Capítulo 2
En cierto modo fue Otto Skorzeny quien lo empezó todo el domingo 12 de septiembre de 1943 cuando alcanzó el éxito en uno de los golpes de mano más brillantes y audaces de la Segunda Guerra Mundial. Con ello demostró además, con gran satisfacción de Adolf Hitler, que éste, como de costumbre, tenía la razón y el alto mando de las fuerzas armadas se equivocaba.
De súbito, Hitler se había interesado personalmente en saber por qué los alemanes carecían de unidades de comandos semejantes a las inglesas que con tan buenos resultados estaban operando desde el principio mismo de la guerra. Para satisfacerle, el alto mando decidió formar una unidad de esa clase. A la sazón, Skorzeny, un joven teniente de las SS, perdía el tiempo en Berlín después que su regimiento le licenciara. Le ascendieron a capitán y le convirtieron en jefe de las Fuerzas Especiales Alemanas. En realidad, ninguna de ellas significaba mucho, lo cual respondía perfectamente a los deseos del alto mando.
Desgraciadamente para ellos, Skorzeny resultó ser un brillante soldado, excepcionalmente dotado para la tarea que se le había encomendado. Y los acontecimientos le darían muy pronto ocasión de demostrarlo.
El 3 de septiembre de 1943 se rindió Italia. Mussolini fue destituido y el mariscal Badoglio le hizo arrestar y relegar. Hitler insistió en que se debía hallar y liberar a su exaliado. Parecía una tarea imposible, e incluso el gran Erwin Rommel comentó que no veía posibilidades al proyecto y esperaba que lo abandonaran a la mayor brevedad.
No fue así porque Skorzeny se sumergió personalmente en ese trabajo con tal energía y determinación que muy pronto descubrió el sitio donde retenían a Mussolini; estaba en el hotel Sports, en la cima del Gran Sasso, montaña de más de tres mil metros de altura, en los Abruzzos, y custodiado por doscientos cincuenta hombres.
Skorzeny aterrizó en planeadores con cincuenta paracaidistas, asaltó el hotel y liberó a Mussolini. Le enviaron en seguida a Roma en un pequeño Stork y allí le transbordaron a un Dornier que le llevó al cuartel general de Hitler en el frente oriental, situado en Rastenburg, una zona triste, húmeda y boscosa de la Prusia oriental.
La hazaña reportó a Skorzeny un puñado de medallas, incluso la Cruz de Caballero, y le impulsó en una carrera que abarcaría incontables éxitos análogos y le convertiría en una leyenda viviente.
El alto mando, tan suspicaz respecto a esos métodos irregulares como lo es cualquier grupo de oficiales de cierta edad en todo el mundo, no se sintió impresionado.
Pero no ocurrió lo mismo con Hitler. Estaba en el séptimo cielo, feliz. Bailaba como no lo había hecho desde la ocupación de París. Y ese estado de ánimo continuaba el miércoles siguiente a la llegada de Mussolini a Rastenburg, cuando acudió a la reunión en la que debían discutirse los acontecimientos de Italia y el futuro papel del Duce.
La sala de mapas era sorprendentemente agradable, con paredes y techo de madera. En un extremo había una mesa circular rodeada de once sillas rústicas. Tenía un jarro con flores en el centro.
En el otro extremo de la habitación estaba la larga mesa de los mapas. El pequeño grupo reunido en torno de esta última estaba formado por el mismo Mussolini, Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y ministro de la Guerra Total; Heinrich Himmler, jefe de las SS, jefe de la policía estatal y de la policía secreta, entre otras cosas, y el almirante Canaris, jefe de la inteligencia militar, la Abwehr. Discutían la situación del frente italiano.
Todos se pusieron firmes cuando entró Hitler. Estaba de buen ánimo, jovial, le brillaban los ojos, esbozaba una leve sonrisa; se le veía encantador, cosa que sucedía en pocas ocasiones. Se acercó a Mussolini y le estrechó la mano calurosamente, reteniéndola entre las suyas.
—Su aspecto es mucho mejor esta noche, Duce. Decididamente mejor.
El aspecto del dictador italiano parecía espantoso a todos los demás. Cansado e inquieto, le quedaba muy poco de su antiguo fuego.
Consiguió esbozar una débil sonrisa que el Führer aplaudió.
—Bien, caballeros, ¿y cuál será nuestro próximo movimiento en Italia? ¿Qué nos reserva el futuro? ¿Qué opina usted herr Reichsführer?
Himmler se quitó el monóculo de plata y lo limpió cuidadosamente antes de responder.
—La victoria total, mi Führer. ¿Qué otra cosa, si no? La presencia del Duce entre nosotros en este momento constituye cabal demostración de la brillantez con que ha salvado usted la situación después de que ese traidor de Badoglio firmara el armisticio.
Hitler asintió con el rostro serio y se volvió a Goebbels.
—¿Y usted, Joseph?
Los ojos oscuros, locos, de Goebbels brillaron con entusiasmo.
—Estoy de acuerdo, mi Führer. La liberación del Duce ha causado sensación aquí y en el exterior. Tanto los amigos como los enemigos están llenos de admiración. Podemos celebrar una victoria moral de primera clase; y todo gracias a su inspirado liderazgo.
—Y no gracias a mis generales.
Hitler miró ahora a Canaris, que estaba concentrado en el mapa, con una leve sonrisa irónica.
—¿Y usted, herr admiral? ¿También cree que es una victoria moral de primera clase?
Hay momentos en que conviene decir la verdad y otros en que es preferible callar. Resultaba muy difícil decidir esto con Hitler.
—Mi Führer, la flota italiana está anclada bajo el fuego de la fortaleza de Malta. Tuvimos que abandonar Córcega y Cerdeña y las últimas noticias indican que nuestros antiguos aliados se aprontan para luchar a favor del otro bando.
Hitler se había puesto pálido, le parpadeaban los ojos, empezaba a sudarle la frente, pero Canaris continuó hablando:
—Y en cuanto a la República Social Italiana que proclamó el Duce, hasta el momento ningún país neutral, ni siquiera España, ha acordado establecer relaciones diplomáticas con ella. Y siento decirle, mi Führer, que creo que no las establecerán.
—¿Ésa es su opinión? —estalló Hitler—. ¿Su opinión? Vale usted tan poco como mis generales. ¿Y qué sucede cuando les escucho a ellos? Fracasos por todas partes.
Se acercó a Mussolini, que parecía bastante alarmado, y le puso la mano sobre los hombros.
—¿Está aquí el Duce por obra del alto mando? No; está aquí porque insistí en que se prepararan comandos, porque tuve la intuición de que era eso lo que debía hacerse.
Goebbels parecía ansioso, Himmler se mantenía tan tranquilo y enigmático como siempre; pero Canaris se mantuvo en su opinión.
—Esto no implica ninguna crítica hacia usted, mi Führer.
