11. EL CAPITÁN BLACK
El cabo Kolodny se enteró por una llamada del Cuartel General y la noticia lo afectó tanto que cruzó la tienda de información de puntillas hasta donde estaba el capitán Black, que dormitaba con las piernas de pronunciadas espinillas encima de la mesa, y se lo conto en un susurro, atónito.
El capitán Black volvió a la vida de inmediato.
—¡Bolonia! —exclamó encantado y se echó a reír—. Con que Bolonia, ¿eh? —Soltó otra carcajada y movió la cabeza, sorprendido—. ¡Vaya, vaya! Estoy impaciente por ver la cara de esos hijos de puta cuando sepan que van a Bolonia. ¡Ja, ja, ja!
Era la primera vez que el capitán se reía realmente a gusto desde el día en que se sintió burlado por el comandante Coronel, a quien acababan de nombrar comandante del escuadrón. Se levantó torpemente pero entusiasmado, y se situó detrás del mostrador con el fin de procurarse la mayor diversión posible cuando llegaran los bombarderos a recoger los mapas.
—Eso es, hijos de puta, a Bolonia —repetía sin cesar a los bombarderos que preguntaban incrédulos si de verdad tenían que ir a Bolonia—. ¡Ja, ja, ja! Jodeos y bailad. Esta vez os vais a enterar.
El capitán Black siguió al último de ellos afuera para observar con deleite el efecto que causaba la noticia en los demás oficiales y soldados que se agolpaban con los cascos, los paracaídas y los trajes protectores alrededor de los cuatro camiones que estaban estacionados en el centro del escuadrón. Era un hombre alto, flaco, con aire de desconsuelo, que se movía con malhumorada apatía. Se afeitaba aquella cara suya pálida y cansada cada tres o cuatro días, y casi siempre parecía que se estaba dejando crecer un bigotillo entre rojizo y dorado sobre el desmedrado labio superior. La escena que se desarrollaba en el exterior no lo decepcionó. La consternación oscurecía todos los semblantes. El capitán Black bostezó encantado y se frotó los ojos para borrar los últimos restos de letargo. Se refocilaba cada vez que le decía a alguien que se jodiera y bailase.
Bolonia representó el acontecimiento más gratificante en la vida del capitán Black desde el día que mataron al comandante Duluth en Perugia y estuvieron a punto de elegirlo para ocupar su puesto. Cuando le comunicaron por radio la muerte del comandante Duluth, el capitán Black reaccionó con auténtico júbilo. Aunque nunca se había parado a pensar en aquella posibilidad, comprendió en seguida que era lógico que lo sustituyera él como comandante de escuadrón. Para empezar, era el oficial de información del escuadrón, es decir, estaba más informado que ningún otro oficial. Eso sí, no realizaba misiones de combate, a diferencia del comandante Duluth y de los demás comandantes de escuadrón; pero este detalle constituía otro poderoso argumento a su favor, pues su vida no corría peligro y podría desempeñar el cargo durante todo el tiempo que lo necesitase su país. Cuanto más lo pensaba, más inevitable le parecía. Todo era cuestión de dejar caer la palabra idónea en el sitio adecuado, y rápidamente. Se apresuró a volver a su despacho para decidir el camino a seguir. Arrellanado en la silla giratoria, con los pies sobre la mesa y los ojos cerrados, se puso a imaginar lo maravilloso que sería todo cuando le nombraran comandante de escuadrón.
Mientras el capitán Black imaginaba, el coronel Cathcart actuaba, y aquél se quedó pasmado ante la velocidad con la que, a su juicio, le había burlado el comandante Coronel. Su gran desaliento ante el anuncio de la designación del comandante Coronel se tiñó de un amargo resentimiento que no trataba de disimular. Cuando los oficiales de la administración expresaban su asombro ante la elección del coronel Cathcart, el capitán Black murmuraba que pasaba algo raro; cuando especulaban sobre las ventajas políticas del parecido del comandante Coronel con Henry Fonda, el capitán Black aseguraba que en realidad era Henry Fonda; y cuando comentaban que el comandante Coronel era un poco extraño, el capitán Black proclamaba que era comunista.
