Capítulo 7

El miércoles llovió todo el día; por la tarde entró la niebla del mar del norte hacia los pantanos de Cley, Hobs End y Blakeney.

Joanna Grey salió al jardín después de comer, a pesar del mal tiempo. Estaba trabajando en su pequeña plantación de verduras, sacando patatas, junto a los frutales cuando crujió la puerta del jardín. Patch dio un leve aullido y salió disparado. Joanna se volvió y se encontró que al principio del sendero había un hombre de baja estatura, pálido, de anchos hombros, con impermeable negro con cinturón, tocado con una gorra de tweed. Llevaba una maleta Gladstone en la mano izquierda y tenía los ojos azules más destellantes que ella jamás hubiera visto.

—¿Señora Grey? —preguntó en voz baja, de acento irlandés—. ¿La señora Joanna Grey?

—Soy yo.

Sintió un nudo en el estómago por la excitación. Durante un momento perdió casi por completo la respiración.

—Voy a encender en el corazón una candela de comprensión que jamás podrá extinguirse —dijo Devlin y sonrió.

Magna est veritas et praevalet.

—Grande es la verdad y prevalece —tradujo Devlin, siempre sonriendo—. Podré reponerme si me ofrece una taza de té, señora Grey. Ha sido un viaje infernal.

Devlin no había podido conseguir pasaje el lunes para cruzar desde Belfast a Heisham; la situación no estaba mejor en la ruta de Glasgow. Pero el consejo de un amistoso empleado le hizo viajar a Lame, donde tuvo más suerte y le dieron un pasaje para la mañana del martes, para cruzar en barco hasta Stranraer, en Escocia.

Las exigencias de los tiempos de guerra le obligaron a realizar un viaje interminable de Stranraer a Carlisle, donde cambió de tren y tomó el de Leeds. En esa ciudad tuvo que esperar varias horas, en la madrugada del miércoles, antes de conseguir pasaje a Peterborough, donde hizo el último cambio a un tren local que iba a King’s Lynn.

Todo esto se le paseaba por la mente cuando Joanna Grey regresó de la cocina donde preparaba el té y le dijo:

—Bueno, ¿cómo ha ido todo?

—No demasiado mal. E incluso sorprendente en más de un sentido.

—¿Qué quiere decir?

—Oh, la gente, el estado general de las cosas. No era como me lo esperaba.

Pensaba especialmente en el restaurante de la estación de Leeds, repleto toda la noche con viajeros de todo tipo, todos a la espera de un tren para algún sitio. El cartel de la pared decía, ironía curiosa en este caso: «Es más vital que nunca que usted se pregunte: ¿Es necesario este viaje?». Recordó el buen humor, el buen talante general, y lo contrastó con su última visita a la estación central de Berlín. Comparación desfavorable para esta última.

—Parecen muy seguros de que van a ganar la guerra —comentó mientras Joanna le traía la bandeja a la mesa.

—Es un paraíso de locos —le dijo ella, con calma—. No aprenderán nunca. Nunca han conseguido la organización ni la disciplina que el Führer le ha dado a Alemania.

Devlin recordó la Cancillería seriamente afectada por las bombas, tal como la acababa de ver, las enormes porciones de Berlín que eran simples amontonamientos de cascotes y desperdicios después de cada ofensiva aérea aliada, y se sintió casi obligado a señalar que las cosas distaban mucho de ser como en los buenos viejos tiempos. Pero tuvo la clara sensación de que una observación de ese tipo no sería bien recibida.

Así que se bebió el té y la miró mientras se acercaba a un aparador, lo abría y sacaba una botella de whisky. No podía sino maravillarse pensando lo que en realidad era esa mujer de rostro plácido y pelo blanco que vestía una falda perfecta de tweed y un par de botas Wellington.

Sirvió generosamente dos vasos y alzó uno en una especie de saludo.

—Por la Empresa Británica —dijo ella, con los ojos brillantes.

Devlin pudo haberle dicho que la Armada Invencible fue saludada con análogos epítetos, pero recordó lo que había sucedido a esa desventurada expedición y prefirió no decir nada de eso.

—Por la Empresa Británica —dijo solemnemente.

—Bien. —Dejó el vaso—. Ahora déjeme ver todos sus papeles. Tengo que asegurarme de que tiene todo lo que necesita.

Sacó el pasaporte, los papeles del licenciamiento del ejército, un certificado de su supuesto jefe de unidad, una carta semejante del párroco y varios documentos relacionados con su situación médica.

—Excelente —dijo—. Todo está perfecto. Le diré lo que he conseguido aquí. Tiene trabajo al servicio del señor principal de la zona, Sir Henry Willoughby. Quiere verle tan pronto llegue, así que esto lo dejaremos listo hoy mismo. Mañana por la mañana le llevaré a Fakenham, un pueblo que queda a unos quince kilómetros de aquí.

—¿Y qué voy a hacer allí?