Hitler se había ido a la ventana y se quedó mirando fuera, con las manos a la espalda, fuertemente apretadas.
—Tengo instinto para estas cosas, y sé lo positivas que pueden resultar estas operaciones. Un puñado de hombres dispuesto a todo. —Se volvió para encararles—. Sin mí no hubiera habido Gran Sasso, porque sin mí no hubiera habido ningún Skorzeny. —Hablaba como quien enuncia oráculos bíblicos—. No quiero ser demasiado duro con usted, herr admiral, pero después de todo, ¿qué han hecho usted y su gente de la Abwehr últimamente? Tengo la impresión de que sólo son capaces de producir traidores como ese Dohnanyi.
Hans von Dohnanyi, que había trabajado para la Abwehr, había sido arrestado en abril acusado de traición contra el Estado.
Canaris estaba ahora más pálido que nunca, pisando un terreno muy peligroso. Dijo:
—Mi Führer, no tenía la menor intención de…
Hitler le ignoró y se volvió a Himmler.
—¿Y qué piensa usted, herr Reichsführer?
—Estoy totalmente de acuerdo con usted, mi Führer —contestó Himmler—. Totalmente; pero, en realidad, hablo con ciertos prejuicios. Skorzeny, al fin y al cabo, es oficial de las SS. Por otra parte, creía que el asunto del Gran Sasso era precisamente uno de aquellos que podían encargarse a los brandenburgers.
Se refería a la división Brandenburg, unidad excepcional, formada a principios de la guerra y cuya finalidad era realizar misiones especiales. Sus actividades las controlaba, por lo menos en teoría, la segunda sección de la Abwehr, especializada en sabotaje.
A pesar de los esfuerzos de Canaris, esta unidad se había utilizado sobre todo en operaciones tipo guerrilla, detrás de las líneas rusas, y sus resultados no habían sido espectaculares.
—Exactamente —dijo Hitler—. ¿Qué han hecho sus preciosos brandenburgers? Nada que justifique un segundo de conversación.
Poco a poco se empezaba a enfurecer otra vez y, tal como le sucedía siempre en esas ocasiones, su capacidad de recordar alcanzaba niveles insólitos.
—Cuando se organizó esta unidad se llamaba Compañía de Servicios Especiales, recuerdo haber oído a Von Hippel, su primer comandante, que después de haberles entrenado serían capaces de sacar al mismo diablo del infierno. Lo cual me parece harto irónico, herr admiral, pues por lo que puedo recordar no han sido precisamente ellos los que me han traído al Duce. Eso he tenido que solucionarlo yo mismo.
La voz iba in crescendo, los ojos lanzaban chispas de fuego, el rostro estaba empapado de sudor.
—¡Nada! —gritó—. No me han traído nada y, sin embargo, con hombres como ésos, con el equipamiento que tienen, deberían ser capaces de sacar a Churchill de Inglaterra.
Se produjo un silencio total. Hitler les miraba ahora uno por uno.
—¿No es así?
Mussolini parecía angustiado, Goebbels asentía ansiosamente.
Por su parte, Himmler agregó combustible a las llamas. Dijo, tranquilamente:
—¿Y por qué no, mi Führer? Después de todo, cualquier cosa es posible, aunque parezca milagrosa. Usted lo ha demostrado con el rescate del Duce.
—Exacto.
Hitler había recuperado la calma.
—¿No es una extraordinaria oportunidad para demostrar lo que es capaz de conseguir la Abwehr, herr admiral?
Canaris estaba atónito; no daba crédito a sus oídos.
—Mi Führer, ¿debo entender que…?
—Un comando inglés atacó el cuartel general de Rommel en África —dijo Hitler—, y otras unidades han atacado la costa francesa en varias oportunidades. ¿Debo creer que los alemanes no son capaces de hacer lo mismo?
Palmeó amistosamente a Canaris en los hombros y le sugirió:
—Estúdielo, herr admiral. Empiece a hacerlo. Estoy seguro de que conseguirá usted algo. ¿Está de acuerdo, herr Reichsführer?
—Desde luego —dijo Himmler sin vacilar—. Se puede hacer, cuando menos, un estudio de la viabilidad de la operación… La Abwehr podrá hacerlo, ¿verdad?
Sonrió ligeramente a Canaris, que se mantenía erguido, asombrado. El almirante se humedeció los labios y dijo con voz ronca:
—A sus órdenes, mi Führer.
Hitler le pasó el brazo por los hombros.
—Bien. Sabía que podía confiar en usted.
Extendió los brazos, como si fuera a empujarlos a todos y se inclinó sobre el mapa.
—Y ahora, caballeros, consideremos la situación en Italia.
Canaris y Himmler regresaban esa noche a Berlín. Partieron de Rastenburg al mismo tiempo pero en vehículos distintos, para recorrer los catorce kilómetros hasta el aeropuerto. Canaris llegó quince minutos tarde y cuando finalmente subió al Dornier no estaba exactamente de buen humor. Himmler ya estaba instalado en su asiento y Canaris vaciló un instante antes de unírsele.
—¿Problemas? —preguntó Himmler mientras el aparato iniciaba la marcha por la pista y se volvía contra el viento.
—Estoy agotado —dijo Canaris, reclinándose en el asiento—. Muchas gracias, por cierto. Fue usted de gran ayuda allá dentro.
—Me alegra poder ayudarle.
Ya estaban en el aire; el ruido del motor aumentaba a medida que se elevaba el aparato.
—Dios mío, realmente estaba en forma esta noche —dijo Canaris—. Traer a Churchill. ¿Ha oído alguna vez una idea más loca?
—Desde que Skorzeny sacó al Duce del Gran Sasso, el mundo ya no será el mismo. El Führer cree ahora en los milagros, y eso hará que la vida sea cada vez más difícil para nosotros dos, herr admiral.
—Mussolini fue una cosa —dijo Canaris—. Sin intentar minimizar en absoluto la magnífica hazaña de Skorzeny, me parece que Winston Churchill sería algo muy distinto.
—Oh, no lo sé. Siempre escucho los boletines de noticias que emite el enemigo, igual que usted. Está en Londres un día y en Manchester o Leeds al día siguiente. Camina por las calles con ese estúpido cigarro en la boca, conversando con la gente. Yo diría que entre los grandes líderes mundiales es el que goza de menor protección.
—Si usted se cree eso, entonces puede creer cualquier cosa —le dijo Canaris, cortante—. Los ingleses pueden ser lo que usted quiera, pero no son tontos. Sus servicios de inteligencia emplean jóvenes muy educados, que han asistido a Oxford o a Cambridge, pero que te clavarían un balazo en el vientre apenas te vieran. Y, sin ir más lejos, piense en el viejo. Es muy probable que lleve una pistola en el bolsillo del abrigo y le apuesto a que sigue siendo un excelente tirador.
