Capítulo 18

Me levanté de un salto, tratando de clavarle los diente en el cuello, pero el hombre interpuso un brazo entre ambos y le mordí en el brazo.

Carol comenzó a gritar, pero yo no le hice caso; no dejaría que este asesino se acercara a ella. El hombre lanzó un grito de dolor y me agarró por el pelo con la otra mano; chocamos con la puerta y caímos al suelo. Le ataqué ferozmente, impulsado por el odio que sentía hacia él y, al percibir su temor, aumentó mi excitación.

Carol me agarró por detrás, tratando de apartarme de él, temiendo que pudiera matarlo. Pero yo me resistí; ella no comprendía el peligro que corría.

Durante unos breves segundos el hombre y yo nos miramos frente a frente y tuve la impresión de que me había reconocido. Luego me abalancé de nuevo sobre él. Carol me aferró por el cuello y empezó a apretar y a tirar de mí al mismo tiempo, mientras el hombre me rodeaba el hocico con una mano y me clavaba los dedos en la mandíbula. Yo no podía luchar contra ambos y me vi obligado a soltar a mi víctima.

El hombre me pegó un puñetazo en el vientre que me dejó sin aliento. Solté un ladrido de dolor y me lancé de nuevo al ataque, pero él me aferró las mandíbulas con ambas manos para evitar que le mordiera. Intenté arañarlo, pero mis uñas resbalaron sobre su chaqueta. Carol me sujetaba con fuerza, impidiendo que me arrojara sobre él. Le grité que me soltara, pero sólo pude emitir un débil gruñido.

—¡No dejes que se escape! —gritó el hombre—. ¡Saquémoslo de aquí!

Mientras me apretaba el morro con una mano, me agarró con la otra por el collar y empezó a arrastrarme hacia la puerta. Carol me aferró por el rabo para ayudarle. Yo traté de resistirme, pero fue inútil y sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. ¿Por qué ayudaba Carol a ese hombre?

Cuando me arrastraban hacia la puerta vi a Polly observándonos desde la escalera, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¡Quédate ahí! —le gritó Carol—. ¡No te muevas!

—¿Qué estáis haciendo con Fluke, mamá? —preguntó Polly llorando. ¿A dónde os lo lleváis?

—No te inquietes, Gillian —respondió el hombre—. Tenemos que sacarlo de aquí.

—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

No tuvieron tiempo de responder a su pregunta pues, al comprender que estaba perdiendo la batalla, había redoblado mis esfuerzos para librarme. Me giré y clavé las pezuñas en la alfombra, pero fue en vano, no podía luchar contra ellos.

Cuando alcanzamos la puerta, el hombre dijo a Carol que la abriera. Ella le obedeció y sentí una ráfaga de aire en el rostro. Desesperado, volví la cabeza y grité:

—¡Soy yo, Carol, Nigel! ¡He regresado! ¡No dejes que este nombre me haga esto!

Pero tan sólo oyó los furiosos ladridos de un perro rabioso.

Con un último esfuerzo, conseguí romper la manga de la chaqueta que llevaba el hombre y le clavé los dientes en la muñeca antes de que me arrojaran fuera y cerraran la puerta de un portazo.

Me arrojé contra la puerta, aullando frenéticamente. A través de la puerta oí la voz de Carol, tratando de consolar a Polly. Luego oí la voz del hombre pronunciando las palabras «un perro rabioso» y «ataque», y supuse que hablaba con alguien por teléfono.

—¡No permitas que lo haga, Carol! ¡Por favor, soy yo! —Estaba seguro de que hablaba con la Policía.

Al cabo de cinco minutos vi que se acercaba un coche por el sendero. Yo me hallaba debajo de la ventana de la planta baja, corriendo de un lado para otro, gritando y gimiendo, mientras Carol, Polly y el hombre me observaban atemorizados. Observé con estupor que el hombre tenía los brazos alrededor de los hombros de Carol y Polly.

El pequeño Panda frenó bruscamente y se apearon dos hombres. Uno de ellos sostenía un palo con un aro en un extremo. Comprendí de inmediato de qué se trataba y decidí no darles la oportunidad de utilizarlo. Eché a correr en la oscuridad, pero no me alejé mucho.

Más tarde, cuando los policías se dieron por vencidos después de buscarme durante un buen rato, regresé sigilosamente. Les oí hablar con Carol y con el hombre, luego salieron de la casa, se montaron en el coche y partieron. Seguramente regresarían mañana para rastrear la zona a la luz del día, pero esta noche estaba seguro. Decidí esperar a que el hombre saliera para seguirlo, o quizá le atacaría allí mismo. No, eso sería una imprudencia, pues Carol y Polly se asustarían y Carol llamaría de nuevo a la Policía. Además, ese tipo era más fuerte que yo. Era preferible seguirlo —guiándome por el olor del coche (los coches también emiten un discreto olor)— y atacarlo por sorpresa. Reconozco que era un plan descabellado, pero yo era un perro bastante estúpido. Así pues, me dispuse a esperar.

Al cabo de varias horas comprendí que el hombre no iba a aparecer. Su automóvil seguía aparcado en el camino, lo cual indicaba que él se hallaba todavía en la casa, y deduje que se proponía pasar la noche allí.

¿Cómo puedes hacerme eso, Carol? Sí, ya sé que debe hacer unos dos años que he muerto, pero ¿cómo puedes traicionarme con él? ¿Precisamente con el tipo que me ha asesinado? ¿Cómo puedes hacerme esto después de todo lo que hemos compartido? ¿Acaso no significo nada para ti?

Desesperado, lancé un aullido y al cabo de unos instantes vi que alguien descorría las cortinas del dormitorio. ¡De mi dormitorio!

¿Cómo era posible que existiera tanta maldad? Ese hombre me había matado y se había apoderado de mi mujer, pero yo hallaría el medio de vengarme.

Me alejé de la casa, pues no soportaba el dolor de contemplarla e imaginarme lo que estaba sucediendo en su interior. Vagué por la oscuridad, atemorizando a los animales nocturnos y turbando su reposo, hasta que al fin, agotado y desesperado, me dejé caer en un hoyo cubierto por unas zarzas y me oculté allí hasta el amanecer.