NIETZSCHE
TRANSMUTACIÓN DE TODOS LOS VALORES
Nietzsche es el tercer gran pensador revolucionario en la filosofía del siglo XIX. Al igual que Marx y Kierkegaard, advierte la decadencia del mundo burgués cristiano. Parece no haberse ocupado nunca de Marx. El conocimiento de Kierkegaard le llegó a través de G. Brandes, pero demasiado tarde. Por lo demás, Marx le hubiera parecido a Nietzsche demasiado plebeyo y Kierkegaard demasiado cristiano. El hecho es que se siente solitario en el mundo, consciente de ser el más radical de todos los pensadores, hasta encarnar un cambio de rumbo en la historia.
En el último capítulo del Ecce homo, autorretrato de Nietzsche, poco antes del colapso mental de 1889, escribe: «Un día mi nombre irá unido a algo formidable: el recuerdo de una crisis como jamás ha habido en la tierra. […] Yo no soy un hombre, soy dinamita. […] Me rebelo como nadie jamás se ha rebelado. […] Yo soy también necesariamente el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entre en lucha con la mentira milenaria, habrá conmociones como jamás las hubo, convulsión de temblores de tierra, desplazamiento de montañas y valles como jamás se han soñado. El concepto de política se diluirá en una lucha de espíritus. Todas las formas de poder de la vieja sociedad habrán saltado por los aires, porque todas estaban basadas en la mentira. Habrá guerras como jamás las hubo sobre la tierra. Solamente a partir de mí habrá en el mundo una gran política».
Todo esto suena a terrible, pero se suaviza un poco el tono trágico cuando a renglón seguido Nietzsche pregunta si no será él un bufón; «acaso soy un bufón».
Vida y obras
Friedrich Nietzsche nació en 1844 en Röcken, junto a Leipzig, hijo de una familia de pastores protestantes. Estudió en Schulpforta y cursó filología clásica en Bonn y en Leipzig. En el primer semestre de Bonn asistió también a un curso de teología. En Leipzig se entusiasmó con la filosofía de Schopenhauer y conoció personalmente a Richard Wagner (1868), que era a su vez discípulo de Schopenhauer. Ya a los 24 años Nietzsche es profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea. Allí entra en contacto con J. Burckhardt y con el teólogo protestante Franz Overbeck. Extraordinariamente importante fue para él el trato con Wagner, que vivía entonces con su esposa Cosima en Triebschen, al borde del lago de los Cuatro Cantones. En la guerra de 1870-1871 Nietzsche sirvió como voluntario en el cuerpo de sanidad durante algunos meses. Allí contrajo una grave dolencia de disentería y difteria. Desde entonces su salud se resintió; toda su vida fue molestado de fuertes jaquecas. Hubo de pedir el retiro por enfermo y vivir como pensionado desde 1877. Siempre inestable, va de acá para allá buscando en todas partes reposo y salud; en Sils Maria, Naumburgo, Niza, Marienbad, Venecia, Riva, Rapallo, Roma, Génova, Turín. En enero de 1889 sufrió el colapso mental que le duró hasta el fin de sus días. El diagnóstico clínico de los médicos de Jena, parálisis, ha sido ratificado recientemente por Karl Jaspers. Madre y hermana cuidaron con cariño al enfermo, primero en Naumburgo y luego en Weimar, hasta la muerte, acaecida en agosto de 1900. El archivo de Nietzsche se encuentra en Weimar.
La obra de Nietzsche puede dividirse en tres periodos.
Primer periodo. En sus primeras obras lucha por un nuevo ideal de cultura, el ideal del hombre estético y heroico, cuyo prototipo hay que buscarlo en la era trágica de los griegos, antes de Sócrates, en Heráclito, Teognis y Esquilo. A este periodo pertenecen los escritos Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik (El origen de la tragedia en el espíritu de la música, 1871), las conferencias Über die Zukunft unserer Bildungsanstalten (Sobre el futuro de nuestros centros de enseñanza, 1870-1872), y las Unzeitgemässen Betrachtungen (Consideraciones extemporáneas, 1873-1876), que versan sobre D. F. Strauss, sobre Schopenhauer como educador, sobre los daños y provechos de la historia en orden a la vida y sobre Wagner.
Influjo de Schopenhauer. Con la filosofía de Schopenhauer en la mano, Nietzsche va a dar una interpretación del arte griego, concretamente de la tragedia. Contenía ésta, según él, dos elementos. De una parte lo dionisíaco que se expresa en la música, el coro y la danza, y que constituye una desenfrenada y ebria afirmación básica de la vida en todas sus manifestaciones (el mundo como voluntad de Schopenhauer). De otra, lo apolíneo, cuya expresión es el diálogo y, en general, la forma y medida de la obra de arte, y que significa la apariencia bella, pero también el mundo del fenómeno y la individuación, que frena y desgarra toda la vida y su originaria voluntad (el mundo como representación de Schopenhauer). El corazón de Nietzsche pertenece a Dionisos, y con esto se sitúa por encima de Schopenhauer. La voluntad no es negada sino afirmada.
Influjo de Wagner. Nietzsche coincide con Wagner en la voluntad de un nuevo ideal artístico y de un nuevo tipo de formación humana. Wagner estuvo algún tiempo en contacto con las tendencias revolucionarias de la izquierda hegeliana, especialmente con Feuerbach. En 1830, según él nos narra, tomó parte como un loco en las revueltas y destrozos de Leipzig; en 1849 se dejó arrastrar, con Röckel y Bakunin, por la corriente de los acontecimientos de Dresden, a los que saludó incluso con frases literarias al estilo de Feuerbach y Marx: «Quiero abatir el poder de uno sobre todos. […] Quiero quebrantar la fuerza de los poderosos, la fuerza de la ley y de la propiedad. La voluntad propia es la dueña del hombre, el propio gusto su única ley, la propia fuerza toda su propiedad, pues la santidad la tiene sólo el hombre libre y nada hay superior a él. […] Mirad las multitudes, sobre las colinas, en silencio, de rodillas. […] De su rostro ennoblecido irradia el entusiasmo, un resplandor iluminante brota de sus ojos, y con el grito que estremece los cielos, ¡soy hombre!, se precipitan abajo por laderas y llanuras millones de seres, la revolución viviente, el dios hecho hombre, anunciando a todo el mundo el nuevo evangelio de la felicidad» (compárese con este pasaje el final de la sección primera de El origen de la tragedia). El arte y la revolución llevaba por título la obra en que Wagner desarrollaba en 1849 su nuevo programa de arte y de vida; también Nietzsche se ocupó del futuro de los establecimientos de enseñanza y formación del pueblo alemán.
Ruptura. Pero mientras Wagner quiso levantar sobre el altar del futuro a Jesús y a Apolo, Nietzsche pone en su escrito sobre la tragedia a Dionisos en vez de Cristo; y cuando asistió en 1876 a las primeras representaciones de Bayreuth, no pudo contener la pregunta: «¿Y esto es alemán?», a lo que se responde: «Lo que oís es Roma, la fe de Roma sin palabras». El pecado de Wagner, para Nietzsche, consistió en perseguir todavía un ideal de cultura cristiano-germánico. «¡Ah! ¡También tú te has inclinado ante la cruz! También tú. También tú […] ¡un vencido!». Profundamente desilusionado, Nietzsche confiesa: «Llevo ya largo rato ante este cuadro, respirando cárcel, aflicción, rencor y vaho de tumba, y ello entre nubes de incienso, olor a iglesia, que me es extraño, horrible y desazonador». Vino al fin el choque y el abismo de separación se ahondó más y más. Wagner encarna para Nietzsche todo el abatimiento del mundo alemán y occidental; se ve por ello obligado a «apilar como viejo artillero piezas de grueso calibre contra él». Es la misma expresión que emplea en una carta a Brandes, contra el «crucificado y todo lo cristiano e inficionado de cristianismo».
Periodo intermedio. En un segundo periodo Nietzsche salta de repente a una forma de vida teorética, se convierte en un «científico» al estilo de la Ilustración, «liberado de prejuicios», en una palabra, un neto crítico y positivista. Resuenan en él los tonos tradicionales de esa corriente: enemistad contra la metafísica, elogio del conocimiento frío y del espíritu libre; nos parece estar oyendo a un francés de la Ilustración. Lo que antes había proscrito, lo viene a ser él mismo, un intelectual, un socrático. A este periodo pertenecen Menschliches, allzumenschliches (Humano, demasiado humano, 1878), Morgenröte (Aurora, 1881), y Die fröhliche Wissenschaft (La gaya ciencia, 1882).
Último periodo. Pero este periodo no dura mucho. Los motivos de la primera época se hacen oír de nuevo, ahora radicalizados hasta desembocar en la «voluntad de dominio». Este tema domina el tercer periodo, el tiempo del Zarathustra (1883-1885), del Jenseits von Gut und Böse (Más allá del bien y del mal, 1886), de la Genealogie der Moral (Genealogía de la moral, 1887) y de las obras póstumas aparecidas luego bajo el título de Wille zur Macht (Voluntad de dominio, Förster-Nietzsche), de Unschuld des Werdens (Inocencia del ser, Baeumler) y Das Vermüchtnis Nietzsches (El legado de Nietzsche, Würzbach). Como ha indicado K. Schlechta, no es exacto que el fondo póstumo sea el material bruto para un supuesto plan de obra bajo el título Wille zur Macht. Los personajes del círculo de Nietzsche han apurado aquí más de la cuenta; sobre sus procedimientos editoriales véase el Nachbericht (Informe) en el vol. XVI de su edición (21911), págs. 471-496; y, ahora con todo rigor filológico, la crítica reciente, en el vol. III (págs. 1383s) de la edición de Schlechta. En realidad, la expresión: «voluntad de dominio» traduce bien la clave de los nuevos valores. El superhombre es su creador, Zaratustra su predicador, Dionisos su símbolo; su antítesis es el crucificado. Los escritos del año 1888: Der Fall Wagner (El caso Wagner), Der Antichrist (El Anticristo), y la autobiografía Ecce homo, delatan ya las huellas de la inminente crisis mental. Sobre su Ecce homo Nietzsche escribía, el 20 de noviembre de 1888, a Brandes: «Me he narrado a mí mismo con un cinismo que hará época. El libro se llama Ecce homo y es un ataque sin miramiento alguno al crucificado; acaba con rayos y truenos contra todo lo cristiano e inficionado de cristianismo, que dejarán sin habla ni oído al que lo lea». Unas semanas después, al comienzo de enero de 1889, Nietzsche caía desplomado en las calles de Turín. Fue llevado a su casa, donde permaneció dos días sin conocimiento. Al despertar, su mente continuó en un total colapso psíquico hasta la muerte, once años después.
El enfermo. Pero el espíritu de Nietzsche estaba en realidad enfermo ya de mucho tiempo atrás. W. Lange-Eichbaum, en su obra Nietzsche, Krankheit und Wirkung (Nietzsche, enfermedad y efectos, 1947), ve en el superhombre y en la voluntad de dominio ideas morbosas que tienen su explicación psicopatológica en la parálisis que aquejó a Nietzsche. «Sin la parálisis Nietzsche nunca se hubiera hecho célebre». Admite, además, dicho autor, una «declarada psicopatía» hereditaria. Para el conocimiento de este aspecto psicopático que se dio en Nietzsche desde primera hora, es de máxima autoridad la obra de Reyburn-Hinderks, Friedrich Nietzsche (1947), donde, a base de análisis profundos de carácter histórico y psicológico, se demuestra que los pensamientos de Nietzsche no brotaron de una lógica objetiva de las cosas, sino que se han de entender como un reflejo de sus propios estados subjetivos, concretamente como una reacción de autodefensa y autosalvación frente a un cúmulo de complejos anímicos torturadores. Lo que Nietzsche ofreció al mundo fue su propio dolor. El resentimiento, la rebelión de los esclavos, la eterna destrucción y transmutación, el apetito de mando, la envidia del vivir, la voluntad de dominio: todo esto es Nietzsche mismo, el enfermo Nietzsche (cf. infra, pág. 506).
Obras y bibliografía
Ediciones: Ed. completa, incluido lo póstumo, de la hermana de Nietzsche, Elisabeth Förster-Nietzsche, con la colab. de otros, llamada «edición en gran octavo», publicada primero en 15 vols. (1895-1901), después (reed.) en 19 vols. (1906-1913), en Leipzig, Kröner. Un vol. suplem., el XX, contiene el índice (Nietzsche-Register) de K. Oehler (1926). De igual paginación que ésta es la llamada «edición en pequeño octavo», en 16 vols. (sin las obras filológicas). Las citas de Nietzsche se dan en nuestro texto por la «edición en gran octavo», 2.ª ed. (Werke, vol. y pág.), que contiene en los vols. XV y XVI (1911) la Voluntad de dominio, con 1067 Aforismos (de 1068 a 1079 son inseguros), correspondientemente al vol. IX de la llamada ed. de bolsillo de 1906, frente a los 483 Aforismos que reúne el vol. XV de la 1.ª ed.); Werke und Briefe. Historisch-kritische Gesamtausgabe, 9 vols., Múnich, Beck, 1933-1943; Werke, 3 vols., ed. por K. Schlechta, Múnich-Darmstadt, Hanser, 1954-1956; Werke. Kritische Gesamtausgabe, en 8 partes, ed. por G. Colli y M. Montinari, Berlín-Nueva York, de Gruyter, 1967s; Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe, 15 vols., ed. por G. Colli y M. Montinari, Berlín-Múnich, Deutscher Taschentbuch Verl., 21988, 1999; Briefwechsel: Gesammelte Briefe, 6 vols., Leipzig-Berlín, Insel, 1900-1909; Briefwechsel. Kritische Gesamtausgabe, ed. por G. Colli y M. Montinari, Berlín, de Gruyter, 1975s; Sämtliche Briefe. Kritische Gesamtausgabe, 8 vols., ed. por G. Colli y M. Montinari, Múnich-Berlín, Deutscher Taschenbuch Verl.-de Gruyter, 22003. Obras en cast.: Obras completas, vols. 1-13, trad. de E. Ovejero y Maury, vols. 14-15, trad. de F. González Vicen, Madrid, Aguilar, 1932-1951; Obras completas, 5 vols., trad. de P. Simón, Buenos Aires, Prestigio, 1963-1967. Muchas obras han sido traducidas por A. Sánchez Pascual para la ed. Alianza (Madrid, 1971s): Ecce homo (1971); Así habló Zaratrustra (1972); Más allá del bien y del mal (1972); La genealogía de la moral (1972); El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo (1973); El crepúsculo de los ídolos (1973); El anticristo (1997); Consideraciones intempestivas, vol. 1: David Strauss, el confesor y el escritor (y fragmentos póstumos), 1988, 2000. Otras traducciones: Aurora: meditación sobre los prejuicios morales, trad. de P. González Blanco, Barcelona, Olañeta, 1981; La voluntad de poderío, pról. de D. Castrillo Mirat, trad. de A. Froufe, Madrid, Edaf, 1986; Humano, demasiado humano: un libro para espíritus libres, 2 vols., trad. de A. Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1996; De mi vida: escritos autobiográficos de juventud (1856-1869), trad. y notas de L. F. Moreno Claros, Madrid, Valdemar, 1997; Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, trad. de L. M. Valdés y T. Orduña, Madrid, Tecnos, 41998; La filosofía en la época trágica de los griegos, trad., pról. y notas de L. F. Moreno Claros, Madrid, Valdemar, 1999; El gay saber o gaya ciencia, ed. y trad. de L. Jiménez Moreno, Madrid, Espasa-Calpe, 22000; Aurora: pensamientos sobre los prejuicios morales, introd., trad. y notas de G. Cano, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000; El caso Wagner. Nietzsche contra Wagner, ed. por G. Colli y M. Montinari, trad. de J. L. Arántegui, Madrid, Siruela, 2002.
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Contra la moral y en favor de la vida
¿Enemigo de la moral? «No queda otro remedio para devolver a la filosofía su dignidad, hay que comenzar por colgar a todos los moralistas. Mientras hablan de felicidad y de virtud, no logran ganar para la filosofía sino a unas cuantas viejas» (Werke, XVI, 437). «Este comienzo es bastante divertido. En él está comprometida toda mi seriedad. Con este libro [Wille zur Macht (Voluntad de dominio)] se declara la guerra a la moral y me apunto el éxito de haber yo liquidado con él a todos los moralistas. Es sabido ya el nombre que con ello me he ganado, el apellido de inmoralista; se conoce también mi fórmula más allá del bien y del mal. Tuve necesidad de estos fuertes contraconceptos para penetrar en aquel abismo de ligereza y de mentira que hasta ahora se apellidó moral» (Werke, XVI, 438).
Nietzsche guerrea contra la moral, porque la moral mata la vida. La historia toda de la filosofía, pero especialmente el cristianismo, es una secreta rabia contra la vida, sus fundamentos y sus valores. La Circe de la filosofía fue la moral, que les jugó a los filósofos la treta de hacerles creer en otro mundo superior y supuestamente mejor. Pero no hay más que este nuestro mundo del espacio y el tiempo y de la carne y la sangre. Y esta existencia toda es amoral. La vida descansa sobre unas bases que están en contra de la moral. Por ello se explica que la moral niegue la vida. Pero la vida es lo único real. La moral es ficción, falsedad, calumnia. «Mi principio capital: no se dan fenómenos morales» (Wille z. Macht, afor. 258).
La realidad, empero, es que Nietzsche no es tan absoluto enemigo de la moral. Todo lo contrario. Tan sólo rechaza una moral, la anterior, idealista, eudemonista, cristiana y burguesa alemana, para poner otra en su lugar, la moral de la vida. Transmutación de todos los valores es su lema, y en ese sentido toda la filosofía de Nietzsche es una filosofía moral.
¿Qué es la vida? Para entender esta moral centrada en la vida, tendremos que hacernos ante todo la pregunta de qué es la vida para Nietzsche. En ningún otro filósofo es tan grande el peligro de que el lector se deje embelesar por el estilo musical y se contente con bellas palabras. Lo que aparece a muchos como profundidad es tan sólo sentimiento y afecto, que Nietzsche es maestro en sugerir. Pero en filosofía nada sacamos con meros sentimientos y palabras. Son precisas ideas, conceptos, razones. Más importante que la forma es el contenido. Al leer a Nietzsche hay que preguntar continuamente por el contenido, si no quiere uno verse burlado por la bella dicción. Además de leerlo hay que estudiarlo. Se advertirá que a medida que se acaballan las palabras sonoras y sugestivas, se aleja el contenido buscado. El concepto nuclear de Nietzsche, la vida, ofrece el mejor ejemplo de esto. ¿Qué entiende propiamente Nietzsche por vida, en la que tanto ahínco pone?
No la felicidad. Primero nos da una respuesta negativa. La vida no es la felicidad. No sin ironía Nietzsche se distancia del eudemonismo de los utilitaristas ingleses, de su eterna happiness, y no menos del amor al prójimo del cristianismo y de todas «las almas lácteas». «¿Os aconsejo el amor al prójimo? Más bien os empujo al odio del prójimo [próximo] y al amor lejano». Todo eso de felicidad, bienestar, compasión a Nietzsche le suena a instintos de la plebe. Es el «verde placer del pasto» de las grandes multitudes. Su ideal es muy distinto.
Voluntad de dominio. La primera respuesta positiva define la vida como ansia de poder, voluntad de dominio (Wille zur Macht). «¿Cuáles son nuestras valoraciones y nuestras tablas de bienes morales dignos de tal nombre? ¿Qué saldo positivo arroja su vigencia? ¿En favor de quién? ¿En razón de qué? Respuesta: para la vida. Pero ¿qué es la vida? Urge dar una nueva y más precisa comprensión del concepto de vida. Mi fórmula es: vida es voluntad de dominio» (Wille z. Macht, afor. 254). En esta voluntad de dominio Nietzsche encuentra el principio fundamental de todas las valoraciones. En el segundo aforismo del Anticristo se dice: «¿Qué es lo bueno? Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de dominio, el dominio mismo en el hombre. ¿Qué es lo malo? Todo lo que viene de la debilidad. […] No conformidad y resignación, sino más poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino destreza (virtud en el sentido renacentista, virtù, virtud sin escrúpulos éticos). Los débiles y los fracasados deben perecer; primer principio de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarles a ello. ¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La obra de misericordia con toda suerte de desgraciados y débiles, el cristianismo». Todo el proceso del mundo se resuelve para Nietzsche en un apetito de dominio y nada más (cf. el aforismo final de Wille z. Macht).
Pero el poder o dominio es un concepto bastante polivalente. Hay un poder físico, un poder brutal, un poder del derecho, un poder de la inocencia, un poder de los valores, un poder de las verdades ideales. Para muchos, Nietzsche no ha mirado más que el escueto poder físico, y hablan por ello del biologismo de su ética y su filosofía. Hemos de ver que las cosas son algo más complicadas. Primero agotemos en lo posible las respuestas dadas por él a la pregunta: ¿qué es la vida en cuanto principio ético?
Los señores. Colindante del concepto de voluntad de dominio es el concepto de señorío, tal como aparece en la contraposición que establece Nietzsche entre moral de señores y moral de esclavos. A la luz de ella, la moral de Nietzsche ha de decirse una moral aristocrática. Los así llamados señores son los que mandan, los nobles, los fuertes.
Bueno = noble. Bueno es todo lo que cuadra al carácter, al poder y a la raza de estos señores: las actitudes levantadas y soberbias; un sentimiento de plenitud, que tiene que desbordarse; la euforia de un alto potencial de vida; la conciencia de una riqueza propia que tiende a difundirse, no por compasión, sino por magnificencia redundante. Cuadra también al talante de estos hombres la dureza, la fe en sí mismos, la arrogancia, una oposición instintiva a todo lo que es desinterés, y una cierta reserva frente a todo lo que significa simpatía y buen corazón.
Lo opuesto a esto son los débiles, los pequeños, los esclavos, los desheredados de la vida y toda su peculiar manera de sentir y situarse ante las cosas. Todo lo que se acomoda a ellos es bajo y, por consiguiente, malo. Los hombres de esta laya son objeto de desprecio; así, por ejemplo, el cobarde, el angustiado, el pusilánime, el egoísta estrecho, sobre todo el mentiroso. Para la ética aristocrática es bueno todo lo que trasluce un aire señorial. Y malo todo lo que está a tono con el esclavo.
Claro que entre los aristócratas no han faltado caballeros ladrones, y sería del caso precisar un poco más el significado de la palabra «noble». Pero no es de la especialidad de Nietzsche entretenerse en estas menudencias analíticas.
Rebelión de los esclavos. Nos contará ahora algo dramático, el mito de la rebelión de los esclavos, que nos dará la clave genealógica de la moral en uso. Los esclavos vieron que no llegaban a la virtù de los fuertes y de los soberbios. Y no renunciando a acumular también valor y poder para ellos, comenzaron a invertir la ecuación de valores aristocráticos (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = grato a Dios), depreciando ese canon de valor y encumbrando, en cambio, al orden de lo valioso y bueno su propia condición y cuanto a ellos les reportaba alivio: dolor, pequeñez, humildad, amabilidad, bondad, ánimo compasivo, paciencia, buen corazón. Fueron especialmente los judíos los que con su temible proselitismo se pusieron de parte de los tipos inferiores, de los parias de la humanidad y osaron introducir la gran subversión de valores: «Los menesterosos son los únicos buenos; los pobres, los impotentes, los abyectos son los únicos buenos; los que sufren, los desamparados, los enfermos, los feos son los únicos piadosos, los únicos bendecidos por Dios, para los que se reserva únicamente la bienaventuranza; por el contrario, vosotros los nobles y poderosos, vosotros sois los malos para toda la eternidad, los crueles, los lascivos, los insaciables, los impíos; vosotros seréis para siempre los desgraciados, malditos, condenados» (Geneal. de la moral, 1, afor. 7).
Resentimiento. Nietzsche ha inventado una palabra para denominar esta actitud revolucionaria de los débiles, el resentimiento. Nietzsche le reconoce una eficacia creadora, pues creó lo que hasta ahora ha pasado como ley moral. Así entendemos ahora la afirmación de que no se dan fenómenos morales, que la moral es una ficción, sin más apoyo que una visión bastarda de la vida y de sus fenómenos, muñida por los infradotados. Estaban los racimos demasiado altos para ellos y dieron en decir que estaban en agraz, haciendo de la necesidad virtud.
Lo notable del caso es que estos débiles hayan tenido poder para imponer su criterio a los fuertes. Este poder sorprendente se le pasó por alto a Nietzsche, que podía haber hecho una discriminación de poder y dominio, y hubiera advertido que los mansos y los humildes poseyeron muchas veces la tierra y fueron más fuertes que los fuertes de este mundo. De no estar obcecado por su peculiar manera de entender la fuerza y el poder, Nietzsche hubiera reconocido un descomunal poder de propaganda en los débiles para hacerse oír y creer de los fuertes, hasta desplazar a éstos; se hubiera reconciliado con sus despreciados esclavos y hubiera podido incluso ver en éstos a los auténticos fuertes. Pero no desciende a estas consecuencias lógicas. Se queda en su inmediata división de los dos campos; por un lado, la vida en plenitud representada por los señores, que da la definición de lo bueno, y por otra la indigencia de los esclavos, que es lo malo, sin calar en la misteriosa equivocidad de aquella pobreza y aquella riqueza.
Inocencia del ser. Un tercer concepto característico de Nietzsche, con el que intenta precisar el concepto de vida como principio moral, es la inocencia del ser. Si, efectivamente, a tenor de la anterior afirmación, no se dan fenómenos morales, si todo lo que hasta ahora se denominó moral es sólo un disfraz del resentimiento de los esclavos y lo que importa en verdad es la fuerza de los fuertes, resulta que el ser, en su pura y desnuda realidad, la naturaleza y todo el devenir natural, es lo verdaderamente bueno y valioso. Este ser y devenir de las cosas es siempre «inocente», comoquiera que ello suceda. «Sería horripilante creer todavía en pecados; todo cuanto hacemos, por muchas veces que lo repitamos, es inocente» (Werke, XII, 68). «Tengo que eliminar no sólo la doctrina del pecado, sino también la del mérito (virtud). Lo mismo que en la naturaleza, […] quedan en pie tan sólo los valores estéticos; lo repelente, lo ordinario, lo raro, atrayente, armónico, áspero, estridente, contradictorio, torturante, embelesador, etcétera» (Werke, XII, 76). «Me he esforzado por demostrar la inocencia del ser; y quizá pretendí en ello procurarme el sentimiento de plena irresponsabilidad, hacerme libre de toda alabanza y reproche. […] La primera solución que se me ofreció fue la justificación estética del ser. […] La segunda solución fue el representarme la carencia objetiva de valor de todo concepto de culpa y el persuadirme del carácter subjetivo, necesariamente injusto e ilógico, de toda vida. La tercera solución fue el negar todos los fines y convencerme de la incognoscibilidad de todas las causalidades» (Werke, XIII, 127). «Hoy, cuando todo imperativo moral, “el hombre debe ser de esta o de la otra manera”, pone en nuestros labios una mueca de ironía; cuando contestamos que, a pesar de todo (es decir, educación, enseñanza, medio ambiente, casos de fortuna o de infortunio), el hombre es lo que es, y nada más, vamos aprendiendo a invertir de modo original la relación de causa y efecto en los asuntos morales. Ninguna cosa nos separa quizá tanto de los antiguos creyentes de la moral. No decimos ya, por ejemplo, que el vicio es causa de la ruina, aun fisiológica, de tal o cual […] sino que pensamos más bien que el vicio y la virtud son consecuencias. […] Hemos aprendido a no separar la degeneración moral de la degeneración fisiológica; aquélla es un simple complejo de síntomas de esta última» (Wille z. Macht, afor. 334).
