Capítulo 14
Exactamente a las 11.15 horas de la mañana del viernes, en Meltham House, Harry Kane, que estaba controlando las evoluciones de una compañía que se preparaba para una maniobra de asalto, recibió una orden urgente: debía presentarse inmediatamente ante Shafto. Llegó a la antecámara del puesto de mando y encontró a todo el mundo en tensión. Los empleados parecían espantados y el sargento Garvey se paseaba de un lado a otro fumando nerviosamente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kane.
—No sé, mayor. Lo único que sé es que comenzó a tirarlo todo hace unos quince minutos, cuando recibió un despacho urgente del cuartel general. Y echó fuera del despacho al joven Jones. De una patada.
Kane golpeó en la puerta y entró. Shafto estaba de pie junto a la ventana, con la fusta en una mano y un vaso en la otra. Se volvió, furioso, y cambió de expresión.
—Ah, es usted, Harry.
—¿De qué se trata, señor?
—Muy sencillo. Esos bastardos del estado mayor que han tratado todo el tiempo de desplazarme, parece que finalmente lo han conseguido. Deberé entregar el mando a Sam Williams la próxima semana, en cuanto terminemos estos ejercicios.
—¿Y usted, señor?
—Debo regresar al país. Me han nombrado jefe de instrucción en Fort Benning.
Le dio una feroz patada a una papelera que atravesó volando la habitación.
—¿Y no hay nada que pueda hacer usted para arreglar esto, señor?
Shafto le dirigió una mirada de loco.
—¿Hacer algo? —Cogió la orden escrita y se la puso en la cara a Kane—. ¿No ve esta firma? Eisenhower en persona. ¿Y sabe una cosa, Kane? Nunca ha entrado en acción. Ese hombre no ha combatido ni siquiera una vez en toda su carrera.
Arrugó el papel, lo convirtió en una pelotita y lo tiró.
Devlin estaba en la cama escribiendo en su cuadernillo de notas personales. Afuera llovía con fuerza, y la niebla colgaba sobre los pantanos, llenándolo todo de humedad. Se abrió la puerta y entró Molly. Llevaba puesto el impermeable de Devlin y le traía una bandeja que dejó en la mesilla junto a la cama.
—Aquí me tiene, amo y señor. Té y tostadas, dos huevos, pan y emparedados de queso, tal como me dijo.
Devlin dejó de escribir y miró la bandeja.
—Si sigues comportándote así es posible que te contrate permanentemente.
Se quitó el impermeable. Debajo llevaba sólo el sujetador y las bragas. Cogió el suéter que había dejado a los pies de la cama y se lo puso.
—Tengo que irme. Le dije a mamá que llegaría a la hora de comer.
Devlin se sirvió una taza de té y Molly cogió el cuadernillo.
—¿Qué es esto? ¿Poesía? —le preguntó y lo abrió.
—Un asunto que se discute en algunos sitios —sonrió Devlin.
—¿Tuya?
Estaba verdaderamente maravillada. Lo abrió en la página en que Devlin había estado escribiendo esa mañana.
«No hay conocimiento cierto de mi paso; he caminado bajo los bosques en la oscuridad».
—Es hermoso, muy hermoso, Liam.
—Lo sé —respondió Devlin—. Como dices siempre, soy un muchacho verdaderamente encantador.
—Sólo sé una cosa, que te comería —le dijo y se lanzó sobre él, se le puso encima y le besó con fuerza—. ¿Sabes qué día es? El 5 noviembre, pero no podremos hacer fogatas por culpa del podrido de Hitler.
—¡Qué pena! —rió Devlin.
—No te preocupes —dijo Molly y se acomodó encima, abriendo las piernas para quedar cabalgando sobre Devlin—. Vendré esta noche, te haré la comida y nos haremos una excelente hoguera sólo para nosotros dos.
—No, no vendrás —le dijo—. Porque no voy a estar aquí.
El rostro de la muchacha se ensombreció.
—¿Negocios?
—Ya sabes lo que me prometiste —le dijo y la besó suavemente.
—De acuerdo. Seré buena. Nos veremos mañana por la mañana.
—No, es casi seguro que no regresaré hasta mañana por la tarde. Mejor será que lo dejemos hasta que te vaya a buscar, ¿de acuerdo?
—Si tú lo dices —aceptó ella a regañadientes.
—Así es.
La besó. Afuera se oyó una bocina. Molly saltó a la ventana y volvió de prisa. Agarró de pasada sus pantalones.
—Dios mío, si es la señora Grey.
—Aquí sí que nos han pillado con los pantalones caídos —dijo Devlin, riendo.
Se puso un suéter y Molly cogió su impermeable.
—Me marcho. Hasta mañana, mi vida. ¿Me puedo llevar esto? Me gustaría leer lo demás.
Le mostró el cuaderno.
—Por Dios, sin duda te gusta que te castiguen —afirmó Devlin.
Le besó con fuerza y Devlin la acompañó afuera, le abrió la puerta trasera y se quedó mirándola mientras corría por el cañaveral en dirección al dique, a sabiendas de que esto podía perfectamente ser el fin.
—Bueno —se dijo en voz baja—, quizá sea lo mejor para ella.
Volvió y fue a abrirle la puerta a Joanna Grey, que llevaba un buen rato golpeando. Joanna le miró, molesta, mientras Devlin se metía la camisa por dentro de los pantalones.
