42. YOSSARIAN

—¿No crees tú también que es odioso, Danby?

El comandante Danby reflexionó unos momentos.

—Sí, supongo que sí —concedió de mala gana. Sus ojos globulares, exoftálmicos, expresaban gran turbación—. Pero ¿por qué aceptaste el pacto si no te gustaba?

—Fue un momento de debilidad —replicó Yossarian con sombría ironía—. Intentaba salvar mi vida.

—¿Y ya no quieres salvarla?

—Por eso no voy a consentir que me obliguen a cumplir más misiones.

—Entonces, que te envíen a Estados Unidos y así no correrás peligro.

—Que me manden a Estados Unidos porque tengo en mi haber más de cincuenta misiones —objetó Yossarian—, y no porque me apuñalara una chica, ni porque me haya convertido en un hijo de puta rebelde.

El comandante Danby sacudió la cabeza con decisión y sincera aflicción miópica.

—En ese caso, tendrían que enviar a Estados Unidos a la mayoría de los hombres. Casi todos cuentan con más de cincuenta misiones. El coronel Cathcart no podría solicitar de golpe tantas tripulaciones de reemplazo inexpertas sin que se abriera una investigación. Ha caído en su propia trampa.

—Es problema suyo.

—No, no, Yossarian —se apresuró a rebatir el comandante Danby—. El problema es tuyo, porque si no quieres seguir adelante con el pacto, tomarán las medidas necesarias para formarte consejo de guerra en cuanto te den de alta en el hospital.

Yossarian se llevó el pulgar a la nariz, burlón, y se echó a reír con altanería.

—¡Y una leche! No me mientas, Danby. Ni siquiera lo intentarán.

—¿Por qué no? —preguntó el comandante Danby, parpadeando asombrado.

—Porque ahora sí que los tengo entre la espada y la pared. Según el informe oficial, me apuñaló un asesino nazi que quería matarlos a ellos. Parecerían un poco ridículos si después de eso intentaran formarme consejo de guerra.

—¡Pero Yossarian! —exclamó el comandante Danby—. Hay otro informe oficial que dice que te apuñaló una chica inocente en el transcurso de una operación del mercado negro a gran escala con actos de sabotaje y venta de secretos militares al enemigo.

La noticia sorprendió y turbó profundamente a Yossarian.

—¿Qué hay otro informe oficial?

—Yossarian, pueden redactar todos los informes que quieran y elegir los que necesiten en un momento dado. ¿No lo sabías?

—¡Dios mío! —murmuró Yossarian, desalentado. Su rostro perdió el color—. Dios mío.

El comandante Danby añadió ávidamente, con rapaz expresión de buena voluntad:

—Haz lo que quieren, Yossarian, y déjalos que te envíen a casa. Será lo mejor para todos.

—Lo mejor para Cathcart, Korn y para mí, pero no para todos.

—Para todos —insistió el comandante Danby—. Así se resolverá por completo el problema.

—¿Es lo mejor para los hombres que tendrán que seguir cumpliendo misiones?

El comandante Danby hizo una mueca de desagrado y volvió la cara unos segundos, incómodo.

—Yossarian —contestó—, a nadie le servirá de nada que obligues al coronel Cathcart a hacerte consejo de guerra y a declararte culpable de todos los delitos que se te imputarán. Pasarás mucho tiempo en la cárcel, y tu vida quedará destrozada.

Yossarian escuchó sus palabras con preocupación creciente.

—¿De qué delitos me acusarán?

—Incompetencia en la misión de Ferrara, insubordinación, negativa a entablar batalla con el enemigo cuando te lo ordenaron y deserción.

Yossarian se mordió el interior de las mejillas con expresión grave.

—No pueden acusarme de todo eso. Me han concedido una medalla por lo de Ferrara, ¿no? Entonces, ¿cómo van a acusarme de incompetencia?

—Aarfy está dispuesto a jurar que McWatt y tú mentisteis en su informe oficial.

—¡Ese hijo de puta es capaz de cualquier cosa!

—También te declararán culpable de violación, operaciones a gran escala en el mercado negro, actos de sabotaje y venta de secretos militares al enemigo —recitó el comandante Danby.

—¿Cómo piensan demostrarlo? Yo no he hecho nada de eso.

