4. TREN NOCTURNO A BREST
Tomaron el expreso nocturno con destino a Brest diez minutos antes de que saliera. No estaba muy ocupado. Chavasse logró encontrar un compartimiento vacío de segunda clase en la parte trasera, dejó instalada en él a la muchacha y corrió hacia la cantina de la estación. Regresó con un envase de café, bocadillos y media docena de naranjas.
La muchacha bebió con deleite un poco de café, pero negó con la cabeza cuando él le ofreció un bocadillo.
No podría comer ni un cacahuete.
-Va a ser una noche muy larga -declaró Chavasse-. Le guardaré algo para más tarde.
El tren empezó a ponerse en marcha. La chica se levantó y salió al pasillo para contemplar las luces de Marsella. Cuando al fin regresó al compartimiento, gran parte de la tensión parecía haber abandonado su rostro.
-¿Se siente mejor ahora? -le preguntó él.
-Antes creía que algo saldría mal, y que el capitán Skiros aparecería otra vez.
-Un mal sueño. Ya puede olvidarlo.
-Mi vida parece haber consistido en malos sueños durante algún tiempo.
-¿Por qué no me cuenta sus problemas?
Ella parecía sumamente tímida, y cuando se decidió a hablar, lo hizo con titubeos al principios. Se llamaba Famia Nadeem, y él se había equivocado con respecto a su edad: Tenía diecinueve años. Había nacido en Bombay; su madre murió de parto, y su padre había emigrado a Inglaterra dejándola al cuidado de su abuela. Las cosas le habían ido bien, ya que ahora era propietario de un próspero restaurante hindú en
Manchester y le había mandado dinero para que ella fuera a reunirse con él tres meses antes de la muerte de su abuela.
Pero surgieron obstáculos de un tipo que Chavasse conocía de sobra. A tenor de las cláusulas del Acta de Inmigración, tan sólo los descendientes legítimos de ciudadanos de la Commonwealth con residencia adquirida en Inglaterra podían ser admitidos sin contrato de trabajo. En el caso de Famia, existía el obstáculo de carecer de un certificado legal de nacimiento que demostrase concluyentemente su identidad. Por desgracia, había habido gran número de falsas reivindicaciones y las autoridades se atenían ahora rigurosamente a la letra de la ley. Si no había pruebas concluyentes de la relación familiar alegada, no se concedía visado de entrada, y Famia había sido devuelta a la India en el siguiente vuelo.
Pero su padre no había renunciado. Le envió más dinero y detalles acerca de una organización clandestina que estaba especializada en ayudar a personas en su situación. Ella era sumamente cándida, y Chavasse no encontró la menor dificultad en sonsacarle la información que requería, empezando por la empresa de exportación en Bombay donde inició el viaje, pasando a través de El Cairo y Beirut y culminando en Nápoles con los agentes que controlaban el Anya.
-Pero, ¿por qué le dio a Skiros todo su dinero? -quiso saber él.
-Me dijo que estaría más seguro. Que podía haber alguien que intentara robarme.
-¿Y usted le creyó?
-Parecía bondadoso.
Ella se apoyaba en el respaldo del asiento, con la cabeza ladeada para mirar a través de los cristales la oscuridad exterior. La chica era bonita, demasiado para su bien, pensó Chavasse. Una encantadora jovencita vulnerable, viajando sola en un mundo de pesadilla.
La muchacha volvió la cabeza y, al ver que la observaba, se sonrió levemente.
-¿Y a usted, señor Chavasse? ¿Qué le sucede?
Él expuso su historia prefabricada de antecedentes, eliminando la parte delictiva. Era un artista de Sidney, que deseaba pasar unos meses en Inglaterra, donde intentaba obtener trabajo allí, pero había una larguísima lista de espera para obtener permisos de trabajo. No estaba dispuesto a unirse a la interminable cola.
