2. El banquete

—No vayas a creer, Paquito —me dijo Malagón, que caminaba a mi lado—, que el Gordo Villalpando es mejor o peor que los otros gobernadores que ha tenido el Plan de Abajo. Lo que lo distingue de los demás es que se crio en Cuévano y que aquí pasó su juventud. Por eso le tiene cariño a la ciudad y la está beneficiando tanto. Un ejemplo: en el lugar en que declaró su amor a la que ahora es su esposa mandó hacer unos jardines flotantes. Otro ejemplo: en recuerdo de los años que pasó en Cuévano de estudiante, le ha dado a la Universidad permiso de tumbar una pared e invadir lo que antiguamente era casa de los padres jesuitas, que es por donde vamos caminando.

Íbamos por un corredor dieciochesco, con arquería de cantera labrada, que formaba parte de lo que se llamaba «el Anexo»: siete salones y un patio que hasta pocos meses antes había sido la casa del capellán de San Ignacio y que habían pasado a formar parte de la Universidad de Cuévano.

Fue aquél un día memorable y afortunado para la Universidad. A las tres de la tarde el Gobernador inauguró los salones nuevos y a las seis renunciaron los Siete Sabios de Grecia. Ibamos detrás del rector Sebastián Montaña, quien había querido enseñarnos a unos cuantos —«antes de que llegaran los políticos»— lo que estaba a punto de ser inaugurado. Los mozos estaban lavando el piso, los albañiles quitaban los últimos andamios y en el patio se veían los preparativos del banquete —porque para celebrar el evento cultural, el Gobernador dio esa tarde una comida íntima a la que asistimos ciento cincuenta personas—.

Llegamos al Aula Pascual Requena, el nuevo salón de actos. Los mozos que estaban en la puerta colgando el listón rojo, con moño, que el Gobernador iba a cortar con unas tijeras a la hora de inaugurar, suspendieron su trabajo para dejarnos pasar. Era un salón encalado, con butacas de madera.

—En este recinto, de apariencia tan modesta —dijo Sebastián Montaña—, se cocinará la pócima que va a revivificar a la provincia y permitirle ocupar el lugar cimero que le corresponde en la lucha contra el oscurantismo.

Los que oímos esto, guardamos un silencio respetuoso.

Espinoza se había puesto un traje oscuro, que lo hacía sudar. Sarita, su esposa, acababa de salir del salón de belleza y había cambiado el vestido color ala de mosca que llevaba en la mañana por otro igual, pero menos arrugado. Malagón, que era profesor de Historia, llevaba puesto el único atuendo que se le conocía: un traje gris con manchas de huevo en las solapas. Sebastián Montaña se veía elegantísimo. Costaba trabajo creer que no estaba vestido de jaquet, sino de azul marino. Carlitos Mendieta, que no se había quitado el sombrero, se me acercó y dijo en voz baja:

—¡Qué profanación! Este era el salón de música. Aquí le dieron un concierto a Maximiliano cuando pasó por Cuévano. ¡Sólo a Sebastián se le ocurre encaucharlo y bautizarlo con el nombre de un bergante!

Me explicó por tercera vez por qué detestaba a don Pascualito Requena. La enemistad databa de la época en que Pascualito fue rector —uno de los más ineptos— de la Universidad de Cuévano:

—Yo le dije: «hombre, don Pascual, ¿cómo es posible que una ciudad tan culta como Cuévano tenga una universidad en la que no se imparta clase de dibujo al desnudo?». ¿Qué crees que me contestó?: «Si de manejar el lápiz se trata» —decía esto imitando la voz de don Pascualito, que era dienten y le sobraban pellejos—, «lo mismo aprenden los muchachos dibujando un tepalcate que un pecho». No quería herir las susceptibilidades de las señoritas estudiantes. A mí me molestó tanto su actitud retrógrada, que escribí un artículo en El Sol de Abajo acusándolo de embolsarse los tres pesos que hubiera cobrado en aquella época Raquelito, la modelo, por una sesión de una hora. Nunca, óyelo, Paco, nunca ha contestado Pascual Requena a aquella acusación que yo hice en letras de molde. Tomó la venganza del déspota: me quitó la única fuente de ingresos que tenía yo en esa época, mis clases de dibujo constructivo y al natural. Por eso lo detesto y me parece ignominioso que hayan bautizado con su nombre el salón más importante de la Universidad.