Con estos y otros pasajes similares se nos hace patente que la realidad propia de lo ético se ha desvanecido para Nietzsche. El deber queda tan desprovisto de sentido como el querer. No se da una decisión libre frente al imperativo moral. Con el naturalismo del ser bueno e inocente enlaza también, consiguientemente, el determinismo.
Eterno retorno. Nietzsche desarrolla la última consecuencia de este eclipse del deber. «La alternativa, la oposición, está fuera del alcance de las cosas; la unicidad irrepetible está a salvo en todo acontecer» (Wille z. Macht, afor. 308). Todo es ahora destino. «Mi fórmula de la grandeza del hombre se cifra en el amor fati; no codiciar otra cosa, ni detrás, ni delante, ni por toda la eternidad. No contentarse con sobrellevar lo inevitable, ni menos encubrirlo —todo idealismo es un tapujo embustero de lo ineludible—, sino amarlo» (Ecce Homo, «¿Por qué soy tan prudente?», afor. 10). El determinismo de Nietzsche y la fe en el destino aparecen ahora bajo la forma especial del eterno retorno de todas las cosas. La teoría es antigua, ya de los filósofos griegos; en Nietzsche significa una superación del nihilismo al abrirse con ella una nueva eternidad.
Al «Dios ha muerto», estampado en el umbral de la filosofía de Nietzsche, siguió el nihilismo del «nada es verdad, todo está permitido» (Zarat. IV, «La sombra»), puesto que no hay ya un «tú debes». El paso inmediato de Nietzsche fue el «yo quiero» del hombre señor. Pero entonces Zaratustra (primera de las tres transformaciones del espíritu) reconoce que detrás del «yo quiero» hay un «yo debo». El hombre quiere siempre lo que ya es. Nuestro yo es nuestro destino; nuestra libertad es necesidad; nuestra voluntad es la voluntad de un mundo que retorna siempre en eternos ciclos del tiempo y del ser; en una imponente suma de fuerza, que ni aumenta ni disminuye, que a sí misma se crea y a sí misma se destruye, en un eterno movimiento de retorno y avance del círculo: es Dionisos. Dentro de ese mundo está el hombre. No es distinto, ni es más, ni es menos que ese mundo, con su eterno devenir. «¡Escudo de la necesidad! ¡Soberana estrella del ser! A la que ningún deseo alcanza, ningún “no” empaña; eterno “sí” del ser. Soy yo tu eterno “sí”, pues yo te amo, ¡oh eternidad!».
¿Biologismo? A vuelta de tanta palabra fulgurante y poética, ¿sabemos ya lo que de verdad es para Nietzsche la vida erigida en principio supremo de la moral? Buena parte de las expresiones aducidas empujarían el concepto nietzscheano de vida hacia un puro naturalismo y biologismo. Para muchos es así.
Razones en pro. Se une a ello el hecho de que en innumerables pasajes Nietzsche parece proclamar un biologismo brutal concretado en el más descarnado poderío material y físico con inequívoco sentido naturalista. Tan sólo un par de ejemplos. «Guerra contra toda concepción muelle de la “nobleza”. No es de ella detenerse ante un tanto más de brutalidad, como ni tampoco el retroceder a la cercanía del crimen. Ni el aspirar a una situación cómoda de contentamiento propio. Hay que ponerse en tensión de aventura, de tentación, de ruina. ¡Nada de pía charlatanería de las almas buenas! Quiero lanzar al viento un ideal más robusto» (Wille z. Macht, afor. 951). «El bárbaro es afirmado en cada uno de nosotros. También el animal salvaje» (Wille z. Macht, afor. 127). «Estamos persuadidos de que la dureza, la violencia, la esclavitud, el peligro en la calle y en el corazón, la reserva insidiosa, el estoicismo, el arte de seducir y el genio diabólico, todo lo malo, terrible, tiránico, rapaz y astuto en el hombre es tan bueno para elevar la especie humana como su contrario» (Wille z. Macht, afor. 957).
De todos es conocido el famoso pasaje sobre la «bestia rubia» de la Genealogía de la moral (1, afor. 11), latente, según Nietzsche, en todas las razas grandes y nobles, capaz de perpetrar una serie de asesinatos, incendios, torturas e infamias, y de quedarse después con el ánimo tan tranquilo como si se tratara de una travesura de estudiante. También son conocidos los entusiasmos de Nietzsche por los tipos de esta clase que nos ha dejado la historia, como César Borgia, Catilina, Iván el Terrible, Maquiavelo, Napoleón.
Razones en contra. Con todo, es preciso decir que Nietzsche no es propiamente un partidario del naturalismo ni del biologismo moral. No son pocos los pasajes en los que se pronuncia contra la desnuda fuerza física y contra la simple vitalidad, y establece un criterio de valor, que discrimina poder y poder, physis y physis. Por ello, y a pesar de la caracterización fisiológica de la moral expresada en los anteriores pasajes, habremos de decir que la última palabra de Nietzsche no es lo biológico.
No obstante la teoría del eterno retorno con su necesidad ineluctable, no cesa de señalar metas y exigencias al hombre. Un par de ejemplos: «Se tiene a gala hablar de toda suerte de inmoralidad. Pero cargar con ella… Por ejemplo, yo no soportaría sobre mi conciencia una palabra mentida o un asesinato. Tarde o temprano la enfermedad y la ruina serían mi suerte» (Werke, XII, 224). «Solitario, sigues el camino que conduce a ti mismo, y ese camino pasa por delante de ti y de tus siete demonios. […] Tienes que querer arder en tus propias llamas; ¿cómo resurgirás a nuevo ser sin convertirte antes en ceniza? Solitario, sigues el camino del Creador, quieres hacer un Dios de tus siete demonios. […] Yo amo a aquel que quiere crear algo superior a él, y en este empeño sucumbe» (Zarat. I, «Del camino del Creador»).
«No hay calamidad más dura en los destinos humanos que el que los poderosos de la tierra no sean también los primeros entre los hombres. Así, todo es falso y monstruoso, y todo va de cabeza. Y cuando son los últimos, más animales que hombres, entonces crece el prestigio de la plebe, y a la postre grita la virtud plebeya: Heme aquí; yo sola soy la virtud» (Zarat. IV, «Conversación con los reyes»). «Yo he visto, y aún veo […] hombres que no son más que ojos enormes, o bocas enormes, o formidables panzas, o alguna otra cosa enorme; a estos tales llamo yo lisiados a la inversa» (Zarat. II, «De la salvación»).
En definitiva, Nietzsche se pronuncia contra la mera cantidad de fuerza. «La concepción mecanicista no quiere más que cantidades, pero la fuerza se halla en la cualidad» (Wille z. Macht, afor. 1077). Nietzsche reprueba el abuso del poder de los Césares romanos (Werke, XIV, 65), y llega alguna vez a poner el ideal del empleo de la fuerza en un «César con alma de Cristo» (Wille z. Macht, afor. 983). «El hombre grande es grande por el ámbito de libertad de sus deseos y por el poder aún mayor que sabe servirse de estos magníficos monstruos» (Wille z. Macht, afor. 933).
Concluiremos, pues, a la vista de estos pasajes, que no es el puro biologismo la indiscutible calificación de la filosofía de Nietzsche, ni el alfa y omega de ella el eterno retorno.
Valores. Pero ¿a qué cualidades apunta Nietzsche? ¿Qué poderes o fuerzas son aquellas que ponen a su servicio lo puramente biológico y los apetitos de los hombres grandes? Toda la cuestión estriba en aclarar esto. Voluntad de dominio, nobleza, arrogancia, salud plena, fuerza, plétora de vida, eterno devenir no son sino expresiones provisionales. Piden una definición más precisa. Flota aquí en Nietzsche el concepto de valor. Valorar, apreciar, amar, poner y crear valores, ésta es la tarea.
La tarea. De mil maneras viene a formularse esta exigencia al hombre. «Qué sea el bien y el mal, eso no lo sabe nadie más que aquel que es creador. Y éste es aquel que crea fines al hombre. Y da a la tierra su sentido y su futuro; éste es el que hace creadoramente que lo uno sea bueno y lo otro malo» (Zarat. III, «Del rostro y los enigmas»). «El hombre es el que pone valores en las cosas. Los pone para sostenerse a sí mismo. Fue él quien primero asignó, creador, un sentido a las cosas, un sentido humano. Por ello se llama hombre, es decir, el que valora» (Zarat. I, «De los mil y un fines»). «¿Eres tú una fuerza nueva y un derecho nuevo? ¿Un primer movimiento? ¿Una rueda que inicia en sí su rodar? ¿Puedes tú forzar a las estrellas a girar en torno a sí mismas? ¡Ah! ¡Hay tal prurito de alturas! ¡Hay tales convulsiones de ambición! Muéstrame que no eres un codicioso ni un ambicioso. ¡Ah! ¡Hay tantos pensamientos grandes, que no hacen más efecto que un fuelle; soplan y se quedan vacíos! ¿Te llamas a ti mismo libre? Tus ideales grandes y dominadores quiero oír yo, no tus protestas de haber sacudido yugos. ¿Eres en realidad uno de los que supieron sacudir el yugo? Algunos hay que tiraron al suelo, junto con las cadenas, su mayor valor. ¿Libre de qué? ¿Qué le importa eso a Zaratustra? Que me lo diga sin pestañear tu ojo, ¿libre para qué?» (Zarat. I, «Del camino del creador»).
Así y parecidamente suenan las continuas amonestaciones de Nietzsche.
El vacío. Lo que ocurre es que al querer fijar el contenido concreto y positivo de esos valores, nos cansamos en balde. Nietzsche no ha creado en realidad una nueva tabla de valores; todo se le va en predicar con frases brillantes y confusas sobre ellos. Después de leer el capítulo en que trata del origen de nuestra virtud (Zarat. I, «De la virtud dadivosa»; parecidamente, II, «De la salvación»), ¿sabe uno en realidad lo que en concreto le cumple hacer, descartado como ha quedado el puro naturalismo y biologismo? No hay que atribuir a Nietzsche, efectivamente, un naturalismo ni un biologismo; ha visto perfectamente su imposibilidad. Lo que se impone decir es que su filosofía se convierte en pura negatividad; en vez de superar el nihilismo, lo aumenta. Prometía invertir los valores; en realidad no ha hecho más que rechazar los existentes, sin ofrecer en compensación nada positivo o algo mejor. No basta decir que ese valor positivo es el dinamismo general, que se esconde tras las vivas descripciones nietzscheanas de la «bestia rubia», de un ideal más brutal y de la recia madera de los criminales siberianos, etcétera, tal como entiende todo esto en el fondo Nietzsche. Para que tenga lugar una realidad moral no basta simplemente poder; debe concretarse en un poder algo determinado. Este algo determinado y sus contenidos faltan en Nietzsche. No ha pasado de darnos bellos marcos vacíos de conceptos. Nietzsche pertenece a los espíritus que simplemente niegan. Fue un espíritu enfermo verdaderamente. ¿Cantó por ello con tanto énfasis la salud desbordante?
Superhombre. Pero ahí está el superhombre, se dirá. El superhombre condensa toda la intención y la voluntad de Nietzsche. «¿Se malogró el hombre? ¡Bien! ¡Enhorabuena! Vosotros, ¡hombres superiores! Ahora están de parto los montes y parirán el porvenir del hombre. Dios ha muerto. Ahora queremos que viva el superhombre. […] Llevo en el corazón al superhombre, que es para mí el primero y el único. No el hombre, no el prójimo, no el mísero, no el que sufre, no el mejor. […] Lo único por lo que yo puedo amar al hombre es porque es una transición, una decadencia» (juego de palabras: Uebergang, Untergang, Zarat. IV, «Del hombre superior», 2 y 3; cf. también el Prefacio, 4 y Zarat. I, «De la virtud dadivosa», 3, final).
El dios nuevo. Acaso el superhombre nos traiga lo que buscamos de positivo y creador en Nietzsche, la conclusión deseada. «Por algún lado […] tiene que aparecer el hombre salvador, el que devuelve a la tierra su destino, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada» (Geneal. de la moral, 2, afor. 24). Pero no viene. Si se confrontan los pasajes en los que Nietzsche habla de ello, nos quedamos al fin con lo de siempre; se proclama la tarea, se expresa la misma exigencia; se exalta, se pinta con nuevas palabras lo bueno y lo grande que ello sería. Pero de ahí no pasamos. Falta el contenido, aquel contenido que efectivamente se encumbre sobre el mero biologismo y naturalismo; porque ahí está la dificultad del problema, una vez que Nietzsche desechó la moral antigua y, por otra parte, no quiso quedarse en un ejemplar brutal de la naturaleza humana, sino que anunció un hombre nuevo que dejaría atrás todo el pasado.
Palabras vacías. ¿En qué está propiamente la excelencia de este hombre? ¿Cuáles son sus contenidos? ¿Qué sabemos del superhombre?, cuando se nos dice que el hombre corriente es tan sólo una transición hacia él, una decadencia, un puente, un anhelo hacia la otra ribera y se nos pinta al hombre ideal como un rayo que nos lame con su lengua, una locura que hay que inyectarse, un tipo de más alta prudencia, con condiciones de origen y conservación distintas de las del hombre medio, «una raza con su esfera de vida aparte, dotada de exuberante potencial para la belleza, la valentía, la cultura, la delicadeza, aun en lo espiritual; una raza afirmadora que se puede permitir el gran lujo, demasiado fuerte para serle necesario el tiránico imperativo de la virtud, bastante rica para no tener que andar con parsimonias y meticulosidades, más allá del bien y del mal, un invernadero para plantas especiales» (Wille z. Macht, afor. 898).
Son todo esto simples marcos sin imágenes en los que puede meterse lo que se quiera. Por lo demás, el mismo Nietzsche tiene el sentimiento de no haber alcanzado lo que quería. «Es verdad que algo nos atrae siempre hacia arriba, hacia la región de las nubes; colocamos sobre ellas nuestros globos pintarrajeados, a los que damos luego el nombre de dioses y superhombres. Son en verdad bastante leves para semejantes tronos todos esos hinchados dioses y superhombres. ¡Ah! ¡Qué cansado estoy de todo lo insustancial!» (Zarat. II, «De los poetas»).
El que en Nietzsche no lee más que palabras y acaso inadvertidamente llena sus marcos vacíos con contenidos propios, cristianos, eudemonistas, idealistas, naturalistas, inexistentes en Nietzsche como hemos visto, encontrará al superhombre; quien lee a Nietzsche con sentido crítico y busca en él mismo esos contenidos nuevos, se llevará un gran chasco. Que el caso personal de Nietzsche terminara en tragedia no altera la situación.
Cría de hombres. De todos modos, Nietzsche traza, en una ocasión, un plan concreto para llegar al superhombre; pero la tragedia acabó aquí en comedia. Nos referimos a su plan de criar al superhombre como resultado de un cruzamiento del noble oficial prusiano con la raza judía: «Sería por todos conceptos interesante ver si se dejaría juntar y acoplar el genio [judío] del dinero y de la paciencia, y sobre todo algo de espiritualidad, cosas que escasean copiosamente en la región aludida, al arte de mandar y obedecer, en lo que es hoy clásico dicho país». Es sin duda una ocurrencia bufa de Nietzsche; pero pronto se cortan estos brotes del «patriotismo alegre y solemne» (Más allá del bien y del mal, afor. 251). Cincuenta años más tarde Nietzsche tendrá una brillante escuela de adeptos que estará realmente persuadida de que el superhombre puede ser resultado de una experiencia de establo.
Lo alemán y lo cristiano
Nietzsche y los alemanes. Nietzsche se sublevó por igual contra lo alemán y contra lo cristiano. Y no sólo al tiempo de su obra Ecce homo, época en que la oposición a su tiempo desbordó su espíritu, sino ya antes de 1888.
Enemistad. En Humano, demasiado humano se hace la siguiente pregunta. La aristocracia espiritual, carente de toda envidia, de Goethe, la noble y solitaria resignación de Beethoven, el donaire y la gracia de Mozart, la inflexible virilidad y libertad, aún dentro de la ley, de Händel, la consolada e iluminada vida interior de Bach, ¿son éstas las cualidades alemanas? Nietzsche prefiere a ello los «libros europeos», que se alzan sobre todo gusto puramente nacional, y afirma que Montaigne, La Rochefoucauld, La Bruyère, Fontenelle, Vauvenargues, Chamfort contienen más pensamientos auténticos que todos los libros de los filósofos alemanes tomados en conjunto.
En el Ecce homo Nietzsche cae en auténticos arrebatos de furor. Subraya su ascendencia polaca por parte de padre; canoniza el ideal humano de los franceses; discute la capacidad de los alemanes para entender algo de música y tiene para sí que Wagner es más extranjero que alemán. Abomina de la filosofía alemana; Leibniz y Kant son las dos mayores trabas de la honradez intelectual de Europa; Fichte, Schelling, Schopenhauer, Hegel, Schleiermacher son inconscientes falsificadores de moneda, verdaderos Schleiermacher, es decir: «fabricantes de velos». Los historiadores alemanes son, para Nietzsche, los bufones de la política y de la Iglesia; los alemanes «tienen sobre su conciencia todos los grandes atentados contra la cultura cometidos en los últimos cuatro siglos».
Amor y odio. En realidad, Nietzsche no ha tenido ante los ojos más que al alemán de frente obtusa, el del «marasmo cultural de mediados del siglo XIX», en el que Wagner y cualquiera otro alemán verdaderamente grande tenía que ser, por necesidad, revolucionario. Apuntó asimismo contra el nacionalismo vano y huero del II Reich, en el que prevalecen de nuevo los necios, cambiados sólo los colores, flamantes con su reluciente uniforme de húsares. Este alemán del imperio no pudo pensar como europeo, ni tampoco pudo comprender a Nietzsche. De ahí la indignación de Nietzsche. Detrás de ese desprecio se esconde, sin embargo, un secreto amor al «alemán de la raza fuerte», al «alemán fenecido», al hombre del norte y al ario. Una de las cosas que Nietzsche echa en cara al cristianismo es precisamente el ser una religión antiaria por excelencia, y el haber «mejorado», «metido en el convento», «hecho penitentes», y así pervertido, a los nobles germanos, es decir, los más bellos ejemplares de la bestia rubia. El ideal de Nietzsche fue el mismo de Hölderlin: el espíritu de la Germania precristiana maridado con el espíritu de la Hélade presocrática. Tal sería el hombre ideal del futuro. Por ello, Nietzsche se entusiasmó al principio con Wagner, y quedó después desengañado cuando Wagner se tornó cristiano. ¿Qué pensador es éste que formula afirmaciones genéricas tan desmesuradas y absurdas?
Nietzsche y los cristianos. De modo enteramente paralelo discurre el furor de Nietzsche contra el cristianismo.
Enemistad. Primero son ataques particulares. Que el cristianismo inventó el concepto de Dios como contraconcepto de la vida, para aplastar los instintos de ésta, sus alegrías y su pujanza exuberante. Que inventó el más allá para desvalorizar el más acá; el alma, para denigrar al cuerpo y todo lo que al cuerpo toca; el pecado, la conciencia, la libertad, para arrebatar a los fuertes y soberbios su fuerza. La conciencia y el pecado fueron propiamente, según Nietzsche, invenciones judías, pero las tomó el cristianismo y, sobre todo, Roma, para judaizar el mundo entero. Los conceptos capitales del cristianismo, amor, compasión, humildad, abnegación, espíritu de sacrificio, son pura moral de esclavos y odio a la vida. «El Dios de la cruz es una maldición contra la vida, una flecha indicadora para huir de la vida». El concepto opuesto es Dionisos. «Dionisos contra el Crucificado», es el lema de Nietzsche.
Luego vienen las acusaciones globales, las condenaciones desmedidas y desaforadas. «Yo levanto contra la Iglesia cristiana la más terrible de todas las acusaciones. […] Es para mí la más grande de todas las corrupciones imaginables; tuvo voluntad de la mayor corrupción posible. Nada dejó la Iglesia cristiana libre de su contacto corruptor; de todo valor ha hecho un antivalor; de toda verdad, una mentira; de toda honradez, una vileza» (Anticristo, afor. 62).
Amor y odio. Pero lo mismo que detrás de la ojeriza contra lo alemán se oculta un secreto amor, también encontramos expresiones más positivas frente a lo cristiano. «Ironía contra aquellos que creen hoy superado el cristianismo por las modernas ciencias naturales. Los valores cristianos no han sido superados nunca por dichas ciencias. Cristo en la cruz es el más elevado símbolo aún hoy» (Wille z. Macht, afor. 219). Igualmente merecen la admiración de Nietzsche una porción de instituciones de la Iglesia católica: las obras buenas en lugar de la fe sola, las ceremonias del culto, el halo de dignidad y autoridad que rodea al sacerdote. Hasta el rezo del Rosario, la confesión sacramental, el celibato y los jesuitas son a veces defendidos contra las acusaciones del vulgo. Especialmente le impresiona favorablemente a Nietzsche el que en la Iglesia católica haya un auténtico mito, una indubitada fe, mientras en el protestantismo domina el espíritu de profesor, puro racionalismo y sentido exclusivamente humano. Y sobre todo le agrada la jerarquía de la Iglesia. Esto es para Nietzsche sentido de preeminencia, voluntad de dominio, un último trozo de Imperio romano.
Nietzsche truena contra Lutero, porque con su sacerdocio universal. extendido a todos los fieles, dio en tierra con la jerarquía, introdujo la igualdad democrática y con ello acabó con el hombre superior. La reforma protestante es, según él, la revolución de los campesinos del norte contra el espíritu más fino de los del sur. Lutero mismo es el campesino más locuaz y arrogante que ha habido jamás en Alemania, un pobre diablo, plebeyo y grosero, que se atrevió a un diálogo «directo y descompuesto con su Dios», por estar totalmente falto del sentido de etiqueta y del gusto de lo hierático.
Nietzsche no oculta su entusiasmo por la aristocracia de la Iglesia romana, la elegancia de los gestos, la majestad del mirar, la transparencia espiritual del rostro, como es dado observar, sobre todo, en las más altas capas del clero, especialmente si proceden de linajes nobles. Y puesto a «filosofar» sobre esto, no extrañará que el sacerdote, que en otros contextos de Nietzsche aparecía como un engendro de vileza, de impotencia, odio envidioso a la vida, fuente de calumnia envenenada, obtenga ahora el honroso título de «delicado animal de presa», y los príncipes eclesiásticos aparezcan como un puente al superhombre (cf. el trabajo de G. Kohler, «Nietzsche und der Katholizismus», op. cit. [en biblio., pág. 408]).
Interpretación de Nietzsche. Se ha querido interpretar la crítica que hace Nietzsche del catolicismo en el sentido de un secreto anhelo hacia un verdadero y auténtico cristianismo. Como odió a los alemanes de su tiempo, odió también sólo a los cristianos de su tiempo; en unos y en otros advirtió y fustigó la mediocridad e inautenticidad. Pero es muy problemático que Nietzsche haya tenido una verdadera actitud positiva y favorable respecto del cristianismo en cualquiera de sus formas, aun las más ideales. En semejantes interpretaciones se lee frecuentemente en Nietzsche mucho que en modo alguno se halla en él, y, en cambio, se rechaza mucho que con toda seguridad se halla en sus textos. En todo caso, el paralelismo de su actitud frente a lo alemán y lo cristiano no dejará de sorprender.
Podemos apuntar un tercer paralelismo en su desbordado odio a la moral antigua. Tampoco aquí la oposición parece ser definitiva, no obstante la defensa verbal del naturalismo, pues, como vimos, se inquieren más altos criterios que confieran su último sentido y valor a la voluntad de dominio. ¿No habría en el fondo más íntimo del «anticristo» una voluntad de cristianismo, lo mismo que en el fondo del «enemigo de la moral» había en realidad un moralista? Todo dependerá, naturalmente, de lo que se entienda por «ser cristiano», por el ser cristiano tal como lo entendía Nietzsche. Toda solución que no haya respondido antes a esta pregunta será prematura. Y más radicalmente habría que preguntarse si Nietzsche mismo sabía lo que quería, concretamente en lo tocante a lo alemán y a lo cristiano, y aun en lo tocante a las demás cosas, porque las contradicciones abundan en su pensamiento.
Jaspers dice, con razón, que para casi toda afirmación de Nietzsche se puede encontrar en el mismo Nietzsche la afirmación contraria. Pero esto no es por haber ejercido una filosofía de autosuperación, como Jaspers piensa, sino por la sencilla razón de que su espíritu no era dueño de sí. No queda lugar a duda de que la enfermedad se asentó en Nietzsche más honda y más tempranamente de lo que corrientemente se quiere admitir. Siempre que se quiso sacar de la filosofía de Nietzsche algo aprovechable, fueron necesarias graves operaciones y arreglos de fondo. El Nietzsche de Bertram, Klages, Baeumler, Jaspers, Heidegger, no es el histórico, sino un Nietzsche desfigurado, «mejorado». ¿Valía la pena hacerlo?
Nietzsche en el siglo XX
No puede ignorarse lo que el siglo XX ha querido hacer de Nietzsche ni los fines a cuyo servicio fue puesto. Abarcan éstos toda la gama, desde el goce estético hasta la fatalidad trágica en el abuso político de sus palabras. Ahora es cuando conocemos, como en Marx y los hegelianos de izquierda, el árbol por sus frutos, y aprendemos también, cada vez más, a no subestimar el siglo XIX. Distinguiremos en el movimiento nietzscheano del siglo XX tres direcciones; estético-musical, política y existencialista.
Interpretación estético-musical. El movimiento estético-musical nietzscheano comienza con el mismo Nietzsche, que tomó el espíritu de la música como punto de partida para explicar el origen de la tragedia griega. Lo artístico se le representó entonces a Nietzsche como una justificación del mundo. En sí mismo considerado, este mundo es amoral y como tal insoportable. Pero cuando el artista sabe presentar las cosas terribles y problemáticas, entonces habla por él un «instinto del poder y de la majestad […] no teme ya. […] El arte afirma». Ocurre esto particularmente en la tragedia griega, en la que se caracterizan las épocas y los caracteres fuertes. «Son los espíritus de los héroes, que se afirman a sí mismos en la crueldad trágica». Y dentro de la tragedia el coro, que, presa de la fascinación de lo dionisíaco en danza y arrebato, afirma jubilosamente el mundo entero con todos sus contenidos.
Esto fue la filosofía de Nietzsche, según esta interpretación: Dionisos como símbolo de la vida. Este helenismo heroico-estético de la tragedia es lo que debía constituir el ideal humano de los alemanes, tal como lo soñara ya Hölderlin (cf. supra, pág. 307). Nietzsche busca ansiosamente con la mirada al poeta de este ideal. «Este héroe futuro del saber trágico será aquel en cuya frente brille el fulgor de aquella fresca jovialidad griega, aquel destello de santidad con el que se inaugure un nuevo renacer aún esperado de la Antigüedad, el renacer alemán del mundo helénico». Por ello Nietzsche trabó amistad con Wagner. En el embeleso ardiente de su música debía purificarse el espíritu alemán y llenarse con un nuevo mito.