—Informar a la comisaría de policía. Le inscribirán como extranjero en un formulario que deben cumplimentar todos los irlandeses y les deberá entregar una foto de pasaporte; pero eso lo podemos conseguir sin problemas. Y necesitará cartilla del seguro, cédula de identidad, libreta de racionamiento y cupones para ropa.

Los enumeró con los dedos de la mano y Devlin sonrió.

—Eh, espere un momento. Me parece que se me va a complicar la cosa. Si contamos a partir del sábado próximo, estaré aquí sólo tres semanas; y me voy a marchar tan rápido y misteriosamente que creerán que nunca estuve aquí.

—Todas esas cosas son esenciales —dijo Joanna—. Todo el mundo las tiene; así que usted también. Sólo faltaría que un empleadillo de Fakenham o de King’s Lynn notara que usted carece de un documento o que no lo ha pedido, y solicite una investigación…, nadie sabe lo que podría suceder entonces.

—De acuerdo, usted manda. Hábleme de ese trabajo.

—Será el guarda de los pantanos de Hobs End. No puede ser un lugar más aislado. Hay allí una casa de campo que le será útil. No es perfecta, pero bastará.

—¿Y qué se espera que haga allí?

—Trabajos de guarda sobre todo. Hay también un sistema de esclusas, del dique, que requiere vigilancia y control periódicos. Pero hace dos años que no hay guarda desde que el último se fue a la guerra. Y se supone que usted controlará a las bestias. Los zorros hacen mucho daño a la fauna silvestre.

—¿Y qué debo hacer? ¿Tirarles piedras?

—No, Sir Henry le entregará un arma adecuada.

—Me parece muy bien. ¿Y cómo me trasladaré?

—He hecho todo lo posible. He conseguido convencer a Sir Henry de que le autorice a usar una de las motocicletas oficiales. Lo puede justificar por las necesidades de los trabajos agrícolas. Los autobuses casi han dejado de existir. A la mayor parte de la gente le dan una pequeña cantidad de gasolina cada mes para que se puedan trasladara la ciudad para los asuntos más indispensables.

Sonó una bocina en el exterior. Joanna salió al salón y regresó al instante.

—Es Sir Henry. Déjeme llevar a mí la conversación. Actúe con todo el servilismo que pueda y abra la boca sólo cuando le pregunten algo. Eso le gustará. Le haré pasar ahora mismo.

Salió de nuevo y Devlin se quedó esperando. Oyó abrirse la puerta principal y la voz de fingida sorpresa de Joanna.

—Voy a una nueva reunión del mando de la zona, en Holt, Joanna. ¿Te puedo servir en algo?

Contestó en voz baja, así que Devlin no pudo escuchar. Sir Henry bajó la voz también, continuaron hablando así un momento y finalmente entraron los dos juntos en la cocina.

Sir Henry vestía uniforme de teniente coronel de la Home Guard, con cintas y medallas de la Primera Guerra Mundial y de la India. Todo eso formaba una mancha de colores sobre el bolsillo izquierdo superior. Miró de modo penetrante a Devlin, con una mano a la espalda y la otra acariciándose los amplios bigotes.

—¿Así que usted es Devlin?

Devlin se puso de pie y se quedó allí, fingiendo nerviosismo y retorciendo la gorra entre las manos.

—Quería darle las gracias, señor —dijo aumentando notoriamente su acento irlandés—. La señora Grey me contó todo lo que ha hecho usted por mí. Ha sido muy amable.

—Tonterías, hombre —dijo bruscamente Sir Henry, aunque era visible que separó un poco más las piernas y se irguió cuanto le fue posible—. Ha dado lo mejor por su país, ¿verdad? ¿Le hirieron en Francia según me informaron?

Devlin asintió ansiosamente y Sir Henry se inclinó para examinar la cicatriz que le había dejado la herida de bala de un revólver de la sección especial de la policía irlandesa.

—Cielos —dijo en voz baja—. Tuvo usted mucha suerte, sin duda.

—Creía que todo estaba arreglado —dijo Joanna Grey—. ¿Es así, Henry? Pero estás tan ocupado, ya lo sé.

—¿Te lo dije o no, muchacha? Debo estar en Holt dentro de media hora. No hay más que hablar. Le llevaré a la casa, le mostraré el lugar, etcétera. Y empiezo a pensar que tú conoces Hobs End mejor que yo.

Miró la hora, olvidó un instante lo que estaba diciendo y dónde estaba, le pasó el brazo por la cintura a Joanna, se corrigió rápidamente y le dijo a Devlin:

—Y no olvide presentarse ahora mismo a la policía en Fakenham. ¿Sabe lo que necesita llevar?

—Sí, señor.

—¿Ninguna otra pregunta?

—El arma, señor —le dijo Devlin—. Creía que usted quería que saliera a cazar un poco.

—Ah, sí. No hay problema. Llame a Grange mañana por la tarde y me ocuparé del contrato. También puede llevarse la motocicleta. ¿Se lo ha dicho la señora Grey? Sólo le darán quince litros de gasolina al mes, pero todos tenemos que sacrificarnos. Tendrá que aprovecharlos lo mejor que pueda. Un solo Lancaster, Devlin, consume más de nueve mil litros de gasolina para llegar al Ruhr. ¿Lo sabía?

