III

KANT Y EL IDEALISMO ALEMÁN

Con Kant y el subsiguiente idealismo alemán comienza una nueva etapa en la filosofía. Ésta recobra su profundidad, vuelve a ser investigación de los últimos principios y se afana otra vez por conquistar una visión sistemática y cerrada de la totalidad del ser, partiendo de un principio unitario. Kant nos ofrece una construcción filosófica perfectamente trabada en todas sus partes. En él predomina todavía la crítica. Pero en los idealistas alemanes, Fichte, Schelling y Hegel, surgen potentes sistemas filosóficos de rasgos positivos, que superan en fuerza especulativa los grandes sistemas de los siglos XVIIXVIII. Fundan lo que se ha apellidado la «filosofía alemana», con todo lo que bajo esta denominación suele entenderse: típica filosofía del espíritu, especulación abstracta, atrevidas construcciones rayanas en poesía conceptual, pensamientos difíciles y lenguaje muchas veces ininteligible; pero en todo caso un filosofar sostenido siempre por un alto idealismo ético y metafísico. El nuevo periodo enlaza con la gran tradición metafísica de Occidente que viene desde Heráclito y Platón, y pasa, a través del Cusano y Leibniz, a la metafísica escolar alemana de los siglos XVIIXVIII y, de ahí, a los autores que ahora nos ocupan.

Kant y los hombres del idealismo alemán conocen los adelantos de la ciencia moderna, los manejan y explotan, pero al mismo tiempo se sienten inscritos en la continuidad espiritual de Occidente, con su saber metafísico y ético. En este sentido pueden decirse conservadores y aun retrógrados. Su aspiración se centra en salvar los viejos valores de la verdad, de la moralidad y de la religión. Estos valores peligraron de naufragio al advenimiento del escepticismo, del utilitarismo y del materialismo, secuelas obligadas del empirismo. Kant trata de levantar la verdad, la moralidad y la religión sobre nuevos y originales fundamentos; los idealistas le siguen aún más resueltos y obstinados; hasta tal punto que muchos no advertirán que también éstos se esfuerzan por salvar la antigua herencia, y creerán que deben rechazarlos en bloque para salvarla. En los métodos de realización y en los resultados habrá grandes discrepancias, pero será preciso tener suficiente amplitud de visión para captar la situación histórica en la que han venido a insertarse Kant y el idealismo alemán que le sigue.

Diremos, con Max Wundt, que «el problema que vive en ellos es el viejo y eterno problema, constantemente renovado desde las postrimerías de la Antigüedad, de si es posible introducir la teoría de la experiencia sensible, como pieza orgánica, en una teoría del espíritu. Los pensadores del Occidente europeo, no obstante los fuertes influjos platónicos del Renacimiento, dieron en creer que la naturaleza sensible era el verdadero contenido de todo conocimiento y su auténtica meta; opinión que fue consolidándose en su crasa unilateralidad a medida que corrió el tiempo. Esto llevó finalmente al inevitable resultado del materialismo. […] Frente a este movimiento doctrinal, el pensamiento de los filósofos alemanes opone un dique: Leibniz, más bien con su efectiva conducta y su obra; Kant, sobre todo en su periodo tardío. Son ellos los que devuelven su vigor al pensamiento antiguo de la filosofía moderna, ahora confiada de modo eminente a filósofos alemanes. No se contentan, en efecto, con un mundo al margen del ser de Dios; su propio tema es la reconciliación de Dios con el mundo o la manifestación de Dios en el mismo mundo» (M. Wundt).

Bibliografía

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KANT

IDEALISMO CRÍTICO

Se ha llamado a Kant el mayor filósofo alemán, el mayor filósofo de la Edad Moderna, el filósofo de la cultura moderna y otras cosas por el estilo. Cualquiera que sea nuestra personal valoración de su filosofía, se nos impone el hecho de que con Kant se abre una nueva era para la filosofía alemana. Su figura deja en la sombra todo lo anterior y domina todo lo que le sigue.

¿Cuál es el secreto de esto? ¿Qué novedad aporta Kant? Su filosofía es rica en pensamientos señeros. Su concepto del deber y de la libertad, su crítica de todo el pensamiento humano, animada de un hondo amor a la verdad, produjeron una impresión indeleble. Su filosofía se presentaba además como una construcción comprensiva y amplia vuelta a todos los lados, y con una escrupulosa voluntad de seguir «el seguro camino de la ciencia». Pero sobre todo mereció de su época el apelativo de filosofía «moderna», porque vino a introducir en Alemania las novedades del pensamiento inglés y francés. En la Europa más occidental, el pensamiento crítico inaugurado por Descartes se había adueñado poco a poco del campo de la filosofía; así en psicología, ética, filosofía jurídica y política, social y religiosa. En Alemania, a pesar de Thomasius y sus seguidores, la Ilustración venía rezagada. Wolff y su escuela significaron incluso un momento de retroceso. Kant viene a reanudar la marcha y dar su pleno desenvolvimiento a aquella dirección. Reúne y amplía en un gran sistema las ideas de Hume y de Rousseau. Con ello se circunscribe una nueva sección en la filosofía alemana.

Y lo peculiar del caso es que Kant no lanza ahora por la borda las tendencias y los motivos de la vieja tradición: Dios, alma, inmortalidad, mundo moral y mundo inteligible; la tradición legada por Leibniz a la filosofía alemana no queda interrumpida por él. Toda aquella temática reaparece de nuevo, aunque transfigurada, y a pesar de sus adhesiones al empirismo puede y debe contarse a Kant entre los grandes representantes de la metafísica y, por ello, entre los antípodas del empirismo y sus tendencias. Se corresponde con esta ambivalencia de la filosofía de Kant el hecho de que, como se ha señalado en tono de reproche, mantiene todavía los esquemas, términos y planteamientos de la tradición escolástica, aun siendo bien cierto que no responden ya a sus propias teorías, lo que le lleva a una continua dislocación de conceptos.

Al admirar a Kant con una visión de conjunto, se podrá descubrir en él una gran sabiduría o una gran equivocación (B. Russell), una grandiosa síntesis construida de nueva planta o un artificioso compromiso o, problemas reales o engreída autoafirmación. Dependerá del ángulo visual desde el que se enfoque su obra. Para todos, sin embargo, será un hecho que en Kant se entrelazan de manera extraña lo antiguo y lo moderno, y que se nos impone, ante todo, la tarea de sacar a la luz, en un análisis sobrio y objetivo, los componentes originarios y determinantes de la filosofía kantiana. La ulterior elaboración sistemática encontrará en este análisis un útil auxiliar, si quiere ser objetiva y no se busca en ella un prestigio personal.

Vida

Immanuel Kant, hijo de un guarnicionero, nació en 1724, en Königsberg. El medio ambiente en que se movió su vida, de un estrecho luteranismo y acusado tono pietista, ejerció muy significativo influjo en la constitución espiritual de Kant, si bien más tarde, sobre todo al final de su vida, se distanció más y más de su Iglesia. Igualmente, el tesón que hubo de poner en juego para abrirse camino en la vida hasta conquistar un puesto de prestigio dejó huellas visibles en su peculiar concepción del mundo. En 1740 se matricula en la universidad de su ciudad natal, en 1755 obtiene la promoción de doctor en filosofía y, juntamente, la habilitación para la docencia, mediante un trabajo sobre los primeros principios de la metafísica.

Antes de este tiempo tuvo que ganarse el sustento a duras penas dando clases particulares y ejerciendo como profesor auxiliar; quince años pasó así. Hasta 1770, cuando contaba ya 45 años, no obtuvo el nombramiento de profesor ordinario de lógica y metafísica en Königsberg. El prestigio definitivo de su persona no se impuso hasta el momento en que le requirieron de otras dos universidades, Erlangen y Jena. Entonces hubo interés en retenerlo en Königsberg. Su vida quedaba finalmente asegurada. Kant no salió sino raras veces de su ciudad; y nunca de la provincia báltica de Königsberg. Hasta se ha puesto en duda si llegó alguna vez a pisar la arena de la playa. Y fue, sin embargo, él, Kant, el primer profesor que dio en Alemania lecciones de Geografía física. Sacó su conocimiento de una vastísima lectura y de sus dotes de observación, extraordinariamente fina, aplicada al contenido y a los segundos planos de lo leído. Su fuerte no era la investigación crítica de las fuentes; se atenía más bien a los conceptos inmediatos dados.

A raíz de la publicación en 1781 de su Crítica de la razón pura, la fama de Kant se extiende con rapidez. En 1793 se cuentan ya más de doscientos escritos sobre la filosofía kantiana. Casi se pone de moda. En 1790, según referencias de la época, los escritos de Kant se encontraban hasta en los tocadores de las damas, y hasta los peluqueros se daban tono mascullando terminología kantiana. Tampoco faltó la oposición. Federico Guillermo en real orden del primero de octubre de 1794, pone reparos a la filosofía de la religión de Kant. En Hessen se llegan a prohibir las conferencias públicas sobre su doctrina. En Heidelberg, un profesor es removido de su cargo por atreverse a dar lecciones sobre Kant que «no enseña, dice el dictamen, más que ridicula et ineptias, y es, por añadidura, espinoziano y ateo». A despecho de estas mordeduras y ataques, no siempre iluminados por un conocimiento de causa, Kant se impuso. Al morir el filósofo, el 12 de febrero de 1804, dejaba tras sí una obra que le coloca entre los primeros pensadores de la humanidad.

Obras

Las obras de Kant se dividen en grupos correspondientes a dos periodos: precrítico y crítico. El deslinde puede hacerse alrededor de 1769-1770.

Periodo precrítico. En él, Kant está de lleno dentro de la ciencia y filosofía de la Ilustración. En el terreno de las ciencias físicas y matemáticas, Newton es para él la figura de máximo prestigio y el maestro modelo. Leibniz y Wolff ofrecen la filosofía que él sigue en un principio. Es la dirección racionalista de la Aufklärung. La otra corriente de la filosofía irracionalista del sentimiento la conoce y aprecia Kant a través de Rousseau. En este primer tiempo precrítico, salvo ciertas críticas ocasionales, Kant tiene aún por posible la metafísica, tal como la cultivaron Leibniz y Wolff, principalmente el primero, y se muestra partidario de ella en este sentido tradicional. Así, por ejemplo, en el escrito más importante de este periodo Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels (Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, 1755), aduce aún el argumento teleológico de la existencia de Dios, prueba favorita en la filosofía escolar de la Ilustración. Y en 1763 intenta una demostración totalmente a priori de lo mismo, en su estudio Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes (El único fundamento posible de una demostración de la existencia de Dios). Kant sabía muy bien, por las controversias anteriores a él, lo que con el término demonstratio se quería decir. Sin embargo, suscribe esa manera de probar. Para estas fechas ninguna sombra se había levantado aún en su ánimo en torno al concepto de causa, y le parecía perfectamente posible una metafísica edificada sobre dicho concepto. Así concluye también Kant de un existente que sólo es contingente, a un existente necesario, como lo hace la prueba tradicional cosmológica. La Demostración de 1763 también contiene la prueba teleológica, si bien con una limitación: «Se deducirá ciertamente un Hacedor incomprensiblemente grande de aquel todo cósmico que se ofrece a nuestros sentidos»; es decir, no un ser infinitamente perfecto. En todo caso se da por supuesto el principio de causalidad y se avanza desde lo mundano hasta la trascendencia en el sentido de la metafísica clásica. Todavía no es, pues, el Kant crítico.

Pero en el mismo escrito de 1763 tropezamos también con la otra corriente de la filosofía irracionalista del sentimiento, diametralmente opuesta al racionalismo de la Ilustración. Es notable que Kant, que ha dado sus pruebas demostrativas de la existencia de Dios, asegure que en realidad el hombre no las necesita: «Es totalmente necesario que el hombre se persuada de la existencia de Dios, pero no es igualmente necesario que la demuestre». Dicha persuasión la entiende en el sentido mismo de Rousseau, como una especie de instinto. «La providencia no ha querido que las evidencias más necesarias para nuestra felicidad descansen sobre la agudeza de sutiles conclusiones, sino que las ha dado al entendimiento natural y corriente, el cual, si no está perturbado con falsos artificios, no dejará de llevarnos a lo verdadero y a lo útil». Es la opinión del vicario saboyano según la cual el sentimiento es más poderoso que el entendimiento y da al hombre una absoluta seguridad y certeza de que existe un Dios, de que somos libres y de que el alma humana es inmortal. Rousseau «ha puesto en orden» a Kant, como éste mismo confiesa. Junto con esta creencia a modo de fe en la existencia de Dios, pertenece también a la vía rousseauniana la tesis cosmovisional de Kant de que el valor del hombre no está en el saber, sino en el obrar. Con todo, a pesar de este camino irracional hacia Dios, Kant se mantiene también firme, durante este periodo precrítico, en las pruebas racionales de la metafísica; en él ambas vías corren paralelas sin entorpecerse.

Periodo crítico. Mientras persiste la valoración de lo irracional en el hombre y hay que admitir que Kant durante toda su vida sostuvo la primacía de la razón práctica sobre la teorética, ahora, en este segundo periodo, las ideas anteriores sobre la posibilidad de la metafísica son totalmente abandonadas. A partir de 1769-1770 se multiplican las expresiones de reserva y duda contra la metafísica. A este tiempo corresponde la convicción de que la advertencia de Hume tocante al principio de causalidad estaba justificada. Con esto Kant despierta, según él mismo dice, de su sueño dogmático, y su filosofía se encauza por nuevos derroteros. Recordemos el pensamiento de Hume: la experiencia no nos da el nexo necesario entre causa y efecto, sino sólo yuxtaposición de realidades y hechos desconectados entre sí (cf. supra, pág. 157s); se equivocó, pues, la metafísica antigua al apoyarse en la relación de causa y efecto para deducir la necesidad de una causa primera del mundo. Kant advierte ahora que la duda de Hume puede igualmente proyectarse sobre otros campos de la metafísica. La relación causal no es el único complejo unitivo de conceptos que poseemos. En todos los objetos que pensamos, reducimos a unidad varias representaciones. Podemos de nuevo preguntarnos: ¿vemos el nexo en ellas, en la perfección inmediata? Si no, ¿de dónde viene tal unión? Dicho de modo más general: ¿cuáles son las bases sobre las que descansa la experiencia y la ciencia, dado que en sus conceptos, juicios y leyes tenemos síntesis unitarias de representaciones referidas a los objetos? «¿Qué es lo que da a nuestras representaciones la relación con el objeto?», escribe Kant este año en carta a Marcus Herz. Aquí nos encontramos ya con el problema crítico. Y su formulación se hace en términos del todo universales. Hume, dice Kant, no se representó su tarea en su totalidad, tan sólo se fijó en una parte de ella. Así y todo, aquel agudo ingenio, sigue Kant, hizo saltar la chispa que podía tornarse luz. Esto hubo de acaecer al plantearse, en toda su amplitud, el problema del conocimiento. Coincidía, por tanto, con el problema de la posibilidad de la metafísica.

A esta tarea se aplicó Kant en su obra principal, Kritik der reinen Vernunft (Crítica de la razón pura), cuya primera edición apareció en 1781 y la segunda en 1787. Como el título mismo lo dice, Kant se convierte en el Kant crítico, en el filósofo que trata de asentar los fundamentos y límites de la razón humana, y tal permanecerá hasta el fin. Kant avanza aún más en su propia línea. La Crítica de la razón pura había abordado el lado teorético de la mente humana. Junto al conocer tenemos además el querer y el obrar (πράττειν). Es el tema de la Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica, 1788), la principal obra ética de Kant. La tercera Crítica abarca los problemas fundamentales de los juicios humanos relativos al sentimiento. Lleva el título de Kritik der Urteilskraft (Crítica del juicio, 1790) y contiene la estética y la teleología crítica de Kant. De las diversas obras restantes apuntaremos aquí en particular los Prolegomena zu einer künftigen Metaphysik (Prolegómenos a una metafísica futura, 1783), que es un postscriptum a la Crítica de la razón pura y aborda el mismo problema de manera más asequible. Cumple también un cometido introductorio para la moral de Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (Fundamentación sobre la metafísica de las costumbres, 1785), que Kant antepondrá a su Crítica de la razón práctica. Como ha demostrado la investigación reciente, las ideas fundamentales de la Ética de 1785 ya las tenía Kant en su mente desde veinte años antes. Trabajó, con todo, aún dos decenios para madurar y fundamentar su concepción. Para la filosofía de la religión son importantes la Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (La religión dentro de los límites de la mera razón, 1793), y Der Streit der Fakultäten (El conflicto de las facultades, 1798). Para la filosofía del derecho y de la moral, la Metaphysik der Sitten (Metafísica de las costumbres, 1797). Para la última fase en la evolución de Kant, y especialmente para la transición de Kant al idealismo alemán, el Opus postumum, editado por A. Buchenau en el marco de la edición de la Academia, 2 vols. 1936-1938. Para un primer contacto con Kant es apropiada la Dissertatio de mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis, que divide los periodos precrítico y crítico, y también algunos escritos menores como Ueber die Deutlichkeit der Grundsütze der natürlichen Theologie und Moral (Sobre la nitidez de los principios de la teología natural y de la moral, 1762); Ideen zu einer allgemeinen Geschichte in weltgeschichtlicher Absicht (Idea para una historia universal en clave cosmopolita, 1784); Mutmasslicher Anfang der Menschengeschichte (Probable inicio de la historia humana, 1786); Ueber den Gemeinspruch: das mag in der Theorie richtig sein, taugt caber nicht für die Praxis (Sobre el dicho: esto puede ser correcto en la teoría, pero no vale para la práctica, 1793); Zum ewigen Frieden (La paz perpetua, 1795).

Obras y bibliografía

Edición completa, crítica, con epistolario y fondo póstumo, de la Academia de Ciencias de Berlín: Gesammelte Schriften, ed. por la Königlich-Preußische Akademie der Wissenschaften, Berlín, G. Reimer, 1902s: Parte I, vols. 1-9: Schriften (reimpr. 2.ª ed. con el título Werke, 9 vols., Berlín, 1968; notas, 2 vols., Berlín, 1977); Parte II, vols. 10-13: Briefe; Parte III, vols. 14-23: Nachlaß; Parte IV, vols. 24-29: Vorlesungen); Werke (Studienausgabe = ed. de estudio), ed. por W. Weischedel, 6 vols., Wiesbaden, Insel, 1956-1964 (reimpr. Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 51983 [6 vols.] y Frankfurt, Suhrkamp, 1968-1977 [12 vols.]). Una ed. más manual: Sämtliche Werke, 10 vols. ed. por K. Vorländer, Leipzig, Meiner, 1920-1940 (el vol. X contiene la biografía de Kant por Vorländer y el Systematische Handlexikon zur Kritik der reinen Vernunft de H. Ratke). Citamos por la ed. de la Academia (Akademie-Ausgabe), Werke, vol. y pág.; la Kritik der reinen Vernunft, como es costumbre, sólo por A o B, con la respectiva paginación de la 1.ª o 2.ª ed.; Crítica de la razón pura, trad. de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1978 (Madrid, Santillana, 22007); La religión dentro de los límites de la mera razón, trad. y notas de F. Martínez, Madrid, Alianza, 21981; Los sueños de un visionario explicados por los sueños de la metafísica, Madrid, Alianza, 1987; Sobre el tema del concurso para el año de 1791 propuesto por la Academia Real de ciencias de Berlín: ¿Cuáles son los efectivos progresos que la metafísica ha hecho en Alemania desde los tiempos de Leibniz y Wolff?, estudio y trad. de F. Duque, Madrid, Tecnos, 1987; El único fundamento posible de una demostración de la existencia de Dios (1763), introd., trad. y notas de J. M. Quintana Cabanas, Barcelona, PPU, 1989; Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo subime, introd. y notas de L. Jiménez Moreno, Madrid, Alianza, 1990 (Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, trad. y notas de D. M. Granja Castro, Madrid, FCE, 2005); Filosofía de la historia, trad. de E. Ímaz, México, FCE, 1992; Opúsculos de filosofía natural, trad. y notas de A. Domínguez, Madrid, Alianza, 1992; La metafísica de las costumbres, trad. y notas de A. Cortina Orts y J. Conill Sancho, Madrid, Tecnos, 21994; Crítica del juicio, trad. de M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, 51991, 2007; Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1994; Principios formales del mundo sensible y del inteligible (Disertación de 1770), trad. de R. Ceñal Lorente, Madrid, CSIC, 1996 (ed. bilingüe); Sobre la paz perpetua, trad. de J. Abellán, Madrid, Tecnos, 61998; Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia, trad. de M. Caimi, Madrid, Istmo, 1999 (ed. bilingüe); Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. por L. Martínez de Velasco, Madrid, Espasa-Calpe, 141999; La contienda entre las facultades de filosofía y teología, trad. de R. Rodríguez Aramayo, Madrid, Trotta, 1999; Crítica de la razón práctica, trad. de R. Rodríguez Aramayo, Madrid, Alianza, 2000; La religión dentro de los límites de la mera razón, trad. de F. Martínez Marzoa, Madrid, Alianza, 2001; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente, Madrid, Encuentro, 2003 (trad. de M. García Morente y C. García Trevijano, Madrid, Tecnos, 2005); El conflicto de las facultades: en tres partes, trad. de R. Rodríguez Aramayo, Madrid, Alianza, 2003; Crítica del discernimiento, ed. por R. Rodríguez Aramayo y S. Mas, Madrid, A. Machado Libros, 2003; ¿Qué es la Ilustración? y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia, ed. por R. Rodríguez Aramayo, Madrid, Alianza, 2004; Anuncio de la próxima conclusión de un tratado de paz perpetua en la filosofía, ed. bilingüe por R. Rovira, Madrid, Encuentro, 2004; Antropología en sentido pragmático, trad. de J. Gaos, Madrid, Alianza, 2004; Crítica del juicio, trad. de J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 2005 (ed. por J. J. García Norro y R. Rovira, Madrid, Tecnos, 2007); Hacia la paz perpetua: un esbozo filosófico, trad. y notas de J. Muñoz, Madrid, Biblioteca Nueva, 2005; Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. de M. García Morente y C. García Trevijano, Madrid, Tecnos, 2005; Correspondencia, trad. de M. Torrevejano, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2005; Teoría y práctica, trad. de M. F. Pérez López, R. Rodríguez Aramayo y J. M. Palacios, Madrid, Tecnos, 2006 («En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica; Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía»); Crítica de la razón práctica, trad. de J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 2007. Obras póstumas: Los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, ed. por F. Duque, Madrid, Tecnos, 1987; Los progresos de la metafísica, trad. de M. Caimi, Buenos Aires, Eudeba, 1989; Transición de los principios metafísicos de la ciencia natural a la física (Opus postumum), ed. por F. Duque, Madrid, Editora Nacional, 1983; Lógica, Madrid, Akal, 2000.

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Siguiendo la división que hace Kant de las facultades del alma: conocer, querer y sentir, y acomodándonos a sus tres respectivas Críticas, estudiaremos la filosofía de Kant aplicando nuestro análisis primero a su crítica de la razón teorética, después a la de la razón práctica y, finalmente, a la del juicio.

A. CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA

La Crítica de la razón pura de Kant no es ciertamente una obra de fácil interpretación. Habrá siempre que preguntarse por su verdadero e íntimo sentido. ¿Persigue objetivos solamente teórico-científicos, o constituyen también aquí los intereses de la razón práctica el último y más radical motivo de fondo? ¿Es una crítica del conocimiento con la aniquilación de la metafísica o es la cimentación de una nueva metafísica? ¿Es una filosofía del tiempo o una filosofía del ser? ¿Una variante del psicologismo y empirismo o una reedición lógico-trascendental del viejo racionalismo? Para no interferir en nada una justa apreciación científica, deberemos ante todo presentar, objetivamente y en contacto con las fuentes, lo que allí hay, siguiendo los pasos de la construcción doctrinal de Kant, de tal manera que los fondos, motivaciones, temas y tendencias que animan el conjunto se hagan visibles por sí mismos. Ello nos hará comprender el hecho de que haya sido todo interpretado de maneras divergentes. Partiendo de estas salvedades y limitaciones, podremos también nosotros entender mejor a Kant, y se nos abrirá el camino para su justa valoración.

Situación del problema

Es fundamental para la inteligencia de Kant fijar antes la mirada en la concreta situación del problema que le fue dado vivir. Él mismo nos informa sobre ello en el prefacio y en la introducción a su Crítica. Viene a resumirse esta situación en la antigua oposición de racionalismo y empirismo. Es a la vez la oposición entre dogmatismo y escepticismo, así como entre afirmación y negación, aceptación y reprobación de la metafísica.

La tarea. Dos rastros. Kant aborda esto último de una manera expresa y todo su intento parece condensarse en la pregunta sobre la posibilidad o imposibilidad de la metafísica. Poseemos dos rastros para precisar la intención pragmática de la Crítica. En el prefacio a la 1.ª edición, dice que no hay que aferrarse «despóticamente» a la metafísica, como hacen los dogmáticos, ni tampoco, hastiados de sus fracasos, como los escépticos, echarse en brazos del indiferentismo; sino más bien llevar al terreno de la reflexión y convertir en problema a la razón misma con su conocer; «erigir un tribunal que asegure a la razón en sus pretensiones legítimas y acabe, en cambio, con todas sus arrogancias infundadas, y esto no por medio de dictados despóticos, sino según sus eternas e inmutables leyes. Este tribunal no es otro que la crítica de la razón pura misma» (A XI).