—Pero cuentan con testigos que jurarán lo contrario. Pueden obtener cuantos testigos se les antojen sencillamente convenciéndolos de que destruirte beneficiaría a la nación. Y, en cierto sentido, es verdad.

—¿En qué sentido? —preguntó Yossarian, incorporándose lentamente sobre un codo y tratando de refrenar su agresividad.

El comandante Danby se acobardó un poco y volvió a enjugarse la frente.

—Verás, Yossarian —empezó a explicar, tartamudeando—, desprestigiar ahora al coronel Cathcart y al coronel Korn no nos favorecería militarmente. Hay que aceptarlo, Yossarian: a pesar de los pesares, el escuadrón tiene un historial muy bueno. Si te hicieran consejo de guerra y te declararan inocente, lo más probable es que otros hombres se negaran también a cumplir más misiones. El coronel Cathcart quedaría en ridículo y disminuiría la eficacia de la unidad. En ese sentido resultaría beneficioso para la nación que te declararan culpable y te encarcelaran, por muy inocente que seas.

—¡Qué forma tan encantadora de presentar las cosas! —le espetó Yossarian cáusticamente.

El comandante Danby enrojeció y entrecerró los ojos, violento.

—Por favor, no me eches la culpa a mí —le rogó con afligida expresión de integridad—. Sabes que yo no tengo nada que ver. Lo único que hago es intentar ver las cosas objetivamente y encontrar solución a una situación muy complicada.

—Yo no he creado esa situación.

—Pero sí puedes resolverla. Además, ¿qué otra cosa vas a hacer? No quieres cumplir más misiones.

—Puedo escaparme.

—¿Escaparte?

—Desertar. Largarme. Darle la espalda a este lío y marcharme.

El comandante Danby parecía escandalizado.

—¿Adónde? ¿Adónde irías?

—Puedo llegar hasta Roma con facilidad, y esconderme allí.

—¿Y vivir con el peligro de que te descubran el resto de tu vida? No, no, no, Yossarian. Eso sería desastroso e innoble. No se resuelven los problemas huyendo de ellos. Créeme, por favor. Yo sólo intento ayudarte.

—Eso es lo mismo que me dijo esa especie de detective antes de decidir meterme los dedos en la herida —replicó Yossarian sarcásticamente.

—Yo no soy detective —objetó el comandante Danby, indignado, sonrojándose otra vez—. Soy profesor universitario, con un profundo sentido del bien y del mal, y jamás intentaría engañarte. No soy capaz de mentirle a nadie.

—¿Y qué harías si alguno de los hombres del escuadrón le preguntara algo sobre esta conversación?

—Le mentiría.

Yossarian se echó a reír, socarrón, y el comandante Danby, a pesar de su sonrojo y su azoramiento, se reclinó aliviado, como si se alegrara del respiro que parecía prometer el cambio de actitud de Yossarian. Este lo miró con una mezcla de discreta lástima y desprecio. Se incorporó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero, encendió un cigarrillo, esbozó una sonrisa forzada, y se quedó mirando con extraña simpatía la vivida expresión de horror y ojos desorbitados que se había instalado permanentemente en el rostro del comandante Danby desde el día de la misión de Aviñón, cuando el general Dreedle ordenó que lo sacaran y lo fusilaran. Las arrugas de susto, como profundas cicatrices negras, perduraban, indelebles, y Yossarian sintió pena de aquel idealista cuarentón, amable y moralista, como sentía pena de tantas otras personas con defectos no muy grandes y problemas muy ligeros.

Esforzándose por parecer cordial, dijo:

—Danby, ¿cómo puedes trabajar con gente como Cathcart y Korn? ¿No te revuelven el estómago?

Al comandante Danby pareció sorprenderle la pregunta de Yossarian.

—Lo hago para ayudar a mi país —contestó, como si la respuesta saltara a la vista—. El coronel Cathcart y el coronel Korn son mis superiores, y obedecer sus órdenes es mi única contribución a la guerra. Trabajo con ellos porque es mi deber. Y además —añadió en voz mucho más baja, clavando la mirada en el suelo—, porque no soy una persona muy agresiva.

—El país ya no necesita tu ayuda —objetó Yossarian—. Así que lo único que estás haciendo es ayudarles a ellos.

—Intento no pensar en eso —admitió el comandante Danby con franqueza—. Pero sí intento centrarme en el resultado final y olvidar que ellos están triunfando. Trato de convencerme de que ellos no tienen importancia.

