CINCO
El reloj de la planta baja me despertó al dar las siete. El sol que penetraba por la ventana abierta se proyectaba caliente sobre la cama. Durante un rato me quedé acostado, exhausto. Luego, recordando, miré a la derecha, donde ella había estado. Pero se había ido. Aparté la sábana y busqué un cigarrillo.
La noche anterior, cuando había ido hacia ella con las manos extendidas, me había dicho bruscamente:
─No... todavía no. Estuve escuchando. ¿Qué vas a hacer, Keith? ¿Aceptarás la oferta?
─¿Qué te parece?
Hablábamos en un susurro.
─Serías un tonto si no lo hicieras.
─Y no lo soy.
Una sonrisa maliciosa le iluminó la cara.
─Pero, recuerda, Keith: no lo subestimes. Él tampoco es tonto.
─Me lo dijiste. —Mi mano se apoyó en su chato estómago y siguió bajando.
Fin de la conversación.
Esa delirante noche nos amamos tres veces. Y cada vez, al llegar a la cima, apretaba la boca contra mi cuello para sofocar su grito salvaje. Los dos estábamos plenamente conscientes de que Marshall dormía a menos de treinta metros de distancia.
Ahora, acostado en la cama, con el cigarrillo quemándome los dedos, volví a analizar la situación Parecía beneficiarme. Estaba en una situación que jamás hubiera imaginado. Estaba dentro del fuerte, en tanto que todos esos gusanos de Wicksteed, deseosos de echarle mano a parte del dinero de Marshall, estaban afuera. Ahora, me dije, tendría que hacer mi juego con mucho cuidado. Beth me había dicho dos veces que no subestimara al gordo borracho. Bueno, de acuerdo, estaba sobre aviso. De modo que primero debía tantear el terreno. Quería asegurarme de lo que ella decía y confiaba en que estuviera equivocada.
Pasé la próxima media hora considerando la situación; luego hice el esfuerzo de levantarme y fui al baño, al final del corredor. Después de ducharme y afeitarme volví al dormitorio y me vestí; al terminar bajé a la sala.
El aroma del tocino me hizo acordar que tenía hambre. Entré en la cocina.
Encontré a Beth preparando tocino y huevos fritos.
—¿Durmió bien, Mr. Devery? —Se encendió la luz roja.
—Muy bien, gracias. Esto huele bien.
—¿Cómo le gustan los huevos?
—Como vengan.
Me atraía tanto, que deseaba abrazarla y dejar que mis manos acariciaran su hermosa espalda espigada y siguieran bajando; pero su mirada me previno.
—Hola, Keith.
Sorprendido, me volví.
Marshall estaba de pie en el umbral. Se veía muy bien, considerando el estado en que había estado la noche anterior. Apoyó una mano en mi brazo.
—Hablemos mientras comemos. —Sonrió a Beth;— ¿Falta mucho?
—Ya está.
Lo acompañé al comedor. La mesa estaba tendida y el café listo en la cafetera eléctrica. Había tostadas, y cuando nos sentamos Beth nos trajo un plato de tocino con huevos.
—Qué le dije —comentó Marshall sonriendo
—.¡Mire esto! Mi mujer es de confianza.
No dije nada.
—Tengo que hacer algo en el jardín, Frank —dijo ella, con su profunda voz sensual—. Disfruten el desayuno. —Y se fue.
—Está siempre trabajando en el jardín —dijo Marshall sirviéndose café—. Bueno, Keith ¿se asocia conmigo?
─Sería estúpido si no lo hiciera ¿no?
Me miró, luego empezó a ponerle manteca a una tostada
─Seguro. De acuerdo. Quiero que me lleve a la estación. Tengo algo que hacer en San Francisco pero volveré en el rápido de las 12:30. Vaya a buscarme. Almorzaremos y luego hablaré con Olson.
─Bien, yo tengo que hablar con Ryder.
Hizo un displicente gesto con la mano. Empezaba a actuar como millonario.