Aquí es donde entronca el movimiento estético nietzscheano del siglo XX, representado, principalmente, por el cenáculo de Stephan George. En la segunda poesía del ciclo Hyperion, escribe el poeta George: «Una intuición me une a vosotros, hijos de la isla, los que ideasteis una acción con elegancia, una imagen con alteza […]; los que en la carne y en el bronce configurasteis un molde a la humanidad; que en la danza y arrebato báquico engendrasteis nuestros dioses». Y según K. Hildebrandt: «La Hélade es hasta el presente la cima de toda cultura de la raza nórdica; en ninguna parte mejor que en la obra de Platón puede suscitarse en nosotros la intuición de aquello para lo que está llamado el pueblo alemán». Y naturalmente, en este camino de vuelta a los santuarios helenos, la primera estación es Nietzsche.
La principal obra filosófica con esta interpretación estético-musical de Nietzsche la escribió E. Bertram, en 1918, en su libro Nietzsche; lleva por subtítulo Versuch einer Mythologie (Ensayo de una mitología).
Interpretación política. El punto de apoyo de esta interpretación es la «voluntad de dominio». Dionisos no es ya un dios del arte, sino un dios de la guerra. «Dionisos es la fórmula más antigua de la voluntad de dominio», escribe A. Baeumler.
Cabe también aquí preguntar cómo habrá que entender esta voluntad de dominio. Podemos distinguir dos vías: una popular y otra académica.
Versión popular. La interpretación política popular de Nietzsche se hace fuerte en los pasajes que al parecer airean un ideal más robusto (cf. supra, pág. 413), que proclaman la lucha por la existencia, la actuación sin escrúpulo, la barbarie sana, la brutalidad y el maquiavelismo. El pasaje clásico es el de la bestia rubia (Geneal. de la moral, I, II; cf. supra, pág. 414), que vive en el fondo de todas las grandes razas, que de tiempo en tiempo tiene necesidad de desperezarse, y después de realizar una serie espantosa de asesinatos, incendios, atropellos de honra y torturas, se vuelve con el ánimo orgulloso y el alma tan tranquila como si se tratara de una travesura estudiantil, con la persuasión de que el poeta tendrá para mucho tiempo algo que celebrar y cantar en sus versos. Estas palabras se tomaron demasiado al pie de la letra, no como expresiones retóricas emanadas de una problemática más radical, de una lucha por nuevos valores, más vitales. Entendidos como suenan, sugieren, sí, el naturalismo y el biologismo que se quiere sacar de Nietzsche y que están más en los que le siguen que en él mismo.
Versión académica. La versión académica de esta interpretación política de Nietzsche desarrolla su tesis con mayor finura.
A. Baeumler, su principal representante, habla de un activismo heroico. El ideal es el ¢gèn (lucha) griego. Luchar, siempre luchar. No sólo las representaciones dramáticas, sino la vida entera ha de desarrollarse como un certamen heroico. Luchar y vencer e inmolarse venciendo; así morían los héroes de la tragedia griega. Lo más penetrante de la visión de Nietzsche habría sido precisamente comprender que este impulso vital hacia la lucha no puede ser sofocado, dado que constituye la íntima realidad del hombre; pues «del fondo de la naturaleza, donde tiene su asiento lo bestial y lo malo, emana también lo mejor y lo más noble del hombre. Los griegos fueron grandes porque hallaron la vía para domeñar aun los más fuertes instintos de su raza belicosa, abriéndoles el cauce de la lucha deportiva».
Es un dinamismo universal el que aquí se postula sin centrarlo en nada determinado. Aun con un revestimiento más erudito, y ciertamente más rico que la desatentada versión de Hitler, esta filosofía no hubiera constituido, en ningún momento, un obstáculo para los actos del Führer.
La interpretación académica de Nietzsche, en realidad, no se distingue de la popular más que en la forma, no en los principios. Una y otra carecen de criterios inequívocos de valoración selectiva y sublimadora por encima de la desnuda vitalidad. Ambas desconocen que el mismo Nietzsche quiso trascender el puro dinamismo. Es idea ya de antiguo superada en la historia del pensamiento; lo vimos en el círculo socrático, donde se reconoció que tal dinamismo desembocaba necesariamente en una panourg…a, que se traduce en habilidad para todo, lo mismo bueno que malo (cf. vol. I, págs. 98s).
Interpretación existencialista. Jaspers. Es clásica en esta línea la interpretación de K. Jaspers en su libro Nietzsche (1936). Jaspers rechaza la crítica usual en torno a Nietzsche, que se aplica a descubrir las innúmeras contradicciones y la continua ausencia de lógica en su filosofía; o pone de manifiesto lo equivocado de tales o cuales ideas en particular; o bien reprueba en bloque todo el estilo de vida de Nietzsche, su individualismo, su enemistad racial antialemana, su nihilismo. Es igualmente desacertada la actitud de los que, omitiendo toda crítica, se entregan incautamente a Nietzsche, sacando ahora uno, ahora otro aspecto de su filosofía, según les acomoda.
Frente a todo ello, Jaspers opina que lo mejor será preguntarse cómo se ha entendido Nietzsche a sí mismo, y a tenor de esta autointerpretación, entenderle también nosotros. Ahora bien, sigue Jaspers, la autointerpretación de Nietzsche descansa precisamente en la contradicción, en la plurivalencia, en la máscara y en la versatilidad. La filosofía de Nietzsche es la filosofía de la autosuperación, de la inquietud sin horizonte, de la absoluta negatividad. No quiso ser un sistemático. No tuvo patria.
En su apoyo Jaspers aduce estas textuales palabras de Nietzsche: «Haber recorrido todo el circuito del alma moderna, haberme sentado en cada uno de sus rincones, es mi orgullo, mi tortura y mi felicidad». Ya a los 12 años había fantaseado: «Nadie se atreverá a preguntarme dónde está mi patria», y de mayor dice acordemente: «Hemos roto tras de nosotros todos los puentes, hemos roto la tierra misma a nuestra espalda».
Esta filosofía de la absoluta negatividad y de la incesante autonegación y superación es como una pasión por la nada. En el fondo es un filosofar basado en la ausencia de Dios. Todo se ha hundido para Nietzsche: moral, razón, humanidad, cultura, verdad, filosofía, cristianismo, Dios. Pero esta ausencia y esta negación de Dios no equivalen a la teoría de un ateo corriente. De serlo, la postura de Nietzsche se hubiera convertido al punto en no-filosofía. Efectivamente, Nietzsche tiene que estar siempre superándose y negándose. No puede, por tanto, petrificarse en su pensamiento, ni siquiera en su ateísmo. Entonces, ¿qué? Sencillamente, Nietzsche tiene que «existir», estar siempre anticipándose, fracasar en el límite, acometer de nuevo, de nuevo fracasar y, sin embargo, pujar y buscar en una ilimitada inquietud. En ese existir así tendríamos la verdadera filosofía de Nietzsche. Pensamiento y vida se han hecho en él una misma cosa. Jaspers ha hecho de Nietzsche un filósofo de la existencia.
Heidegger. Igual que Jaspers, también Heidegger atrae a Nietzsche a su órbita filosófica. Jaspers sobre el concepto de fracaso y superación. Heidegger sobre el de nihilismo. Es fácil refutar a Jaspers. «En todo caso sería improcedente apoyarse en las formulaciones axiológicas de Nietzsche para deducir de ahí que su filosofía es existencialista. Jamás lo fue» (Holzwege, Frankfurt, Klostermann, 1950, pág. 230). Para Heidegger, Nietzsche es un metafísico. El comienzo, sí, es antimetafísico. El «Dios ha muerto» equivale a un veredicto contra el mundo suprasensible, al que se declara sin vigor, sin vida. La metafísica, es decir, el platonismo, eso es para Nietzsche la filosofía occidental, toca a su fin. Nietzsche mira su propia filosofía como una reacción contra la metafísica, es decir, contra el platonismo. De ahí su constante anuncio profético del nihilismo. Nihilismo para la metafísica, para la cultura occidental, y, en particular, para el cristianismo. Nietzsche penetró el lado débil de todo este universo espiritual de Occidente. Ahí está su grandeza. Pero al tratar de rehacer su mundo nuevo cae, contra su deseo, en el mismo pensamiento metafísico combatido. El frenético Nietzsche proclama la muerte de Dios, pero de hecho busca otro Dios, otra vez a Dios, exactamente como lo buscó la metafísica de siempre. Y en esto estará precisamente el nihilismo. En vez de asentar el ser, lo desfigurará la vieja metafísica, olvido del ser. Ése sería el golpe mortal dado al cadáver de Dios, lo mismo que el postulado del valor de Nietzsche en la voluntad de dominio. Por ello Heidegger opina: «Nietzsche no ha entendido nunca la esencia del nihilismo (que él proclamó), igual en esto a la metafísica de siempre anterior a él». Será el ser de Heidegger el que nos traiga la liberación de los descaminados conceptos metafísicos derivados simplemente (erróneamente) del «ente». Ya podrá el ser, por fin, recogerse en sí mismo y alcanzar la plenitud que no logró Nietzsche, aunque la anunció. Nosotros nos preguntamos: ¿ha tenido Heidegger más éxito en acreditar su ser que Nietzsche sus nuevas tablas de valores? ¿No queda su ser también en el aire, a pesar de todas sus explicaciones? ¿Ha atinado en interpretar lo que fue y lo que pretendió la metafísica? La crítica de esta crítica de la metafísica (Nietzsche, Heidegger) está hoy, como es notorio, aún abierta y, ciertamente, no es la del uno ni la del otro la última palabra.
Para terminar, nos preguntaríamos con Löwith: «¿Es Nietzsche un gran pensador o un poeta?». Y responde: «Medido con Aristóteles y Hegel es un dilettante aficionado. […] Medidas con Sófocles y Hölderlin, sus poesías e imágenes son, con pocas excepciones, valiosas, el ropaje postizo de vivencias intelectuales. Nietzsche es, de fachada y a lo ancho, un escritor filosófico, como Kierkegaard es un escritor religioso, aunque sin su disciplina e iniciación filosófica. En lo profundo y en su trasfondo, Nietzsche es, no obstante, un verdadero amante de la sabiduría, que va tras lo permanente o lo eterno, deseoso, por ello, de superar su tiempo y la temporalidad en general». Voluntad clara; realización corta. Un juicio desapasionado lo reconocerá así.
EL FENOMENALISMO Y SUS FORMAS
Hablamos, tratando de Kant, de una falsa idea de la metafísica. Kant temía infundadamente que la metafísica trascendiera su campo propio al despegarse del mundo de la experiencia. De Kant ha pasado como un dogma intangible al siglo XIX la persuasión de que no hay nada más allá del fenómeno para el conocimiento humano, que este mundo contiene lo verdaderamente real y, en cambio, la metafísica y la religión son puras ficciones. Muchos cifran en ello toda la filosofía de este siglo.
Aun siendo esto también una exageración, no hay que negar que el fenomenalismo es una de las notas características del siglo XIX. Nietzsche previene contra los «transmundos» de la metafísica y la religión y da su voz de alerta: «¡Hermanos, permaneced fieles a la tierra!». Las tendencias materialistas van por el mismo cauce.
Histórica y genéticamente son tres las raíces de esta posición fenomenalista: el escepticismo y materialismo de los franceses, el empirismo de los ingleses y el fenomenalismo de Kant. Es verdad, ciertamente, que en este último hay muchas más cosas, pero el siglo XIX, salvo escasísimas excepciones, no vio en Kant más que al autor de la Crítica de la razón pura, y a través de ella se le consideró exclusivamente como el demoledor de la metafísica, que contrajo el conocer humano a los límites del puro mundo fenoménico.
El fenomenalismo del siglo XIX reviste múltiples y variadas formas, de las que distinguiremos en particular el positivismo francés, el empirismo inglés, el positivismo y el criticismo alemán y el pragmatismo de alemanes, ingleses y norteamericanos.
A. POSITIVISMO FRANCÉS
Comte
El positivismo alcanza su madurez como sistema en Auguste Comte (1798-1857), y ello precisamente en la célebre ley de los tres estados por que atraviesa la historia del espíritu humano.
La primera fase es la mitológico-teológica, en la que el hombre hace depender los fenómenos naturales de la voluntad de poderes personales superiores. Estos poderes, en un estadio más primitivo, se atribuyen a las cosas, que se imaginan animadas (fetichismo), después a una serie de supuestos dioses que dominan regiones amplias del ser (politeísmo), y aún más tarde a la fe en un Dios único que rige todo el mundo (monoteísmo).
La segunda fase consiste en un periodo metafísico, en el que, de una forma algo más crítica, se sustituye el antropomorfismo del primer tiempo por entidades abstractas denominadas fuerzas, esencias, naturalezas intrínsecas, formas o almas, en todo lo cual no hay todavía más que ficciones, aunque las traducciones antropomórficas de la naturaleza no sean ahí tan primitivas como en la primera etapa.
En la tercera fase, el «periodo positivo», el hombre conoce finalmente cuál es la misión y la esencia del saber humano. Ahora este saber se limita a lo «positivamente dado», es decir, lo que es aprehensible en la experiencia sensible externa e interna, y realmente se nos da de un modo «inmediato». Esto es ya realidad y no ficción.
Misión de la ciencia. La misión de la ciencia sobre una base positivista es doble. Por un lado, descubrir lo siempre igual y constante en los fenómenos (formación científica de los conceptos); por otro, fijar su consecución regular y constante (formulación científica de las leyes de los fenómenos). Con su ley de los tres estados Comte imprimió un notable impulso a la filosofía de la historia y a la sociología del siglo XIX, en esto, parecidamente a Hegel.
El concepto de lo «dado» quiso presentarse como una consciente crítica del conocimiento. De hecho, ese «dado», lo mismo en Comte que en los demás positivistas, fue entendido en una forma muy poco crítica, pues incluía elementos «no-dados». Todo positivismo adolece en realidad de este vicio de forma; mil veces se le ha hecho el reproche de ir ya con presuposiciones a su observación científica y de introducir toda una tesis metafísica de fondo, que no es otra cosa que la presuposición inicial de que el ser se agota en el fenómeno. Por lo demás, es bien claro que la ley de los tres estados no es precisamente una comprobación histórica, sino una anticipación teórica; la gran metafísica medieval no eliminó, sino que apuntaló la teología, y la ciencia moderna ha convivido cómodamente con la filosofía y la religión.
Religión. Lo interesante es que Comte, a pesar de su positivismo, necesita todavía de la religión. Sirve ésta, es verdad, más bien a intereses estéticos y debe ser, ella misma «positiva»; pero ahí está de todas formas y con una lucida representación: 9 sacramentos, 84 días festivos, jerarquía y extenso ceremonial. Su dios es el grand être, la humanidad.
Guyau
El otro personaje representativo del positivismo francés decimonónico es Jean-Marie Guyau (1854-1888), apellidado el Nietzsche francés. En su crítica del conocimiento quiere también él, como Nietzsche, pulverizar todos los «atavismos» del pensamiento metafísico, para no quedarse sino con lo efectivamente «dado».
Su positivismo se aplica especialmente al campo ético. La moralidad habrá de entenderse, según él, sin los conceptos de deber y de una sanción divina. Sólo tiene que tener en cuenta los hechos positivos de la existencia social del hombre. El hombre se encuentra en la comunidad puramente «de hecho». Su único lema ético es desenvolver su vida en ella y con ella. El egoísmo es inmoral, porque es contra la naturaleza. Se da un despliegue aún mayor de la vida cuando el hombre vive en una compenetración vivencial con la totalidad del cosmos. Es ése el fin de la evolución. Y con ello también queda eliminada la religión, lo mismo que la metafísica y la ética metafísica.
La vida, que constituye lo más íntimo de todo en la naturaleza y en el mundo, y que ha venido a ocupar el lugar de Dios, se instala así en el centro del sistema. Con su concepto de la vida Guyau se convierte en un precursor del moderno vitalismo y de la filosofía de Bergson. Pero ya estos breves apuntes bastan para darnos a entender que Guyau ha traspasado la base fundamental, por él mismo asentada expresamente, de ceñirse a lo inmediata y positivamente dado. Se repite una y otra vez en los positivistas, que no parecen resignarse a lo que en principio eligieron para sí.
Obras y bibliografía
[A. COMTE]: Oeuvres, París, Anthropos, 1968-1971; Écrits de jeunesse 1816-1828, ed. por P. de Berrêdo Carneiro y P. Arnaud, París-La Haya, Mouton, 1970; Correspondence générale et confessions, 5 vols., ed. por P. de Berrêdo Carneiro y P. Arnaud, París, Vrin, 1973-1982. Obras en cast.: Catecismo positivo o exposición resumida de la religión universal, introd., trad. y notas de A. Bilbao, Madrid, Editora Nacional, 1982; Curso de filosofía positiva: lecciones 1 y 2, trad., pról. y notas J. M. Revuelta, Buenos Aires, Aguilar, 1980 (trad. de J. M. Revuelta y C. Berges, Barcelona, Orbis, 21985); Discurso sobre el espíritu positivo: orden y progreso, trad. de J. Marías, Madrid, Alianza, 2000. [J. M. GUYAU]: La irreligión del porvenir: estudios sociológicos, trad. de A. M. de Carvajal, Madrid, Daniel Jorro, 1911; Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, trad. de L. Rodríguez y Casares, Madrid, Júcar, 1978.
P. ARCHAMBAULT, Guyau, París, Bloud, 1911; P. ARNAUD, Sociología de Comte, trad. de F. Fernández Buey, Barcelona, Península, 1986; R. ARON, Las etapas del pensamiento sociológico, trad. de C. García Trevijano, Madrid, Tecnos, 2000; J. ECHADO BASALDÚA, Augusto Comte: 1798-1857, Madrid, Ediciones del Orto, 1995; A. KREMER-MARIETTI, Auguste Comte et la théorie sociale du positivisme, París, Seghers, 1970; id., L’anthropologie positiviste d’August Comte, París, Champion, 1980; J. LACROIX, La sociologie d’August Comte, París, PUF, 31967; L. LÉVY-BRUHL, La philosophie d’Auguste Comte, París, Alcan, 31913; H. DE LUBAC, El drama del humanismo ateo, Madrid, Encuentro, 21990; D. NEGRO PAVÓN, Comte: positivismo y revolución, Madrid, Cincel, 1985; J. H. PFEIL, J.-M. Guyau und die Philosophie des Lebens, Augsburgo-Colonia-Viena, Filser, 1928; J. RIBA MIRALLES, Jean-Marie Guyau: 1854-1888, Madrid, Ediciones del Orto, 2000; K. THOMSON, Augusto Comte: los fundamentos de la sociología, trad. de C. Valdés, México, FCE, 1988.
B. EMPIRISMO INGLÉS
En la misma dirección que el positivismo francés opera el empirismo inglés, sólo que en éste lo psicológico ocupa el primer plano de atención, tanto en el campo de investigación como en el método. Los hombres que llevan la dirección son J. Stuart Mill y H. Spencer. Ambos han ejercido un poderoso influjo en el pensamiento posterior. Ahora todo el mundo siente comprometido su prestigio si no se apresura a declarar que lleva como base de trabajo la experiencia.
Stuart Mill
John Stuart Mill (1806-1873) quiere ver lo positivamente dado tan sólo en las percepciones momentáneas. No se dan, según él, ni esencias objetivas, ni valideces intemporales, ni contenidos o actividades aprióricas del entendimiento. Lo que elabora la ciencia es exclusivamente el material de la experiencia, y su método es necesariamente la inducción. Stuart Mill interpreta la experiencia a la luz de la teoría asociacionista entendida desde una perspectiva psicológica.
Lógica inductiva. Lo que particularmente le interesa en ese terreno es la lógica. El cometido de ésta es una elaboración ulterior de nuestras intuiciones sensibles. Porque no todo en nuestro conocimiento es percepción inmediata. Estas percepciones intuitivas son ciertas y contra ellas no hay apelación posible, pero no siempre tenemos a nuestra disposición tales intuiciones inmediatas. Buena parte, más aún, la mayor parte de nuestro saber la obtenemos mediante deducciones (inferences). Efectivamente, después de una serie de observaciones particulares queremos siempre establecer conceptos y leyes generales. Pero ley implica siempre una conexión y dependencia entre un A y un B, C, etcétera. ¿Cómo se realizan nuestras uniones de ideas? Hume fijó ya ciertas leyes de asociación, pero no las tuvo por objetivas, y consecuencia de ello fue quedarse en el escepticismo.
Stuart Mill quiere ahora mostrar los pasos legítimos y seguros en nuestras deducciones. Esto le ha merecido el título de padre de la lógica inductiva. Para él, ésta es tanto como teoría de la ciencia. El subtítulo de su obra A system of logic, rationative and inductive, Londres, 1843 (trad. cast.: Sistema de lógica inductiva y deductiva, Madrid, Daniel Jorro, 1917), expresa claramente la intención de Stuart Mill de tocar los fundamentos de la demostración y de la investigación científicas. Ciertamente, para la técnica de la investigación en las ciencias naturales, en la psicología, la sociología, la ética y la política, Stuart Mill establece excelentes reglas, especialmente con el montaje metódico del experimento; todo lo cual ha contribuido en buena medida a modernizar la lógica y a procurarle nueva estima.
Las principales reglas son las siguientes: 1.ª Método de concordancia: si dos o más casos, en los que tiene lugar un fenómeno, tienen una única circunstancia común, ésta es causa o efecto de aquel fenómeno. 2.ª Método de diferencia: si dos casos contienen un fenómeno W siempre que se da la circunstancia A, y no lo contienen si A falta, W depende de A. 3.ª Método combinado de concordancia y diferencia: si varios casos en que está presente A contienen un fenómeno W, y otros casos, en que no está presente A, no contiene W, A es condición de W. 4.ª Método de los residuos: si W depende de A = A1 A2 A3, mediante la comprobación de las dependencias de A1 y A2 queda también averiguado en qué grado depende W de A3. 5.ª Método de las variaciones concomitantes: si un fenómeno W cambia siempre que cambia otro fenómeno U, de modo que todo aumento o disminución de U va acompañado de un aumento o disminución de W, W depende de U.
La base fundamental de estas reglas es el paso de datos particulares a proposiciones generales. En eso consiste lo sustancial de la inducción. Pero esto es sólo posible bajo la suposición de una constancia y una fijeza en el curso de la naturaleza. Este principio, sin embargo, no está probado ni es demostrable por mera inducción. Por este lado el nuevo método se queda en la fundamental posición de Hume de que toda experiencia es una costumbre. Consiguientemente, Stuart Mill ha superado a Hume en cuanto a la táctica, no en cuanto a los principios. El psicologismo de Hume no es suprimido, sino simplemente continuado en línea recta por el empirismo de Stuart Mill. La nueva técnica no debe engañarnos sobre este punto.
Ética utilitarista. Algo parecido encontramos en el terreno de la ética. También aquí Stuart Mill se mueve por las vías del eudemonismo y el utilitarismo inglés abiertas por Hume. En el orden práctico hay que reconocer a los utilitaristas valiosas iniciativas, sobre todo en lo concerniente a los problemas sociales extremadamente actuales y vivos en la Inglaterra del siglo XIX. El leitmotiv es siempre la idea de felicidad. Aumento del placer, disminución del dolor, fue la consigna favorita.
No será difícil su aplicación si tomamos a ojo esa medida, sobre poco más o menos. Pero ¿qué ocurrirá si un buen día un tirano reparte sobrada ración de arroz a una multitud largo tiempo hambrienta, la hace con ella «más feliz» y promete abastecerla en adelante de arroz a condición de entregársele a él todos como esclavos? ¿No se planteará algún día necesariamente la pregunta de si el comer arroz constituye la felicidad total del hombre? ¿Qué es propiamente la felicidad? Esta cuestión de principio ha hallado en Stuart Mill una respuesta tan poco satisfactoria como la otra pregunta: ¿qué es la experiencia? Traducir experiencia por costumbre y felicidad por placer no es sino dar una respuesta en extremo provisional.
Spencer
Herbert Spencer (1820-1903) es el segundo representante destacado del empirismo inglés decimonónico. Es también uno de los abanderados de las dos grandes consignas del siglo: la evolución y el progreso.
Evolución. La evolución no es para Spencer un resultado de leyes o ideas como en Hegel, sino que constituye, ella misma, la esencia de toda la naturaleza, la cual, como una fuerza primitiva, produce todo de sí, cuanto se da en el reino inorgánico, en el orgánico y en el espiritual. Creeríamos escuchar a un metafísico y no a un positivista declarado. Spencer no necesita de factores especiales, v. g., la selección natural, como Darwin y otros los admitieron en el mundo orgánico. Bastan el mundo material y el sucesivo cambio para impulsar el progresivo devenir de formas, siempre nuevas, en las que lo indeterminado se va gradualmente determinando; admite, sin embargo, la herencia de cualidades adquiridas. La evolución es un principio cósmico, pero afecta de una manera especial al hombre. En primer lugar, porque también la evolución da una explicación de todo lo humano. Las verdades y los valores del hombre, las verdades que se denominan aprióricas, no son más que experiencias genéricas heredadas, que se van mejorando progresivamente. Con ello tenemos lo segundo, a saber, que la evolución debe ser una llamada al hombre para un progreso ulterior. Lo mismo que nuestro actual conocer y valorar se ha desarrollado a partir de un conocer y un valorar que en el fondo observamos ya en el animal, por ejemplo, en la mirada fiel del perro a su amo, así debemos nosotros a nuestra vez avanzar hacia verdades y valores nuevos y superiores.
Con esto Spencer se pone en la misma línea de Darwin y Haeckel. Constituyen conjuntamente el ya popular triunvirato del ideal de la evolución y del progreso en el siglo XIX.
Progreso. Pero, nos preguntamos nosotros, aun admitiendo que los factores hechos famosos por Spencer basten para explicar el avance en el desarrollo de nuevas formas, ¿de dónde le viene el derecho de explicar este progreso, no como un mero avance, sino específicamente como una continua superación y encumbramiento, de modo que las formas nuevas sean necesariamente mejores? ¿Sabe Spencer hacia dónde va lanzado todo este proceso ascendente? A nosotros nos ocurre pensar que un Agustín, un Cusano, un Leibniz, a base de su concepción eidético-teleológica del ser, tuvieron pleno derecho para suscribir una teoría optimista de la evolución. Para un empirista, en cambio, la teleología no pasa de ser, a tenor de la Crítica del juicio de Kant, un «como si», no llega a ser una realidad. Le faltan las medidas obligantes del valor, ya que no admite más que lo fáctico, y, por consiguiente, mirada la cosa más a fondo, tiene que resultar sumamente problemática esta evolución en mejor. Es verdad que a nuestra mirada superficial sobre lo que nos rodea aparece hartas veces como evidente esta evolución hacia arriba. ¿Quién no designará como un efectivo progreso in melius el vapor, el ferrocarril, el automóvil, el avión, el teléfono, el telescopio, etcétera?
Tal fue la reacción instintiva del hombre moderno desde que Bacon lanzó la consigna de montar la ciencia como instrumento para el dominio de la naturaleza y para hacerla servir a la suerte del hombre y aliviarla, y desde que, con un optimismo desbordado, el Renacimiento se puso a buscar en el hombre y en su ilimitada metamorfosis la universalidad de todas los valores. R. Turgot en su Discours sur l’histoire (1750) y A. Condorcet en su Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain (1794), convirtieron esto en teoría central de la filosofía de la historia: la historia es cultura y civilización; su sentido es perfeccionar la existencia del hombre. Ésta fue también la persuasión de Marx, de Engels y de todos los socialistas, y, desde luego, de los utilitaristas ingleses. Así se llegó a una convicción general arraigada en el hombre moderno sobre su propia definición y su historia. «Esta idea de la civilización —escriben C. A. y M. R. Beard en The American Spirit (1942)— encierra un concepto de la historia como lucha del ser humano en el mundo por el perfeccionamiento individual y social, por lo bueno, lo verdadero y lo bello contra la ignorancia, el mal y las asperezas de la naturaleza física, contra las fuerzas de la barbarie en los individuos y en la sociedad». Es sintomático, a este respecto, el hecho de que en el proceso de tecnificación de la Unión Soviética se repetía a cada momento la palabra «progreso». Es una asociación de ideas que tiene toda la sugestividad de un iudicium per se notum adherido a lo más medular de la autoconsciencia del hombre moderno. Y así es comprensible que Spencer, todavía bajo la impresión de los «destellos» de la Ilustración y de los adelantos científicos y técnicos de su siglo, pudiera creer en el progreso al unísono con todo su tiempo.