—Vi a Molly hace un segundo, por el camino del dique —le dijo y entró—. Debería darte vergüenza.
—Lo sé —contestó él mientras la seguía al salón—. Soy un tipo muy malo. Bueno, ya llega el gran día. Creo que eso merece un trago. ¿Me acompaña?
—Un dedo y nada más —dijo, muy seria.
Trajo una botella de Bushmills y dos vasos y sirvió un par de tragos.
—¡Arriba la República! Y las variedades irlandesa y sudafricana. ¿Qué novedades hay?
—Sintonicé la nueva longitud de onda anoche, tal como me ordenaron. Transmití directamente a Landsvoort. Radl está allí.
—¿Y sigue el mismo ritmo? ¿A pesar del mal tiempo?
—Steiner y sus hombres estarán aquí a la una de la madrugada, aunque se nos venga el infierno encima.
A Joanna Grey le brillaban los ojos.
Steiner estaba hablando con sus hombres. Aparte de los que iban a saltar sólo estaba presente Radl. Había sido excluido incluso Gericke. Todos estaban de pie junto a la mesa de los mapas. La atmósfera se cargó de excitación apenas Steiner se separó de la ventana, donde había estado conversando en voz baja con Radl.
Indicó con la mano la maqueta de Gerhard Klugl, las fotografías y los mapas.
—De acuerdo. Ya saben a dónde vamos. Conocen todos los puntos, los árboles y las piedras. Hemos trabajado en ello varias semanas. Pero no saben lo que haremos una vez que estemos allí.
Hizo una pausa, los miró a todos uno por uno, tenso, expectante. Incluso Preston, que estaba al corriente desde hacía tiempo, pareció embargado por la tensión del ambiente.
Entonces Steiner lo dijo.
Peter Gericke oyó los gritos de entusiasmo desde el hangar.
—¿Y ahora qué sucede, por el amor de Dios? —preguntó Bohmler.
—No me lo preguntes a mí —contestó Gericke, molesto—. Nadie me dice nada. Si creen que somos lo suficientemente buenos para meternos en la boca del lobo, por lo menos nos podrían decir de qué se trata.
—Si en realidad es tan importante —dijo Bohmler—, quizás es mejor no saberlo. Voy a revisar el aparato Lichtenstein.
Subió al Dakota y Gericke se apartó y encendió un cigarrillo observando una vez más el avión. El sargento Witt había hecho un estupendo trabajo con las insignias de la RAF. Oyó que se acercaba un vehículo por la pista. Ritter Neumann al volante, Steiner a su lado y Radl atrás. Se detuvo a dos metros de distancia. Nadie se bajó.
—No pareces muy contento de la vida, Peter —dijo Steiner.
—¿Y por qué iba a estarlo? —contestó Gericke—. He pasado todo un mes en este agujero, he trabajado todas las horas de Dios en este avión, ¿y para qué?
Toda la amargura le salió fuera. Abarcó con un gesto la niebla, la lluvia, todo el cielo.
—Con esta niebla de mierda nunca podremos despegar.
—Oh, pero tenemos toda la confianza en que un hombre de tu talla será capaz de conseguirlo.
Empezaron a bajarse del vehículo y a Ritter, especialmente le resultaba casi imposible contener la risa.
—Pero ¿qué es lo que pasa aquí? —exclamó Gericke, casi violento—. ¿Qué demonios sucede?
—Pero si es muy sencillo, mi querido pobre, miserable y endurecido hijo de puta —dijo Radl—. Tengo el honor de informarte de que se te acaba de conceder la Cruz de Caballero.
Gericke se quedó mirándole boquiabierto y Steiner dijo, amablemente:
—Así que, querido Peter, finalmente pasarás un fin de semana en Karinhall.
Koenig, con Steiner y Radl, estudiaban los planos. El oficial Muller se mantenía a respetuosa distancia, pero no se perdía ningún detalle.
—Hace unos cuatro meses —decía el joven teniente— un pesquero británico armado fue torpedeado a la altura de las Hébridas por un submarino al mando de Horst Wengel, un viejo amigo mío. La tripulación era de sólo quince hombres, así que los llevó prisioneros a todos. Desgraciadamente para ellos, no alcanzaron a librarse de la documentación. Entre los documentos había varios interesantes planos de los campos de minas del litoral británico.
—Lo cual debe haber sido de gran ayuda para más de alguien —comentó Steiner.
—Para todos nosotros, señor, como podrá apreciar por estos planos. Mire aquí: ¿se da cuenta de que las minas están paralelas a la costa, al este del Wash, para proteger la navegación costera? Hay una ruta perfectamente delimitada. La armada británica la ha establecido para su propio uso, pero las unidades de la flotilla de lanchas de Rotterdam la han utilizado con completo éxito. De hecho, si los cálculos de navegación están bien hechos, se puede ir a toda velocidad.
—Incluso se podría decir que en esas condiciones los campos minados le pueden servir a uno de considerable protección —dijo Radl.
—Exactamente, señor.
—¿Y qué sucede con la ruta de aproximación detrás del cabo hacia Hobs End?
—Es difícil, sin duda, pero Muller y yo hemos estudiado los planos del Almirantazgo y los sabemos de memoria. Conocemos todos los pasos y todos los bancos de arena. Y entraremos con la marea alta, recuerde, si queremos recogerles a las diez.
—Si calculan que tardarán ocho horas para atravesar el canal, ¿quiere decir que saldrán de aquí a la una?