—Ése es precisamente mi problema —musitó Yossarian, comprensivo, cruzándose de brazos—. Entre los ideales y yo siempre encuentro Scheisskopf, Peckem, Korn y Cathcart, y claro, el ideal se transforma.

—Debes intentar no pensar en ellos —le aconsejó el comandante Danby con firmeza—. Y no debes consentir que cambien tu sistema de valores. Los ideales son buenos, pero a veces las personas no lo son tanto. Hay que tratar de mirar más alto, para ver el cuadro completo.

Yossarian rechazó el consejo con un escéptico movimiento de cabeza.

—Lo que yo veo en esos casos es gente aprovechándose de todo, no el cielo ni los santos ni los ángeles. Los veo aprovechándose de cualquier impulso decente y de cualquier tragedia humana.

—Pero debes intentar no pensar en eso —insistió el comandante Danby—. Y también debes intentar no disgustarte.

—No, si yo no me disgusto por eso, pero sí porque se piensen que me chupo el dedo. Creen que son listos y que los demás somos tontos. Y, ¿sabes una cosa, Danby? Se me acaba de ocurrir ahora mismo que quizá tengan razón.

—Pero también debes intentar no pensar en eso —argumentó el comandante Danby—. Sólo debes pensar en el bienestar de la nación y en la dignidad del hombre.

—Sí, claro, claro —convino Yossarian.

—Lo digo en serio, Yossarian. No estamos en la Primera Guerra Mundial. No olvides que nos enfrentamos con unos agresores que no dejarán vivir a nadie si ganan.

—Ya lo sé —replicó secamente Yossarian, ceñudo, con un repentino acceso de rabia—. ¡Dios del cielo, Danby, esa medalla que me dieron me la tengo merecida, cualesquiera que sean las razones por las que me la concedieron! ¡Maldita sea! He cumplido setenta misiones de combate, o sea, que no me vengas ahora con que luche para salvar a mi país. Llevo todo este tiempo luchando por salvarlo, y ahora voy a luchar por salvarme a mí mismo. El país ya no corre peligro, pero yo sí.

—Aún no ha acabado la guerra. Los alemanes se dirigen hacia Amberes.

—Los alemanes caerán dentro de pocos meses, y después los japoneses. Si tuviera que dar mi vida ahora, no sería por mi país, sino por Cathcart y Korn. De modo que he decidido abandonar la mira de precisión. A partir de este momento, sólo voy a pensar en mí.

El comandante Danby replicó con sonrisa indulgente, de superioridad:

—Pero ¿y si todos pensaran como tú, Yossarian?

—Entonces sería un imbécil si pensara de otra manera, ¿no? —Se enderezó un poco más, con una expresión extraña—. Es curioso. Tengo la sensación de haber mantenido esta misma conversación con otra persona. Es como lo que le pasa al capellán, que siempre cree haber experimentado todo dos veces.

—El capellán quiere que les deje que te envíen a casa —comentó el comandante Danby.

—Por mí, el capellán puede irse al cuerno.

—¡Dios mío! —suspiró el comandante Danby, moviendo la cabeza decepcionado—. Teme haberte influido.

—No me ha influido. ¿Sabes qué podría hacer? Quedarme aquí, en esta cama, y dedicarme a vegetar. Podría vegetar cómodamente mientras otras personas tomaban las decisiones.

—Tienes que tomar decisiones —objetó el comandante Danby—. Un ser humano no puede vivir como un vegetal.

—¿Por qué no?

En los ojos del comandante Danby penetró una luz lejana y cálida.

—Debe de ser agradable vivir como un vegetal —concedió soñadoramente.

—Es repugnante —replicó Yossarian.

—No, debe de resultar muy agradable verse libre de tantas dudas y presiones —insistió el comandante Danby—. Creo que me gustaría vivir como un vegetal y no tomar ninguna decisión importante.

—¿Qué clase de vegetal, Danby?

—Un pepino, o una zanahoria.

—¿Qué clase de pepino? ¿Bueno o malo?

—Bueno, bueno, naturalmente.

—Entonces te arrancarían y te pondrían en una ensalada.

El rostro del comandante se ensombreció.

—Pues uno malo.

—Dejarían que se pudriese y lo utilizarían como fertilizante para cultivar los buenos.