La chica aceptó su relato por completo y sin ninguna clase de pregunta, lo cual revelaba su ingenuidad, ya que la historia contenía un buen número de lagunas. Ella se reclinó de nuevo en el asiento y gradualmente fue cerrando los ojos. Chavasse tomó su trinchera para cubrirla. Estaba empezando a sentir una especie de sentido de responsabilidad, lo cual era totalmente absurdo. Ella no significaba nada para él, nada en absoluto. En cualquier caso, con cualquier clase de suerte, las cosas trancurrirían tranquilamente hasta que llegasen a Sainte Denise.
Pero ¿qué sucedería cuando llegasen a la costa inglesa y Mallory actuara de acuerdo con sus informes? La devolverían definitivamente a Bombay. Ya no le permitirían nunca entrar en el país tras el intento de entrada ilegal. La vida podía realmente resultar difícil a veces. Chavasse suspiró, cruzó los brazos y trató de dormir un poco.
Llegaron a Saint Brieuc poco antes de las cinco de la madrugada. La muchacha había dormido tranquilamente toda la noche y Chavasse la despertó poco antes de que llegasen. La muchacha desapareció por el pasillo, y cuando regresó, su cabello aparecía pulcramente peinado.
-¿Hay agua caliente? -preguntó él.
Ella negó con la cabeza, a la vez que declaraba:
-Prefiero agua fría por la mañana. Despeja mucho.
Chavasse se pasó la mano por su hirsuta barba y meneó la cabeza.
-No me agrada despellejarme vivo. Me afeitaré después.
El tren llegó a la estación de Saint Brieuc cinco minutos después. Fueron los únicos pasajeros que se apearon. El tiempo era frío y desolado por este ambiente peculiar de las estaciones de ferrocarril en las horas de la madrugada en todo el mundo. Era como si todas las personas se hubiesen ausentado para siempre.
El empleado que recogía los billetes, bien protegido contra el frío aire de la madrugada con un grueso abrigo y una bufanda, parecía ya a punto de jubilarse. Era la clase de hombre ya indiferente a todo, incluso a la propia vida, y la palidez de su cara, junto con su constante y persistente tos, era un mal augurio. Contestó a Chavasse con una especie de helada cortesía como si su atención estuviera en otra parte.
¿Sainte Denise? Sí, había un autobús hasta Dinard, que les dejaría a menos de dos kilómetros de Sainte Denise. Salía a las nueve de la mañana de la plaza. Encontrarían un café que abría pronto para atender al personal de los puestos del mercado. El dueño, Monsieur Pinaud, trabajaba desde hora muy temprana. Y el ferroviario, una vez dada su información, volvió a sumirse en su propio mundo desanimado. Los dos pasajeros salieron de la estación.
La lluvia resonaba en la plaza cuando bajaron las escaleras y la atravesaron hasta las iluminadas ventanas del café. Dentro hacía calor y no había clientes. Chavasse dejó a la muchacha en una mesa junto a la ventana y se dirigió al mostrador revestido de cinc.
Un hombre de mediana edad, con calvicie prematura, camisa a rayas y delantal blanco, presumiblemente el señor Pinaud al que se refirió el ferroviario, estaba leyendo un periódico. Lo dejó a un lado y sonrió.
-¿Acaban de bajar del tren?
-Así es. -Chavasse pidió café y bollos-. Me han dicho que sale un autobús para Dinard a las nueve. ¿Es el primero que sale?
Pinaud asintió mientras servía el café.
-¿Quiere ir a Dinard?
-No. A Sainte Denise.
La cafetera pareció detenerse a media altura y el hombre mostró un brillo cauteloso en su mirada.
-¿Sainte Denise? ¿Quieren ir allí?
Su reacción era muy interesante, y Chavasse sonrió amablemente.
Así es. Mi amiguita y yo vamos a pasar allí unos días de vacaciones. Hice las gestiones necesarias para alojarnos en una posada llamada "El Corredor", de un señor llamado Jacaud. ¿Le conoce?
-Puede que sí, señor. Por aquí viene mucha gente. -Empujó el café y los bollos sobre el mostrador-. Treinta y cinco francos, por favor.