—Así es, si queremos tener un margen de tiempo para operar al otro lado. Pero ya saben que este barco es único. Puede hacer el viaje en siete horas si hace falta. Quiero tener el máximo de seguridad.
—Muy razonable —dijo Radl—, porque el coronel Steiner y yo hemos decidido cambiar las órdenes. Deberá estar en el cabo y listo para efectuar la maniobra de rescate en cualquier momento entre las nueve y las diez. Devlin le dará las órdenes finales por la radio de campaña. Él le guiará.
—Muy bien, señor.
—No creo que corra ningún peligro especial por la noche —dijo Steiner y sonrió—. Después de todo, se trata de un barco británico.
Koenig sonrió, abrió un cajón de la mesa y sacó la bandera de la armada británica.
—Y enarbolaremos esta enseña, recuerde.
Radl asintió.
—Acuérdese de silenciar la radio desde el momento en que parta. No deberá utilizarla bajo ninguna circunstancia hasta que escuche a Devlin. Ya conoce el código, por supuesto.
—Naturalmente, señor.
Koenig estaba actuando con suma cortesía y Radl le dio una palmada en los hombros.
—Sí, lo sé, le parezco a usted muy nervioso, muchacho. Le veré mañana antes de zarpar. Despídase ahora del coronel Steiner.
Steiner estrechó la mano a los dos.
—Por Dios, no sé qué decirle, salvo que llegue a tiempo.
—Estaremos en esa playa, señor. Se lo prometo.
Después de decir esto, Koenig le saludó con la mayor pulcritud naval.
Steiner sonrió tristemente. Se volvió y siguió a Radl. Al hacerlo, dijo:
—Le espero allí.
Avanzaron por el pequeño embarcadero hacia el vehículo Radl dijo:
—Bueno, ¿crees que saldrá bien, Kurt?
En ese momento aparecieron Werner Briegel y Gerhard Klugl caminando por las dunas. Llevaban grandes capas encima y a Briegel le colgaban los binoculares Zeiss del cuello.
—Preguntémosles su opinión —propuso Steiner y les llamó en inglés.
—¡Soldado Kunicki! ¡Soldado Moczar! ¡Vengan aquí!
Briegel y Klugl acudieron sin vacilar. Steiner les miró tranquilamente y continuó hablándoles en inglés:
—¿Quién soy yo?
—El coronel Howard Carter, al mando del batallón independiente de paracaidistas polacos, del Regimiento Aerotransportado —respondió inmediatamente Briegel en buen inglés.
—Impresionante —comentó Radl.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Steiner.
El sargento Brandt —empezó Briegel, que se corrigió en seguida—, el sargento Kruczek nos dijo que descansáramos —vaciló y terminó en alemán— y estamos observando golondrinas de mar, señor.
—¿Golondrinas de mar? —dijo Steiner.
—Sí, no es tan fácil distinguirlas unas de otras por las características de la cara y el cuello.
Steiner estalló de risa.
—¿Has visto, querido Max? Golondrinas de mar. ¿Cómo vamos a fracasar?
Pero los elementos parecían conspirar para que fracasaran.
Empezó a oscurecer y la niebla cubrió de blanco la mayor parte de Europa occidental. En Landsvoort, Gericke estaba inspeccionando continuamente la pista desde las seis de la tarde. Pero la fuerte lluvia no conseguía disipar la niebla.
—No hay viento, ¿comprenden? —informó a Steiner y a Radl a las ocho—, y lo que necesitamos es viento, para aclarar esta maldita niebla. Mucho viento.
Las cosas no estaban mejor en Norfolk, al otro lado del mar del Norte. En su secreto escondite del altillo de su casa, Joanna Grey, con los auriculares en la cabeza, leía, para pasar el tiempo, un libro que le había prestado Vereker y en el cual Winston Churchill explicaba cómo se había fugado de una prisión durante la guerra de los bóers. El texto era apasionante y Joanna se dio cuenta de que empezaba a admirar, a pesar de sí misma, al primer ministro.
En Hobs End, Devlin salía a examinar el tiempo con tanta frecuencia como Gericke, pero nada cambiaba y la niebla seguía tan impenetrable como siempre. A las diez de la noche se paseó por el dique y llegó hasta la playa por cuarta vez, pero las condiciones no parecían haber mejorado.
Encendió la linterna y la enfocó contra la niebla; sacudió la cabeza y se dijo a sí mismo que era una noche excelente para hacer algún trabajo sucio, pero para nada más.
Parecía evidente que todo el asunto iba a terminar allí mismo y a esa misma hora, y también en Landsvoort era muy difícil llegar a otra conclusión.
—¿Me va a decir que no pueden despegar? —preguntó Radl cuando el joven capitán regresó al hangar después de una nueva inspección.
—Eso no es problema —dijo Gericke—, puedo despegar a ciegas. No es muy peligroso en un país cómo éste, tan plano. El problema está al otro lado. No puedo dejar caer a esos hombres y esperar que todo salga bien. Podría ocurrir que se lanzaran una milla mar adentro. Necesito ver el blanco, aunque sea un instante.
Bohmler abrió la mirilla de una de las grandes puertas del hangar y miró afuera.
—Herr Hauptmann.
—¿Qué pasa? —dijo Gericke y se le acercó.
—Mire usted mismo.