Pero desde aquellas fechas la ciencia y la técnica han descubierto nuevos aspectos. El desarrollo de los acontecimientos políticos y sociales del tiempo más cercano a nosotros, la «masificación» del hombre, las amenazadoras concentraciones de poder de diversa índole, el pavoroso potencial de destrucción de la guerra, fenómenos todos concomitantes de los adelantos de la ciencia y la civilización modernas, dibujan un tétrico horizonte de inseguridad, abierto por el hombre, en el que éste peligra junto con la Tierra misma. Esto nos hace palpar ahora lo precipitado que fue creer que el curso de la historia, que el mismo hombre hace, puede caracterizarse, sin más, como progreso.
Obras y bibliografía
[J. STUART MILL]: Collected works, 33 vols., ed. por J. M. Robson y otros, Toronto-Londres, Routledge, 1963-1991. Obras en cast.: De la libertad, Madrid, Tecnos, 1965; Sistema de lógica inductiva y deductiva, trad. de E. Ovejero y Maury, Madrid, Daniel Jorro, 1917; Sistema de la lógica demostrativa e inductiva: o sea, Exposición comparada de los principios de evidencia y los métodos de investigación científica, vol. I, trad. de P. Codina, Madrid, M. Rivadeneyra, 1953; Autobiografía, trad. de J. Uña, Madrid, Calpe, 1921; De la libertad; Del gobierno representativo; La esclavitud femenina, Madrid, Tecnos, 1965; Sobre la libertad, trad. de P. de Azcárate, Madrid, Alianza, 1970 (prólogo de I. Berlin); John Stuart Mill: autobiografía, prólogo y notas de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1986; El utilitarismo; Un sistema de la lógica (Libro VI, capítulo XII), introd., trad. y notas de E. Guisán, Madrid, Alianza, 2002; [con HARRIET TAYLOR MILL], Ensayos sobre la igualdad sexual, trad. de P. Casanellas, Madrid, A. Machado Libros, 2000. [H. SPENCER]: The works of Herbert Spencer: A system of synthetic philosophy, 10 vols., Osnabrück, Zeller, 1966 (reimpr. ed. 1893), vol. I: First principles; Los primeros principios, trad. de J. A. Yrueste, Madrid, Ricardo Fe, 31905; Los primeros principios, trad. de E. López, ed. y estudio preliminar, «La ideología del darwinismo social y la filosofía social de Spencer» de J. L. Monereo Pérez, Granada, Comares, 2009; Ensayos sobre pedagogía, Madrid, Akal, 1983; El individuo contra el Estado, Barcelona, Folio, 2002.
R. P. ANSCHUTZ, The Philosophy of J. St. Mill, Oxford, Clarendon Press, 1953; M. BLACK, A. GARCÍA SUÁREZ y J. L. MACKIE, Inducción y probabilidad («Historia y justificación de la inducción», por A. García Suárez; «Los métodos de inducción de Mill», por J. L. Mackie), Madrid, Cátedra, 1979; O. GAUPP, Spencer, trad. de J. González, Madrid, Revista de Occidente, 1930; P. HÄBERLIN, H. Spencers Grundlagen der Philosophie, 1908; N. MCMINN y otros (ed.), Bibliography of the published writings of John Stuart Mill, Bristol, Thoemmes, 1990; M. FRANCIS, Herbert Spencer and the Invention of Modern Life, Stocksfield, Acumen, 2007; E. MAY, «Schöpfung und Entwicklung», en Zeitschrift für philosophische Forschung 2, 1947, págs. 209-230; C. MELLIZO, La vida privada de John Stuart Mill, Madrid, Alianza, 1995; J. OFFER, Herbert Spencer: critical assesments, Nueva York, Routledge, 2000; M. W. TAYLOR, The philosophy of Herbert Spencer, Londres, Continuum, 2007; L. VON WIESE, Die Grundlegung der Gesellschaftslehre. Eine kritische Auseinandersetzung mit H. Spencers System der synthetischen Philosophie, Jena, s. n., 1906.
C. POSITIVISMO Y NEOKANTISMO ALEMANES
Positivistas
Los positivistas alemanes del siglo XIX van muy del lado de los ingleses. Las ideas fundamentales son las mismas: oposición a la metafísica, limitación al dato sensible, por consiguiente, temporalización del ser y del hombre, fe en la evolución y en el progreso, sustitución de la religión por la ciencia, el arte y la sociología. Nota nueva, característica de este grupo, es una fuerte dosis de crítica del conocimiento. Avenarius llama su sistema empiriocriticismo y Mach protesta que no quiere dar más que una metodología científica y una psicología del conocimiento.
Entre los positivistas más significativos hay que mencionar a E. Laas (1837-1885), W. Schuppe (1836-1913), R. Avenarius (1843-1896) y E. Mach (1838-1916).
Neokantianos
El positivismo se interfiere en Alemania en numerosos aspectos con el neokantismo. Surgió éste al tiempo que hacia 1870 F. A. Lange, K. Fischer, O. Liebmann y otros lanzaron la consigna: ¡Vuelta a Kant!
El nuevo movimiento estaba en parte preparado, como reacción, por la situación filosófica del tiempo, concretamente por los doctrinarios del materialismo popular, desde Büchner hasta Haeckel. Estos hombres fomentaban una fantástica metafísica multitudinaria; pretendían haber penetrado en las mismas entrañas de la naturaleza y haber resuelto los enigmas del universo en un abrir y cerrar de ojos.
Contra tan insensata actitud se levantó de nuevo la crítica kantiana llevando a las mentes la conciencia de las limitaciones naturales del conocer humano. Esta labor crítica, aplicada al conocimiento, es la primera y dominante característica del neokantismo; en ello va más lejos aún que el positivismo, y por esta razón el neokantismo se ha denominado muchas veces simplemente criticismo. Dentro de ese espíritu hay que situar la discusión crítica de F. A. Lange contra el materialismo y el saldo de cuentas de F. Paulsen con los enigmas de Haeckel y su método anticientífico.
Enlaza con esta primera una segunda característica del neokantismo, que es un marcado interés por lo formal, fiel en esto a la tradición kantiana. En ello radica una notable diferencia con el positivismo y el empirismo en general, a los que interesa más la materia del saber que su forma. Merced a esta mayor atención al lado formal del espíritu humano, los neokantianos se distancian mucho más del materialismo que los positivistas y los empiristas, y aun se designan con gusto a sí mismos como idealistas.
Por aquí entendemos una tercera nota característica: la especial valoración de los ideales y valores del hombre. Por ellos lucha señaladamente F. A. Lange, frente a la disolución de todo lo humano en lo puramente natural llevada a cabo por el materialismo.
Las dos escuelas más conocidas del neokantismo son la de Marburgo y la de Heidelberg.
Marburgo. La escuela de Marburgo, con Hermann Cohen (1842-1918), Paul Natorp (1854-1924), Arthur Liebert (1878-1946), Ernst Cassirer (1874-1915), Nicolai Hartmann (1882-1950) y otros, parte del ideal de ciencia matemática y física de Kant, elimina la cosa en sí, no admite ningún material lógicamente amorfo, hace al logos creador del objeto y se interesa sobre todo por ese mismo espíritu creador, sus formas, sus conceptos, sus funciones y sus métodos. Se rechaza la metafísica. Parece como si toda la filosofía no pudiera ser más que teoría del conocimiento. Sólo se presta aún atención a la estética y la ética, en las cuales, sin embargo, se pone también todo el acento en el formalismo y el criticismo, de modo que la forma y la validez desplazan el contenido específico.
En su Kants Begründung der Ethik (Fundamentos de la ética de Kant, 1877), Cohen hace resaltar, más aún de lo que lo hace el propio Kant, el método trascendental aplicado a la ética. En cambio, lo que es muy significativo, los postulados caen por tierra como inconsecuentes, y con ellos «todo el enlace anticrítico de ética y filosofía de la religión», como, asintiendo a ello, apunta K. Vorländer. En su propio sistema ético, Ethik der reinen Willen (Ética de la voluntad pura, 1902), avanzando aún más por el camino abierto, Cohen convierte la ética en una «lógica de las ciencias del espíritu», que quiere entender al mismo tiempo como «una ciencia de principios para la filosofía del derecho y del Estado».
Los contenidos materiales quedan igualmente volatilizados en la filosofía de la religión. Lo mismo que en Kant, ésta es reducida a la moral. La obra clásica de Natorp lleva por título Religion innerhalb der Grenzen der Humanität (La religión dentro de los límites de la humanidad, 1894). Cohen, más tarde, trata de encontrar algo específico en la religión para la relación yo-tú. Recogieron esta idea M. Buber y Th. Steinbüchel, entre otros. Los problemas sociales gozaron también en Marburgo de una especial atención. Influido por su maestro F. A. Lange (cf. infra, pág. 438), Cohen trasforma el materialismo de Marx en un humanismo social. Este, aún llamado, socialismo reformado, al que pertenecen F. Staudinger y K. Vorländer, no dejó de tener repercusiones en el revisionismo marxista (cf. supra, pág. 381).
Heidelberg. La escuela de Baden, con sus principales representantes, Wilhelm Windelband (1848-1915) y Heinrich Rickert (1863-1936), se concentra más en las ciencias del espíritu, a las que distingue, como investigación dirigida a lo particular (idiográficas), de las ciencias de la naturaleza, que atienden a lo universal (generalizadoras). Esto llevó a un especial desarrollo de la problemática del valor, pues lo que en definitiva pone en marcha la investigación histórica del espíritu son puntos de vista axiológicos. A la ciencia histórica no le interesa una simple acumulación de datos y hechos, piensa Rickert, sino los momentos de valor que afloran en los hechos. Las ciencias históricas, en general, y en particular la sociología de M. Weber, se han aprovechado de esta teoría. Como la idea de valor, todos los otros motivos de la metafísica clásica se mantienen vivos en el neokantismo, al igual que en Kant. Pero el trascendentalismo (formalismo) se lleva tan al extremo que pierden relieve los aspectos materiales, el contenido.
Hundimiento del neokantismo. Los filósofos neokantianos fueron siempre sutiles, agudos, verdaderos acróbatas del espíritu. Pero este pensamiento fue con harta frecuencia un formalismo vacío. Los temas abstractos y formales de la objetividad, la unidad, la validez, la ciencia, el valor, contienen ciertamente problemas filosóficos de altura. Pero junto a ellos habían de aparecer también, suficientemente visibles, los objetos mismos, lo valioso, lo consciente, los valores, el concreto lazo unificador en cada orden peculiar de la realidad. De ello hay bien poco en el neokantismo. Obsérvese el contraste que representa, frente a ello, la ética material del valor (Scheler), y se reconocerá que una ética como la de Cohen, atenta sólo a la regularidad y unidad trascendental lógica, es una ética exangüe. Lo mismo diríamos de otros campos.
Bruno Bauch (1877-1942), en quien se cruzan las tradiciones de las dos escuelas, subraya su intención de superar el formalismo abstracto y de tomar en consideración el contenido de los objetos, lo mismo que el de las intuiciones. Pero la verdad es que se revela como representante típico de un panlogismo formal. Sus obras éticas contienen abundantes finuras morales, pero quien trate de vivir con arreglo a esta ética no sabrá lo que en concreto tiene que hacer. Su libro sobre la verdad, el valor y la realidad contiene una rica serie de sesudos pensamientos, pero no brinda experiencia alguna sobre la realidad.
Al formalismo de la escuela se juntó en los neokantianos una notable estrechez de visión. Había que interpretar a Platón, a Descartes y a Leibniz de manera neokantiana y sólo neokantiana. Quien no pensara como ellos quedaba descalificado, o no se le consideraba como filósofo. Se consideraban críticos y eran dogmáticos, como P. Linke atinadamente ha dicho.
No es de maravillar que nuestro siglo, que, al igual que en otros terrenos, también en este de la filosofía quiere ir más a las realidades, se haya desprendido rápidamente de un pensamiento que resulta demasiado abstracto. Mientras, al alborear el siglo, la mayoría de las cátedras de filosofía en Alemania eran regentadas aún por neokantianos, el autor de un artículo dedicado a los 70 años de Rickert (1933) hubo de hacer constar que por estas fechas era él, Rickert, casi el único representante de la teoría del conocimiento de orientación filosófica trascendental.
Obras y bibliografía
[H. COHEN], Werke, 16 vols., ed. por Hermann-Cohen-Archiv Zürich (H. Holzhey), Hildesheim, Olms, 1977s. [E. MACH]: Conocimiento y error, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1948; Desarrollo histórico-crítico de la mecánica, trad. de J. Babini, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1949; Análisis de las sensaciones, Barcelona, Alta Fulla, 1987 (facsímil, Madrid, Daniel Jorro, 1925).
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D. PRAGMATISMO
También el pragmatismo es fenomenalismo. Se limita a la experiencia sensible, coloca al ser y al hombre en el tiempo y rechaza la metafísica. Pero mientras el empirismo genérico se mantiene en principio neutral frente a la experiencia, contentándose con registrar hechos, el pragmatismo pone una nota activa, no tanto en el sentido de la espontaneidad kantiana de la forma trascendental cuanto en el sentido de una finalidad señalada al humano obrar. Se busca e investiga en el mundo del fenómeno, pero el buscar, el contemplar y el formular sobre él se ajusta a un superior punto de vista decisivo, que es la utilidad para el hombre. Para el positivismo es verdadero aquello que es dado inmediatamente por la vía sensible; para el empirismo, lo que va integrado en el conjunto y en los contenidos de las experiencias, y para el criticismo, lo que rige los fenómenos como validez lógica ideal; para el pragmatismo es verdadero aquello que es útil.
El pragmatismo deja ordinariamente en la penumbra ese concepto básico de utilidad. Si esta laguna es ya bastante sospechosa, ofrece aún mayores dificultades la cuestión fundamental de si, fuera de los sueños y los cuentos, el deseo podrá ser siempre el padre de nuestros pensamientos. Mientras esta posibilidad significa una seria objeción contra una tesis, el pragmatismo hace de la debilidad humana un sistema. Cree ver la justificación de esto en el hecho de que no se da un conocer enteramente libre de prejuicios y que, como recalca también la filosofía de la vida, es la vida la que imprime su sello al conocer; no el conocer a la vida. Ocurre así efectivamente no pocas veces en la realidad. Pero ¿es así siempre?, ¿ha de ser así siempre?
Lange
El verdadero fundador del pragmatismo alemán es F. A. Lange (1828-1875), al que conocemos ya como uno de los primeros neokantianos. En su Geschichte des Materialismus (Historia del materialismo; cf. supra, pág. 389) se ocupa también del materialismo ético y de la religión (libro II, sec. 4). Rechaza allí el materialismo como ética, lo mismo que lo rechazara antes como metafísica. El materialismo no conoce más que un método científico, el de las ciencias naturales. Aquí se da un conocimiento cierto. Aquí y sólo aquí, en el reino de la experiencia sensible, es posible, en general, un saber auténtico. Lo mismo que para Kant, para Lange vale también la ecuación: conocer = intuición + pensamiento.
Realidad e ideal. Pero lo mismo que para Kant el hombre no era sólo entendimiento, y además del saber poseía la fe en los postulados, también sostiene ahora Lange, contra el materialismo, que la capacidad humana no está contraída al puro saber frío y al campo científico de la res extensa. Como es falso que el hombre viva sólo de pan y que sea sólo lo que come, tampoco es verdadero que su vivir interior se agote en el mero saber. Eso sería recortar demasiado el ser del hombre. Existe también, para él, el mundo de la poesía, del arte y de los valores, que puede interesar cálidamente su corazón y entusiasmar su fe. Es el mundo del «ideal», como lo llama Lange. En este terreno, la metafísica puede volver a ser útil. Es ésta una creación poética de conceptos, una vía media entre la ciencia y la poesía. Lo mismo cabe decir de la religión. También en ésta tiene aplicación el «punto de vista del ideal». Si se pone el núcleo de la religión y de la metafísica en el «saber» sobre Dios, el mundo, el alma, la inmortalidad, etcétera, quedan expuestas estas cosas a la crítica científica, y en ese plano, según la teoría gnoseológica de Kant, metafísica y religión son insostenibles. De lo trascendente no podemos tener ciencia alguna. Los conceptos o ideas metafísicas o religiosas pueden a lo más ser símbolos de trascendencia, y su significado no está ya en su contenido de saber, sino en su contenido de valor. Pueden elevarnos, beatificarnos.
En este aspecto, la metafísica y la religión, lo mismo que, en general, el arte, la poesía y las leyendas, las fábulas y cuentos, conservan un valor imperecedero, pues el hombre siempre necesitará una esfera ideal que lo levante sobre la realidad material baja, ruda y prosaica de cada día. A esa esfera ya no alcanza en absoluto la crítica «científica». Ésta sólo afecta al dogma, no al «ideal» religioso.
«¿Quién podrá refutar una misa de Palestrina o tildar de error a una madona de Rafael? El Gloria de aquella misa subsiste como una fuerza histórica universal y resonará a lo largo de los siglos mientras el nervio de un ser humano sea capaz de estremecerse al choque escalofriante de lo sublime. Aquellas verdades sencillas y esenciales de la salvación del hombre, de cada hombre, mediante la entrega de la propia voluntad a la voluntad que lo rige todo; aquellos cuadros de la muerte y de la Resurrección, que expresan lo más conmovedor y lo más sublime que agita el pecho del hombre, donde ninguna prosa es capaz de evocar con palabras frías el corazón colmado por estos sentimientos; aquellas doctrinas, en fin, que nos mandan partir nuestro pan con el hambriento y anunciar la buena nueva a los pobres, jamás desaparecerán de la tierra para dar lugar a una sociedad que se dé por satisfecha con tener un entendimiento capaz de idear una mejor policía y bastante destreza para hacer frente a las nuevas necesidades con inventos siempre nuevos» (Geschichte des Materialismus, vol. II, pág. 691, ed. Reclam).
El ideal como ídolo. Pero el «ideal» de Lange no pasa de ser un «como si», una fe, que no puede llegar a ciencia; es poesía, como las fábulas y los cuentos, es decir, el ideal es propiamente un ídolo. Parecidamente Hans Vaihinger (1852-1932) deduce de ahí su filosofía de la religión del «como si». El pragmatismo viene a decir lo siguiente: admitimos algo en el plano de la fe porque nos parece útil, porque nos agrada y nos eleva.
Se ha objetado, con razón, que las ideas religiosas, si se quedan en meros ídolos, pierden su fuerza, y entonces dejan de ser útiles. No vale equiparar religión y poesía. Todo el mundo conoce el múltiple valor de la poesía. Pero las ideas religiosas son vividas no como poesía, sino como verdades; más aún, como las más ciertas verdades. Esto lo muestra toda la historia de la religión, que no sólo nos testifica un entusiasmo de fe (crédulo), sino tanto y más un estudio especulativo sobre el sentido, el origen y el fin del mundo. Es demasiado simplista la bipartición: por un lado, ciencia; por otro, fe. Lo vimos ya al tratar del dualismo introducido por la idea kantiana (cf. supra, pág. 231).
James
Pasan ordinariamente por fundadores del pragmatismo William James (1842-1910), Charles Peirce (1839-1914) y F. C. S. Schiller (1864-1937). De ellos, el primero es el más representativo y el más conocido, especialmente por sus trabajos que abren nuevos caminos a la psicología general y a la psicología de la religión. Su pragmatismo ha quedado plasmado en las obras The will to believe (1896), y Pragmatism, a new name for some old ways of thinking (1907).
Comparado con Lange, James no ofrece ideas nuevas. Lo mismo que Lange, James sale en defensa de los valores vitales de la religión, porque ellos, como enseña la experiencia, obran de hecho benéficamente en el hombre, educándolo y mejorándolo. Aunque los conceptos religiosos no son un «saber» demostrable, son sumamente prácticos. Cuando están en juego intereses prácticos, el hombre debe pasar a segundo término las consideraciones intelectuales y aun arrastrar el riesgo de algún error intelectual. «Al fin y al cabo nuestros errores no son cosa tan terriblemente importante. En un mundo en el que, a pesar de todas nuestras cautelas, no podemos evitarlos, nos parece más sano cierto grado de despreocupada ligereza que una exagerada angustia nerviosa». El hombre puramente intelectual y teorético está expuesto al error en toda encrucijada, se decida de este modo o del otro. Si por uno de los lados cae en un platillo de la balanza una utilidad práctica, será más racional tomar esta circunstancia como decisiva; pues al menos surge ahí un valor útil.
La concepción de James es refrescante, y cierta dosis de su receta no hará daño en multitud de casos, pues también hay un prurito de profundidad que paraliza y un afán de cientificidad que no es otra cosa que «el arte por el arte». Pero, en principio, esa concepción es falsa, como todo pragmatismo, pues descansa en una nivelación de verdad y utilidad y deja, por lo demás, abierto un gran vacío en su mismo concepto fundamental de utilidad, que permanece siempre oscuro e indeciso. ¿Qué es lo provechoso y útil? Todo depende de esto. Es demasiado fácil mirar como útil lo primero agradable que nos sale al paso, y entonces el pragmatismo resbala hacia trivialidades y acaso también hacia vilezas.
Peirce
A diferencia de James, Peirce se interesa más por la conciencia teorética que por la práctica. Frente a la interpretación hecha clásica entre los kantianos, él sostiene que no debe tomarse muy en serio la distinción entre principios constitutivos y regulativos; las categorías, como las ideas, tienen sólo un valor regulativo. Sirven para un constante mejoramiento de nuestra experiencia. Su valor no estriba en la aprehensión de un objeto, que no puede ser adecuada, sino en su utilidad, en su funcionalidad. No carece menos de correlato el concepto que las ideas. Peirce es así más crítico que muchos kantianos, para quienes la distinción entre principios constitutivos y regulativos es una especie de dogma.
Dewey
John Dewey (1859-1952) ha sido, durante varios decenios, el filósofo y el pedagogo más sobresaliente en Norteamérica. El pragmatismo se convierte en él en un general instrumentalismo. No se deduce ya del «como si» kantiano, ni se concibe como un apoyo de la religión, sino que es expresión de un relativismo al servicio de los intereses generales de la vida. Pero aun esto es mucho decir. Pues no sólo no existe para Dewey un mundus intelligibilis eterno, sino ni siquiera una verdad contraída a límites y circunstancias de tiempo, si por verdad relativa se entienden proposiciones que responden más o menos a determinado estado real de las cosas. Dewey sustituye el concepto de verdad (truth) por el de búsqueda (inquiry) y entiende por tal una mezcla de pensamiento y de esfuerzo, un conato de orientarse, parte plegándose, parte interviniendo activa y modificadoramente en las situaciones de la vida, de forma que quede uno contento con la nueva situación creada. Como se ve, la verdad no es ya en absoluto asunto teorético, sino literalmente desnuda praxis; de modo muy parecido a lo que sucede en el marxismo (cf. supra, pág. 375).
Como ingeniosamente nota B. Russell, esta teoría de la verdad tropieza con serias dificultades si, con ella en la mano, queremos responder verídicamente a la simple pregunta de si he tomado yo café o té en el desayuno. Porque no basta que yo me acuerde de lo que en efecto he hecho esta mañana y a tenor de ello dé mi respuesta, sino que hay que pedir a quien pregunta un momento de espera, hasta que pueda yo hacer dos experimentos: 1.º, qué consecuencias se siguen eventualmente, caso de creer que he tomado café; 2.º, cuáles, si creo que he tomado té. Después habrá aún que comparar las dos series de consecuencias posibles. Si una de ellas, por ejemplo la primera, me es más favorable, será verdad que he tomado café. Si no es más favorable, entonces no he tomado café. Si ambas series se equilibran en la balanza, entonces no puedo decidir una cosa ni otra.
Se dirá que para lo del café o el té del desayuno B. Russell tiene razón, y para las grandes cuestiones del acontecer mundano tiene razón Dewey. Responderíamos sí, pero sólo en aquel mundo al que se aplica lo de Tácito: «corrumpere et corrumpi saeculum vocatur» (Germ. 19, 9); pues, por ejemplo, quién sería en una guerra el agresor y debería ser condenado como tal acostumbran en este mundo a decidirlo los vencedores. Aquí se toma, efectivamente, como verdad un obrar con arreglo a finalidades subjetivas. Pero en estas cosas hay también una verdad objetiva, aun cuando nadie la viera ni la expresara. Con esto queda al descubierto el fallo fundamental del pragmatismo y el instrumentalismo, que es aún más grave que el carácter oscuro del concepto de utilidad, noción siempre vaga e imprecisa. Lo más grave es que implica una renuncia a la objetividad para refugiarse en el reino del deseo y del querer.
El pragmatismo es la rebelión del sujeto contra el objeto, una forma moderna de la filosofía del poder y una expresión de la arrogancia del hombre frente a aquello que los griegos decían que es más que el hombre. Pero nótese bien: no son ni Nietzsche ni Fichte los culpables de que el concepto de verdad haya sido suplantado por un concepto de fuerza; fue Hume quien entregó la verdad al hombre al someterla a las leyes de la asociación y al poner la psicología en el lugar de la ontología. Entonces se decidió la suerte de una filosofía que aun hoy permite, de modo parecido al marxismo soviético y al instrumentalismo de los filósofos norteamericanos, proclamar una verdad «práctica» como si fuera la verdad.