Carlitos terminaba siempre esta relación excitado, con las manos temblorosas —era uno de los episodios más dramáticos de su vida—.

Por los corredores venían a nuestro encuentro Ricardo Pórtico, que es según la leyenda el único cuevanense civilizado, su esposa Justine, que no es francesa sino venezolana, y caminando entre ambos, el joven de porvenir.

—El ingeniero Rocafuerte —dijo Ricardo al hacer la presentación.

El joven de porvenir me reconoció inmediatamente, dijo que nos habíamos conocido en el tren y me estrechó la mano con efusión. Esto me halagó. A Espinoza, en cambio, lo saludó con parsimonia, como si nunca lo hubiera visto en su vida. Esto me halagó todavía más.

Sebastián Montaña y Ricardo llevaron al recién presentado al Aula Pascual Requena, de la que nosotros acabábamos de salir, y los demás nos quedamos en el corredor.

—Este hombre —dijo Malagón—, es el que le anda vendiendo al Gobernador un sistema de computadoras que vale millones. Las van a usar para cobrar los impuestos. Parece que van a correr a la mitad del personal de la Oficina de Rentas.

—A mí me da la impresión —dijo Espinoza—, por su manera de vestir y sus modales, de que es sodomita.

—¿Que qué? —preguntó Carlitos.

—Que es sodomista —dijo Sarita.

—¿Ah, sí?

—Yo —dijo Justine—, lo único que sé es que usa el mismo vetiver que mi recamarera.

Los Siete Sabios de Grecia, llamados así por no ser ni siete ni sabios ni griegos, eran seis profesores viejos que durante muchos años habían dominado la Universidad de Cuévano. Sebastián Montaña, que era su peor enemigo y que había luchado por quitarles atribuciones, había querido ponerles sus nombres a las nuevas aulas, con la esperanza remota de que teniendo ya el memorial asegurado, los Siete Sabios dejaran de sentirse obligados a asistir a clases. El séptimo salón había sido bautizado a última hora con el nombre de mi antecesor: el profesor que se había caído muerto durante la cena de Navidad.

Subimos una escalera estrecha y por una puertecita salimos a la azotea. Allí escuchamos a Sebastián hacer hincapié en la solidez de la bóveda que estábamos pisando y en la sobriedad del conjunto que teníamos a nuestros pies. Comparó el color de la piedra con los pétalos de una rosa, y señaló el contraste entre aquélla, el azul del cielo y el verde del cedro viejo que había en el patio vecino.

Después nos llevó a la parte del edificio que colindaba con la iglesia de San Ignacio. Desde la azotea se veía la iglesia, enorme, y entre sus contrafuertes, un corralito minúsculo que servía de gallinero. Entre los pollos andaba un sacerdote de sotana y pantuflas, leyendo el oficio. Era el padre Hildebrando, capellán de San Ignacio.

—Este hombre —dijo Sebastián Montaña con voz sonora— ocupó durante años el espacio en que ahora estudiarán holgadamente trescientos estudiantes. La arquería de cantera estaba pintarrajeada de aceite, el patio servía de tiradero, en el refectorio dormían las cabras y en el Camerino de la Santísima Virgen, la cocinera.

El padre Hildebrando dejó de leer, levantó la mirada y saludó a los que estábamos en la azotea con una inclinación de cabeza. Nosotros, incluyendo a Sebastián Montaña, contestamos de la misma manera.

Nos fuimos a otra parte de la azotea, en donde no pudiera vernos el padre Hildebrando. Sebastián y Rocafuerte tuvieron, para lucirse, una polémica sobre cuál de las veintitantas linternillas de iglesia que se alcanzaban a ver era la mejor.