Gericke salió afuera. Bohmler había encendido la luz exterior y, a pesar de lo suave que era, Gericke advirtió que la niebla se movía y formaba curiosos dibujos en el aire. Algo le enfrió las mejillas.
—¡Viento! —exclamó—. Dios mío, está soplando el viento.
Se produjo una súbita apertura en la cortina de niebla y durante un instante pudo ver la granja. Vagamente, pero la vio.
—¿Nos vamos? —preguntó Bohmler.
—Sí —dijo Gericke—. Pero tiene que ser ahora mismo.
Y volvió a la carrera a avisar a Radl y a Steiner.
Veinte minutos después, Joanna Grey se incorporó abruptamente en la silla. Sus auriculares empezaban a zumbar. Dejó caer el libro buscó un lápiz, y escribió en el cuaderno que tenía al lado. Fue un mensaje muy breve, que interpretó en seguida. Se quedó sentada, mirando fijamente el papel, momentáneamente sin habla; después a acusó recibo.
Bajó corriendo la escalera y tomó el abrigo de piel de cordero que tenía detrás de la puerta. El perro la seguía pegado a sus talones.
—No, Patch, esta vez no —le dijo.
Tuvo que conducir con mucho cuidado debido a la niebla. Veinte minutos después entraba en el patio de Hobs End. Devlin estaba ordenando sus instrumentos en la mesa de la cocina. Oyó el automóvil. Tomó rápidamente el Máuser y salió al pasillo.
—Soy yo, Liam.
Le abrió la puerta y la mujer se deslizó adentro.
—¿Qué sucede?
—Acabo de recibir un mensaje de Landsvoort, a las 11 en punto —explicó—. «El águila ha despegado».
—Deben de estar locos. La niebla parece sopa sobre el mar y playa —le contestó Devlin, sin salir de su asombro.
—Me pareció que se estaba aclarando en estos momentos.
Salió, rápidamente, y abrió la puerta principal. Regresó en seguida, pálido de excitación.
—Sopla un poco de viento procedente del mar. No es mucho, pero puede aumentar.
—¿Crees que va a durar bastante?
—Sólo Dios lo sabe.
El Sten con silenciador estaba armado sobre la mesa. Devlin se lo pasó a Joanna.
—¿Sabe cómo funciona?
—Por supuesto.
Recogió del suelo un saco de marinero repleto de cosas y se puso sobre los hombros.
—Muy bien, manos a la obra entonces. Tenemos mucho trabajo que hacer. Si el horario es exacto, deben llegar aquí dentro de cuarenta minutos. Por Dios, esto sí que requerirá trabajo.
Se rió en voz alta mientras avanzaban por el pasillo. Abrió la puerta y los dos se sumergieron en la niebla.
—Si estuviera en tu lugar, cerraría los ojos —dijo Gericke a Bohmler cariñosamente por encima del rugido de los motores mientras realizaba la última revisión antes de despegar—. Este despegue va a ser de los que ponen los pelos de punta.
Las luces que enmarcaban la pista de despegue estaban encendidas, pero sólo se veían las primeras. La visibilidad no era superior a los cincuenta metros. Se abrió la puerta que tenían detrás y Steiner asomó la cabeza en la cabina.
—¿Está todo amarrado allá atrás? —preguntó Gericke.
—Todos y todo. Estamos listos. Te esperamos a ti.
—Bien, no quiero parecer alarmista, pero debes saber que puede ocurrir cualquier cosa y muy probablemente será así.
Aumentó las revoluciones de los motores y Steiner sonrió, gritándole para hacerse oír sobre el rugido de la máquina:
—Tenemos completa confianza en ti.
Cerró la puerta y se retiró. Gericke aumentó la potencia de inmediato e hizo avanzar al Dakota. Sumergirse en esa pared gris era probablemente lo más terrorífico que había hecho en toda la vida. Necesitaba correr varios cientos de metros a más de 150 km por hora antes de poder despegar.
«Dios mío —pensó—. ¿Llegó la hora? ¿Llegó finalmente la hora?».
A medida que aumentaba la potencia, las vibraciones parecían insoportables. Se levantó la cola apenas impulsó adelante la palanca. Bastó un toque. Giró levemente a estribor, para aprovechar mejor el leve viento y en seguida corrigió más aún el rumbo. El rugido de la máquina parecía llenar la noche. A los ochenta kilómetros por hora soltó un poco la palanca, pero la retuvo firme.
Poco después, apenas tuvo esa sensación que tan bien conocía y era producto de la experiencia de varios miles de horas de vuelo, como un sexto sentido que le anunciaba el momento exacto, tiró hacia atrás la palanca.
—¡Ahora! —gritó.
Bohmler, que estaba esperando en tensión, con la mano sobre la palanca para alzar el tren de aterrizaje, respondió con precisión y levantó las ruedas. Estaban volando. Gericke continuó en línea recta atravesando la pared de color gris. No quiso sacrificar potencia en beneficio de mayor altura, y mantuvo la palanca en posición hasta el último momento. La enderezó. A los trescientos metros salieron de la niebla y giró hacia la derecha, al mar.
Fuera del hangar, Max Radl, sentado en el vehículo de campaña, con la vista clavada en la niebla, tenía una cierta expresión de alarma en el rostro.
—¡Gran Dios de los cielos! —exclamó en un susurro—. ¡Lo consiguió!
Se quedó sentado un momento más, escuchando el sonido de los motores, que se desvanecía en la noche, y luego hizo un gesto a Witt que estaba al volante.