Obras y bibliografía
[J. DEWEY] Obras principales: The school and society, 1899; How we think, 1910; Democracy and education, 1916; Human nature and conduct, 1922; Experience and nature, 1925; The quest for certainty, 1929; Art as experience, 1934; Logic. The theory of inquiry, 1938. Obras en cast.: La experiencia y la naturaleza, pról. y trad. de J. Gaos, México, FCE, 1948; El arte como experiencia, trad. de S. Ramos, México, FCE, 1949; Lógica, teoría de la investigación, trad. de E. Ímaz, México-Buenos Aires, FCE, 1950; Democracia y educación: una introducción a la filosofía de la educación, trad. de L. Luzuriaga, Buenos Aires, Losada, 1978 (Madrid, Morata, 1995); Naturaleza humana y conducta: introducción a la psicología social, trad. de R. Castillo Dibildox, México, FCE, 31982. [W. JAMES]: The works, 19 vols., ed. por. F. H. Burckhardt y otros, Cambridge (MA)-Londres, Harvard University Press, 1975s. Obras principales: The will to believe, 1876; The principles of psychology, 1890; The varieties of religious experience, 1902; The meaning of truth, 1907; Pragmatism, 1907; A pluralistic universe, 1909. Obras en cast.: Pragmatismo: nombre nuevo de antiguos modos de pensar: conferencias populares de filosofía, trad. de S. Rubiano, Madrid, Daniel Jorro, 1923; Compendio de psicología, trad. de S. Rubiano, Madrid, Daniel Jorro, 1930; Pragmatismo, trad. L. Rodríguez Aranda, Orbis, Barcelona, 21985 (Madrid, Sarpe, 1984); Lecciones de pragmatismo, estudio y notas de R. del Castillo, Madrid, Santillana, 1997; Las variedades de la experiencia religiosa: estudio de la naturaleza humana, pról. de J. L. López Aranguren, trad. de J. F. Yvars, Barcelona, Península, 2002. [F. A. LANGE], Geschichte des Materialismus (1866), 2 vols., Leipzig, Reclam, 1905 (ed. citada en el texto): Historia del materialismo, 2 vols., trad. de de V. Colorado, Madrid, Daniel Jorro, 1903 (Buenos Aires, Procyon, 1946). [CH. PEIRCE]: Chance, love and logic: philosophical essays by the late Charles S. Peirce, the founder of pragmatism, ed. por M. R. Cohen, Nueva York-Londres, Harcourt Brace-Kegan Paul, 1923 (reimpr. Londres, Routledge, 2000); Collected Papers, vols. 1-6, ed. por Ch. Hartshorne y P. Weiss, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1931, vols. 7 y 8, ed. por A. W. Burks, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1958 (trad. cast. parcial: El hombre, un signo: el pragmatismo de Peirce, trad. de J. Vericat, Barcelona, Crítica, 1988); Pragmatism and pragmaticism. Scientific metaphysics, ed. por Ch. Hartshorne y P. Weiss, Cambridge (MA), Belknap Press of Harvard University Press, 1962-1963. Obras principales: The fixation of belief, 1877; How to make our ideas clear, 1878; The doctrine of necessity examined, 1892; The law of mind, 1892; Reasoning and the logic of things, 1898. Obras en cast.: Escritos lógicos, ed. por P. Castrilo Criado, Madrid, Alianza, 1968; Obra lógico-semiótica, ed. por A. Sercovich, trad. de R. Alcalde y M. Prelooker, Madrid, Taurus, 1987. [F. C. S. SCHILLER], Humanistic pragmatism: the philosophy of F. C. S. Schiller, ed. e introd. de R. Abel, Nueva York, The Free Press, 1966.
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Santayana
Jorge Agustín Nicolás de Santayana, más conocido como George Santayana, nació en Madrid el 16 de diciembre de 1863 y murió en Roma el 27 de septiembre de 1952. Procedía de familia española, pero se formó en Estados Unidos (Harvard, Cambridge). En 1872 llegó a Boston acompañado de sus padres. En 1882 inició sus estudios de filosofía en Harvard y allí enseñó entre 1889 y 1912 como colega de William James y Josiah Royce, que habían sido profesores suyos. Desde 1914 vivió en diversos países de Europa. Santayana destacó tanto en filosofía como en poesía. En su pensamiento confluyen el empirismo inglés, impulsos de W. James, el idealismo platónico y el naturalismo antiguo al estilo de Lucrecio, lo mismo que el moderno bajo la modalidad espinosista. Ha de situarse sobre todo dentro del naturalismo en los Estados Unidos durante los años treinta.
Obras y bibliografía
Ediciones: The works, 15 vols., Triton ed., Nueva York, Scribner, 1935-1940 (reimpr. Hildesheim, Olms, 1980); The works, ed. por H. J. Saatkamp, Cambridge (MA)-Londres, MIT Press, 1986s. Obras principales: The sense of beauty, 1896; Interpretations of poetry and religion, 1900; The life of reason, 5 vols., 1905-1906; Scepticism and animal faith, 1923; The realm of matter, 1930; The realm of truth, 1938; The realm of sprit, 1940; The realms of being, 1942. Obras en cast.: Escepticismo y fe animal: introducción a un sistema de filosofía, trad. de R. A. Piérola y M. A. Rosemberg, Buenos Aires, Losada, 1952; Dominaciones y potestades: reflexiones acerca de la libertad, la sociedad y el gobierno, trad. de J. A. Fontanilla, Madrid, Aguilar, 1953; Los reinos del ser, trad. de F. González-Aramburo, México, FCE, 1959; Diálogos en el limbo, trad. de C. García Trevijano, Ateneo Científico Literario y Artístico de Madrid-Tecnos, Comunidad de Madrid, Consejería de Educación y Cultura, Madrid, 1996; Personas y lugares: fragmentos de autobiografía, ed. por W. G. Holzberger y H. J. Saatkamp, trad. de P. García Martín, Madrid, Trotta, 2002.
J. L. ABELLÁN, «La filosofía independiente: George Santayana», en Historia crítica del pensamiento español, vol. 5/3, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, págs. 13-30; R. BUTLER, La vida y el mundo de Jorge Santayana, Madrid, Gredos, 1961; V. CHRISTOPH, Zur Erkenntnistheorie George Santayanas. Eine Philosophie ausserhalb des American Mainstream, Frankfurt-Nueva York, Lang, 1992; L. FARRÉ, Vida y pensamiento de Jorge Santayana, Madrid, Verdad y Vida, 1953; I. IZUZQUIZA, George Santayana, o La ironía de la materia, Barcelona, Anthropos, 1989; J. LACHS, George Santayana, Boston, Twayne, 1988; A. LÓPEZ QUINTÁS, Filosofía española contemporánea, Madrid, BAC, 1970, págs. 3-22; F. RICKEN y A. LÓPEZ QUINTÁS, «Jorge Santayana», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 3, Barcelona, Herder, 2005, págs. 1877-1880; C. SANTOS ESCUDERO, Bibliografía general de George Santayana, Madrid, Comillas, 1965 (también en Miscelánea Comillas: Revista de Teología y Ciencias Humanas 23 (44), 1965, págs. 155-310); H. S. LEVISON, Santayana, pragmatism, and the spiritual life, Chapel Hill (NC), University of North Caroline Press, 1992; T. L. S. SPRIGGE, Santayana: an examination of his philosophy, Londres-Boston, Routledge & Kegan Paul, 1974, 1995; A. WOODWARD, Living in the eternal: a study of George Santayana, Nashville (TN), Vanderbilt University Press, 1988; «Jorge Santayana, un hombre al margen, un pensamiento central», en Archipiélago. Cuadernos de Crítica de la Cultura 70, 2006, n.º monográfico.
La filosofía de Santayana arranca de una naturalismo materialista y, sin embargo, abre espacio en él para todas las realidades superiores: las esencias, el arte, la religión, los valores culturales y espirituales. Todo ello se deriva de la materia. La vida es una modalidad de la materia, y el alma una organización equilibrada de movimientos a partir de los gérmenes iniciales. El espíritu, a su vez, constituye un modo de vida y está en relación con la materia. En los niveles del ser no se trata de un conjunto de estratos superpuestos, sino de una serie de ritmos diferentes dentro de la única sustancia material. Desde el fondo materialista del mundo se alza la conciencia. A través de ella se abre un universo de valores por los que el mundo queda envuelto en el brillo de la idealidad. En el despliegue de la realidad Santayana se apoya en la Fenomenología del espíritu de Hegel, aunque no asume su dialéctica, sino que se apropia motivos de Heráclito, Demócrito, Aristóteles y Platón. Para él la realidad emerge a través de un proceso caótico en el que se producen órdenes inestables, hasta llegar a la naturaleza humana, que en su complejidad es también una formación pasajera. La razón que aflora en el hombre es la capacidad de organizar los diversos impulsos. Los productos del pensamiento y el reino moral son también acuñaciones de los impulsos vitales.
En la capacidad de reflexión sobre sí mismo aflora el reino del espíritu, cuya actividad principal es la aprehensión de esencias eternas. El espíritu, aunque procede de la materia, no está sometido a las condiciones del espacio y del tiempo. La verdadera vida del espíritu es la lúdica, por la que él en el despliegue de su libertad hace y deshace sus productos. Mediante su imaginación crea mundos míticos y poéticos por los que expresa su meta en la vida y la manera de encontrarse en el mundo. Ahí radica la tarea básica de la religión. En ella se revelan las profundidades de la naturaleza humana, anclada siempre en la realidad material. El espíritu tiene la capacidad de captar las esencias de las realidades existentes. Su contemplación aporta al hombre un sosiego revelador en medio de la soledad. La conexión de las esencias origina el reino de la verdad, que es una nueva forma de ser.
La sociedad está articulada en tres niveles: reproducción y educación; la amistad, basada en una simpatía desinteresada; y el interés común, que se articula por la religión, el arte y la ciencia. Incumbe a la religión, lo mismo que a la razón, difundir normas morales y encauzar la mirada hacia el futuro. Las religiones son de índole particular, a diferencia de la razón, que es una sola y encuentra en el arte el mejor medio para encarnarse.
METAFÍSICA INDUCTIVA
El hecho de que no pereciera del todo el pensamiento metafísico en el siglo XIX, a pesar del colapso del idealismo, de la supervaloración del ideal científico de las ciencias naturales y de la gran difusión del fenomenalismo y de sus formas, hay que atribuirlo, al mismo tiempo que a los neoaristotélicos y neoescolásticos, de los que en seguida hablaremos, a los hombres de la metafísica inductiva, ante todo a Fechner y a Lotze. Estos filósofos se aplicaron de nuevo a aquella problemática tan desacreditada, y lo hicieron, siguiendo el espíritu del tiempo, a la sombra de una utilización a fondo de los conocimientos progresivos de las ciencias. La metafísica no había de ser, como pensara Lange, una poesía de conceptos (Begriffsdichtung) sino un saber bien fundado en las ciencias empíricas. De ahí la nueva metafísica «inductiva».
Destacados investigadores del campo de las ciencias contribuyeron también a disipar muchas dificultades desde este punto de vista y despertaron la metafísica a nueva vida.
Los rasgos diferenciales de esta metafísica inductiva respecto de la antigua y medieval son, principalmente: primero, una explotación más amplia de la experiencia, que abarca todo el ámbito de la investigación moderna; segundo, la valoración de esta misma experiencia positiva, que se convierte ahora en fuente de conocimientos y da la pauta, a diferencia del método primariamente especulativo y filosófico de la antigua; tercero, correspondientemente, la atribución de un carácter hipotético a los resultados, como anticipaciones aproximativas de la investigación empírica, mientras la antigua metafísica pretendió dar un saber cierto, apodíctico, trascendiendo la experiencia, mediante el recurso a un ser suprasensible, ultra-empírico, «anterior en cuanto a la naturaleza» (natura prius de Aristóteles), que se muestra luego en la experiencia, como el modelo en la copia y como la forma en lo formado.
Fechner
Gustav Theodor Fechner (1810-1887), durante varios años profesor de física en la Universidad de Leipzig, especialmente conocido como fundador de la psicofísica, de la psicología experimental en general y de la estética experimental, escribe ya muy temprano un Büchlein vom Leben nach dem Tode (Pequeño libro sobre la vida después de la muerte, 1836), otro Ueber das Seelenleben der Pflanzen (Sobre la vida anímica de las plantas, 1848) y habla en su Zendavesta (1851) sobre el cielo y el más allá. Los títulos de estos libros delatan ya su interés por la metafísica.
Obras y bibliografía
Obras principales: Das Buchlein vom Leben nach dem Tode, 1836 (reimpr. Múnich, Matthes & Setz, 1984); Elemente der Psychophysik, 2 vols., 1860 (reimpr. Amsterdam, Bonset, 1964); Vorschule der Ästhetik, 1876 (reimpr. Hildesheim, Olms, 1978; Zen-Avesta, 3 vols., 1851 (reimpr. 2 vols., Hamburgo-Leipzig, Voss, 1901; Nanna, oder über das Seelenleben der Pflanzen, Leipzig, Voss, 51921; Ueber die physikalische und philosophische Atomenlehre, Frankfurt, Minerva, 1982 (reimpr. facsímil ed. 1864).
H. ADOLPH, Die Weltanschauung Gustav Theodor Fechners, Stuttgart, Strecker & Schröder, 1923; E. BECHER, «G. Th. Fechner», en Deutsche Philosophen, Múnich, Duncker & Humblot, 1929, págs. 31-45; M. HEIDELBERGER, Die innere Seite der Natur: Gustav Theodor Fechner wissenscahftlich-philosophische Weltauffassung, Frankfurt, Klostermann, 1993; M. WENTSCHER, Fechner und Lotze, Múnich, Reinhardt, 1925 (reimpr. Nendeln-Liechtenstein, Kraus Reprint, 1973); M. WUNDT, G. Th. Fechner, Leipzig, Engelmann, 1901; G. WANNAGAT y W. GITTER (eds.), Festschrift für Erich Fechner zum 70. Geburtstag, Tubinga, Mohr, 1973.
Metafísica inductiva. Fechner está impulsado por el deseo de encontrar una estructuración filosófica de la fe religiosa que no sea una mera creación poética de conceptos, sino que pueda ser aceptada también por un científico sin tener que abdicar de su pensamiento crítico y de su conciencia científica. La metafísica de Fechner quiere ser una aprehensión cosmovisional de toda la realidad. Su mérito principal descansa en la creación de un nuevo método de investigación, a saber, el de la metafísica «inductiva». Ésta debe partir de la experiencia, pero para trascenderla después.
Concepto. No es un trascender la experiencia en sentido estricto, como el de la metafísica clásica, en la que, una vez conocida una estructura ideal dentro de la visión del mundo sub specie aeterni, podía decirse: así es y así será siempre. Desde Platón hasta Spinoza y Schelling se pensaba así y el mismo Kant entendió que todas las leyes físicas que pueden encontrarse en el curso de la experiencia «se someten a superiores principios del entendimiento, aplicando éstos [principios] y aquéllas [leyes] sólo a determinados casos de la experiencia» (B 198). En Fechner, por el contrario, la trascendencia es sólo una anticipación del supuesto resultado de una experiencia aún no tenida, anticipación que se hace para no quedar a la mitad en el camino emprendido. En el fondo persiste una vinculación exclusiva a la experiencia con sólo una anticipación «práctica» de los resultados, a modo de hipótesis. Hay que reconocer, pues, un radical empirismo en el metafísico inductivo.
Método. Fechner establece tres reglas para este método de metafísica inductiva. La primera propugna una deducción por analogía: si ciertos objetos concuerdan en determinados rasgos, puede creerse que también concuerdan en otros. Es sólo creencia lo que de ahí sacamos, pero si está fundada y no contradice a conocimientos científicos ciertos, puede alcanzar un alto grado de probabilidad. La segunda regla descansa en el principio de utilidad: si una opinión o creencia está científicamente fundada, puede ser aceptada con tanta más adhesión cuanto más placentera resulte para el hombre. La tercera regla, finalmente, dice: tanto mayor es la probabilidad que corresponde a una creencia cuanto más prolongadamente se ha mantenido en la historia, especialmente si crece en extensión con la ascensión de la cultura. Con este método en la mano Fechner se atrevió a formular una serie de postulados metafísicos. Tal, por ejemplo, lo que él llama «visión diurna».
Visión diurna. En una concepción científico-matemática y también kantiana del mundo, la naturaleza física, salvo el alma del hombre y de los brutos, resulta algo «oscuro» y «mudo». Fechner llama a esta concepción «visión nocturna». En oposición a ella, él admite que también el mundo exterior tiene sensaciones, percibe vitalmente la luz, los colores, los sonidos, de modo parecido al alma del hombre y del animal; pues si los movimientos físicos de ondas penetran en el cerebro con un contenido de sensación, podemos concluir por analogía que también van acompañados de tal fenómeno en otros seres. A ello se añade que la creencia de la visión diurna, según la cual la naturaleza está llena de luz y resonancia, de sensación y de animación, es más placentera que la visión nocturna.
Animación universal. A base de estas y otras reflexiones similares, Fechner admite que también las plantas tienen alma, y aun la misma tierra y cada uno de los astros; más aún, el mundo entero. Y esta alma del mundo no es otra cosa que la divinidad. Nuestra alma, y en general toda vida animada, es parte de esta animación universal. Y por estar en ella incluidos, debemos admitir que nuestra alma es inmortal. Ya el hecho de que nuestras imágenes representativas perduren en nuestra alma no puede menos de llevarnos a la convicción de que todo ese cúmulo de vivencias del hombre, que reunimos bajo el nombre de alma no puede perderse en el alma del mundo. Y así como las imágenes representativas en nuestra propia alma entran en relación unas con otras y con las percepciones del sentido, de igual manera las almas de los difuntos, que perviven en Dios como representaciones, han de entrar en relación unas con otras y con las almas de los que permanecen aún en esta vida.
Paralelismo. Pero este pampsiquismo no diluye el ser corpóreo de las cosas mundanas en un sentido monístico; Fechner lo entiende más bien como un paralelismo psicofísico. Como en un mismo arco de circunferencia tenemos un lado interior y otro lado exterior, un lado cóncavo y otro lado convexo, y ambos nos aparecen como cosas distintas, siendo, no obstante, lo mismo, así también el cuerpo y el alma en el hombre, el cuerpo y la animación universal en el cristal, en la tierra, en las estrellas y mundos, el cosmos y la divinidad son sólo dos lados de una misma cosa. El paralelismo psicofísico permite a Fechner trabajar en la psicología con arreglo a los métodos de las ciencias naturales, que entonces pasaban por el modelo ideal de la ciencia, sin convertirse, por ello, en un materialista. El lado corpóreo es para él tan sólo un lado, una forma de apariencia, no el verdadero ser del alma.
Ética. En ética Fechner es eudemonista. Nuestro querer tiende hacia la felicidad, es decir, la evitación del dolor y la obtención de placer, y será bueno, por tanto, todo lo que sea apropiado para fomentar la dicha en el mundo. Pero no hay que poner exclusivamente los ojos en el placer sensible, sino que hay que tener en cuenta juntamente el placer espiritual, la alegría que despiertan lo bello, lo bueno y lo verdadero, y la dicha de sentirse uno con Dios. Fechner consideró un servicio a Dios y un deber ético el procurar al mundo tanta felicidad cuanta sea posible y el ahorrarle tanto dolor cuanto sea posible. Detrás de esto está operante en él la fe general en una evolución del mundo desde lo imperfecto a lo perfecto, de una felicidad menor a una dicha y una armonía cada vez mayores. Fechner cree que esta evolución es estrictamente necesaria; y a la par que este determinismo cósmico general suscribe también la tesis de un determinismo voluntario que quita la libertad en el hombre, pues cada cual obra necesariamente según su naturaleza exige. Tampoco Dios es libre en el sentido de un albedrío exento de toda ley, sino que es libre porque sin violencia alguna extrínseca vive conforme a su propia naturaleza.
Lotze
Rudolph Hermann Lotze (1817-1881), profesor en Leipzig, en Gotinga y en Berlín, es uno de los mayores filósofos del siglo XIX.
Obras y bibliografía
Obras principales: Medizinische Psychologie oder Physiologie der Seele (Psicología médica o fisiología del alma, 1852); Allgemeine Pathologie und Therapie als mechanische Naturwissenschaften (Patología general y terapìa como ciencias mecánicas de la naturaleza, 1842); Mikrokosmos (1856-1864); System der Philosophie, 2 vols., Hildesheim, Olms, 2004 (reimpr. facsímil ed. Leipzig, Hirzel, 1879).
E. BECHER, «H. Lotze», en Deutsche Philosophen, Múnich, Dunker & Humblot, 1929, págs. 47-72; E. W. ORTH, «Rudolf Hermann Lotze», en J. SPECK (ed.), Grundprobleme der grossen Philosophen. Philosophie der Neuzeit IV, Gotinga, Vandenhoeck & Ruprecht, 1986, págs. 9-51 (biblio.); G. SANTAYANA, Lotze’s system of philosophy, ed. por P. G. Kuntz, Bloomington-Londres, Indiana University Press, 1971; H. SCHNÄDELBACH, Philosophie in Deutschland 1831-1933, Frankfurt, Suhrkamp, 1983; M. WENTSCHER, Fechner und Lotze, Múnich, Reinhardt, 1925 (reimpr. Nendeln-Liechstenstein, Kraus Reprint, 1973).
Metafísica. También Lotze procede del campo de las ciencias naturales, lo mismo que su amigo Fechner, y como Helmholtz, Mach y Wundt; obtuvo primeramente una cátedra para medicina; y precisamente a través de una psicología vaciada en la metodología de las ciencias naturales trae una nueva vida a la filosofía. Al igual que Fechner, tuvo arrestos, en un tiempo hostil a la metafísica, para ocuparse de ella, robando el viento de sus enemigos para sus propias velas, mediante una utilización de los adelantos de la investigación científica. Lotze no se circunscribe a los trazados fronterizos impuestos por Kant, sino que vuelve a la antigua tradición prekantiana, particularmente a Leibniz. Posee, como éste, extensos conocimientos, se sitúa por encima de los partidos, recoge de todas partes lo verdadero en un sano eclecticismo, y sabe unirlo armónicamente.
Mecanicismo y teología. Ante todo comparte con Leibniz aquella concepción fundamental que acepta el mecanicismo del acontecer mundano, y ve en el nexo causal mecánico la explicación científica de los acontecimientos en general, pero sin caer en un mecanicismo exclusivista. El mecanicismo, lo mismo que en Leibniz, queda subordinado a un superior conjunto de sentido y de fin. Todas las fuerzas causales, en efecto, obran en cooperación con una causa universal, que en Lotze es un Dios espiritual y personal, superando en esto el panteísmo de Fechner. El conjunto mecánico no es para Lotze sino un instrumento de la divinidad para la realización de los fines del mundo, a saber, el bien.
En el artículo Die Philosophie in den letzten 40 Jahren (La filosofía de los últimos 40 años, 1880; publicado junto con el System der Philosophie, vol. I, Lógica), Lotze suscribe el pensamiento de Fichte y Hegel, según los cuales «ninguna teoría del mundo puede presentarse como verdad y como ciencia si no está en condición de explicar todas y cada una de las partes del curso mundano como consecuencias dependientes de un único principio universal». Pero, añade, uno y otro se excedieron al empeñarse en deducir de un absoluto todas las cosas como derivaciones de él. «Sólo un espíritu, así me parecía a mí, colocado en el centro del universo creado por él mismo, con conocimiento del último fin prescrito a su creación, podría hacer desfilar delante de sí todas las partes singulares con la sucesión mayestática de una evolución ininterrumpida». Al hombre le queda sólo el camino inverso de una investigación regresiva, «que trata de descubrir y comprobar lo que puede ser conocido y reconocido como principio viviente en la edificación y el curso del mundo». Es la vía de Leibniz y de Platón, que va regresivamente de lo fundado hasta el fundamento autosuficiente de todos los fundamentos.
Alma sustancial. Con Leibniz, Lotze se reafirma en la antigua concepción de la sustancialidad del alma como «un ser capaz de acción». El «yo» no es, como en Kant, tan sólo un sujeto lógico, sino un principio activo; de lo contrario, sería ininteligible la unidad de nuestra conciencia, que no obstante compara y aúna diversas sensaciones; al comparar el alma añade algo nuevo a las sensaciones dadas, «el saber relacionante» —igualdad, semejanza, diversidad, más fuerte, más débil—, momentos todos que no son resultados de una fuerza mecánica, sino «representaciones de un orden superior». Este hecho habla también contra el materialismo.
Aparte la irreductibilidad de lo anímico y espiritual a la materia, es un testimonio contra el materialismo la unidad de la conciencia y su actuación específica, no mecánica, en la elaboración de la sensación. Hay que representarse el origen del alma como una acción del principio espiritual del mundo, excitado a la creación de aquélla al formarse un nuevo germen corpóreo. La inmortalidad del alma no la puede demostrar estrictamente la psicología científica; es sólo cuestión de fe, pero de fe bien fundada.
Interacción. A diferencia de Fechner, que sostenía el paralelismo psicofísico, Lotze admite de nuevo un mutuo influjo. Como ya le ocurrió a Descartes, que después de separar radicalmente cuerpo y alma se vio obligado a admitir una interacción, porque era un hecho que se imponía, también ahora Lotze concede que la conciencia nos notifica el influjo del cuerpo en el alma, por ejemplo, en la sensación, y el del alma en el cuerpo, por ejemplo, en la acción de la voluntad. La posibilidad de este hecho se ilumina al considerar que el abismo entre cuerpo y alma sólo existe en el fenómeno. En la realidad metafísica los átomos son inextensos, centros inmateriales de fuerzas de naturaleza anímica, mónadas leibnizianas. No habría, además, que concebirlos como unidades sueltas sin conexión mutua, sino como unidades articuladas, a través de su radicación en Dios, en un grandioso conjunto espiritual pleno de sentido. La integración total no obstaría, sin embargo, para que cada alma particular poseyera su libertad, puesto que es una sustancia, aunque no absoluta.
Libertad. Lotze es un adversario del determinismo universal del siglo XIX, nacido de un pensamiento mecanicista, que representa en este punto, no una postura científica comprobada con hechos, sino simplemente la filosofía de Spinoza y de Kant. También aquí, por encima de los tiempos, Lotze mantuvo su afinidad espiritual con Leibniz, que supo dejar a salvo la ley moral y la libertad, a pesar de valorar debidamente la explicación mecánica de la naturaleza, y a pesar de las vérités de raison, a las que finalmente todas las verdades de hecho, al menos a los ojos de Dios, se han de reducir.
Sólo desde el punto de vista de una psicología científica los hechos psíquicos se mirarán como causalmente determinados. Pero la moral es inconcebible sin la libertad y, por ello, ésta se ha de admitir, sobre todo si pensamos que muchísimas veces no podemos conocer causas determinantes de nuestros actos voluntarios, y, por el contrario, poseemos una conciencia expresa de la libertad. La inserción de la sustancia del alma en el fondo espiritual originario del mundo lleva naturalmente consigo cierta limitación de su causalidad y de su sustancialidad. Esto nos explicará ciertas expresiones de sabor actualista en la teoría del alma del Lotze posterior, especialmente en la Metafísica de 1879. No es que abandone su primera teoría de la sustancialidad, pero sí acentúa el carácter limitado y relativo, no absoluto, de esta realidad sustancial del alma.
Influjos. Las ideas de Lotze han hallado gran resonancia, concretamente su concepción de la metafísica inductiva, y más en particular su teoría del alma; citemos los nombres de C. Stumpf, L. Busse, M. Wentscher, E. Becher, A. Wenzl. Pero, sobre todo, depende de él Brentano. También éste cultiva una psicología de corte científico, fecunda desde esta base la filosofía y avanza de nuevo hasta una metafísica teística. A través de Brentano los influjos de Lotze, sobre todo de orden lógico, se prolongan hasta Husserl.
Los valores. Lotze también ha impreso un fuerte impulso a la ética merced a su teoría de los valores. El pensamiento objetivista de Lotze le permite encontrar un acceso a las verdades y a los valores de la conciencia moral. Les compete a éstos un «valer» objetivo, que es independiente de la experiencia y pertenece a la posesión originaria de nuestro espíritu.
Lo mismo que las verdades eternas de las ideas —Lotze interpretó también las ideas platónicas como una validez objetiva— y los imperativos éticos, los valores necesitan determinantes empíricos externos para hacérsenos conscientes; pero no es la experiencia, ni la costumbre, ni la asociación lo que les da existencia. Son más bien contenidos de razón, y constituyen por ello una marca inconfundible que separa fundamentalmente al hombre del animal. Pero Lotze no sucumbe al peligro de transportar los valores a un espacio vacío de aire. Les pertenece esencialmente el ser vividos, y ser vividos placenteramente. Lotze valora positivamente los sentimientos. Se le despega el rigorismo de Kant. Comparte con Fechner la fe optimista en un acrecentamiento de la felicidad humana parejo con la progresiva marcha del mundo. Fin y meta de la historia no es la moralidad perfecta de la ética del deber de Kant, sino la belleza del mundo y la felicidad del hombre.
