8. EL TENIENTE SCHEISSKOPF
Ni siquiera Clevinger entendía cómo podía hacer Milo una cosa semejante, y eso que Clevinger lo entendía todo. Clevinger lo sabía todo sobre la guerra excepto por qué Yossarian tenía que morir mientras que se permitía vivir al cabo furriel Snark, o por qué tenía que morir el cabo furriel Snark mientras que se permitía vivir a Yossarian. Era una guerra odiosa e inmunda, y Yossarian podría haber vivido sin ella, quizá eternamente. Sólo un pequeño sector de sus compatriotas habría dado la vida por ganarla, y no aspiraba a contarse entre ellos. Morir o no morir, ésa era la cuestión, y Clevinger se devanaba los sesos tratando de contestarla. La historia no requería el óbito prematuro de Yossarian, podía hacerse plena justicia sin recurrir a él, el progreso no dependía de tal elemento, ni la consecución de la victoria. Que murieran hombres era un asunto de necesidad; pero cuáles habían de morir era pura circunstancia, y Yossarian estaba dispuesto a ser víctima de cualquier cosa menos de la circunstancia. Pero así era la guerra. Prácticamente lo único que había descubierto en su favor consistía en que pagaba bien y libraba a los niños de la perniciosa influencia de sus padres.
Clevinger sabía tanto porque era un genio de corazón ardiente y rostro descolorido. Era todo un cerebro desgarbado, enfebrecido, de ojos famélicos. Cuando estudiaba en Harvard obtenía becas en casi todas las materias, y la única razón por las que no las obtenía en otras era porque estaba demasiado ocupado en firmar cartas de protesta, repartirlas, participar en discusiones de grupo y abandonar discusiones de grupo, asistir a congresos de jóvenes, tratar de impedir otros congresos de jóvenes y organizar comités de estudiantes en defensa de los profesores universitarios despedidos. Todos coincidían en que Clevinger llegaría muy lejos en el mundo académico. En definitiva, Clevinger era una de esas personas muy inteligentes pero nada listas, y todos lo sabían, salvo quienes no tardaron mucho en darse cuenta.
En definitiva, era un imbécil. A Yossarian le recordaba muchas veces uno de esos seres de los museos modernos con los dos ojos juntos en un lado de la cara. Naturalmente, se trataba de una ilusión, creada por la costumbre que tenía Clevinger de contemplar fijamente un solo aspecto de una cuestión sin ver jamás el otro. Políticamente, era un humanista que distinguía entre la derecha y la izquierda y que se hallaba en una incómoda posición, atrapado entre ambas. Se pasaba el tiempo defendiendo a sus amigos comunistas ante sus enemigos derechistas y a sus amigos derechistas ante sus enemigos comunistas, y lo detestaban profundamente los dos grupos, que nunca lo defendían ante nadie porque lo consideraban un imbécil.
Era un imbécil muy serio, muy sincero y muy concienzudo. Era imposible ir con él al cine sin verse envuelto después en una discusión sobre la empatía, Aristóteles, los universales, los mensajes y las obligaciones del cine como manifestación artística en una sociedad materialista. Las chicas a las que llevaba al teatro tenían que esperar al primer descanso para enterarse por mediación de Clevinger si estaban viendo una obra buena o mala, y entonces se enteraban en seguida. Era un idealista militante que luchaba contra los prejuicios raciales desmayándose ante su existencia. Lo sabía todo sobre literatura excepto cómo disfrutar de ella.
Yossarian intentó ayudarlo.
—No seas imbécil —le aconsejó un día cuando ambos se encontraban en la escuela de cadetes de Santa Ana, en California.
—Voy a decírselo —insistió Clevinger, sentado junto a Yossarian en las gradas de la plaza de armas y mirando al teniente Scheisskopf que iba de un lado a otro enfurecido, como un Lear sin barba.
—¿Por qué yo? —gimió el teniente Scheisskopf.
—Cállate, idiota —le recomendó Yossarian a Clevinger en tono paternal.
—No sabes lo que dices —objetó Clevinger.
—Sé lo suficiente como para callarme, idiota.