—Vuelva a la granja lo más rápido que pueda, sargento; tengo mucho trabajo.
Dentro del Dakota se mantenía la tensión. Al principio no se notaba. Conversaban en voz baja con toda la calma de los veteranos que han realizado ese tipo de trabajos tantas veces que se les ha convertido en una segunda naturaleza. A nadie se le había permitido llevar cigarrillos alemanes ni franceses. Ritter Neumann y Steiner les repartieron uno a cada uno.
—Es un gran piloto el Hauptmann. Un verdadero as. Despegó perfectamente a pesar de la niebla —dijo Altmann.
Steiner se volvió a mirar a Preston, que estaba sentado al final la fila.
—¿Un cigarrillo, teniente? —le dijo en inglés.
—Muchas gracias, señor, creo que me vendrá bien.
Preston le contestó con una hermosa y bien timbrada voz, como si volviera a actuar en el escenario.
—¿Cómo se siente? —preguntó Steiner en voz baja.
—Perfectamente, señor —respondió Preston, con calma—. No veo el momento de que empiece la operación en tierra.
Steiner le dejó sentado y volvió a la cabina de mando, donde encontró a Gericke y Bohmler sirviéndose café de un termo. Volaban a poco más de seiscientos metros de altura. Las nubes permitían ver, de vez en cuando, las estrellas y una luna pálida y pequeña. Abajo, la niebla cubría el mar como el humo sobre un valle, una visión espectacular.
—¿Cómo vamos? —preguntó Steiner.
—Bien. Nos faltan otros treinta minutos. No hay mucho viento. Apenas será de unos cinco nudos.
Steiner movió la cabeza hacia la niebla de abajo.
—¿Qué te parece? ¿Se aclarará cuando bajemos?
—¿Cómo podemos saberlo? —le sonrió Gericke—. Quizá terminemos todos juntos en la playa.
En ese instante Bohmler se sobresaltó. Atendió, excitado al zumbido de su aparato Lichtenstein.
—Tengo algo, Peter.
Penetraron en una pequeña agrupación de nubes.
—¿Qué podrá ser? —preguntó Steiner.
—Seguramente un caza nocturno, que estará hoy en su elemento —dijo Gericke—. Pero roguemos que no sea uno de los nuestros. Nos haría pedazos.
Salieron de las nubes al cielo limpio y Bohmler golpeó en el hombro a Gericke.
—Viene a una velocidad infernal por estribor.
Steiner miró a un lado y al poco rato pudo ver perfectamente un avión de dos motores que se situaba a la misma altura del Dakota por estribor.
—Un Mosquito —dijo Gericke, y agregó—: ojalá sepa reconocer a un amigo cuando lo tiene cerca.
El Mosquito se mantuvo cerca unos pocos momentos, movió luego las alas y se alejó a gran velocidad desapareciendo entre las nubes.
—¿Te has fijado? —sonrió Gericke y miró a Steiner—. Todo lo que debes hacer es vivir correctamente. Mejor es que vuelvas con tus muchachos y te asegures de que están preparados. Si todo sigue bien de un momento a otro vamos a captar a Devlin por radio. Te avisaré en seguida. Ahora tenemos mucho que hacer aquí. Especialmente Bohmler.
Steiner regresó a la cabina principal y se sentó junto a Ritter Neumann.
—Ya falta poco —le dijo y le pasó un cigarrillo.
—Gracias —dijo Neumann—. Esto es lo que necesito.
Hacía mucho frío en la playa. La marea casi había terminado de bajar. Devlin caminaba continuamente para no enfriarse. Tenía el receptor en la mano derecha, con el canal abierto. Eran las 11.50.
Joanna Grey, que estaba bajo los árboles protegiéndose de la lluvia, se le acercó.
—Ya deben de estar muy cerca.
Como si se tratara de una respuesta directa, se oyó con toda claridad la voz de Gericke en el aparato.
—Habla el Águila. ¿Me escucha, Vagabundo?
Joanna Grey cogió del brazo a Devlin. Éste la apartó y habló.
—Fuerte y claro.
—Informe de las condiciones del nido, por favor.
—Poca visibilidad —dijo Devlin—. De ciento a ciento cincuenta metros. Poco viento.
—Gracias, Vagabundo. Estaremos ahí dentro de seis minutos aproximadamente.
Devlin le pasó el aparato a Joanna Grey.
—Manténgase atenta mientras sitúo las señales.
Tenía dentro del saco una docena de lámparas señalizadoras.
Corrió por la playa y las fue colocando a intervalos de doce metros, en una línea que seguía la dirección del viento. Las encendió todas.
Regresó atrás y se situó a unos veinte metros de distancia de la primera.
Volvió al lado de Joanna. Respiraba agitadamente. Sacó una gran linterna y se pasó una mano por la frente para secarse el sudor que empezaba a caerle por los ojos.
—Oh, esta condenada niebla —dijo ella—. No nos van a ver, estoy segura.
Era la primera vez que la veía desanimarse y le puso la mano en el brazo.
—Tranquilícese, muchacha.
A lo lejos, débilmente, se empezó a oír el zumbido de un motor.
El Dakota volaba a trescientos metros y continuaba descendiendo entre la niebla. Gericke habló por encima del hombro.
—Sólo haré una pasada, así que salten bien.
—Así será —dijo Steiner.