La concepción axiológica de Lotze, aún más que su metafísica, ha venido a encontrar una formulación madura en la filosofía de los valores de nuestro siglo. Es él uno de los que han abierto camino al actual concepto de valor.
Eduard von Hartmann
Eduard von Hartmann (1842-1906), primero oficial del ejército, luego salido de él por causa de enfermedad, vivió en Berlín como simple particular dedicado a sus estudios.
Obras y bibliografía
Obras principales: Philosophie des Unbewussten (Filosofía del inconsciente, 1869, 21923); Phänomenologie des sittlichen Bewusstseins (Fenomenología de la conciencia moral, 1879); Zur Geschichte und Begründung des Pessimismus (Sobre la historia y el fundamento del pesimismo, 1880); Religionsphilosophie, 1881-1882; Geschichte der Metaphysik (Historia de la metafísica), 2 vols., 1899-1900; System der Philosophie im Grundriss (Sistema de la filosofía en compendio), 8 vols., 1906-1909.
A. DREWS, Eduard von Hartmanns philosophisches System im Grundriss, Heidelberg, Winter, 1903; M. HUBER, Eduard von Hartmanns Metaphysik und Religionsphilosophie, Winterthur, P. G. Keller, 1954; K. O. PETRASCHEK, Die Logik des Unbewussten. Eine Auseinandersetzung mit dem Prinzip und den Grundbegriffen der Philosophie E. von Hartmann, Múnich, Reinhardt, 1926; F.-J. VON RINTELEN, Pessimistische Religionsphilosophie der Gegenwart, 1924; J. P. STEFFES, Eduard von Hartmanns Religionsphilosophie des Unbewussten, Múnich, Pfeiffer, 1924.
Podrá incluirse también en el grupo de la metafísica inductiva a E. Hartmann, que trata de apoyar los trazos especulativos de su filosofía, fundamentalmente alentados por el idealismo alemán, Schelling, Hegel y Schopenhauer, en los hechos de las ciencias modernas de la naturaleza.
Hartmann define textualmente su sistema como «una síntesis de Hegel y de Schopenhauer», con neto predominio del primero; en su realización han servido de guía la teoría de los principios contenida en la filosofía positiva de Schelling y el concepto de inconsciente tomado del primer sistema del mismo Schelling. El monismo abstracto, que daría como resultado primero y provisional esta síntesis, cristaliza después, mediante la fusión con un individualismo de tipo leibniziano y con el realismo de las modernas ciencias naturales, en un monismo concreto, que tiene como fase previa superada el pluralismo real-fenoménico. El sistema que finalmente resulta de la suma de estos elementos es una construcción filosófica levantada sobre base empírica, donde se utiliza el método inductivo de las modernas ciencias de la naturaleza y de la historia.
No hay que confundir el inconsciente de Hartmann con el inconsciente de la psicología general o del psicoanálisis. Es una nueva versión del absoluto cósmico, del espíritu universal, de la sustancia. Sus atributos son la voluntad infinita y la representación infinita. La voluntad es impulso irracional. La representación, o el intelecto (lo lógico), es idea sin fuerza. Estos dos pensamientos han sido recogidos luego por Scheler. Antes del comienzo del mundo ambos atributos estaban en feliz armonía. Pero, sin saber cómo ni por qué, irrumpió de pronto la voluntad en la existencia espacio-temporal. Esto significa la infelicidad. Con ello comienza también la tarea de la salvación. Esta salvación consiste sustancialmente en una condensación o potenciación de lo lógico en la conciencia.
Uno de los principales conocimientos que cristalizan en la conciencia es la idea de que en este mundo el dolor sobrepuja con mucho al placer y que, por tanto, es mejor el no ser que el ser. Cuando la mayor parte de los individuos hayan alcanzado este convencimiento, el absoluto se habrá emancipado nuevamente de la voluntad de existir, y el mundo será eliminado. De esta manera la ética encuentra su propia tarea en liberar al absoluto de la voluntad de existir mediante el acrecentamiento de la inteligencia y del saber y el impulso progresivo de la cultura. La religión futura del mundo será una mezcla de budismo y cristianismo. Del budismo procede el anhelo de la nada; del cristianismo, una idea de progreso que encumbra al hombre hasta el ser divino. Ambas vías desembocan en el mismo fin, liberar al hombre de la existencia.
NEOARISTOTELISMO Y NEOESCOLÁSTICA
Al margen de la metafísica inductiva, la metafísica halló eco e interés en una serie de pensadores que enlazan conscientemente con la Antigüedad y con el Medievo. Es expresamente metafísica clásica lo que cultivan sin rebozo; metafísica con la teoría del ser en cuanto ser, que es siempre, al mismo tiempo, teoría del espíritu, si bien muchas veces no aparece esto ostensiblemente. Estos hombres se interesan por lo eternamente verdadero, por lo que es philosophia perennis.
Tal actitud no ha tenido nunca, es verdad, gran popularidad entre los alemanes. Allí lo ordinario es que un filósofo que se precie de serlo comience ab ovo, y se ponga como un pequeño dios a fabricar un mundo de nueva planta. Se quiere lo nuevo y la originalidad a todo precio, y se prefiere incluso una acusada individualidad, aun enfermiza, a una filosofía realista que tiene arrestos para un servicio pacífico y sobrio en la transmisión de un acervo doctrinal universal consagrado por los siglos y del que en realidad todos se nutren, aun aquellos que se tienen por demiurgos. Hubo siempre honrosas excepciones. E. Becher ha escrito de Lotze: «Le pareció imposible, después de tantos siglos de trabajo filosófico, producir ideas enteramente nuevas. Su anhelo de originalidad personal lo subordinó siempre a la verdad total, verdad que estuvo dispuesto a abrazar dondequiera que se hallara». Otra excepción fue Trendelenburg con su aristotelismo.
Trendelenburg
Adolf Trendelenburg (1802-1872), profesor en Berlín, es uno de los más brillantes ejemplos de filosofía científica, que se vale del aparato de la investigación histórico-filológica para penetrar en los trasfondos de los conceptos hasta su más íntimo y verdadero sentido, de modo que su trabajo histórico es ya una elucidación sistemática y crítica de los mismos conceptos. Su vista se aguza así para distinguir lo accesorio de lo sustancial; lo transitorio, de lo permanente. Trendelenburg tiene, para lo eternamente verdadero, la potencia visiva de los grandes artistas para lo eternamente bello. Por ello advirtió cómo, detrás de todas las innovaciones posibles, reaparecen siempre los imperecederos valores de la filosofía platónico-aristotélica. En la introducción a sus Logische Untersuchungen (Investigaciones lógicas, 1840) asienta el principio de que no es preciso que cada pensador comience siempre de nuevo y trate de inventar una filosofía enteramente inédita; la filosofía, en sus líneas fundamentales, está ya encontrada «en la concepción orgánica del mundo fundada por Platón y Aristóteles, desarrollada a partir de ellos y capaz aún de ulterior desarrollo y perfeccionamiento, que se conseguirá investigando más profundamente los conceptos fundamentales y los conceptos particulares, y mediante un fecundo intercambio con las ciencias empíricas».
El concepto central de la filosofía de Trendelenburg lo constituye la idea del fin. Su postura en este punto es genuinamente aristotélica. De ahí resulta, de lleno dentro del espíritu griego, su peculiar teoría de las ideas, su visión orgánica y teológica del ser, sobre la base de una síntesis ideal-realista de Platón y Aristóteles, síntesis que comprendió ya Trendelenburg, adelantándose a las investigaciones históricas de nuestro tiempo, y, por último, su concepción de un espíritu divino universal.
A tenor de esto, en el mismo marco antiguo, se configura la ética y la filosofía del derecho. Trendelenburg pertenece a los teóricos del derecho natural al estilo de Heráclito y san Agustín. Naturrecht auf dem Grunde der Ethik (El derecho natural en la base de la ética, 1860) reza el título de uno de sus más celebrados escritos. Con ello Trendelenburg se convierte en uno de los primeros representantes de la antigua cultura cristiana de Occidente. En un tiempo bastante superficial por lo demás, en el que tantos se dejaron deslumbrar por el engañoso brillo de una efímera actualidad, señaló las raíces de nuestra fuerza.
Los más significados entre sus discípulos fueron F. Brentano, J. von Hertling, O. Willmann, G. Teichmüller, y R. Eucken.
Neoescolástica
Los nombres de Willmann y Hertling nos llevan al otro campo en que se cultiva igualmente la metafísica clásica, a la llamada neoescolástica.
Con el nombre genérico de neoescolástica se suele designar hoy la filosofía de la Iglesia, si bien la denominación no es exacta, puesto que entran en cuenta nombres de representantes de una «filosofía cristiana», que no se sienten escolásticos. Desde fuera la neoescolástica se mira frecuentemente como una simple actualización de la filosofía de santo Tomás, pensando en la encíclica Aeterni Patris (1879), en la que León XIII habría convertido los principios, métodos y tesis tomistas en la filosofía oficial de la Iglesia; por lo que estos extraños, no pocas veces, traducen simplemente neoescolástica por neotomismo. La Iglesia desea, en efecto, que la philosophia rationalis, que se enseña en los centros eclesiásticos, sea dada «ad Angelici Doctoris rationem, doctrinam et principia»; tal es la prescripción del antiguo derecho canónico (canon 1366, § 2). Acostumbrados a órdenes castrenses inflexibles y uniformes, hoy muchos no aprecian la fina síntesis de autoridad y libertad que ha sido y es connatural a esta vieja institución cultural que es la Iglesia ecuménica. De hecho la neoescolástica presenta una mayor amplitud espiritual que, por ejemplo, el neokantismo. Lo muestra así su historia y también su presente.
Los comienzos. Hay que poner los comienzos de la neoescolástica en el segundo tercio del siglo XIX. Fue una reacción contra los efectos de una filosofía precedente, que despertaron recelos del lado del pensamiento religioso.
Una reacción. Provino esta reacción, parte del temor de un deslizamiento hacia el panteísmo, parte de teorías dudosas sobre las relaciones entre la fe y la ciencia, parte de un cierto subjetivismo.
El peligro del panteísmo se vio en el ontologismo, tal como lo representaron en Italia V. Gioberti († 1852) y A. Rosmini († 1855), y en Francia A. Gratry († 1872); las dudosas explicaciones de la relación entre fe y razón en el tradicionalismo y fideísmo de los Bonald, Lamennais y otros en Francia, y de los Baader y Deutinger en Alemania (cf. supra. pág. 300). Ambos peligros venían a reunirse en el idealismo alemán de Hegel y Schelling, en que el absoluto, según se verá, se transfunde en lo temporal e, inversamente, el saber filosófico se adueña de lo sobrenatural y de los misterios hasta diluirse éstos en una racionalidad humana. Influido por ello, A. Günther († 1863) trató la doctrina de la Trinidad según métodos hegelianos. Encontró la tríada hegeliana en toda criatura y concibió la Trinidad en el sentido del ritmo triádico, a saber, como sujeto, objeto y unidad de ambos.
Ya antes G. Hermes († 1831), inspirándose en Descartes, Kant, Fichte y Fries, había desarrollado un concepto subjetivista de la verdad, que puso como fundamento de su teología. También a J. Kuhn († 1876), uno de los hombres más destacados de la escuela de Tubinga, se le acusó de subjetivismo por su teoría del conocimiento inmediato de Dios.
Los fundadores. Para conquistar de nuevo un terreno firme, resonó de muchos lados y en muchos países, casi al mismo tiempo, la consigna: ¡Vuelta a los clásicos de la escolástica! En España, J. Balmes († 1848) contribuyó a este movimiento, y, después de él, el cardenal Zeferino González († 1895). En Italia se entregaron a la misma tarea restauradora M. Liberatore († 1892), L. Taparelli († 1862), G. Sanseverino († 1865), T. M. Zigliara († 1893) y otros; en Francia, Domet de Vorges († 1910); en Austria, K. Werner († 1888). En Alemania fueron F. J. Clemens († 1862), C. von Schäzler († 1880), J. Kleutgen (1811-1883), A. Stöckl (1823-1895) y K. Gutberlet (1837-1928).
Las pérdidas. Al principio la polémica ocupó el primer plano, y hay que reconocer que se extremó un poco la dureza al rebatir a pensadores como Baader, Günther, Hermes, Deutinger, J. Kuhn y sus intentos de llegar a un entendimiento positivo con la filosofía contemporánea. Fueron sofocados, sin duda, gérmenes valiosos de legítima evolución, tales como se daban, por ejemplo, en la escuela de Tubinga, concretamente en Staudenmaier y en su concepción cristiana de las ideas, que lograba una síntesis profunda y vital de Platón, san Agustín, Malebranche y Leibniz.
En general, como nota característica de la escuela católica de Tubinga, la síntesis por ella buscada entre el propio patrimonio cultural, tomado del idealismo alemán, y el espiritualismo cristiano, representaba una auténtica vida con propias raíces y con posibilidades abiertas a ulterior desenvolvimiento y perfección. Parecidamente sirvió de rémora la neoescolástica para las irradiaciones de Deutinger y Sailer. Hay que decir que las nuevas fuerzas, que arrollaron a los hombres de la renovación católica, estuvieron por debajo de éstos en potencia espiritual. Es del caso preguntarse si no se derribó demasiado.
Las ganancias. Mirado desde un punto de vista más amplio, habrá que reconocer, no obstante, que frente a la inseguridad filosófica, en que los espíritus se asían ya a esto, ya a aquello, no fue sólo una exigencia de prudencia previsora el trazar una gran línea de conducta; fue también algo plenamente acomodado al espíritu y a la dignidad de una institución cultural de casi dos milenios el replegarse a su propia alma; fue, diríamos, una solución elemental y obvia. Con más derecho que del neokantismo o del neohegelianismo se podría hablar aquí de la vuelta a una gran herencia. Si al principio se cultivó casi exclusivamente una dialéctica demasiado esquematizada, se señalaron pronto dos grandes centros de rápido florecimiento neoescolástico: el Instituto Superior de Filosofía de Lovaina, fundación del después cardenal Désiré Mercier (1851-1926), y el Centro de Estudios de los PP. Franciscanos de Quaracchi, cerca de Florencia, que hicieron concebir esperanzas de fecundos desarrollos. Y con ello despuntan ya también las dos primeras diferenciaciones. Mercier y su Instituto cultivan el tomismo; los padres de Quaracchi, en cambio, editan las obras de san Buenaventura y de otros clásicos de la escuela franciscana, con lo que cobra de nuevo relieve y eficiencia la vieja dirección agustiniana, como la tuvo a todo lo largo de la Edad Media. Y, al igual que entonces, también ahora se acreditan los estudios realizados en dicha escuela por su alto nivel científico.
La fase histórica. Como fase inmediata en la historia de la neoescolástica se produce una vuelta fructuosa hacia los estudios filosóficos e histórico-doctrinales en el ámbito de la filosofía medieval. Se intenta lograr una inteligencia más profunda de la escolástica en su desarrollo histórico. Y así aparecieron, para citar sólo dos entre las muchas series de publicaciones, en Alemania los Beiträge zur Geschichte der Philosophie des Mittelalters (Contribuciones a la historia de la filosofía de la Edad Media) y en Francia los Archives d’Histoire doctrinale et littéraire du moyen âge. Hombres como H. Denifle, M. de Wulf, F. Ehrle, G. von Hertling, C. Baeumker, P. Mandonnet, E. Longpré, M. Grabmann, É. Gilson, F. Pelster, A. Pelzer, J. Leclercq, Ph. Delhaye, J. Koch, F. Stegmüller, T. Barth, nos han permitido ver con nueva luz el Medievo, que nos resulta ya menos oscuro que en las historias del siglo XIX.
Pero se quiso ahondar más aún y se pasó a estudiar, a través de la filosofía medieval, también la filosofía de la Antigüedad, especialmente en el aspecto de supervivencia en el cristianismo. Justamente los más significados de estos historiadores neoescolásticos han reelaborado, en excelentes investigaciones y estudios, la vieja síntesis de helenismo y cristianismo, atentos siempre a iluminar la problemática filosófica de la Edad Moderna y contemporánea; así, por ejemplo, G. von Hertling, O. Willmann, C. Baeumker, A. Dyroff, J. Geyser, M. Wittmann, H. Meyer, etcétera.
Philosophia perennis. Se vuelve otra vez a aquella philosophia perennis, tal como lució para san Agustín, santo Tomás, Erasmo, Melanchthon, Leibniz, Trendelenburg. Se busca lo permanente en el pensamiento occidental y se descubre en la filosofía platónico-aristotélica, por un lado, y en el patrimonio doctrinal del cristianismo, por otro. Se intenta, finalmente, iluminar desde esta base la situación del hombre de hoy en la problemática acuciante de sí mismo y del mundo. No se va a la historia para quedarse en lo histórico, en un alejandrismo de museo, sino que se pretende, mediante un constante y serio enfrentamiento con las principales posiciones filosóficas del pasado, dar una respuesta sistemática y objetiva a las interrogaciones del hombre que filosofa.
Los hombres. Representante típico de esta tendencia es Georg von Hertling (1843-1919). Escribe trabajos genético-históricos sobre Aristóteles, san Agustín, san Alberto Magno, Descartes, Locke, y toma posición frente a la problemática filosófica de su tiempo; en lo metafísico, en su obra Über die Grenzen der mechanischen Naturerklärung (Sobre los límites de una explicación mecanicista de la naturaleza, 1875) y en sus Vorlesungen über Metaphysik (Lecciones sobre metafísica), editado en 1922 por M. Meyer; en lo ético, jurídico y político, en el pequeño tratado clásico Recht, Staat und Gesellschaft (Derecho, Estado y sociedad, 1906). Hertling hizo armas contra el materialismo del siglo XIX en posiciones de vanguardia. Fue al mismo tiempo uno de los contados filósofos que tuvieron la fortuna de poder informar activamente la vida pública con sus ideas.
Lo mismo habrá que decir de Otto Willmann (1839-1920), injustificadamente poco conocido, cuya grandiosa historia del idealismo no es una mera presentación histórica, sino, tanto y más, un tratado filosófico del tema de amplia base doctrinal. En contacto con los grandes pensadores de la filosofía occidental, supera la estrechez de una «sistemática» que se cerrara en un ángulo de visión y se hiciera pasar por la filosofía.
Tampoco Clemens Baeumker (1853-1924) es un mero historiador de la filosofía. Es verdad que la sola investigación de la filosofía histórica es ya para él un valor. «Pero por encima de ella —como ha dicho E. Becher en una bella y certera caracterización de Baeumker— esa investigación tiene la otra misión importante de servir a la filosofía misma, reconquistando y guardando de nuevo en su pureza infalsificada el patrimonio espiritual conquistado por los grandes maestros, y aguzando al mismo tiempo nuestra vista para detectar lo históricamente condicionado y objetivamente inadecuado, que inevitablemente se ha adherido aun a las más excelsas creaciones del espíritu humano».
Parecidamente ocurre en Adolf Dyroff (1866-1943), que comienza también con un estudio de la historia de la filosofía antigua en sus fases decisivas, para después dar las respuestas a las cuestiones fundamentales de la teoría del conocimiento, de la metafísica, de la ética y la estética; esas respuestas contienen lo mejor y lo más permanente del esfuerzo espiritual realizado por el hombre desde la Antigüedad hasta nuestros días.
Lo mismo podría decirse de Joseph Geyser (1869-1948); es significativo y justo el título de Philosophia perennis dado a la colección de estudios dedicados a sus 60 años, cuyos dos volúmenes (1930), redactados por eruditos de todo el mundo, son un espécimen impresionante de la intensidad y variedad de dicha filosofía.
El editor de este volumen-homenaje, F. J. von Rintelen, ha destacado en sus obras propias la continuidad y profundidad de este espíritu de nuestra cultura, concretada en tres punto decisivos. Existen, según él, «verdades fundamentales del pensamiento europeo» que se perennizan a través de todos los siglos; en primer lugar la idea de bien, de valor, que Rintelen hace remontarse hasta Platón con su idea como «valor en sí mismo». Existe el absoluto, que se manifiesta precisamente en el valor, y que, por contraste, hace recortarse con trazos chocantes como «filosofía de la finitud» toda la que olvida o ignora aquel absoluto, en especial, la filosofía existencial. Existe el «rango del espíritu», apreciable en el idealismo alemán, pero sobre todo en Goethe, que, para usar un término de Aristóteles, es la realidad de la vida.
En J. Maritain, H. Meyer, É. Gilson, A. Dempf, hay una vasta obra literaria que abarca toda la historia de la filosofía, pero que gira siempre en torno a lo eternamente verdadero, que constituye el alma de todo conjunto. Es típica, por ejemplo, en A. Dempf, en su Selbstkritik der Philosophie (Autocrítica de la filosofía, 1947) y en otras obras, la unión de antropología filosófica, sociología e historia de la filosofía comparada, con la que inicia un camino nuevo y lleno de promesas en orden a purificar la razón de los condicionamientos temporales y abrirle la posibilidad de una consideración del mundo sub specie aeternitatis.
El patrimonio doctrinal. Hay en estos pensadores cierto fondo común de doctrinas filosóficas que, por encima de las diversidades de detalle, los une a todos. Son éstas: que se da una verdad en general y que se dan verdades inmutables y eternas; que el conocimiento humano está en función del modus cognoscentis, pero no se convierte por ello en una pura y relativa subjetividad; que el ser mismo es cognoscible y tiene carácter objetivo; que el análisis de ese ser nos permite establecer las distinciones entre ser creado y ser increado, sustancia y accidente, esencia y existencia, acto y potencia, ejemplar y copia, estratos de ser corpóreo, viviente, anímico y espiritual; que el alma del hombre es inmaterial, sustancial e inmortal; que, por esto, el hombre se distingue esencialmente del animal; que la moralidad, el derecho y el Estado se rigen según normas eternas; que la primera causa de todo ser, de toda esencia y todo valor es el Dios trascendente.
En la manera particular de presentar y desarrollar estas tesis comunes hay una gran variedad, como aparece en las controversias clásicas; v. g., en la formulación de la distinción entre el ser increado y el creado (ens a se y ens ab alio, ejemplar y copia, composición acto-potencial y participación), en las relaciones entre la causalidad divina y la libertad humana (tomismo y molinismo), en el conocimiento intelectual (abstracción o intuición), en las universales (ante o post res), en la valoración de las potencias del alma (intelectualismo, voluntarismo), en la fundamentación de la ética (teónoma o teleológica o de los valores).
Quien no conoce la philosophia perennis o quiere hacerla tema de competencia interesada se sentirá tentado de tomar el patrimonio antes descrito como un acervo doctrinal concluso, que no hay sino que cogerlo tal cual y meterlo en casa como tesoro poseído. Cuando, en realidad, lo que hay allí son ideas de una abierta fecundidad, que esperan una interpretación y aplicación. Cada cual habrá de tomar sobre sí la responsabilidad de esa tarea, con análisis crítico, examen de fundamentos y exploración de aplicaciones, sin esperarlo todo de una tradición o de una autoridad dogmática. La tradición da aquí el tema de fondo, lo demás lo ha de dar cada uno. Y puede bien suceder que, dentro de la filosofía perenne, haya caminos varios, tan diferentes entre sí como sistemas completos de filosofía. Los conceptos de Dios, de causa y, principalmente, de realidad, pueden ser entendidos de manera muy diferente. Bien será mirarlo todo aquí más como una tarea que como una posesión.
Sin embargo, la postura fundamental está siempre sostenida, de algún modo, por el espíritu de la filosofía platónico-aristotélica, por su metafísica de las esencias, formas e ideas; aquella metafísica que toma en serio la verdad fundamental de que el ens metaphysicum es el ens intelligibile, y que como tal es un natura prius respecto de la realidad sensible y empírica; aquella metafísica que tiene la persuasión de que, en el plano histórico, el mundus intelligibilis de Platón constituye el alma de la metafísica aristotélica, ya en el mismo Aristóteles, y luego en la siguiente evolución histórica. Ha habido ya en esta historia muchas ocasiones de subrayar que Platón y Aristóteles están más cerca uno de otro de lo que se pensó en el siglo XIX; que Platón fue mal entendido por culpa de Aristóteles y de lo que se atribuyó a Platón en el Medievo. A la suma de elementos comunes la llamamos aquí filosofía platónico-aristotélica. Ha de tenerse esto siempre muy en cuenta; porque sólo esta filosofía platónico-aristotélica alienta en el fondo de la philosophia perennis, y no un aristotelismo modernizado, que más es empirismo inglés que filosofía griega de la Academia o del Liceo, o patrística o escolástica del siglo XIII. Porque hay ciertas explicaciones neoescolásticas del conocimiento que en las palabras y en la intención de sus autores son aristotélicas, pero en cuanto a la cosa rozan por lo menos el sensismo. Ya en 1913 J. Maréchal habló de un «empirismo disimulado».
Philosophia perennis y Edad Moderna. Cuando se penetra en el verdadero espíritu de la filosofía platónico-aristotélica se advierte que ese espíritu se perenniza, más aún, se encuentra en la misma filosofía moderna, más concretamente allí donde se filosofa por la vía «racionalística», mejor dicho, donde se cultiva una filosofía del espíritu. La herencia de la Antigüedad está allí, en efecto, velada de muchas maneras y muchas veces desfigurada hasta no ser posible reconocerla; pero el mundus intelligibilis, como principio informador de lo sensible, lo eterno como fundamento o fin de lo temporal, puede reconocerse sin gran dificultad en ese pensamiento moderno, desde Descartes, pasando por Spinoza, Leibniz, Wolff, Kant, Schelling, Hegel, hasta Fechner y Lotze. En todos ellos, diremos con Hegel, el pensamiento penetra a través de la corteza exterior, para encontrar el pulso del «logos», y percibir después su latido aun en las formaciones externas. Solamente Hume y su descendencia espiritual desentonan del conjunto.
De aquí nuestro derecho a hablar, como hacemos constantemente, de una continuidad de la metafísica occidental. En todos aquellos filósofos podríamos saludar testimonios claros de la philosophia perennis. En el fondo, filosofía perenne no quiere decir otra cosa que un filosofar genuino. Es, con todo, un hecho que sólo los filósofos cristianos se profesan hoy declarados seguidores de esa philosophia perennis. La explicación está en que ellos acentúan con más fuerza la sustancia de fondo común y perenne que las variantes diferenciales, que por lo demás cada pensador admite y acaso son las que más hieren la vista. Ello da pie a las peculiaridades de actualidad transitoria. Que, por su carácter temporal, surgen de momento y luego se hunden en el torrente del todo, que las arrebata como una ola o como salpicadura. Debe quedar claro que otros y otros surgirán, a su vez, del seno del todo, no del todo hegeliano que remite lo verdadero ad kalendas graecas, sino del perenne «logos», puesto por Platón en el corazón de su filosofía, y nunca olvidado desde entonces; toda la filosofía europea, dice Whitehead, consiste en notas puestas al pie de página a Platón. Y desde este supuesto habrá que conducir la discusión filosófica, aun con aquellos que no se profesan expresamente cristianos.
Especialmente dondequiera que haya algo viviente del idealismo alemán debería ser posible un diálogo fecundo, pues el tema de fondo es ahí más poderoso que las variaciones ensayadas sobre él. Hasta el final de su vida Adolf Dyroff se mantuvo firme en la convicción de que no deberían perderse los tesoros que ofrece esta filosofía para reforzar y enriquecer una concepción católica del mundo. Reacciona contra una condenación precipitada y se pregunta: «¿No sería bueno seguir el ejemplo de Deutinger y Teichmüller y salvar el idealismo alemán?». Pero acaso no sea preciso salvarlo, sino sólo interpretarlo mejor. Nosotros, en este libro, nos hemos esforzado en mostrar cómo hay que interpretarlo.