El teniente Scheisskopf se tiraba de los pelos y rechinaba los dientes. Sus elásticas mejillas se bamboleaban con oleadas de angustia. Su problema radicaba en un escuadrón de cadetes de aviación con la moral muy baja que evolucionaban de una forma atroz en el concurso de desfiles que se celebraba todos los domingos por la tarde. Tenían la moral baja porque no querían marchar en los desfiles todos los domingos por la tarde y porque el teniente Scheisskopf había elegido a los oficiales cadetes en lugar de permitirles que los seleccionaran ellos.
—Quiero que alguien me lo diga —imploró el teniente Scheisskopf piadosamente—. Si tengo la culpa de algo, quiero que se me diga.
—Quiere que alguien se lo diga —repitió Clevinger.
—Quiere que todos se callen, imbécil —replicó Yossarian.
—¿Es que no lo has oído? —argumentó Clevinger.
—Sí lo he oído —repuso Yossarian—. Le he oído decir en voz alta y clara que quiere que mantengamos la boca cerrada si sabemos lo que nos conviene.
—No lo castigaré —juró el teniente Scheisskopf.
—Dice que no me castigará —dijo Clevinger.
—No. Te castrará —replicó Yossarian.
—Juro que no lo castigaré —aseguró el teniente Scheisskopf—. Quedaré muy agradecido a quien me diga la verdad.
—Te odiará —dijo Yossarian—. Te odiará hasta el día de su muerte.
El teniente Scheisskopf había cursado estudios universitarios becado por el gobierno a condición de que ingresara en el ejército, y se alegró mucho de que estallara la guerra, porque le daba la oportunidad de llevar uniforme de oficial y decir: «¡Atención!» en tono cortante y marcial a los montones de chavales que caían en sus garras cada ocho semanas antes de que los llevaran al matadero. Era un teniente ambicioso y sin sentido del humor, que se enfrentaba a sus responsabilidades con gran sensatez y únicamente sonreía cuando un oficial rival de la base de las Fuerzas Aéreas de Santa Ana sufría una indisposición a causa de una enfermedad mal curada. Era miope y padecía sinusitis crónica, circunstancia por la que la guerra revestía especial interés para él, ya que no corría ningún peligro de que lo enviaran al extranjero. Lo mejor que tenía era su mujer, y lo mejor que tenía su mujer era una amiga llamada Dori Duz que se lo hacía siempre que podía y tenía uniforme de enfermera que la mujer del teniente Scheisskopf se ponía y se quitaba todos los fines de semana para cualquier cadete del escuadrón de su marido que quisiera tirársela.
Dori Duz era una putita vivaracha de cobre y oro a la que le encantaba hacerlo en cobertizos, cabinas de teléfonos, casas de campo y paradas de autobús. Había poco que no hubiera puesto en práctica y menos que no estuviera dispuesta a poner. Era desvergonzada, delgada, agresiva y tenía diecinueve años. Destruía orgullos a docenas y hacía que los hombres se despreciaran a sí mismos a la mañana siguiente por la forma que tenía de encontrarlos, usarlos y tirarlos. Yossarian la amaba. Era una tía fantástica que lo consideraba buen chico. Le encantó la sensación de músculo elástico bajo su piel allí donde la acarició la única vez que se lo permitió. Yossarian quería tanto a Dori Duz que no podía contenerse y se arrojaba apasionadamente sobre la mujer del teniente Scheisskopf todas las semanas para vengarse del teniente Scheisskopf por estar vengándose de Clevinger.
La mujer del teniente Scheisskopf se vengaba de su marido por un crimen inolvidable que ella no podía recordar. Era una chica regordeta, sonrosada y perezosa que leía buenos libros y no paraba de aconsejarle a Yossarian que no fuera tan burgués sin la erre. Nunca estaba sin un buen libro a mano, ni siquiera cuando estaba tumbada en la cama con nada encima salvo Yossarian y las placas de identificación de Dori Duz. A Yossarian le aburría, pero también estaba enamorado de ella. Era una delirante especialista en matemáticas que había estudiado en la Escuela de Comercio Wharton incapaz de contar hasta el día veintiocho del mes sin verse en un apuro.
—Vamos a tener un niño otra vez, cielo —le decía a Yossarian un mes tras otro.
—Estás de los nervios —replicaba él.
—Lo digo en serio, amor mío —insistía ella.
—Y yo.
—Vamos a tener un niño otra vez, cielo —le decía a su marido.
—No tengo tiempo —rezongaba con pedantería el teniente Scheisskopf—. ¿Es que no sabes que se está preparando un desfile?