—Entonces, supongo que no quiero vivir como un vegetal —concluyó el comandante Danby con una triste sonrisa de resignación.

—¿De verdad debo dejarles que me envíen a casa, Danby? —le preguntó Yossarian muy serio.

El comandante se encogió de hombros.

—Es una forma de salvarse.

—Es una forma de perderse, Danby. Tú deberías saberlo.

—Podrías tener cuanto quisieras.

—No quiero tener cuanto quiero —respondió Yossarian; después golpeó el colchón con el puño, rabioso y frustrado—. ¡Maldita sea, Danby! En esta guerra han muerto amigos míos. No puedo hacer un pacto a estas alturas. Que me apuñalara esa puta es lo mejor que me ha pasado en mi vida.

—¿Preferirías ir a la cárcel?

—¿Dejarías que te enviaran a casa?

—¡Claro que sí! —declaró con convicción el comandante Danby—. Naturalmente que sí —añadió al cabo de unos momentos, con menos seguridad—. Sí, supongo que les dejaría hacerlo si estuviera en tu lugar —decidió, molesto, tras complejas reflexiones. A continuación giró bruscamente la cara, en un gesto de asco y angustia, y le espetó a Yossarian lo siguiente—: ¡Sí, claro que les dejaría hacerlo! Pero soy tan cobarde que nunca podría estar en tu lugar.

—Pero ¿y si no fueras un cobarde? —preguntó Yossarian, examinándolo detenidamente—. ¿Y si tuvieras valor para desafiar a alguien?

—Entonces no les dejaría que me enviaran a casa —juró el comandante Danby con vehemencia, jubiloso y entusiasta—. Pero tampoco les dejaría que me formaran consejo de guerra.

—¿Cumplirías más misiones?

—No, por supuesto que no. Eso supondría capitular, y posiblemente que me mataran.

—¿Te escaparías?

El comandante Danby inició una respuesta, orgulloso, y se calló bruscamente; dejó la mandíbula colgando, y la cerró, atontado. Frunció los labios en un mohín de cansancio.

—Supongo que entonces no me quedaría ninguna esperanza, ¿verdad?

Su frente y sus protuberantes globos oculares empezaron a refulgir de nerviosismo una vez más. Cruzó las blandas muñecas en el regazo, y clavó la mirada en el suelo, derrotado, dando la sensación de que apenas respiraba. La ventana arrojaba oscuras sombras sesgadas. Yossarian lo contempló, solemne, y ninguno de los dos hizo el menor movimiento al oír las chirriantes ruedas de un vehículo al detenerse fuera y unas rápidas pisadas retumbantes que se dirigían hacia el edificio.

—Sí, te queda esperanza —recordó Yossarian con un perezoso torrente de inspiración—. Milo puede ayudarte. Es más importante que el coronel Cathcart, y me debe unos cuantos favores.

El comandante Danby negó con la cabeza y respondió con voz apagada:

—Milo y el coronel Cathcart son muy amigos ahora. Milo lo ha nombrado vicepresidente y le ha prometido un importante puesto cuando acabe la guerra.

—¡Entonces, nos ayudará el ex soldado de primera Wintergreen! —exclamó Yossarian—. Detesta a los dos, y esto lo va a poner furioso.

El comandante Danby volvió a negar con la cabeza, apesadumbrado.

—Milo y el ex soldado de primera Wintergreen se fusionaron la semana pasada. Son socios de las Empresas M y M.

—Entonces no nos queda ninguna esperanza, ¿verdad?

—Ninguna.

—Ninguna, ¿verdad?

—No, ninguna —convino el comandante Danby. Al cabo de unos segundos alzó la mirada con una idea a medio cuajar—. ¿No sería estupendo que nos desaparecieran como hicieron con los otros y nos libraran de tanta carga?

Yossarian dijo que no. El comandante Danby le dio la razón con un melancólico asentimiento y volvió a bajar los ojos. No les quedaba esperanza a ninguno de los dos hasta que se oyó una brusca explosión de pisadas en el pasillo y el capellán irrumpió en la habitación gritando con todas sus fuerzas electrizantes noticias sobre Orr, tan desbordante de alegría y lanzando tales carcajadas que su discurso resultó incoherente durante unos minutos. En sus ojos brillaban lágrimas de júbilo, Yossarian saltó de la cama cuando lo comprendió.

