Capítulo 19
Tengan paciencia, mi relato está a punto de concluir.
¿Aún se niegan a creer lo que les he contado? No se lo reprocho, yo mismo no estoy seguro de creerlo. Quizá sean simples alucinaciones. Sin embargo, ¿cómo es que comprenden lo que les digo? Porque ustedes me comprenden, ¿no es cierto?
¿Qué tal el dolor? No se inquieten, pronto se olvidarán de él; los recuerdos dolorosos no tienen importancia a menos que experimenten de nuevo el dolor. ¿Y el temor? ¿Están más o menos atemorizados que antes? En cualquier caso, permítanme que continúe. Ustedes no tienen prisa, y yo dispongo de todo el tiempo en el mundo. ¿Por dónde iba? Ah, sí…
Al amanecer me sentía lleno de autocompasión, aturdido y desesperado. Pero, como ya les he dicho, los perros somos optimistas por naturaleza y decidí afrontar la situación de forma positiva. En primer lugar tenía que averiguar más cosas sobre mí mismo, como por ejemplo la fecha exacta de mi muerte y las circunstancias en que ésta se había producido. Lo primero era sencillo, pues tenía una idea bastante precisa de dónde hallaría mi tumba. Me había familiarizado con el entorno y los recuerdos comenzaban a acudir a mi mente. Tal vez no se tratara exactamente de unos recuerdos, sino —no sé cómo expresarlo— más bien de ciertos detalles que creía reconocer. Pisaba terreno seguro. Sabía dónde me encontraba y confiaba en que no tardaría en recordarlo todo.
La segunda parte —las circunstancias de mi muerte— era más complicada. No obstante, estaba convencido de que los lugares que conocía abrirían al fin las válvulas de mi memoria y decidí visitar mi fábrica de plásticos.
Pero ante todo debía averiguar cuándo había muerto.
Hallé el cementerio sin dificultad, puesto que sabía dónde se encontraba la iglesia (aunque no conocía su interior). Me costó bastante localizar mi sepultura, pues apenas podía leer las inscripciones de las lápidas, pero al cabo de un par de horas di con ella y comprobé con satisfacción que estaba limpia y cuidada. Supongo que les parecerá una búsqueda un tanto macabra, pero les aseguro que morir es la cosa más natural del mundo y no me inquietaba vagar por el cementerio buscando mi epitafio.
Una pequeña cruz blanca señalaba el lugar donde reposaban mis restos y en la lápida figuraba la siguiente inscripción:
Así pues, había muerto a los treinta y dos años, probablemente no por causas naturales. Más abajo había otras tres palabras grabadas en la piedra y, al verlas, los ojos se me llenaron de lágrimas. Éstas decían sencillamente: «NUNCA TE OLVIDAREMOS».
Conque no, ¿eh?, pensé con amargura.
Tampoco tuve dificultad en hallar la fábrica de plásticos. Mientras atravesaba la población empecé a recordar las tiendas, los pequeños restaurantes y los pubs. Deseaba entrar en uno y pedir una jarra de cerveza. Supuse que era domingo, pues la calle principal estaba desierta y a lo lejos oía el tañido de las campanas de la iglesia. Los pubs aún no habían abierto las puertas y recordé que los domingos, a la hora del almuerzo, siempre iba a tomarme una copa.
Al contemplar la fábrica, la cual se hallaba situada a un kilómetro de la población, recordé viejos sentimientos, una mezcla de orgullo, emoción y angustia. Tenía una sola planta, pero era moderna y compacta. Observé que habían construido un anexo recientemente. En la fachada había un letrero de plástico, el cual se iluminaba de noche, que decía: «NETTLE & NEWMAN-ADVANCED PLASTICS LTD».
Nettle & Newman. ¿Newman? ¿Quién era Newman…? En efecto, lo han adivinado. Mi asesino era mi socio.
Todas las piezas empezaban a encajar. Lo que más me dolía era que no sólo me había arrebatado el negocio, sino también a mi mujer. Ahora recordaba su rostro y su persona con toda claridad. Habíamos fundado juntos la empresa, creándola de la nada, compartiendo nuestros fracasos y celebrando nuestros éxitos. Mi socio era más hábil que yo para los negocios (aunque en ocasiones se equivocaba), pero yo tenía más conocimientos —casi instintivos— sobre los plásticos. Parece absurdo, pero yo me había sentido muy orgulloso de mis conocimientos. ¡Plásticos! ¡Si ni siquiera son comestibles! Al principio nos llevábamos muy bien, casi como hermanos, y nos respetábamos mutuamente. En ocasiones yo demostraba ser tan hábil como mi socio, pero era testarudo cuando creía tener razón y creo que fue mi obstinación la causa de los problemas entre nosotros.
Aunque no recordaba con claridad los detalles de nuestras disputas, la imagen de las acaloradas discusiones que habíamos sostenido últimamente estaba grabada en mi mente con toda precisión. Durante un tiempo temí que nuestros desacuerdos nos obligaran a disolver la sociedad, pero ¿qué es lo que había sucedido?