Se volvió a atusar el bigote.

—No, señor.

—Pues ya ve. Todos tenemos que estar preparados para dar lo mejor de nosotros mismos.

—Henry, vas a llegar tarde —le advirtió Joanna y le tomó del brazo.

—Sí, es cierto, cariño. Muy bien, Devlin, le veré mañana por la tarde.

Devlin se tocó la frente y esperó que salieran por la puerta principal antes de dirigirse al salón. Observó cómo se marchaba Sir Henry en su automóvil, y estaba encendiendo un cigarrillo cuando volvió Joanna Grey.

—Dígame una cosa —le dijo—. ¿Es verdad que él y Churchill son amigos?

—Que yo sepa nunca se han conocido. Pero Studley Grange es famoso por sus jardines isabelinos. Y parece que al primer ministro le encantó la idea de un tranquilo fin de semana para poder descansar y pintar un poco antes de volver a Londres.

—¿Con Sir Henry encima? Oh, pero claro, quizá sea posible.

—Creí que iba a decir una imprudencia, Devlin —dijo Joanna sacudiendo la cabeza—. Es usted muy hábil.

—Liam —le dijo—. Llámeme Liam. Me suena mejor, sobre todo si la sigo llamando señora Grey. ¿Así que la corteja a su edad?

—Los romances otoñales no son una cosa tan rara.

—Más parecen invernales, diría yo. Por otra parte, eso debe de ser de enorme utilidad.

—Más todavía, resulta esencial —dijo ella—. Bien, traiga su maleta, iré a buscar el coche y le llevaré yo misma a Hobs End.

La lluvia se mezclaba con el viento del mar, que era muy frío, y los pantanos estaban cubiertos de niebla. Joanna Grey frenó en el patio de la vieja casa del guarda de los pantanos y Devlin se bajó a mirar y observarlo todo detalladamente. Era un lugar extraño, misterioso, un ambiente de los que ponen los pelos de punta. Había ojos de mar y zonas pantanosas con grandes cañaverales pálidos difuminados en la niebla y algún aislado y ocasional grito de un pájaro, algún invisible batir de alas.

—Entiendo lo que me quiso decir con eso de «desolado».

Sacó una llave de debajo de una piedra plana que había junto a la entrada y abrió la puerta. Entró primero, con Devlin casi encima, a un pasillo medio en ruinas. La humedad era tremenda y el yeso se había desprendido de las paredes. A la izquierda había una puerta que daba a un amplio salón, cocina y comedor. El suelo era de losas de piedra, pero había un inmenso fogón abierto y una alfombra de lana gastada y sucia. Al otro extremo había una cocina de hierro y un fregadero. Los únicos muebles eran una gran mesa de pino flanqueada por dos bancos y una vieja mecedora junto al fogón.

—Le daré una buena noticia —dijo Devlin—. Me crié en una casa exactamente igual a ésta en el condado de Down, en Irlanda del Norte. Todo lo que hace falta es un buen fuego y secará en seguida.

—Y tiene una gran ventaja: la soledad. Es muy probable que no llegue a encontrarse con nadie durante todo el tiempo que esté aquí.

Devlin abrió la maleta Gladstone y sacó algunas pertenencias personales, ropas y tres o cuatro libros. Luego pasó el dedo por el interior en busca del fondo falso. En la cavidad oculta había una Walther P38, un fusil ametrallador Sten con silenciador desmontado en tres partes y una pequeña radio de campaña que cabía en un bolsillo. También había mil libras en billetes de una libra y otras mil en billetes de cinco. Había, en fin, algo envuelto en un pañuelo blanco, pero no se molestó en desenvolverlo.

—Operación dinero —dijo.

—¿Para conseguir vehículos?

—Exacto. Me han dado unas direcciones para entrar en contacto con cierta gente.

—¿Dónde se las dieron?

—Son direcciones que tiene la Abwehr en sus archivos.

—¿Y dónde está esa gente?

—En Birmingham. Creo que daré una vuelta por allí este fin de semana. ¿Necesito algo especial?

Joanna se había sentado para observar mejor cómo introducía el cañón del Sten en el cuerpo del arma y cómo le ajustaba después la culata.

—El viaje es bastante largo. Unos quinientos kilómetros en total.

—Y evidentemente hasta allá no voy a llegar con mis quince litros de combustible. ¿Qué se puede hacer?

—La gasolina abunda en el mercado negro; claro que a tres veces su precio oficial, y hay que conocer los garajes. La que se entrega al comercio está teñida de rojo para que la policía pueda identificar fácilmente al que la está malgastando; pero eso se puede arreglar fácilmente con un filtro.

Devlin comprobó el estado del Sten, lo volvió a desarmar y lo guardó otra vez en el doble fondo de la maleta.