—¿Sweden?[3] —gritó Yossarian.

—¡Orr! —gritó a su vez el capellán.

—¿Orr? —gritó Yossarian.

—¡En Suecia! —exclamó el capellán, afirmando con la cabeza, arrebatado, y haciendo cabriolas como un loco, presa de un delicioso frenesí incontrolable—. ¡Es un milagro! ¡Un milagro! Vuelvo a creer en Dios. En serio. ¡Arrastrado hasta la orilla después de tantas semanas en el mar! ¡Es un milagro!

—¿Arrastrado hasta la orilla, eh? ¡Sí, sí! —exclamó Yossarian, entre brincos y risotadas, dirigiendo miradas a las paredes, al techo, al capellán y al comandante Danby—. ¡No fue arrastrado por el mar hasta Suecia! ¡Ha remado hasta allí, capellán, ha ido remando!

—¿Remando?

—¡Lo tenía todo preparado! Ha ido a Suecia a propósito.

—¡Bueno, qué más da! —le espetó el capellán con el mismo entusiasmo—. Sigue siendo un milagro, un milagro de la inteligencia y la fortaleza humanas. ¡Miren lo que ha conseguido! —El capellán se agarró la cabeza con las dos manos, desternillándose de risa—. ¡No se lo imaginan! —exclamó, asombrado—. ¿No se lo imaginan en la balsa amarilla, atravesando el estrecho de Gibraltar por la noche con ese remo azul…?

—Con el retel arrastrando, comiendo bacalao crudo durante todo el viaje, y preparándose el té por la tarde…

—¡Es como si lo tuviera aquí delante! —gritó el capellán, haciendo una pausa en su alborozo para recuperar el aliento—. Es un milagro de la perseverancia humana. ¡Y eso es precisamente lo que yo voy a hacer a partir de ahora! ¡Perseverar! Sí, voy a perseverar.

—¡Sabía lo que se hacía desde el principio! —dijo Yossarian, regocijado, adelantando los dos puños triunfalmente, como si quisiera extraerles más revelaciones. Dejó de dar vueltas y se paró ante el comandante Danby—. ¡Danby, pedazo de tonto! Quedan esperanzas, ¿es que no lo entiendes? Es posible que incluso Clevinger siga vivo en esa nube, que se haya escondido hasta que pase el peligro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el comandante Danby, confundido—. ¿A qué se refieren los dos?

—Tráeme manzanas, Danby, y castañas. Vamos, corre, Danby. Tráeme manzanas silvestres y castañas de Indias antes de que sea demasiado tarde, y coge algunas para ti.

—¿Castañas de Indias? ¿Manzanas silvestres? ¿Para qué, si se puede saber?

—Para metérnoslas en la boca, naturalmente. —Yossarian alzó los brazos en un gesto de desesperación y autorreproche—. Ah, ¿por qué no le haría caso? ¿Por qué no tendría fe?

—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó el comandante Danby, asustado y pasmado—. Yossarian, ¿quieres hacer el favor de explicarme todo esto?

—Danby, Orr lo tenía preparado. ¿Es que no lo entiendes? Lo tenía planeado paso a paso. Incluso lo ensayaba cada vez que lo derribaban. Lo ensayó en cada misión. ¡Y yo me negué a ir con él! Ay, ¿por qué no le haría caso? ¡Me invitó a acompañarlo, y yo no quise! Danby, tráeme también dientes de caballo y una válvula para arreglar y una mirada de inocencia estúpida en la que nadie pueda adivinar la inteligencia. Voy a necesitarlo todo. Ah, ¿por qué no le haría caso? Ahora comprendo lo que intentaba decirme. Incluso entiendo por qué le pegó aquella chica con el zapato.

—¿Por qué? —preguntó el capellán, muy interesado.

Yossarian se dio la vuelta bruscamente y agarró al capellán por la camisa, aferrándose a él con insistencia.

—¡Ayúdeme, capellán! Tráigame la ropa. Y deprisa, por favor. La necesito ahora mismo.

El capellán se desasió, asustado.

—Muy bien, Yossarian. Pero ¿dónde está? ¿Cómo voy a cogerla?

—Intimidando y amenazando a cualquiera que intente impedírselo. ¡Tráigame el uniforme, capellán! Está por alguna parte, en este hospital. Haga algo a derechas, por una vez en su vida.