—Que tengas suerte. Recuerda que tengo una botella de Don Perignon en Landsvoort. La tomaremos juntos el domingo.
Steiner le dio una palmada en el hombro y salió. Le hizo una seña a Ritter para que diera las órdenes. Todo el mundo se puso de pie y enganchó a la cuerda central. Brandt abrió la puerta. Mientras la niebla y el aire frío penetraban con cierta violencia, Steiner recorrió fila revisando los aprestos de cada uno de sus hombres.
Gericke bajó, bajó mucho, tanto que Bohmler alcanzaba a ver rompientes de las olas entre la niebla. Ante ellos sólo tenían niebla, oscuridad.
—¡Vamos! —susurraba Bohmler, golpeándose la rodilla con la mano—. ¡Aparezcan, condenación!
Como si un poder invisible hubiera querido intervenir, un súbito golpe de viento rasgó la cortina gris de niebla y dejó al descubierto las dos filas paralelas de lámparas de Devlin, claramente en la noche un poco a estribor.
Gericke hizo una seña. Bohmler apretó el botón y la luz roja se encendió en la cabina central sobre la cabeza de Steiner.
—¡Listo! —gritó.
Gericke se inclinó a estribor, estabilizó el avión a mínima velocidad, y pasó sobre la playa a ciento veinte metros de altura. Se encendió la luz verde. Ritter Neumann saltó en la oscuridad. Le siguió Brandt y el resto de los hombres. Steiner sentía el viento en el rostro, olía el aire salino del mar y esperaba a que saltara Preston. El inglés se lanzó al espacio sin vacilar un segundo. Buen augurio. Steiner tiró de su cuerda y se lanzó detrás.
Bohmler, que seguía atentamente todo por la puerta trasera de la cabina, tocó a Gericke en el brazo.
—Ya está, Peter. Voy a cerrar la puerta.
Gericke asintió y giró hacia el mar. No habían pasado cinco minutos cuando Devlin volvió a hablar por el aparato. Su voz se escuchó claramente:
—Todos los aguiluchos están a salvo en el nido.
Gericke tomó el micrófono.
—Gracias, Vagabundo. Buena suerte.
—Transmite esto a Landsvoort inmediatamente —le dijo a Bohmler—. Radl debe llevar más de una hora subiéndose por las paredes.
En la Prinz Albrechtstrasse, Himmler estaba sólo en su despacho trabajando a la luz de una pequeña lámpara. El fuego se apagaba, la habitación estaba más bien fría, pero no parecía advertir esos dos detalles y escribía sin detenerse. Golpearon discretamente a la puerta y entró Rossman.
—¿Qué pasa? —dijo Himmler y alzó la vista.
—Acabamos de recibir un mensaje de Landsvoort, de Radl, herr Reichsführer: «Ha llegado el águila».
El rostro de Himmler no manifestó emoción alguna.
—Gracias, Rossman —dijo—. Manténgame al tanto.
—Sí, herr Reichsführer.
Rossman se retiró y Himmler volvió a su trabajo. El único sonido en la habitación era el continuo rasgar de la pluma en el papel.
Devlin, Steiner y Joanna Grey estaban examinando un gran plano a escala de la zona.
—Mire aquí, detrás de Santa María —estaba diciendo Devlin—, la Hondonada de La Anciana. Pertenece a la iglesia y su establo está vacío.
—Se pueden trasladar allí mañana —dijo Joanna Grey—. Hablen con el padre Vereker y le dicen que están efectuando unos ejercicios y quieren pasar la noche en el establo.
—¿Y están seguros de que aceptará? —le preguntó Steiner.
—Sin duda alguna —indicó Joanna Grey—. Eso sucede habitualmente. Los soldados aparecen en ejercicios o de camino y desaparecen al día siguiente. Nadie sabe quiénes son. Hace nueve meses tuvimos aquí una unidad checoslovaca y sus oficiales apenas si sabían un par de palabras en inglés.
—Y otra cosa. Vereker fue paracaidista en Túnez —agregó Devlin—, así que apenas vea las boinas rojas querrá ayudar en lo que pueda.
—Y hay todavía otro factor más a nuestro favor en lo que se refiere a Vereker —dijo Joanna Grey—. Sabe que el primer ministro pasará el fin de semana en Studley Grange y eso nos va a ayudar bastante, creo yo. Sir Henry se lo dijo el otro día en mi casa, después de haber bebido unas cuantas copas de más. Le pidió a Vereker, por supuesto, que mantuviera el secreto. No le dirá nada ni siquiera a su hermana hasta que Churchill se vaya.
—¿Y en qué puede beneficiamos eso? —preguntó Steiner.
—Muy simple —explicó Devlin—: le puede decir a Vereker que están aquí con sus hombres para realizar unos ejercicios o por cualquier otra razón que parezca plausible para cubrir las apariencias. Pero él sabe que Churchill vendrá de visita por aquí cerca y de incógnito. ¿Qué interpretación cree que va a dar al hecho de que aparezca en la zona una unidad de élite como la suya?
—Por supuesto —dijo Steiner—, pensará en razones de seguridad.
—Exactamente —asintió Joanna Grey—. Otro punto a favor nuestro. Mañana por la noche Sir Henry dará una pequeña recepción en honor del primer ministro. —Sonrió y se corrigió en seguida—. Lo siento, me refiero a esta noche. A las 7.30. Y estoy invitada. Iré a presentar mis excusas. Le diré que me llamaron del Servicio de Voluntarias para un trabajo urgente. Ha sucedido otras veces, así que Sir Henry y Lady Willoughby lo comprenderán perfectamente. Eso significa que, si nos ponemos en contacto cerca de Grange, les podré dar una información muy precisa de la situación exacta.
