Capítulo 3

No permanecí mucho tiempo allí.

Mis recuerdos de aquellos primeros meses son muy vagos. Supongo que mi extraño cerebro trataba de adaptarse a su nueva existencia. Recuerdo que me depositaron en una cesta en la que me negaba a permanecer; recuerdo que colocaron unos curiosos objetos en el suelo junto a mí; recuerdo la oscura soledad de la noche.

Recuerdo que a veces me gritaban y me restregaban el hocico en unos charcos nauseabundos, de cuyo hedor no conseguía librarme hasta al cabo de varias horas. Recuerdo que agitaban ante mí unos objetos hechos trizas, mientras la compañera del gigante gritaba como una histérica. Recuerdo un lugar que olía de forma muy interesante, cuyos aromas procedentes de diversos animales constituían una delicia para un perro, donde un ogro cubierto con una piel blanca y suelta me clavó un objeto largo y delgado en el lomo mientras yo no cesaba de aullar. Recuerdo que me ataban una incómoda tira de piel larga y seca alrededor del pescuezo, a la que a veces añadían otra tira de piel más larga con la que el gigante me arrastraba o me obligaba a detenerme cuando salíamos. Recuerdo el terror que me infundían aquellos enormes monstruos que nos perseguían y pasaban rugiendo junto a nosotros como si quisieran aplastarnos.

Aunque parezca que sufrí mucho de cachorro, no es exactamente así. Hubo unos momentos maravillosos durante los cuales me sentía contento y satisfecho. Recuerdo unas alegres veladas mientras permanecía tumbado en el regazo de mi amo, delante de una cosa llameante y caliente que me abrasaba el hocico cuando trataba de olfatearlo. Recuerdo la mano del gigante acariciándome desde la cabeza hasta el rabo. Recuerdo la primera vez que pisé la inmensa explanada de pelo verde que respiraba y estaba llena de vida. Corrí, salté y me revolqué en ella, mordisqueándola y olfateando sus deliciosos aromas. Recuerdo haber perseguido a un extraño animal de orejas puntiagudas que habitaba al otro lado del muro, con el rabo tieso y el pelo formado por millares de agujas, mientras éste me gritaba obscenidades. Era muy divertido. Recuerdo que hacía rabiar a mi gigante arrebatándole uno de los curiosos objetos con los que se cubría los pies, obligándole a perseguirme hasta caer exhausto. Luego me acercaba y depositaba el objeto en el suelo junto a él, sonriendo satisfecho, pero volvía a arrebatárselo antes de que él pudiera asirlo. Recuerdo la deliciosa comida que me daban, aunque al principio me negaba a tragármela porque me desagradaba su sabor, pero luego el hambre vencía la repugnancia que me inspiraba y la devoraba con avidez, mientras la saliva se deslizaba por mis mandíbulas. Recuerdo que tenía una manta que mordisqueé hasta hacerla pedazos, pero de la que me negaba a separarme. Y también recuerdo mi hueso favorito, el cual oculté detrás de unos matorrales en la pequeña parcela verde al otro lado del muro. Recuerdo todas esas cosas vagamente, pero con un afecto lleno de nostalgia.

Supongo que era un cachorro un tanto neurótico, aunque es lógico, dada las experiencias que había vivido. Cualquiera se habría vuelto neurótico en mi lugar.

No recuerdo exactamente cuánto tiempo viví con el gigante y su compañera, supongo que unos tres o cuatro meses. Llevaba la vida típica de un perro, pues mis sentidos humanos se hallaban todavía aletargados, aunque dispuestos a estallar en cualquier momento. Me alegro de haber tenido la oportunidad de adaptarme a mi nuevo caparazón antes de que me asaltaran los terribles recuerdos. La siguiente etapa de mi vida iba a iniciarse muy pronto y yo, como es lógico, no estaba preparado para afrontarla.

Supongo que se deshicieron de mí porque era un engorro. Sé que al gigante le caía simpático y que incluso me tenía cariño, pues recuerdo su afecto y su bondad. Las primeras noches, durante las cuales aullaba aterrado en la oscuridad recordando a mis hermanos y a mi madre, él me llevó a su habitación. Me tumbé en el suelo junto a su cama, pese a las protestas de su compañera, la cual se enojó aún más a la mañana siguiente cuando halló unos charcos y unos suaves montoncitos desperdigados por el esponjoso suelo. Creo que me tomó ojeriza desde aquel momento. Ambos recelábamos el uno del otro, lo cual nos impedía mantener una relación amistosa. Lo mejor que puedo decir de ella es que me trataba como a un perro.

En aquella época las palabras constituían meros sonidos para mí, pero sentía las emociones que se ocultaban tras ellas. Presentía, sin comprenderlo, que yo era el sustituto de algo. Según creo recordar, se trataba de una pareja de mediana edad, sin hijos. Por los ruidos que solían emitirse mutuamente deduje que el gigante se sentía avergonzado y su compañera lo despreciaba. El ambiente que reinaba entre ellos me desconcertaba y no contribuía a mi estabilidad emocional. El caso es que como sustituto no tuve mucho éxito.

No recuerdo si fue un determinado episodio o un cúmulo de desastres lo que provocó que me pusieran de patitas en la calle. Sólo sé que un buen día me encontré de nuevo entre mis colegas caninos. Mi segundo hogar era una perrera.

Y fue allí donde se produjo la revelación.