Esta crítica no será crítica de sistemas y de libros, sino «la crítica de la facultad de la razón en general, respecto a todos los conocimientos que puede alcanzar independientemente de toda experiencia; decidirá así la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en general y determinará no sólo sus fuentes, sino también su extensión y sus límites» (A XII). Es notable que Kant dé por asentado el hecho de que los conceptos metafísicos valen independientemente de toda experiencia: «Un conocimiento metafísico ha de contener puros juicios a priori; lo exige la naturaleza peculiar de sus fuentes» (Proleg. § 2). Así puede precisar la tarea de la crítica de la razón con estas palabras: «porque el tema capital es siempre qué y cuánto pueden conocer el entendimiento y la razón, independientemente de toda experiencia» (A XVII). Mas en la introducción a la Crítica tropezamos con una formulación un tanto variada. Es el conocido pasaje: «El problema propio de la razón pura se encierra, pues, en la pregunta: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?» (B 19; Proleg. § 5; Werke, IV, 278). Con ello se perfila más la situación del problema.

Kant, crítico de sus predecesores. Kant objeta a la metafísica anterior el no haber ofrecido más que juicios analíticos de la forma: «Todos los cuerpos son extensos». Semejantes proposiciones son, en verdad, necesarias y universales, pero contienen tan sólo análisis explicativos de conceptos, no significan extensión ni enriquecimiento alguno de nuestros conocimientos, como lo hay, v. g., en el juicio: «Todos los cuerpos son pesados». Los juicios analíticos valen, propiamente hablando, sólo dentro de una esfera conceptual, no hacen sino expresar en el predicado lo que ya estaba implícito en el concepto del sujeto; son meras relaciones de ideas que se rigen por el principio de contradicción, como ya lo advirtieron Locke y Hume. La esfera extralógica de la realidad no es alcanzada en modo alguno por dichos juicios analíticos. Los racionalistas y dogmáticos no se tomaron nunca el trabajo de preguntarse: «¿Cómo llegamos a priori a tales conceptos?, para poder luego determinar su uso valedero respecto de los objetos de toda experiencia en general» (B 23s). Se trata, para Kant, de fundamentar una ciencia de la experiencia. No basta desentrañar y analizar conceptos; antes es preciso construirlos y forjarlos bien. Lo que necesitamos no es tanto juicios explicativos, cuanto juicios extensivos, sintéticos. Una metafísica que no mira a esto, nada nos enseñará sobre la realidad. Pero aquella extensión y enriquecimiento ha de ser a priori; de lo contrario, no adelantamos nada (B 18). Aun sin que él nos lo diga, es claro para nosotros que lo que bulle en la mente de Kant es la misma problemática inglesa en torno a las conexiones de nuestras ideas (cf. supra, págs. 134, 138 y 152).

Pero si Kant está con los ingleses en exigir que nuestros conceptos tengan un soporte en la experiencia, no los sigue en las consecuencias que sacaron ellos de su dominante postura empirista ni en el escepticismo que los llevó a no dar sino valor de probabilidad a las ciencias experimentales. La mera experiencia no implica necesidad ni universalidad, había proclamado Hume. Tampoco Kant niega este aserto; pero no suscribe que toda ciencia experimental se reduzca a simple fe (belief), creencia sin base científica rigurosa. Kant quiere salvar la ciencia y para salvar la ciencia va a salvar los juicios sintéticos a priori. A ellos dedica todo su interés (B 3s; Proleg. § 2s). Para evadirse de las consecuencias de Hume, habrá que reformar el concepto de experiencia.

Síntesis kantiana. Para ello Kant intenta una síntesis de racionalismo y empirismo. Del primero toma la tesis de que la ciencia debe dar proposiciones de valor universal y necesario; del segundo toma la tesis de que la ciencia debe interrogar a la experiencia sensible.

Presupuesto. Comparemos, porque es sumamente instructivo, a Kant con Hume. Hume discurre así: la experiencia no ofrece necesidad alguna; el principio de causalidad se origina de la experiencia; luego el principio de causalidad no es necesario. Y como dicho principio no es de contextura diferente de los demás principios de la ciencia experimental, la ciencia se reduce a fe, persuasión irracional. Kant, en cambio, razona del siguiente modo: la experiencia no ofrece necesidad alguna; pero el principio de causalidad es necesario; luego no se origina de la experiencia y habrá que buscar, por tanto, fuera de la experiencia una fuente de necesidad para él, y de modo análogo para los demás principios de la ciencia experimental. Kant encontrará esa nueva fuente porque tiene que encontrarla. Si la halló por el lado del espíritu, en la mente y en sus formas, fue ello una salida obligada, para Kant al menos, una vez que, a influjos del empirismo, quedó cerrada para él la vía a través de las cosas mismas.

Pero ¿de dónde sabe Kant que el principio de causalidad es necesario? ¿Y que, en general, tiene que darse una «ciencia» del mundo de la experiencia con proposiciones y enunciados universales y necesarios? ¿Es esto para Kant algo natural y evidente? O ¿acaso acomodó la crítica del conocimiento a sus convicciones éticas, donde tenía su expresión típica el principio de la validez universal? O ¿habrá que recurrir a la fuerza del factor histórico, que, equilibrado entre dos extremos igualmente fuertes, empujaba hacia una fórmula de compromiso, dando a cada parte lo suyo, más por bien de paz que por exigencia de las cosas mismas? La historia de la filosofía tiene que registrar a cada paso el significado de este coeficiente histórico. No en vano la fenomenología ha alzado su grito: ¡Vuelta a las cosas mismas! También en otros pasajes de la Crítica (ideas, principios, categorías) se ve claro que la vía histórica, por la que Kant realmente ha entrado, es distinta de aquella que traza teóricamente en la deducción de estos factores.

La base. En todo caso, Kant afirma tener fundamentos reales para admitir la existencia de juicios sintéticos a priori. Se dan, efectivamente, en la matemática pura y en la física pura. Juicios como 7 + 5 = 12, o «la recta es la línea más corta entre dos puntos», descansan en la intuición, a saber, en la intuición de tiempo y espacio; y son apodícticos; por tanto sintéticos, y justamente a priori. No hay allí más «formas puras de la intuición sensible» (B 36, 41). Lo mismo cabe decir de los enunciados de la física pura: «la cantidad de materia permanece invariable», o: «en todo movimiento la acción y la reacción son iguales». Con ello Kant cree haber salvado la «ciencia» de la experiencia. Kant atribuyó extraordinaria importancia a su «descubrimiento» y, en realidad, constituye la base de la Crítica. El sistema de Kant se sostiene o cae en bloque con su teoría de los juicios sintéticos y aprióricos de la matemática y la física puras; pues en ellos él cree haber encontrado lo que buscaba. Kant cree haber dado también con ello una fundamentación a la matemática pura, asentado el carácter sintético de sus enunciados, cuando la mayor parte de los matemáticos los considera como analíticos (cf. infra, págs. 238s). Puede objetarse a Kant: o la intuición es sensible y entonces no es pura, o es pura y entonces no es sensible; de modo parecido como se ha dicho de los enunciados matemáticos: o son verdaderos, y entonces no son reales, o son reales y entonces no son verdaderos. Pero Kant cree haber juntado ambas cosas en su concepto de la matemática pura a base de la intuición (sensible) a priori de espacio y tiempo (cf. también Proleg. § 2 y § 6s; Werke, IV, 268 y 280s).

La «forma». Sólidamente asentada, a su parecer, la base, Kant pasa a demostrar en particular su carácter apriórico. Es el aspecto de máximo interés para él. Kant utiliza el concepto de forma para designar estos elementos aprióricos que aporta de sí misma nuestra facultad de conocer. Estas formas son, primero, las formas de la intuición del espacio y el tiempo, que Kant descubre y estudia en la estética trascendental; luego son las formas del pensar o categorías, de las que se ocupa en la analítica trascendental, y, finalmente, algo parecido a ellas, las ideas, de las que trata la dialéctica trascendental. Estas formas aprióricas, que sirven de base a todo conocimiento, constituyen para Kant el objeto de la «filosofía trascendental». Sobre el término «trascendental» que adopta Kant de un modo algo caprichoso, dice él mismo: «llamo trascendental a todo conocimiento que se ocupe, en general, no tanto de objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste ha de ser posible a priori» (B 25): así pues, filosofía trascendental es para Kant la doctrina que tiene por objeto la posibilidad del conocimiento de la experiencia, en cuanto que estudia la manera como los objetos de esta experiencia llegan a constituirse en tales objetos a base de las formas subjetivas aprióricas de nuestro espíritu. A diferencia del término «trascendente», que connota la estructura óntica transubjetiva de los objetos, la palabra «trascendental» quiere decir la ley del espíritu, aquí concretado en nuestra facultad de conocer, es decir, viene a encerrar en su significado una lógica desarrollada a partir del sujeto, como antes se decía, o una ontología desplegada a partir del sujeto, como se dice más comúnmente y mejor hoy. La última expresión se justifica por el hecho de que no es ya sólo el entendimiento lo que surge con aquellas formas, sino todo un mundo de objetos, puesto que lo que conocemos del mundo está informado y determinado a priori justamente por dichas formas. Filosofía trascendental equivale, pues, a repulsa de la filosofía de la trascendencia de la metafísica antigua.

Pero se ha de advertir también que el término «trascendental» contiene en sí una segunda oposición fundamental, a saber, contra el psicologismo y relativismo de Hume. En el carácter necesario e invariable de las formas a priori, Kant cree haber encontrado algo totalmente a cubierto de la caducidad y la contingencia de lo puramente empírico, de modo que la sospecha escéptica de Hume, de que la ciencia experimental no pase de ser una probabilidad apoyada en la costumbre, no puede ya sostenerse. Con las formas trascendentales Kant quiere edificar una lógica que sea lógica «pura». Una lógica que «no toma nada, como a veces se ha creído, de la psicología, la cual no tiene, por tanto, influjo alguno en el canon del entendimiento» (B 78).

Kant da mucha importancia a esta lógica trascendental. «No conozco —dice— investigación alguna más importante para descubrir la naturaleza y el sentido íntimo de la facultad que llamamos entendimiento, y al mismo tiempo para precisar las leyes y límites de su uso, que la que yo mismo he insertado en el capítulo segundo de la analítica trascendental bajo el título: “Deducción de los conceptos puros del entendimiento” (A XVI). Ya veremos después qué hay que decir sobre este particular» (cf. infra, págs. 212s).

La «materia». A las formas corresponde una materia. Materia es para Kant lo múltiple y vario dado en la sensación. Lo caótico de la sensación, «el material bruto de las impresiones sensibles», que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es por sí mismo algo todavía informe, carente de orden, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la forma a priori. Frente a este material nos comportamos pasiva y receptivamente. En las formas a priori, en cambio, el espíritu se conduce de modo activo y aun «espontáneo». Con esto nos encontramos ya ante la solución que Kant da al problema dentro del marco histórico en que él lo vivió. Al empirismo asigna la materia y al racionalismo la forma. Sin el material que penetra por los sentidos no se da ningún conocer. «No hay duda de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿por medio de qué iba a despertarse la facultad de conocer para su ejercicio, si no fuera por medio de objetos, que mueven nuestros sentidos […]? En cuanto al tiempo, pues, ningún conocimiento precede en nosotros a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella» (B 1). Según Kant, también el alma humana se encuentra, pues, tanquam tabula rasa y necesita del sentido y de sus materiales para que pueda escribirse algo en ella. Éste será el elemento empírico, a posteriori, del conocimiento. Pero «si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por eso se origina todo él de la experiencia», declara Kant a renglón seguido. La «confusión del sentido» tiene que ser sometida al orden mediante la actividad de las formas aprióricas que implican siempre necesidad. Con esto, Kant da su parte de razón al racionalismo.

Revolución copernicana. En el apriorismo de la forma Kant mismo vio lo revolucionario de su filosofía, su revolución copernicana. Hume, por su parte, había comparado sus leyes de asociación de las ideas con las leyes de gravitación de Newton. «Hasta ahora se admitió que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos; pero todos los conatos para deducir a priori algo sobre ellos por medio de conceptos, en forma que se enriqueciera nuestro conocimiento, quedaron fallidos bajo aquella suposición. Hágase por una vez la prueba de si no adelantaremos más en asuntos de metafísica admitiendo que los objetos se han de regir por nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la buscada posibilidad de un conocimiento a priori de ellos, que establezca algo sobre los objetos antes de que nos sean dados. Ocurre en esto como con la primera idea de Copérnico, que, no logrando explicar bien los movimientos celestes si se admitía que toda la masa de astros giraba en torno al espectador, probó si no tendría mejor éxito haciendo girar al espectador y dejando, en cambio, a los astros en reposo. En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante en lo que toca a la aprehensión intuitiva de los objetos. Si la intuición tiene que tomar como regla la naturaleza de los objetos, no entiendo cómo puede saberse a priori nada de ella. Si el objeto (como objeto del sentido) se rige, en cambio, por la índole de nuestra facultad intuitiva, entonces ya puedo muy bien representarme y entender aquella posibilidad» (B XVI). Por esta vía Kant cree poder llenar las exigencias del empirismo y al mismo tiempo hacer frente al escepticismo introducido por Locke y Hume, levantando una ciencia de estricto valor universal y necesario.

¿Metafísica o teoría del conocimiento? En el último pasaje aducido, Kant nos vuelve a hablar de metafísica; pero de sus reflexiones anteriores podría más bien sacarse la impresión de que sus pensamientos se centran absorbentemente, con un interés crítico, en el mismo conocer humano. Bajo el influjo del neokantismo la Crítica de la razón pura se ha interpretado largo tiempo como si no fuera más que una teoría crítica del conocimiento. Así se tomó de un modo tan general y absoluto la expresión ya clásica de «Kant, demoledor de la metafísica», que se le desligó de todo contacto con ella, cuando es bien cierto que lo que Kant tuvo en cuenta y desechó fue sólo determinada metafísica, a saber, la metafísica racionalista y la que tuvo él por tal. Es un caso típico de cómo un dicho popular puede hacer historia, incluso en la historia de la filosofía. Ahora se ha vuelto a ver al metafísico en Kant. Es enteramente cierto que la Crítica de la razón pura intenta una fundamentación crítica del conocer; pero el primer tema expresamente tratado en ella es la posibilidad de la metafísica y su reedificación (en el sentido de Kant); porque las «inevitables tareas de la razón pura son Dios, la libertad, la inmortalidad, pero la ciencia que dirige su última intención y todos sus pertrechos a la solución de aquellos problemas se llama metafísica» (B 17; cf. B 395 nota). Hasta Kant se había hecho metafísica dogmática, sin poner a prueba el poder de la razón. Kant quiere ahora examinarla e ir en busca de los factores de la mente que sean pura forma y, por ello, intemporalmente válidos, «puesto que la cuestión capital sigue siendo qué y cuánto pueden conocer el entendimiento y la razón libres independientemente de toda experiencia» (A XVII). Por ello su metafísica será lógico-trascendental.

Vamos a seguir en particular el desarrollo del plan kantiano, tomando en consideración una tras otra sus doctrinas sobre las formas aprióricas y sus funciones en el campo de la percepción sensible, del pensar conceptual y de la actividad de la razón; es decir, su estética, su analítica y su dialéctica trascendentales.

Estética trascendental

Estética se toma aquí en su sentido originario etimológico de aἴsqhsij, y significa simplemente doctrina sobre la percepción sensible. En ella Kant trata del espacio y el tiempo considerados como las dos formas aprióricas de nuestra percepción intuitiva sensible. Kant quiere, en efecto, aislar aquí lo que toca al orden de la sensibilidad como tal, haciendo abstracción por el momento de todo aquello que conjunta o simultáneamente piensa el entendimiento por medio de sus conceptos, para quedarse, pura y exclusivamente, con lo que a la intuición o percepción inmediata empírica atañe.

Sin embargo, no se contenta con esta abstracción de todo elemento conceptual; quiere, «en segundo lugar, separar, además de ésta [intuición], todo aquello que pertenece a la afección sensorial, para que no nos quede más que la intuición pura y la desnuda forma de los fenómenos, que es lo único que la sensibilidad puede a priori proporcionar» (A 22). Estas formas puras de los fenómenos son las dos formas de intuición aprióricas de espacio y tiempo. Constituyen ambas las dos formas primarias y fundamentales de organización que posee el espíritu, a las que se junta y somete el material bruto de la sensación o de la afección sensible, y que, mediante una primera elaboración, elevan dicho material a la posibilidad de conocimientos, en la forma de percepciones sensibles.

Carácter apriórico intuitivo de espacio y tiempo. Lo primero que va a probar Kant es que espacio y tiempo son dos intuiciones sensibles y no conceptos de la mente; lo segundo, que son a priori, y no adquiridos a posteriori por la experiencia. Aduce para ello cuatro pruebas (A 23s; B 38s).

Las dos primeras quieren demostrar la aprioridad, las dos últimas el carácter intuitivo. 1) Las ideas de espacio y tiempo no pueden ser producto de una abstracción (a partir de un material recibido a posteriori), pues si queremos aislar con la mente la representación de espacio y tiempo de la yuxtaposición de los cuerpos o de la consecución de los hechos, nos encontramos con que estamos presuponiendo ya aquella representación; tal yuxtaposición y consecución, en efecto, no es ya otra cosa que la representación de espacio y tiempo. 2) Espacio y tiempo son representaciones que tenemos siempre y de las que no podemos despojarnos. No podemos representarnos los seres y el mundo sin la representación de espacio y tiempo. Pero lo que siempre tenemos que tener, y es, por tanto, necesario, es a priori. 3) Espacio y tiempo no son conceptos universales, sino uno y otro representaciones singulares y únicas. Cuando hablamos de espacios y tiempos, son sólo secciones cuantitativas del único espacio y del único tiempo. Este único espacio no se contrae ni se determina cualitativamente como el género o la especie común respecto de sus inferiores lógicos; permanece siempre cualitativamente el mismo, el único espacio. Lo propio ocurre con el tiempo. 4) Espacio y tiempo son infinitos y contienen en sí espacios y tiempos, como partes, no debajo de sí, al modo como contienen los conceptos universales sus individuaciones concretas. El espacio no está contenido, como los conceptos universales, en los individuos concretos, es decir, en los espacios particulares, sino que los espacios particulares están en el espacio. Y lo mismo cabe decir del tiempo.

Idealidad de espacio y tiempo. De aquí Kant deduce que el espacio y el tiempo no son en modo alguno «una propiedad de las cosas en sí» (A 26). No son algo real. El espacio «no es otra cosa que la forma de todos los fenómenos de nuestros sentidos, es decir, la condición subjetiva de la sensibilidad, bajo la cual condición únicamente nos es a nosotros posible la intuición externa» (ibid.). «Nuestros razonamientos muestran, pues, la realidad (es decir, la validez objetiva) del espacio respecto de todo aquello que puede presentársenos exteriormente como objeto; pero, al mismo tiempo, muestran la idealidad del espacio respecto de las cosas, cuando la razón las considera en sí mismas, es decir, sin referencia a la condición de nuestra facultad sensible. […] El espacio no es nada si lo desligamos de la condición de la posibilidad de toda experiencia y lo concebimos como algo que sirve de soporte a las cosas en sí mismas» (A 28). En conclusión, el espacio no es más que la condición subjetiva humana de la experiencia sensible. Es, según otra expresión kantiana, empíricamente real, pero trascendentalmente ideal. Las cosas siguen un camino paralelo por lo que toca al tiempo (A 30s).

Relación entre espacio y tiempo. Pero comparada con la intuición del espacio, la del tiempo es lógicamente anterior. El espacio es la condición de la percepción externa, el tiempo la condición de la percepción interna. Y como las percepciones externas caen también siempre bajo el sentido interno, aquéllas están subordinadas a éste. Todas las intuiciones de espacio son también intuidas en el tiempo, pero no al revés. Absolutamente hablando, el tiempo constituye la forma de intuición de todos los fenómenos. El tiempo es para Kant, por tanto, lo más profundo. Llenará incluso un papel destacado en la teoría de las categorías, y esto nos ayudará a comprender por qué la moderna filosofía de la existencia ha concedido al tiempo un sentido tan fundamental.

Subjetivismo. En una nota general al final de la estética trascendental, Kant fija una vez más su postura subjetivista «para prevenir toda interpretación torcida». «Hemos querido decir, pues, que toda intuición nuestra no es otra cosa que la representación del fenómeno; que las cosas que intuimos no son en sí mismas aquello por lo que las tomamos al intuirlas, ni sus condiciones internas son en sí mismas de la misma índole que nos aparecen, y que si quitáramos el sujeto nuestro o tan sólo la disposición subjetiva de los sentidos, entonces todas las condiciones de los objetos en el espacio y el tiempo, y aun el mismo espacio y tiempo, desaparecerían; como fenómenos no pueden existir en sí mismos, sino sólo en nosotros. Qué puedan ser los objetos en sí, separados de toda receptividad de nuestros sentidos, nos es enteramente desconocido. No conocemos sino el modo nuestro de percibirlos, modo que nos es propio, y que no tiene por qué ser el modo único necesario para todo ser, aunque lo sea para todo hombre» (A 42, B 59). En esta concepción subjetiva del espacio y el tiempo, Kant concuerda con Leibniz, al menos en un aspecto negativo, a saber, en la determinación de lo que no es el espacio y el tiempo. También Leibniz había dicho que el espacio y del tiempo no son res, sino sólo ordines, opinión que se remonta a Guillermo de Ockham y alcanza a Leibniz a través de Gregorio de Rímini, Gabriel Biel, Suárez y escolásticos más recientes.

Analítica trascendental

El conocimiento. La estética trascendental no es más que un comienzo. Hay «dos troncos de conocimiento humano»: el sentido y el entendimiento (B 29), pues nuestro conocimiento se origina de dos fuentes capitales del espíritu; la primera es la facultad de recibir las representaciones (la receptividad de las impresiones), la segunda la facultad de conocer con el pensamiento un objeto sirviéndose de aquellas representaciones (espontaneidad de los conceptos); por la primera se nos da un objeto, por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación (como mera determinación del espíritu). Intuición y concepto constituyen, pues, los elementos de todo nuestro conocer, de forma que ni los conceptos sin una intuición correspondiente en alguna manera a ellos, ni la intuición sin conceptos, pueden darnos un conocimiento (B 74). O como reza la otra formulación más conocida: «Pensamientos sin contenido son vacíos; intuiciones sin conceptos, son ciegas» (B 75). Tesis básica para la posición de Kant; pues desde ella comprenderemos su repulsa de la metafísica tradicional. Ésta, a juicio de Kant, tiene contra sí el grave fallo de emplear conceptos sin intuiciones, y por tanto vacíos, sin más significado que las quimeras de la mente.

Lógica trascendental. Con esta metafísica no se llega a la realidad. Kant tiene, al menos en su filosofía teorética, un concepto de realidad del que es parte constitutiva la percepción. «La sensibilidad, que está en la base del entendimiento, como el objeto al que éste aplica su función, es la fuente del conocimiento real» (B 351 nota). Históricamente considerado éste es el concepto de realidad del empirismo. Podría pensarse sobre la realidad de otra manera, aun en el mismo pasaje últimamente aducido, en lo que sigue, apunta otra posibilidad. Pero aquí nos interesa ahora poner en claro los elementos del conocimiento intelectual puro, mediante los cuales estamos en situación de «pensar» las intuiciones sensibles. Al igual que el caos de las impresiones sensoriales, para convertirse en percepciones sensibles, debía ser informado por las formas de la intuición, así estas mismas percepciones sensibles, para pasar al plano del conocer intelectual, necesitan ser superiormente informadas por las formas del pensar. ¿Qué quiere decir esto? Son «acciones del pensar puro […], mediante las cuales pensamos enteramente a priori los objetos» (B 81). En ellas el entendimiento mismo «produce» representaciones, obra «espontáneamente», como gusta de decir Kant (B 75 y passim). Justamente por ello son a priori esas formas del pensar. Kant va a descubrir esos elementos del entendimiento puro, sin mezcla alguna de sensibilidad o de experiencia, mediante un análisis de la misma facultad conceptual (de ahí la expresión «analítica» trascendental).

Al hacer este análisis trazará un cuadro completo y detallado de aquellos elementos aprióricos que abarcan todo el campo del entendimiento puro (B 89s). Constituirá todo esto un trozo de la «lógica trascendental» (el otro apartado, de alcance más negativo, estará contenido en la «dialéctica trascendental»). Se trata aquí, en efecto, de la extensión y validez objetiva del pensamiento mismo, la «gran cuestión: qué y cuánto pueden conocer el entendimiento y la razón independientemente de toda experiencia» (A XVII). La principal diferencia de esta lógica trascendental con la lógica en uso, la llamada lógica formal, está en que esta última presupone ya el entendimiento y se ocupa sólo de fijar sus leyes del pensar, mientras que la lógica trascendental comienza por deducir esa interna mismidad, y hace esta deducción y fundamentación del entendimiento, partiendo de un principio o idea suprema, eje de esta así llamada deducción trascendental. La lógica formal, en una palabra, presupone el entendimiento y no fundamenta sus reglas, sino que las descubre; la lógica trascendental, en cambio, deduce y fundamenta el mismo entendimiento con sus funciones (B 81, A XVI).

Este desentrañamiento inquisitivo de la facultad intelectiva, o analítica trascendental, se divide en dos secciones: analítica de los conceptos y analítica de los principios.

Analítica de los conceptos. Lo primero que arroja el análisis es una serie de factores de orden, últimos resolutivos de la actividad mental, que Kant llama conceptos fundamentales u originales. Son tanto como principios «constitutivos», dado que todo conocimiento que rebase el mero percibir sensible se edifica sobre ellos. El método seguido por Kant nos trae a la memoria la analítica de la mente llevada a cabo por Locke y más aún las categorías de Aristóteles. Con éste enlaza Kant y con él adopta, para sus formas del pensar, la denominación de categorías.

Deducción metafísica. Pero al paso que Aristóteles trazó su cuadro de categorías tal como se le ofrecieron a su mente observadora, Kant intenta una «deducción» de las categorías a partir de ciertos principios.