Al teniente Scheisskopf le preocupaba profundamente ganar los desfiles y acusar a Clevinger ante el tribunal de la escuela de conspirar para derrocar a los oficiales cadetes que había elegido Scheisskopf. Clevinger era un elemento perturbador y un sabelotodo. El teniente Scheisskopf sabía que Clevinger podía crear aun más problemas si no se lo vigilaba. Un día era lo de los oficiales cadetes; al día siguiente podía ser el mundo entero. Clevinger tenía cerebro, y el teniente Scheisskopf había observado que la gente con cerebro tenía tendencia a pasarse de lista. Ese tipo de hombres era peligroso, e incluso los nuevos oficiales cadetes a los que Clevinger había ayudado a recibir los despachos estaban deseando declarar contra él. El caso de Clevinger se abrió y de las mismas se cerró. Lo único que faltaba era algo de lo que acusarlo.
No podía ser nada relacionado con los desfiles, porque Clevinger se tomaba este tema casi tan en serio como el teniente Scheisskopf. Los hombres abandonaban las tiendas a primera hora de la tarde de los domingos y formaban penosamente de doce en doce junto a los barracones. Con una resaca monstruosa, marcaban el paso cojeando hasta ocupar su puesto en la plaza de armas central, donde permanecían inmóviles en medio del calor una o dos horas junto a los otros sesenta o setenta hombres de los demás escuadrones de cadetes hasta que se desplomaba un número suficiente para completar el cupo del día. En un extremo de la pista había una hilera de ambulancias y varios grupos de camilleros provistos de radioteléfonos portátiles. Encima de las ambulancias se situaban los vigías con binoculares. Un soldado llevaba la cuenta de las bajas. Quien se encargaba de supervisar aquella fase de la operación era un oficial médico con dotes para la contabilidad que daba el visto bueno al pulso de los cadetes y revisaba los números que escribía el soldado. En cuanto se recogían suficientes hombres inconscientes en las ambulancias, el oficial médico hacía una señal al director de la banda para que silenciara la música y diera por concluido el desfile. Uno detrás de otro, los escuadrones atravesaban la pista, ejecutaban un mortificante giro alrededor del estrado, volvían a cruzar la pista y regresaban a los barracones.
Se calificaba a cada escuadrón cuando pasaba junto al estrado, en el que estaba sentado un coronel hinchado de imponente bigote junto a los demás oficiales. El mejor escuadrón de cada ala recibía como premio un pendón amarillo sujeto a un bordón absolutamente inútil. El mejor escuadrón de la base obtenía un pendón rojo con un bordón más largo y aún más inútil, ya que el bordón pesaba más y costaba más trabajo arrastrarlo de acá para allá durante toda la semana hasta que lo ganaba otro escuadrón al domingo siguiente. Para Yossarian, la idea de recibir pendones a modo de premios era absurda. No iban acompañados de dinero, ni de privilegios de clase. Al igual que las medallas olímpicas y los trofeos de tenis, únicamente significaba que el poseedor había hecho algo que no le reportaba ningún beneficio a nadie con mayor habilidad que nadie.
También los desfiles le parecían absurdos. Yossarian los detestaba. Eran demasiado marciales. Detestaba oírlos, verlos, que lo metieran en ellos. Detestaba que lo obligaran a participar. Ya tenía más que suficiente con ser cadete de aviación para encima actuar como soldado en medio de un calor sofocante todos los domingos por la tarde. Tenía más que suficiente con ser cadete de aviación, porque saltaba a la vista que la guerra no iba a acabar antes de que él terminase el entrenamiento. Esa era la única razón por la que se había presentado voluntario a las Fuerzas Aéreas. Para el entrenamiento en aviación, tenía semanas y semanas por delante hasta que lo asignaran a una clase, semanas y semanas hasta llegar a la categoría de bombardero-navegante, y otras tantas prácticas hasta quedar plenamente preparado para el servicio en ultramar. Entonces parecía inconcebible que la guerra fuera a durar tanto, porque Dios estaba de su parte, según le habían dicho, y Dios, según le habían comentado también, podía hacer lo que quisiera. Pero la guerra no tenía visos de acabar y él casi había terminado el entrenamiento.