Chavasse llevó las dos tazas y el plato de bollos a la mesa. Mientras se sentaba, vio a Pinaud frotando con sumo cuidado la porción de mostrador ante él, para dirigirse muy pronto hacia una puerta que claramente conducía a la parte trasera, por donde desapareció.
-Es sólo cosa de un minuto -le dijo Chavasse a la muchacha.
En seguida se acercó a la puerta y la abrió. Se encontró en un desierto pasillo de losas. Un rótulo al fondo señalaba el retrete y lavabo. No había rastro de Pinaud. Chavasse avanzó con cautela y se detuvo. Una puerta a su derecha estaba levemente entreabierta. Al parecer, Pinaud estaba telefoneando. Lo interesante es que hablaba en bretón, lengua que Chavasse, cuyo abuelo paterno todavía presidía la granja familiar cerca de Vaux a pesar de sus ochenta años, hablaba a la perfección.
-Oye, Jacaud. Los dos paquetes que estaban esperando han llegado. La muchacha encaja perfectamente con la descripción, pero el hombre me preocupa.
Habla francés como si lo fuese, o como lo haría un francés, no sé si me entiendes. Sí... De acuerdo. Están esperando el autobús de las nueve.
Chavasse regresó con sigilo al local. Famia estaba ya saboreando el segundo bollo.
-De prisa. Se le enfriará el café.
-No importa. Voy a ir a la estación para comprobar de nuevo lo del autobús. No tardaré en regresar.
Salió al exterior sin darle oportunidad de replicar y se apresuró bajo la lluvia hacia la estación. Continuaba desierta y encontró rápidamente lo que estaba buscando. Una serie de cajones metálicos, cada uno con su llave, donde podían dejarse cosas de poco volumen. Sacó el billetero y también el dinero que le había quitado a Skiros, que ascendía a mil doscientos dólares americanos y un millar de libras esterlinas. Lo empujó todo muy al fondo del pequeño armario, que cerró rápidamente, y ocultó el llavín dentro de la plantilla de su zapato derecho.
Famia tenía aspecto ansioso cuando regresó al café. Le palmeó la mano en gesto tranquilizador y se acercó al mostrador.
-Me preguntaba dónde estaba usted -comentó Pinaud.
Chavasse se encogió de hombros.
-Creí que podría haber un tren local o algo con ruedas. Es demasiado tiempo el que hay que esperar aquí.
-No se preocupe por eso. -Pinaud le dedicó una amplia sonrisa-. Siéntese usted tranquilamente y tómese otro café. Muchos granjeros y gente de mercado entran y salen del pueblo a esta hora de la mañana. Yo le conseguiré un medio de transporte hasta Sainte Denise. Seguramente alguien irá en esa dirección.
-Muy amable por su parte. ¿Tal vez acepte que le invite a tomar un coñac? Hace una mañana bastante fría.
-Una excelente idea. -Pinaud alcanzó una botella y llenó rápidamente un par de copas-. A su salud, señor -y alzó la copa sonriente.
Chavasse le devolvió la sonrisa.
-A la suya.
El coñac le abrasó la garganta y el estómago. Recogió su café y regresó a la mesa en espera de los acontecimientos.
Los clientes entraban y salían del bar, principalmente descargadores del cercano mercado. Chavasse pidió otro café para la muchacha y siguió a la expectativa. Tal vez habría transcurrido media hora cuando un viejo camión apareció por la esquina de una estrecha calle al otro lado de la plaza.
Lo contempló perezosamente mientras se aproximaba y observó que un "Renault" surgía de la misma calle y se detenía junto a la acera. El camión avanzó hasta pararse a un par de metros de la ventana del café. Jacaud se apeó.
La muchacha reaccionó en el acto.
-Ese hombre... ¡Qué cara más horrible tiene! Parece tan... tan malévolo...
-Algunas veces las apariencias pueden engañar -comentó Chavasse.
Jacaud se detuvo al atravesar el umbral y echó una mirada casual por la sala como si buscase a un amigo antes de dirigirse hacia el mostrador, aunque Chavasse estaba seguro de que ya les había localizado. Compró un paquete de cigarrillos y Pinaud le dijo algo. Miró por encima del hombro hacia Chavasse y la muchacha y volvió de nuevo la cabeza hacia las estanterías. Pinaud le sirvió un coñac y luego salió del mostrador, para aproximarse a la mesa de Chavasse.