─Tiene toda la mañana.
Empecé a tantear el terreno.
─Esta mañana se me ocurrió una idea, Frank ─dije—. ¿Le interesaría comprar la parte de Ryder? Por lo que vi es un buen negocio y puede haber una buena ganancia. Si le gusta la idea, puedo pedirle cifras y lo hablamos esta noche. Engulló una gran cantidad de tocino y huevos. ─No me interesa. Escuche, Keith. Tengo grandes planes. El negocito piojoso de Ryder no me interesa.
Asentí con un gesto de cabeza.
—Después hay otra proposición. El Comité de Planeamiento...
—¿Se enteró de eso? —Sonrió burlonamente
—.¿ El piojoso parque de diversiones? Que lo olviden. No quiero saber nada de Wicksteed... absolutamente nada.
No lo subestimes.
─Pensé que podía interesarle.
─De acuerdo, quiero que me traiga ideas; pero Wicksteed está absolutamente fuera de la cuestión.
—Bueno, es su dinero, Frank. —Callé y sorbí mi café—. Ese parque de diversiones podría ser una buenísima inversión. Yo me encargué de cosas así cuando trabajaba con Barton Sharman.
—De acuerdo, quizás pueda ser una buenísima inversión; pero no me interesa. —Mordió una tostada—. He andado bastante, Keith. Me ocupo de operaciones inmobiliarias. Sé cuánto puede rendir un millón de dólares. Se lo repito... no quiero tener nada que ver con Wicksteed.
Tal como había dicho Beth, no iba a ser fácil manejar a su marido. Otra vez se me ocurrió la misma idea: Hágame un favor... muérase.
—Usted es el jefe, Frank.
—Eso es. —Corrió la silla hacia atrás—. Vamos. Tengo un día muy ocupado.
Sin volver a ver a Beth lo llevé a la estación y luego fui a la Escuela de Conductores. Aunque eran sólo las 8,45 Bert ya estaba en la oficina.
Le expliqué la situación. Le dije que Marshall quería que fuera su chofer y que me ofrecía setecientos y la promesa de progresar junto con él. Puse las cartas sobre la mesa porque me gustaba Bert y no quería hacerle trampas.
—Bert, usted conoce mi situación. Frank la conoce (mentira) y ésta es una chance que no puedo dejar escapar.
Me miró; sus ojos reflejaron desilusión.
—Lo entiendo, Keith. —Levantó las manos─ Tom se encargará de las clases. Creo que podré retirarme por un tiempo. —Sacudió la cabeza. —Todos tenemos que arar nuestro propio surco. Si eso es lo que quiere, lo entiendo.
—Se lo dije antes, Bert, soy andariego.
Hizo un gesto de asentimiento y eso fue todo.
Maisie me dio la mano y Tom Lucas me palmeó el hombro. Sentí algo de pena: era buena gente.
Cuando me dirigía hacia el auto, me di cuenta que ya no estaba a mi disposición. Estaba pensando qué hacer cuando Tom Mason frenó su polvoriento Ford a mi lado.
— ¡Hola, Keith! Parece tener un problema.
Crucé y me apoyé en su auto.
—Ninguno. ¿Cómo está, Tom?
—¿Yo? No me puedo quejar. ¿Quiere ir a algún lado?
—Ahora no. —Di la vuelta y me senté a su lado—. Pero quiero hablar con usted.
—Adelante. —Me miró con curiosidad.
Le dije la pura verdad. Que Marshall me había contratado como chofer; que en cuanto recibiera la herencia planeaba irse de Wicksteed. Le conté, además, cómo había reaccionado cuando le sugerí podía haber peores inversiones que la del parque de diversiones.
─Esa es la situación, Tom —concluí—. Quizás pueda hacer algo más tarde... Infundirle un poco de sentido común. Pero por el momento, la cosa pinta mal.
Su cara reflejó desilusión.
─Pero ¿quiere ser su chofer, Keith? Tengo entendido que Bert le ofreció hacerlo socio.