Le sirve de guía la función del juicio, que es, en toda la amplitud de su sentido, unión y síntesis de lo múltiple. Una atenta inspección de las distintas formas del juicio nos dará ya los conceptos fundamentales del entendimiento, las categorías (que en su sentido originario y etimológico fueron formas de predicación); con ello a la vista, podremos trazar el cuadro completo de todas las formas unitivas del pensar (B 95s).

La tabla propuesta por Kant divide los juicios: 1) atendiendo a la cantidad o extensión del sujeto, en universales, particulares y singulares; 2) atendiendo a la cualidad, en afirmativos, negativos y limitados; 3) atendiendo a la relación, en categóricos, hipotéticos y disyuntivos; 4) atendiendo a la modalidad, en problemáticos, asertóricos y apodícticos. Correspondientemente a estas clases de juicios se dan las categorías: 1) de la cantidad: unidad, pluralidad, totalidad; 2) de la cualidad: realidad, negación, limitación; 3) de la relación: inherencia y subsistencia (substantia et accidens), causalidad y dependencia (causa y efecto), comunidad (reciprocidad de acción entre el agente y el paciente); 4) de la modalidad: posibilidad-imposibilidad, existencia-inexistencia, necesidad-contingencia.

Kant llama metafísica a la deducción de las categorías, hecha a partir de las formas de juicio, en el sentido de que «contiene dicha deducción lo que muestra estos conceptos como dados a priori» (B 38, 159). Se advierte ya por el uso del término «metafísica», que Kant ofrece su teoría de las categorías como un sustitutivo de la metafísica tradicional y su descripción del ser; es su ontología nueva, trascendental.

A pesar de que Kant se sintió muy ufano de haber «recorrido, hasta agotarlo, todo el campo de las funciones del entendimiento, con sus categorías, y de haber medido con ellas todo su potencial» (B 105), esa deducción metafísica de las categorías muy pronto fue combatida, ya en vida de Kant, y sobre todo desde Bolzano y Schopenhauer. Las categorías de Fichte, de Schelling y de Hegel se apartan notablemente de las de Kant. En los sistemas posteriores de los neokantianos no aparece ni una sola vez el esquema entero inalterado de las doce categorías. Particularmente la ontología de hoy ha avanzado mucho más allá de Kant, sobre todo al ocuparse de las categorías del ser viviente enteramente ausentes en aquél. El error fundamental estaba ya en la tabla de juicios. A ella aplicaron su crítica incisiva los lógicos posteriores a Kant, hasta desmontar pieza a pieza su deducción de las categorías. Véase un estudio de conjunto en M. Aebi, Kants Begründung der deutschen Philosophie, op. cit., págs. 156s [cf. supra, pág. 198].

Deducción trascendental. Después de la deducción metafísica, Kant emprende una deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento (B 116s).

«En la deducción metafísica se demostró el origen a priori de las categorías en general, por su completa concordancia con las funciones lógicas universales del pensar, mientras que en la deducción trascendental se ha puesto de manifiesto su virtualidad como conocimiento a priori de objetos de una intuición en general. Se trata ahora de hacer ver la posibilidad de conocer a priori, mediante las categorías, los objetos que sólo pueden dársenos a través de nuestros sentidos, y ello no según la forma de su intuición, sino según las leyes de su conexión, lo que equivale a prescribir la ley a la naturaleza, y aun hacerla posible» (B 159).

En la deducción trascendental se deducen las categorías, esto es, su virtualidad cognoscitiva de objetos articulados en un sistema cósmico de regularidad científica, a partir de su «fuente», que lo es ahora la unidad trascendental de la «apercepción».

Su significado. Es el gran pensamiento del sistema kantiano, el llamado pensamiento trascendental, y a la vez el punto con el que enlazará inmediatamente el idealismo alemán, para desarrollar en línea progresiva, a partir de él, la auténtica y más profunda intención de Kant, como se ha dicho. Aquí es donde tiene de veras lugar la revolución copernicana, a saber, el intento de mostrar que los objetos del conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés. Kant también trata de demostrar aquí, con insistencia, que la validez y el ámbito de aplicación de las categorías no rebasan el mundo de la experiencia sensible, fuera del cual no tienen sentido, por lo que rechaza de plano la antigua metafísica, que entendió las categorías sin esta limitación. Y como resulta que las mismas formas intuitivas de espacio y tiempo no son posibles sin la unidad clave de la «apercepción trascendental», el capítulo de la deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento viene a contener no ya sólo los fundamentos de la lógica trascendental, sino también los de la estética trascendental, y con ello la base de todo el sistema kantiano. «La deducción trascendental es, pues, en realidad el alma de toda la crítica kantiana del conocer» (B. Erdmann). Pero no nos ofrece ahora una nueva tabla de categorías; subsiste el cuadro de las doce categorías que se «descubrieron» en la deducción metafísica.

El yo puro. Lo que aquí hay es un intento de mostrar cómo las categorías, en conjunto, son producidas por el entendimiento puro; dicho con más precisión, cómo todas se insertan en un tronco común, originario, que es la unidad del «yo» o la unidad de la apercepción trascendental, primero y supremo principio de síntesis. Sobre las doce categorías, que son ya de por sí formas de síntesis aplicadas al material vario de las intuiciones sensibles, Kant descubre ahora, pues, todavía una más alta, suprema y última forma de síntesis, el «yo pienso», el «yo» puro o entendimiento puro. Podríamos decir que este entendimiento puro se despliega en doce funciones diversas, como formas derivadas o subordinadas de su síntesis, que emanan todas de él. Lo llama «yo» puro o entendimiento puro, porque no es el «yo» que se percibe a sí mismo en la experiencia, sino que es el nexo y validez lógico, que, como en última instancia, abarca y reúne todo aquello que es mi saber en su totalidad y unidad.

«El “yo pienso” tiene que poder acompañar a todas mis representaciones; pues, si no, sería representado en mí algo que no podría ser pensado, lo cual significa tanto como decir que la representación o sería imposible o, al menos, no sería nada para mí. […] Así pues, todo lo vacío de la intuición tiene una relación necesaria con el “yo pienso” en el mismo sujeto en el que aquello vacío se encuentra. […] La designo como apercepción pura u originaria, para distinguirla de la apercepción empírica. […] A su unidad doy también el nombre de unidad trascendental de la autoconciencia, para significar con ello la posibilidad de conocimiento a priori que de ella se origina» (B 132). «Sólo por el hecho de poder yo unir en una conciencia un material múltiple de representaciones dadas, es posible que me represente la identidad de la conciencia en estas representaciones; es decir, la unidad analítica de la apercepción es posible solamente si presuponemos de cierta unidad sintética» (B 133). En este «si presuponemos» está implicado el buscado a priori y el nervio de la demostración.

«Y así la unidad sintética de la demostración es el ápice al que hay que anudar todo uso del entendimiento, y aun toda la lógica, y tras ella la filosofía trascendental; en una palabra, esta facultad [la síntesis dicha] es el entendimiento mismo» (B 134). «Entendimiento» es la facultad de conocer; conocer es formar representaciones con respecto a un objeto; pero formar representaciones con sentido presupone que hay una superior unidad de conciencia, el «yo pienso» (B 137). De él depende todo, la actividad del entendimiento y lo que conoce.

El ser. No olvidemos que Kant quiere darnos una ontología, bien que sea trascendental, es decir, edificada sobre las formas subjetivas del espíritu. Por ello nos asegura que las categorías, lo mismo que la apercepción trascendental, tienen «validez objetiva», es decir, reproducen el ser mismo, tal como es, y no como nosotros, acaso subjetivamente, lo experimentamos. A eso apunta la cópula «es». Si al cargar con un cuerpo no hemos de decir simplemente: «siento la presión de la gravedad», sino «el cuerpo es pesado», hay que atribuir validez objetiva a toda síntesis trascendental, sea categoría, sea unidad de la autoconciencia (la apercepción), es decir, al entendimiento en general, «lo que es tanto como decir que estas dos representaciones [a saber, cuerpo y pesado] están unidas en el objeto, es decir, sin notarse allí el estado de sujeto, y no meramente coexistentes en la percepción, por muchas veces que ésta se repita» (B 142). La objetividad kantiana descansa, pues, en la regularidad de las formas subjetivas del pensar.

El «objeto». Los «objetos» no son encontrados, sino puestos por el sujeto mediante sus formas «constitutivas» del pensar. Es significativa la definición: «Objeto es aquello en cuyo concepto se reduce a unidad lo vario de una intuición dada» (B 137). Cómo se hace esa unidad, ya lo hemos visto. Los objetos, pues, no son trascendentes, sino transcendentales. El entendimiento por sí solo, mediante sus funciones fundamentales, prescribe las leyes a la naturaleza y tiene en sí el principio de posibilidad de la misma naturaleza; él y sólo él la hace posible.

Hay que conceder a Kant que en todo conocimiento se presupone la unidad de la autoconciencia, y en este sentido es a priori. Pero que el entendimiento se despliegue precisamente en doce funciones y que éstas constituyan precisa y exactamente doce categorías, no lo sostiene ya nadie.

Presuposición de Kant. La tesis de Kant es que el entendimiento, como facultad subjetiva de conocer, funda con su regularidad funcional la objetividad misma y que, consiguientemente, la ontología ha de ser trascendental. Esta tesis fue intuida por él como una presuposición necesaria desde el momento en que trató de despejar la situación histórica del problema noético en que se vio envuelto. Las formas psicologísticas del conocer enarboladas por Hume le hicieron a Kant recurrir también a formas subjetivas, pero, a diferencia de Hume, les dio un sentido a priori, con la esperanza de soslayar por esta vía el relativismo y psicologismo del filósofo inglés. Para una concepción realista, los «objetos» trascendentales de Kant no son en manera alguna objetos; su objetividad es franca subjetividad. Pero, dejando esto a un lado, queremos preguntarnos sobre los fundamentos en que Kant apoya la deducción trascendental.

¿Prueba? En vano buscamos una «deducción» en el sentido corriente de la lógica. Puede ser cuestión de palabra. Lo que pretende Kant, y en ello está su deducción de las categorías, es probar que el valor de objetividad de las categorías descansa en que «sólo por ellas la experiencia (en cuanto a su forma mental) es posible. Pues entonces se relacionan necesariamente y a priori con los objetos de la experiencia, porque sólo mediante ellas un objeto cualquiera de la experiencia puede en general ser pensado» (A 93; B 126). Obviamente hemos de entender la experiencia como quiere Kant, «en cuanto a su forma mental» (expresión ambigua). Pero ésa es precisamente la cuestión. Kant no nos da en realidad ninguna prueba; se limita a repetir una tesis.

Analítica de los principios. La aplicación práctica de las reglas aprióricas contenidas en los conceptos puros del entendimiento depende de una facultad peculiar de subsumir, es decir, de discernir si tal cosa cae o no bajo una regla general; es lo que Kant llama el juicio. De él trata en la analítica de los principios (B 169s). Persigue en dicha sección dos intentos aclaratorios. Primero, presentar las condiciones sensibles bajo las cuales únicamente pueden entrar en función los conceptos puros del entendimiento: el esquematismo del entendimiento puro. Segundo, evidenciar la validez y la eficacia de cierto número de juicios sintéticos que fluyen inmediatamente, bajo estas condiciones, de los conceptos puros del entendimiento y que sirven de base para todo ulterior conocimiento: los principios del entendimiento puro (B 175).

Esquematismo. El intento de Kant es darnos una filosofía de la experiencia. Tiene en cuenta las exigencias del empirismo, admite estímulos externos sensibles y hace «partir» de ahí el proceso del conocer. Con el mecanismo de su filosofía trascendental, con sus categorías enteramente aprióricas, ¿no se habrá alejado demasiado del mundo real? Él mismo se plantea la pregunta. Los conceptos puros del entendimiento son totalmente diferentes de las intuiciones sensibles y jamás podrán encontrarse en el ámbito de la experiencia. ¿Cómo será posible, pues, la subsunción de los fenómenos bajo las categorías, «dado que nadie puede decir que tal categoría, por ejemplo, la causalidad, puede ser intuida, también por el sentido y estar contenida en el fenómeno»? (B 177). Esta dificultad es la que hace necesaria la doctrina trascendental del juicio. Esta facultad judicativa es la que ha de dar el canon, según el cual podrán, en general, aplicarse los conceptos puros del entendimiento a los fenómenos.

Entre la sensibilidad y el entendimiento. Kant resuelve toda la cuestión con esta afirmación categórica: «Es claro, pues, que tiene que haber una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera al segundo. Esta representación medianera ha de ser pura (sin mezcla de nada empírico), y, no obstante, por un lado, intelectual, y, por otro, sensible. Tal es el esquema trascendental» (ibid.). Kant ve el esquema trascendental en el tiempo. El tiempo contiene, en efecto, tanto momentos o aspectos sensibles como trascendentales y conceptuales, pues con él surge el número que no es sino pura síntesis del material vario sensible (B 182). Y aquí, en este capítulo, que es uno de los más profundos e interesantes de la Crítica de la razón pura, pues se aborda en él desde muy nuevos y originales puntos de vista la relación entre sentido e inteligencia, Kant despliega el esquematismo de los conceptos puros del entendimiento. Para ello considera ciertas determinaciones de tiempo, de carácter cuantitativo, cualitativo, relativo y modal, a saber: serie de tiempo, contenido de tiempo, orden de tiempo y plenitud de tiempo, con las cuales determinaciones relaciona después las correspondientes categorías, vaciando, no sin gran artificio, el significado conceptuable de cada una de ellas en los esquemas intuitivos de aquellas modalidades temporales.

El puente. Cuando tenemos en el sentido una determinada experiencia de tiempo, se actúa en cada caso la correspondiente categoría, y entonces subsumimos bajo ella nuestra intuición sensible, y así se origina el conocer intelectual. Por ejemplo, la permanencia en el tiempo es el esquema para la categoría de sustancia; la regularidad en una sucesión temporal es el esquema de la causalidad; la existencia en todo tiempo es el esquema de la necesidad; la existencia en un determinado tiempo es el esquema de la realidad concreta (Wirklichkeit); el tiempo lleno es el esquema de la realidad en general (Realität); el tiempo vacío, el esquema de la negación.

Aporía. El esquematismo encierra en sí graves problemas filosóficos. ¿Qué es lo decisivo en el esquema de tiempo, lo sensible o lo inteligible? Si lo sensible, entonces el ser y con él las esencias se disuelven en el flujo del devenir, el ser es interpretado como tiempo. Si lo inteligible e ideal, entonces la síntesis del entendimiento crea el tiempo (B 182) y el ser es interpretado como idea.

Dicho en general, ¿habrá de ser dado lo «dado», como lo emplea Kant, como un residuo del empirismo? ¿No podría también ser entendido como algo que participa del «logos», y que por él es constituido en definitiva en lo que tiene de realidad, no obstante la expresión de B 351 (cf. supra, pág. 209)? ¿O acaso Kant no se ha pronunciado de un modo definitivo sobre este punto fundamental? Habrá que preguntarse: ¿qué es lo decisivo aquí: lo empírico de la sensación o la espontaneidad de la forma apriórica? A veces se hace depender el fenómeno, en cuanto a su contenido, de la esencia de lo que aparece, como cuando se le hace «anuncio de esto» (cf. infra, págs. 228s). Pero eso nunca podría ser así si se toman en serio la espontaneidad y la aprioridad. El concepto de fenómeno y, con él, todo el esquematismo, dos piezas fundamentales en el sistema total, quedan a media luz y a medio camino. «Resulta de la deducción trascendental que la confrontación de forma lógica y contenido empírico no puede en definitiva mantenerse en pie» (Heintel). Pero los kantianos hacen como si tuviera suelo firme y siguen construyendo. Lo filtrado históricamente, entre tanto, ha hecho valer su peso y ahogado las consecuencias de la crítica. El poder del coeficiente histórico es muchas veces más grande que «el paso seguro de la ciencia».

Principios. A la teoría del esquematismo de los conceptos puros del entendimiento sigue la doctrina sobre los principios del entendimiento puro (B 187s). Estos principios no son anteriores a las categorías en su aplicación, como lo era el esquema del tiempo, sino que son consiguientes a ellas. Constituyen el primer esbozo de una ontología trascendental levantada sobre las categorías, y tienen su aplicación y valor, parte en un orden matemático-cuantitativo (principios matemáticos), parte en un orden dinámico-causal (principios dinámicos). Naturalmente, estos principios poseen también un valor a priori, y por ello «encierran en sí las bases de otros juicios», es decir, contienen los fundamentos sobre los cuales se han de edificar todos los demás juicios de las ciencias del ser. En otras palabras, dichos principios esbozan las líneas fundamentales de los objetos de las diversas zonas del ser. Más aún, constituyen o «ponen» esos mismos objetos; así lo requiere en efecto la verdadera tendencia de la filosofía trascendental de Kant. «El entendimiento no extrae sus leyes a priori de la naturaleza, se las prescribe» (Proleg. § 36). Todas las leyes de las ciencias naturales, que fueron encontradas en el curso de la experiencia, «se hallan bajo superiores principios del entendimiento, ya que aquellas leyes se limitan a aplicar estos principios a determinados casos del fenómeno» (B 198). Por ello el entendimiento es «la ley de la naturaleza, es decir, sin el entendimiento no se daría en absoluto una naturaleza, es decir, una unidad sintética de lo múltiple y vario de los fenómenos según leyes constantes» (A 127). El entendimiento cumple esta función mediante sus categorías y sus principios. En el idealismo alemán esta teoría de Kant se convertirá en una más resuelta pretensión de crear el mundo, no de conocerlo. «Filosofar sobre la naturaleza es crear la naturaleza», dirá Schelling, y Fichte deducirá todo el ser a partir del «yo» trascendental. Esto nos dará idea clara de lo que en la mente de Kant significaba la revolución copernicana.

Viniendo al particular, Kant sigue en la deducción de los principios una vía paralela a la seguida en la deducción de la tabla de juicios. También aquí se dan cuatro grupos: 1) Axiomas de la intuición, con el principio: todas las intuiciones son magnitudes extensivas. 2) Anticipaciones de la percepción, con el principio: en todos los fenómenos, todo lo real objeto de sensación tiene magnitud intensiva, es decir, un grado. 3) Analogías de la experiencia, con el principio: la experiencia es sólo posible mediante la representación de una unión necesaria de las percepciones. 4) Postulados del pensar empírico en general, que contienen enunciados sobre la posibilidad, la realidad concreta y la necesidad. Al considerarlos en particular, salta en seguida a la vista que virtualidad y función de estos principios con respecto al ser y a la ciencia del ser vienen a ser algo parecido a lo que significa para un Estado su legislación o constitución fundamental. La cuestión es si esta base constitucional de la ciencia y del ser reviste un carácter trascendental-subjetivo, como piensa Kant, o trascendente-objetivo. Y hay que preguntarse también si es legítimo deducir de un principio tan rígidamente como lo hace Kant, a partir de su tabla de juicios, las supremas líneas básicas y principios fundamentales del ser y del saber, para todo caso y circunstancias, o si no sería más puesto en razón el estudiar la realidad misma en su varia complejidad y dejarse introducir e iniciar por ella, aunque no confiemos al primer contacto la determinación definitiva de sus estructuras. Tal hizo Aristóteles y tal hace aún hoy la nueva ontología.

Verdadero camino de Kant. En realidad, el camino de Kant fue otro bien distinto del que nos describe la Crítica de la razón pura. Tiempo ha, la investigación histórica descubrió la verdadera génesis interna de las distintas piezas del estilo kantiano. Kant comenzó su obra como newtoniano (Cohen). Al sistema de Newton adaptó primero sus principios; a éstos, después sus categorías, y a éstas, finalmente, su tabla de juicios. De Newton tomó, asimismo, las formas de la intuición (espacio y tiempo). Y, absolutizando a Newton, Kant afirma por su cuenta que todo ello va necesariamente implicado en la naturaleza del espíritu humano. En este momento es cuando tiene lugar su «deducción», verdadera construcción artificiosa con piezas ya preordenadas. De la tabla de juicios surgieron, entonces, las categorías y de ahí los principios, todo a priori, con necesidad lógica intemporal. Pero toda esta elaboración ulterior se produjo en virtud de una fe antecedente en Newton. Y como suele ocurrir con una creencia, lo que en Newton y la filosofía natural eran meros postulados, adquirió entonces el rango de absoluto. A su vez, Kant tuvo creyentes. Bajo el influjo de su teoría de las categorías y de su apriorismo, también los matemáticos y los físicos tomaron las propias leyes físicas por absolutamente necesarias y «encontraron» todo ello como algo dado. Hasta que vino la teoría de la relatividad y dejó de nuevo al descubierto su carácter de simples postulados.

Dialéctica trascendental

Conceptos fundamentales. Después del sentido y del entendimiento a Kant le queda aún por considerar un aspecto de la razón y de su puesto en el conocer en general, y en particular su significado en orden a una simple metafísica. Éste será el objeto de la dialéctica trascendental (B 349s). «Todo nuestro conocimiento arranca del sentido, pasa al entendimiento y termina en la razón» (B 355).

«Razón». En el sentido Kant encontró como elementos fundamentales las formas trascendentales de la intuición; en el entendimiento lo fueron los conceptos puros del entendimiento o categorías; en la razón lo serán las «ideas». «La analítica trascendental nos dio una muestra de cómo la simple forma lógica de nuestro conocimiento puede contener en sí el origen de conceptos puros a priori. […] Igualmente podemos esperar que la forma de las conclusiones racionales […] contenga el origen de determinados conceptos a priori que podremos denominar conceptos puros de la razón o ideas trascendentales» (B 378).

«Idea». ¿Qué es, pues, una idea para Kant? Naturalmente no es la «idea» de los ingleses, que no es ni siquiera concepto. La idea es algo superior, un «concepto basado en nociones (puro concepto a priori) que sobrepasa la posibilidad de la experiencia», campo de aplicación inmediata de las categorías y principios del entendimiento (B 377). Las ideas determinan «el uso del entendimiento en el conjunto total de la experiencia según principios» (B 378); el cometido de estos principios es darnos una unidad, la más alta a nosotros posible en nuestra experiencia (B 365; Proleg. § 56).

El sentido más preciso de estos principios, factores de unidad, se nos hará patente si seguimos los pasos de la deducción que lleva a las ideas. Es la razón con su característica actividad, es decir, el raciocinio, lo que encierran en su significado las «ideas» de Kant. Pero toda conclusión discursiva no es otra cosa que una exploración de las condiciones o premisas de un condicionado. La conclusión «Sócrates es mortal» está condicionada por la premisa «Todos los hombres son mortales». Pero esta proposición general, premisa mayor, que todos los hombres son mortales, presupone, si quiere probarse, otras condiciones o premisas a su vez; éstas otras, y así sucesivamente. Razón, pues, no dice otra cosa, por su sentido y concepto, que el apremio a ir avanzando en la investigación de condiciones cada vez más lejanas y elevadas. La totalidad buscada de las condiciones es, según esto, lo que constituye el principio de unidad encerrado en la idea. ¿Podremos llegar a conocer plenamente la totalidad de las condiciones del ser en general o de una sección considerable, por ejemplo, dentro del reino animal o del mundo físico, y por esa vía llegar a agotar enteramente una idea? Kant lo niega. La totalidad de las condiciones o el incondicionado sería la totalidad de la experiencia posible; «a ello jamás alcanza plenamente ninguna experiencia efectiva, si bien apunta hacia ello siempre» (B 367).

«Principios regulativos». Las ideas son, pues, únicamente acicates para la búsqueda, «reglas heurísticas»; no principios constitutivos, es decir, aptos para elevar intuiciones a conceptos, sino sólo regulativos, es decir, que enderezan el uso del entendimiento hacia un fin problemático. Kant se ve precisado a confesar: «Con las ideas trascendentales, propiamente hablando, tan sólo sabe uno que no puede saber nada» (B 498), y por eso llama también a las ideas ficciones heurísticas, lo que no quiere ciertamente decir que sean «creaciones poéticas». En realidad para Kant son solamente focos problemáticos de unidad donde buscamos todavía una unidad en la totalidad de las condiciones, unidad siempre buscada y nunca alcanzada (B 799). Así podemos reunir la totalidad de los fenómenos anímicos en una unidad, que a título de ensayo pensaremos que es el «alma». Pero esta alma es tan sólo una idea, un principio heurístico, no una realidad objetiva.

¿Cuáles serán estas ideas según Kant? Las deducirá, como siempre, por vía trascendental (B 390s), y lo hará tomando como punto de partida las formas de la relación (condición y condicionado, tal como se presentan en el raciocinio, expresan una relación). La deducción es algo artificiosa. De ella salen las tres grandes ideas: alma, mundo, Dios. ¿Dios, sólo una idea, sólo un principio heurístico, una unidad, dada sólo como problema, de las condiciones de toda la realidad en general? Naturalmente esto suscitó un escándalo general. Y parecidamente ocurrió con el concepto de alma. La psicología, la cosmología y la teología racional habían entendido por alma, mundo y Dios otra cosa distinta: objetos existentes, realidades, no meras ficciones problemáticas. Daba la impresión, al menos, como si se tomara a Dios y al mundo como objetos, al modo de cosas inmersas en el espacio y el tiempo. En realidad ello no era tan simple (cf. infra, pág. 245), pero de no aplicarse concienzudamente a los textos, era fácil quedarse a flor de las palabras. El debate está abierto para Kant. «Lo que ahora nos incumbe, pues, es conocer exactamente el uso trascendental de la pura razón, sus principios y sus ideas» (B 376).