Que mi socio me había asesinado.
Newman. Reginald Newman. ¡El tío Reg! Eso fue lo que Carol había dicho a Polly cuando la niña le preguntó si podía quedarme a vivir con ellas: «Debemos esperar a que regrese el tío Reg», o algo por el estilo. ¡Ese canalla se había apoderado de mi negocio y de mi familia! ¿Había yo sospechado sus intenciones antes de morir? ¿Era ése el motivo de que yo fuera distinto? ¿Acaso era como uno de los desgraciados fantasmas que había visto, ligados a su vida anterior como una penitencia por las faltas que habían cometido? ¿Acaso me habían permitido conservar los viejos recuerdos (¿o se debía a mi tozudez?) a fin de que resolviera la situación?
Estaba decidido a vengarme. Tenía que proteger a los míos. (No hay nada peor que un idiota ennoblecido por el afán de venganza.)
La fábrica estaba cerrada, de modo que me dediqué a husmear alrededor de la fachada y el anexo que habían construido en la parte posterior del edificio. El negocio debía haber prosperado después de mi muerte.
Al cabo de un rato empecé a aburrirme. Por extraño que parezca, mi negocio, el cual había constituido una parte importante de mi vida, en aquellos momentos me parecía absolutamente insustancial. Lo cierto es que después de las emociones iniciales todo me parecía tremendamente aburrido. Así pues, me dediqué a perseguir a unos conejos que correteaban por un prado cercano.
Al cabo de un rato regresé a mi casa y comprobé que no había nadie. El coche no estaba aparcado en el camino y no se oía ningún ruido dentro de la casa. Parecía un cascarón vacío, lo mismo que la fábrica; ambas habían perdido su significado. Sin sus ocupantes, sin mi directa participación, no eran más que un montón de ladrillos. No recuerdo haber sido consciente entonces de esta insólita y fría actitud, y es ahora, en los momentos de lucidez, cuando me doy cuenta de los cambios que se han ido operando en mí a lo largo de los años.
Estaba famélico, de modo que enfilé la carretera que atravesaba el pueblo y regresé a la tienda de ultramarinos. Una rápida redada a la pila de patatas «de todos los sabores» me procuró el almuerzo, después de lo cual abandoné apresuradamente Marsh Green.
Cuando me dirigía hacia unos prados se acercó un coche patrulla, el cual se detuvo junto a mí. Un policía asomó la cabeza por la ventanilla y me llamó. Después de mi feroz ataque contra el bueno de Reggie, sabía que la Policía me andaba buscando; no se puede atacar a un respetable miembro de la comunidad a menos que te hayan entrenado para ello.
Me entretuve jugando un rato con unas ovejas, hasta que apareció un collie con cara de pocos amigos y me obligó a largarme. Las burlas de las ovejas ante mi precipitada retirada me irritaron, pero era inútil tratar de razonar con su perro guardián: estaba sometido a su dueño.
El resto de la tarde me entretuve bebiendo en un riachuelo, comiendo unas setas y echando un sueñecito sobre la hierba.
Cuando me desperté me sentía más animado y regresé a la fábrica para aguardar la llegada de mi socio.
Reginald apareció al día siguiente muy temprano, antes que nuestros —mejor dicho, sus— empleados. Yo me hallaba devorando un tierno conejo que había encontrado adormilado en un prado cercano (me había dejado dominar por mi instinto canino, del cual, por otra parte, me sentía muy orgulloso), cuando el sonido de un coche que se aproximaba interrumpió mi desayuno. Me agazapé junto a un seto y comencé a gruñir de forma amenazadora. El sol resplandecía y, al apearse del coche, mi socio levantó una nube de polvo sobre el pavimento.
Noté que los músculos de mis hombros se tensaban y me dispuse a atacarlo. No estaba seguro de lo que iba a hacer, pues el odio que sentía me impedía razonar de forma lógica. En el preciso instante en que me disponía a abalanzarme sobre él, apareció otro coche y se detuvo junto al de Newman. Un hombre fornido, vestido con un traje gris, se apeó del automóvil y saludó a Newman con la mano. Su cara me resultaba familiar y súbitamente, al imaginármelo vestido con una bata blanca, comprendí que se trataba del gerente del departamento técnico. Era un hombre bondadoso, con escasa imaginación, pero responsable y trabajador.
—Parece que va a hacer un calor asfixiante —le dijo a mi enemigo, sonriendo.
—Sí, lo mismo que ayer —respondió Newman, sacando una cartera del asiento delantero del coche.
—Está usted muy moreno —dijo el gerente—. ¿Estuvo trabajando ayer en el jardín?
—No. Decidí marcharme con Carol y Gillian a la costa.
—Debieron pasarlo estupendamente.
Newman se echó a reír y dijo:
—En efecto. He pasado muchos fines de semana enfrascado en mis papeles y mi esposa comenzaba a protestar.
El gerente asintió mientras aguardaba a que Newman abriera la puerta de la fábrica.