—Una maravilla de la tecnología —comentó—. Esto se puede disparar a quemarropa y lo único que se escucha es el clic del gatillo. Y es un arma inglesa, por cierto. Es otro de los equipos que el servicio secreto inglés se imagina que está dejando caer en Holanda para ayudar a la resistencia. —Sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca—. ¿Qué más tengo que saber para no correr riesgos en ese viaje?

—Muy poco. Las luces de la motocicleta estarán adaptadas a las exigencias de las disposiciones oficiales sobre iluminación; por ahí no hay problemas. Las carreteras casi no tienen tráfico, especialmente en el campo. Y han pintado líneas blancas en el centro de casi todas ellas. Eso ayuda.

—¿Y qué pasa con la policía y las fuerzas de seguridad?

Le miró inexpresivamente.

—Oh, no hay por qué preocuparse por eso. Los militares no le molestarán a menos que intente entrar a una zona controlada por ellos y donde haya restricciones. Esta zona, por ejemplo, es, técnicamente, un área restringida, pero ya nadie se molesta en cumplir las normas. La policía le puede detener y pedirle los documentos y la cédula de identidad; pero sólo detienen ahora a los vehículos cuando tienen órdenes de hacer una campaña para controlar el uso de la gasolina.

Hablaba casi con indignación. Devlin tuvo que luchar con la tentación de contarle lo que estaba sucediendo en Alemania y abrirle así los ojos a la anciana. Pero en lugar de eso dijo:

—¿Eso es todo?

—Creo que sí. El límite de velocidad en las zonas pobladas es de treinta y cinco kilómetros por hora; encontrará, por supuesto, las señales a la vista; pero, si mal no recuerdo, este verano empezaron a poner muchos carteles nuevos.

—¿Así que lo probable es que no tenga ningún problema?

—Nadie me ha detenido nunca a mí. Parece que nadie se preocupa demasiado en estos días. No hay problema. En el centro de ayuda del Servicio de Voluntarias, tenemos toda clase de formularios oficiales de cuando esto efectivamente era una zona de defensa, una zona restringida. Había uno que autorizaba a visitar a un pariente enfermo en el hospital. Voy a preparar uno sobre un hermano suyo que está enfermo en Birmingham. Con ese formulario y el certificado que acredita que está usted licenciado del ejército se le abrirán todas las puertas. Todo el mundo se suaviza cuando se topa con un héroe en estos días.

—¿Sabe una cosa, señora Grey? Me parece que lo vamos a conseguir y nos haremos famosos.

Sonrió y se fue al armario que había bajo el fregadero y empezó a revolver su contenido. Regresó con un martillo y un clavo enmohecidos.

—Esto es lo que necesitaba.

—¿Para qué? —preguntó Joanna.

Se metió en la chimenea y clavó el clavo por detrás del arco ennegrecido que la sostenía. Dejó colgada la Walther por el gatillo.

—Eso es lo que llamo mi carta secreta. Me gusta tener alguna cerca, por si acaso. Y ahora muéstreme el resto del lugar.

Había un conjunto de edificaciones, la mayor parte en decadencia manifiesta, y un establo en bastante buenas condiciones.

Detrás de éste había otro, al borde mismo de los pantanos, una decrépita edificación de piedra de considerable antigüedad, con las piedras completamente verdes de musgo. Devlin entreabrió la puerta con no poco esfuerzo. Hacía frío y la humedad era enorme. Al parecer, aquel lugar estaba fuera de uso desde tiempos inmemoriales.

—Esto me vendrá muy bien —dijo Devlin—. Incluso si el viejo Sir Willoughby viene a meter su nariz, por estos lados no creo que llegue hasta aquí.

—Es un hombre ocupado —dijo Joanna—. Tiene los negocios del condado, la magistratura, el destacamento de la Home Guard. Se lo toma todo muy en serio. En realidad no le queda mucho tiempo para nada más.

—Pero sí para usted —añadió Devlin—. El viejo bastardo se toma tiempo para verla a usted.

—Sí, me temo que lo que dice es muy cierto.

Sonrió y le tomó del brazo.

—Ahora vayamos a ver la zona de lanzamiento.

Caminaron por el dique a través de los pantanos. Llovía con fuerza y el viento arrastraba el olor húmedo y penetrante de la vegetación podrida. Varios gansos salieron volando en formación en medio de la niebla, como un escuadrón de bombarderos que fuera a cumplir su función mortal; al poco tiempo desaparecieron en la bruma gris.

Llegaron a los pinos, a los nidos de ametralladora abandonados, ala trinchera antitanque llena de arena, a la advertencia «Cuidado con las minas», lugares que Devlin reconoció fácilmente por las fotografías que había visto. Joanna Grey tiró una piedra sobre la arena y Patch corrió a buscarla.

—¿Está segura de que no hay peligro?

—Completamente.

—Soy católico, recuérdelo por si algo sale mal —dijo Devlin y sonrió torcidamente.

—Todos son católicos aquí. Me preocuparé de que lo entierren como corresponde, pero no se preocupe: la playa está completamente limpia. Todos llegarán a salvo.