—Se están apoderando de todo —declaró porfiadamente—. En fin, si vosotros queréis cruzaros de brazos y dejarles hacer lo que quieran, yo no. Yo voy a tomar medidas. A partir de ahora voy a obligar a todo hijo de puta que entre en la tienda de información a firmar un juramento de lealtad. Y no voy a consentir que ese hijo de puta de Coronel firme ninguno, aunque quiera.
Casi de un día para otro se desencadenó la Gloriosa Cruzada del Juramento de Lealtad, y el capitán comprobó extasiado que la encabezaba él. Había dado en el clavo. Todos los soldados y oficiales que participaban en misiones de combate tenían que firmar un juramento de lealtad para sacar los mapas de la tienda de información, otro para que les entregaran los trajes protectores y los paracaídas en la tienda de los paracaídas, otro ante el teniente Balkington, el encargado de los vehículos, para que éste les permitiera ir en camión desde el escuadrón hasta el aeródromo. Cada vez que se daban la vuelta tenían que firmar un juramento de fidelidad. También lo firmaban para recibir la paga y para que les cortaran el pelo los barberos italianos. Para el capitán Black, todo oficial que apoyara su Gloriosa Cruzada del Juramento de Lealtad era un competidor, y se pasaba las veinticuatro horas del día maquinando y urdiendo planes destinados a continuar a la cabeza de la campaña. No estaba dispuesto a quedarse atrás en la dedicación a su país. Cuando otros oficiales respondían a sus presiones y presentaban sus propios juramentos de lealtad, él los superaba obligando a todo hijo de puta que entraba en la tienda de información a firmar dos juramentos, tres, cuatro; a continuación introdujo la promesa de fidelidad y después La bandera salpicada de estrellas, con un coro, dos, tres, cuatro coros. Cada vez que el capitán Black se adelantaba a sus competidores, se mofaba de ellos por no haber sabido seguir su ejemplo. Cada vez que seguían su ejemplo, se retiraba al despacho preocupado y se devanaba los sesos para encontrar otra estratagema que le permitiese volver a mofarse de ellos.
Sin darse cuenta de cómo había ocurrido, los hombres del escuadrón se vieron dominados por los oficiales de administración que supuestamente tenían que servirlos. Uno tras otro los empujaban, los acosaban, los hostigaban durante todo el santo día. Cuando expresaban alguna objeción, el capitán Black replicaba que a las personas leales no podía importarles firmar cuantos juramentos de lealtad tuvieran que firmar. A quien ponía en tela de juicio la eficacia de los juramentos de lealtad, le contestaba que las personas que realmente profesaban fidelidad a su país se sentían orgullosas de manifestarla tantas veces como él les obligaba a hacerlo. Y a quien ponía en tela de juicio la moralidad, le contestaba que la bandera salpicada de estrellas era la pieza musical más grandiosa jamás compuesta. Cuantos más juramentos de lealtad firmaba una persona, más leal era; para el capitán Black resultaba así de sencillo, y diariamente firmaba cientos de ellos con su nombre ante el cabo Kolodny para demostrar que era más leal que nadie.
—Lo importante es que sigan prestando juramento —le explicaba a su cohorte—. Da igual que se lo crean o no. Por eso les hacen prestar juramento a los niños aun antes de que sepan el significado de las palabras «juramento» y «fidelidad».
El capitán Piltchard y el capitán Wren consideraban la Gloriosa Cruzada del Juramento de Lealtad una solemne gilipollez, porque les dificultaba la tarea de organizar las tripulaciones para las misiones de combate. Todos tenían que entretenerse en firmar, jurar y cantar, y las misiones se retrasaban horas y horas. Resultaba imposible poner en práctica una auténtica acción de emergencia, pero tanto el capitán Piltchard como el capitán Wren eran demasiado apocados como para protestar contra el capitán Black, quien a diario reforzaba escrupulosamente la doctrina de la Reafirmación Continua que él había creado, una doctrina destinada a desenmascarar a cuantos se hubieran hecho desleales desde la última vez que habían firmado un juramento de lealtad, el día anterior. Fue precisamente el capitán Black quien aconsejó al capitán Piltchard y al capitán Wren, que se debatían en una situación absurda. Fue a verlos acompañado por una delegación y les aconsejó claramente que obligaran a todos los hombres a firmar un juramento de lealtad antes de permitirles llevar a cabo una misión de combate.