El teniente Scheisskopf deseaba ardientemente ganar los desfiles y permanecía despierto la mitad de la noche trabajando en el asunto mientras su mujer lo esperaba en la cama, cariñosa, hojeando Krafft-Ebing hasta llegar a sus párrafos preferidos. El teniente manoseaba soldados de chocolate hasta que se le derretían entre los dedos y después maniobraba las filas de a doce en las que había repartido los vaqueros que había comprado por correo bajo nombre supuesto y que guardaba con llave, fuera del alcance de todos, durante el día. Los ejercicios de anatomía de Leonardo le resultaban indispensables. Una noche sintió la necesidad de emplear un modelo vivo y ordenó a su mujer que desfilara por la habitación.
—¿Desnuda? —preguntó ella, esperanzada.
El teniente Scheisskopf se llevó las manos a los ojos, irritado. Era la cruz del teniente Scheisskopf haberse unido a una mujer incapaz de ver más allá de sus sucios deseos sexuales, de comprender la lucha titánica por lo inalcanzable en la que podía enzarzarse heroicamente un hombre noble.
—¿Por qué no me pegas nunca? —le preguntó una noche su mujer con un mohín coqueto.
—Porque no tengo tiempo —le espetó el teniente, molesto—. No tengo tiempo. ¿Es que no sabes que se está preparando un desfile?
Y de verdad no tenía tiempo. El domingo estaba a la vuelta de la esquina, y sólo quedaban siete días de la semana para ponerlo todo a punto. El teniente no comprendía en qué se le iba el tiempo. Haber acabado el último en tres desfiles seguidos lo había dejado en mal lugar y consideró todas las posibilidades de mejora, incluso clavar a los doce hombres de cada fila a una larga viga de roble para obligarlos a mantener la formación. El plan no resultaba factible, porque hacer un giro de noventa grados hubiera sido imposible sin insertar eslabones de una aleación de níquel en la rabadilla de todos los hombres, y el teniente Scheisskopf no confiaba lo más mínimo en poder obtener del Cuartel General tal cantidad de eslabones de aleación de níquel ni la colaboración de los cirujanos del hospital.
A la semana siguiente de que el teniente Scheisskopf siguiera la recomendación de Clevinger y dejara que los hombres eligieran a los oficiales cadetes, su escuadrón ganó el pendón amarillo. El teniente Scheisskopf experimentó tal júbilo ante el inesperado triunfo que le propinó un fuerte mamporro a su mujer en la cabeza con el bordón cuando ésta intentó arrastrarlo hasta la cama con intención de celebrar el acontecimiento mostrando su desprecio por las costumbres sexuales de las clases media y baja de la civilización occidental. A la semana siguiente el escuadrón ganó el pendón rojo, y el teniente Scheisskopf no cabía en sí de gozo. Y a la semana siguiente el escuadrón marcó un hito en la historia al ganar el pendón rojo dos veces consecutivas. El teniente Scheisskopf se sentía ya lo suficientemente seguro como para llevar a la práctica la gran sorpresa que tenía preparada. En el transcurso de sus amplias investigaciones había descubierto que las manos de los soldados, en lugar de moverse libremente, como era entonces la moda más extendida, no debían separarse más de siete centímetros del centro del muslo, lo que en la práctica equivalía a no moverlas.
Los preparativos del teniente Scheisskopf fueron complicados y clandestinos. Todos los cadetes de su escuadrón juraron mantener el secreto y ensayaban en mitad de la noche en la plaza de armas lateral. Desfilaban en medio de una oscuridad absoluta y chocaban entre sí, pero no tenían miedo, y aprendieron a no mover las manos. Al principio, al teniente Scheisskopf se le ocurrió la idea de pedirle a un amigo que tenía en la ferretería que clavara ganchos de una aleación de cobre en el fémur de todos los soldados y que los uniera a las muñecas con finos hilos de cobre exactamente de siete centímetros de longitud, pero no había tiempo —nunca había suficiente tiempo—, y costaba trabajo encontrar buen hilo de cobre en la guerra. Y además, recordó que con semejantes obstáculos los hombres no podrían desplomarse como es debido durante la impresionante ceremonia de los desvanecimientos que precedía al desfile, y que la incapacidad para desmayarse como Dios manda podía afectar a la clasificación de la unidad.
Durante toda la semana trató de disimular su alegría en el club de oficiales. Entre sus amigos más íntimos se desataron las especulaciones.