—Excelente —dijo Steiner—. Todo parece más factible por momentos.
—Debo irme —dijo Joanna Grey.
Devlin le trajo el abrigo, Steiner lo cogió y le ayudó a ponérselo, amablemente.
—¿No corre ningún peligro conduciendo por el campo a estas horas de la madrugada?
—No, por Dios —sonrió Joanna Grey—. Soy miembro motorizado del Servicio de Voluntarias. Por eso tengo el privilegio de disponer de un vehículo para mí sola y eso me obliga a efectuar servicios de emergencia en el pueblo y sus alrededores. Muy a menudo he debido levantarme de madrugada a llevar gente al hospital. Mis vecinos están acostumbrados.
Se abrió la puerta y entró Ritter Neumann. Vestía uniforme de camuflaje y llevaba la insignia de las tropas aerotransportadas en la boina.
—¿Todo en orden? —preguntó Steiner.
—Todos están durmiendo. Sólo un problema: no hay cigarrillos.
—Por cierto, sabía que algo se me olvidaba. Los dejé en el coche —dijo Joanna Grey y salió fuera deprisa.
Regresó al cabo de un minuto y dejó dos cartones de Players en la mesa. Quinientos cigarrillos en cada cartón en paquetes de veinte.
—Madre Santísima —exclamó Devlin, emocionado—. ¿Han visto alguna vez algo igual? Esto es oro. ¿De dónde los sacó?
—Del almacén del Servicio de Voluntarias. Así que ahora he agregado el robo a mis realizaciones —sonrió—. Y les debo dejar, caballeros. Nos volveremos a ver mañana, por casualidad, por supuesto, cuando esté en el pueblo.
Steiner y Ritter Neumann la saludaron y Devlin la llevó al coche. Cuando regresó ya los dos alemanes habían abierto los cartones y estaban fumando.
—Necesito un par de esos paquetes —les dijo Devlin.
Steiner le encendió un cigarrillo.
—La señora Grey es una mujer admirable. A quién dejaste de guardia, Ritter, ¿a Preston o a Brandt?
—Me imagino que adivinará.
Golpearon suavemente a la puerta y entró Preston. El uniforme de camuflaje, el revólver en la cartuchera a la cintura, la boina roja inclinada en el ángulo preciso sobre la cabeza, le hacían parecer más apuesto que nunca.
—Oh, sí —dijo Devlin—. Me gusta. Impresionante. ¿Cómo estás, amigo? Feliz de pisar nuevamente tu tierra nativa, supongo.
La expresión del rostro de Preston insinuaba claramente que consideraba a Devlin como algo muy análogo a cierto material que no conviene que se adhiera a los zapatos.
—No le encontré especialmente agradable en Berlín, Devlin. Y ahora todavía menos. Le agradecería muchísimo que dedicara su atención a otras cosas.
—Que Dios nos salve —dijo Devlin, atónito—, ¿a qué demonios se cree que está jugando ahora este muchacho?
—¿Alguna otra orden, señor? —le preguntó Preston a Steiner.
Steiner tomó los dos cartones de cigarrillos y se los entregó.
—Le agradecería que los entregara a mis hombres —dijo muy serio.
—Le van a amar por eso —acotó Devlin.
Preston no le hizo caso, se puso los cartones bajo el brazo izquierdo y saludó correctamente:
—Muy bien, señor.
La atmósfera dentro del Dakota era verdaderamente eufórica. El viaje de vuelta se había desarrollado sin ningún incidente. Estaban a cincuenta kilómetros de la costa holandesa. Bohmler abrió el termo y le sirvió otra taza de café a Gericke.
—En casa, sanos y salvos —comentó.
Gericke asintió, feliz. Pero la sonrisa se le desvaneció abruptamente. Una voz conocida se dejó oír en sus auriculares. Era Hans Berger, controlador de vuelo, emitiendo por su vieja unidad.
Bohmler le tocó el hombro.
—Es Berger, ¿verdad?
—¿Quién otro puede ser? —dijo Gericke—. Le has oído lo suficiente.
—Babor, cero-ocho-tres grados —se escuchó la voz a través de la estática.
—Parece como si estuviera guiando un caza —comentó Bohmler—. Y cerca de nosotros.
—Blanco a cinco kilómetros.
La voz de Berger cobró súbitamente caracteres de un martillo que golpea el último clavo de un ataúd, crispada, clara, definitiva. A Gericke se le retorció el estómago con una intensidad casi sexual. No tenía miedo. Como si después de tantos años buscando y desafiando la muerte, la mirara ahora cara a cara con verdadero deseo.
—¡Somos nosotros, Peter! —gritó Bohmler y se aferró convulsivamente del brazo de Gericke—. ¡Nosotros somos el blanco!
El Dakota osciló violentamente de lado a lado en el momento en que la bala de cañón penetró por el suelo de la cabina, destrozó el panel de instrumentos e hizo añicos los cristales. La metralla le desgarró el muslo derecho a Gericke y le golpeó con violencia el brazo izquierdo. Otra parte de su cerebro le indicó exactamente lo que estaba ocurriendo: Schraege Musik, disparada desde abajo por uno de sus propios camaradas. Pero ahora era él el punto de mira de los disparos.