El capellán enderezó los hombros con decisión y apretó las mandíbulas.

—No se preocupe, Yossarian. Le traeré el uniforme. Pero ¿por qué esa chica le pegó a Orr con el zapato en la cabeza? Dígamelo, por favor.

—¡Porque le dio dinero para que lo hiciera, ni más ni menos! Pero no le atizó con suficiente fuerza y tuvo que ir remando a Suecia. Capellán, tráigame el uniforme para que pueda salir de aquí. Pídaselo a la enfermera Duckett. Ella lo ayudará. Hará cualquier cosa con tal de librarse de mí.

—¿Adónde vas? —preguntó receloso el comandante Danby en cuanto el capellán hubo salido de la habitación—. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a escaparme —anunció Yossarian con voz clara y exultante, desabrochándose bruscamente la chaqueta del pijama.

—¡Oh, no! —gimió el comandante Danby, y se dio unos golpecitos en la sudorosa frente con las palmas de las manos—. No puedes escapar. ¿Adónde vas? ¿Adónde puedes huir?

—A Suecia.

—¿A Suecia? —repitió el comandante Danby, estupefacto—. ¿Vas a huir a Suecia? ¿Te has vuelto loco?

—Orr lo ha hecho.

—¡Oh, no, no, no! —suplicó el comandante Danby—. No, Yossarian, no llegarás. No puedes huir a Suecia. Ni siquiera sabes remar.

—Pero puedo llegar hasta Roma si mantienes la boca cerrada cuando salga de aquí y dejas que alguien me acerque hasta allí en coche.

—Pero te encontrarán —objetó el comandante Danby, a la desesperada—, y te traerán otra vez aquí y te castigarán todavía con más severidad.

—Esta vez van a tener que hacer muchos esfuerzos para pillarme.

—Pues los harán. E incluso si no te encuentran, ¿cómo vas a vivir así? Siempre estarás solo. Nadie se pondrá de tu parte, y correrás continuamente el riesgo de que te traicionen.

—Ya vivo así ahora.

—Pero no puedes volverles la espalda a todas tus responsabilidades —insistió el comandante Danby—. Es una actitud negativa, escapista.

Yossarian se echó a reír, optimista y sarcástico, y movió la cabeza.

—No estoy dándoles la espalda a mis responsabilidades, sino enfrentándome a ellas. No tiene nada de negativo huir para salvar la vida. Tú sabes quiénes son los escapistas, ¿verdad, Danby? No precisamente Orr y yo.

—Por favor, capellán, hable con él. Va a desertar. Quiere huir a Suecia.

—¡Maravilloso! —aplaudió el capellán, arrojando orgullosamente sobre la cama una funda de almohada con la ropa de Yossarian dentro—. Huya a Suecia, Yossarian. Yo me quedaré aquí y perseveraré. Sí, perseveraré. Pincharé e incordiaré al coronel Cathcart y al coronel Korn cada vez que los vea. No tengo miedo. Incluso me meteré con el general Dreedle.

—El general Dreedle no está aquí —le recordó Yossarian, al tiempo que se ponía los pantalones y se colocaba apresuradamente los faldones de la camisa dentro—. Ahora es el general Peckem.

El capellán no cejó en su confiada cháchara.

—Pues me meteré con el general Peckem, e incluso con el general Scheisskopf. ¿Y sabe qué pienso hacer también? Atizarle un puñetazo en la nariz al capitán Black la próxima vez que lo vea. Sí, voy a pegarle un puñetazo. Lo haré cuando haya un montón de gente delante para que no pueda devolvérmelo.

—¿Es que se han vuelto locos? —protestó el comandante Danby. Sus ojos saltones parecían querer salírsele de las órbitas de puro temor y exasperación—. ¿Han perdido el juicio o qué? Escúchame, Yossarian…

—Es un milagro, en serio —proclamó el capellán, cogiendo al comandante Danby por la cintura y bailando un vals con los brazos estirados—. Un auténtico milagro. Si Orr ha sido capaz de llegar remando a Suecia, yo seré capaz de vencer al coronel Cathcart y al coronel Korn, con tal de que persevere.

—¿Quiere hacer el favor de callarse, capellán? —imploró cortésmente el comandante Danby. Se soltó y se dio unos golpecitos en la frente sudorosa con delicados movimientos. Se inclinó sobre Yossarian, que estaba cogiendo los zapatos—. ¿Y el coronel…?