—¿Qué se traerá entre manos ese cabeza de chorlito? —preguntó el teniente Engle.
El teniente Scheisskopf respondía con una sonrisa de suficiencia a las preguntas de sus colegas.
—Lo descubriréis el domingo —prometió—. De verdad.
Aquel domingo el teniente Scheisskopf desveló la sorpresa que habría de marcar toda una época con el aplomo de un experto empresario. No dijo nada cuando los demás escuadrones pasaron ante el estrado de mala manera, como siempre. No dejó entrever nada ni siquiera cuando aparecieron las primeras filas de su escuadrón, desfilando sin mover un dedo, y sus asombrados colegas emitieron las primeras exclamaciones de sobresalto. Incluso entonces guardó silencio, hasta que el coronel hinchado de imponente bigote se abalanzó sobre él con el rostro del color de la grana, momento en que ofreció una explicación que lo hizo inmortal.
—Mire, coronel —anunció—. ¡Sin manos!
Y entre aquellos espectadores inmovilizados por el estupor repartió fotocopias de la oscura normativa sobre la que había cimentado su memorable triunfo. Fue el momento más feliz de la vida del teniente Scheisskopf. Ganó el desfile, naturalmente, obtuvo en exclusiva el pendón rojo y con ello se terminaron los desfiles dominicales, ya que resultaba tan difícil encontrar pendones rojos de buena calidad como buen hilo de cobre. Ascendieron a primer teniente al teniente Scheisskopf y él empezó a ascender rápidamente en el escalafón. Pocos fueron los que no lo consagraron como un auténtico genio militar por tan importante hallazgo.
—Ese teniente Scheisskopf… hay que ver… Es un auténtico genio militar —comentaba el teniente Travers.
—Desde luego —admitía el comandante Engle—. Es una lástima que ese bobo no pegue a su mujer.
—No creo que tenga nada que ver —replicó con frialdad el teniente Travers—. El teniente Bemis pega divinamente a la señora de Bemis cada vez que tienen relaciones sexuales y en los desfiles es una mierda.
—Yo me refiero a la flagelación —replicó el teniente Engle—. Los desfiles me importan tres pitos.
En realidad, a nadie más que al teniente Scheisskopf le importaban tres pitos los desfiles, y menos que a nadie al coronel hinchado de imponente bigote que era presidente del tribunal de la base y se puso a vociferarle a Clevinger en cuanto éste entró tímidamente en la sala para declararse inocente de los cargos que había presentado el teniente Scheisskopf contra él. El coronel aporreó la mesa con el puño, se hizo daño, se enfureció aun más con Clevinger, por lo que volvió a aporrear la mesa y se hizo más daño. El teniente Scheisskopf dirigió una mirada furibunda a Clevinger, apretando los labios, mortificado por la mala impresión que estaba causando el cadete.
—¡Dentro de sesenta días estará metido hasta el cuello en la pelea! —rugió el coronel de imponente bigote—. Y a usted le parece una broma graciosísima.
—No me parece ninguna broma —objetó Clevinger.
—No me interrumpa.
—Sí, señor.
—Y diga «señor» cuando lo haga —le ordenó el comandante Metcalf.
—Sí, señor.
—¿No acaban de ordenarle que no interrumpa? —preguntó con frialdad el comandante Metcalf.
—Pero si no he interrumpido, señor —protestó Clevinger.
—No. Ni ha dicho «señor». Añada eso a los cargos contra él —ordenó el comandante Metcalf al cabo que sabía taquigrafía—. «No decir “señor” a sus superiores cuando no los interrumpe».
—Es usted un cretino, Metcalf —dijo el coronel—. ¿No lo sabía?
El comandante Metcalf tragó saliva.
—Sí, señor.
—Entonces cierre la boca. No dice usted más que tonterías.
Había tres miembros del tribunal, el coronel hinchado de imponente bigote, el teniente Scheisskopf y el comandante Metcalf, que intentaban adoptar una expresión pétrea. Como miembro del tribunal, el teniente Scheisskopf era uno de los jueces que sopesaría las circunstancias del caso contra Clevinger que presentaría el fiscal. El teniente Scheisskopf también era el fiscal. Clevinger contaba con un oficial para que lo defendiera. El oficial que iba a defenderlo era el teniente Scheisskopf.