—A propósto, ¿cómo está su esposa? —le oí preguntar.
—Mucho mejor. Todavía le recuerda, como es natural, a pesar del tiempo que ha transcurrido, lo mismo que nosotros. Podríamos repasar la agenda de la semana hasta que lleguen los empleados…
Ambos penetraron en el edificio y cerraron la puerta. ¿Su esposa? ¿De modo que Carol se había casado con él?
Me sentía dolido y desconcertado. ¡Ese canalla se había apoderado de todo!
Permanecí agazapado junto al seto, tratando de dominar mi impaciencia, mientras los obreros de la fábrica emprendían sus actividades habituales. Me hallaba a la sombra y de pronto sentí un escalofrío, pero decidí esperar el momento propicio para lanzarme al ataque.
Newman salió hacia el mediodía, con la chaqueta colgada del brazo y aflojándose la corbata, pero no me moví, pues había varios obreros sentados a la sombra, comiéndose unos bocadillos, y tumbados al sol. Newman se montó en el coche, bajó la ventanilla y partió en dirección a la carretera.
Yo rechiné los dientes, pero decidí segir aguardando.
Mi asesino regresó una hora más tarde, pero aún no era el momento propicio para atacarlo.
Dormí hasta el atardecer. Los obreros —muchos de los cuales había reconocido— abandonaron la fábrica, deseosos de escapar del sofocante calor. Poco después salió el personal de oficina, consistente en dos secretarias y un administrador, y una hora más tarde lo hizo el gerente. Newman seguía trabajando.
Al cabo de unos minutos se encendió una luz en la ventana de nuestro —su— despacho. Salí sigilosamente de mi escondite y me acerqué al edificio, sin apartar la vista de la ventana. Me alcé sobre mis cuartos traseros y apoyé las patas en el muro. Estiré el cuello hasta que los tendones me dolieron, pero sólo alcancé a ver la lámpara fluorescente que había en el techo.
Di una vuelta alrededor de la fábrica, buscando alguna abertura, pero no hallé ninguna.
Entonces me fijé en el coche de Newman, el cual se hallaba aparcado frente al edificio. Al acercarme comprobé que la ventanilla junto al asiento del conductor estaba abierta. Aquel día había hecho un calor sofocante.
Comprendí lo que debía hacer, aunque el medio de conseguirlo no era tan sencillo. Después de cuatro infructuosos intentos de introducirme por la ventanilla, caí sobre el asiento del conductor. Permanecí tendido unos minutos, tratando de recuperar el resuello y frotándome mi dolorido vientre. Luego me deslicé hacia la parte posterior y me tumbé en el suelo, temblando de pies a cabeza.
Al cabo de una hora Newman abandonó el edificio. Le oí abrir la portezuela, arrojar una cartera en el asiento delantero y montarse en el coche. Luego puso el motor en marcha, encendió los faros y salió del aparcamiento haciendo marcha atrás. Al arrancar, colocó la mano sobre el respaldo del asiento y sentí unos incontenibles deseos de morderle los dedos, pero necesitaba contar con algo más que mi propia fuerza para vengarme de él.
Necesitaba contar con la velocidad de su automóvil.
Newman se dirigió hacia la carretera que conducía al pueblo. Tenía que atravesar Edenbridge para llegar a Marsh Green y, puesto que la ciudad se hallaba a escasa distancia del pueblo, yo sabía que no tardaría en presentarse el momento de atacarlo. Desde Edenbridge había un largo tramo recto hasta llegar a un desvío a la izquierda que conducía a Hartfield, y luego enfilaría un camino más estrecho, a la derecha, que conducía a Marsh Green. La mayoría de los conductores aceleraban en el tramo recto hasta llegar a la curva, y supuse que Newman haría lo mismo, puesto que a aquellas horas de la noche la carretera estaría desierta. Entonces entraría en acción, aunque significara matarme. A fin de cuentas, no tenía nada que perder.
Al pensar en lo que ese canalla había hecho conmigo, sentí que me bullía la sangre. Del fondo de mi garganta brotó un gruñido sofocado que fue ascendiendo lentamente, como un torrente de lava, hasta que al fin estalló en un grito de odio y violencia.
Newman se giró y vi el temor dibujado en su rostro mientras me miraba con los ojos desorbitados, olvidándose de retirar el pie del acelerador. El coche se precipitó hacia delante y vi la curva unos segundos antes de que me abalanzara sobre él.
Newman se inclinó hacia delante, tratando de protegerse, pero me arrojé sobre él y casi le arranqué la oreja de un mordisco. Newman gritó, yo también grité, el coche comenzó a dar bandazos y se salió de la carretera.
Salí despedido a través del parabrisas, me deslicé por el capó y caí al suelo frente a los faros, envuelto en un resplandor blanco y cegador. Durante una fracción de segundo que a mí me pareció una eternidad, me sentí flotar en un útero incandescente, hasta que el dolor me hizo perder el conocimiento y me sumí en la oscuridad.
Más tarde recordé todo cuanto había sucedido y comprendí que estaba equivocado.