglos ha regado parte del Plan de Abajo con agua envenenada.

Por estar la ciudad en cañada y por ser las lluvias poco frecuentes, pero torrenciales, los recuerdos más vividos que conserva la memoria comunal son de inundaciones o de sequías. A la incidencia de estos fenómenos se debe que todas las obras ingenieriles que se han hecho en Cuévano y sus alrededores tengan que ver con agua: la presa de las Siete Palabras, por ejemplo, fue construida para dar de beber a la población, la de los Atribulados y la de los Tepozanes lo fueron para evitar que se ahogara, lo mismo que el túnel de la Marranilla y el canal de la Hedionda.

Como el agua de las Siete Palabras llegaba a las casas con tinte rojizo en el invierno, hubo necesidad de construir los filtros de Santa Gertrudis, que a pesar de ser monumentales nunca llegaron a dar agua clara. Cuando esto ocurrió los habitantes de Cuévano, que siempre han sacado de la resignación partido, dijeron:

—¿Para qué hacen filtros, si todos sabemos que el agua de aquí es colorada?

La ciudad está entre cerros, de los cuales, el más importante es el Cimarrón, que es distintivo de Cuévano. Los que nacieron allí y salen de viaje, saben, al regresar, que van acercándose a su ciudad natal al ver la cresta del Cimarrón, que se distingue desde el Plan de Abajo, a cuarenta kilómetros de distancia. Esta visión produce en los cuevanenses emociones profundas y variadas. A unos se les llenan los ojos de lágrimas, a otros el corazón les da brincos de alegría, otros, en cambio, aseguran que se les pone como puño cerrado, pero todos se vuelven lapidarios, y dicen cosas como: «En México no soy nadie, en Cuévano, en cambio, hasta los perros me conocen».

Pero si visto desde el Plan de Abajo el Cimarrón no es más que un cerro con cresta, aunque inconfundible, visto desde el lado opuesto, desde la presa de los Atribulados, con ojos devotos y entrecerrándolos, puede distinguirse en la cumbre, con toda claridad, la silueta yaciente del Cristo crucificado, con la corona de espinas en la punta del cerro y el pecho donde comienza el caserío.

Hay otras vistas. Desde cada casa de Cuévano pueden verse las de los vecinos, un pedazo de calle estrecha y en muchos casos precipitosa, la cúpula de una iglesia y la punta de un cerro, que de no ser el Cimarrón, puede ser el de la Bolita, el de la Peña Rodada, el de En Medio, el de la Caldera o el del Huenzontle.

También pueden verse a lo lejos las ruinas: minas inundadas, haciendas de beneficio abandonadas, iglesias destruidas, pueblos fantasma…

Cada ruina tiene su historia. La mina de la Reseca, por ejemplo, tiene el tiro más hondo del mundo, y el más lleno de agua. Alrededor de la boca de este tiro hay, hasta la fecha, una construcción de seis muros triangulares de piedra, dispuestos en círculo, que aparentemente no llenan ninguna función, ni la llenaron nunca. Esta construcción, explican los eruditos, se inició con miras de figurar una corona condal, en recordación de la que don Alvaro Luna recibió al comprar el título de Conde de la Reseca.

Del fondo de esta mina, sigue la historia, salieron tres cuartas partes de la plata que circula en el mundo, y el esplendor de la mina fue tal, que el Conde de la Reseca ofreció que si llegaba a Cuévano el Rey de España, él empedraría el camino que va de la mina a la ciudad con barras de plata —hay otra versión de esto que dice que con la plata que salió de la mina, hubiera alcanzado para empedrar… etc.

La Guerra de Independencia acabó con el esplendor de la Reseca y también con su dueño, porque el Conde murió en el sitio de Cuautla, según algunos a consecuencia del célebre cañonazo que disparó Narciso Mendoza, el niño artillero; según otros del tiro que le dieron cuando se paseaba frente a las líneas insurgentes con un bicornio emplumado, precedido de un tambor batiente y de un heraldo que decía su nombre y títulos.