«Espejismo dialéctico». La razón ha estado siempre expuesta al peligro, dice Kant, de tomar sus principios e ideas, que no son sino principios regulativos, por realidades efectivas, es decir, lo que son puros métodos y funciones, por el ser mismo. Cuando esto ocurre «se abusa» de la razón y no se construyen más que falacias, fantasmagorías y sofismas. Se comprende, por cuanto precede, que Kant se alce contra tal supuesto abuso. Conocer es para él, según vimos, intuición + pensamiento. Pero la razón está por encima del entendimiento pensante. Nada queda, pues, que intuir a la esfera racional. Esto lo puede sólo el entendimiento en la medida en que somete a reglas y formas suyas las intuiciones sensibles. A la razón le queda otra suerte de tarea, que será puramente formal y metódica. A ella corresponde regular las funciones intelectivas, sin poseer ella misma ningún «objeto» material. Menos aún que el entendimiento podría tener la razón un empleo o alcance trascendente, hiperfísico (B 363, 352, 670). Kant hace gran hincapié en esta consideración.

Es preciso reconocer, así lo asegura Kant, que en la mezcla confusa de conceptos intelectuales y racionales, de materiales de la experiencia y de meras ideas reguladoras del uso formal de la razón, padecemos una ilusión inevitable. Derribar estas ilusiones, este espejismo trascendental o «dialéctico» (alusión a la función dialéctica de la razón discursiva) es el neto objetivo de la dialéctica trascendental (B 88, 349s).

Ésta es sin duda la parte más sensacional y de mayor resonancia polémica de toda la Crítica de la razón pura. El frente de ataque son los conceptos tradicionales en torno al alma, al mundo y a Dios. Kant desarrolla sus argumentos en las secciones: Paralogismos de la razón pura, que se ocupan de psicología racional; Antinomias de la razón pura, que se enfrentan con la cosmología racional, e Ideal de la razón pura, que contiene la crítica de las pruebas clásicas de la existencia de Dios.

Paralogismos. La psicología tradicional anterior a Kant no se limitó a una mera descripción de los actos de la conciencia. Fue siempre una metafísica del alma. Ésta es ante todo una sustancia. Descartes habla de una res, Leibniz de una mónada activa. Igualmente admitieron la sustancialidad del alma Wolff y su escuela y la probaron por vía regresiva, partiendo de los accidentes hasta llegar a un ser real, soporte último de ellos. Junto con la sustancialidad, se procuró siempre demostrar la simplicidad, la inmaterialidad y la inmortalidad del alma. Se consideró todo esto como el auténtico núcleo de la persona humana. Esta persona constituía a su vez el verdadero «yo», el sujeto de las actividades humanas. Sólo los ingleses lo habían puesto en duda. Para Locke la sustancia es un «no sé qué», y en Hume el alma queda reducida a un haz de percepciones. Tampoco es ya el alma para Kant una sustancia metafísica. En la prueba de la sustancialidad del alma ve él como un paralogismo (falacia), que descansa sobre un silogismo de cuatro términos, pues el «yo» entraría en él con doble sentido. El razonamiento usual sería así: lo que es sujeto absoluto y no puede ser empleado como predicado de un juicio es sustancia. Pero el sujeto absoluto de todos nuestros juicios es el «yo». Luego el «yo» es una sustancia. Aquel yo, sujeto de todos los juicios, es, sin embargo, para Kant, el yo trascendental de la apercepción trascendental y expresa, por tanto, una magnitud puramente lógica. Mas el raciocinio toma bruscamente, a renglón seguido, esta magnitud lógica por ontológica, como si fuera una realidad metafísica, y en ello está el fallo lógico (A 348s).

Kant tiene razón en parte; es cierto que se da este «yo» lógico, suprema síntesis de todos nuestros contenidos de conciencia. Pero ¿es ese «yo» lógico el único «yo» que se da? ¿No somos los hombres, como individuos, más que eso? O ¿acaso de aquello que además somos no podemos percibir más que complejos de validez y sentido lógicos? Nosotros oponemos a Kant el «yo» vivido, el que quiere y obra, sufre y siente, el que existe. Pero Kant relega todo eso a la psicología empírica, como material inútil (A 342). Su concepción del alma y de la vida anímica se circunscribe a la conciencia y se agota en ella. El «yo pienso» es el texto único de la psicología racional, del que ésta tiene que desentrañar toda su ciencia (A 343). Este cogitans sum es en Kant más restringido aún que en Descartes, pues no comprende sino el complejo de valideces lógicas. Toda la realidad del alma está metida a presión en el molde angosto del trascendentalismo. Es una visión empobrecedora de aquella realidad; pues los grandes temas del vivir, del obrar y del sufrir, de la resistencia y la duración, del proyecto y de la existencia, no pueden diluirse en una seca mención de la apercepción trascendental del «yo» puro. El sujeto «absoluto» de nuestros juicios es algo bien distinto de un mero sujeto lógico. Si lo busca uno como se busca una moneda perdida, como se busca un objeto perdido, una cosa más, claro está que no encontrará nada. Es preciso tener en cuenta el modo de ser de las realidades metafísicas. Y entonces la búsqueda no se detendrá: “¿Quién puede soportar el que lleguemos, desde la naturaleza de nuestra alma, hasta la clara conciencia del sujeto, justo con la persuasión de que sus fenómenos no pueden explicarse materialísticamente, sin preguntarse qué es propiamente el alma, y si ningún concepto de la experiencia le cuadra, admitir en todo caso un concepto de razón de un ser simple inmaterial, sólo para este menester, a sabiendas de que no podemos mostrar de ningún modo su realidad objetiva?” (Proleg. § 57 Werke, IV, 351s). «Realidad» dice Kant. «¿Qué clase de realidad?» En la respuesta a la pregunta contenida en el párrafo citado está la respuesta a este último interrogante (cf. infra, págs. 241s, Criticismo y trascendentalismo).

Antinomias. Al abordar la cosmología tradicional Kant se reafirma en la posición fundamental de su Crítica: conocer = intuición + pensamiento.

Plan de Kant. Los conceptos puros del entendimiento no pueden rebasar la experiencia dentro del mundo sensible. La razón tampoco puede traspasar la esfera trascendental, menos aún que el entendimiento. Las ideas no tienen otra función que elevar el conocimiento de la experiencia a supremas síntesis de unidad, abarcadoras de todo el conjunto. Si queremos hacer metafísica al estilo de la cosmología anterior, dando a conceptos e ideas un valor trascendente, más allá de nuestras formas mentales, como cosas en sí, la razón se enredará forzosamente en contradicciones. Kant va a mostrar estas contradicciones siguiendo los cuatro temas principales de la metafísica cosmológica. Son las cuatro antinomias que él explotará como vía indirecta para reducir ad absurdum la vieja metafísica.

Las tesis y antítesis de las antinomias no se basan efectivamente en sofismas, como los paralogismos de la psicología racional, sino que cada una de aquellas proposiciones, aun siendo opuestas y contradictorias, encuentran su demostración en la metafísica antigua. Con ello ésta queda al descubierto y se confirma su interna imposibilidad.

Deducción de las cuatro antinomias. Las cuatro antinomias propuestas corresponden a las cuatro ideas cosmológicas de Kant (B 435s). Las deduce echando mano del supremo principio de la razón, el punto de vista unitario en la contemplación del ser en su conjunto cósmico, y aplicándolo en un cuádruple sentido, correspondientemente a las cuatro clases de categorías (otra vez la tabla de juicios es el punto de partida); los cuatro aspectos considerados son el aspecto cuantitativo, el cualitativo, el relacional y el modal. A tenor de ello la razón postula, en aras siempre de la unidad: 1) una absoluta perfección en la suma y composición del conjunto de todos los fenómenos; 2) una absoluta perfección en la división y descomposición del conjunto dado; 3) una absoluta perfección en el origen existencial de un fenómeno en general; 4) una absoluta perfección en la dependencia existencial de lo mudable en el fenómeno.

Las dos primeras ideas cosmológicas son de naturaleza matemática; las dos últimas de naturaleza dinámica. Por desconocer el carácter puramente trascendental de la razón, la antigua metafísica convirtió las ideas trascendentales de la razón en conceptos de objetos trascendentes. De ahí se originaron las cuatro antinomias cuyas respectivas tesis y antítesis tuvieron más o menos los enunciados siguientes (B 448s):

  • 1.ª antinomia (consideración cuantitativa del mundo). Tesis: El mundo tiene un comienzo en el tiempo y se contrae a un espacio limitado. Antítesis: El mundo no tiene comienzo ni límites en el espacio, sino que es infinito, tanto en el tiempo como en el espacio
  • 2.ª antinomia (consideración cualitativa del mundo). Tesis: Toda sustancia compuesta en el mundo consta de partes simples y cuanto existe en general es o simple o compuesto de partes simples. Antítesis: Ninguna cosa compuesta en el mundo consta de partes simples y no existe en general nada simple en él.
  • 3.ª antinomia (consideración relacional del mundo). Tesis: La causalidad, según las leyes de la naturaleza, no es la única de la que puedan deducirse los fenómenos del mundo en su totalidad. Se impone como necesaria otra causalidad libre para explicarlos. Antítesis: No hay libertad; todo en el mundo acaece puramente según leyes físicas.
  • 4.ª antinomia (consideración modal del mundo). Tesis: Al mundo pertenece, como parte o como causa de él, un ser absolutamente necesario. Antítesis: No existe ningún ser absolutamente necesario, ni en el mundo ni fuera del mundo, como causa suya.

Solución de la 1.ª y de la 2.ª antinomia. Las antinomias plantean problemas que equivalen casi a la totalidad de la filosofía. Se ha escrito copiosamente sobre ellas. Son especialmente notables las críticas de Bolzano y H. Leisegang (Denkformen [Formas del pensar], 1928) contra las antinomias kantianas, sobre todo en el aspecto matemático. Nos ceñimos a señalar aquí la solución propuesta por Kant mismo a sus antinomias. Aplica una vez más el método trascendental, y nos da en ello un espécimen de la fecundidad del idealismo trascendental (B 519s).

¿Mundo finito o infinito? Advirtamos, ante todo, que se trata únicamente del problema de la extensión, en el espacio y en el tiempo, del problema del mundo corporal, que el propio Kant denomina matemático. Queda aparte la cuestión, involucrada a menudo en el problema de la infinitud del mundo, de si el mundo tiene una existencia condicionada, de si tiene causa o, por el contrario, existe absolutamente y no está condicionado por nada; esta cuestión «dinámica» es abordada por Kant, como algo distinto, dentro de la 4.ª antinomia. La solución de la primera y segunda antinomia, las cuales podemos simplemente formular en términos de finitud o infinitud del mundo espacio-temporal hacia fuera (totalidad) y hacia dentro (divisibilidad), es lograda por Kant mediante la declaración de que, en ambas, tanto la tesis como la antítesis son falsas. ¿Por qué? Quien afirma que hay un mundo infinito en el espacio y en el tiempo hacia fuera o hacia dentro, afirma algo que todavía no ha visto, pues tal visión resulta imposible. Quien, por otra parte, afirma que hay un mundo finito hacia dentro o hacia fuera, o sea que tiene límites, afirma también algo imposible, puesto que el espacio y el tiempo no pueden limitarse; hará falta para ello otro espacio y otro tiempo con que limitarlos. El fallo capital que cometen la tesis y la antítesis de la primera antinomia está en querer pensar el mundo como un todo, como un objeto dado en la intuición. El mundo como un todo es más un proceso que un hecho, más una tarea que un dato.

Mundo indefinido. «El mundo sensible no tiene ninguna magnitud absoluta, sino que el regressus empírico […] tiene su ley, a saber, avanzar de un miembro cualquiera de la serie, como de un condicionado hacia otro más lejano, ya sea por la propia experiencia, ya llevando por guía el hilo de la historia o la cadena de los efectos y sus causas, sin cerrar nunca la puerta a un ensanchamiento del posible uso empírico de su entendimiento, que es justamente el propio y exclusivo asunto de la razón con sus principios» (B 549s). El mundo no se nos da, pues, antes del regressus de nuestro entender, en una suerte de intuición colectiva y única, sino en ese regressus (B 551); se nos va suministrando en el decurso de nuestro investigar. No tenemos un concepto del mundo como de un objeto acabado; nuestro entender y saber de él será siempre perfectible.

El mundo espacio-temporal, mirado hacia fuera y hacia dentro (en su totalidad y en su divisibilidad), no es ni un objeto infinito ni un objeto finito, sino un indefinido; en otras palabras, es tan sólo una idea, un principio heurístico. Con ello, Kant corrobora su afirmación de que el mundo, como un todo, no es un objeto intuible, y sale al paso a las mal planteadas preguntas cotidianas de si el mundo tendrá límites y qué habrá más allá de sus fronteras, o si es ilimitado, y cómo hay que representarse lo que había antes que el mundo existiese, o si la materia es divisible in infinitum, ya que permanece siempre extensa, o si no lo es. Todas estas preguntas adolecen, dice Kant, de falsos presupuestos, pues transportan ideas que tienen valor y sentido dentro del mundo de la experiencia sensible intuitiva a regiones no intuibles. Lo que se impone es volver sobre nuestros pasos y tomar otra vía, otro método.

¿Es el mundo, no obstante, objetivo? El mundo, como un todo, es una idea, dice Kant. Bien, pero preguntaríamos a Kant, ¿no podremos conocer de ese mundo al menos lo suficiente para distinguirlo y definirlo en sus rasgos esenciales frente a otro ser? Nos quedará siempre, es cierto, una tarea infinita, jamás cumplida exhaustivamente, en el conocimiento del universo; pero ese conocimiento exhaustivo tampoco lo tenemos de los objetos particulares de dentro de ese mundo. Y, no obstante, los designamos como objetos dominados en algún grado por nuestro conocimiento.

Solución de la 3.ª antinomia. La 3.ª antinomia se refiere al conflicto de la necesidad y libertad en el mundo. Su solución la buscará también Kant en el carácter trascendental del entendimiento. Aparece de nuevo la «idea» como noción salvadora (B 560s). Kant considera primero la necesidad universal dentro del mundo de los fenómenos determinado por la categoría de causa. Esta necesidad es intangible (B 564).

Naturaleza y necesidad. Es una ley general, y ley que fundamenta toda la experiencia, «que todo lo que acontece tiene que tener una causa y, por consiguiente, también la causalidad de esa causa, que a su vez es algo que acontece, requiere otra causa y, en virtud de esto, todo el campo de la experiencia, hasta dondequiera que se extiendan sus límites, se transforma en un [unitario] concepto de simple naturaleza» (B 561).

Todas las acciones del hombre, en cuanto ser de este mundo fenoménico espacio-temporal, como fenómenos, «están totalmente en conexión con los otros fenómenos, según las leyes constantes de la naturaleza, se derivan de aquéllas como de sus condiciones, y constituyen, por tanto, con ellos otros tantos eslabones de la única serie del orden natural» (B 567). Kant, en fuerza de su teoría de las categorías, no ha podido ver la libertad en la naturaleza. Su concepto de naturaleza es la pieza prefabricada per definitionem.

El fondo de premisas históricas de ello hay que ponerlo en la mentalidad mecanicista de la Edad Moderna, en el encadenamiento causal de Spinoza y en una absolutización de Newton. Que ello pudo ser de otra manera lo muestra el hecho de que Hume miró las leyes físicas con un halo de verosimilitud e inseguridad, que dejaba un portillo abierto a la espontaneidad y a cierta libertad, al menos analógica, incluso dentro de los fenómenos naturales. El llamado «carácter empírico» del hombre está, por tanto, determinado causalmente. Se admite hoy que hay estratos de ser, cada uno de los cuales tiene sus leyes propias, y no pueden ser medidos con el mismo rasero, v. g. el del determinismo físico (cf. infra, pág. 509, N. Hartmann). Pero vino Kant y acuñó en su filosofía un concepto de naturaleza que se impuso durante casi dos siglos aun entre los hombres de ciencia, y se sostuvo por éstos con tanta firmeza, que pudo aparecer como un hecho experimentalmente demostrado lo que en realidad fue una concepción filosófica.

Hombre y libertad. Pero Kant no es sólo un teórico de las ciencias empíricas, es también un moralista, y lo es en primera línea. Nunca resulta ello tan claro como en la solución de la 3.ª antinomia. La libertad moral ha de salvarse en toda circunstancia, y tenemos la inequívoca impresión, al leer a Kant, de que han sido motivos éticos los que han movido su pluma y su cerebro al delinear esta nueva fundamentación de la metafísica dentro del marco de la Crítica de la razón pura.

Todo el aparato trascendental de este capítulo tiene por único objetivo hacer ver que «la naturaleza no contradice, al menos, a una causalidad libre; esto era lo único que podíamos lograr, y esto es lo que única y exclusivamente nos interesaba» (B 586). Kant tiene que concebir, pues, la libertad de manera que no esté en pugna con la naturaleza. ¿Y cómo lo logra? Veamos su definición.

Por lo pronto, la libertad aquí vindicada es la libertad de la voluntad. Kant la define negativamente como independencia de la coacción ejercida por los apetitos de la sensibilidad, y positivamente, como capacidad de «producir, independientemente de aquellas causas de la naturaleza, y aun contra su fuerza e influjo, algo que está determinado en el orden temporal según leyes empíricas; es decir, de comenzar con entera espontaneidad una serie nueva de hechos» (B 562, 581s). También denomina Kant a aquella facultad carácter inteligible (B 566s). Lo esencial para él, como se colige de lo citado, es la «espontaneidad», o sea la «facultad de comenzar por sí mismo a obrar, sin necesidad de presuponerse la aplicación de otra causa» (B 561).

Tenemos así un principio causal de nuestro obrar que queda al margen de la serie causal y del determinismo de la naturaleza (B 565, 580). Con su carácter inteligible la razón se encumbra por encima de los límites de una experiencia posible (B 563); tropezamos con una «causa inteligible»; nos movemos en un reino de lo «noumenal», de las llamadas «cosas en sí» (B 566s).

Conciliación. Con esto Kant cree poder resolver la 3.ª antinomia. Razona así: ambas proposiciones son verdaderas; tan sólo hay que tener cuidado de referir la tesis (libertad) al mundo inteligible y la antítesis (necesidad) al mundo de los fenómenos. Así se esquivan mutuamente, sin interferirse ni anularse, y ambas pueden subsistir. Kant tiene seguramente conciencia de lo «extraordinariamente sutil y oscuro» que resulta el que un mismo acontecimiento pueda ser considerado, a la par, como causalmente necesario en el mundo espacio-temporal (determinado por las causas antecedentes en el mundo del fenómeno) y como libre (espontáneo, como un comienzo desde cero en razón de su carácter inteligible).

A pesar de que tal causa inteligible, dotada de libertad, no puede demostrarse ni como real ni siquiera como posible, pues todo pensar lógico está contraído a los límites de la experiencia sensible, y una causa inteligible no puede ser pensada dentro del orden de las leyes de la experiencia (B 586), y a pesar de que no tenemos, según esto, más que un concepto general de ese carácter inteligible (B 569), Kant acepta, no obstante, dicho fundamento y apoyo de la libertad. ¿Por qué?

Motivos de Kant. Es la ética la que lo fuerza a ello, más concretamente el deber, que se nos hace patente en el imperativo categórico.

«El deber expresa un género de necesidad y de vinculación a principios, que no se da en todo el ámbito de la naturaleza» (B 575). La necesidad del deber no es la necesidad de la determinación causal; «no sigue el orden de las cosas tal como se presentan en el fenómeno, sino que la razón se constituye a sí misma, con plena espontaneidad, un orden propio según ideas a las cuales acomoda ella las condiciones empíricas». «Debo, luego puedo», se dice breve y lacónicamente en la Crítica de la razón práctica. Es, pues, en el deber moral donde Kant encuentra apoyo para justificar el carácter inteligible y la causalidad libre de éste: «A las veces descubrimos, o creemos al menos descubrir, que las ideas de la razón efectivamente han probado su causalidad respecto de las acciones del hombre en cuanto hechos del mundo fenoménico, y que por tanto han tenido lugar, no por causas empíricas, sino porque fueron determinadas por motivos emanados de la razón» (B 578).

Si tenemos bien presente que todo lo que tiene conexión con la razón es idea (en el sentido kantiano) o pertenece al orden trascendental, comprenderemos cómo ha llegado Kant a creer que con su filosofía trascendental ha resuelto el problema de la necesidad y de la libertad, de la naturaleza y del hombre, de la facticidad y la moralidad, del ser y del deber.

Responsabilidad. Tiene también la persuasión de haber despejado, por este medio, el problema, igualmente importante para la ética y para la jurisprudencia, de la atribución moral de los actos. Las acciones de un hombre, una mentira por ejemplo, pueden someterse a dos series paralelas de consideraciones para su justa apreciación: en un plano, el carácter empírico, necesario; en otro, el carácter inteligible, libre. En el primer plano la mentira es un hecho totalmente determinado y necesario. Habría que indagar en cada caso la cadena de causas, v. g. la mala educación, las malas compañías, mal natural, conjunto de causas ocasionales; habría que investigar todo esto igual que se hace con una serie de causas determinantes en orden a un efecto natural dado. Sin embargo, el sujeto de tales acciones es juzgado por nosotros, y eventualmente condenado, como si hubiera sido libre; «porque se presupone que se puede […] considerar la serie transcurrida de condiciones como no acaecida, y este hecho [la mentira] como totalmente incondicionado respecto del estado anterior, como si el sujeto hubiera inaugurado con ello por sí mismo una serie de consecuencias enteramente nueva. Este reproche se funda en una ley de la razón, según la cual se considera a ésta como una causa que podía y debía haber determinado la conducta del hombre de otra manera, haciendo caso omiso de todas las llamadas condiciones empíricas. No se mira la causalidad de la razón simplemente como una concurrencia [resultancia del complejo de motivos], sino como algo en sí mismo completo y suficiente. […] La acción es medida con arreglo a su carácter inteligible: el hombre, en el momento de mentir, es enteramente culpable» (B 583).

Dudosa libertad. Estas palabras dejan todavía en el aire toda la dificultad. Kant mismo se pregunta con toda crudeza: «Dado que podamos decir que la razón tiene su causalidad respecto del fenómeno, ¿podrá acaso denominarse libre su acción toda vez que, en el carácter empírico de ésta (el modo del sentido), está enteramente determinada y necesitada?» (B 579). Y se responde: «También está determinada en su carácter inteligible (el modo del pensamiento). Pero este último (modo del pensamiento, carácter inteligible) no lo conocemos». Más aún, no sólo no conocemos ese carácter inteligible que tiene que determinar a nuestro carácter empírico, sino que no tenemos influjo sobre él: «La causalidad de la razón, en su carácter inteligible, no surge o comienza en un tiempo determinado a producir un efecto» (ibid.). «Ella, la razón, está presente uniformemente en todas las acciones del hombre, en todas las circunstancias de tiempo, pero no está ella misma en el tiempo ni cae, por así decirlo, en una nueva situación en la que no estuviera antes; es determinante, no determinable respecto de dicha situación. Por eso no puede uno preguntarse: ¿por qué no se ha determinado la razón de otra manera?, sino solo: ¿por qué no ha determinado los fenómenos mediante su causalidad de otra manera? Pero a esto no hay respuesta ninguna posible. Pues recurrir, como explicación, a otro carácter inteligible implicaría otro nuevo carácter empírico» (B 584).

Ahora bien, nos preguntamos nosotros: ¿es esto libertad? ¿Si no hay detrás de ella más que una ficción, un «como si»? La interpretación que Vaihinger da de Kant traduce exactamente con un «como si» la libertad brindada por la solución de la 3.ª antinomia. Resuena siempre la misma cadencia: nos representamos así la cosa, nos parece así; en B 583 el «como si» aparece literalmente. ¿Y bastará un parecer «como si», para juzgar o ser juzgado un hombre? Esto es, en puridad, condenar a un hombre aun cuando no haya podido obrar de otra manera. El hombre real es el que vive y se mueve en el espacio y el tiempo, y ése, según Kant, no es libre. Tampoco puede nada para el carácter inteligible; éste consiste simplemente en la condición universal de la razón, y la consideración racional de la acción queda en un «como si».

Un tanto resignado, Kant escribe a renglón seguido: «La verdadera moralidad de la acción (mérito y culpa) nos queda por ello a nosotros, aun la de nuestro propio proceder, totalmente oculta. Nuestras imputaciones sólo pueden referirse al carácter empírico. Lo que allí hay que atribuir a la eficacia pura de la libertad, a la simple naturaleza, a los inculpables defectos del temperamento, o a su feliz disposición (merito fortunae), eso nadie puede sondearlo, ni por ello juzgar con plena justicia» (B 579). No olvidemos, sin embargo, que Kant admite siempre, a pesar de todo, la libertad como un hecho. Su interpretación de la libertad es lo que quizá falla.

Filosofía trascendental y filosofía de la trascendencia. Queda claro el fracaso del método trascendental en este punto, cuando deduce algo que al fin carece de significado, una libertad irreal. Otra cosa sería si la idea (aquí libertad) fuera algo más que un «como si»; si en algún modo estuviera fundamentada en el mundo que Kant llama real, o también inversamente, si, como ocurre en Platón y en Aristóteles, ese mundo real participara de la idea y consiguientemente estuviera formado, o al menos informado, por la idea. Un atisbo de ello lo encontramos en Kant, cuando ocasionalmente nos asegura que las ideas no son ficciones (B 799), que la experiencia, bien que totalmente insuficiente, no es con todo ajena a ese mundo (B 367), y que podemos formarnos un concepto de las ideas de la razón en analogía con los conceptos de la experiencia (B 594). Se puede muy bien separar experiencia sensible de pensar racional, pero no absolutamente. Kant lo ha advertido con claridad en los Prolegómenos (§ 57). Habla allí de una «conexión de lo conocido con algo totalmente desconocido», conexión cuyo concepto debería determinarse más (Werke, IV, 354). Kant no debería, pues, reducirse a afirmar la conexión, sino explicar cómo ha de entenderse en concreto la radicación de la idea de razón en el conocimiento empírico, si no quiere encallar en un dualismo superfluo. No podemos aplicar a ciegas, ya ésta, ya aquella idea. Nuestro método experimental, aun guiado por enfoques unitarios de la razón, tiene que ser más bien determinado por la índole de la cosa misma observada. Los conceptos del entendimiento siguen también un determinado esquematismo. En una palabra, la idea kantiana ha de moderar su trascendentalidad subjetiva situándose en una relación positiva con la realidad. En el mismo párrafo de los Prolegómenos Kant dice que los fenómenos «presuponen siempre una cosa en sí y la notifican, ya pueda o no el hombre conocerla más de cerca» (Werke, IV, 355). Este notificar se ha de exigir también para la relación entre lo que conocemos en la experiencia y lo que posiblemente no podemos conocer «teóricamente» en las ideas de la razón, sino sólo considerar, «como si». Este problema nunca lo ha resuelto Kant. Y de ahí el peligro, en él, de quedar incomunicados, sin remedio, naturaleza y hombre, ser y deber.