Todo le resultaba muy confuso a Clevinger, que se echó a temblar de puro terror cuando el coronel se alzó como un eructo gigantesco y lo amenazó con hacer pedazos su repugnante y cobarde persona. Un día había tropezado cuando se dirigía a clase; al día siguiente lo acusaron formalmente de «romper la formación, agresión criminal, conducta indecente, melancolía, alta traición, provocación, ser un sabelotodo, escuchar música clásica, etcétera». La Biblia en pasta, y allí estaba el pobre, muerto de miedo ante el coronel hinchado, quien volvió a rugir que al cabo de sesenta días estaría metido hasta el cuello en la pelea y le preguntó si le gustaría que lo degradasen y lo enviasen a las islas Salomón a enterrar cadáveres. Clevinger contestó cortésmente que no; que era un imbécil que prefería ser un cadáver a tener que enterrarlo. El coronel se sentó, súbitamente tranquilo y hasta cauteloso, zalamero.
—¿A qué se refería al decir que no podíamos castigarlo? —preguntó lentamente.
—¿Cuándo, señor?
—Soy yo quien hace las preguntas. Usted las contesta.
—Sí, señor. Yo…
—¿Acaso cree que lo hemos traído aquí para que usted haga las preguntas y yo las conteste?
—No, señor. Yo…
—¿Para qué lo hemos traído aquí?
—Para contestar a las preguntas que me hagan.
—¡Tiene usted toda la razón! —bramó el coronel—. Entonces, ¿qué le parecería si empezara a contestar algunas antes de que le rompa la crisma? ¿A qué demonios se refería, hijo de puta, cuando dijo que no podíamos castigarlo?
—No creo haber hecho jamás semejante comentario, señor.
—¿Puede hablar más alto, por favor? No le oigo.
—Sí, señor. Yo…
—¿Puede hablar más alto, por favor? No le oye.
—Sí, señor. Yo…
—Metcalf.
—¿Sí, señor?
—¿No le he dicho que cierre la boca?
—Sí, señor.
—Entonces, cierre la boca cuando le digo que la cierre. ¿Entendido? ¿Puede hablar más alto, por favor? No le oigo.
—Sí, señor. Yo…
—Metcalf, ¿tengo el pie encima del suyo?
—No, señor. Debe de ser el pie del teniente Scheisskopf.
—No es mi pie —intervino el teniente Scheisskopf.
—Entonces será el mío —admitió el comandante Metcalf.
—Quítelo.
—Sí, señor. Pero primero tendrá que retirar el suyo, mi coronel. Está encima del mío.
—¿Me está diciendo que quite el pie?
—No, señor. Claro que no.
—Entonces, quite el pie y cierre la boca. ¿Puede hablar más alto, por favor? No le oigo.
—Sí, señor. Decía que yo no he dicho que no pudieran castigarme.
—¿De qué diablos está hablando?
—Estoy contestando a su pregunta, señor.
—¿A qué pregunta?
—«¿A qué demonios se refería, hijo de puta, cuando dijo que no podíamos castigarlo?» —respondió el cabo que sabía taquigrafía, leyendo el cuaderno de notas.
—Muy bien —dijo el coronel—. ¿A qué demonios se refería?
—Yo no dije que no pudieran castigarme, señor.
—¿Cuándo? —preguntó el coronel.
—¿Cuándo qué, señor?
—Otra vez me está haciendo preguntas.
—Lo siento, señor. Me temo que no entiendo su pregunta.
—¿Cuándo no dijo que no podíamos castigarlo? ¿No entiende mi pregunta?
—No, señor. No la entiendo.
—Acaba de decírnoslo. ¿Qué le parece si me contesta?
—Pero ¿cómo puedo contestar?
—Me está haciendo otra pregunta.
—Lo siento, señor, pero no sé cómo contestar. Nunca he dicho que no pudieran castigarme.
—Me está diciendo cuándo lo dijo. Yo le pregunto que cuándo no lo dijo.
Clevinger aspiró una profunda bocanada de aire.
—Siempre no he dicho que no pudieran castigarme.
—Eso está mejor, señor Clevinger, aunque es una mentira descarada. Anoche en las letrinas, ¿no le dijo en voz baja que no podíamos castigarlo a ese otro cerdo hijo de puta que nos cae fatal? ¿Cómo se llama?