Devlin pasó sobre los alambres, se detuvo un momento al borde de la arena y siguió adelante. Volvió a detenerse y de súbito empezó a correr dejando huellas en la arena pues la marea estaba bajando en esos momentos. Corrió de vuelta y cruzó los alambres una vez más. Estaba inmensamente alegre y le puso a Joanna la mano sobre los hombros.

—Tenía razón. Tenía razón en todo. Va a resultar. Ya lo verá. —Miró hacia el mar, a través de las rocas y la arena, hacia el cabo entre la niebla—. Hermoso. Me imagino que la idea de tener que dejar todo esto le debe romper el corazón.

—¿Dejarlo? ¿Qué está insinuando? —Le miró sorprendida.

—Pero usted no se puede quedar. No se podrá quedar después. ¿Supongo que se da cuenta?

Joanna miró en dirección al cabo. Como si fuera la última vez. Cosa extraña. Nunca se le había ocurrido que tendría que marcharse. Se estremeció mientras el viento lanzaba violentamente la lluvia contra el mar.

A las 7.40 de la noche Max Radl decidió que ya había trabajado bastante en su despacho de la Tirpitz Ufer. No se sentía bien desde que había vuelto de Bretaña y el doctor que le examinó se había horrorizado ante su estado de salud.

—Se va a matar si sigue trabajando a ese ritmo, señor —le había dicho con firmeza—. Creo que se lo puedo garantizar.

Radl había anotado la advertencia y se tomaba desde entonces las píldoras, tres tipos distintos de medicinas, que le permitirían seguir funcionando. Mientras pudiera mantenerse lejos de los médicos del ejército tenía aún posibilidades… Pero bastaría un examen más y le liquidarían. Le pondrían la ropa de civil antes de que se diera cuenta de lo que estaban haciendo.

Abrió un cajón, sacó uno de los frascos con las medicinas y se puso dos píldoras en la boca. Se suponía que eran para aliviar el dolor, pero Radl, para asegurarse, se Sirvió un trago de Courvoisier y así se las tragó. Hubo unos golpes en la puerta y entró Hofer. Su rostro, habitualmente inexpresivo reflejaba una gran excitación; le brillaban los ojos.

—¿Qué pasa, Karl, qué sucede? —preguntó Radl.

Hofer dejó un mensaje sobre el escritorio.

—Ya está allí, señor. Es de Starling…, de la señora Grey. Llegó a salvo. Está con ella.

Radl se quedó mirando el mensaje, como azorado.

—Dios mío, si es Devlin —susurró—. Lo conseguiste, muchacho. Resultó. —Se le produjo un alivio físico instantáneo. Sacó otro vaso del cajón del escritorio—. Karl, esto hay que celebrarlo.

Se puso de pie, lleno de alegría, consciente de que no se sentía así desde hacía varios años, desde esa increíble euforia que había experimentado cuando avanzaba al frente de sus hombres por la costa de Francia en el verano de 1940.

Alzó el vaso y le dijo a Hofer:

—Brindemos, Karl. Por Liam Devlin, y «arriba la República».

Cuando servía como oficial de enlace en la brigada Lincoln durante la guerra de España, Devlin se convenció de que la motocicleta era el mejor medio para mantener el contacto entre las dispersas unidades en ese montañoso territorio. Norfolk era muy distinto, pero gozaba de la misma sensación de libertad, de estar un poco fuera de la Tierra, mientras viajaba desde Studley Grange por los senderos del campo hacia el pueblo.

Esa misma mañana había conseguido el permiso de conducir y los demás documentos sin la menor dificultad. En todos los sitios donde fue, desde la comisaría de Holt hasta la delegación del Ministerio de Trabajo, su historia de exsoldado de infantería licenciado por heridas en combate le valió las simpatías generales.

Todos los funcionarios se preocuparon de abreviar los trámites. Era verdad eso de que todo el mundo quiere a los soldados en tiempo de guerra, y más todavía a los héroes heridos.

La motocicleta era de un modelo anterior a la guerra y no se hallaba en muy buen estado. Era una BSA de 350 cc. Pero cuando apretó el acelerador en la primera recta del camino y alcanzó los cien kilómetros por hora sin dificultades, comprobó que poseía la fuerza que necesitaba y desaceleró rápidamente. Si bien no había policías en el pueblo, Joanna Grey le había advertido que algunas veces patrullaban en motocicleta por la carretera.

Bajó por la empinada colina. Pasó junto al viejo molino cuya rueda parecía definitivamente inmóvil y disminuyó la marcha para ver pasar a una joven que llevaba tres cubos de leche en una carreta tirada por un pony. Llevaba una boina azul y un impermeable muy viejo, de los de la Primera Guerra Mundial, que le quedaba ostensiblemente grande. Tenía cara angulosa, ojos muy grandes, una boca demasiado ancha; sus guantes estaban rotos y le asomaban tres dedos.

—Buenos días, preciosa —le saludó cariñosamente, mientras esperaba para que pudiera cruzar el sendero hacia el puente—. Que Dios bendiga el buen trabajo.