Solución de la 4.ª antinomia. En la 4.ª antinomia nos encontramos con otro problema dinámico, el problema dinámico por excelencia. La antigua metafísica admitió siempre que toda existencia mundana es un ser dependiente que presupone un primer ser caracterizado con diversos nombres, idea del bien en sí, primer motor, actus purus; primera ἐνέργεια, ens a se, ens realissimum, perfectissimum. El empirismo rechazó de plano tal ilación regresiva, encerrándose conscientemente en los límites de los fenómenos.

Totalidad de las condiciones. Kant aborda el viejo problema bajo el epígrafe: «Absoluta totalidad de dependencia en el existir de lo mudable en el fenómeno» (formulación de la 4.ª idea cosmológica, B 443). A pesar de su empirismo, no renuncia Kant a este planteamiento que trasciende la experiencia. «La idea de esta totalidad de dependencia se halla en todo caso en la razón, prescindiendo de la posibilidad o imposibilidad de prender a dicha idea conceptos adecuadamente empíricos» (B 444; ver de nuevo el luminoso § 57 de los Prolegómenos). Da por bueno, pues, el razonamiento fundamental de la antigua metafísica de que «siendo todo mudable en el ámbito de los fenómenos, y siendo consiguientemente condicionada toda existencia, no se da en toda la serie de la existencia dependiente ningún miembro incondicionado cuya existencia sea absolutamente necesaria» (B 587). Pero ¿qué clase de incondicionado es este del que aquí se trata? O, lo que es lo mismo, ¿qué suerte de regressus ilativo es ese que emprendemos en busca de las condiciones de lo condicionado? Ambos conceptos son sometidos a crítica por Kant. El resultado es siempre el que proyecta aquella ecuación básica en todo el sistema: conocer = intuición + pensamiento.

Regressus matemático in indefinitum. Estamos fundamentalmente contraídos en nuestro conocer a un mundo empírico, sensiblemente intuible. «El mundo sensible no contiene sino fenómenos, simples representaciones, siempre sensiblemente condicionadas, y dado que jamás son objetos nuestros las cosas en sí, no hay que extrañarse de que no estemos nunca autorizados para saltar de un término, cualquiera que sea, de la serie empírica, afuera del conjunto de lo sensible […] para buscar fuera de ellos la causa de su ser» (B 591). Con otras palabras: sólo podemos seguir el hilo de las condiciones dentro del mundo de los fenómenos, y aquí es donde se da, como ya se dijo, el regressus indefinido. Abandonar este hilo de las condiciones empíricas y «perderse en fundamentos explicativos trascendentes e incapaces de una demostración in concreto» (B 590) va contra la naturaleza del conocer y consiguientemente carece de sentido. El principio de causalidad puede ser aplicado solamente dentro del mundo mismo, no al mundo tomado como un todo. El que hace esto último ignora los límites del conocer. Evidentemente, Kant se mueve en el terreno del empirismo y habla su lenguaje, resucitando el prejuicio, ya por nosotros refutado, de que hablar de un fundamento del mundo como un todo es perder todo contacto con el mundo del fenómeno (cf. supra, págs. 164s).

Lo absolutamente incondicionado. Pero Kant no se mueve únicamente en el plano del empirismo. No puede desprenderse de su espíritu el concepto de un ser absolutamente incondicionado como totalidad de todas las condiciones, que utilizó el racionalismo para iluminar filosóficamente el problema de Dios. «La razón exige un incondicionado» (B 592). Y precisamente un incondicionado extramundano. A él apunta ahora Kant. ¿Qué es lo que le empuja a ello? Un pasaje por demás interesante y revelador, titulado «Interés de la razón en las antinomias» (B 490s), nos hace ver que es de nuevo la razón práctica, como ya antes en el tema de la libertad (3.ª antinomia), lo que determina a Kant a afirmarse en el absolutamente incondicionado. Un descarnado empirismo quitaría fuerza e influjo a la religión y la moral. Si no existe un ser primero distinto del mundo, si el mundo existe sin un comienzo y por tanto sin Creador, si nuestra voluntad no es libre y el alma participa de la misma divisibilidad y corruptibilidad que la materia, pierden todo su valor las ideas y principios morales (B 496).

Es enteramente cierto que Kant ha querido expresamente dejar expedito el camino para aquellas construcciones morales mayestáticas. Y por ello recurre de nuevo a sus ideas de la razón. El absoluto es un principio regulativo. Aun teniendo todos los acontecimientos dentro del mundo mismo un regressus incancelable en su relativa dependencia, sin que puedan deducirse de un principio exterior a esta serie, ello no impide el que se pueda pensar toda la serie como fundada en algún ser inteligible, absolutamente necesario, razón última de la posibilidad de todos los fenómenos (B 588s). «La razón sigue su marcha en el uso empírico y sigue también su marcha propia en el uso trascendental» (B 591). Esto equivale a proyectar el incondicionado detrás y por encima del mundo sensible. Efectivamente, lo mismo que en la libertad inteligible, de que se ocupaba la 3.ª antinomia, el sujeto como cosa en sí pertenecía, no obstante, a la serie de condiciones, y sólo su libertad, como tal, era inteligible, así ahora «el ser necesario está totalmente fuera de la serie del mundo sensible (como ens extramundanum) y tiene que ser pensado en un orden puramente inteligible» (B 589).

Es, pues, sólo «pensado». Pero precisamente por ser tan sólo idea de la razón, una manera y un modo de considerar las cosas, no un objeto, en nada es contrario al ininterrumpido e ilimitado regressus empírico dentro de la serie de los fenómenos; no es un punto final de la serie. «Y esto es justamente lo único que nos cumplía hacer para resolver la aparente antinomia y lo que sólo por esta vía nos fue posible llevar a cabo» (B 592). El absoluto no queda, pues, «demostrado», como creía la antigua metafísica, ya que sólo hay pruebas dentro del mundo fenoménico. Pero tampoco se demuestra ni se puede demostrar la imposibilidad del absoluto, saltar afuera de la base fenoménica (B 590; cf. Proleg. § 57; Werke, IV, 352). Siempre se podrá uno representar el absoluto como idea.

Con esto Kant piensa haber dado solución a la antinomia: de las dos proposiciones contrarias, la antítesis es referida al mundo del fenómeno; la tesis, a las ideas de la razón. Las dos son verdaderas, pero tienen valor cada una en su esfera. Haber puesto esto en claro Kant lo considera como el resultado positivo y específico de la dialéctica de la razón pura.

¿Dios sólo idea? A nadie extrañará que se viera socavada la religión con el método filosófico-trascendental, se llamara ateo a Kant y se pusiera en el Índice la Crítica de la razón pura. Bastaba para ello la repulsa de los argumentos tradicionales para probar la existencia de Dios. De hecho, el ateísmo posterior, hasta el presente, ha creído siempre encontrar apoyo en Kant, que niega la trascendencia de Dios y reduce a Dios a una idea trascendental, lo que no es ciertamente una recomendación del éxito de Kant en su metafísica de Dios. Kant personalmente no fue ateo; él hubiera siempre argüido contra sus seguidores ateizantes: la idea de Dios, como postulado ético, es tan firme y cierta, que nada la afectan todas las conclusiones teoréticas. No necesita prueba alguna sacada de la razón teorética, la cual no la podrá dar, como tampoco la podrá dar contra la existencia de Dios, Dios es, pues, para Kant, una realidad, igual que lo es la libertad humana, según vimos. Lo que es problemático aquí, igual que allí, es la interpretación y el sentido de esta realidad.

¿Dualismo? Kant designa el mundo espacio-temporal de los fenómenos como la realidad. Frente a él está el mundo de las ideas de la razón, es decir, todo el mundus intelligibilis y en él Dios, es sólo un «ver como si», que en todo caso es dable al hombre intentar como hipótesis, puesto que no contradice a aquella otra realidad. Esto es lo que no puede convencernos en Kant. «La razón sigue su marcha en el uso empírico y sigue también su marcha propia en el uso trascendental». Esta marcha paralela constituye un dualismo bien difícil de admitir; difícil, porque un Dios que no está en positiva relación con el mundo, tan lejos está de ser Dios como lo está de ser una auténtica voluntad aquella libertad que no marcha al hilo de las cosas en el espacio y el tiempo, sino que se sostiene, por decirlo así, pendiente en el vacío.

Crítica de las pruebas de la existencia de Dios. Las pruebas de la existencia de Dios enlazan con el problema de la 4.ª antinomia, el incondicionado, de la metafísica tradicional. Kant aborda su crítica considerando detenidamente sus argumentos (B 611s). Reduce éstos a tres: el físico-teológico (argumento teleológico), el cosmológico y el ontológico.

El primero parte de una experiencia determinada, a saber, de la observación de la finalidad y el orden en el ser; se pregunta luego por la causa de este orden y asciende finalmente, apoyándose en el principio de causalidad, hasta una suprema causa. El segundo hace lo mismo, aunque poniendo sólo como base la experiencia de la existencia en general y afirmando que la existencia mundana, como tal, necesita de una causa. El tercero no parte de la experiencia, sino que arguye sólo a base de conceptos. «Voy a demostrar —dice Kant— que la razón nada puede establecer, ni por una vía (empírica) ni por la otra, y que inútilmente bate sus alas para remontarse, con sólo la fuerza de su especulación, sobre el mundo de los sentidos» (B 619).

Al descender en particular a la discusión del tema, Kant trata los argumentos en el orden inverso al apuntado. Su plan es, en efecto, mostrar primero la imposibilidad del argumento ontológico, y luego hacer ver que el cosmológico viene a desembocar en el ontológico y el físico-teológico a su vez en el cosmológico, con lo que los dos últimos caerán igualmente por tierra.

Argumento ontológico. El argumento ontológico fue propuesto por san Anselmo, por Descartes y por Leibniz, e inmediatamente antes de Kant, por Wolff, Mendelssohn y otros filósofos de la Ilustración. Concluye siempre en la existencia de Dios por vía analítica, deduciendo del concepto de la esencia de Dios su existencia, como algo necesariamente perteneciente a ella. Si Dios es el más perfecto y el más real de todos los seres (ens perfectissimum, realissimum), no puede faltarle la existencia; admitir que le faltara sería una contradicción, de forma que la existencia, y la existencia necesaria, se sigue de la esencia de Dios.

Kant objeta que «el concepto de un ser absolutamente perfecto es un puro concepto de la razón, es decir, una simple idea, cuya objetiva realidad está muy lejos de ser probada por el solo hecho de que la razón necesite de esa idea» (B 620). Viene a decir: podemos representarnos con el pensamiento cuanto nos venga en gana; pero que sea también una realidad lo que nosotros pensamos, eso es otra cuestión. Si pensamos a Dios como el más perfecto y real de los seres, naturalmente hemos de pensarlo con existencia; pero si eso que pensamos lo pensamos legítimamente, es decir, si nuestro pensar responde a una realidad, eso hay que probarlo. Descartes dijo a esto: si pensamos monte, podemos pensar también naturalmente valle, pero de este pensar nuestro no se sigue que exista realmente monte ni valle. En el lenguaje de Kant: «Ser no es un predicado real, es decir, un concepto de algo que pueda convenir al concepto de una cosa». Pensamos conceptualmente de lo posible exactamente igual que de lo efectivamente real. Cien escudos posibles, en cuanto a su quididad, no son, pensados, ni más ni menos que cien escudos reales (B 626s). La realidad efectiva ha de ser puesta determinadamente mediante una operación peculiar de nuestro juicio. De ahí que el argumento ontológico nada diga sobre la realidad, moviéndose como se mueve escuetamente en la esfera del concepto, y no siendo en definitiva más que una explicación nocional.

Argumento cosmológico. El argumento cosmológico (B 631s) mantiene también la conexión entre la existencia necesaria y el ser realísimo, pero no deduce del ser realísimo la existencia necesaria, sino que del ser necesario deduce el ser realísimo y perfectísimo. Su razonamiento es el siguiente: si existe algo, debe existir también un ser absolutamente necesario, pero existo por lo menos yo, luego existe un ser necesario (B 632s). Este raciocinio, dice Kant, parte de la experiencia, o procede al menos como si se apoyara en la experiencia; pero en realidad se engaña a sí mismo, ya que tras un pequeño rodeo entra de nuevo en el viejo cauce del argumento ontológico, es decir, del puro análisis conceptual. Sólo así, mediante esta estratagema, alcanza el argumento su resultado. Veamos cómo.

Kant objeta al argumento cosmológico que no llega más que a un ser necesario. No es falso en sí mismo, pero no es suficiente, puesto que no demuestra a Dios, sino solamente a un ser necesario. Pero no todo lo que es un ser necesario es ya necesariamente Dios, es decir, un ser perfectísimo y realísimo. Todo ser perfectísimo y realísimo es también necesario, pero ¿quién puede asegurar que todo ser necesario es también realísimo y perfecto? Esto es precisamente lo que afirmaba el argumento ontológico, al identificar: perfecto = realísimo = necesario. Si del ser necesario encontrado declaramos, dando un paso adelante, que no puede ser más que Dios, porque sólo el concepto de Dios puede llenar esa necesidad, nos encontramos reincidiendo en el argumento ontológico que hace del ser perfectísimo un ser necesario, lo que quiere decir que no es ya la experiencia, sino un concepto, el concepto de Dios del argumento ontológico, el que nos dice que aquel ser necesario encontrado es Dios.

Kant denuncia expresamente esta ignoratio elenchi implicada en el argumento cosmológico, que, pretendiendo ser una vía nueva, nos conduce de nuevo a la senda antigua y nos deja en la oscuridad.

Apunta luego estas instancias particulares: 1) El principio de causalidad es aplicado aquí más allá de los fenómenos (trascendentemente), cuando sólo tiene sentido dentro del mundo del fenómeno (trascendentalmente). 2) Dado que el regressus en la serie progresiva de condiciones y causas nunca se cierra dentro del mundo de los fenómenos, no puede concluirse, mediante dicho regressus, a un primer incondicionado, como una realidad más allá de la experiencia, pues tal incondicionado puede, a lo más, ser pensado como una «idea». 3) Se da aquí como perfección del concepto aquello que en realidad es incomprehensible, como lo es el supuesto término final de un regressus, que no puede retroceder hasta el infinito; pues tendríamos que admitir allí un ser carente de fundamento.

Con ello, y principalmente con la reducción al argumento ontológico, Kant da por refutado el razonamiento cosmológico.

Argumento teleológico. Del argumento físico-teológico (B 648s), llamado generalmente teleológico, dice Kant: «Este argumento merece siempre ser citado con respeto. Es el más antiguo, el más claro y el más acomodado a la común razón de los hombres» (B 651). Sin embargo, tampoco satisface. Por de pronto no lleva a un ordenador omnisciente, sino a un ordenador muy sabio, pues el mundo no agota todas las posibilidades y contiene por otro lado mucho desorden. Tampoco lleva a un creador del mundo, sino lo más a un artífice del mundo, ya que sólo toma en consideración la ordenación de la materia, no su creación. Para demostrar a un Dios creador, habría de desembocar de nuevo en el razonamiento cosmológico, que ha quedado ya rechazado. Y si la prueba de la finalidad lleva no sólo a un gran espíritu, sino a un ser justo y bueno, la teleología física deberá ser completada con una teleología ética. Sólo así se llegará a una teología, como lo explica Kant en la Crítica del juicio (§ 86 Werke, V, 444; cf. allí también págs. 459s: De la utilidad del argumento moral, así como nota general a la teleología, págs. 475s).

Anticrítica de la crítica de Kant. Habrá que conceder a Kant que el argumento teleológico, para llegar a un Dios creador, ha de presuponer la pieza base del argumento cosmológico. Pero aun entonces se llega a un ordenador del mundo muy sabio, pero no omnisciente, justo y bueno. A esta duda anticipa ya Leibniz su respuesta con su teoría del mal en el mundo. El ens perfectissimum de la antigua metafísica presupone un concepto más amplio del ser que Kant. Aquélla concebía un ser que comprende también el mundo moral, puesto que abarca absolutamente todo el ser, real e ideal; más aún, en rigor fue el ser ideal el punto de partida (cf. vol. I, pág. 113). La misma prueba aristotélica del movimiento presuponía este ser, pues es el sumo bien quien mueve el mundo (cf. vol. I, pág. 239). Leibniz también supo esto. Kant es el que se queda muy corto en su concepto de ser; al criticar el argumento teleológico, detenía su mirada en el ser espacio-temporal al modo del empirismo.

Todo el interés, pues, se centra en los argumentos cosmológico y ontológico, pues Kant cree que aquél se apoya en éste. El tema es de lo más revelador para penetrar en la mentalidad de Kant en su conjunto.

Tergiversación del argumento ontológico. Es singularmente revelador su enjuiciamiento del argumento ontológico. Kant lo mira con los ojos de su tiempo, no a la luz de su significado histórico-genético. Desde que el empirismo provocó la escisión entre ser y pensar, los conceptos no son más que representaciones, no sabemos ya lo que hay detrás de ellos. Siguen su propio camino y es posible que, con ellos, el hombre no haga más que monologar consigo mismo. En todo caso pueden llegar a ser simples cosas de la mente. Por eso la existencia real fue el gran problema para Locke y aún más para Hume. En la filosofía escolar se hablaba también, en tiempos de Kant, tan sólo de un «concepto» de Dios. En ese contexto histórico Kant recrimina al argumento ontológico por deducir del «concepto» de Dios la existencia de Dios.

Pero el argumento clásico, desde san Anselmo hasta Leibniz, no deducía la existencia de Dios de un «concepto» o de una «representación» de Dios, sino que Dios era «fundamento» o «razón», la idea en sentido platónico, el ser, ὄntwj ὄn; lo que es como ὑpόqesij suya; lo perfecto, lo que se presupone para poderse pensar lo imperfecto; la totalidad de todas las posibilidades de las que deriva el ente particular. Kant comprendió esta significación al emplear el término omnitudo realitatis, bien que su herencia empirista le vedó el explotarla. Usando la terminología ontológica de Heidegger, este ser es lo que se des-vela. Y como el ser precede al ente, así también precede la idea des-veladora del ser a todo otro obrar espiritual. Está ya allí siempre a punto, anticipadora, sin aguardar a recortarse artificialmente en concepto; más aún, el espíritu mismo es esta idea, él es «en algún modo, todas las cosas», en expresión de Aristóteles; y más claramente en Plotino, en el que el espíritu es el ser y los entes ( ὄnta) como omnitudo realitatis. Esto constituye el fundamento del axioma medieval omne ens est verum, que invierte luego Descartes, y con razón, asentando que todo lo que es verdadero es real. Al contrario, en Kant, Dios es sólo un concepto. Nótese que ya en Wolff la idea de esencia es mero «concepto», no la realidad que todavía era en Descartes; de forma que tiene razón Kant, frente a Wolff.

Tocamos aquí palpablemente el influjo de la mentalidad empirista, idea igual a pura representación. Se oculta a Kant, y no podía ser menos, lo que histórica y doctrinalmente fue el genuino argumento ontológico.

El argumento ontológico está más cerca del intento del ideal trascendental perseguido por Kant de lo que éste pudiera sospechar, sin la debilidad y el riesgo de este ideal de quedar en un ennoblecido empirismo. Kant no tuvo conocimiento directo y crítico de los nexos histórico-doctrinales de tal argumento con base en las fuentes.

Tergiversación del argumento cosmológico. Y con esto queda también despejada la objeción, lanzada por Kant contra el argumento cosmológico, de ser nulo por tender hacia la misma vía demostrativa del argumento ontológico, deduciendo en definitiva a partir de puros conceptos. Kant entiende tan torcidamente la necesidad de que se habla en el argumento cosmológico como la idea de Dios del argumento ontológico. No es una necesidad como los juicios analíticos. El ser necesario del argumento es en realidad el ser realísimo del ser contingente en su referencia al ser necesario, el nervio de la prueba lo constituye la idea de participación. El argumento aristotélico del movimiento y de la causalidad tiene su raíz y su sentido histórico en la filosofía platónica y no es en realidad sino una variación de la vía dialéctica de Platón hacia Dios (cf. vol. I, pág. 237). Pero participación es siempre participación del ser en cuanto ser: de la idea del bien en sí según Platón; del actus purus, según Aristóteles. Tal idea y tal actus purus encierran en sí eo ipso la omnitudo realitatis, y no es necesario ningún ardid para introducir el ser realísimo, dando un giro subrepticio al argumento ontológico.

Desde este fondo doctrinal comprendemos bien que Leibniz, para dar explicación del acontecer en el mismo mundo espacio-temporal, aun aceptando las «causas» mecánicas de la nueva filosofía, recurriera además a «razones» suficientes de orden formal, y viera contenida en la ratio omnisuficiente la posibilidad genérica de todo ser particular, que emanaría de aquella ratio suprema como el accidente de la sustancia. Sólo así, según Leibniz, viene el ente al ser. Lo que trasciende al ser es la razón suficiente del ser. Ésta le confiere, en la mentalidad ideal-realista de Leibniz, el quid sit definicional y el an sit fáctico (cf. supra, págs. 96s). Y por ello este mundo es contingente para nosotros los hombres, aun cuando Dios, el Dieu qui suffit, sea la suma de toda posibilidad y realidad, y de Él derive per analysim el mundo.

En el contexto que nos ocupa, Kant apunta que Leibniz caracterizó el argumento cosmológico como la prueba ex contingentia mundi. Kant podía haber rastreado, a través de Leibniz, el verdadero significado que se dio al absolutamente necesario en las pruebas tradicionales de la existencia de Dios. Los influjos del empirismo, con su nuevo concepto de realidad, fueron, sin embargo, demasiado fuertes en Kant y le nublaron una penetración más honda en la concepción ideal-realista, la que tuvo aun Leibniz y la que subyace a toda la demostración de la existencia de Dios de la antigua metafísica.

Presupuestos empíricos de Kant. Por lo que toca a las otras objeciones particulares de Kant contra el argumento cosmológico que hemos reseñado anteriormente (n.º 1 y 3, supra, pág. 234) no es difícil ver en ellos una monótona repetición de su punto de vista crítico, nuestra forzosa limitación al mundo de los fenómenos. Pero Kant no es un fenomenalista absoluto. A pesar de todas esas objeciones, Kant ha trascendido de hecho el mundo fenoménico. Conoce un absolutamente incondicionado, totalidad de todas las condiciones. Kant no es ateo. En su recapitulación, al final de toda la dialéctica trascendental nos dice expresamente: «Si, en orden a una teología trascendental, se pregunta, lo primero, si hay algo distinto del mundo que contenga en sí el fundamento del orden cósmico y de su trabazón interna según leyes generales, la respuesta es: sin duda alguna. El mundo es, en efecto, una suma de fenómenos y tiene que darse algún fundamento trascendental de ella, es decir, penable vara el puro entendimiento» (B 725). Pero a renglón seguido añade: «Si se pregunta lo segundo, si este ser es una sustancia, de máxima realidad, necesaria, etcétera, respondo: tal pregunta no tiene significación, pues todas las categorías, con las que trato de formarme un concepto de tal objeto, no tienen otro uso que el empírico, y no tienen sentido alguno si no se aplican a objetos de una posible experiencia, es decir, al mundo sensible» (B 724).

El ser absoluto quedará, pues, en un mero pensar. Pero si no fuera así —y Kant sabe, como le enseñó Hume, que la teología natural se empeña en saltar «más allá» de la experiencia hacia una trascendencia vedada, porque no hay puente posible—, todo sería de otra manera. En realidad la antigua filosofía también tuvo ojos para la inmanencia del trascendente, como en la parusía de la idea, por ejemplo (cf. vol. I, págs. 509, 556s). Ya antes de Escoto, la antigua teoría de la analogía supo que Dios es el «totalmente otro»; que el «es» de nuestros juicios presupone una base común fundante del ser. Dios es distinto del mundo, pero no separado del mundo, enseña el Cusano. Es fundamentalmente, de alguna manera, alcanzable por nuestras categorías, especialmente la de sustancia y la de causa. No entramos en un mundo totalmente extraño, al que no podamos hacer de algún modo objeto de nuestro conocimiento: no es, ciertamente, un objeto como los demás objetos, y que no podemos aplicarle las categorías de sustancia y de causa como se le aplican a una piedra o a un arbusto no hace falta ni decirlo. Lo supo siempre la teología negativa. Pero lo que no puede admitir la teología natural es que nuestra idea de Dios sea sólo una fría, pero equívoca, creación poética y que el lenguaje religioso carezca de todo valor de enunciado real. No puede ser tal en sentido de la religión. Nuestro decir sobre Dios ha de quedar como fundado en la realidad y verificable. En el mismo Kant, el absoluto no queda totalmente en tinieblas. Si, para la metafísica clásica, Dios es algo dado, pero al mismo tiempo problema y tarea, no es más ni menos que lo exigido, pero no cumplido en la idea de Kant (cf. supra, págs. 228s).