Un ordenanza les sirvió café. Himmler dijo:
—¿Así que no piensa estudiar este asunto?
—Usted sabe tan bien como yo lo que sucederá. Hoy es miércoles. El viernes ya habrá olvidado toda esa locura.
Himmler asintió lentamente mientras bebía su café.
—Sí, supongo que tiene razón.
Canaris se puso de pie.
—Si no le importa, voy a dormir un rato.
Se sentó aparte, se cubrió con una manta, y se acomodó lo mejor que pudo para las tres horas de viaje que tenían por delante.
Himmler le observaba desde el otro lado del avión, con los ojos fríos, inmóviles. Su rostro era una máscara sin expresión. Podría haber sido un cadáver a no ser por el músculo que se le retorcía continuamente en la mejilla derecha.
Canaris llegó al atardecer a su despacho de la Abwehr, en el 74-76 de la Tirpitz Ufer. El chófer que le fue a buscar a Tempelhof le había traído sus dos perros favoritos. Canaris bajó del coche y ambos se le pegaron a los talones apenas empezó a caminar velozmente hacia el edificio.
Subió directamente al despacho. Se desabotonó el impermeable naval mientras avanzaba por el pasillo y lo entregó al ordenanza que le abrió la puerta.
—Café —pidió el almirante—. Mucho café.
El ordenanza empezaba a marcharse y Canaris le llamó:
—¿Sabe usted si está el coronel Radl?
—Creo que durmió anoche en su despacho, herr admiral.
—Bien. Dígale que quiero verle.
Se cerró la puerta y Canaris se quedó solo. Se sintió súbitamente agotado; se dejó caer en la silla del escritorio. El gusto personal de Canaris era sobrio. El despacho era pasado de moda y con escaso mobiliario; en el suelo había una alfombra ajada. En la pared, un retrato de Franco con una dedicatoria. Sobre el escritorio tenía un pisapapeles de mármol; la figura de tres monos que ni veían ni oían ni hablaban. Ni hacían mal a nadie.
—Ése soy yo —dijo en voz baja y golpeó con la mano, suavemente, el pisapapeles.
Respiró hondo para recuperar ánimos: sabía que estaba caminando por el mismísimo filo de la navaja en este mundo enloquecido. Había cosas que sospechaba, pero que no debía saber.
Un intento de hacer estallar en vuelo el avión de Hitler en viaje desde Smolensko a Rastenburg; habían sido dos oficiales de alta graduación. Y la constante amenaza de lo que podría suceder si Von Dohnanyi y sus amigos cedían finalmente a las torturas y hablaban.
El ordenanza reapareció con una bandeja con café, dos tazas y un pequeño pote de crema, una verdadera rareza en esos tiempos, en Berlín.
—Déjelo allí. Me serviré yo mismo.
El ordenanza se marchó y mientras Canaris se servía el café sonó un golpe en la puerta. El hombre que se presentó muy bien podía venir de un desfile militar: tan impecable llevaba el uniforme.
Era un teniente coronel de tropas de montaña, con la cinta de la campaña de Rusia, una banda plateada y la Cruz de Caballero en el cuello. Hasta el mismo parche que le cubría el ojo derecho era perfecto y combinaba con los guantes negros que llevaba en la mano izquierda.
—Ah, ya está aquí, Max —dijo Canaris—. Acompáñeme con el café y devuélvame la cordura. Cada vez que vuelvo de Rastenburg siento que necesito un psiquiatra, o al menos que hay alguien que lo necesita.
Max Radl tenía 30 años, pero aparentaba diez o quince años más, según el día o el tiempo. Había perdido el ojo derecho y la mano izquierda en la guerra, en 1941, y desde ese momento trabajaba con Canaris. Era a la sazón jefe de la tercera sección, que a su vez pertenecía al Departamento Z, el departamento central de la Abwehr, directamente a las órdenes del almirante. La sección tercera era una unidad especializada en las misiones más difíciles y el cargo le permitía a Radl meter la nariz en todas las demás secciones de la Abwehr, lo cual no le hacía precisamente muy popular entre sus colegas.
—¿Tan mal van las cosas?
—De lo peor. Mussolini parece un autómata ambulante, y Goebbels se apoya alternativamente en cada uno de los pies como un escolar que tuviera ganas de ir al baño.
Radl frunció el ceño. Siempre se sentía incómodo cuando oía expresarse de ese modo al almirante, hablando de gente tan importante. Aunque todos los días revisaba el despacho por si había micrófonos ocultos, nunca se podía estar completamente seguro.
—Himmler tenía su acostumbrado aspecto de cadáver complaciente, y el Führer…
—¿Más café, herr admiral? —le interrumpió instantáneamente Radl.
Canaris se volvió a sentar.
—No hacía más que darle vueltas al asunto del Gran Sasso y de lo condenadamente milagroso que era todo ese asunto y de por qué la Abwehr no era capaz de hacer algo parecido.
Se puso de pie de un salto, se acercó a la ventana y miró a través de las cortinas la mañana gris.
—¿Sabe lo que propuso que hiciera, Max? Que raptara a Churchill.
Radl se sorprendió violentamente.
—Por Dios, no es posible que estuviera hablando en serio.
—¿Cómo podemos saberlo? Un día es sí, otro día es no. Ni siquiera aclaró si lo quiere vivo o muerto. La operación de rescate de Mussolini se le ha subido a la cabeza. Ahora parece creer que todo es posible. Sacar al diablo del infierno. Citó esa frase bastante en serio.
—¿Y qué dijeron los demás? —preguntó Radl.
—Goebbels se quedó impasible, el Duce parecía angustiado. Himmler es el más difícil. Respaldó al Führer. Dijo que por lo menos podríamos estudiar el caso. Un estudio de la viabilidad de la operación, eso dijo.
—Ya veo, señor —dijo Radl, vacilante—. Pero ¿cree usted que el Führer lo piensa seriamente?
—Por supuesto que no —replicó Canaris. Se fue hasta la cama de campaña que tenía a un extremo de la habitación, se sentó y se desató los zapatos—. Se olvidará muy pronto. Le conozco; cuando está así propone cualquier cosa. Y dice toda clase de tonterías. —Se metió en la cama y se cubrió con la manta—. No; yo diría que Himmler es el único problema. Es indudable que anda detrás de mí. No dejará de recordarle este estúpido asunto en el futuro, cuando le convenga; aunque sólo sea para mostrarle que no hago lo que se me ordena.
—¿Qué quiere que haga yo entonces?
—Exactamente lo que insinuó Himmler. Un estudio de las posibilidades. Un hermoso y largo informe que les haga creer que realmente lo hemos estudiado. Por ejemplo, ¿verdad que ahora Churchill está en Canadá? Es posible que regrese en barco. Seguramente puede hacer como si considerara seriamente la posibilidad de situar uno de nuestros submarinos en el punto exacto y en el momento oportuno. Después de todo, hace apenas seis horas que el Führer me aseguró personalmente que los milagros suceden realmente, pero sólo bajo la correcta inspiración divina. Dígale a Krogel que me despierte dentro de una hora y media.