Maréchal y su estela. J. Maréchal ha dicho en su testamento filosófico que un estudio a fondo de santo Tomás es el mejor camino para una mejor comprensión de la filosofía moderna. También él tiene por indispensable un diálogo crítico con la época moderna, diálogo positivo, no refutación. Su gran obra Le point de départ de la Métaphysique (1922) intenta enfocar el fenomenalismo de Kant, que según él es lo más importante de este filósofo, partiendo de santo Tomás y de una interpretación nueva de la doctrina tomista del conocimiento. Podría denominarse dinamismo gnoseológico. El espíritu humano, en contacto directo con el absoluto, despliega una espontaneidad cognoscitiva en que se hace a sí mismo consciente de los principios esenciales. La metafísica es saber del absoluto, en la medida en que traduce inmediatamente la situación originaria del hombre de estar ya absorbido por el absoluto. Esto se ha mostrado estimulante, a pesar de algunas oposiciones, y desde entonces se puede hablar de un nuevo estadio en el desarrollo de la filosofía cristiana, es decir, de una fase de diálogo crítico y constructivo con la filosofía moderna. El diálogo fue, sobre todo, con Kant, Hegel y Heidegger.
Elaboración progresiva. Al mismo tiempo se intentaba prolongar y completar a santo Tomás, lo que no se conseguía satisfactoriamente aún, en Maréchal ni en otros. Por una parte, se saltó demasiado pronto de la línea histórica y se cayó en conceptos del día que no eran precisamente los de santo Tomás. Por otra, no era fácil sustraerse al potente influjo de Kant, Hegel y Heidegger. Con ello, no obstante la voluntad de diálogo crítico, se pagó demasiado tributo de dependencia al «adversario», al menos en el lenguaje y en la conceptualización de los problemas. Parecía una vez más que el enemigo ponía las leyes del encuentro. No pocas veces ocurría, en efecto, no saber uno si estaba ante santo Tomás, o más bien ante Hegel, Kant o Heidegger. Confusión quizás inevitable.
La nueva tarea. De nuevo subrayamos la necesidad de ir al verdadero santo Tomás, el de la historia, no el de esta o aquella escuela; en todas sus posibilidades aún abiertas. Habría también que ir más allá de los filósofos actuales, calando en sus últimas premisas históricas y doctrinales, sin la presión de las circunstancias. Esto no se alcanza con discusiones dialécticas, ni menos con literatura, sino a través de una paciente crítica histórica, ahondando en los orígenes y dependencias. Desde los comienzos del pensamiento moderno vienen operando muchas falsas comprensiones de la Antigüedad. Hemos tenido ocasión e interés en notarlas a lo largo de nuestra obra, y concretamente en Kant (cf. supra, págs. 215s y 241s). Sólo cuando se haya hecho esta dilucidación de los hechos se podrá llevar a cabo aquella ulterior elaboración, que sea efectiva continuación y prolongación de una problemática, y no una mera mezcla de datos recibidos de acá y allá. Entonces tendríamos un filosofar sin prejuicios, trabajando sobre las fuentes, lo mismo sobre santo Tomás que sobre Kant, Hegel y Heidegger.
No nos agrada el nombre de neoescolástica para esta filosofía. Mejor le caería, por su más ancha base, el de filosofía cristiana, aunque también esta denominación se presta a confusiones.
Filosofía cristiana. En la filosofía contemporánea, la filosofía católica ocupa un puesto destacado y de renombre mundial (ella es de facto la filosofía cristiana, pues el protestantismo no ha producido ninguna filosofía propia). Posee prestigiosos centros en Roma, Milán, Quaracchi (Colegio Franciscano), París (Institut Catholique), Lovaina (Institut Supérieur de Philosophie). Nimega, Friburgo de Suiza, Innsbruck, Pullach, Múnich, Washington, South-Bend (Notre Dame, Estados Unidos), St. Louis, Toronto (Pontifical Institute of Mediaeval Studies), Ottawa, Madrid (Instituto Luis Vives). Sólo el Bulletin Thomiste, órgano bibliográfico tomista, reseña anualmente alrededor de quinientas publicaciones nuevas. Sus representantes cultivan todos los campos de la problemática filosófica. Mencionemos en la psicología a J. Geyser, J. Fröbes, J. Lindworsky, A. Gemelli, V. Rüfner; en la lógica y la epistemología, a D. Mercier, J. Geyser, J. Maritain, C. Nink, J. de Vries, G. Siewerth, F. van Steenberghen, E. Stein, J. M. Bocheński, L. Gabriel, G. Söhngen, W. Brugger, B. Lakebrink; en la metafísica y la ontología, a D. Mercier, J. Geyser, L. Baur, C. Nink, J. Maréchal, P. Descoqs, J. Hellín, D. Feuling, J. B. Lotz, L. De Raeymaecker, H. Meyer, E. Coreth, J. Möller, R. O. Messner, R. Berlinger, H. E. Hengstenberg; en la teología natural, a R. Garrigou-Lagrange, P. Descoqs, J. Hellín, C. Nink; en la filosofía de la religión, a W. Schmidt, G. Wunderle, J. Hessen, E. Przywara, B. Rosenmöller, J. Geyser, J. Engert, J. Hasenfuss, A. Brunner, A. Dempf, R. Guardini, J.-A. Cuttat; en la estética, a A. Dyroff, M. de Wulf, J. Maritain, H. Lützeler, H. Kuhn; en la filosofía natural, a J. Schwertschlager, A. Mitterer, V. Rüfner, G. Siegmund, F. Dessauer, H. Doich, H. Conrad-Martius; en la ética, filosofía de la cultura y filosofía jurídica y política, a V. Cathrein, J. Mausbach, M. Wittmann, D. von Hildebrand, Th. Steinbüchel, J. Pieper, A. Dempf, H. Rommen, J. Hommes, Messner, H. E. Hengstenberg, O. Most, M. Reding; en la historia de la filosofía, a C. Baeumker, M. Grabmann, M. Wittmann, H. Meyer, É. Gilson, A. D. Sertillanges, A. Dempf, J. Hessen, Ph. Böhner, J. Koch, P. Wilpert, E. W. Platzeck.
A la mayoría de estos hombres no les cuadra exactamente la denominación de neoescolásticos, pues desarrollan sus propios métodos y el enfrentamiento con los problemas filosóficos del momento presente alcanza tan ancho espacio en su producción, que no están menos en la edad y la filosofía modernas que cualquiera otro.
Típica muestra de este estado de cosas es la postura de la filosofía cristiana con respecto a las modernas ciencias naturales. En esta materia F. Dessauer, uno de los primeros en problematizar la técnica y en aportar a ella perspectivas éticas, ha criticado repetidas veces el método escolástico, aun reconociendo sus bases positivas: aceptación de la realidad, de su sentido y de su fundamento último.
Del mismo modo trabajan con métodos científicos modernos, fieles a la realidad dada, H. Conrad-Martius, A. Wenzl, R. Schubert-Soldern, B. F. von Brandenstein. Por motivos distintos, el impulsivo J. Hessen se aparta de la neoescolástica en todo su pensar. También P. Wust sigue un camino enteramente moderno. Y menos aún se puede hablar de neoescolástica cuando se habla de un círculo de filósofos cristianos influidos más o menos por Heidegger. Entre ellos J. B. Lotz, K. Rahner, M. Müller, G. Siewerth, B. Welte, H. Krings.
Sería del caso precisar aquí hasta dónde llega ese influjo, si va más allá de un modo de hablar hecho frecuente hoy. Siempre hubo en el pensar cristiano una cierta adaptación al espíritu del tiempo. A pesar de que uno creería que el dogma iba a fijar el pensamiento cristiano en una inmovilidad histórica, las corrientes de los tiempos han dejado siempre en él una fuerte huella. No hablemos de los árabes, judíos y aristotélicos en la Edad Media. Incluso Descartes fue acogido y asimilado con relativa rapidez, en especial por los jesuitas. Mucho más, después, Leibniz y Wolff. También Kant tuvo sus seguidores. Pero de un modo muy notable, cuando en el siglo pasado, por obra, sobre todo, de los ingleses, se puso de moda el realismo, el pensador cristiano se habituó a pensar realísticamente. Santo Tomás fue interpretado conforme al realismo crítico. Después se cooperó de grado con la metafísica inductiva y más tarde con Scheler y con la axiología fenomenológica.
Así pues, todo está en saber bien a dónde se va, por encima de unos modos de hablar que van y vienen con el tiempo. No bastará proponerse honradamente continuar a santo Tomás, en el nivel del pensar actual, pues esto mismo se lo propusieron otros antes, y con poco éxito. Se cierne el peligro de que a través de un lenguaje y de una problemática nuevos, no sólo se liquide un pensar escolástico, sino el de la filosofía perenne. Ahondar en la historia, por las dos vertientes, lo antiguo y lo nuevo, y en los principios fundamentales del pensar que se hizo cristiano, será la garantía de que lo nuevo edifique sobre lo antiguo, continúe y perfeccione sin destruir.
Bibliografía
Como introducción al pensamiento de la philosophia perennis pueden servir las siguientes obras: J. ALEU, De Kant a Maréchal: hacia una metafísica de la existencia, Barcelona, Herder, 1970; A. BRUNNER, Die Grundfragen der Philosophie, Friburgo, Herder, 1949, 1956, 1963 (trad. cast., Ideario filosófico, Madrid, Razón y Fe, 31952); J. R. CALO, El pensamiento de Jacques Maritain, Madrid, Cincel, 1987; E. CORETH y otros (eds.), Christliche Philospphie im katholischen Denken des 19. und 20 Jhs., vol. 2, Graz, Styria, 1998; A. DEMPF, Christliche Philosophie, Bonn, Bonner Buchgemeinde, 1938, 21952 (Filosofía cristiana: el hombre entre Dios y el mundo, trad. de R. de la Cierva, Madrid, Fax, 1956); C. GIACON, La seconda scolastica, vol. 1: I grandi commentatori di San Tommaso; vol. 2: Precedenze teoretiche al problemi giuridici – Toledo, Pereira, Fonseca, Molina, Suárez; vol. 3: Problemi giuridico-politici – Suárez, Beelarmino, Mariana, Milán, Bocca, 1944-1950; J. HESSEN, Lehrbuch der Philosophie, 3 vols., Múnich-Basilea, Reinhardt, 1947-1950 (Tratado de filosofía, 3 vols., trad. de J. A. Vázquez, Buenos Aires, Sudamericana, 1970); J. LENZ, Vorschule der Weisheit, Wurzburgo, Augustinus-Verl., 1948; A. M. MATTEO, Maréchal: Quest for the absolute. The phiolosophical vision of Joseph Maréchal, DeKalb (IL), Northern Illinois University Press, 1992; O. MUCK, Die transzendentale Methode in der scholastischen Philosophie der Gegenwart, Innsbruck, Otto, 1964. De la colección Mensch, Welt, Gott. Ein Aufbau der Philosophie in Einzeldarstellungen (Hombre, mundo, Dios. Una estructuración de la filosofía en monografías particulares), publicada por el Colegio de san Juan Berchmans, Pullach-Múnich, citemos entre lo aparecido hasta ahora: J. DE VRIES, Denken und Sein, 1937 (Pensar y ser, trad. de J. A. Menchaca, Madrid, Razón y Fe, 1945, 21953), A. WILLWOLL, Seele und Geist, 1938 (Alma y espíritu, Madrid, Razón y Fe, 1946, 21953) y M. RAST, Welt und Gott, Friburgo, Herder, 1952. También, como instrumento útil, W. BRUGGER, Philosophisches Wörterbuch, 1947, 91962 (Diccionario de filosofía, Barcelona, Herder, 152005). Desgraciadamente, no llegaron a completarse las grandes colecciones: «Philosophische Handbibliothek», 11 vols. (Múnich, 1923s) y «Die Philosophie» (Bonn, 1934s). En su lugar, apareció la excelente Philosophia Lovaniensis, bosquejo de la filosofía en sus diferentes aspectos, ed. por los profesores del Institut Supérieur de Philosophie de la Universidad de Lovaina y el Cours de Philosophie Scholastique (París, Beauchesne, 1964s) que la editorial Herder de Barcelona publicó traducida al castellano, con su correspondiente adaptación.
Innovación y restauración en la filosofía española
Lo más destacado del pensamiento filosófico español en el siglo XIX y a principios del XX está inmerso en la polémica entre la apertura al mundo del pensamiento moderno y la afirmación de la peculiaridad española. Veamos brevemente a los representantes principales.
Jaime Balmes nació el 28 de agosto de 1810 en Vic (Barcelona) y murió el 29 de julio de 1848 en la misma ciudad. No había cumplido los 38 años. Es el filósofo español más importante de la primera mitad del siglo XIX. Nacido de una familia humilde, en 1817 inició sus estudios en el seminario de Vic. Estudió también en la Universidad de Cervera y continuó formándose con sus propias lecturas. En 1837 obtuvo una cátedra de matemáticas en Vic e impartió su docencia durante cuatro años. Entre 1842 y 1844 escribió El protestantismo comparado con el catolicismo. Fundó las revistas La civilización, La sociedad y El pensamiento de la nación. A través de estas revistas pretendía influir en la vida pública. Seguidamente aparecieron El criterio (1845), Filosofía fundamental (1846), Cartas a un escéptico en materia de religión (1846), Filosofía elemental (1847), Escritos políticos (1847-1848). Balmes amplió su base cultural y social viajando por Inglaterra, Francia y Bélgica. Se formó en la escolástica, pero emprendió un diálogo crítico con la filosofía moderna. Algunos lo consideran un predecesor de la neoescolástica. En el terreno social abogaba por una transformación que hiciera innecesarias las revoluciones.
Obras y bibliografía
Ediciones: Obras completas, 8 vols., ed. por la «Fundación Balmesiana de Barcelona» según la ordenada y anotada por I. Casanovas, Madrid, BAC, 1948-1950. Obras principales: El protestantismo comparado con el catolicismo, 1842-1844; El criterio, Barcelona, Brusi, 1845; Filosofía fundamental, 4 vols., Barcelona, Brusi, 1846, 21848.
Sobre Balmes: M. ANGLÉS, Els criteris de veritat en Jaume Balmes, Barcelona, Balmes, 1992; id., «Jaime Balmes», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 1, Barcelona, Herder, 2005, págs. 203-207; H. AUHOFER, La sociología de Jaime Balmes, Madrid, Rialp, 1959; I. CASANOVAS, Balmes, su vida, sus obras y su tiempo, Barcelona, Gustavo Gili, 1942 (biblio.); E. LÓPEZ MEDINA, El sistema filosófico de Balmes, Vilassar de Mar, Oikos-tau, 1997; J. DE D. MENDOZA, Bibliografía balmesiana. Ediciones y estudios, Barcelona, Balmes, 1961; P. MORENO, El instinto intelectual en la filosofía de J. Balmes, Madrid, Universidad Complutense, 1985; M. OROMÍ, «El concepto de ciencia en Balmes», en Revista de Filosofía, CSIC (Madrid), 7 (27) octubre-diciembre 1948, págs. 909-938; J. ROIG GIRONELLA, Balmes filósofo. Investigaciones sobre el sentido último y actual de su pensamiento, Barcelona, Balmes, 1969; D. ROCA, Jaime Balmes: 1810-1848, Madrid, Ediciones del Orto, 1997; C. SOLAGUREN, Metodología filosófica de Balmes, Madrid, Cisneros, 1961.
En el plano filosófico las dos obras más importantes de Balmes son El criterio y Filosofía fundamental. En El criterio, obra traducida a diversos idiomas, el autor quiere desarrollar un procedimiento para pensar rectamente y a la vez un medio de conocer la verdad, la realidad de las cosas. En el problema de la verdad está implicado el hombre entero con todas sus facultades: voluntad, entendimiento, sentimientos y pasiones. El criterio quiere ser una guía para situar al hombre, con todas sus fuerzas, en una forma equilibrada ante los aspectos fundamentales de la vida (la sociedad, la ciencia, la historia, la religión). Se propone ser un libro de lógica que actúe en la vida concreta de las personas. Puesto que quien ha de ser guiado y conducido a la verdad es el hombre entero, Balmes entiende el pensar como una sabiduría práctica, y no sólo como una actividad meramente teórica. Cuando se recorta la riqueza humana, bien en la vida concreta, bien en la filosofía, se incurre en el error. Para tener criterio se requiere el desarrollo personal a través de las experiencias vitales.
Esto es coherente con la filosofía del sentido común que propugna Balmes. Él cree en la recta constitución de las facultades humanas, que culminan en el entendimiento. Por eso considera que es contrario a todo sentido humano comenzar negándolo todo. Entiende por sentido común (o instinto intelectual) la tendencia natural a otorgar nuestra adhesión a ciertas proposiciones que se amparan en el testimonio de la conciencia, aunque éstas no nos consten con evidencia. Las verdades del sentido común presentan las siguientes características: es imposible demostrarlas, sentimos una necesidad intelectual de ellas, y experimentamos una inclinación a su aceptación. No obstante, el sentido común puede soportar el examen de la razón. Balmes distingue tres fuentes o criterios de conocimiento: la conciencia, la evidencia y el sentido común. Entiende la evidencia, basada en el principio de contradicción, como percepción de la identidad o repugnancia de las ideas, como la percepción de la identidad entre varios conceptos separados previamente por el entendimiento. La evidencia sólo se da cuando el entendimiento compara.
En la Filosofía fundamental, Balmes se esfuerza por resaltar los aspectos modernos que se dan en la escolástica. Conoce a fondo los filósofos modernos desde Descartes hasta Kant y Hegel, cuya problemática se apropia. En este sentido es pionero en España. También disputa con el krausismo y el empirismo. En el problema de la certeza y la evidencia analiza a fondo las posiciones de Descartes, Kant y Fichte, entre otros. Comparte con Descartes y con Kant que el punto de partida para la filosofía es la conciencia; en ella se nos da su propia realidad, la intuición de la extensión y la idea del ente. La extensión es el fundamento para el desarrollo de toda la existencia sensible; y la idea del ente es la base para la construcción de los conceptos del entendimiento puro.
En lo tocante al problema de la certeza, el sentido de la reflexión no es conquistar algo que no tenemos, sino justificar lo que ya tenemos previamente. En el problema de las ideas, Balmes rechaza el sensualismo y el innatismo. Para él los elementos primeros de nuestra inteligencia son la intuición de la extensión y la idea del ente. Todo el mundo sensible de los objetos se basa en la extensión. Y se relacionan con la idea de ente nociones como identidad, unidad, simplicidad, finito e infinito, sustancia y accidente, causa y efecto, etcétera.
Balmes funda su moral en el amor de Dios. Según él, hay un sentimiento moral, que es el instinto de amor a Dios; gracias a ese instinto captamos el orden del mundo.
En diversos países de Europa (Francia, Italia y Alemania) se vio en Balmes a un abanderado del pensamiento católico. Por eso sus obras fueron traducidas a diversos idiomas. Pero su temprana muerte truncó las esperanzas cifradas en él e impidió una mejor ordenación de su pensamiento.
Juan Donoso Cortés nació el 6 de mayo de 1809 en Valle de la Serena y murió el 3 de mayo de 1853 en París. Fue pensador político y diplomático. Liberal en su juventud, se adhirió a un catolicismo de cuño conservador en la edad madura. Enseñó literatura y estética desde 1829. En 1837 ocupó el puesto de diputado en cortes y el cargo de embajador de España. Destacó por su retórica en la Cámara y por sus lecciones de derecho político. Llamó la atención en 1849 por su defensa de la necesidad de una dictadura y a partir de 1851 por la publicación de Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, en el que se oponía lo mismo al liberalismo que al socialismo. Donoso Cortés concedió una clara supremacía a la fe sobre la razón.
Obras y bibliografía
Ediciones: Obras, 4 vols., ed. por J. M. Martí y Lara, Madrid, Casa Editorial de San Francisco de Sales, 1903-1904; Obras completas, 2 vols., ed. C. Valverde, Madrid, BAC, 1970. Obras principales: Lecciones de derecho político, 1836-1837; Discurso sobre la dictadura, 1849; Discurso sobre la situación de España, 1850; Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, 1851.
Sobre Donoso: J. M. BENEYTO, Apocalipsis de la modernidad: el decisionismo político de Donoso Cortés, Barcelona, Gedisa, 1993; J. T. GRAHAN, Donoso Cortés: utopian romanticist and political realist, Columbia (MO), University of Missouri Press, 1974; J. R. HERNÁNDEZ ARIAS, Donoso Cortés und Carl Schmitt. Eine Untersuchung über die staats-und rectsphilosophische Bedeutung von Donoso Cortés im Werk Carl Schmitts, Paderborn, Schöningh, 1998; C. SCHMITT, Interpretación europea de Donoso Cortés, Madrid, Rialp, 21963; E. SCHRAMM, Donoso Cortés: su vida y su pensamiento, Madrid, Espasa-Calpe, 1936; F. SUÁREZ, Vida y obra de Juan Donoso Cortés, Pamplona, Eunate, 1997; C. VALVERDE, «Presupuestos metafísicos en la filosofía social y política de Donoso Cortés», en Miscelánea Comillas: Revista de Teología y Ciencias Humanas 16, (30), 1958, págs. 5-82.
El Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, considerado en sus principios fundamentales es un tratado sistemático de teología política. El autor, en lugar del liberalismo y del socialismo, pretendía establecer un orden basado en principios religiosos. Cree que la historia es un triunfo del mal sobre el bien, aunque internamente está en obra un triunfo del bien sobre el mal. Entiende la modernidad en concreto como historia de la catástrofe y no como un progreso. Según Donoso, a la fe en el Dios creador del mundo corresponde en política el gobierno monárquico. Por el contrario, el liberalismo y el socialismo implican una negación del gobierno. El anarquismo sacrifica la sociedad al individuo y el comunismo sacrifica al individuo en aras de la sociedad. En su pesimismo frente a la razón, Donoso asume rasgos de la contraposición agustiniana entre la «ciudad de Dios» y la «ciudad terrena». E incluso se adhiere al tradicionalismo filosófico al estilo de Bonald, afirmando que la razón humana sólo puede ver la verdad cuando se la muestra una autoridad infalible. Por eso limita la tarea de la filosofía a sistematizar las verdades que nos han sido reveladas. Desde su punto de vista, el liberalismo y el socialismo, porque niegan a Dios, no llegan a penetrar en la verdadera naturaleza del hombre. A pesar de profesar la fe católica, Donoso corre el peligro de incurrir en posiciones calvinistas y jansenistas, por su insistencia en la corrupción y la necesidad de la gracia, con menoscabo de la permanencia de la naturaleza y de la luz de la razón incluso después de la caída. Donoso Cortés ha tenido repercusión en el pensamiento político del mundo católico y en el de Carl Schmitt.
El krausismo
Se entiende por krausismo el movimiento de renovación del pensamiento filosófico que se produce en España en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX a través de Sanz del Río, discípulo de Krause, y de Giner de los Ríos.
Karl Christian Friedrich Krause nació el 6 de mayo de 1781 en Eisenberg y murió el 27 de septiembre de 1832 en Múnich. Estudió en Jena con Fichte y Schelling y obtuvo la habilitación en 1802. Se sentía atraído por la masonería y formuló diversos proyectos de reforma social. En Gotinga se le concedió licencia para impartir lecciones como profesor particular, pero tuvo que abandonar la ciudad porque varios discípulos suyos participaron en los disturbios de 1831.
Krause defiende un sistema llamado «panenteísmo», que es una mezcla de idealismo alemán y unidad espinosista, y que él desarrolla especialmente en sus Vorlesungen über das System der Philosophie (Lecciones sobre el sistema de la filosofía). En la segunda parte trata del camino del sujeto hacia el absoluto o fundamento originario, entendido como unidad de lo verdadero, bueno y bello. A través de la conciencia que el sujeto va adquiriendo acerca de sí mismo se llega al conocimiento de un universo divino. Este proceso hacia el absoluto a través de los diversos niveles del ser se realiza mediante un conocimiento emocional. Así, Dios es visto como un fondo que ampara el perfeccionamiento ético y religioso de la humanidad. Krause no tuvo una repercusión duradera en Alemania, pero la tuvo muy fuerte en España a través de Sanz del Río, que introdujo su pensamiento entendiéndolo como una cúspide en la que confluye el idealismo alemán.
Julián Sanz del Río nació el 10 de marzo de 1814 en Torrearévalo (Soria) y murió el 12 de octubre de 1869 en Madrid. Se doctoró en derecho canónico (1836) y en leyes por la Universidad de Madrid (1840) y, seguidamente, inició allí su docencia. En 1941 propuso al gobierno la introducción de la «filosofía del derecho» en los estudios jurídicos. No tuvo éxito en esta propuesta, pero en 1843, cuando se creó la Facultad de Filosofía, fue nombrado catedrático interino de Historia de la Filosofía y recibió el encargo de completar su formación filosófica en Alemania durante dos años. Se estableció en Heidelberg, por consejo del krausista belga Ahrens. En Heidelberg entró en contacto con Leonardi, entre otros krausistas. Sanz del Río era ya un krausista convencido antes de viajar a Alemania. Desde 1840 existía un círculo de amigos familiarizados con la filosofía de Krause, que también Balmes conocía. Instalado en Alemania, llegó al convencimiento de que el pensamiento de Krause era superior al de Hegel y Schelling. Veía en él un gran poder de síntesis, que había fundido en una unidad el pensamiento alemán y el cristiano, la racionalidad y el calor religioso.
En 1854 Sanz del Río se incorpora a la docencia filosófica en Madrid como titular de la cátedra de Historia de la Filosofía. Su meta era una modernización científica y política de España. Impartió sus lecciones, captó adeptos para la filosofía de Krause y tradujo textos de este filósofo. En 1867 fue despojado de la cátedra por la publicación de la obra Ideal de la humanidad para la vida (1860), aunque la recuperó en 1868. Esta obra, que en realidad es la traducción de varios artículos de Krause publicados en la revista Tagblatt des Menchsheitlebens (1811), expresa la aspiración de los hombres a unirse en familias y pueblos para constituir una única humanidad, una «alianza de la humanidad». Describe deficiencias actuales como la posición de la mujer en la familia y la falta de una comunidad científica universal, junto con el conflicto entre los diversos Estados. Frente a las deficiencias existentes, señala cómo habrían de ser las distintas sociedades: la religión habrá de ocupar un ámbito social específico y el Estado se limitará a la dimensión externa del hombre, sin entrometerse en otros ámbitos humanos como la ciencia, la moral y el arte.