—Naturalmente, depende de ustedes —añadió el capitán Black—. No quiero presionarlos. Pero todos los demás los obligan, y al FBI les va a parecer muy raro que ustedes dos sean los únicos a los que no les importa lo suficiente su país como para obligarlos a firmar. Si quieren tener mala fama, es cosa suya. Nosotros sólo pretendemos ayudarlos.
Milo no estaba muy convencido y se negó en redondo a privar de comida al comandante aun en el caso de que fuera comunista, cosa que Milo dudaba. Por carácter, Milo se oponía a cualquier innovación que pusiera en peligro el curso normal de los asuntos cotidianos. Adoptó una firme postura moral y se negó a participar en la Gloriosa Cruzada del Juramento de Lealtad hasta que fuera a verlo el capitán Black con el resto de la delegación y se lo exigiera.
—La defensa nacional es asunto de todos —replicó el capitán Black a la objeción de Milo—. Y este programa es voluntario. No lo olvide, Milo. Los hombres no tienen que firmar los juramentos de lealtad de Piltchard y Wren si no lo desean, pero entonces debemos matarlos de hambre. Es igual que la trampa 22. ¿No lo comprende? Y usted no está en contra de la trampa 22, ¿verdad?
El doctor Danika se mostró inflexible.
—¿Por qué están tan seguros de que el comandante Coronel es comunista?
—No le habrá oído negarlo nunca hasta que empezamos a acusarlo, ¿o sí? Y tampoco lo verá firmando juramentos de lealtad, claro.
—Ustedes no le dejan que firme.
—Por supuesto —replicó el capitán Black—. Eso echaría por tierra el objetivo de nuestra cruzada. Mire, no tiene por qué seguirnos la corriente, pero ¿qué sentido tiene que nosotros nos esforcemos tanto sí usted presta asistencia médica al comandante Coronel en cuanto Milo empiece a matarlo de hambre? Me gustaría saber qué van a pensar en el Cuartel General del hombre que está minando nuestro programa de seguridad. Probablemente lo trasladen al Pacífico.
El doctor Danika se sometió de inmediato.
—Les diré a Gus y a Wes que hagan lo que ustedes les pidan.
En el Cuartel General, el coronel Cathcart ya había empezado a preguntarse qué ocurría.
—Es ese imbécil de Black, que tiene un ataque de patriotismo —le comunicó el coronel Korn con una sonrisa—. Pienso que es mejor que le siga usted la corriente, puesto que fue usted quien ascendió a Digno Coronel a comandante de escuadrón.
—Fue idea suya —replicó el coronel Cathcart, susceptible—. No tendría que haberme dejado convencer.
—Pues fue una idea muy buena —le espetó el coronel Korn—, porque sirvió para eliminar a ese comandante superfluo que tantos dolores de cabeza le estaba dando en la administración. No se preocupe. Seguramente este tipo caerá pronto en desgracia. Lo mejor sería enviarle una carta de apoyo incondicional al capitán Black y confiar en que se muera antes de que haga demasiado daño. —Al coronel Korn se le ocurrió de repente una idea peregrina—. Ese imbécil no intentará echar del remolque al comandante Coronel, ¿verdad?
—El siguiente paso a seguir consiste en echar del remolque a ese hijo de puta del comandante Coronel —decidió el capitán Black—. También me gustaría echar a su mujer y a sus hijos, pero no podemos. No tiene ni mujer ni hijos. Así que habrá que conformarse con echarlo sólo a él. ¿Quién es el encargado de las tiendas?
—Él.
—¿Lo ve? —exclamó el capitán Black—. ¡Se están apoderando de todo! Pues yo no pienso consentirlo. Si es necesario, llevaré este asunto ante el comandante… de Coverley. Le diré a Milo que hable con él en cuanto vuelva de Roma.