Se cubrió la cabeza con la manta. Radl apagó las luces y salió.
No se sentía en absoluto contento mientras caminaba hacia su despacho, y no debido a la ridícula misión que le acababan de encomendar. Ese tipo de tareas ya era lugar común. Solía hablar de la tercera sección como el «departamento de absurdos».
Lo que en realidad le preocupaba era el modo de hablar de Canaris. Radl era uno de esos individuos a quienes les resulta indispensable ser escrupulosamente honrados consigo mismo. Y Radl era lo bastante hombre como para reconocer que no se preocupaba tanto del almirante como de sí mismo y de su familia.
Teóricamente, la Gestapo no tenía jurisdicción alguna sobre los militares. Pero, por otra parte, ya eran muchos sus conocidos que sencillamente habían desaparecido de repente de la faz de la Tierra.
Los infames decretos de exterminio que habían provocado la literal desaparición de muchos infortunados en las brumas de la noche[1], tenían por objeto controlar a los habitantes de los países conquistados; pero Radl sabía muy bien que en aquellos momentos había más de 50 000 alemanes no judíos en los campos de concentración. Y habían muerto más de 200 000 desde 1933.
Entró en su despacho y se encontró al sargento Hofer, su ayudante, revisando el correo de la noche, que acababa de llegar. Era un hombre de 48 años, tranquilo, de pelo negro, nacido en las montañas de Harz, magnífico esquiador que se había unido al ejército y servido con él en Rusia.
Radl se sentó en su escritorio y se quedó mirando detenidamente una fotografía de su mujer y de sus tres hijas, a salvo en las montañas de Baviera. Hofer, que sabía distinguir perfectamente los síntomas, le dio un cigarrillo y le sirvió un trago de coñac Courvoisier que guardaba en uno de los cajones del escritorio.
—¿Tan mal están las cosas, señor?
—Muy mal, Karl —respondió Radl.
Se bebió el coñac y le contó lo peor.
Y todo pudo quedar así de no haber sido por una extraordinaria coincidencia. En la mañana del 22, justamente una semana después de su entrevista con Canaris, Radl estaba sentado en su escritorio ordenando los papeles que se le habían acumulado durante su estancia de tres días en París.
No se sentía nada bien, estaba de mal talante y frunció el ceño, impaciente, cuando se abrió la puerta y entró Hofer.
—Por el amor de Dios, Karl, he dicho que me dejaran en paz.
¿Qué pasa?
—Lo siento, señor. Pero acaba de llegar un informe y creo que le va a interesar.
—¿De dónde viene?
—De la primera sección.
Era el departamento de espionaje en el exterior. Radl no se sintió interesado en absoluto, pero Hofer continuaba allí de pie, con un sobre en la mano y la otra en el pecho. Dejó la pluma y suspiró.
—De acuerdo, dígame de qué se trata.
Hofer dejó el sobre encima del escritorio y lo abrió.
—Es el último informe de uno de nuestros agentes en Inglaterra. Su nombre en clave es Starling.
Radl miró la primera página mientras buscaba un cigarrillo en la caja que tenía sobre la mesa.
—La señora Joanna Grey.
—Reside en la parte norte de Norfolk, cerca de la costa, señor. En un pueblo llamado Studley Constable.
—Pero por supuesto —dijo Radl, sintiéndose súbitamente interesado—. ¿No es la mujer que consiguió los detalles de la instalación Oboe? —Revisó las dos o tres primeras páginas y frunció el ceño—. Hay un montón de informaciones. ¿Cómo nos las envía?
—Tiene un excelente contacto en la embajada de España y envía todo por valija diplomática. Es mejor que el correo. Normalmente tarda en llegar unos tres días.
—Admirable —dijo Radl—. ¿Con qué frecuencia nos informa?
—Una vez al mes. Posee también una emisora de radio, pero casi no la utiliza. Sin embargo, mantiene abierto el canal tres veces por semana por si hace falta. Su enlace para este tipo de operaciones es el capitán Meyer.
—Muy bien, Karl. Tráigame un poco de café y lo leeré ahora mismo.
—He marcado con rojo el parágrafo interesante, señor. Está en la página tres. He adjuntado, también, un mapa de la zona a gran escala. Un mapa inglés.
Hofer se marchó y Radl comprobó en seguida que el informe estaba muy bien elaborado, era sumamente lúcido y suministraba gran cantidad de información. Realizaba una descripción general de la situación en la zona, la localización exacta de dos nuevas escuadrillas de B-17 norteamericanos al sur del Wash y de una escuadrilla de B-24 próxima a Sheringham. Todo el material era aprovechable, útil, sin llegar a ser excepcionalmente interesante.
Pero llegó a la página tres y a un breve párrafo subrayado en rojo; el estómago se le contrajo con un espasmo de nerviosa excitación.
Era bastante sencillo. El primer ministro británico, Winston Churchill, iba a inspeccionar unas instalaciones de la jefatura de bombarderos de la RAF, cerca del Wash, la mañana del 6 de noviembre. Más tarde, ese mismo día, visitaría una fábrica cerca de King’s Lynn y hablaría a los trabajadores.
Y ahora venía la parte importante: en lugar de regresar a Londres, pensaba pasar el fin de semana en Studley Grange, en casa de Sir Henry Willoughby, que quedaba exactamente a ocho kilómetros del pueblo de Studley Constable. Sería una visita privada, cuyos detalles se suponían secretos. Nadie conocía el plan en el pueblo, pero, al parecer, Sir Henry, un comandante naval retirado, no había resistido la tentación de contárselo a Joanna Grey que era muy amiga suya.
Radl se quedó pensativo, mirando fijamente el informe.
Después tomó el mapa que le había llevado Hofer y lo desenrolló. En aquel momento se abrió la puerta y apareció Hofer con el café. Dejó la bandeja en la mesa, llenó una taza y se quedó de pie a la espera, con el rostro impasible.
Radl alzó la vista.
—De acuerdo, maldita sea. Muéstreme dónde está el lugar. Supongo que lo sabe.
—Desde luego, señor.
Hofer puso el dedo sobre el Wash y lo corrió a lo largo de la costa.
Esto es Studley Constable, y aquí están Blakeney y Cley, en la costa; forman un triángulo. He estudiado los informes de la señora Grey sobre esta zona desde antes de la guerra. Es un lugar aislado, rural. Una costa solitaria de grandes playas y marismas.
Radl se quedó mirando el mapa un momento y tomó una decisión.
—Que venga Hans Meyer. Quiero hablar unas palabras con él, pero no le diga absolutamente nada sobre qué se trata.
—Por supuesto, señor.
Hofer se fue a la puerta.