Las ideas más importantes de Sanz del Río en el plano estrictamente filosófico se contienen en la obra Sistema de la filosofía. Metafísica. Primera parte: Análisis (1860), que constituye la traducción parcial de las Lecciones sobre el sistema de la filosofía (1828) de Krause. La obra consta de una parte analítica, propedéutica, a la manera de la «crítica» de Kant, y de otra sintética. Lo publicado corresponde fundamentalmente a la parte analítica. Pero ya desde el principio el autor tiende a presentar el yo como anclado en la experiencia de la realidad. Para él está en el punto de arranque el conocimiento del yo, en que el sujeto se intuye a sí mismo en lo que es (como objeto). A esta intuición, que es la intuición fundamental de la ciencia, Sanz del Río le da el nombre de «percepción pura». ¿Cómo pasar desde ahí a un principio objetivo? El análisis del yo conduce a lo que éste observa en sí mismo. Allí aparece la unidad originaria, de la que se desprenden categorías como unidad, totalidad, etcétera. Además, dentro de sí mismo el yo conoce sus propios componentes (cuerpo, ser humano, espíritu). Estos conocimientos conducen a totalidades como razón, humanidad y naturaleza. Sanz del Río analiza además el yo en cuanto inmerso en el orden temporal, en su propio sentir, querer y pensar. Lo pensado llega hasta la idea de un ser infinito, que envuelve la razón, la humanidad y la naturaleza, al cual el autor le da el nombre de «ser» y cree que esta idea de ser es como la percepción del yo, pues al hacerse presente la idea se da el objeto mismo. Para designar esa aprehensión del ser usa las expresiones «intuición del ser» y «vista real». Se le ha objetado que recurre implícitamente al argumento ontológico. El autor termina con un análisis de la voluntad y del sentimiento, mostrando que el yo también se desarrolla en cuanto quiere, siente y produce arte. A partir de la unidad del ser desciende sintéticamente hacia la multiplicidad.
En esencia, Sanz del Río defiende el «panenteísmo» de Krause, y así muestra cómo el absoluto (el ser, Dios) se despliega como unidad, totalidad y fuente de las esencias finitas, de manera que todo está articulado en la unidad. Además los krausistas pretenden enlazar con el panteísmo de los filósofos árabes en España (Avicebrón, etcétera) y de los místicos españoles. Desde la perspectiva de Sanz del Río, el problema moral ha de plantearse bajo el horizonte metafísico que hemos diseñado. Según él, ante todo hemos de reproducir en nosotros la vida de Dios y del universo. «Conocer es sobre todo conocerse. Conocimiento científico será ahondar en la totalidad y profundidad del inagotable “yo” humano. Por eso un recogimiento íntimo, un clima moral, será necesaria preparación para los iniciados. Conocimiento y vida, virtud y ciencia, quedan íntimamente compenetrados. El ideal krausista es una vida científica metódicamente conducida, ciencia armoniosa, sistema completo, y Dios es el espacio de esa armonía: todo en Dios» (L. Martínez Gómez, «Síntesis», pág. 491). Esta modalidad de pensamiento se prestaba como base para un proyecto de educación del pueblo español.
En la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX Sanz del Río tuvo discípulos destacados. Entre ellos sobresalen: Francisco de Paula Canalejas, que escribió Las doctrinas del Doctor iluminado Raimundo Lulio (1870), donde se advierte un trasfondo de Hegel y Krause; Manuel de la Revilla; Federico de Castro; Nicolás Salmerón; Fernando de Castro y Pajares; Urbano González Serrano; Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Manuel Sales y Ferré. También Pi y Margall (1824-1901), introductor del republicanismo federal en España, estuvo influido por los krausistas, lo mismo que por Hegel, Feuerbach y Proudhon. Propugna una nueva era social más adecuada a nuestra tierra, sin lastres del más allá. Comparte con el krausismo la visión panteísta de la vida. Por otra parte, el pensamiento tradicional de España se opuso vigorosamente a Sanz del Río. Se esgrimió en particular el reproche de panteísmo. La oposición creada condujo a que en la época de la Restauración (1874-1875) los krausistas fueran privados de sus cátedras. Con ello termina la época dorada del krausismo.
Francisco Giner de los Ríos dará un nuevo impulso al movimiento krausista. Nació en Ronda (Málaga) el 10 de octubre 1839 y murió en Madrid el 17 de febrero de 1915. Después de estudiar derecho en Barcelona y Granada, enseñó filosofía del derecho en la Universidad de Madrid. En 1875 la abandona como protesta por las coacciones ministeriales. Funda entonces la Institución Libre de Enseñanza, a la que propiamente debe su prestigio. Mediante esta institución pretendía crear una enseñanza privada con independencia del Estado y de la Iglesia. De hecho contribuyó decisivamente a la renovación del mundo intelectual de España entre finales del siglo XIX y principios del XX. Giner de los Ríos se basaba en el krausismo de Sanz del Río, y se centró sobre todo en cuestiones pedagógicas. Aportó además un sello personalista al sistema recibido. En el terreno del derecho atribuyó a la ley la función de la adaptación solidaria de las capacidades individuales a la comunidad.
El krausismo estuvo arraigado sobre todo en Madrid, Sevilla y Cádiz. En España este sistema significó la sustitución del pensamiento organizado del catolicismo por una visión igualmente total de la vida, pero con base en la reciente filosofía moderna y en la ciencia. La filosofía asume la tarea de dirigir y encauzar la vida. Con el krausismo se produce la penetración más importante de la filosofía moderna en España.
Obras y bibliografía
[F. GINER DE LOS RÍOS]: Obras completas, 21 vols., Madrid, La Lectura, 1916-1930 (vols. 1-19; vol. 20 ed. por Espasa-Calpe, Madrid, 1936, y vol. 21 ed. por Tecnos, Madrid, 1965). Obras principales: Prolegómenos al derecho. Principios del derecho natural, 1874; Educación y enseñanza, 1889; La persona social. Estudios y fragmentos, 1899; Filosofía y sociología, 1904; Pedagogía universitaria, 1905. [K. C. F. KRAUSE] Obras principales: Entwurf des Systems der Philosophie, 1804; Das Urbild der Menschheit, 1811; Abriss des Systems der Logik, 1825; Abriss des Systems der Philosophie, 1928; Vorlesungen über das System der Philosophie, 1828; Vorlesungen über die Grundwahrheiten der Wissenschaft, 1829. [J. SANZ DEL RÍO] Obras principales: trad. de C. C. F. KRAUSE, Sistema de la filosofía, Metafísica. Primera parte: Análisis, expuesto por D. Julián Sanz del Río, 1860, y de C. C. F. KRAUSE, Ideal de la humanidad para la vida, con introducción y comentarios por D. Julián Sanz del Río (1860), Madrid, Orbis, 1985; El idealismo absoluto, 1883 (Discurso pronunciado en la Universidad Central); Documentos. Diarios y epistolario, 1969.
R. ALTAMIRA, Giner de los Ríos, educador, Valencia, Prometeo, 1915; F. MARTÍN BUEZAS, El krausismo español desde dentro. Sanz del Río, autobiografía de intimidad, Madrid, Tecnos, 1978; E. DÍAZ, La filosofía social del krausismo español, Madrid, Edicusa, 1973; A. JIMÉNEZ GARCÍA, El krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, Madrid, Cincel, 1986; K. M. KODALLE (ed.), K. C. F. Krause, Studien zu seiner Philosophie und zum krausismo, Hamburgo, Meiner, 1985; J. LÓPEZ MORILLAs, Racionalismo pragmático: El pensamiento de Francisco Giner de los Ríos, Madrid, Alianza, 1988; L. MARTÍNEZ GÓMEZ, «Síntesis de historia de la filosofía española», en J. HIRSCHBERGER, Historia de la filosofía, vol. II, Barcelona, Herder, 1976, págs. 489-492; R. V. ORDEN JIMÉNEZ, El sistema de la filosofía de Krause: génesis y desarrollo del panenteísmo, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1998; id., Sanz del Río: traductor y divulgador de la analítica del sistema de la filosofía de Krause, Pamplona, Universidad de Navarra, 1998; id., «Julián Sanz del Río», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 3, Barcelona, Herder, 2005, págs. 1880-1883; id., «La Filosofía del Derecho en el joven Sanz del Río», en Pensamiento (Madrid), 56, (215), mayo-agosto 2000, págs. 237-264; F. QUEROL FERNÁNDEZ, La filosofía del derecho de K. C. F. Krause: con un apéndice sobre su proyecto europeísta, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 2000; E. M. UREÑA, Krause, educador de la humanidad, Madrid, Pontificia Universidad de Comillas, 1991; id., Karl Ch. F. Krause, 1781-1832, Madrid, Ediciones del Orto, 2001; id., Cincuenta cartas inéditas entre Sanz del Río y krausistas alemanes (1844-1869), Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1993; J. VILLALOBOS, El pensamiento filosófico de Giner, Sevilla, Universidad Hispalense, 1969.
Marcelino Menéndez Pelayo nació el 3 de noviembre de 1856 en Santander y murió en la misma ciudad el 10 de diciembre de 1912. Cursó la enseñanza secundaria en el Instituto Cantábrico de Santander, donde su padre era catedrático de matemáticas. Allí destacó por su memoria e inteligencia. Prosiguió sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de Barcelona, donde asistió a las clases de M. Milá y Fontanals. Cursó el último año de carrera en Madrid con profesores como Castelar, Salmerón y José Amador de los Ríos. A los dieciocho años de edad presentó la tesis doctoral La novela entre los latinos. Seguidamente viaja por diversos países de Europa, acumulando material para su obra Historia de los heterodoxos españoles. Obtiene a los 22 años la cátedra de literatura de la Universidad de Madrid. A los 25 años ingresa en la Real Academia Española. Después de desempeñar los cargos de parlamentario y consejero de instrucción pública, en 1898 es nombrado director de la Biblioteca Nacional. Fue el creador de la historia literaria española y formó una escuela de investigadores.
Obras y bibliografía
Obras completas, 21 vols., Madrid, Victoriano Suárez, 1911-1914; Edición nacional de las obras completas de Menéndez Pelayo, 65 vols., Madrid, CSIC, 1940. Obras principales: Polémicas, indicaciones y proyectos sobre la ciencia española, 1876; La ciencia española, 1876; Historia de los heterodoxos españoles, vols. 1-2, 1880, vol. 3, 1882; Historia de las ideas estéticas en España, 5 vols., 1883, 1884, 1886, 1888-1891; Antología de poetas líricos castellanos, desde la formación del idioma hasta nuestros días, 13 vols., 1890-1908; Bibliografía hispanolatina clásica, vol. 1, 1902, vols. 2-14, 1950-1953; Orígenes de la novela, 3 vols., 1905, 1907, 1910.
J. L. ABELLÁN, Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, vol. 5/2, págs. 337-344, 356-389; M. ALONSO, Las ideas filosóficas de Menéndez Pelayo, Madrid, Rialp, 1956; M. ARTIGAS, La vida y la obra de Menéndez Pelayo, Zaragoza, Heraldo, 1939; S. DE BONIS, Posición filosófica de Menéndez Pelayo, Barcelona, Casulleras, 1954; E. FORMENT, «Marcelino Menéndez Pelayo», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 2, Barcelona, Herder, 2005, págs. 1477-1481; J. IRIARTE, Menéndez Pelayo y la filosofía española. Su concepto y su valor, Madrid, Razón y Fe, 1947; P. LAÍN Y ENTRALGO, Menéndez Pelayo, Madrid, Espasa-Calpe, 1952; F. LÁZARO, Vida y obra de Menéndez Pelayo, Salamanca, Anaya, 1962; E. SÁNCHEZ REYES y P. SAINZ RODRÍGUEZ, Estudio sobre Menéndez Pelayo, Madrid, Espasa-Calpe, 1984; G. DE TORRE, Menéndez Pelayo y las dos Españas, Buenos Aires, Patronato Hispano-Argentino de Cultura, 1943.
En La ciencia española y en Polémicas, indicaciones y proyectos de la ciencia española, Menéndez Pelayo defendió la existencia de una filosofía española, frente a los que negaban que se hubiera dado una tradición filosófica en España (los krausistas, G. de Azcárate, M. de la Revilla, J. del Perojo) y menospreciaban el valor de lo nacional. En la defensa de su afirmación sacó a la luz un gran número de científicos españoles. Otorgaba un lugar destacado a Luis Vives, pero también mostró la trascendencia de personajes como Gómez Pereira, Sibiuda y Llull. En general hace un acopio impresionante de material sobre la ciencia española. De cara a la restauración del pensamiento español reclama el retorno al momento cimero del Renacimiento. Una tesis parecida enarbola en Historia de las ideas estéticas en España, pues, en esta obra, redactada con claridad expositiva y capacidad sintética, entreteje las grandes ideas que llegan a España desde el exterior y desde la tradición con las que crecen en suelo español y gozan de propia personalidad. La obra presenta primeramente a Platón, Aristóteles, Plotino, Cicerón, Agustín y Tomás de Aquino, entre otros, pero luego muestra el hilo de una historia de la estética española a través de personajes como Séneca, Quintiliano, san Isidoro, Llull, los místicos, los platónicos renacentistas y los escolásticos. Estudia también las ideas estéticas modernas, desde Descartes hasta Kant, y luego analiza las ideas del siglo XVIII en España (tratados musicales, preceptiva literaria, filósofos). En la introducción al siglo XIX, recapitula las ideas estéticas de Europa, aunque no pasa de elaborar un índice en temas como el Romanticismo, la escuela kantiana y la escuela hegeliana. Menéndez Pelayo, que inicialmente tendía a defender lo católico y lo español y se mostraba reacio a lo moderno, acaba mostrando una valoración mucho más positiva de la fuerza intelectual de Alemania (Kant, Hegel, etcétera).
La defensa de lo español se advierte claramente en Historia de los heterodoxos españoles. En esta obra el autor sostiene que el catolicismo es el centro de la cultura española, de modo que la heterodoxia no concuerda con lo español. Menéndez Pelayo recorre los brotes de heterodoxia en nuestro suelo desde el priscilianismo al krausismo, con muchos otros anillos intermedios como el arrianismo, el adopcionismo, Arnau de Vilanova, el protestantismo y el quietismo de Miguel de Molinos. El autor muestra su rechazo a las doctrinas heterodoxas, pero simpatiza con los personajes cuando descubre en ellos doctrinas originales por las que se anticipan a las ideas de otros países. Adopta un tono especialmente duro con los krausistas y con literatos de su época como Echegaray y Pérez Galdós. Posteriormente intentó moderar la dureza de su tono.
En el plano estrictamente filosófico, desarrolló trabajos sobre los orígenes del cristianismo y del escepticismo y sobre filósofos como Ramon Llull, Pedro de Valencia, Francisco de Vitoria, Algazel, Abentofail y Balmes. En conjunto, Menéndez Pelayo intentó un equilibrio entre la escolástica tradicional y lo moderno. Tomó en consideración el proyecto de una gran historia de la filosofía española, aunque no llegó a realizarlo. Encomendó este proyecto a su alumno Adolfo Bonilla y San Martín, que tampoco lo llevó a cabo. Se mantiene firme en su base católica y tradicional, si bien abriéndose progresivamente a la cultura europea. Bajo esta perspectiva ensalza a Vives, que, abierto a todo lo moderno e incluso anticipándose al tiempo, nunca abandonó la fe, el buen sentido y el realismo. Cree que el pensamiento moderno se ha desviado del católico en la época del Renacimiento, pero confía en una nueva síntesis entre lo nacional y lo europeo.
Ángel Ganivet García nació en Granada el 13 de diciembre de 1865 y murió en Riga (Letonia) el 29 de noviembre de 1898. En 1888 obtuvo en Granada el licenciado en filosofía y letras. Nicolás Salmerón rechazó su primer intento de doctorarse con el trabajo España filosófica contemporánea, pero aceptó en 1889 su segunda tesis, titulada Importancia de la lengua sánscrita. Entra seguidamente en el cuerpo de Archiveros, Bibliotecas y Anticuarios. En 1891 conoce a Unamuno. En 1892 se enamora apasionadamente de Amelia Roldán y oposita a vicecónsul en Amberes. En 1896 se traslada a Helsinki como cónsul de segunda clase. En 1898 asciende al cargo de cónsul en Riga. Desde allí mantiene correspondencia epistolar con Unamuno sobre el Idearium español. Se arrojó al río Dvina (Riga) desde un barco. Lo rescatan, pero nuevamente se lanza al río y muere ahogado.
Obras y bibliografía
Obras completas, Madrid, Victoriano Suárez, 1923 (Madrid, Aguilar, 1943, 31961-1962); Idearium español, Granada, Vda. e Hijos de Paulino V. Sabatel, 1897; Idearium español; El porvenir de España, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1940, 111981; Idearium español; El porvenir de España; Granada la bella, Barcelona, Bruguera, 1983; Idearium español; El porvenir de España, Salamanca, Almar, 1999.
A. ESPINA, Ganivet. El hombre y la obra, Madrid, Espasa-Calpe, 1942; A. GALLEGO MORELL, Ángel Ganivet, el excéntrico del 98, Granada, Albaicín, 1965; J. GINSBERG, Ángel Ganivet, Londres, Támesis, 1985; J. HERRERO, Ángel Ganivet: un iluminado, Madrid, Gredos, 1966; N. R. ORRINGER, Ángel Ganivet (1865-1898). La inteligencia escindida, Madrid, Ediciones del Orto, 1998; id., «Ángel Ganivet García», en F. VOLPI, Enciclopedia de obras de filosofía, vol. 1, Barcelona, Herder, 2005, págs. 776-778; H. RAMSDEN, Ángel Ganivets Idearium español: A critical study, Manchester, University of Manchester Press, 1967.
Los pensamientos más interesantes de Ganivet están expuestos en Idearium español, donde investiga la constitución arquetípica de España. La primera parte de la obra está dedicada a ciertas «ideas madre», que existen siempre en la Península como una fuerza colectiva depositada en el individuo. Ocupa una posición primordial el autodominio, que Séneca había encontrado ya en su tierra natal. Para Ganivet, otra idea madre es el cristianismo español. El misticismo hispánico es resultado del encuentro del indoeuropeo peninsular con los semitas árabes, de acuerdo con el historiador alemán de derecho romano Rudolf von Ihering, que defiende la creatividad cultural de ese tipo de encuentro. Desde su punto de vista, la individualidad religiosa del castellano se mueve entre el extremo de un sensualismo de tipo islámico y el de su peculiar fanatismo. Junto con el senequismo y el cristianismo Ganivet analiza el espíritu territorial. En virtud de este rasgo, resaltado previamente por el historiador inglés Henry Thomas Buckle, el español está radicado en el terreno peninsular y en su independencia. Por eso, cuando Carlos V quiso hacer de España una nación continental, los españoles no lo comprendieron. En el Idearium español la abulia de España después del Siglo de Oro se explica por su carácter peninsular. Según Ganivet, la abulia es la debilitación del sentido sintético, del que paradigmáticamente carece Felipe II. El abúlico es aséptico y vive de ideas fijas, de modo que pasa con facilidad de la apatía a la exaltación. El autor del Idearium propone como solución el repliegue en la propia interioridad, en cerrar con candados el lugar por donde el espíritu español se escapó de España, en el retorno a la riqueza espiritual de nuestra raza, que es superior a los artificios de la técnica moderna, en la interioridad dentro de la propia hondura. El Idearium termina con la frase emuladora de Agustín: noli foras ire, in interiore Hispaniae habitat veritas. Es manifiesta su sintonía con Unamuno. Para Ganivet el verdadero tipo hispánico era Séneca, al que siguió en el suicidio a la edad de 32 años.
Ramiro de Maeztu Whitney nació el 4 de mayo de 1874 en Vitoria y murió el 29 de octubre de 1936 en Madrid. Recibió una formación esmerada, pero al terminar la época de bachillerato su familia se arruinó y a los 15 años Ramiro hubo de buscar trabajo. Aunque no gozó de formación universitaria, la suplió con su lectura reflexiva. Junto con Baroja y Azorín, constituyó el primer núcleo de la Generación del 98. Sus escritos son fundamentalmente periodísticos. De 1894 a 1905 critica a la sociedad española de la Restauración y busca un modo de regenerarla. La obra más representativa de esta época es Hacia otra España. Desde 1905 es corresponsal en París. Desarrolla la idea de un socialismo liberal. Espera el cambio intelectual por obra de una minoría intelectual y no por la revolución. Los artículos de esta época están reunidos en Liberalismo y socialismo. Desde 1916 se acerca al catolicismo y propugna que la regeneración de España y de Occidente ha de conseguirse desde los principios católicos y no mediante una entrega al espíritu de la modernidad. Expuso sus ideas en La crisis del humanismo y Defensa de la hispanidad. Apoyó la dictadura de Primo de Rivera y, una vez proclamada la República, se adhiere al partido Renovación Española. Con todo ello pierde la simpatía de muchos intelectuales. Funda la revista Acción española, órgano del tradicionalismo. Al iniciarse la guerra civil, una célula anarquista lo encarceló y luego fue asesinado.
Obras y bibliografía
Obras principales: Hacia otra España (1899); La crisis del humanismo (1919); Don Quijote, don Juan y la Celestina. Ensayo de simpatía (1926); Defensa de la hispanidad (1934). Publicadas como póstumas: Defensa del espíritu (1958); Los intelectuales y un epílogo para estudiantes (1966); Liberalismo y socialismo. Textos fabianos 1909-1911 (1984).
L. AGUIRRE PRADO, Ramiro de Maeztu, Madrid, Epesa, 1974; V. MARRERO, Maeztu, Madrid, Rialp, 1955; G. FERNÁNDEZ DE LA MORA, Maeztu y la teoría de la revolución, Madrid, Rialp, 1956; J. M. FERNÁNDEZ DE URBINA, La aventura intelectual de Ramiro de Maeztu, Vitoria, Diputación Foral de Álava, 1990; J. J. GARCÍA NORRO, «Ramiro de Maeztu Whitney», en F. VOLPI, Enciclopoedia de obras de filosofía, vol. 2, Barcelona, Herder, 2005, págs. 1386-1388; A. RAFAEL SATERVAS, La etapa inglesa de Ramiro de Maeztu, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1987.
Después de una época en la que Maeztu mira a Europa, pasa a una segunda etapa en la que revaloriza lo español y lo católico. Según él, las épocas fundamentales de España han sido su unificación bajo los Reyes Católicos, su aportación doctrinal al Concilio de Trento, la cristianización de América y la oposición a la Ilustración, a la Revolución francesa y al liberalismo. Desde su punto de vista, la idea de «hispanidad» no se cifra en la raza, ni en la geografía, ni en un concepto histórico, ni en la totalidad de los que hablan español; se basa en una concepción idéntica del mundo, que se distingue por completo del moderno ideal revolucionario tal como se da en los modernos pueblos anglosajones. Lo hispano implica un ideal de libertad, igualdad y fraternidad. Ahora bien, este ideal se cifra en la libertad de elegir entre el bien y el mal, proclamada en el rechazo de la predestinación. De acuerdo con la concepción católica, todo hombre está destinado a la salvación y exige un orden de libertad política en el que pueda realizar el bien. Los hombres están equiparados en la igualdad en el sentido de que el camino de la salvación está abierto a todos. Por lo demás, no tiene sentido una equiparación de todos los hombres en sus funciones sociales, pues las personas están diferenciadas en sus dotes. Y la fraternidad no puede fundarse sin una paternidad común.
En La crisis del humanismo, censura la concepción que arranca del Renacimiento porque despierta en el hombre un sentimiento de autosuficiencia y olvida la realidad de la Caída. Advierte además del peligro de relativismo de los valores y de absolutismo de un Estado burocratizado que concentra en sí todos los poderes. Maeztu, por su parte, defiende los valores más allá de los sentimientos e intereses de los hombres. Llama la atención sobre el hecho de que la democracia no excluye la falta de libertad individual. Y defiende un tipo de organización articulada de acuerdo con el reconocimiento de las funciones desempeñadas por cada individuo. Para Maeztu, la organización social ha de ser gremial, pues el gremialismo atiende simultáneamente a la igualdad y a las diferencias de los hombres, reconoce el derecho universal a una vida humana y a la vez las diferencias funcionales de cada uno.
Eugenio d’Ors merece incluirse también entre los pensadores que trabajaron por la renovación de España. Nació el 28 de septiembre de 1881 en Barcelona y murió el 25 de septiembre de 1954 en Vilanova i la Geltrú (Barcelona). Se licenció en Derecho (1903) y posteriormente en Filosofía (1913). Becado en 1905, siguió estudiando en la Sorbona y el Collège de France. Descubre en Francia el pragmatismo americano y el vitalismo de Bergson. En 1911 regresa a Barcelona y desempeña diversos cargos culturales, influyendo en la renovación intelectual y científica de Cataluña. Seguidamente viaja por América Latina y a su regreso se establece en Madrid. Desde ese momento escribe en castellano. A partir de 1927, reside durante una década en París como representante de España en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. En 1937 vuelve a España. Desde 1938 ocupa la Jefatura Nacional de Bellas Artes y en 1938 es elegido miembro de la Real Academia de la Lengua. En 1939 recupera el fondo del Museo del Prado depositado en Ginebra. En 1953 se crea para él la cátedra de Ciencia de la Cultura en la Universidad de Barcelona; sólo llegará a impartir algunas clases. Eugenio d’Ors impulsó el movimiento («noucentista») de regeneración cultural de Cataluña, en reacción frente al modernismo e inspirado en el clasicismo. Dio a su proyecto filosófico la designación de «intelectualismo pospragmático», en el que intentaba una unificación de razón y vida. Utilizaba los seudónimos de «Octavi de Romeu» y «Xènius».
Obras y bibliografía
Obras principales: La filosofía del hombre que trabaja y juega, 1914; Tres horas en el Museo del Prado. Itinerario estético, 1922; El secreto de la filosofía, 1947; La ciencia de la cultura, 1964.
V. CACHO, Revisión de Eugenio d’Ors, Barcelona, Quaderns Crema, 1997; J. M. CAPDEVILA, Eugeni d’Ors. Etapa barcelonina (1906-1920), Barcelona, Barcino, 1965; G. FERNÁNDEZ DE LA MORA, D’Ors ante el Estado, Madrid, Instituto de España, 1981; A. GARCÍA NAVARRO, «Eugenio d’Ors. Bibliografía», en Cuadernos de Anuario Filosófico 16 (1994); J. L. LÓPEZ ARANGUREN, La filosofía de Eugenio d’Ors, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1945 (Madrid, Espasa-Calpe, 1981); A. LÓPEZ QUINTÁS, El pensamiento filosófico de Ortega y d’Ors, Madrid, Guadarrama, 1972; A. MUÑOZ ALONSO, «El secreto de la filosofía», en Cuadernos Hispoanoamericanos 3 (1948) 592-595.
La obra de mayor contenido filosófico de Eugenio d’Ors es El secreto de la filosofía, procedente de las lecciones que el autor impartió en Barcelona (1917-1918), en Córdoba (Argentina) en 1921 y en Ginebra (1933). Con la palabra «secreto» se refiere al hecho de que la ciencia, aun cuando sea fundamental para el hombre, no es capaz de abrir el sentido de nuestra existencia. Bajo este aspecto son más importantes el lenguaje, el arte, la religión y la cultura en general. En el Glosario se propone mostrar lo que hay de eterno en la vida de la época. Eugenio d’Ors aspira a una visión unitaria del mundo que comprenda tanto la dimensión racional como la de la experiencia intuitiva y la del sentimiento, según aparece especialmente en La filosofía del hombre que trabaja y que juega. D’Ors es un intelectual con rasgos marcadamente estéticos que defiende un pensamiento figurativo, entendido como un término medio entre el pensar abstracto y el intuicionismo irracional. Usa expresiones como pensar con los «ojos» y lo «anecdótico» elevado a categoría. De este pensamiento integrador de la razón y la vida espera una revolución «kepleriana» de la filosofía. Quiere sustituir los principios de contradicción y razón suficiente por el de «participación» (todo elemento contradictorio también es de alguna manera su opuesto) y el de «función exigida» (todo fenómeno está en relación con otro fenómeno anterior, o concomitante, o posterior). Eugenio d’Ors ha hecho importantes aportaciones a la filosofía de la cultura y del arte, así como a las dimensiones pedagógicas de la política.