—Mire usted, licenciado —dijo Rocafuerte al defender el perfil de San Antoñito—, la balaustrada, el tambor, la media naranja, el tambor de la linternilla, ¡no hay un quiebre! Hasta el gallo de la veleta está integrado.

—No me diga usted eso, ingeniero, no haga que me enfurezca. ¿Cómo va usted a comparar la linternilla de la Visitación, que es un poema, con el barril de pulque que dejaron olvidado los albañiles que hicieron la cúpula de San Antoñito?

La discusión nunca llegó al final, porque se abrió la puertecita por la que habíamos salido, dejando el paso a unos hombres con anteojos verdes, que venían reventando la ropa. Uno llevaba carabina, otro metralleta y el tercero un walky talky. Eran los guardaespaldas del Gobernador que iban a tomar posiciones.

—Hagan el favor de desalojar la azotea —dijo el que iba adelante.

Obedecimos con cierta precipitación.

Cuando bajábamos la escalera, Carlitos Mendieta me dijo:

—Estas precauciones las toma Villalpando porque el mes pasado lo balacearon en el camino a Pedrones.

—Puro delirio de grandeza —dijo Malagón— alguien lo habrá confundido con una liebre y le tiró un escopetazo.

—¿No opina usted que el uso de guardaespaldas es indicio de que hay algo podrido en el gobierno? —preguntó Espinoza al joven de porvenir.

—Yo prefiero no opinar —contestó éste—, porque no soy de aquí sino del D.F.

Sebastián Montaña, viendo que faltaba un rato para el banquete, nos invitó a la rectoría a que viéramos una Adoración de los Reyes Magos que había rescatado del patio de Hildebrando, y a que probáramos un mezcal muy famoso que tenía guardado en su escritorio.

El edificio de la Universidad, como muchos otros de Cuévano, está lleno de pasillos y escaleras. No hay manera de dar diez pasos sin tener que bajar dos escalones, subir tres o dar la vuelta a un recodo.

Ibamos de dos en fondo. Sarita, que llevaba tacones muy altos, se quedó sola, mero atrás. Caminaba erguida, mirando al frente. Cuando bajaba escalones tenía vibraciones inesperadas. A veces se detenía y se quedaba leyendo pequeñas etiquetas pegadas al muro que decían: «chancros, sífilis, gonorrea. Doctor Fandango. Calle del Triunfo de Bustos 22». Cuando se dio cuenta de que yo estaba mirándola, sonrió por cuarta vez.

La Adoración de los Reyes Magos no era gran cosa, pero entre que el joven Rocafuerte le ponía peros y Carlitos Mendieta pedía que lo dejaran restaurarla antes de que se cayera en pedazos, se pasó el tiempo. Cuando fuimos al patio donde iba a ser el banquete, ya la policía había cerrado la puerta, y para que nos dejaran pasar tuvimos que entregar nuestras invitaciones al capitán Hinojosa, jefe de la guardia de corps y uno de los hombres más brutos de Cuévano.

Las tres mesas comunes habían sido puestas en los corredores del patio nuevo, la de honor, debajo del tablero de basquetbol. En el centro del patio, tomando copas, estaba lo más granado de Cuévano, los funcionarios, los agiotistas, los profesionales, los burócratas, el jefe de la zona militar y algunos profesores universitarios.

Nuestro grupo se deshizo. De pronto me encontré entre desconocidos, al lado del joven Rocafuerte, que me sonrió con simpatía y me dijo:

—Ven. Quiero presentarte a mi novia.

Cuando llegamos a donde estaban los Revirado, el Doctor me reconoció inmediatamente:

—¿Pero cómo presentarme con este muchacho? —le dijo a Rocafuerte—. ¡Si yo lo traje al mundo!

Era mentira. Mi padre lo detestaba y había preferido recurrir a una comadrona. Al Doctor le salían pelos por las orejas. Doña Elvira, su esposa, me preguntó inmediatamente por mi madre, de quien pretendía ser amiga íntima.