—Ah, Karl —agregó Radl—, y tráigame todos los informes que haya enviado ella. Quiero todo lo que tengamos sobre esa zona.
Se cerró la puerta y todo quedó súbitamente muy silencioso.
Cogió uno de sus cigarrillos. Eran rusos, como siempre mitad tabaco y mitad papel grueso. Una afición que habían adquirido muchos de los que sirvieron en el frente oriental. Radl los fumaba porque le gustaban. Eran muy fuertes y a veces le hacían toser. Pero el asunto le importaba poco: los médicos le habían advertido que sus expectativas de vida eran bastante limitadas debido a los efectos de las tremendas heridas que sufriera en campaña.
Se levantó y se acercó a la ventana. Se sentía curiosamente deprimido. Todo le parecía una tremenda farsa. El Führer, Himmler, Canaris… sombras chinescas. Nada consistente, nada sólido. Nada real.
Y ahora este estúpido asunto, esto de Churchill. Mientras tantos hombres valiosos sucumbían en el frente oriental, él seguía jugando a estupideces como ésta, que muy probablemente terminarían en nada.
Se sentía molesto consigo mismo, furioso más bien, para colmo por ninguna razón precisa; un golpe en la puerta le sacó abruptamente de sus reflexiones. El hombre que entró era de mediana estatura y vestía un traje de tweed. Llevaba el pelo gris bastante largo y las gafas con marco de carey le daban un aspecto curiosamente vago.
—Ah, Meyer, gracias por haber venido.
Hans Meyer tenía a la sazón 50 años. Durante la Primera Guerra Mundial había sido capitán de un submarino, uno de los más jóvenes de la armada alemana. Desde 1922 había dedicado todas sus energías a trabajos de inteligencia, y era mucho más inteligente y agudo de lo que parecía.
—Señor —dijo formalmente.
—Siéntese, hombre, siéntese. He estado leyendo el último informe de uno de sus agentes, Starling. Extraordinario.
—Ah, sí. Joanna Grey. Una mujer admirable.
Meyer se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo arrugado.
—Hábleme de ella.
Meyer hizo una pausa, y frunció el ceño levemente.
—¿Qué le interesa saber, señor?
—¡Todo!
Meyer vaciló un momento. Evidentemente estaba a punto de preguntar el porqué. Pero no lo hizo. Se volvió a poner las gafas y empezó a hablar.
Joanna Grey había nacido en un pueblo pequeño llamado Vierskop, en el Estado Libre de Orange, en marzo de 1875. Su nombre era Joanna van Oosten. Su padre era granjero y pastor de la Iglesia Reformada Holandesa, y a los 10 años de edad éste había participado en el Great Trek, la emigración de cerca de 10 000 granjeros bóers que entre 1836 y 1838 escaparon de la colonia de El Cabo hacia nuevas tierras al norte del río Orange, a fin de escapar al dominio británico.
Se había casado a los 20 años con un granjero llamado Dirk Jansen. Tenía una hija, nacida en 1898, un año antes de la ruptura de hostilidades con los ingleses, que finalmente se conoció como la guerra de los Bóers.
Su padre organizó un comando de caballería y le mataron cerca de Bloemfontain en mayo de 1900. En ese momento la guerra estaba prácticamente terminada, pero los dos años siguientes resultaron los peores del conflicto, pues, al igual que muchos otros compatriotas suyos, Dirk Jansen siguió luchando en una dura guerra de guerrillas que contaba sólo con el apoyo de distintos granjeros aislados.
La patrulla de caballería que allanó la casa de los Jansen el 11 de junio de 1901 buscaba a Dirk Jansen. Pero éste hacía dos meses que había muerto de sus heridas en un campamento de las montañas sin que su esposa lo supiera. En ese momento estaban en casa Joanna, su madre y la pequeña. Se negó a contestar el interrogatorio del sargento y se la llevaron al establo para interrogarla. La violaron dos veces.
Su queja al comandante británico de la zona fue desestimada. Los británicos combatían la guerrilla por todos los medios. Y éstos eran habitualmente el incendio de las granjas, el arrasamiento de zonas enteras y el desplazamiento de la población, que muchas veces quedó encerrada en lo que muy pronto se conocería como campos de concentración.
Los campos eran incómodos, naturalmente; estaban mal administrados por desidia y no tanto por mala intención. Se produjeron muchas enfermedades, y en catorce meses murieron más de veinte mil personas, entre ellas la madre y la hija de Joanna. Y la mayor ironía: Joanna habría muerto si no hubiera sido por los cuidados de un doctor inglés llamado Charles Grey, a quien habían enviado al campo desde Inglaterra una vez que se hizo público el escándalo de las condiciones en que vivían los prisioneros.
El odio que llegó a acumular contra los ingleses fue algo verdaderamente patológico por su intensidad y no habría de aplacarse jamás. Sin embargo, se casó con Grey cuando éste le propuso matrimonio. Tenía 28 años y su vida estaba deshecha. Había perdido al esposo y a su única hija, a todos sus parientes en este mundo y no tenía ni un centavo.
Era indudable que Grey la amaba. Tenía quince años más que ella, le exigía muy poco, era gentil y amable. Pasaron los años y en Joanna fue creciendo cierto afecto por su marido, mezclado con la continua irritación que uno siente ante un niño mal educado.
Grey aceptó un puesto de médico que le ofreció una sociedad bíblica londinense en calidad de médico misionero y durante algunos años trabajó sucesivamente en Rodesia, Kenia y finalmente entre los zulúes. Joanna nunca pudo entender su preocupación por quienes para ella eran sólo unos cafres despreciables, pero la aceptó tal como aceptó las tareas de enseñanza que debía efectuar para ayudarle en su trabajo.
Grey murió de un ataque al corazón en marzo de 1925. Joanna se encontró a sus 50 años con 150 libras como único bagaje para enfrentar la vida. El destino le había jugado otra mala pasada, pero siguió adelante y finalmente aceptó el cargo de ama de llaves en casa de una familia inglesa de Ciudad de El Cabo.
Por esta época se empezó a interesar por el nacionalismo bóer y a asistir a las reuniones de una de las organizaciones extremistas que propugnaban la separación de Sudáfrica del Imperio británico.
En una de esas reuniones conoció a Hans Meyer, ingeniero alemán. Él era diez años menor que ella y, no obstante, en poco tiempo floreció un romance, la primera y genuina atracción física que experimentara Joanna desde su primer matrimonio.
Meyer era en realidad un agente del servicio de Inteligencia de la marina alemana, destacado en Ciudad de El Cabo con la misión de obtener la mayor cantidad posible de datos sobre las instalaciones militares británicas en Sudáfrica. Tuvo la suerte de que Joanna Grey trabajara para un empleado del Almirantazgo británico. Con la colaboración de ella pudo, pues, obtener, con toda seguridad y tranquilidad, importantes documentos que fotografiaba en casa y que luego ella devolvía.