El capitán Black tenía una fe ilimitada en la inteligencia, el poder y la justicia del comandante… de Coverley, a pesar de que nunca había hablado con él y de que aún se sentía incapaz de hacerlo. Delegó en Milo aquella tarea, y mientras esperaba el regreso del alto mando no paró de echar pestes, inquieto. Como a todos los demás miembros del escuadrón, le impresionaba y asustaba el majestuoso comandante de cabello cano, como una roca rostro y porte de Jehová que regresó de Roma con un ojo enfermo tapado con un parche de celuloide nuevo y se cargó la Gloriosa Cruzada de un plumazo.
Milo se guardó muy mucho de decir nada cuando el comandante… de Coverley entró en el comedor arropado por su austera y furibunda dignidad el mismo día de su regreso y se encontró con que le impedía el paso un muro de oficiales que esperaban en fila para firmar juramentos de lealtad. En un extremo del mostrador, un grupo de hombres que habían llegado antes prometían fidelidad a la bandera, con las bandejas balanceándoseles en las manos, con el fin de que les permitieran sentarse a las mesas. Ya acomodado, otro grupo que había llegado con anterioridad cantaba La bandera salpicada de estrellas con el fin de que les dejaran utilizar la sal, la pimienta y la salsa de tomate. La algarabía fue decreciendo desde el momento en que el comandante… de Coverley se detuvo en la puerta frunciendo el ceño, confuso y enfadado, como si estuviera contemplando algo realmente chocante. Echó a andar con decisión, en línea recta, y el muro de oficiales se dividió en dos como el mar Rojo. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, prosiguió su camino sin vacilar y con voz clara y potente, ronca por la edad y con resonancias de antigua autoridad, dijo:
—Deme de comer.
En lugar de eso, el cabo Snark le dio un juramento de lealtad para que lo firmase. El comandante… de Coverley le pegó un manotazo con profundo desagrado en cuanto cayó en la cuenta de qué se trataba: el ojo sano lanzaba miradas de desprecio y su gigantesco rostro estriado se oscureció con una cólera montañosa.
—Deme de comer —repitió en un tono seco que retumbó amenazadoramente en la tienda silenciada como un tronar lejano.
El cabo Snark palideció y se echó a temblar. Miró suplicante a Milo. Durante varios segundos de espanto no se oyó ni una mosca. Por último, Milo asintió.
—Dale de comer —dijo.
El cabo Snark le sirvió comida al comandante… de Coverley. Éste empezó a alejarse del mostrador con la bandeja llena y de repente se detuvo. Su mirada cayó sobre los grupos de oficiales que lo contemplaban con expresión desesperada, y bramó, desbordante de justa ira:
—¡Dé de comer a todo el mundo!
—¡Da de comer a todo el mundo! —repitió como un eco Milo, aliviado y feliz, y en aquel mismo momento la Gloriosa Cruzada del Juramento de Lealtad tocó a su fin.
El capitán Black quedó profundamente desilusionado por la puñalada trapera que le había asestado un personaje de tal posición en el que, además, había depositado toda su confianza. El comandante… de Coverley lo había decepcionado.
—Bah, no me importa —decía animadamente a cuantos iban a verle para expresarle sus simpatías—. Hemos cumplido nuestra tarea. El objetivo consistía en asustar a todos los que nos caen mal y en prevenir a la gente contra el peligro que representa el comandante Coronel, y no cabe duda de que lo hemos logrado. Como no vamos a dejarle firmar juramentos de lealtad, no importa que los demás los firmen o no.
Al ver a todos los miembros del escuadrón que le caían mal muertos de miedo una vez más durante el interminable Gran Asedio de Bolonia, el capitán Black recordó con nostalgia los viejos tiempos de su Gloriosa Cruzada del Juramento de Lealtad, época en la que era un hombre de auténtica importancia y en la que peces gordos como Milo Minderbinder, el doctor Danika, Piltchard y Wren se echaban a temblar ante su sola presencia y se postraban de rodillas ante él. Para demostrar a los recién llegados que antaño había sido un hombre importante, aún tenía en su poder la elogiosa carta que le había enviado el coronel Cathcart.