—Ésta es Gloria —dijo Rocafuerte—. Gloria, éste es el profesor Aldebarán.

Gloria era la muchacha que yo había visto riendo, cuando me asomé a la ventana del hotel Padilla.

Costaba trabajo creer que el Doctor y doña Elvira Rapaceja de Revirado hubieran tenido una hija tan atractiva. La madre era gorda pálida, la hija delgada y de buen color. El pelo rojizo del padre, que crecía en forma de mata brava, ella lo había heredado negro y sedoso. Ni padre ni madre tenían pescuezo, el de ella era uno de los más elegantes que he visto. Ni los ojos color de miel, ni la boca orgullosa tenían antecedentes visibles. Era bella y lo sabía. Miraba de frente y daba la mano en firme. Yo estaba estrechando la suya, cuando sus padres nos atosigaron:

—¿Pero no conocías a Gloria?

—¿No te acuerdas de Paquito?

Resultó que sí, en efecto, nos habíamos visto. Una vez, muchos años antes, en un viaje que mi familia hizo a Cuévano, los Revirado nos invitaron a cenar, y para llegar a donde estaba la cena pasamos por donde estaba una niña vestida de blanco, merendando chocolate. Aquella niña era Gloria. No había vuelto a verla. Ella me dijo que estaba inscrita en uno de mis cursos, el de Literatura Medieval.

Su padre intervino.

—Ya vi tu nombre en los periódicos, Paquito —se refería a mi artículo sobre Las Soledades—. Te felicito. No leí lo que escribiste, pero vi tu nombre. Ya ves que a mí no se me escapa nada.

En ese momento entró en el patio el Gobernador Villalpando, por una puerta chiquita por la que nadie lo esperaba.

—Vamos a saludarlo —dijo el Doctor.

—¿No quieres conocerlo? —me preguntó Rocafuerte—. Yo puedo presentarte.

Le di las gracias y le dije que francamente no quería conocer al Gobernador.

—A mí este político me simpatiza —me dijo Rocafuerte—, porque tiene una trayectoria muy limpia.

Se fue con su futuro suegro a hacer una cola que se había formado para darle la mano al Gobernador. Yo me proponía seguir platicando con Gloria —después de todo iba a ser mi alumna—, pero su madre —le decían «la Rapaceja»— metió su cuchara:

—No es bien visto —me dijo— que a dos mujeres solas se les vea platicando con un joven que no es ni novio de una ni marido de la otra.

Apenas tuve tiempo de cambiar con Gloria una mirada que significaba que los dos estábamos de acuerdo en que lo que acababa de decir su madre era una idiotez; la madre pastoreó a la hija hacia un grupo de mujeres con peinados convexos, que parecían esposas de funcionarios.

Cuando me quedé solo vi venir a Ricardo Pórtico, con un high ball en la mano, caminando de puntas y estirando el pescuezo, tratando de mirar por encima de las cabezas de la gente.

—¿No has visto a don Pascual Requena? —me preguntó.

—No.

—Pues la fiesta no puede empezar sin él. El Gobernador ya quiere inaugurar el salón y don Pascualito tiene que estar presente a la hora que el otro corte el moño. Ayúdame a buscarlo. Mientras no aparezca no comemos.

Me fui por mi lado de puntas, creyendo encontrar a cada rato la melena blanca de Pascual Requena. Me topé con Espinoza.

Él también buscaba a don Pascualito. Dejamos nuestras copas vacías en el basamento de una columna y cogimos otras, llenas, de la charola que llevaba un mozo. Seguimos buscando hasta que llegamos a donde estaban Malagón y Carlitos Mendieta. Eran los únicos que se habían sentado en la mesa, frente a una botella de whisky. Nos sentamos con ellos.

—¿No han visto a Pascualito? —preguntó Malagón.

Gloria estaba en el centro del patio, platicando con dos mujeres. Algo se cayó al piso y ella se inclinó a recogerlo con sencillez y elegancia, poniendo en relieve una nalga muy bien formada.