Los ojos de la muchacha se abrieron todavía más, como asombrados, y también levemente la boca. Pareció perder el habla y dejó escapar un extraño sonido con la lengua, destinado, al parecer, a apurar al pony y hacerle trotar para que subiera al puente y avanzara más allá de la iglesia.

—Una adorable campesina fea —se dijo en voz baja—, pero que me hizo mirarla no una sino dos veces. —Sonrió—. Oh, no, Liam, mi viejo amor. Eso no. Ahora no.

Aceleró la motocicleta hacia Studley Arms y en ese instante vio a un hombre de pie junto a una ventana, que le miraba furioso. Era un individuo de enormes proporciones, de unos 30 años, y con una encrespada barba negra. Llevaba gorra de tweed y un viejo abrigo de marinero.

«¿Y qué demonios te he hecho a ti, muchacho?», se dijo Devlin.

La mirada del hombre se movió en dirección a la joven y a la carreta, que ya estaba llegando a la cima de la colina situada detrás de la iglesia, y retrocedió a mirarle a él una vez más. Era suficiente. Devlin dejó la BSA junto a la puerta, se soltó del cuello la funda con la escopeta, tomó el arma, se la puso bajo el brazo y entró.

No había barra. Era una gran habitación de aspecto bastante cómodo y techo bajo, varios asientos de alto respaldo y un par de mesas de madera. Varios leños ardían alegremente en la chimenea.

Había tres personas solamente. Un hombre sentado junto al fuego y que tocaba una armónica, el de la barba negra junto a la ventana y un hombre bajo y ancho en mangas de camisa, que parecía tener menos de 30 años.

—Que Dios les bendiga a todos —se anunció Devlin, con su mejor acento de rústico irlandés.

Dejó el arma con su funda sobre la mesa y el hombre en mangas de camisa le sonrió y alargó la mano.

—Soy George Wilde, el encargado de esto, y usted debe de ser el nuevo guarda de Sir Henry, que trabajará en los pantanos. Ya le conocemos de oídas.

—¿Ya me conocen? —preguntó Devlin.

—Usted sabe cómo son estas cosas en el campo.

—¿Lo sabe de verdad? —dijo en tono algo violento el hombre de la barba.

—Oh, yo también procedo de una granja —dijo Devlin.

Wilde pareció confundirse, pero de todos modos hizo un esfuerzo y les presentó.

—Arthur Seymour, y el viejo chivo del fuego es Laker Armsby.

Devlin supo más tarde que Laker estaba cerca de los cincuenta, pero parecía mucho mayor. Iba increíblemente andrajoso, con la gorra de tweed rota, el abrigo amarrado con una cuerda, y sus pantalones y zapatos estaban llenos de barro.

—¿Me acompañan con un trago, caballeros? —propuso Devlin.

—Nunca me negaré a eso —respondió Laker Armsby—. Un poco de cerveza negra me vendría muy bien.

Seymour vació su bolsa y la dejó sobre la mesa.

—Me pago lo mío. —Tomó la escopeta y la pesó en la mano—. El señor se está preocupando verdaderamente de usted, ¿verdad? Esto y la moto. Me pregunto cómo ha conseguido todo esto, un recién llegado como usted, cuando entre nosotros hay quienes han trabajado muchos años esta tierra y nos tenemos que contentar con mucho menos.

—Estoy seguro de eso, y sólo puedo atribuirlo a mi buen aspecto —afirmó Devlin.

La locura se manifestó en los ojos de Seymour, el Diablo miró por ahí, caliente y rabioso. Cogió a Devlin por las solapas y lo atrajo hacia sí.

—No se ría de mí, hombrecito. No se le ocurra hacerlo o le pisaré como si fuera un escarabajo.

Wilde le cogió del brazo.

—Vamos, Arthur, está bien.

Pero Seymour le apartó con violencia.

—Ande con ojo por aquí, manténgase en su sitio y así podremos seguir viéndonos. ¿Me entiende?

—Por supuesto, y le ruego que me perdone si le he ofendido —dijo Devlin, sonriendo ansiosamente.

—Eso está mejor. Mucho mejor. Pero recuerde bien una cosa para el futuro. Cuando yo entre aquí, usted se marcha.

Seymour le soltó y le palmeó la cara. Salió, dejó la puerta temblando, y Laker Armsby tartamudeó, nervioso.

—Es un bastardo malo, este Arthur.

George Wilde desapareció por la habitación trasera y regresó en seguida con una botella de whisky y varios vasos.

—No resulta fácil conseguir esto en estos días, señor Devlin, pero reconozco que usted se ha ganado un trago.

—Liam —dijo Devlin—. Llámeme Liam. —Aceptó el whisky—. ¿Siempre se comporta igual?

—Desde que le conozco.

—Allí afuera había una joven en una carreta, cuando llegué. ¿Tiene algún interés en ella?

—Lo está intentando —se rió Laker Armsby—. Pero ella no quiere ni verlo.