—Yossarian, señor —respondió el teniente Scheisskopf.
—Pues Yossarian. Eso es. Yossarian. ¿Yossarian? ¿Se llama así? ¿Yossarian? ¿Qué nombre es ése?
El teniente Scheisskopf tenía todos los datos a mano.
—Se llama Yossarian, señor —explicó.
—Sí, supongo que así será. ¿No le dijo en voz baja a Yossarian que no podíamos castigarlo?
—No, no, señor. Le dije en voz baja que no podían declararme culpable…
—Seré estúpido —le interrumpió el coronel—, pero la diferencia se me escapa. Sí, supongo que soy muy estúpido, porque la diferencia se me escapa.
—Nos…
—Es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad? Nadie le ha pedido aclaraciones y usted me las está dando. Yo estaba afirmando un hecho, no pidiendo aclaraciones. Es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad?
—No, señor.
—¿No, señor? ¿Me está llamando embustero?
—No, no, señor.
—Entonces es usted un mamón hijo de puta, ¿verdad?
—No, señor.
—¡Maldita sea! ¿Qué quiere, pelearse conmigo? En menos que canta un gallo podría saltar sobre esta mesa y hacer pedazos su repugnante y cobarde persona.
—¡Adelante, hágalo! —gritó el comandante Metcalf.
—Metcalf, es usted un cerdo y un hijo de puta. ¿No le tengo dicho que cierre esa asquerosa boca que Dios le ha dado?
—Sí, señor. Lo siento, señor.
—Pues hágalo.
—Sólo intentaba aprender, señor. La única forma de aprender es intentarlo.
—¿Eso quién lo dice?
—Todo el mundo, señor. Incluso el teniente Scheisskopf.
—¿Usted dice eso?
—Sí, señor —respondió el teniente Scheisskopf—. Pero lo dice todo el mundo.
—Bueno, Metcalf, intente mantener la boca cerrada y quizá así aprenderá a hacerlo. ¿Por dónde íbamos? Vuelva a leerme lo último.
—«Vuelva a leerme lo último» —leyó el cabo que sabía taquigrafía.
—¡No lo último, imbécil! —gritó el coronel—. Lo otro.
—«Vuelva a leerme lo último» —insistió el cabo.
—¡Eso es lo último que he dicho yo! —vociferó el coronel, rojo de ira.
—No, señor —le corrigió el cabo—. Eso es lo último que he dicho yo. Acabo de leérselo hace un momento. ¿No lo recuerda, señor? Hace justo un momento.
—¡Oh, Dios mío! Léame lo último que ha dicho él, imbécil. Dígame, ¿cómo demonios se llama usted?
—Popinjay, señor.
—Muy bien, usted es el siguiente de la lista. En cuanto acabe este juicio, empezará el suyo. ¿Entendido?
—Sí, señor. ¿De qué se me va a acusar?
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Han oído lo que me ha preguntado? Se va a enterar, Popinjay. En cuanto acabemos con Clevinger, se va a enterar. Cadete Clevinger, ¿qué le…? Usted es el cadete Clevinger, ¿no?, y no Popinjay…
—Sí, señor.
—Bien. ¿Qué le…?
—Popinjay soy yo, señor.
—Popinjay, ¿es su padre millonario o senador?
—No, señor.
—Entonces, Popinjay, va usted de culo y cuesta arriba. Tampoco es general ni alto funcionario, ¿verdad?
—No, señor.
—Me alegro. ¿A qué se dedica su padre?
—Está muerto, señor.
—Me alegro mucho. En serio, va usted de culo y cuesta arriba, Popinjay. ¿De verdad se llama usted Popinjay? ¿Qué clase de apellido es ése? No me gusta.
—Es el apellido de Popinjay, señor —explicó el teniente Scheisskopf.
—Pues no me gusta, Popinjay, y estoy deseando hacer pedazos su repugnante y cobarde persona. Cadete Clevinger, ¿sería usted tan amable de repetir lo que le dijo o no le dijo en voz baja a Yossarian ayer por la noche en las letrinas?
—Sí, señor. Le dije que no podían declararme culpable…
—Continuaremos a partir de ahí. ¿A qué se refería exactamente, cadete Clevinger, cuando dijo que no podíamos declararlo culpable?