-Tiene suerte, señor -le dijo a Chavasse-. Aquel hombre se dirige a Sainte Denise. Está de acuerdo en llevarles.
Chavasse se volvió hacia la muchacha y le dijo en inglés:
-Nuestro amigo de cara tan agradable nos ofrece el transporte. ¿Debemos aceptar?
-¿Existe alguna razón por la cual no podamos hacerlo?
Él sonrió meneando la cabeza.
-Decididamente, es usted muy valiente, pero fuera de época. De todos modos, a caballo regalado no le mires el dentado.
Jacaud se bebió su coñac y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo y miró a Chavasse, con rostro inexpresivo.
-Tengo entendido que se dirigen a Sainte Denise. Yo voy allí. Acepto el llevarles en mi camión.
-Estupendo -dijo Chavasse radiante-. Dentro de un instante estaremos con usted.
Jacaud asintió con gesto seco, y le dijo en bretón a Pinaud:
-Ya te llamaré para nuevos preparativos.
Salió, y ya estaba tras el volante cuando Chavasse y la muchacha llegaron. Había sitio para un pasajero. La muchacha ocupó el único asiento disponible, y Chavasse colocó las maletas atrás y trepó por encima del portalón de la parte trasera. El camión arrancó de inmediato, traqueteando sobre los adoquines, pasando al lado del "Renault" aparcado. Chavasse tuvo una rápida visión del conductor, un fogonazo de cabello muy claro, casi blanco; y luego el "Renault" se apartó de la acera y siguió al camión, lo cual resultaba interesante.
Chavasse palpó la culata de la "Smith-Wesson", en su funda contra la axila, y, acomodándose mejor, esperó a ver lo que iba a suceder durante el viaje hasta Sainte Denise.
Al cabo de unos cuantos minutos habían abandonado el pueblo y avanzaban por una estrecha carretera en el campo. La fuerte lluvia y una leve bruma a ras de suelo reducían considerablemente la visibilidad, pero echó un ocasional vistazo al mar, a lo lejos, más allá de un bosquecillo de pinos.
El "Renault" les seguía tan de cerca que pudo distinguir claramente al conductor, un tipo pálido de hermoso rostro y peculiar cabello blanquecino, que tenía aspecto ascético. Llegaron a un cruce de carreteras, en un lugar donde los pinos parecían apretujarse a cada lado. El camión continuó recto hacia delante, el "Renault" giró a la izquierda y desapareció. Chavasse frunció el ceño. Curioso, más que curioso, tal como diría Alicia en el País de las Maravillas.
El camión giró al penetrar en una estrecha senda arenosa a la izquierda y avanzó por entre los pinos hacia el mar. Poco después, el motor carraspeó un par de veces, falló y se detuvo por completo. El camión rodó hasta pararse, se abrió la portezuela, y Jacaud apareció rodeando la parte trasera.
-¿Problemas? -indagó Chavasse.
-Me quedé sin combustible -dijo Jacaud-. Pero no importa. Siempre llevo suministro de repuesto. Al fondo, debajo de aquella banqueta.
Chavasse encontró un viejo envase del Ejército británico que parecía haber estado en uso desde los tiempos de Dunkerque. Estaba lleno, lo cual hacía incómodo manejarlo en tan estrecho espacio, por lo que tuvo que emplear ambas manos, lo que evidentemente era con lo que había contado Jacaud. Mientras Chavasse levantaba el envase por encima del portalón trasero del vehículo, con visibles gestos de dificultad, la mano del hombretón apareció desde atrás de su espalda y la palanca que empuñaba se abatió como un latigazo.