—Es Molly Prior —dijo Wilde—. Ella y su madre tienen una granja a unos kilómetros de Hobs End. La trabajan ellas mismas desde que murió su padre, el año pasado. Laker las ayuda algunas horas cuando no tiene trabajo en la iglesia. Seymour también les ayuda. Hace los trabajos más pesados.

—Y se cree el dueño del lugar, supongo. ¿Por qué no está en el ejército?

—Ése es otro punto delicado. No le aceptaron porque tiene un oído malo.

—Lo cual debe de suponer un gran insulto a su tremenda humanidad —comentó Devlin.

Wilde intervino, con cierta timidez, como si considerara que hacía falta dar algunas explicaciones.

—Me liquidaron en Narvik, en abril de 1940. Servía en la artillería. Perdí parte de la rodilla derecha. La guerra fue corta para mí. ¿A usted le hirieron en Francia?

—Exactamente —dijo Devlin, con voz tranquila—. Cerca de Arras. Me evacuaron en un remolcador desde Dunkerque y no me enteré de nada.

—¿Y pasó más de un año en el hospital, según me dijo la señora Grey?

—Una gran mujer. Le estoy muy agradecido. Su marido conoció hace muchos años a mis padres. Si no fuera por ella, no tendría este trabajo.

—Es una señora —afirmó Wilde—. Una verdadera señora. No hay nadie a quien estimen más en toda esta zona.

—Pues a mí me hirieron por primera vez en el Somme, en 1916. Con la guardia galesa —intervino Laker Armsby.

—Oh, no —exclamó Devlin y sacó un chelín del bolsillo, lo dejó sobre la mesa y le guiñó el ojo a Wilde—. Dele otro trago, pero tengo que irme. Tengo trabajo.

Devlin llegó hasta la carretera de la costa, cortó por el primer sendero que encontró y enfiló hacia el norte de Hobs End, en dirección a los pinos. Era un día otoñal, desapacible, frío, pero bastante limpio; nubes blancas se perseguían por un cielo azul.

Apretó el acelerador y la moto rugió por el sendero. Era un riesgo infernal, pues bastaba un leve error para precipitarle al pantano. Era una estupidez en realidad, pero sentía deseos de hacerlo, y la sensación de libertad le entusiasmaba.

Disminuyó la velocidad, frenó para pasar a otro sendero, abriéndose paso entre la verdadera red de diques que le iba acercando a la costa. En ese momento surgió súbitamente un caballo y un jinete desde los juncos a unos cuarenta metros a su derecha.

Subieron a la cima del dique. Era la joven que acababa de ver en el pueblo con el pony y la carreta, Molly Prior. Devlin continuó avanzando despacio y ella se inclinó sobre el cuello del animal, urgiéndole a galopar; tomó velocidad y se situó en paralelo a la motocicleta.

Devlin respondió instantáneamente, aceleró y comenzó a avanzar a gran velocidad; el salto esparció violentamente el fango del pantano. La joven tenía la ventaja de correr sobre una pista recta, que iba directamente hacia los pinos; Devlin, en cambio, debía abrirse camino por una verdadera red de senderos entrecruzados que le obligaban a cambiar de ruta continuamente.

Ella ya estaba muy cerca de los pinos y, mientras Devlin saltaba de un sendero estrecho a otro más ancho que le llevaría directamente a destino, hizo saltar el caballo al pantano y atravesó así por el agua, el fango, las cañas y los juncos hacia la meta. El animal respondió bien y un momento después saltó fuera y desapareció entre los pinos.

Devlin salió a gran velocidad del sendero sobre el dique, chocó con el borde de la primera duna, voló por el aire breve trecho y aterrizó de costado sobre arena muy suave, que le permitió deslizarse apoyando la rodilla en el suelo, describiendo así una amplia curva.

Molly Prior estaba sentada al pie de un pino mirando al mar, con la cara apoyada en las rodillas. Vestía exactamente como cuando Devlin la viera por primera vez, a excepción de la boina; se la había quitado y dejaba a la vista el pelo corto, rizado, color castaño. El caballo pastaba en la hierba que crecía aquí y allá en la arena.

Devlin colocó la motocicleta sobre el soporte y se tendió al lado de la joven.

—Un día muy agradable, gracias a Dios.

—¿Qué le ha traído por aquí? —dijo ella, tranquilamente.

Devlin se había quitado la gorra para enjugarse el sudor de la frente. La miró, sorprendido.

—¿Qué me ha traído por aquí? Mira, pequeña…

Y entonces ella sonrió. Más aún, echó atrás la cabeza y rió.

Devlin también.

—Por Dios, y te voy a conocer hasta el día del Juicio, seguro.

—¿Y qué significa eso?

Hablaba con el acento fuerte y preciso de Norfolk, que a Devlin aún le resultaba una novedad.

—Oh, es un dicho de mi país —dijo. Luego buscó el paquete de tabaco y se llevó un cigarrillo a la boca—. ¿Usas estas cosas?

—No.