Sarita se acercó a la mesa y se sentó a mi lado, me sonrió y me dijo:

—Tengo hambre.

—Vamos a ver —dijo Carlitos, leyendo el menú—. ¿Qué quiere decir potage á la cressoniere?

—Sopa de papa y berro —dijo Ricardo Pórtico, que también se había sentado.

Justine se acercó a la mesa.

—Traigo noticias: Sebastián ya dio órdenes de que se haga la inauguración aunque no esté Pascualito, porque se enfría la sopa.

En efecto. La ceremonia se llevó a cabo —un poco a la carrera— en ausencia del principal festejado. Sebastián, el Gobernador con unas tijeras y los cinco Sabios restantes, anduvieron de arriba abajo y de un lado a otro, cortando listones, precedidos por los fotógrafos y seguidos por los guardaespaldas y los ciento cincuenta comensales.

Cuando todo estuvo inaugurado, nos sentamos a comer. La sopa estaba fría. El pescado —lenguado holandés, según el menú— fue pronunciado por los conocedores —los Pórtico— bagre de San Luis de los Carrizales.

—Es inconfundible —dijo Justine arrancando una espina que se le había enterrado en la encía— sabe a petróleo diáfano.

A Ricardo le pareció que el filete a la Chateaubriand se había pasado de tueste.

—No sólo eso —agregó— esta carne no se rebana así, sino más delgado.

Al llegar a los postres, Sebastián Montaña se puso de pie, pidió silencio y empezó a pronunciar el discurso de agradecimiento. No había pasado de la tercera frase cuando se oyó una campanada, después de otra y por fin repicaron todas las campanas de San Ignacio, que son las más sonoras de Cuévano.

Al principio, Sebastián hizo pausas y habló entre campanadas, después trató de dominar con su voz el estruendo y por último cerró la boca, perdió la palidez habitual y se puso amoratado.

—¿Serán vísperas tan temprano —preguntó Malagón— o serán ganas de joder?

Ricardo Pórtico se puso de pie y me dijo:

—Acompáñame a San Ignacio a decirle al padre Hildebrando que se calle.

Nos abrimos paso entre mesas, salimos del Anexo por la puerta que habíamos entrado y al llegar al patio central encontramos a quien tanto habíamos buscado un rato antes: Pascualito Requena.

Levantaba el puño y tartamudeaba. Su mujer y sus tres hijas, vestidas de gran gala, con plumas de pájaro raro en la cabeza, trataban de tranquilizarlo.

—¡Zopenco! —decía Pascualito.

Frente a él estaba el insultado: el capitán Hinojosa, con impavidez de ídolo azteca.

—No me levante la voz —decía— porque soy la autoridad.

Cuando don Pascualito nos vio a Ricardo y a mí, nos dijo:

—¡Díganle a Sebastián que renuncio! Hinojosa resumió la situación:

—El señor no tiene invitación y mis órdenes son terminantes: si no hay invitación no hay paso.

—¡No tengo invitación, porque no la recibí, pero soy el festejado! —gritó afónicamente Pascualito, y a nosotros, otra vez— ¡díganle a Sebastián que renuncio!

El repique de las campanas cesó en el momento en que los guardaespaldas entraron en San Ignacio, pero el otro problema, el de don Pascualito, no tuvo remedio. Primero le impidieron el paso y después le rogaron que entrara. De nada sirvió.

De nada sirvió que Sebastián saliera a pedirle disculpas y a tratar de explicar que si no había recibido la invitación era por un error… inexplicable. De nada sirvió que el secretario de Gobierno le pidiera a nombre del Gobernador, que pasara a la mesa de honor. Pascualito se quedó en el lugar en que Hinojosa le puso el alto, allí mismo dictó su renuncia, allí la firmó y allí renunciaron, por solidaridad, los otros cinco Sabios de Grecia. Por esta razón aquella fecha quedó grabada en la memoria de los cuevanenses como afortunada para la Universidad.