Sólo que Chavasse ya no estaba en el mismo sitio. Se inclinó a un lado, sujetando fácilmente el envase con ambas manos, y la palanca rozó el borde metálico del portalón. Jacaud ya retrocedía, tratando de alejarse de la zona peligrosa, pues el sexto sentido que le había mantenido vivo durante sus cuarenta y tres años de vida le advertía que había cometido un error muy grave, pero ya era demasiado tarde. El envase metálico lleno de combustible chocó contra su pecho y cayó de espaldas. Se revolvió para intentar levantarse, pero Chavasse saltó sobre sus espaldas.
El brazo que se apretaba en torno al cuello de Jacaud era como un dogal de acero, privándole tan eficazmente de poder respirar que sintió de inmediato síntomas de asfixia.
Chavasse no tuvo plena conciencia de lo que sucedió después. Escuchó que Famia gritaba su nombre, y en el mismo instante la luz pareció desaparecer para él. No sintió dolor en absoluto. Un golpe en la nuca asestado por un experto; no perdió el conocimiento por completo y en seguida recuperó la visión.
Miró hacia arriba a la cara de un impasible anacoreta, enjuto y obseso por el ascetismo. Bajo el flequillo de cabello pajizo, los claros ojos azules carecían de expresión. No había en ellos afecto, ni tampoco crueldad. Estaba acuclillado junto a Chavasse en una especie de meditación, sujetando con ambas manos una exquisita Madonna de marfil.
Chavasse se daba cuenta de la presión de la "Smith-Wesson" en su funda, en su costado. Famia Nadeem permanecía junto al camión, con las manos juntas y el terror reflejado en su rostro, y a su lado se hallaba Jacaud. Chavasse decidió seguir aparentando sentirse mareado durante un par de minutos. Volvió a mirar con expresión ausente a Rossiter y se pasó la mano por la frente.
El inglés le asestó una bofetada.
-¿Puede oírme, Chavasse?
Chavasse luchó hasta poder apoyarse sobre un codo y Rossiter mostró una breve sonrisa.
-Empezaba a creer que le había golpeado con más fuerza de la deseada.
-Bastante fuerte -declaró Chavasse, sentándose y frotándose la nuca con la mano-. Supongo que Skiros le telefonearía, ¿no?
-Naturalmente. Me comunicó que tiene usted en su poder una elevada suma de dinero que pertenece a la organización para la cual trabajo. ¿Dónde lo ha escondido?
-En un sitio seguro en Saint Brieuc. Decidí que representaría lo que un jugador de póquer podría calificar de un as en la manga. Por cierto, ¿quién es usted? Seguro que no es Jacaud.
-A Jacaud ya le conoce. Me llamo Rossiter.
-¿Y él y Skiros trabajan para usted?
-Más o menos, así es.
-Entonces permítame decirle que mi opinión es desfavorable por el modo en que su organización trata a los clientes que pagan al contado. Cuando llegué a Marsella, Skiros me indicó una dirección falsa y me hizo seguir por un par de matones para robarme. Cuando regresé al barco para aclarar las cosas, él hacía todo cuanto podía para intentar violar a la muchacha. Por añadidura, le había quitado más de cuatrocientas libras. No sé hasta qué punto trabaja satisfactoriamente para usted, pero estoy convencido de que su cuenta corriente particular debe ser algo sorprendente.
Rossiter parecía no escucharle. Se había vuelto hacia Famia Nadeem, con el entrecejo fruncido. Cuando avanzó hacia ella, Famia bajó la mirada. Rossiter le puso una mano bajo el mentón y la obligó a alzar la cabeza.
-¿Está diciendo la verdad?
Por extraño que pueda parecer, todo el miedo que sentía dio la impresión de desaparecer. Le miró tranquila y asintió. Rossiter dio una brusca media vuelta y regresó junto a Chavasse. Sus ojos eran como un bloque de hielo y había una expresión de extrema desolación en su cara.
-¡Qué mundo! -murmuró-. Vaya mundo más asqueroso y puerco. -Aspiró hondo, algo le incitó a recobrarse y ordenó-: ¡En pie!
Chavasse hizo lo que le ordenaba, a la vez que sacaba la "Smith-Wesson". Jacaud lanzó una especie de grito colérico, pero Rossiter agitó la mano izquierda imponiéndole silencio. Permaneció erguido, con los pies levemente separados, lanzando la Madonna de marfil al aire y recogiéndola de nuevo con la mano derecha.