Se aferró a la palanca de mando y tiró de ella hacia atrás con todas sus fuerzas mientras el Dakota iniciaba su caída. Bohmler intentaba ponerse de pie, con el rostro ensangrentado.
—¡Salta! —le gritó Gericke sobre el rugido del viento que penetraba por las ventanillas destrozadas—. No lo puedo sostener mucho más.
Bohmler se había puesto de pie y trataba de decir algo. Gericke le golpeó salvajemente en la cara con la mano. El dolor era insoportable y volvió a gritarle.
—¡Salta! ¡Es una orden!
Bohmler se volvió y retrocedió por el Dakota hacia la salida. El avión era un infierno, estaba lleno de agujeros, trozos de fuselaje se golpeaban en la turbulencia. Olía a humo y a aceite quemado. El pánico le dio nuevas fuerzas. Luchó con las manillas de su paracaídas.
«Dios mío, no dejes que me queme vivo —pensó—, que me pase cualquier cosa, pero eso no». El paracaídas empezó a soltarse, vaciló un instante y se lanzó al vacío de la noche.
El Dakota se estremeció, se alzó una de las alas. Bohmler cayó hacia atrás, golpeándose en la cabeza con la cola del aparato. Fue un golpe violento en el mismo instante en que tiraba convulsivamente de la cuerda del paracaídas. Terminó de tirar de la cuerda en el mismo momento en que moría. El paracaídas se abrió como una extraña flor pálida y le llevó consigo suavemente a la oscuridad de abajo.
El Dakota continuaba en vuelo, descendiendo, con uno de los motores ardiendo; las llamas se extendían por el ala en busca del fuselaje. Gericke permanecía en los controles, seguía luchando sin advertir que tenía el brazo izquierdo quebrado en dos partes.
Tenía sangre en los ojos. Se rió débilmente mientras se esforzaba por ver algo a través del humo. Qué manera de marcharse. No habría visita a Karinhall, ni Cruz de Caballero. Su padre sufriría por esto. Pensó que le concederían esa condenada condecoración a título póstumo.
De súbito se aclaró el humo y pudo distinguir el mar a través de una niebla intermitente. La costa holandesa no podía estar demasiado lejos. Había por lo menos dos barcos allí abajo. Varias filas de balas trazadoras se alzaron en la noche en dirección a su avión. Alguna condenada cañonera que le quería mostrar los dientes. Verdaderamente muy gracioso.
Trató de moverse en el asiento y descubrió que tenía el pie izquierdo atrapado por un trozo de fuselaje roto. No importaba mucho; estaba demasiado bajo para saltar. Estaba a sólo cien metros sobre el mar. La cañonera le perseguía como un galgo, le disparaba con todo. Las balas se cebaban en el Dakota.
—¡Bastardos estúpidos! —exclamó Gericke.
Se rió débilmente y dijo en voz baja, como si Bohmler estuviera todavía a su lado:
—¿A quién se supone que estoy combatiendo, en todo caso?
Repentinamente una violenta ráfaga de viento apartó el humo y vio el mar a no más de treinta metros acercándose velozmente.
En ese instante volvió a ser el gran piloto de siempre y cuando verdaderamente le importaba como nunca en la vida. Todos los instintos vitales le dieron nuevas fuerzas. Tiró de la palanca y a pesar del espantoso dolor del brazo izquierdo la pudo mantener atrás y elevó así lo que quedaba de los alerones.
El Dakota casi saltó; la cola empezó a descender. Aceleró por fin un poco y lo mantuvo horizontal mientras caía sobre las olas; volvió a tirar con fuerza de la palanca de mando. Chocó tres veces contra el agua, se deslizó por encima como un gigantesco patín y se detuvo. El motor ardiendo silbaba furioso mientras las olas le cruzaban por encima.
Gericke siguió sentado un momento. Todo negativo, nada había resultado conforme a los libros. Y no obstante lo había conseguido contra toda posibilidad. El agua le empezó a llegar a los tobillos.
Intentó levantarse, pero tenía el tobillo completamente aprisionado por el fuselaje. Cogió el hacha contra incendios que había en el techo de la cabina y empezó a golpear el fuselaje y el tobillo. Se rompió el tobillo en el intento, pero ya no razonaba.
No le sorprendió en lo más mínimo encontrarse de pie, con el pie roto y libre. Abrió la puerta sin problemas y cayó al agua, se golpeó con el ala, y por fin pudo tirar de la cuerda que liberaba el salvavidas inflable. El chaleco respondió satisfactoriamente. Gericke tomó impulso apoyando el pie en el ala del avión y empezó a apartarse mientras el Dakota se hundía lentamente.
Cuando la cañonera llegó a su lado ni siquiera se molestó en mirarla. Continuó flotando con la vista fija en el Dakota, que empezaba a desaparecer de la superficie de las aguas.
—Un trabajo excelente, amigo, excelente —dijo.
Una cuerda azotó el agua a su lado y alguien le gritó en un inglés con fuerte acento alemán:
—Agárrate, inglés, y te subiremos. Ya estás a salvo.
Gericke se volvió y alzó la vista. Vio a un joven teniente alemán y media docena de marineros inclinados en cubierta, mirándole.
—¿A salvo? —dijo en alemán—. Bastardos estúpidos. Soy uno de los vuestros.