—Muy bien. Te impediría crecer y todavía tienes por delante los años mejores.

—Tengo diecisiete, quiero que lo sepas. Cumplo dieciocho en febrero.

Devlin encendió el cigarrillo y se recostó apoyando la cabeza en las manos; se dejó la gorra sobre la cara.

—¿Qué día?

—El veintidós.

—Ah, ¿un pececillo entonces? Piscis. Nos podemos llevar bien. Yo soy Escorpión. Nunca se te ocurra casarte con un Virgo, por cierto. No hay posibilidades de que se entienda con un Piscis. Arthur, por ejemplo, seguro que es Virgo. A mí me preocuparía eso, si estuviera en tu lugar, claro.

—¿Arthur? ¿Te refieres a Arthur Seymour? ¿Estás loco?

—No, creo que el loco es él —dijo Devlin y continuó—: Pura, limpia, virtuosa y no muy caliente, lo cual es una verdadera lástima.

Ella se había vuelto a mirarle, se inclinó y el viejo impermeable se le abrió. Tenía los pechos llenos y firmes, y la blusa de algodón apenas se los podía contener.

—Oh, querida niña, tendrás un terrible problema con tu peso dentro de un par de años si no controlas lo que comes.

Ella parpadeó, bajó la vista e instintivamente se cerró el impermeable.

—Ah, bastardo —le dijo, arreglándoselas con cierta dificultad para decir esa palabra.

Y entonces Devlin se dio cuenta de que a la muchacha le temblaban los labios, y se inclinó para mirarla por debajo de la gorra.

Ella le dijo:

—¿Por qué te estás riendo de mí?

Devlin le quitó la gorra y la tiró lejos.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer contigo, Molly Prior? —Levantó una mano, a la defensiva, y agregó—: No, no me contestes.

Molly se apoyó contra el árbol y metió las manos en los bolsillos.

—¿Cómo sabías mi nombre?

—George Wilde me lo dijo en la taberna.

—Oh, ahora entiendo. ¿Y allí estaba Arthur Seymour?

—Exacto. Y me parece que te considera como su propiedad particular.

—Entonces se puede ir al infierno —dijo con súbita energía—. No pertenezco a ningún hombre.

La miró sin moverse de donde estaba, con el cigarrillo colgando de la boca, y sonrió.

—Se te frunce la nariz, ¿no te lo ha dicho nadie? Y se te cae la boca cuando te enfadas.

Fue demasiado lejos, había tocado la secreta fuente de alguna herida. Ella se sonrojó y respondió con amargura:

—Oh, ya sé que soy fea, señor Devlin. Me he quedado sentada demasiado tiempo en los bailes de Holt sin que nadie me saque a bailar; conozco mi sitio. Ya sé que te serviría para algún sábado por la noche, porque los hombres son así: prefieren cualquier cosa antes que quedarse sin nada.

Empezó a levantarse. Devlin la sujetó por un tobillo y la obligó a sentarse de nuevo. La sujetó con fuerza. Molly se resistía.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—No te enfades. Todo el mundo lo sabe. Todo lo que pasa aquí se sabe.

—Tengo que darte una noticia —le dijo él, se apoyó en el codo y se inclinó a mirarla—. No sabes absolutamente nada de mí, porque si supieras algo ya sabrías que me gustan más las agradables tardes de otoño bajo los pinos que las noches de los sábados. Por otra parte, la arena tiene un modo horrible de meterse por donde no debiera.

Molly se quedó muy quieta. La besó suave en la boca y rápidamente se apartó.

—Y ahora saca la conclusión que quieras —siguió Devlin—, antes de que la pasión me enloquezca definitivamente.

Ella cogió la boina, se puso de pie de un salto y tomó las riendas del caballo. Se volvió a mirarle con cara seria. Pero montó, se acomodó en la silla y giró la cabalgadura para volver a mirarle; y ahora sonreía.

—Me dijeron que todos los irlandeses estaban locos. Ahora sí que lo creo. Iré a la misa del domingo por la tarde. ¿Y tú?

—¿Tú crees que voy a misa?

El caballo estaba inquieto, se revolvía en semicírculo, pero ella le controlaba bien.

—Sí —le dijo, seria—. Creo que sí.

Soltó las riendas y partió al galope.

—Oh, Liam, eres un idiota —se dijo Devlin en voz baja mientras empujaba la motocicleta a lo largo de la duna, junto a los árboles, hacia el sendero—. ¿No vas a aprender nunca?

Se dirigió a la parte superior del dique, y avanzó con calma ahora hasta la granja. Encontró la llave donde la había dejado, bajo la piedra junto a la puerta, y entró. Dejó el arma a la entrada, y entró en la cocina. Se quitó el impermeable y se quedó parado. Sobre la mesa había un jarro de leche y una docena de hermosos huevos en un bol.

—Virgen María —dijo en voz baja—. ¿Te vas a preocupar de esto también?

Tocó suavemente el bol con la punta de los dedos, pero cuando se volvió para dejar el impermeable ya se le había endurecido el rostro.