—Me importa tres pitos.

—Pero esto po…

—¡Qué se vayan al diablo los dos!

—… esto podría ayudarlos —continuó tozudamente el comandante Danby—. ¿No has caído en la cuenta?

—Pues que les aproveche a los muy hijos de puta. A mí me da igual. No puedo hacer nada por detenerlos, pero sí dejarlos en evidencia escapándome. Tengo mis propias responsabilidades, Danby. Tengo que ir a Suecia.

—No lo conseguirás. Es imposible. Llegar hasta allí desde aquí es una imposibilidad geográfica.

—Vamos, Danby, ya lo sé. Pero al menos lo habré intentado. Hay una niña en Roma a la que me gustaría rescatar, si es que la encuentro. Si doy con ella, me la llevaré a Suecia. O sea, que no se trata de una cuestión de egoísmo, ¿o sí?

—Es una locura. Nunca tendrás la conciencia tranquila.

—¡Pues que Dios la bendiga! —Yossarian se echó a reír—. No me gustaría vivir sin dudas. ¿No está de acuerdo, capellán?

—Voy a pegarle un puñetazo en la nariz al capitán Black la próxima vez que lo vea —se jactó el capellán, lanzando dos ganchos de izquierda al aire y después un torpe derechazo—. Así.

—¿Y el deshonor? —preguntó el comandante Danby.

—¿Qué deshonor? Más deshonrado vivo ahora. —Yossarian se ató una fuerte lazada en el otro zapato y se levantó de un salto—. Bueno, Danby, ya estoy listo. ¿Qué dices? ¿Vas a mantener la boca cerrada y a dejar que alguien me acerque a Roma o no?

El comandante miró a Yossarian en silencio, con una sonrisa extraña, triste. Había dejado de sudar y parecía muy tranquilo.

—¿Qué harías si intentara detenerte? —preguntó, consternado y burlón a un tiempo—. ¿Darme una paliza?

Yossarian reaccionó ante su pregunta con sorpresa, dolido.

—No, claro que no. ¿Por qué dices eso?

—Yo le daría una paliza —se vanaglorió el capellán, bailoteando muy cerca del comandante Danby y boxeando con el aire—. A usted y al capitán Black, y quizá también al cabo Whitcomb. ¿No sería estupendo que dejara de tenerle miedo al cabo Whitcomb?

—¿Vas a detenerme? —le preguntó Yossarian al comandante Danby, y se lo quedó mirando fijamente.

El comandante Danby se apartó del capellán y vaciló unos momentos más antes de responder:

—¡Claro que no! —le espetó, y de repente se puso a agitar los brazos, señalando hacia la puerta, con actitud apremiante—. Claro que no voy a detenerte. ¡Vete, por lo que más quieras, y deprisa! ¿Necesitas dinero?

—Tengo un poco.

—Bueno, aquí tienes un poco más. —Con fervor y entusiasmo, el comandante Danby le plantó a Yossarian un grueso fajo de billetes italianos en la mano y se la apretó entre las suyas, tanto para calmar el temblor de sus dedos como para dar ánimos a Yossarian—. Debe de ser muy agradable estar ahora en Suecia —comentó soñadoramente—. Las chicas son encantadoras, y la gente muy avanzada.

—¡Adiós, Yossarian! —gritó el capellán—. Buena suerte. Me quedaré aquí y perseveraré: nos veremos cuando acabe la guerra.

—Hasta pronto, capellán. Gracias, Danby.

—¿Cómo te sientes, Yossarian?

—Bien. No, estoy muy asustado.

—Me alegro —replicó el comandante Danby—. Eso demuestra que sigues vivo. No va a ser divertido.

Yossarian se encaminó hacia la puerta.

—Claro que sí.

—Lo digo en serio, Yossarian. Tendrás que mantenerte en guardia constantemente. Removerán cielo con tierra para encontrarte.

—Me mantendré en guardia constantemente.

—Tarde o temprano tendrás que bajar los brazos.

—Los bajaré.

—¡Pues ahora súbelos! —gritó el comandante Danby.

Yossarian subió la guardia. La puta de Nately estaba agazapada detrás de la puerta. El cuchillo pasó a escasos milímetros de Yossarian, que a continuación se marchó.