-¿Y ahora qué?
-Ahora, nada -contestó Chavasse-. Tan sólo quiero llegar entero a Londres y perderme en el olvido.
-Es bastante lógico y comprensible. -Rossiter sonrió casi con humanidad-. Diez años en una cárcel australiana no son una perspectiva muy grata. Según tengo entendido, por allí siguen todavía aplicando un régimen penitenciario basado en normas más bien anticuadas.
Chavasse consiguió aparentar el gesto de asombro adecuado.
-¿Hay algo que usted no sepa?
-Por lo que se refiere a mis clientes, no. Chavasse suspiró y enfundó su "Smith-Wesson".
-Durante los últimos meses tuve que soportar un montón de problemas, Rossiter. No quiero más. Simplemente, lléveme hasta Inglaterra; es todo cuanto pido. Pagaré lo que sea necesario. El tropiezo en Marsella fue todo obra de Skiros, se lo aseguro.
Rossiter deslizó la Madonna en su bolsillo derecho.
-¿El dinero? ¿Dónde está?
Chavasse se lo dijo. A la vez, se quitó el zapato derecho y tendió el llavín, que Rossiter inmediatamente lanzó a Jacaud.
-Te esperamos aquí. Puedes emplear el "Renault".
Jacaud se alejó por entre los pinos sin pronunciar ni palabra y Chavasse encendió un cigarrillo. Hasta entonces todo iba saliendo de acuerdo con sus planes. Miró a través de los pinos hacia el mar y sonrió.
-Hermosa comarca. Estaba esperando con impaciencia este trecho del viaje. Sepa que mi padre nació en Bretaña.
-Me preguntaba sobre lo bien que habla el francés -dijo Rossiter-. Es realmente perfecto.
-Mi madre era inglesa, naturalmente, pero siempre hablábamos el francés en casa desde que puedo recordar. Mi viejo así lo quería.
Rossiter asintió; sacó del bolsillo de su chaqueta una delgada pitillera de piel, de la cual seleccionó un cigarro filipino que encendió despacio.
-Dígame algo sobre la muchacha.
La chica estaba sentada en el asiento del camión, mirándoles. Chavasse le dedicó una sonrisa mientras decía:
-Únicamente sé lo que me ha contado.
Relató en pocas palabras la historia de Famia, y cuando terminó de hablar, Rossiter asintió e hizo un breve comentario:
-Es muy joven para haber pasado tantas penalidades.
Lo dijo como si verdaderamente sintiera verdadera compasión y se dirigió hacia ella. Chavasse se sentó en un tronco caído y vigiló a la pareja. Rossiter estaba hablando y la muchacha contestaba. De repente, la chica sonrió y poco después reía a carcajadas. Y Rossiter reía con ella. Esto era lo más extraño del asunto, y durante un breve momento el hombre pareció ser una persona enteramente distinta. Curioso y más que curioso...
Por el momento, Chavasse renunció a reflexionar sobre aquella incidencia y caminó hasta el borde del claro, aspirando el aroma de los pinos húmedos, el agradable aire salobre del mar, el olor que siempre le traía a la memoria el recuerdo de la Bretaña de su adolescencia, estuviera donde estuviese. Hubiera sido agradable acudir a sorprender a su abuelo en Vaux. Al viejo le hubiese encantado. Una visita inesperada de su inteligente y medio inglés nieto, que daba lecciones en una universidad cuyo nombre nunca podía recordar. Quizás excesivamente ilustrado con su doctorado en idiomas modernos, pero, al fin y al cabo, un legítimo Chavasse.
Chavasse estuvo un rato mirando a través de los pinos hacia el mar rememorando una adolescencia de hacía ya mil años y todos los maravillosos ensueños que implicaba. Y ahora había regresado a Bretaña, pero no podía ir a Vaux...
Se oyó un claxon a través de los árboles cuando Jacaud volvió. Suspirando, Chavasse regresó al presente mientras le llamaba Rossiter.