─Es cierto, pero soy andariego. Estaré con Marshall durante un tiempo. Podría ser interesante.
─ Abrí la puerta del auto—. Quería que usted lo supiera. Dígaselo a Joe y a Mr. Olson.
Lo dejé y me dirigí a la parada de taxis de la esquina, consciente de que todos me observaban. Le dije al taxista que me llevara a la casa de Marshall.
Beth estaba cortando rosas en el jardín cuando el taxi llegó. Pagué al taxista y esperé hasta que se fue. Para entonces ella ya había entrado en la casa.
La encontré desvistiéndose en mi cuarto. Yo ya estaba desvestido cuando se echó en la cama. Nos abrazamos con desesperación y su grito salvaje resonó en toda la casa.
Ubiqué el Playmouth de Marshall frente a la estación poco antes de las 12:30. No se había molestado en hacerlo arreglar desde el accidente. Tenía un guardabarros aplastado y un farol hecho trizas, pero aún andaba.
Cuando me bajé del auto apareció el sheriff Ross. Examinó el auto, y luego me miró de arriba a abajo, con sus hostiles ojos de policía; aún tenía los labios hinchados.
—Este auto no puede circular en semejante estado —dijo señalando el guardabarros abollado.
—Dígaselo a Mr. Marshall, el millonario del pueblo —dije—. Soy sólo un empleado. —Y evitándolo, subí la loma hacia la estación.
—Eh, Mac.
Me detuve, di media vuelta y lo encaré.
—Déjeme tranquilo, Ross —dije con calma─ O si quiere algo, vamos a la comisaría y hablemos con McQueen.
—Voy a denunciar este auto —dijo. Enganchó los dedos en la pistolera y se alejó.
El expreso de San Francisco entraba en la estación cuando llegué. Marshall fue uno de los primeros en bajar. Tenía la cara arrebatada, pero parecía bastante sobrio.
— ¡Hola, Keith! —Me pasó un brazo alrededor de los hombros—. Ha sido una mañana terrible. ¿Todo bien?
—Perfecto. —Pensé en Beth—. Perfecto.
—Vamos a comer. —Salimos a la luz del sol y nos acercamos al Plymouth.
—Frank... tuve un altercado con el sheriff Ross. Dice que este auto no puede circular y que va a denunciarlo.
Marshall miró el auto e hizo una mueca, movió la cabeza y se dejó caer en el asiento. Había unas veinte o treinta personas que salían de la estación y todos trataban de llamarle la atención sonriéndole y saludándolo; pero los ignoró. Cuando puse el auto en movimiento, dijo: —Compre otro auto, Keith. Algo de primera. Lo dejo en sus manos. Tengo crédito ahora. El límite es el cielo.
—¿No quiere ocuparse usted, Frank? Comprar un auto es importante.
—Estoy ocupado. —Hizo una mueca—. Vamos a comer. Iremos al Lobster Grill.
Había oído hablar de este restaurante... el mejor del pueblo.
Nos llevó sólo cinco minutos llegar al restaurante y nada más que dos que nos acompañaran a una mesa en un rincón. La máquina de rumores funcionaba bien. Era obvio que el maitre y todos los camareros trataban con un millonario. A Marshall le encantó.
Comimos complicados platos con base de langosta y lenguado. Marshall no habló; tenía el ceño adusto mientras devoraba la comida. Me di cuenta de que estaba perdido en sus propios pensamientos y probablemente ni sabía qué comía.
Cuando terminamos, empujó el plato; luego, mirando el reloj, dijo:
—Tengo que ver a ese gusano de Olson. Vaya a comprar el auto, Keith.
─Pero ¿qué clase de auto?
Se puso de pie, pagó la cuenta y se dirigió a la puerta.
—Uno que sea apropiado. Ocúpese usted. Que simbolice el nuevo status.
Dejándolo en la oficina de Olson, fui al salón de exposición de Cadillac.