Las bases de la teoría kantiana del conocimiento

Si nos representarnos sintéticamente las posiciones fundamentales de la crítica de Kant descubriremos en ella ciertos rasgos característicos que se manifiestan inconfundibles, por decirlo así, en un primer vistazo, pero que al quererlos mirar más en profundidad se nos tornan de nuevo problemáticos. Son estos rasgos el subjetivismo, el fenomenalismo, el criticismo y el trascendentalismo. Una palabra sobre cada uno de ellos.

Subjetivismo. Es la denominación que suele aplicarse en primer término a la teoría del conocimiento de Kant. Esta caracterización parece bastante clara. El subjetivismo radica en la inversión copernicana por la que nosotros prescribimos sus leyes a la naturaleza; no encontramos previamente los objetos: los ponemos. Con esto, la trascendencia queda desplazada por la inmanencia, y la ontología cobra un sentido enteramente nuevo. No se puede decir que el entendimiento puro de Kant, con sus formas a priori, como posición, o como operación, o como función, viene a ser un nuevo intellectus agens de la escolástica o de Averroes. Las diferencias son palmarias. El noῦj aristotélico posee contenidos en algún modo configurados y recortados, si bien no conocidos definitiva y «adecuadamente» por nosotros, sin las ideas del mundus intelligibilis; el noῦj kantiano los presupone, lo que evidentemente es influjo de Hume. A pesar de los esfuerzos de Kant por alejar de este subjetivismo trascendental, mediante el a priori, todo el subjetivismo psicologista de Hume, lastrado con el relativismo del hábito (custom), no obstante, su fundamentación subjetiva del conocimiento ha sido siempre objeto de ataques, y ello por varias razones.

Bases matemáticas de Kant. La primera pieza atacada es lo que constituye la base de todo su proceso demostrativo, a saber, el carácter sintético a priori de las verdades matemáticas, como, por ejemplo, 7 + 5 = 12, alegado por Kant como justificante de una productividad subjetiva de la imaginación. Sobre ello Kant levanta todo el resto del edificio, como aparece claramente en los Prolegómenos (§ 5).

La mayor parte de los filósofos y matemáticos, como, por ejemplo, Leibniz, Hume, d’Alembert, Bolzano, Brentano, Hilbert, Couturat, Poincaré, Einstein, Geyser, Scholz, Russell, se pronuncian en favor del carácter analítico de los juicios matemáticos. En los círculos logísticos se acentúa, incluso hoy, la tendencia a no ver en las proposiciones corrientes de la geometría y la matemática clásicas más que postulados, que se establecen per definitionem y luego naturalmente dan lugar, en un análisis lógico interno, a enunciados necesarios, pero que nada dicen por sí solos sobre la realidad (cf. supra, pág. 203). ¿Cómo podrá Kant, al nivel de la «pura» intuición, probar la invariancia formal del espacio vacío y del tiempo vacío, recogidos por Newton? ¿Ha hecho otra cosa que absolutizar simplemente a Euclides y a Newton? ¿Es su intuición «pura» aún verdadera «intuición», o el principio de que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos no es más bien analítico que sintético?

Límites del hombre. Con esto último se corrobora también el segundo capítulo de objeciones formuladas contra el subjetivismo, a saber, si el espíritu humano no caerá en fatua presunción al creerse con poder para prescribir sus leyes a la naturaleza. Si el espacio y el tiempo contienen, al menos, cierta relatividad, ¿no serán también inseguras e insuficientes las demás formas del espíritu humano, y tendremos que ser cautos en afirmar que el ser sólo puede ser pensado así y no de otra manera?

«Objeto». Con esto enlaza el tercer capítulo de ataques al subjetivismo, el concepto que se ha formado del objeto. El objeto ha de ser algo que «está» enfrente (ob-iectum, Gegen-stand), no lo que meramente se representa «como puesto enfrente». El sentido primitivo de todo conocer es tocar, aprehender algo que no es el mismo conocer. Le compete necesariamente al conocer la llamada trascendencia gnoseológica. El conocer no es un monólogo del espíritu consigo mismo, sino un diálogo con lo que está enfrente.

Fenomenalismo. El segundo rasgo con que caracterizábamos la teoría del conocimiento de Kant era el fenomenalismo. La Crítica de la razón pura repite hasta la saciedad que «el conocer humano está limitado al campo de los fenómenos sensibles, que más allá de sus fronteras nada puede conocer ni con sus formas de intuición, ni con sus formas del pensar, ni con sus ideas de la razón. Lo que no es fenómeno, no es objeto de la experiencia. El entendimiento no puede sobrepasar los límites del sentido. Los principios son simples principios de exposición y explicación de los fenómenos» (B 303; cf. Proleg. § 30; Werke, IV, 312s).

La filosofía de Kant se convirtió así en una de las fuentes del fenomenalismo y el positivismo posteriores, prestando a todos armas contra la metafísica tradicional. Kant ha pasado a la historia como el demoledor de la metafísica.

Fenómeno. Sin embargo, el concepto de fenómeno no resulta muy claro en Kant. Al dilema entre la sensación y la espontaneidad de las formas ya se aludió antes (cf. supra, págs. 215s).

La dificultad crece si tenemos en cuenta que no sólo han de ser puestos en juego determinados tipos de formas de intuir o de pensar tomados en su generalidad, sino que tales formas han de actuarse en la individualidad concreta de cada caso; porque no conocemos espacio en general, sino un espacio determinado, ni causalidad en general, sino esta causalidad, y así por lo demás. De ello no da Kant explicación alguna, puesto que sus formas son siempre universales. ¿Dónde estriba, pues, la determinación individual y concreta? Si, por otra parte, se quiere salvar la espontaneidad del espíritu con su poder determinante apriórico, ¿qué falta hace ya una materia? Para eludir este dilema, el neokantismo, hijo del idealismo alemán, borrará la dualidad de materia y forma y profesará un panlogismo monístico. Para él no queda ya nada de un material lógicamente amorfo. Hay indicios de que el Kant de la última época se acercó a esta solución idealista, pues en el Opus postumum parece desechar aquel juego combinado de sensación, como afección determinante, y formas aprióricas, e intentar una construcción a priori de toda la experiencia a partir del entendimiento. El hecho de que para Kant no sólo se dan los fenómenos, sino también los noumena, o «cosas en sí» (B 291s), aumenta aún la complejidad del concepto de fenómeno.

El noumenon o «cosa en sí» no es para Kant algo simplemente tolerado, sino un concepto inevitable (B 311). Su coexistencia con el fenómeno es tan natural y necesaria como la coexistencia de la materia con la forma. Por ello no se puede llamar a Kant fenomenalista absoluto. En dos casos se decide Kant inequívocamente por la admisión de determinadas cosas en sí.

Por un lado se dan cosas reales corpóreas. Contra el idealismo absoluto de Berkeley y contra su esse est percipi referido a los cuerpos, Kant sostiene, en la 2.ª edición de la Crítica, la proposición: «La conciencia simple, pero empíricamente determinada, de mi propio existir demuestra la existencia de los objetos en el espacio fuera de mí» (B 274s). Es sabido que, en general, la 2.ª edición de la Crítica acentúa esta posición realista, por lo que Schopenhauer consideró a la 2.ª edición respecto de la 1.ª como una traición al idealismo. Es punto discutido; Vleeschauwer sostiene exactamente la tesis contraria.

Además de la existencia real de cuerpos, para Kant se dan las «cosas en sí» del mundo inteligible, los noumena absolutamente hablando, a los que pertenece en primera línea el «yo» inteligible. Las cosas corpóreas se nos dan a nosotros los hombres, por nuestra peculiar constitución psicosomática, en la intuición empírica; sólo en ella y no en su mismo ser, en su «en sí». De los objetos del mundo inteligible no poseemos ni siquiera esto; serían sólo aprehensibles tales objetos en una intuición intelectual, por ejemplo, la que tiene Dios; tal intuición intelectual nos está negada a nosotros los mortales, y sólo podemos pensar aquellos objetos, a modo de ensayo, como ideas. En ello estaría, según Kant, el error de Platón. Tuvo éste buen derecho y razón, asegura Kant, para distinguir el mundus intelligibilis del mundus sensibilis; y toda sana filosofía habrá de comenzar por comprobar que los cuerpos no son una realidad absoluta, sino sólo fenómenos. Pero no estuvo en lo justo Platón al asentar que el objeto propio del conocimiento intelectual es el mundus intelligibilis; tal objeto lo constituye, por el contrario, el mundus sensibilis.

De ahí resulta que el ser mismo, el «en sí» de los noumena, queda incognoscible para nosotros. Lo que está a nuestro alcance son escuetamente los fenómenos. Y, a tenor de esto, el noumenon es «simplemente un concepto límite, para poner coto a la pretensión del sentido; por tanto, tiene solamente uso negativo. Pero no es tampoco algo caprichosamente fingido, sino que está en función de limitación del sentido, sin poder, en ningún caso, poner algo positivo fuera del ámbito sensible» (B 311).

La contradicción. Pero, a pesar de todo, Kant sabe muchas cosas positivas sobre el noumenon y nos encontramos en ello con la cruz de los intérpretes, que siempre ha sido la «cosa en sí». Los conceptos del entendimiento son sólo aplicables a los fenómenos, pero Kant los predica también de las cosas en sí. Les atribuye realidad, causalidad, pluralidad. Afectan causalmente al sujeto. El «yo» inteligible, por otro lado, puede iniciar nuevas series causales dentro de los fenómenos. Se comprende perfectamente lo que dijo Jacobi, que sin la cosa en sí no se puede entrar en la filosofía de Kant, pero con la cosa en sí no se puede permanecer en ella. Tropezamos no sólo con una aporía del pensamiento de Kant, concretamente con los límites de su síntesis de racionalismo y empirismo, sino, en general, con los límites y aporías inherentes a todo fenomenalismo.

Criticismo y trascendentalismo. Queda claro, al mismo tiempo, en qué sentido y grado se puede aplicar a la filosofía de Kant la denominación de criticismo, considerado también siempre como rasgo característico de su teoría del conocimiento. La conclusión típica que arroja su método crítico es, como es sabido, la limitación al fenómeno. La Crítica de la razón pura pretende trazar los linderos del conocimiento, sobre todo frente a los inútiles conatos de la antigua metafísica, por irrumpir en una región imposible de franquear. La línea divisoria señala concretamente como infranqueable todo aquello de lo que no tenemos intuición, ni por tanto «representación», por no pertenecer al mundo del fenómeno. De ahí que podamos precisar el criticismo kantiano designándolo idealismo crítico, o mejor, idealismo trascendental, dado que las leyes trascendentales del conocer son más importantes que los objetos trascendentales en sí, a los que tiene él por incognoscibles. A pesar de ello, Kant mismo traspasa las fronteras por él puestas. Habla de Dios, del alma, de la inmortalidad, de la libertad, y tiene conciencia de que con estas ideas está al otro lado del reino de la experiencia (B 377, 395 nota).

Más importante aún para la crítica del criticismo es saber que este criticismo descansa en un determinado principio, el de que el conocimiento es sólo posible sobre el fundamento de un «dato» de la experiencia sensible entendida de manera empirista. Hay otras maneras de entenderlo, tal la de Platón, con sus ideas, y la de Aristóteles con su noῦj poihtikόj. También esto es crítica, pero con otro enfoque. Si los kantianos piensan que sólo quien filosofa con Kant filosofa críticamente, y todo lo demás lo descalifican como «precrítico», apellidándolo de hipóstasis de conceptos, realismo, pura inmediatez, etcétera, en realidad cabalgan sobre un prejuicio y, en vez de criticismo, el suyo es un dogmatismo. Kant dio ya un mal ejemplo en su contienda con Eberhard enfrentándose con la crítica del conocimiento de Leibniz, la de los Nouveaux essais aparecidos en 1765 (Sobre un descubrimiento según el cual toda nueva crítica de la razón pura sería superflua después de otra hecha ya anteriormente, 1790), y en la actitud, igualmente destemplada, contra J. G. Schlosser (Sobre una ilustre voz, recientemente alzada en filosofía, 1796), a quien él, igual que Jacobi y que Herder, quiso inculpar de exaltación de la filosofía del sentimiento. Debía haber advertido Kant que él, no menos que los otros, operaba sobre un punto de vista.

Kant y la metafísica. Puesto que todo lo dicho hasta aquí se perfila en el horizonte de la metafísica, y este concepto tiene acentos variados en Kant, trataremos de aclarar sus significados.

Concepto de metafísica en Kant. Para orientar esta exposición distinguiremos las diversas significaciones que ha ido dando Kant a dicho concepto.

  • a) Concepto primero de metafísica. Metafísica es primeramente para Kant lo mismo que lógica trascendental. Ya vimos (pág. 201) cómo, según él, el conocimiento metafísico debe contener puros juicios a priori. El significado atribuido a dicho conocimiento metafísico tiene su expresión concreta en la deducción trascendental de los conceptos puros del entendimiento (A XII, XVII). En el prefacio a los Fundamentos metafísicos de la ciencia natural, se dice de la metafísica, coincidiendo con aquel significado, que es un saber puro de razón a base de simples conceptos, o bien filosofía pura. Y en la Reflexión 4360 (Werke, XVII, 519) Kant define: «Metaphysica est logica intellectus puri». Pero, como los conceptos puros del entendimiento no existen por razón de sí mismos, sino que tienen la función de levantar el edificio del conocimiento empírico, se revela un segundo sentido de metafísica, que es más amplio que el antes indicado.
  • b) Metafísica en sentido más amplio. Sería simplemente metafísica toda la crítica de la razón en cuanto que fundamenta el conocimiento de la experiencia. Se llama metafísica el sistema de la razón pura, todo el conocimiento filosófico basado en la razón pura organizado en un todo sistemático, es decir, filosofía trascendental (B 869).
  • c) En sentido estricto. Metafísica, ahora «en sentido propio», es el sistema de las ideas de la razón: mundo, alma, Dios; es decir, la metafísica especial de la filosofía escolástica y wolffiana. Pero Kant entiende esas ideas a la luz de su dialéctica trascendental. A ellas hay que añadir las ideas morales de la razón, es decir, los postulados, ante todo la libertad y el reino de los fines. Más aún, ese interés moral es el que da origen y sentido a todo el mundo de las ideas de la razón ya en la misma Crítica de la razón pura, según vimos antes.

    En rigor, esta tercera significación de la metafísica cae debajo de la primera antes consignada; las ideas de la razón son una parte de la lógica trascendental. Pero en la denominación de auténtica metafísica dada por Kant a este grupo de ideas, «metafísica en sentido propio», y en el calor con que trata esta temática, tomando partido por ella, hemos de reconocer un aliento de la vieja metafísica. Transfigurada y desfigurada, pero está allí, y está con todos sus elementos fundamentales: Dios, alma, inmortalidad, libertad, reino de valores y, sobre todo, el mundus intelligibilis, que ocupa constantemente el centro de la problemática.

    Kant no ha podido olvidar el espíritu de la antigua metafísica. Ya a finales del siglo XIX F. Paulsen escribía: «En realidad, el trans physicam imprime su dirección a todo el pensamiento kantiano; el mundus intelligibilis es su meta». La ontología es sólo el umbral de la metafísica; lo suprasensible es su meta final, leemos en el prefacio al estudio sobre los progresos de la metafísica.

    Es notable que, bajo el influjo del neokantismo y del positivismo, en Kant se haya visto exclusivamente al crítico del conocimiento, y no al metafísico.

    Kant no cae fuera de la tradición metafísica occidental, sino que está dentro de ella, como una de sus relevantes figuras. No es el problema si hay o no hay una metafísica, sino cómo ha de ser esta metafísica. Kant quiere una metafísica nueva, la metafísica trascendental. Y con esto llegamos a una cuarta significación de la metafísica, la que Kant rechaza y combate.

  • d) «Falsa» metafísica. Metafísica es el uso intelectual trascendente de las ideas de Dios, mundo y alma; más exactamente, el pretendido abuso de tales ideas llevado a cabo por los «realistas», que hacen de las ideas de la razón, como Dios y alma, y de los conceptos puros del entendimiento, como sustancia y causalidad, «cosas subsistentes en sí, y convierten, por tanto, simples representaciones en cosas en sí mismas» (B 519). La antigua metafísica construyó con esta trascendencia un mundo que era, según Kant, todo ficción, una especie de transmundo desligado del mundo de la experiencia, del que nada se puede saber, pues todo conocimiento nuestro está contraído al mundo del fenómeno.

¿De dónde se ha forjado Kant su concepto de metafísica? Porque éste no responde precisamente al que da la historia, sino que es más bien una caricatura de la metafísica.

Es cierto que el no muy afortunado nombre de metafísica puede ejercer un influjo seductor y sugerir una vaga región de irrealidad transmundana. Y no es menos verdad que, de la metafísica enseñada en las escuelas inmediatamente anteriores a Kant se pudo decir que, seducida por conceptos mal fundados, establecidos racionalísticamente y como «hipostasiados», perfiló una especie de mundo «metafísico», aéreo, irreal, al que se miraba, con veneración, como un mundo de misterio recóndito y supraterreno. Acaso Kant se contagió algo de Swedenborg y de sus Arcana caelestia. Pudimos también señalar antes la desorbitada exposición de la metafísica con que Hume y los enciclopedistas franceses trataron de desacreditar a ésta, lo cual no dejó de producir su efecto.

En Hume se advierte otra fuente de transformación de la trascendencia, la expresión religiosa del «más allá» que se toma literalmente como suena, a falta de un sentido más profundo y verdadero del lenguaje religioso. Los teólogos, hablando efectivamente de modo sobradamente antropomórfico del más allá, sobre todo de la trascendencia de Dios, lo habían puesto tan por encima y tan lejos de todo ser a nosotros asequible, que el buen sentido de la gente hubo de decirse: si es tan completamente «otro», nada podemos saber y mejor es no cansarnos en investigarlo.

Pero sobre todo Kant parece haber sucumbido a la impresión causada en su espíritu por la separación temática, cada vez más acentuada en las escuelas, entre la primera filosofía u ontología, por un lado, y la metafísica especial (Dios y alma), por otro. Ya en 1598 Goclenius, en su metafísica, separaba la primera filosofía de la metafísica especial de Dios y de las almas, reservando para esta última el nombre de scientia supernaturalis o transnaturalis, o también scientia divina. En ello siguió el ejemplo del jesuita valenciano Benito Perera (Pererius) (cf. vol. I, pág. 672), que en su De communibus omnium rerum naturalium principiis et affectionibus (Roma, 1562; Colonia, 1595, 1603, 1618) separó ya la filosofía primera, como ciencia de los trascendentales, de la metafísica, como teología natural. No halló ciertamente seguidores en su orden. Suárez, según vimos (cf. vol. I, págs. 673s), continuó la tradición clásica en el concepto de metafísica. La innovación penetró en Alemania a partir de Goclenius. También Wolff, cuya obra fue tan difundida, siguió esta nueva dirección, si bien la ontología es en él algo peculiar, como lo es la psicología racional y la teología racional. De él pudo aprender Kant, que enseñó metafísica por el texto del discípulo de Wolff, A. Baumgarten.

En contacto con esta manera de ver las cosas debió surgir en Kant la impresión de que los objetos de la metafísica especial quedaban en el aire, sin el fundamento de la experiencia; pues todo este mundo de la experiencia quedaba ya trazado en sus aspectos generales en la ontología, y para la metafísica había que apoyarse en un nuevo principio, en conceptos sin base, vacíos, como dice Kant.

Concepto clásico de metafísica. Comoquiera que ello fuere, estas interpretaciones de Kant no alcanzan a la metafísica clásica de la Antigüedad y la Edad Media, si bien se pueden encontrar en ella multitud de expresiones que admitirían una interpretación a lo Hume o a lo Kant. Pero habría que entenderlas en el contexto en otros pasajes definitivos y esto no lo hicieron Hume y Kant, faltos de un estudio crítico de las fuentes y atentos sólo a impulsar el desarrollo de los temas y motivos que el tiempo les confió, en que se contienen no pocas deformaciones históricas.

Metafísica y experiencia. La metafísica clásica es siempre ciencia de la realidad, verdadera ontología. Lo dice ya la definición que de ella da Aristóteles, y se puede confirmar fácilmente siguiendo las secciones particulares de dicha disciplina. Para citar sólo el concepto de Dios, jamás está Dios separado del mundo por un abismo infranqueable, sino que está siempre «presente» en el mundo, como fundamento de él, ya se conciba este fundamento a manera de idea del bien en sí, ya a manera de motor inmóvil, o como ens a se; el mundo participa de él o posee una actualidad que reproduce analógicamente lo que aquél es en su pureza. Aun allí donde se subraya el ™pškeina o el ὑperoÚsioj, nunca se designa con ello una absoluta ausencia de conexión, sino sólo la distancia que media entre el modelo y la copia, entre la aseidad y la contingencia.

Y no es de otra manera en el caso mismo en que Aristóteles, en una ulterior definición de la metafísica, muchas veces mal entendida, designa a ésta como la ciencia de lo cwristόn y de lo ¢k…nhton. Esto parecería corroborar precisamente lo que Kant objeta, que Dios es allí el «absolutamente otro». En realidad, ese ¢k…nhton es el coronamiento de la ciencia del ser en cuanto ser, y el cwristόn tan sólo una más precisa caracterización del supremo principio distinto, sí, pero no separado del ser (cf. vol. I, pág. 147).

Inmanencia de la trascendencia. Se trata del problema de las modalidades del ser encadenadas entre sí. La antigua metafísica vio que hay un ser del ente que es más que el mero ente particular; que es, como tal, un peculiar modo de ser que no cabe en las categorías del ser espacio-temporal. Este ser debía ser deducido, y en este cwrismόj consistía su «trascendencia». Era una escala ascendente, hacia el supremo ser, que ya no era un modo de ser, sino el ser mismo, ipsum esse. La antigua metafísica vio que este ser fundaba todo ser, que era en todo ser, puesto que todo ser de Él participaba, acto de todos los actos, y así, no obstante su trascendencia, era inmanente a todo, más cercano a todo ser que éste a sí mismo, para emplear una expresión de san Agustín. No se «hipostasía» aquí nada conceptual, sino que las esencias son la realidad de lo real, lo verdaderamente «dado», lo que «salva el fenómeno», porque el «logos» es antes que la materia y ésta sólo por aquél se hace sensación. Por ello son ellas, las esencias, asequibles, no sólo al intelecto arquetipo (que sería el caso si fuera exacto el concepto de trascendencia de Kant), sino a toda percepción de esencia, ya sea al modo parmenidiano, ya según el eἶdoj platónico o el noῦj poihtikόj de Aristóteles, o según el intellectus ipse de Leibniz. Ése es el problema que late en el fondo de todo concepto de trascendencia. Preciso es ponerlo a nueva luz, con sus dos vertientes, en su propio y originario sentido.

Conocimiento de esencia. Lo mismo digamos respecto del segundo problema fundamental de la antigua metafísica, el del conocimiento de la esencia. La moderna metafísica crítica es escéptica en cuanto a la posibilidad de captar las esencias y las cosas en sí. «En el interior de la naturaleza no penetra ningún espíritu creado». Pero la metafísica clásica también sabía de las limitaciones del conocimiento. Las sustancias no se perciben inmediatamente, sino que las descubre el entendimiento en los accidentes; la misma contemplación de las ideas de Platón no es un conocimiento «adecuado», sino que precisa de la continua prosecución dialéctica; todo conocer receptivo está vinculado al modo subjetivo del recipiente; de Dios sabemos más lo que no es que lo que es. No es, pues, una actitud acrítica. Ciertamente no se suprime simplemente el valor teorético predicativo referido a las esencias y sustancias, ni se diluye en puro proceso dialéctico, menos que nada en lo tocante a Dios (cf. supra, págs. 236s). La teología negativa no es un mero juego de palabras, que niega en el segundo juicio lo que afirmó en el primero. La negación no es aquí un vacío, sino una nueva precisión. Niega lo particular para alcanzar la sustancia de la omnitudo realitatis. Este proceso es literalmente un incesante avance. ¿No es éste el sentido de la idea kantiana? Podría hablarse también de dialéctica, si no fuera una palabra gastada y referida demasiadas veces a un puro juego y movimiento de conceptos.

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B. CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA

Kant incluye en la temática de la razón práctica no sólo los problemas de la ética tomada en un sentido estricto, sino también todo lo relacionado con la filosofía del derecho, del Estado y de la religión. Ensanchando un poco más el marco, no nos ceñiremos aquí a la doctrina expuesta por Kant en la Crítica de la razón práctica, sino que tendremos en cuenta también las obras afines Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Metafísica de las costumbres y La religión dentro de los límites de la razón pura.

La moralidad

Acaso pueda decirse que los mayores méritos de Kant están en el terreno de la ética. Su filosofía moral significa, en efecto, un eficaz dique puesto al eudemonismo y utilitarismo ético de los ingleses, que no sólo bastardearon el significado del bien moral, sino que llevaron las consecuencias de su dirección general empirista y psicologista al mismo tiempo de la ética, diluyendo los preceptos intemporales de la moral en el flujo del devenir, dejándolos por ese camino a merced de la mera costumbre y amenazando, finalmente, con convertir la ética en una simple sociología. Fue Kant quien, frente a este movimiento desintegrador, salvó la pureza y absolutez de lo moral. Su propia teoría ética está también condicionada por el tiempo y aun adolece fuertemente de unilateralidad, pero así y todo, tuvo la virtud de arrebatar la moralidad al naturalismo y de devolverle su perspectiva ideal.