La mina de Chiriguato, que no fue tan rica ni tuvo dueño pintoresco, tiene en cambio el tiro muy ancho y a cielo abierto. Un rayo de luz penetra hasta abajo un día del año —el trece de abril según unos, el veintiséis de septiembre según otros— y el sol se refleja en el agua que hay en el fondo. Esta imagen fue muy usada a principios del siglo por los jóvenes cuevanenses que tenían novias fuereñas. Agregaban a sus cartas pequeños poemas en prosa que decían, más o menos: «el día en que tú vienes a Cuévano es como el día en que un rayo de sol entra hasta el fondo de la mina, etc.»

Pero dejando a un lado las minas para hablar de los cuevanenses, conviene advertir que los sabios que ha habido en Cuévano se cuentan por docenas. Los ha habido de todas las clases y en todas las épocas. Unos son devotos, como el padre Carcano, que escribió en seis tomos los Elogios de Nuestra Señora de Cuévano; poetas, como don Régulo Hernández, que inventó la combinación métrica para versificar llamada «la copa», porque el poema, una vez compuesto y transcrito con cuidado, da sobre el papel el contorno del as de copas; filósofos, en su mayoría jesuitas, que fueron acumulando libros de teología hasta formar una de las bibliotecas más notables del país —cuando ocurrió la expulsión de la Compañía de Jesús, en tiempos de Carlos III, los expulsados tomaron precauciones para que la biblioteca no fuera mancillada por ignorantes, por lo que permaneció cerrada durante un siglo, al cabo del cual, los libros que no se desmoronaban al abrirse eran ininteligibles—; historiadores, como don Benjamín Padilla, autor de la más lúcida interpretación de nuestra Guerra de Independencia, interpretación que por desgracia ha quedado relegada al olvido, por no coincidir con la versión aprobada por la Secretaría de Educación Pública —don Benjamín considera que la Independencia de México se debe a un juego de salón que acabó en desastre nacional—; cronistas, como el presbítero Bóveda, a cuya pluma se deben las famosas Crónicas de Cuévano en las que se describen los sucesos más notables ocurridos en esta ciudad desde su fundación en 1540, hasta la muerte de su autor, en 1880, incluyendo episodios como la muerte de un médico, apellidado del Hoyo, que ocurrió a manos de una turba de pacientes enfurecidos.

Pero no solamente en las humanidades se han distinguido los cuevanenses, sino también en el conocimiento de las cosas materiales. La ciudad misma es monumento a quienes la construyeron y reconstruyeron, por consiguiente no hace falta hablar de ellos; en cambio, es más oscura la labor de los que trabajaron en las entrañas de la tierra y lograron interpretar el lenguaje de las piedras. De entre los geólogos, el más notable es don Valentín Escobedo, que pasó sesenta años caminando por los cerros con un martillito en la mano. Los descubrimientos que hizo este sabio son muy notables: a él se debe el de que en la región de la Hilacha existen rastros de menonita cuarzosa, y el de que ciertos silicatos, sometidos a altas presiones y en contacto con agua carbonatada, forman las cristalizaciones en abanico conocidas en el mundo científico con el nombre de su descubridor: escobedita. Don Valentín pasó los últimos años de su vida dedicado a lo que podría haber sido su obra cumbre: el trazo de localización de lo que él llamaba «la Gran Veta, Madre y Maestra», empleando un procedimiento de adivinación cuyos fundamentos se llevó a la tumba.

En el campo de las leyes la aportación de los cuevanenses es menos digna de nota. Esto se debe no a que la Universidad de Cuévano no haya producido jurisconsultos —al contrario, la ciudad está repleta de licenciados— sino a que los mejores de entre ellos hicieron camino a México y no volvieron a la provincia. Uno de los pocos que siendo famosos regresaron, tiene triste memoria. Es don Pedro Alcántara, llamado también «la Zorra», inventor no de leyes ni de interpretaciones notables, sino de procedimientos para evadirlas y para violarlas impunemente. A él se debe la invención de los casos conocidos legalmente como sustitución de responsabilidades, perjuicio de homónimo y anulación por confirmación, que entre chicañeros se llaman «golpe al de junto», «¿cómo te llamas?» y «tres en uno». Esto lo apunto nomás para que se vea que en todo han destacado los cuevanenses[*].