—Yo no dije que no pudieran declararme culpable, señor.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué, señor?
—Maldita sea, ¿es que va a empezar a tomarme el pelo otra vez?
—No, señor. Lo siento, señor.
—Entonces conteste a la pregunta. ¿Cuándo no dijo usted que no podíamos declararlo culpable?
—Anoche, en las letrinas, señor.
—¿Es ésa la única vez que no lo dijo?
—No, señor. Yo siempre no he dicho que no podían declararme culpable, señor. Lo que le dije a Yossarian fue que…
—Nadie le ha preguntado qué le dijo a Yossarian. Le hemos preguntado qué no le dijo. No nos interesa lo más mínimo lo que le dijo a Yossarian. ¿Queda claro?
—Sí, señor.
—Entonces, prosigamos. ¿Qué le dijo a Yossarian?
—Le dije que no podían declararme culpable del delito del que se me acusa sin dejar de ser fiel a la causa de…
—¿De qué? Está balbuceando.
—No balbucee.
—Sí, señor.
—Y balbucee «señor» cuando balbucee.
—¡Metcalf, hijo de puta!
—Sí, señor —balbuceó Clevinger—. De la justicia, señor. Que no podían declararme…
—¿La justicia? —el coronel estaba atónito—. ¿Qué es la justicia?
—La justicia, señor…
—Eso no es justicia —se mofó el coronel y se puso a golpear de nuevo la mesa con su mano gorda y grande—. Eso es Karl Marx. Voy a decirle qué es la justicia. Es una patada en el estómago cuando estás caído en el suelo, una puñalada trapera en medio de la oscuridad, un tiro a traición en el pañol de un buque de guerra. El garrote vil. Eso es la justicia cuando tenemos que prepararnos y endurecernos para la lucha. ¿Entendido?
—No, señor.
—¡Basta de señores!
—Sí, señor.
—Y diga «señor» cuando no lo diga —le ordenó el comandante Metcalf.
Clevinger fue declarado culpable, por supuesto, pues en otro caso no lo habrían acusado, y como la única forma de demostrarlo consistía en declararlo culpable, era su deber patriótico hacerlo. Le condenaron a realizar cincuenta y siete paseos de castigo. A Popinjay lo encerraron para darle una lección, y al comandante Metcalf lo trasladaron a las islas Salomón a enterrar cadáveres. El castigo de Clevinger consistía en pasar cincuenta minutos todos los fines de semana paseando por delante del edificio del capitán preboste con un fusil descargado que pesaba una tonelada.
A Clevinger le resultaba todo muy confuso. Ocurrían muchas cosas extrañas, pero a su juicio, la más extraña de todas era el odio, el odio brutal, implacable, sin disimulos, de los miembros del tribunal, que endurecía su expresión despiadada con una capa de venganza, que destellaba en sus ojos entrecerrados malévolamente, como brasas inextinguibles. Clevinger se quedó asombrado al descubrirlo. Lo habrían linchado si hubieran podido. Ellos tres eran adultos y él un muchacho, y lo odiaban y querían verlo muerto. Lo odiaban antes de que llegara allí, lo odiaron mientras estuvo allí, lo odiaron cuando se marchó, se llevaron el odio consigo como un preciado tesoro cuando se separaron y se reintegraron a sus respectivas soledades.
Yossarian había hecho todo lo posible la noche anterior para advertirlo de que tuviera cuidado.
—No tienes nada que hacer, chaval —le dijo sombrío—. Detestan a los judíos.
—Pero yo no soy judío —replicó Clevinger.
—Da lo mismo —le aseguró Yossarian, y tenía razón—. Van a por todo el mundo.
Clevinger se apartó de su odio como de una luz cegadora. Aquellos tres hombres que lo odiaban hablaban su lengua y llevaban su mismo uniforme, pero al ver sus rostros carentes de bondad disueltos en líneas inmutables de hostilidad comprendió al instante que en ningún rincón del mundo, ni siquiera en los aviones o los tanques o los submarinos fascistas, ni siquiera en los bunkers tras las ametralladoras o los morteros o los lanzallamas, ni siquiera entre los expertos artilleros de la División Antiaérea Hermann Goering, ni entre los temibles partidarios del nazismo de las cervecerías de Múnich, ni de ningún otro lugar, encontraría hombres que lo odiaran más.