Aquí parte Kant de un principio distinto del de su filosofía teorética. Lo «dado» es aquí, no la facticidad de la experiencia, sino el «deber» de la razón moral. Kant toma otra vez en serio el «logos». Para mirar la ley moral como «dada», nos dice ahora, hay que advertir que no es un hecho empírico, sino «el único factum de la razón pura, que se manifiesta, por ello, como originariamente legisladora (sic volo, sic iubeo)» (Werke, V, 31). Aun cuando no se encontrara en la experiencia un solo ejemplo, quedará, no obstante, en pie, como «dado», con su valor obligante, este factum apodíctico (Werke, V, 47).

El factum de lo moral. El hecho de lo moral es, pues, fundamental para la ética kantiana. Consta de dos elementos específicos que lo dividen perfectamente de toda otra clase de ser. Estos elementos son el deber y la libertad.

El deber. Kant contempla a toda luz lo moral, pero especialmente el deber. La descripción que hace de él se recorta como modelo de descripción fenomenológica de la mejor ley. Desde los primeros pasos queda eliminado de raíz todo sentido naturalista. Ya en la Crítica de la razón pura se nos decía: «El deber expresa un género de necesidad y de vinculación a principios que no se da en todo el ámbito de la naturaleza. El entendimiento no puede conocer más que lo que es, lo que ha sido y lo que será. Es imposible que alguna cosa deba ser allí algo distinto de lo que de hecho es en tales condiciones temporales; más aún, el deber, si no miramos más que al curso de la naturaleza, no tiene significado ninguno. No podemos preguntarnos qué es lo que debe acontecer en la naturaleza. […] Este deber expresa una acción posible, cuyo fundamento no es otra cosa que un simple concepto, mientras, por el contrario, el principio de una acción de la naturaleza es siempre un fenómeno. […] Por muchas que sean las razones naturales que me impulsan a querer, por numerosos que sean los móviles sensibles, no pueden producir el deber, sino sólo un querer que está muy lejos de ser necesario, que por el contrario siempre es condicionado, mientras el deber que pronuncia la razón impone norma y fin, más aún prohibición y respeto. […] La razón no cede al fundamento o móvil dado empíricamente, no sigue el orden de las cosas tal como se presentan en el fenómeno, sino que se constituye a sí misma, con plena espontaneidad, un orden propio según ideas a las cuales ella acomoda las condiciones empíricas. De acuerdo con ellas declara necesarias acciones que no han tenido lugar y que posiblemente no se realizarán. Sin embargo, en relación con todas ellas la razón presupone que puede ejercer su causalidad, pues sin esto no podría esperar efectos de sus ideas en la experiencia» (B 575s).

En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, se nos revela, ya en el prefacio, que ese factum del deber fue la piedra angular y el punto de arranque de la ética kantiana. Kant nos dice allí que su intención es darnos una filosofía moral «pura», totalmente limpia de lo meramente empírico, perteneciente, como tal, más bien a la antropología; «pues que deba darse tal [filosofía moral pura] resulta evidente por la común idea del deber y de las leyes morales». Todo el mundo reconocerá que una ley moral tiene que llevar consigo una necesidad absoluta y «que, consiguientemente, el fundamento de esta obligación [absoluta] no puede buscarse en la naturaleza del hombre o en las circunstancias del mundo en que se encuentra metido, sino que se ha de buscar a priori únicamente en los conceptos de la razón pura» (Werke, IV, 389). Parecidamente, la Crítica de la razón práctica empieza comprobando la existencia de leyes que son válidas para todo ser racional, (Werke, V, 19), mas para los hombres, que no son precisamente santos las más de las veces, se tornan en deber, en imperativo categórico, en violencia y necesidad. La Crítica de la razón práctica toma primero provisionalmente este concepto de ley (si hay leyes morales, hay que presentárselas así, como leyes), pero asegura en seguida igual que el fundamento, que «tenemos conciencia inmediata» de la ley moral, que el factum de la razón práctica es «innegable» y que «se impone por sí mismo como un juicio sintético a priori» (Werke, V, 29 y 31).

La libertad. Al igual que el deber, la libertad, entendida como libertad moral de elección, es también para Kant un «hecho» de la razón práctica. Libertad y ley incondicionada del deber se implican mutuamente. Esta libertad es, pues, tan fáctica como la ley misma. Y, de modo parecido al deber, esta libertad tiene, como característica suya, la incondicionalidad. No sacamos la idea de la libertad del mundo de la experiencia y de la factibilidad espacio-temporal; nunca la podríamos descubrir allí, pues en ese mundo impera el determinismo causal; la libertad moral no es «fenómeno», sino un «factum a priori» de la razón misma, que, al igual que la ley del deber, se enfrenta con la realidad espacio-temporal, como algo absoluto. En la Crítica de la razón práctica Kant parece querer denominar el deber como un factum inmediato, mientras la libertad aparece como una presuposición del deber; pues la conciencia de la libertad «no se nos da previamente» (ibid.). Sin embargo, luego reflexiona si deber y libertad no serán una única «conciencia que tiene de sí misma la razón práctica»; designa finalmente a la voluntad pura como una realidad objetiva que, «por decirlo así, se nos da por medio de un factum» (Werke, V, 55), y asegura especialmente en la Crítica del juicio que lo suprasensible en la libertad «muestra su realidad también como hecho en las acciones» (Crítica del juicio; Werke, V, 474). Consecuentemente, no sólo el deber, también la libertad es un factum de la razón. En todo caso no hay para Kant nada tan firme como la ley de la razón práctica, aquella persuasión «de un tribunal interior» en el hombre que se llama «conciencia» (Metafísica de las costumbres; Werke, VI, 438). El hombre podrá desoír la voz de su conciencia, podrá adormecerla, hasta podrá ser que el mundo entero no nos dé ejemplo alguno de lo que debe ser; a pesar de todo, el hombre debe y puede lo que debe; pues el hombre no se procura el deber y la libertad, simplemente los tiene; están «incorporados a su esencia de hombre» (ibid.).

Frente al cuadro del pensamiento antiguo y medieval, el descubrimiento, hecho por Kant, de la conciencia apriórica del valor no es, en realidad, descubrimiento, sino redescubrimiento de lo muy viejo y trillado; pero frente al empirismo y al psicologismo de los filósofos ingleses y de la Ilustración, hay que mirarlo como auténtico hallazgo.

Quizá podrá llamarse, con lenguaje de hoy, experiencia de valor lo que Kant encuentra en la conciencia moral. Pero también es aquí el crítico y no resulta la cosa fácil. Después de decidir tantas cosas en la Fundamentación sobre la ley moral, declara de pronto: «ni hemos avanzado tanto que podamos probar a priori que se da en realidad un tal imperativo» (Werke, IV, 425). Huelga decir que la felicidad no garantiza su realidad. Pero tampoco podría deducirse este principio moral de «determinadas condiciones de la naturaleza humana». Habría, por el contrario, que guardarse mucho de esta explicación (Kant piensa, es claro, en una naturaleza empíricamente considerada). Y así tendrá que decidirse por una «metafísica» de las costumbres, lo que intenta en la sección 3.ª de la Fundamentación. Esta «metafísica» consiste en señalar lo que incondicionalmente «debe» suceder, aun cuando jamás suceda (Werke, IV, 427), lo que es fin en sí y, por tanto, valor absoluto. Pero esto lo es solo y simplemente la razón con su deber y su libertad. En la Crítica de la razón práctica se llama a esto «deducción de los principios de la razón pura práctica». De nuevo, pues, una deducción bien que más difícil que la de las categorías, y bien entendido que «no puede ser corroborada por ningún esfuerzo de la razón teorética, especulativa o empíricamente apoyada […], ni por ninguna experiencia» (Werke, V, 47s). La razón moral, en efecto, en su actividad ética legisladora, no puede atenerse, como la teorética, a un material dado; es práctica por sí y de sí misma. Y, sin embargo, la ley moral subsiste perfectamente por sí sola (ibid.). «La más elemental reflexión sobre sí mismo» lo muestra a cualquier hombre (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 43).

La teoría de lo moral. Y así se mueve también la teoría de la conciencia moral por los cauces generales de la filosofía kantiana, que tuvimos ocasión de conocer al tratar de la Crítica de la razón pura. El formalismo, el apriorismo y la autonomía son también aquí los rasgos fundamentales. A ello se une el rigorismo, como característica típicamente ética, que en realidad va ya incluida en los otros rasgos de esta filosofía.

El formalismo. Ley moral fundamental. Nada expresa mejor el formalismo kantiano que la «ley fundamental de la razón pura práctica». Reza así: «Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como principio de una legislación general». Kant no señala, como lo hace la llamada ética material de valores, una serie de valores de determinado contenido, como, por ejemplo, la fidelidad, la veracidad, la honradez, etcétera, sino que nos da como regla para saber qué es bueno o malo el preguntarnos simplemente ante cualquier acción: ¿puedes querer que tu máxima (juicio práctico determinado) se convierta en ley general?

Delibera uno, por ejemplo, si no será bueno quitarse la vida cuando, según toda previsión, el seguir viviendo promete más desdicha que provecho. Bastará que piense que una naturaleza cuya ley fuera el destruir la vida a impulsos del mismo sentimiento que debiera fomentarla (el deseo de vivir, que es lo que en definitiva empuja al suicidio), «se contradiría a sí misma y, por tanto, no subsistiría como naturaleza». La máxima de quitarse la vida cuando ya nada apetecible promete no es apropiada, en razón de esta interna contradicción, para erigirse en principio de una legislación universal; por ello sería mala una acción correspondiente a dicha máxima. Lo mismo si alguien toma en depósito dinero con la intención formal de no restituirlo; «pues la generalización de esta ley de que todo el que se creyera en necesidad pudiera prometer lo que le viniera a la mente, con el propósito de no cumplirlo, haría imposible las promesas y el fin que con ellas se pretende, pues nadie pensaría en serio que se le prometía algo, sino que se burlaría de semejantes demostraciones como de vanas aseveraciones» (Fundamentación; Werke, IV, 422s). Y así en lo demás.

Kant está muy convencido de haber puesto en manos de los hombres un compás en extremo sencillo para discernir lo bueno y lo malo.

Adversarios de Kant. Ya Schopenhauer dijo de esta ética de Kant, concebida sobre una base formalista e intelectualista, que era puro logicismo, pues el hecho de que nuestra máxima sea o no sea contradictoria decide, en última instancia, la posible universalidad de la ley moral. Resulta todo un artificioso castillo de naipes tan ineficaz para tener a raya las pasiones humanas como una jeringa para apagar un incendio. Scheler, por su parte, reprocha a este formalismo ético de Kant el desconocer precisamente el elemento esencial de lo moral: su contenido material. Podría replicarse que Kant no niega los valores materiales, sino que simplemente no quiere quedarse en su multiplicidad. Va buscando el principio, un principio que dé fundamento a la valiosidad como tal en todos los valores particulares, lo bueno en cuanto bueno, aquello que permanece invariable en todos los casos diversos, y esto lo ve justamente en la pura forma de la legislación general.

Voluntad pura. Comoquiera que se entienda, Kant asienta su principio: «La razón pura es por sí misma práctica, y da al hombre una ley general que llamamos ley moral» (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 31). «Una vez que he quitado la voluntad de todos los instintos […], no resta más que la regularidad de las acciones, la cual ha de servir de principio único a la voluntad» (Fundamentación; Werke, IV, 402). Así leemos al comienzo de la Fundamentación: «Nada se puede pensar, universalmente hablando, en el mundo ni aun fuera de él, que sin limitación pueda ser tenido por bueno exceptuando únicamente una buena voluntad», y la «voluntad buena no lo es en virtud de lo que hace o ejecuta, no por su idoneidad para la consecución de algún fin propuesto, sino sólo por el querer, que es en sí bueno». Así pues, lo único que decide es la forma de la voluntad, es decir, la forma de su posible legislación universal.

Se revela en seguida en esto un paralelo con la crítica de la razón teorética. También allí era el puro entendimiento el que sacaba de sí mismo las categorías y con ellas levantaba el edificio de la ciencia. Ahora es la voluntad pura la que levanta el edificio del valor. Aquí, lo mismo que allí, lo decisivo es la forma de validez universal. Y lo mismo que entonces nos hubimos de preguntar cómo lograban la materia, el individuo y lo concreto integrarse en la forma general y en su espontaneidad, podríamos también ahora preguntarnos si en realidad estará prendida la valiosidad a la posibilidad de una legislación general, o más bien dependerá esta posibilidad de contenidos positivos ya en sí valiosos. Kant debiera haberse decidido por lo primero, al menos en sus explicaciones. La razón práctica, según él, puede producir el sumo bien, y de ser acompañada de un adecuado físico, debería determinar nuestra voluntad, imprimir su forma al mundo sensible a su imagen y semejanza, estructurándolo «como un conjunto de seres inteligibles» (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 43). Lo que para la razón teorética aparece sólo en el Opus postumum, está ya aquí en la Crítica de la razón práctica: Kant ha superado completamente el empirismo. Sus decisiones filosóficas vienen netamente del lado del «logos». Es de nuevo el espíritu de la metafísica clásica.

Rigorismo. En la ética de Kant, tan característico como el formalismo es el rigorismo. Lo moral nos sale al encuentro como ley, como imperativo, y el imperativo es categórico, no tolera ningún «si» ni ningún «pero», ni consideración alguna con las naturales inclinaciones e intereses personales, ni con supuestos «materiales» éticos de cualquiera contenido que sean; pues en todos estos casos el precepto dependería de una inclinación o de fines particulares o intereses, es decir, de condiciones materiales, y entonces no tendríamos un imperativo categórico, incondicionado, sino sólo un imperativo hipotético. Pero Kant sabe, por el hecho de la moralidad dado en la conciencia moral, que el imperativo es categórico. Como a Hume, tampoco a Kant le queda más que una alternativa: razón o inclinación. Pero mientras Hume se decidió, finalmente, por la inclinación, porque sin apelar al calor del sentimiento la moral se convertiría en un objeto sin interés ni alcance práctico, Kant se decide exclusivamente por la ley impuesta desde la razón.

Quedan eliminadas, como subjetivas y relativas, todas las formas de la moral inglesa del sentimiento y del eudemonismo, con todas sus teorías de la felicidad, del bienestar, del interés, fin, inclinación, gusto y sentido moral. «Nada hay que esperar de la inclinación del hombre, sino todo de la suprema fuerza de la ley y del debido respeto a ella»; tal es el cometido de la filosofía moral (Fundamentación; Werke, IV, 426).

Ética del deber. Con ello, la ética de Kant se convierte declaradamente en una ética del deber. La determinación por el deber es la determinación de la voluntad que hace a ésta buena simplemente, con aquella bondad específica que es única en este mundo y por encima de él. Pero el deber no implica en sí nada «agradable que halague el gusto», sino que exige sumisión, dicta la ley, acalla los apetitos y se granjea el respeto en el alma, aun contra el propio querer. De esta manera se hace «condición indispensable de aquel valor que sólo el hombre se puede dar a sí mismo».

Legalidad y moralidad. Toda la moral descansa única y exclusivamente en el obrar por el deber. Consiguientemente, toda conducta que por inclinación natural o por causalidad viene a coincidir con la letra de la ley representa una conducta legal, pero no una conducta moral; pues un obrar por puro amor a la ley no puede apoyarse en la inclinación ni equivaler a una acción casualmente coincidente con la letra de la ley. Sólo cuando nuestra acción nace «del deber» y se ejecuta «por amor al deber» nuestro obrar es moral.

Fondos doctrinales del rigorismo. Detrás de este rigorismo está el formalismo kantiano, el cual se manifiesta por el hecho de que para Kant lo único que cuenta es el deber y su ley; el imperativo categórico «no connota la materia de la acción, ni lo que de ella resultará, sino la forma y el principio» (Fundamentación; Werke, IV, 416), y «entendemos la voluntad en cuanto independiente de condiciones empíricas, por tanto, como pura voluntad determinada por la pura forma de la ley» (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 31). Naturalmente, si la materia es materia y la forma es forma, aquélla tiene que ser informada y regulada por ésta. Y como lo que importa es una forma y una regla universales, al individuo no le queda espacio alguno para sus disposiciones e inclinaciones particulares.

Se puede reconocer un fondo histórico-genético de este rigorismo en la actitud fundamentalmente estoica de Kant, que comparte con los moralistas y escépticos franceses, así como también en la doctrina de Lutero sobre el pecado original, según la cual el hombre quedó enteramente viciado en su naturaleza. Lutero subordina al hombre a la palabra de Dios; Kant lo somete a una forma racional a priori, que no es ya exclusiva del hombre y de su naturaleza, puesto que vale «para todo ser racional en general».

El rigorismo kantiano ha sufrido mucha contradicción. Ya Schiller tocó su punto vulnerable en aquel conocido dístico: «Gustoso vine en ayuda de mis amigos; lástima que lo hice por inclinación natural, y me recome el escrúpulo de que no fui en ello virtuoso. No hay más remedio que tratar de despreciarlos y hacer con asco lo que te manda el deber». La moderna ética material de los valores, dentro de la línea de Schiller, achaca a Kant que vea lo moral en un sentido excesivamente estricto, reduciéndolo al deber comprendido formalísticamente. ¿No se despoja de sentido al valor moral, por ejemplo, al amor al prójimo, postulando con Kant que (Fundamentación; Werke, IV, 398) una obra buena se realice sin el corazón, no por amor al prójimo, sino puramente como un deber estricto y para satisfacer la exigencia del deber como tal?

Apriorismo. El formalismo racional también está enlazado, naturalmente, con el apriorismo. La razón impera por sí misma y al margen de toda experiencia lo que ha de acaecer, es decir, acciones de las que el mundo posiblemente no ha dado aún ningún ejemplo. Aun cuando no se hubiera dado hasta ahora en la vida un solo amigo honrado, no obstante, la honradez como deber existiría «antes de toda experiencia, en la idea de una razón determinante de la voluntad por motivos a priori» (Fundamentación; Werke, IV, 408). Justamente por tratarse del deber no hace nada al caso lo que de hecho es y acaece. «Nada se hallará más pernicioso e indigno de un filósofo que la plebeya apelación a una supuesta experiencia en contra» (B 373). Lo que persigue Kant con el apriorismo de la razón es el seguro de intemporalidad para la ley moral. Se trata de la «libertad e independencia respecto del mecanismo de la naturaleza entera». El hombre ha de elevarse sobre sí mismo como ser sensible; pues, aun estando en el mundo sensible, «pertenece al mismo tiempo al mundo inteligible» (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 87).

Formalismo y autonomía. Con esto tocamos ya el cuarto aspecto característico de la ética de Kant: su concepto de autonomía. El hombre se da a sí mismo la ley moral, como suele decirse; es él mismo la ley moral con su pura razón práctica, como se diría con más exactitud, pues no hay allí sombra de capricho que decida esto o lo otro a pura razón de fuerza. Autonomía no es en realidad más que puro formalismo. Dado que el principio de la moralidad descansa en la pura legislabilidad universalmente valedera, la razón es por sí misma práctica y, con ello, esa razón se convierte en ley para todos los seres racionales, como expone Kant en el párrafo dedicado al principio fundamental de la razón pura práctica (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 31).

Su puesto es la ética heterónoma, en la que la voluntad del hombre cae en dependencia respecto de algún fin subjetivo, como lo implican las inclinaciones e intereses del querer individual o comunitario (ética de fines o teleológica). Semejantes principios jamás constituirán un imperativo categórico, sino tan sólo un imperativo hipotético, pues en estos casos, dado que todo depende de lo material de los fines y de su aprobación o desaprobación, antes hay que esperar a ver qué agrada y qué desagrada. Parecidamente habrá que juzgar de una moral teónoma, pues también en ella hay que aguardar a ver cuál es la voluntad de Dios y cuáles sus determinaciones hipotéticamente arbitrarias.

Al hablar así, Kant tiene ante los ojos la moral subjetiva de fines de los ingleses y la moral teónoma del positivismo ético teológico. La ética teleológica de la Antigüedad y de la Edad Media, por el contrario, es tan poco subjetivista y relativista como poco positivista es su moral teológica. Si exceptuamos un par de casos disonantes, el tono de la tradición se ha expresado en esta fórmula: no es una cosa buena porque Dios la quiere, sino que, por ser buena, es voluntad de Dios. El Dios de querer arbitrario contra el que se parapeta Kant no es ciertamente el Dios del pensamiento y la tradición cristianos.

El hombre, valor absoluto. La dignidad del hombre es el vértice al que apunta Kant en su doctrina sobre la autonomía. «La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional» (Fundamentación; Werke, IV, 436). Sólo así se salvan la libertad y el deber, los dos «hechos fundamentales» de la moralidad. De no darse la ley a sí mismo, el hombre se haría esclavo de la materia del mundo sensible o del querer arbitrario de un Dios trascendente. Con ello se anularía a sí mismo.

La cuestión es, decimos nosotros, saber si con esta interpretación que Kant da de la ley moral subsiste una auténtica ley. Santo Tomás enseñó que, rigurosamente hablando, nadie puede imponer una ley a sus propios actos, «nullus proprie loquendo actibus suis legem imponit» (S. thI-II, 93, 5). El mismo Schopenhauer parece pensar de igual manera. Haciendo una especie de psicoanálisis de Kant y de su imperativo categórico, llega a afirmar que si Kant no hubiera tenido ante los ojos inconscientemente los deberes prescritos por el decálogo bíblico y cristiano, no le hubiera sido posible ver una ley en aquel imperativo. «¡Ser mandado!, ¡qué moral de esclavo!», exclama Schopenhauer frente a Kant. También la ética material de los valores peligra en la ética kantiana, y por cierto en su forma autónoma, en lo referente a la validez objetiva e intemporal del valor moral. A los neokantianos les desazonan todas esas interpretaciones de Kant.

Comoquiera que ello sea, Kant persigue, en todo caso, un objetivo ideal. El hombre no debe jamás ser utilizado como medio, es decir, subordinado a un ulterior fin extraño; ha de ser siempre un «fin en sí».

Así entenderemos la segunda fórmula que propone para expresar la ley fundamental de la razón práctica: «obra de tal suerte que siempre tomes a la humanidad como fin y jamás la utilices como simple medio, ya en tu persona, ya en la persona de cualquier otro» (Fundamentación; Werke, IV, 429). Indudablemente Kant quiere salvar al hombre. Aunque éste se encuentre en el mundo del fenómeno, ha de redimirse del mundo del sentido. El hombre es más, pertenece a un mundo superior y sólo allí alcanza su plenitud.

«Dos cosas hay que llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y siempre crecientes cuantas más veces y con más detenimiento se consideran: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí», escribe Kant al cerrar la Crítica de la razón práctica. La vista del cielo tachonado de estrellas le recuerda al hombre que es una parte de este mundo material y sensible, comparado con cuya grandeza no es más que un pequeño e insignificante fragmento. Pero la ley moral dentro de nosotros arranca de nuestra invisible interioridad y mismidad, y ensalza infinitamente el valor de nuestro ser dotado de inteligencia mediante nuestra personalidad, pues esa ley revela una vida independiente del mundo entero.

Reino de los fines. Rastreamos aquí otra vez la verdadera vía de ascensión de la filosofía kantiana hacia el mundo inteligible. Y también nos damos cuenta de que el formalismo kantiano no es en el fondo tan formalista como sus adversarios suelen presentarlo. Si la humanidad, si cada ser racional y, en general, el reino de los fines, «tiene un valor absoluto» (Fundamentación; Werke, IV, 428s), tenemos ya ahí las bases, al menos en cuanto a la cosa, para una ética material de valores. Incluso descubrimos cierta afinidad de Kant con la fundamentación de la ética a base de la naturaleza humana ideal, tal como se dio en el marco de la filosofía antigua; pues la naturaleza humana, que, como principio de moralidad, es rechazada por Kant, no es aquella naturaleza ideal, sino la naturaleza humana cortada por el patrón del empirismo.

Postulados. Aún más clara se nos muestra esta dirección de fondo en la teoría de los postulados de la razón práctica (Crítica de la razón práctica; Werke, V, 122s). Los postulados son supuestos teoréticos para poder entender los hechos morales. Rebasan el mundo del fenómeno y, por consiguiente, no representan objeto alguno sobre el que se pueda «saber especulativamente» algo, sino tan sólo «ideas», como anteriormente quedó explicado. Y en este sentido son cuestión de fe, no de ciencia. Kant ha percibido bien el problema teorético que planteaban los postulados. En el Prefacio a la Crítica de la razón práctica reconoce que no le ha sido posible «encontrar una expresión mejor para esta necesidad subjetiva y, no obstante, verdadera e incondicional de la razón» (Werke, V, 11). La dificultad estriba en que los postulados nada teorético anuncian «con respecto al objeto», sino sólo una necesidad de la parte del sujeto. A lo sumo, podría entrar aquí lo teorético en la forma de una hipótesis. Kant afirma en la lógica que existen también «hipótesis necesarias teoréticas en un respecto práctico de la razón, como la existencia de Dios, de la libertad, de otro mundo» (§ 38; Werke, IX, 112). Se trata de los tres postulados: inmortalidad del alma, libertad y Dios.

Inmortalidad. La idea de inmortalidad fluye de la condición prácticamente necesaria de una duración adecuada al cumplimiento más pleno posible de la ley moral. En este orden moral, todo está exigiendo la perfección, la cual jamás se alcanzará sobre este mundo. Kant mira con bastante pesimismo la realidad histórica de la auténtica moralidad (Fundamentación; Werke, IV, 407). Necesitamos, por tanto, otra vida, pues en ella, al menos, es posible un progreso infinito. Ni siquiera allí será dado al hombre alcanzar la meta de una realización absoluta del ideal ético. Sólo Dios es enteramente santo. Pero en todo caso subsiste allí la posibilidad de un perfeccionamiento moral siempre y siempre mayor. Para ello es postulada la inmortalidad. Debe darse; sin ella «se nos tornarían vanas quimeras las leyes morales» (B 839).