Joanna gozaba haciendo este trabajo porque estaba auténticamente enamorada de Meyer; pero había algo más en su apasionamiento. Por primera vez en la vida tenía la oportunidad de asestar un golpe a Inglaterra. Una especie de venganza por todo el daño que los ingleses le habían hecho.
Meyer regresó a Alemania y continuó escribiéndole. Entonces, en 1929, cuando todo el mundo y la mayor parte de la gente se rompía en pedazos, mientras Europa se hundía en la depresión, Joanna Grey tuvo la primera experiencia auténticamente afortunada de toda su vida.
Recibió una carta de una firma de agentes de Norwich en que le informaban que una tía de su marido había muerto y le había dejado en herencia una casa de campo cerca del pueblo de Studley Constable, en la parte norte de Norfolk, y una renta de poco más de 4000 libras anuales. Sólo existía una dificultad. La anciana señora había querido mucho la casa y exigía, como condición indispensable, que Joanna se trasladara y fijara su residencia en esa casa.
Vivir en Inglaterra. La mera idea la hacía estremecerse, pero ¿qué otra alternativa le quedaba? ¿Continuar esa vida de amable esclavitud con la única perspectiva de una ancianidad en la pobreza?
Consiguió un libro sobre Norfolk en una librería y lo leyó entero, especialmente las páginas que se referían al litoral norte de esa zona. Los nombres la espantaron. Stiffkey, Morston, Blakeney, Cleynext-the-Sea, marismas, playas desiertas. Nada de esto tenía sentido alguno para ella; escribió a Hans Meyer contándole su problema y éste le respondió de inmediato urgiéndola a partir y prometiéndole que la visitaría en cuanto le fuera posible.
Fue lo mejor que hizo en la vida. La casa de campo resultó ser una maravillosa casa de cinco dormitorios, de estilo georgiano, rodeada de un jardín amurallado. Norfolk era entonces todavía el condado más rural de Inglaterra, había cambiado relativamente poco desde el siglo XIX, así que en un pueblo pequeño como era Studley Constable se la consideraba una señora de gran posición y de cierta importancia. Y le sucedió otra cosa, también extraña. Los pantanos y las playas le parecieron fascinantes, se enamoró del lugar, fue más feliz allí que en ningún otro sitio en toda su vida.
Meyer viajó a Inglaterra en el otoño del mismo año y la visitó varias veces. Pasearon mucho los dos juntos. Ella le mostró todo. Las playas interminables que se extendían hasta el infinito, los pantanos, las dunas de Blakeney. Meyer nunca se refirió a la época de Ciudad de El Cabo cuando Joanna le ayudaba a obtener las informaciones que necesitaba ni ella le preguntó jamás por sus actuales actividades.
Continuaron escribiéndose y Joanna fue a visitarle a Berlín en 1935. Meyer le mostró lo que el nacionalsocialismo estaba haciendo por Alemania. Joanna quedó fascinada con cuanto veía, con los enormes desfiles y concentraciones, los uniformes, los jóvenes apuestos, las mujeres felices y los niños. Aceptó que estaba ante un nuevo orden definitivo. Así tenía que ser todo.
Y entonces, una tarde que paseaban por la Unter den Linden después de una velada en la ópera en la cual habían visto al Führer en su palco, Meyer le contó con toda calma que ahora trabajaba en la Abwehr y le pidió que se convirtiera en su agente en Inglaterra.
Aceptó de inmediato, sin pensarlo dos veces. Su cuerpo temblaba con una excitación que nunca había sentido antes. Así que a los 60 años se convirtió en espía. Una espía de la alta sociedad (así se la consideraba), de rostro plácido, que caminaba por los campos vestida con un suéter y una falda de tweed, con un perro negro pisándole los talones. Una mujer apacible de pelo blanco. Que tenía un equipo emisor y receptor de radio oculto tras los paneles de madera de su despacho, que se mantenía en contacto con la embajada de España en Londres, la cual le enviaba cualquier informe importante a Madrid y de allí, por valija diplomática, a los servicios de Inteligencia alemanes.
Y había conseguido resultados realmente buenos. Se había enrolado en el Servicio de Voluntarias y esto le permitía tener acceso a muchas instalaciones militares; de este modo pudo suministrar detalles de la mayoría de las bases de bombarderos pesados de Norfolk y gran cantidad de informaciones complementarias. Su mayor triunfo se produjo a principios de 1943, cuando la RAF puso en funcionamiento dos nuevos ingenios para el bombardeo a ciegas que se esperaba iban a aumentar considerablemente el éxito de las incursiones nocturnas sobre Alemania.
El más importante, Oboe, operaba en relación directa con instalaciones inglesas en territorio inglés. Una estaba en Dover y se conocía con el nombre clave de «ratón»; la otra, situada en Cromer, en la costa norte de Norfolk, recibía el nombre de «gato».
Era sorprendente la cantidad de información que el personal de la RAF estaba dispuesto a entregar a una bondadosa mujer del Servicio de Voluntarias que siempre llevaba libros de la biblioteca y servía tazas de té. Le bastó media docena de visitas a la instalación Oboe de Cromer, el uso de una de sus cámaras fotográficas en miniatura, una llamada al señor Lorca (su contacto en la embajada de España), un viaje de ida y vuelta a Londres y un encuentro en Green Park.
Veinticuatro horas más tarde la información volaba a Madrid por valija diplomática. Treinta y seis horas después, Hans Meyer, feliz, la dejaba en el escritorio del almirante Canaris en la Tirpitz Ufer.
Hans Meyer terminó su exposición y Radl dejó la pluma con la que había tomado breves notas.
—Una mujer fascinante —dijo—. Asombrosa. Pero dígame una cosa, ¿qué entrenamiento ha recibido?
—Lo suficiente, señor. Pasó sus vacaciones en Alemania en 1936 y 1937. En cada oportunidad se la instruyó sobre ciertos asuntos elementales. Códigos, uso de la radio, trabajo general con las cámaras fotográficas, técnicas básicas de sabotaje. En realidad no fue una instrucción avanzada, salvo en el caso del alfabeto morse, que maneja de manera excelente. Por lo demás, siempre se ha procurado evitar que su función implique ningún riesgo físico.
—Por supuesto, lo entiendo. ¿Y se le enseñó a usar armas?
—No hacía falta. Se educó en las llanuras africanas. A los diez años era capaz de acertar en el ojo de un ciervo a cien metros de distancia.
Radl frunció el ceño dirigiendo la vista al espacio, sin mirar nada en particular, y asintió.
—¿Hay algo especial detrás de este interrogatorio, señor? ¿Podría ayudarle en algo?
—Por ahora no —le dijo Radl—. Pero es muy posible que le necesite muy pronto. Se lo haré saber. Por el momento me basta con que me envíe todos los documentos y fichas que tenga sobre Joanna Grey y que suspenda toda comunicación por radio con ella hasta nueva orden.