Cuando dije que compraba para Mr. Marshall, el vendedor casi se puso de rodillas.
Dijeron que tenían algo especial: un modelo fuera de serie que acababa de salir al mercado, Era una fantasía color crema y azul, con todos los accesorios que puede soñar un diseñador de autos. Estaban tan ansiosos por vender que ni me pidieron que firmara recibo alguno. Les saqué el máximo por el Plymouth y les dije que, en cuanto al pago, se comunicaran con Mr. Marshall. Luego' subí a aquella belleza y floté en ella por la calle principal, causando sensación.
Estaba sentado en el auto, escuchando el estéreo, cuando vi que Marshall salía de la oficina de Olson. Apreté la bocina, que emitió un suave sonido melodioso; luego le hice señas.
Cruzó la calle con aire fanfarrón, mientras la gente lo miraba. Se detuvo y empezó a dar vueltas alrededor del auto lentamente, mientras yo le abría la puerta. Dio tres vueltas. Prácticamente detuvo el tránsito. Todos miraban ahora y los conductores estacionaban sus autos junto al cordón para poder mirar también.
Cuando completaba la tercera vuelta le dije:
—¿Le gusta? Podemos devolverlo, si no.
Largó su fuerte risotada.
— ¡Keith! ¡Usted es de los míos! ¡Éste es mi auto! ¿Dónde diablos lo encontró?
Dándome cuenta de que ya había una pequeña multitud mirándonos lo ayudé a sentarse, cerré la puerta, y me senté al volante.
—Pidió un auto... aquí lo tiene. —Puse el motor en marcha, encendí el estéreo y nos alejamos, dejando a la multitud con la boca abierta.
—¡Jesús! —exclamó—. ¡Esto es un auto!
Apreté el acelerador y el auto avanzó con todo el poder que le podían dar sus ocho cilindros; luego aminoré la marcha. Me estaba divirtiendo tanto como él.
—¿Cuánto le costó, Keith?
Se lo dije.
—Moneditas. —Infló las mejillas. —¡Un millón de dólares! Maldición... Podría comprar diez autos como este, si quisiera.
—Pero no quiere.
—Exacto. —Se pasó la mano por la cara. —Me vendría bien un trago.
Como si yo no lo hubiera sabido. Abrí la guantera, saqué una botella chica de whisky y se la alcancé. Se la llevó a la boca y bebió como un bebé su mamadera.
Cuando llegamos a la casa ya había vaciado la botella.
No había señales de Beth. Lo ayudé a bajar del auto. Subió los escalones a los tropezones; lo observé mientras entraba en la casa y luego llevé el auto al garaje. Me quedé sentado un rato, acariciando todos los accesorios, deseando que el auto fuera mío.
Hágame un favor... muérase.
Bajé del auto. Cuando estaba por cerrar el garaje me di cuenta de que el auto era lo suficientemente más largo que el Plymouth como para que la puerta no cerrara. Volví al auto, puse el motor marcha, y avancé lentamente hasta que el parachoques frontal tocó la pared. Dejé el motor en marcha, y bajé para ver si la puerta cerraba ahora, pero apenas. Bajé la puerta levadiza. Mientras cruzaba el garaje para apagar el encendido del auto, noté el fuerte olor producido por los vapores del caño de escape. Para el corto tiempo que me había llevado bajar la puerta, era sorprendente la acumulación de gas. Me agaché y apagué el encendido; luego abrí la puerta que daba a la cocina y entré en la casa.
Beth no estaba en la cocina. Pensé que estaría en alguna parte del inmenso jardín. Crucé el pasillo y me dirigí al living.
Marshall había encontrado otra botella de whisky. Estaba sentado frente a la mesa ovalada, al lado de la ventana, con un montón de papeles dente de sí. Cuando entré echaba una gran cantidad de whisky en un vaso.
—Siéntese, Keith. —Señaló una silla al lado de la mesa. —Un millón de dólares parece mucho, sabe; pero cuando se terminan de pagar los malditos impuestos se ha reducido.