Dios. Una reflexión parecida conduce al postulado de Dios. Son tan seguros los principios morales de nuestro obrar —que nos dictan lo que debemos hacer y ello, no por la recompensa, sino por el deber— como lo es la esperanza que hemos de tener de que la virtud será galardonada con la felicidad, si realmente nos hemos hecho dignos del premio, cumpliendo limpiamente nuestro deber. Pero, en el orden de la naturaleza sensible, esta justa compensación no puede hallarse, porque, por mucho que la razón humana se prolongue en existencia, no puede dominar de tal manera el curso de la naturaleza y de la historia que cree aquellas condiciones requeridas para la plena felicidad que es debida al bien moral. La justa adecuación sólo puede esperarse si se da una razón suprema que impere según leyes morales y al mismo tiempo sirva de soporte causal a la naturaleza. Este «ideal del sumo bien» sintetiza en sí la voluntad moral perfecta y la causa de toda felicidad, de la que, por nuestra vida, podemos hacernos dignos. Y como solamente allí se da «la unión de ambos elementos prácticamente necesarios», y nosotros, por otra parte, pertenecemos necesariamente, por nuestra razón, a un mundo inteligible, hemos de admitir aquel mundo futuro para nosotros. Kant habla, al igual que Leibniz, de un reino de las gracias. En el ápice está Dios como hacedor y rector omnisciente. «Las dos cosas, pues, Dios y una vida futura, son dos presupuestos inseparables de la obligación que nos impone la razón pura, inseparabilidad de que nos dan testimonio los principios de la misma razón» (B 838s). Este argumento moral constituye la única prueba posible de la existencia de Dios. Véanse también las explicaciones de Kant en los § 87 y siguientes de la Crítica del juicio sobre la prueba moral de la existencia de Dios y su sentido.

Libertad. Y la libertad, que encontramos ya como un hecho de la razón práctica prendida al deber, se nos hace ahora de nuevo un problema en su aspecto más propiamente metafísico, si la miramos considerándola como facultad de libre elección o de causalidad, exenta del nexo causal universal que penetra el mundo del espacio y el tiempo, en el que de hecho vive el hombre. Precisamente porque la libertad se nos dio como un hecho ligado con el deber, debemos admitir, para que esa libertad no sea una cosa ilusoria, que se da en nuestro mundo espacio-temporal una causalidad libre, es decir, se dan en él comienzos independientes de nuevas series causales. En ello consiste el postulado de la libertad. Es la «idea» de la libertad, sobre la que ya se había expresado Kant en la Crítica de la razón pura (cf. supra, págs. 224s), y que, al mismo tiempo, constituye el horizonte metafísico de la libertad moral.

La religión

En su calidad de «ideas», los postulados no pertenecen al orden de la ciencia, sino al de la fe. Para Kant, el ético y el defensor de un primado de la razón práctica, queda de tal manera garantizada la realidad de estos postulados, mediante esta fe de razón, que ninguna certeza teorética puede estarlo más.

«Fe». No obstante el empirismo latente en él, Kant deja bien a salvo a Dios, la libertad y la inmortalidad del alma. Como sobre la base empirista no quedaba espacio alguno para estas realidades, tuvo que apuntalarlas por otras vías. «Así hube de suprimir la ciencia para dejar lugar a la fe». Pero quien no es ético a la manera de él y suscribe otro concepto de realidad, el que está orientado hacia el mundo fenoménico sensible, como lo está, por lo demás, él mismo (cf. supra, págs. 208s), no verá ahí más que fe. Y muchos son los que no ven en Kant sino al teórico del mundo fenoménico sensible. Leibniz tomó aquel reino de las ideas por auténtica realidad porque se situaba sobre el terreno de un ideal-realismo filosófico. En Kant, influido por el empirismo y su concepto de realidad, aquel reino ideal e inteligible está en trance de esfumarse, a pesar del primado de la razón práctica y de su «realidad objetivamente práctica». A pesar de las muchas vueltas que da al concepto de fe («Del opinar, saber y creer», B 848s; «Del modo de tener por verdadero mediante una fe práctica», Crítica del juicio, § 91; «La fe eclesiástica tiene su mejor intérprete en la pura fe religiosa», La religión dentro de los límites…; Werke, III, 6), es bien difícil precisar lo que esa fe quiere ser en Kant, una vez que se ha alejado de ella el contenido objetivo del saber. La posteridad ha interpretado muy diversamente el concepto de fe a la luz del desarrollo ulterior de la filosofía de la religión de Kant: unos la entienden como presentimiento (Fries), otros como sentimiento (Schleiermacher), otros como ideal e ídolo (Lange); para otros es un «como si» (Vaihinger).

Religión y moral. Una sola cosa queda clara: en Kant, la religión queda totalmente reducida a la moral. La religión crece en el suelo de la moral y de ella toma su contenido y su misión, que se agotan en impulsar de nuevo la moral. A ella incumbirá el reforzar la eficacia de la ley moral enseñando a mirar el deber «también» como un mandato divino. Pero es sólo un mirar «como si». «La religión no se distingue en nada de la moral atendiendo a la materia, es decir, al objeto suyo […], por ello es una y única y no se puede hablar de religiones diversas, aunque sí de diferentes maneras de fe en la divina revelación y de sus varias doctrinas estatutarias que no pueden provenir de la razón; es decir, de diversas formas de representarse, de modo sensible, la voluntad divina, para abrirle la puerta del influjo en los espíritus; entre esas formas, en cuanto sabemos, es la más perfecta» (El poder de las facultades afectivas; Werke, VII, 36). «Lo teorético de la fe de la Iglesia no puede interesarnos moralmente si no contribuye a hacernos cumplir todos los deberes humanos como mandamientos divinos, pues es lo que constituye la esencia de toda religión. Esta interpretación nos aparecerá muchas veces obligada, aun a la vista de los textos revelados, y muchas veces lo será de hecho. […] Se verá que así ha ocurrido siempre en las formas antiguas de fe y las nuevas, relacionadas con los libros sagrados, y que los pueblos más inteligentes las han interpretado así hasta que llegaron a una conformidad entre sus contenidos esenciales y los principios morales universales de la fe» (La religión dentro de los límites…, sección: «La fe eclesiástica tiene su máximo intérprete en la pura fe religiosa»). Meta de la evolución religiosa es la resolución de la fe histórica en una fe de pura razón. Cristo, como hijo de Dios, no es una pieza histórica, es sólo «la idea personificada del principio moral» (La religión dentro de los límites… Werke, VI, 60s). Todo hombre puede y debería llegar a ser hijo de Dios. La «revelación» de Cristo, gracia y milagro, no se han de entender literalmente. Tales cosas paralizarían la razón y la libertad si fueran influjos mecánicos externos y condujeran a «acciones forzadas por la esperanza o el temor» (Werke, IV, 115s), siendo así que el hombre, a nivel moral, sólo desde sí y en libertad debe obrar. Por ello la Iglesia, fundación de Cristo, sólo puede estar en nosotros. El reino de Dios sobre la tierra se encuentra en el interior del hombre. La religión no puede ser una realidad pública. La Iglesia universal ha de comenzar a «edificarse como un estado ético de Dios» (Werke, IV, 124). «El paso gradual de la fe eclesial al universal dominio de la fe pura religiosa es el advenimiento del reino de Dios» (Werke, IV, 115).

Cristo y la Iglesia. Kant combate no sin cierta destemplanza lo que él llama estatutos, ceremonias y falsa devoción de la fe eclesial. Todo eso es, según él, superstición y clericalismo. Kant respira aquí el aire de la Ilustración y desciende a formas algo plebeyas. Que la religión no se desinteresa de la moral es evidente; decir que se agota en lo ético humano es empobrecer su sentido. Kant, al igual que toda la Ilustración racionalista, es ciego para lo histórico, para el misterio, para el culto y para el legítimo simbolismo. Lo numinoso, lo tremendum y lo fascinans, típicos fenómenos religiosos, son para Kant «puros» fenómenos.

El derecho

Lo que en la filosofía de la religión de Kant sobra de moral falta en su concepción del derecho. Define a éste de un modo puramente negativo. Derecho es «el conjunto de condiciones bajo las cuales se puede armonizar el arbitrio de uno con el arbitrio de otro según una ley general de libertad». Según eso, el derecho es cuestión de medidas de fuerza externas tendentes a asegurar aquel orden social, sin una ulterior intención. Hay que separarlo netamente de la moral, que mira exclusivamente a los deberes internos. No se alimentan ya todas la leyes de la ley única divina, como Heráclito proclamara.

Ello es una consecuencia más del empirismo, en el que, ya en Hobbes, con su contrato político, se da esta concepción convencionalista del derecho, que desemboca finalmente en la teoría del derecho fundado en la fuerza. En Alemania la introdujo Thomasius, que consuma la escisión entre derecho y moral. Los juristas la han saludado frecuentemente como un gran adelanto, pues les dejaba abierto el campo de las cláusulas y párrafos jurídicos a una elaboración ajustada, inconcusa. Se daba la posibilidad de las definiciones claras, de las combinaciones y cálculos exactos; en una palabra, se logra una «seguridad» jurídica; pues ya no puede intervenir ninguna fuerza incontrolable, como, por ejemplo, la apelación a la conciencia o al derecho natural.

La consecuencia para la filosofía del derecho fue el positivismo jurídico, y en el gran público se tradujo en dos actitudes sólo distintas en apariencia. Unos decían: lo que es sólo ley no tengo que hacerlo porque no es deber; los otros: lo que es sólo deber no lo tengo que hacer, porque no es ley. Sobre la concepción fundamental del derecho en Kant, orienta rápidamente el breve escrito: Ideas para una historia universal en clave cosmopolita, sobre todo las proposiciones 4-7; más ampliamente la Metafísica de las costumbres, parte I: «Bases metafísicas de la teoría del derecho» (Werke, VIII, 20s; VI, 203s).

El Estado

Kant perfila su teoría del Estado a tono con su concepción del derecho. El Estado es una «reunión de hombres bajo leyes jurídicas». Lo mismo que el derecho, esta asociación no pasa de ser una institución meramente externa. Por la fuerza se sojuzga la fuerza disonante posiblemente emergente, y así se crea el espacio necesario para la libertad de los individuos. De ahí la tripartición del poder. El Estado no posee contenido ideal alguno. Tan sólo el precepto negativo: neminem laedere, ése es el lema de sus ciudadanos. Es el ideal del liberalismo. Seca negatividad que empobrece el significado de la vida social cívica. Pero descartada, por la fragmentación del espíritu moderno, la visión antigua del Estado como una organización para la educación y regimiento moral de sus miembros, y arrumbado el principio medieval de que cada Estado es una civitas Dei, creen muchos que no restaba otra solución mejor.

Más allá del Estado, Kant ensancha su mirada hacia las relaciones interestatales. El ideal de la libertad y la paz ha de presidir estas relaciones entre Estados. El sentido de la historia universal es la consecución de las mejores constituciones políticas. Pero esto sólo será posible si la humanidad alcanza un estado de paz universal. «Para la paz perpetua», reza el título de uno de los últimos escritos de Kant. Y con este ideal la moral penetra otra vez en la misma filosofía política. La paz eterna es la idea de una tarea práctica moral impuesta a la política, tanto la interior como la exterior.

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C. CRÍTICA DEL JUICIO

Después de considerado el conocer en la Crítica de la razón pura y el querer en la Crítica de la razón práctica, Kant emprende, en la Crítica del juicio, el tema del sentir. En el sentimiento, gusto y disgusto, Kant descubre una relación de fin, por lo que el motivo central de esta tercera Crítica lo constituirá la idea del fin. El fin puede ser subjetivo, si en su posición interviene el hombre o el gusto del hombre, y objetivo si está en función de la naturaleza y de su orden peculiar.

Correspondientemente Kant distingue dos facultades de juicio, una estética y otra teleológica. En ambos casos el mundo se somete a una consideración iluminada por la idea de la libertad; pues el concepto de fin encierra en algún modo un concepto de voluntad, espontaneidad de un sujeto inteligente. «Facultad de juicio» no implica, por tanto, un mero juzgar, como se entiende en el juicio cognoscitivo, sino un apreciar o estimar con respecto a un fin que supone la libertad.

El juicio estético

El juicio estético se ocupa de lo bello y lo sublime. La estética filosófica de Kant tuvo enorme resonancia en el clasicismo alemán, especialmente en Goethe y en Schiller. ¿Qué es lo que interesa propiamente en lo estético? Hablando muy en general, lo que el hombre considera en el arte, según Kant, es la forma pura.

Lo bello. Si la percepción de la forma puramente en cuanto tal es apta —y en esta aptitud está la relación de fin— para suscitar placer en el observador y para agradar en cuanto «bella», en aquella aprobación, expresada con un «esto me agrada», se da una apreciación y un juicio estético. El placer estético es algo enteramente peculiar. No coincide con lo simplemente agradable; lo agradable deleita. Tampoco coincide con lo bueno moral; lo moralmente bueno se hace estimar y despierta respeto. Ni coincide tampoco con el deseo; el objeto del deseo está signado con una voluntad de poseerlo. El placer estético, por el contrario, es una aprobación «desinteresada», y una aprobación o asentimiento al contenido objetivo interno de las formas que se nos presentan y nos agradan. Codicia, capricho y deseo callan para dejar hablar sólo a la forma. No obstante la relación de fin al sujeto y a su placer aprobativo, son características de lo bello la objetividad y la necesidad. Así lo define Kant: «Bello es aquello que es conocido sin concepto como objeto de un agrado necesario».

Lo sublime. Lo sublime se distingue de lo bello por la representación de lo infinito añadido a lo bello. No se mira aquí el objeto del agrado como algo contraído a unos límites, sino como algo suprahumano e imponente. Lo sublime se representa como algo que sobrecoge sin que, con todo, nos atemorice o asuste. Presenta cierta afinidad con lo moral, porque encierra algo de imperativo que en cierto modo nos subyuga por su contenido, en forma que lo sublime es literalmente lo sublimador.

Para el ideal de cultura estético del clasicismo alemán, la filosofía de Kant sobre lo bello y lo sublime significa algo así como una sanción o justificación de su voluntad educacional.

El juicio teleológico

El juicio teleológico tiene como campo propio el fin en la naturaleza. Lo descubre Kant especialmente en el reino de lo orgánico.

Organismo. En todo organismo las partes reciben su sentido por su relación con el todo. Conspiran de tal suerte a la unidad del todo que ellas entre sí son recíprocamente causa y efecto de su forma, es decir, cada parte es no sólo en orden a la otra, sino también en función de la otra. El organismo no es una simple máquina; posee además una fuerza interna formadora capaz de actuar su eficacia en la materia y así de «organizarla». Imposible explicarse este hecho mecánicamente. «Ninguna razón humana […] podrá en absoluto ilusionarse con llegar a comprender la producción de una hierbecita por causas puramente mecánicas» (Crítica del juicio, § 77; Werke, V, 409). Una vez descubierto el fin en el reino de lo orgánico, es bien comprensible el intento de ver toda la naturaleza como una totalidad en la que cada parte es solidaria de las demás y cobra su sentido a partir de la idea del todo único y unitario. A esta idea se subordinaría ahora el mecanismo cósmico. Pero esto no es todo. La idea del fin exige forzosamente la ulterior idea de un ser que prefije los fines, es decir, de un ser inteligente. La teleología conduce así a la teología, con tal que sea completada por la «teleología moral» de la razón práctica que ve en el hombre, como ser moral, el fin último de la creación; pues una teleología de nivel puramente físico parecería limitada a una parte de la naturaleza, no iría más allá de ella y su resultado es en general sólo una «demonología» (Crítica del juicio, § 86; Werke, V, 443s).

El fin como idea. Pero el fin es «idea» y de él vale, por tanto, cuanto Kant ha dejado dicho sobre la idea. No es constitutivo, sino sólo regulativo. Contemplamos en esta altura de la filosofía de Kant al mundo como investido de fines, iluminado por la teleología. Sin embargo, especulativamente, científicamente, no pudimos demostrar ninguna finalidad en el mundo. Todo lo veíamos en él encadenado por el determinismo causal, y la investigación de la naturaleza no podía entablarse sino según los principios de la mecánica. Un proceso de la naturaleza que debe ser mirado dentro del orden de necesidad del nexo causal podemos también considerarlo como no «casual», es decir, como si su forma hubiera sido configurada de un modo libre, dentro de un orden de finalidad (Crítica del juicio, § 75; Werke, V, 396). Pero no estaba excluida por ello la posibilidad de una contemplación del mismo mundo desde ciertos ángulos de unidad. Uno de estos puntos de vista unitarios es la idea del fin.

Fines auténticos sólo los encontramos en nuestros proyectos humanos y en los señalamientos de objetivos a nuestro obrar. En la naturaleza nada podemos encontrar ni demostrar objetivamente de este producirse las cosas según un plan y un fin. Si el organismo de los vivientes se nos presenta como si su formación obedeciera a un plan, hay que ver en ello tan sólo una proyección de nuestras formas intuitivas humanas, que despiertan en nosotros aquella impresión. En realidad, lo que se nos da es el organismo en su ser acabado, en modo alguno se nos da intuitivamente la supuesta idea que presida y dirija aquel evolutivo hacerse.

Otra cosa sería para Dios. «Podemos, efectivamente, representarnos un entendimiento que, por ser intuitivo y no discursivo como el nuestro, parte de lo universal sintético y baja de ello a lo particular, es decir, va del todo a las partes», un entendimiento que proyecta, pensando primero el todo, y subordinado después al todo, como a su fin, cada una de las partes. Pero nosotros, los hombres, no estamos en posesión de tal entendimiento arquetipo y al mismo tiempo creador. Queda sólo a nuestro alcance la «idea» del fin, un «ver como si». Por esto Kant, en el problema de la teleología del mundo, rechaza tanto a Epicuro y a Spinoza como al teísmo; éste ha dado al «fin» demasiado y aquéllos demasiado poco. La naturaleza puede explicarse no sólo causalmente; hay también fin, pero el fin no es una realidad demostrable es sólo idea.

Parecía por un momento que iba a reaparecer el mundus intelligibilis, el de Leibniz y el de la dirección filosófica ideal-realista; pero este brote se ve ahogado por las consecuencias de la doctrina Hume: no se nos dan más que fenómenos, que son inconexos, puesto que el mundo está fundamentalmente fragmentado en partes simples, que se reúnen según reglas, entre las cuales no se encuentra precisamente la noción de finalidad. Spinoza y Hume sólo utilizan la categoría de causalidad (mecánica y ciega). Y así también, en definitiva, Kant. Los fines en la naturaleza no son algo intuible; por tanto, no son objetos, y sólo pueden ser introducidos a título de «ideas».

Es la única concesión que Kant pudo hacer a una visión del mundo sub specie aeterni. Bien poco es; pues la «idea» no desempeña su papel sino post factum, sin virtualidad para anticipar el proceso, como la tuvo la auténtica idea platónica del ideal-realismo filosófico, que la miró siempre como una participación del intellectus archetypus. El empirismo hizo olvidar al hombre su cercanía a Dios en este punto y lo dejó abandonado al hilo del acontecer mundano.

Cometido de la tercera Crítica

Por ello no vemos claro cómo la Crítica del juicio podría alcanzar la meta que se había propuesto. Kant mismo advierte el dualismo antes subrayado (cf. supra, págs. 231s) en que corre el peligro de escindirse su filosofía. Como se describe en la segunda Introducción a la Crítica del juicio, hay dos campos al parecer irreconciliables: por un lado, el reino de lo sensible, unido bajo el concepto de naturaleza con el aglutinante de la causalidad mecánica necesaria; por otro, el reino de lo suprasensible, unido bajo el concepto de libertad e iluminado por los fines de la voluntad moral y autónoma. ¿Qué puente podrá tenderse entre ambas riberas? Kant lo quiere deducir de la condición moral del hombre encarnado en una situación temporal y fenoménica.

Supuesto que el deber moral nos indica que la razón con sus leyes prácticas ha de tener un influjo sobre el mundo de los fenómenos en el que el hombre vive (cf. supra, págs. 253s), también habrá de darse «un principio de unidad de lo suprasensible que esté en la base de la naturaleza, algo, por tanto, que esté prácticamente contenido en el concepto de libertad». Este principio de unidad, capaz de hacer posible el paso de los principios del modo de pensar teorético a los principios del modo de pensar práctico, sería la idea de finalidad. El fin, dado sólo propiamente en el querer humano, podría también transportarse a la naturaleza, al menos como una idea heurística, de manera que finalmente y de un modo absoluto y universal todo el ser viniera a subsumirse bajo este principio de razón (fin-idea-razón); con lo que de paso quedaría superada toda la contingencia casual (causalidad irracional, ciega) del mecanismo (Werke, V, 183s).

Los seguidores de Kant subrayan con fruición que en la Crítica del juicio realiza al fin un esfuerzo para restablecer la unidad del espíritu humano. Kant proclama efectivamente tal intención. Ya en la Fundamentación de 1785 había sentido, como una necesidad, la unidad de la razón teorética y de la razón práctica, «pues al fin y al cabo es una misma razón, que se distingue meramente en su empleo» (Werke, IV, 391; también Crítica de la razón práctica; Werke, V, 121). Lo que no es fácil probar es que la realidad corresponda a la intención; la Crítica del juicio no contiene, en efecto, puntos de vista realmente nuevos. En definitiva, el conocimiento científico sigue coartando al mundo fenoménico, sin otra ley que el determinismo causal, y la finalidad no pasa de ser un «como si».

Así era ya en las dos primeras Críticas y subsiste invariable en la tercera. Se ha dicho: «Si se mantienen las bases del sistema kantiano, no es dable construir la problemática de la Crítica del juicio» (Aebi, Kants Begründung..., op. cit., pág. 91 [cf. supra, pág. 198]). Esto es exacto, si se piensa en el Kant de la razón teorética. Pero también está el Kant de la razón práctica, que exige al hombre mirar y configurar todo el conjunto del mundo sensible desde el «logos» (cf. supra, pág. 253). Kant pudo ser, pues, un metafísico. El lastre que se lo impide es el empirismo.

Bibliografía

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D. ADVERSARIOS Y SEGUIDORES DE KANT
Adversarios

Las obras de Kant suscitaron al punto una nube de objeciones que todavía hoy encuentran eco.

Ya en 1782 Christian Garve († 1798) tachaba a Kant de idealista absoluto, al igual que Berkeley, encerrado en sus representaciones subjetivas. Kant respondió a las acusaciones de idealismo en los Prolegómenos y en la 2.ª edición de la Crítica de la razón pura, haciendo profesión de idealismo crítico: se dan cosas reales, pero se han de precisar bien los límites de nuestro conocimiento; debemos discernir (crítica) lo que es posible y lo que no lo es; el «en sí» de las cosas permanece inaccesible a nuestra facultad; sólo nos es dado conocer el fenómeno; ése es nuestro campo y nuestra frontera.

Pero ese concepto de «cosa en sí» resulta ahora lleno de aporías. F. H. Jacobi († 1819) objeta que Kant está en contradicción con su propia teoría, cuando aplica la categoría de causa a las cosas en sí para explicar cómo se originan de las cosas corpóreas las afecciones de los sentidos; consecuente con sus principios, sólo debería haber aplicado dicha categoría a los fenómenos. G. E. Schulze expresa el mismo parecer en su Aenesidem (1792).

Schulze también censura el empeño de Kant por revestir de validez lógico-trascendental a meras formas subjetivas. Lo lógico hubiera sido retornar a Hume, en el que las formas subjetivas son de veras subjetivas, es decir, son psicologismo y no lógica.

Johann Gottfried Herder (cf. supra, pág. 187) no ve en la Analítica trascendental más que «áridos desiertos poblados de engendros de la mente» y «palabrería hinchada y nebulosa».

Seguidores

Los seguidores de Kant fueron, no obstante, superiores en número. Nos da bien el tono de su entusiasmo el juicio de Jean Paul († 1825): «Kant no es una luz del mundo, sino todo un sistema solar destellante». Mucho contribuyeron a la difusión del kantismo: Karl Leonhard Reinhold († 1823), con sus Cartas sobre la filosofía de Kant, escritas en estilo popular; Salomon Maimon († 1800), que elimina la cosa en sí y prepara con ello la transición a Fichte, y Jakob Sigismund Beck († 1840). Otros muchos podrían citarse.

El mismo clasicismo alemán tomó ciertas ideas características suyas de la filosofía kantiana; en menor grado Goethe, que leyó, no obstante, con interés la Crítica del juicio; más ampliamente Schiller. Bastará oír las expresiones de este último, como cuando dice, hablando de lo verdadero y lo bello: «No está fuera; allí lo busca el necio; está en ti; tú lo produces eternamente». Sólo que los ideales de Schiller se acercan más al esteticismo de Shaftesbury y están en desacuerdo con el rigorismo ético de Kant.

Pero lo que aseguró el triunfo de Kant fue el aplauso de los filósofos, que día a día se fue conquistando. No sólo Alemania; también Francia, Holanda e Inglaterra se abrieron al movimiento kantiano. Y cuando finalmente los hombres del idealismo alemán se alzaron sobre el pedestal de Kant, no pudo quedar ya duda de la trascendencia secular de su pensamiento.

Tras un corto paréntesis de retroceso, en las décadas centrales del siglo XIX, sonó de nuevo la consigna «¡Vuelta a Kant!» y se produjo el poderoso desarrollo del neokantismo.

Hoy se encuentra otra vez en retroceso. Pero aun estando Kant superado en tantos aspectos, su influjo se deja sentir aún en todo el ámbito filosófico, y nadie que quiera hacerse oír en filosofía podrá dispensarse del diálogo con él.

Bibliografía

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