Meyer estaba desconcertado. No pudo contenerse.
—Por favor, señor, si Joanna está en peligro…
—No corre ningún riesgo. Comprendo su preocupación, me puede creer; pero de momento no le puedo decir nada más. Es un asunto de alta seguridad, Meyer.
Meyer se tranquilizó lo suficiente como para pedir disculpas.
—Por supuesto, señor. Excúseme, pero soy un viejo amigo de la señora.
Se retiró. Poco después entró Hofer. Llevaba varios archivos y carpetas y un par de mapas enrollados bajo el brazo.
—La información que usted quería, señor. He traído dos mapas del Almirantazgo británico que cubren toda la zona del litoral, los números 108 y 106.
—Le he dicho a Meyer que le entregue todo lo que tenga sobre Joanna Grey y que suspenda todas las comunicaciones por radio. Usted se encargará de ello desde ahora.
Cogió uno de esos eternos cigarrillos rusos y Hofer sacó un encendedor hecho con una cápsula rusa de 7.62 mm.
—¿Empezamos entonces, señor?
Radl expulsó una nube de humo y se quedó mirando al techo.
—¿Conoce las obras de Jung, Karl?
—Señor, usted sabe que yo vendía cerveza y vino antes de la guerra.
—Jung habla de lo que llama sincronía. En ocasiones, los acontecimientos coinciden en el tiempo y, por esto, a veces hay la impresión de que implican motivaciones muy hondas.
—Señor —dijo cortésmente Hofer.
—Piense en este asunto. El Führer, a quien los cielos protegen, tiene una tormenta en el cerebro y sale con esta absurda y cómica proposición: debemos imitar el éxito de Skorzeny en el Gran Sasso y traer aquí a Churchill; pero no aclara si vivo o muerto. Y entonces la sincronía se manifiesta con toda su desagradable fealdad en un informe de la Abwehr. Hay en ese informe una breve mención: Winston Churchill va a pasar un fin de semana a ocho o diez kilómetros de la costa en una aislada casa de campo de una de las zonas más tranquilas del país. ¿Entiende lo que quiero decir? Ese informe de la señora Grey no habría tenido ninguna importancia en otro momento.
—¿Así que empezamos a trabajar, señor?
—Al parecer los hados nos han ayudado un tanto, Karl. ¿Cuánto me decía que tardan los mensajes de la señora Grey a través de la valija diplomática española?
—Tres días, señor, si alguien la está esperando en Madrid. Y no más de una semana cuando hay dificultades.
—¿Y cuándo debe efectuarse el próximo contacto por radio?
—Esta tarde, señor.
—Bien… Envíele este mensaje.
Radl volvió a mirar el techo, pensando, concentrado, tratando de aclarar las ideas y llegar a una síntesis precisa.
«Muy interesado en su visitante del 6 de noviembre. Creo que dejaremos caer algunos amigos para encontrarle, en la esperanza de que podrán convencerle de que vuelva aquí con ellos. Quedamos a la espera, urgente, de sus comentarios por la ruta habitual. Incluya toda información pertinente».
—¿Eso es todo, señor?
—Creo que sí.
Eso era un miércoles y estaba lloviendo en Berlín. Pero a la mañana siguiente, cuando el padre Philip Vereker salió por el pórtico de la iglesia de Santa María y Todos los Santos, en Studley Constable, y caminó por el pueblo, el sol brillaba. Era un perfecto día de otoño.
En aquella época Philip Vereker era un joven alto, esbelto, delgado, de 30 años, cuya delgadez se acentuaba con la negra sotana.
Tenía el rostro tenso y algo retorcido por el dolor, avanzaba apoyándose pesadamente en el bastón. Hacía sólo cuatro meses que había salido de un hospital militar.
Era el hijo menor de un cirujano de Harley Street; fue un magnífico estudiante que dejó entrever en Cambridge todos los signos de un futuro brillante. Y entonces, para desconsuelo de su familia, decidió entregarse al sacerdocio, se fue al English College de Roma y entró en la Compañía de Jesús.
Se incorporó al ejército en 1940, como capellán, y le asignaron al regimiento de paracaidistas. Entró en acción en noviembre de 1942, en Túnez. Tuvo que saltar con la primera brigada de paracaidistas, cuyo propósito era apoderarse del aeropuerto de Oudna, situado a 16 kilómetros de la capital. La operación terminó con una retirada de 80 kilómetros a campo abierto, combatidos desde el aire metro a metro y bajo constante fuego de las fuerzas de tierra.
Ciento ochenta salieron con vida. Doscientos sesenta murieron. Vereker fue uno de los afortunados, a pesar de que una bala le atravesó el tobillo izquierdo y le rompió el hueso. Cuando llegó al hospital de campaña ya estaba infectado. Le amputaron el pie y le licenciaron.
A Vereker le resultaba difícil ser amable esos días. El dolor era constante y no se marchaba ni se marcharía nunca, al parecer. Sin embargo, se las arregló para sonreír cuando se acercaba a Park Cottage y vio a Joanna Grey que empujaba su bicicleta, con el perro a sus talones.
—¿Cómo está, Philip? Hace varios días que no le veo.
Vestía una falda de tweed, un suéter de cuello alto bajo un chaquetón de piel y llevaba un pañuelo de seda anudado a la cabeza. Su aspecto era encantador con el bronceado de Sudáfrica, que en realidad no había perdido nunca.
—Oh, estoy bien —dijo Vereker—. Muriendo pulgada a pulgada, de aburrimiento más que otra cosa. Tengo una sola noticia desde la última vez que la vi. Mi hermana, Pamela. ¿Recuerda que le hablé de ella? Tiene diez años menos que yo. Es sargento en las fuerzas femeninas de la RAF.
—Claro que me acuerdo —confirmó la señora Grey—. ¿Qué sucede?
—La han destinado a una base de bombarderos a sólo veinte kilómetros de aquí, en Pangbourne, así que la pienso ver de vez en cuando. Vendrá este fin de semana. Me gustaría presentársela.
—Les estaré esperando.
Joanna Grey subió a la bicicleta.
—¿Una partida de ajedrez por la tarde? —preguntó Vereker.
—¿Por qué no? Venga sobre las ocho y cenamos. Ahora tengo que irme.
Pedaleó y avanzó por la ribera del arroyo, con el perro, Patch, trotando a un lado. Iba muy seria. El mensaje que había recibido por radio la tarde anterior le había producido un tremendo impacto. Lo había descifrado tres veces para evitar cualquier error de interpretación.
Apenas había dormido, casi nada antes de las 5 de la mañana; se había quedado oyendo a los Lancaster que despegaban y volaban sobre el mar hacia Europa y regresaban pocas horas más tarde. Pero lo extraño era que después de dormitar hasta las 7.30 había despertado llena de vida y vigor.
Como si por primera vez tuviera una tarea importante. Esto…, esto era tan increíble. Raptar a Churchill, arrebatarle de las mismas narices de quienes se suponía debían estar custodiándole. Se rió en voz alta. Oh, a los condenados ingleses eso no les gustaría nada. No les gustaría nada el asunto, y menos aún el asombro de todo el mundo.
Mientras bordeaba la colina en dirección a la carretera principal, sonó una bocina a su espalda y un pequeño automóvil de lujo la adelantó y se detuvo a un costado. El hombre que iba al volante tenía unos largos bigotes blancos y el efervescente aspecto de quien consume grandes cantidades de whisky todos los días. Vestía el uniforme de teniente coronel de la Home Guard[2].
—Buenos días, Joanna —le dijo jovialmente.
El encuentro no podía ser más afortunado. De hecho, le ahorraba una visita a Studley Grange más tarde en el día.
—Buenos días, Henry —contestó, y se bajó de la bicicleta. Él descendió del automóvil.
—Vendrán algunos amigos a casa el sábado por la tarde. Bridge y otras cosas. Nada especial. Jean se alegrará si te unes a nosotros.
—Te lo agradezco mucho. Me encantaría ir, pues Jean debe de estar muy ocupada preparándolo todo para el gran acontecimiento.
Sir Henry manifestó cierta ansiedad y bajó la voz.
—Te dije que no se lo mencionaras a nadie. No has dicho nada, ¿verdad?
Joanna se las arregló para aparentar sorpresa.
—Por supuesto que no. Me lo dijiste confidencialmente, ¿no te acuerdas?
—No te lo debí mencionar en absoluto, pero en realidad creo que puedo confiar en ti, Joanna.
Le pasó el brazo por la cintura.
—Cierra la boca el sábado por la noche, muchacha. Hazlo por mí. Nadie sabe nada de lo que va a suceder y si dices algo se enterará todo el país en seguida.
—Ya sabes que soy capaz de cualquier cosa por ti —afirmó Joanna con tranquilidad.
—¿Lo dices en serio, Joanna?
La voz se le espesó al sentirle el muslo a través de la falda, y tembló un poco. Se apartó, de súbito.
—Bueno, tengo que continuar. Tengo una reunión del mando de la zona, en Holt.
—Tienes que estar muy nervioso ante la perspectiva de recibir al primer ministro.
—Así es. Es un gran honor.
Sir Henry exultaba, le resplandecía el rostro.
—Piensa pasar algunos ratos pintando —continuó—, y ya conoces las hermosas vistas que hay en Grange.
Abrió la puerta y subió al coche.
—¿Y a dónde vas, por cierto?
Estaba esperando justamente esa pregunta.
—Oh, a mirar un rato los pájaros, como siempre. Voy a bajar a Cley o a los pantanos. Aún no lo sé. En estos momentos hay varios migratorios interesantes.
—¡Que los observes muy bien! —le dijo con seriedad—. Y recuerda lo que te he dicho.
Como comandante local de la Home Guard tenía planos que cubrían todos los aspectos de la defensa del litoral de la zona, incluso el detalle de todas las playas minadas y —lo que era más importante— el de todas las que no estaban y se suponía que lo estaban. En cierta ocasión, lleno de tierna solicitud por su bienestar, había pasado un par de horas indicándole en los mapas, con toda exactitud, dónde no debía acercarse en sus paseos para ver a los pájaros.
—Ya sé que la situación cambia continuamente —le dijo Joanna—. Quizá debieras pasar una de estas tardes por mi casa para darme otra lección sobre esos mapas.
A Sir Henry se le enfriaron un tanto los ojos.
—¿Te gustaría que fuera?
—Por supuesto. Hoy estaré toda la tarde en casa, por ejemplo.
—Después de comer —le dijo—. Iré hacia las dos.
Soltó el freno y se marchó rápidamente.
Joanna Grey montó en la bicicleta y continuó por el camino en dirección a la carretera. Patch corría detrás. Pobre Henry.
Verdaderamente le tenía cariño. Era como un niño, tan fácil de manejar.
Media hora después, se apartó de la carretera y avanzó por la cima de un dique que atravesaba los desolados pantanos conocidos por Hobs End. Era un mundo extraño, ajeno, de precipicios y acantilados marinos, de pequeños pantanos y largas barreras pálidas de arbustos más altos que un hombre, habitado sólo por pájaros, garzas, patos y gansos que emigraban hacia el sur desde Siberia, a invernar en los pantanos.
A mitad de camino por el dique, había una pequeña casa de campo arrimada a una pared de piedra y abrigada por unos cuantos pinos. Parecía bastante consistente, un buen edificio con un gran establo; pero tenía las ventanas cerradas y un aspecto general de desolación. Era la casa del guarda de los pantanos, pero no había guarda desde 1940.
Se dirigió a un alto acantilado bordeado de pinos. Desmontó de la bicicleta y la apoyó en un árbol. Más allá había dunas de arena y después una ancha playa muy plana, que la marea estrechaba; el mar quedaba a unos cuatrocientos metros. Alcanzaba a ver el cabo a la distancia, al otro lado del estuario que se curvaba como un gran dedo doblado cerrando un sector de canales y bancos de arena y arrecifes que, al subir la marea, resultaban seguramente tan letales para la navegación como el resto de la costa de Norfolk.
Sacó la cámara y tomó gran cantidad de fotografías desde diversos ángulos. Cuando estaba terminando, el perro le trajo un palo en el hocico; lo dejó cuidadosamente a sus pies. Se agachó y le acarició las orejas.
—Sí, Patch —dijo en voz baja—, creo que esto puede resultar muy bien.
Tiró el palo por encima de la barrera de alambre de púas que impedía el libre acceso a la playa, y Patch se precipitó a buscarlo, pasando junto al cartel que decía «Cuidado con las minas». Gracias a Henry Willoughby sabía perfectamente que no había ningún peligro en esa playa.
A su izquierda había una pequeña fortificación de cemento y un nido de ametralladoras; las dos construcciones parecían en completa decadencia. Entre los pinos había una zanja antitanque que el viejo había llenado de arena. Tres años antes, después del desastre de Dunkerque, hubo soldados allí y el año anterior había existido un destacamento de la Home Guard. Pero ahora no.
En junio de 1940 se declaró zona de defensa a un sector que abarcaba treinta y dos kilómetros tierra adentro, desde el Wash hasta Rye. No había restricciones para los habitantes del lugar, pero quienes venían de visita debían esgrimir buenas razones para no resultar sospechosos. Todo eso había cambiado considerablemente y ahora, tres años después, prácticamente nadie se molestaba en respetar las normas impuestas pues, a decir verdad, no resultaban necesarias.
Joanna Grey se inclinó para acariciar otra vez al perro.
—¿Sabes lo que significa esto, Patch? Los ingleses ya no esperan que nadie les ataque.