—Es cierto, Frank. —Me senté. —Pero aún es dinero. Deben de quedarle por lo menos seiscientos mil después que los muchachos de Impositiva lo pelen. Si invierte una suma así, obtiene una renta fija y capitalización.
—No necesito que me lo diga. —Se apoyó en el respaldo y me miró con ojos vidriosos. —Me pasaron un dato bárbaro: aceros Charrington. Las acciones están a quince ahora. Sé que aceros Pittsburgh se harán cargo de Charrington. Hace unos seis años lo intentaron pero chocaron con la oposición de la Comisión de Control. Tengo información de buena fuente de que esta vez la fusión se hará. Las acciones de Charrington triplicarán su valor del día a la noche.
Me quedé mirándolo.
Era aceros Charrington que me había mandado a la cárcel. Durante el tiempo que estuve preso a menudo había pensado en lo ocurrido y me había dado cuenta de que algunos de los miembros de la junta de directores habían hecho correr el rumor de la fusión tan inteligente y expertamente, que estúpidos como yo habíamos caído en la trampa. Parecía que lo intentaban otra vez. Habían dejado pasar seis años: ahora, según este gordo borracho, lo intentaban nuevamente, haciendo correr el tambor; susurraban sobre una posible fusión, forzaban el precio del mercado.
—Espere un minuto, Frank —le dije—. Conozco bien lo de aceros Charrington: ésa es una companía en la que no debe invertir. Son delincuentes Esa fusión jamás se llevará a cabo.
Me observó con los ojos entrecerrados.
—Sé de qué hablo. Tengo información muy confidencial. ¿Qué sabe usted?
—Hace seis años trataron de fusionarse con Pittsburgh. Hicieron circular la noticia y los inversionistas se interesaron. La Comisión de Control hizo abortar el plan, y miles de inversores perdieron su dinero, yo entre ellos. Cualquiera que esté lo suficientemente loco como para especular con esas acciones se quedará en la ruina... Es la pura verdad, Frank.
—¿Cierto? Bueno. No pienso así. Terminó su trago. —Sé qué les pasó a los estúpidos que perdieron su dinero; pero esta vez es real. En cuanto esté la verificación oficial del testamento voy comprar quinientos mil dólares de acciones. Es un dato de muy buena fuente. Jack Sonsa, el vicepresidente de la compañía, es un viejo amigo mío. Fue él quien me lo dijo y no me va a engañar a mí
Conocía a Jack Sonsa. Barton Sharman lo consideraba uno de los delincuentes más grandes del siglo.
—Mire, Frank —le dije desesperado—. Sé de que hablo.
─Vaya a ayudar a Beth en el jardín —gruñó Marshall con expresión mezquina en los ojos—. No se quede sentado aquí. Tengo que hacer.
Era igual que decirme que después de todo era un sirviente y no quería mi consejo.
─Como usted diga, Frank —Me puse de pie mientras se servía otro trago. —Pero va a perder su dinero.
─Eso es lo que usted dice. —Me apuntó con un dedo.
—Escuche, hijo, sé más de dinero de lo que usted aprenderá jamás. Cuando quiera su consejo, se lo pediré... Cuando lo quiera.
El sólo pensar que iba a tirar quinientos mil dólares en esa mítica fusión me enfermaba. Había dicho que el millón se achicaría después de pagar los impuestos. Si ponía quinientos mil en aceros Charrington no le quedaría prácticamente nada.
—Frank, yo...
─Vaya, hijo, estoy ocupado. —Tomó un documento. Cuando llegaba a la puerta prosiguió:
─Estoy satisfecho con usted, Keith Ese auto es una belleza.. Hágase útil en la casa y ocúpese del auto. Yo me ocuparé del dinero.
─Como usted diga. Frank.
Se apoyó en el sillón, la cara arrebatada, la expresión de los ojos mezquina aún.
─¿Qué le parece si cortamos esto de Frank, eh? —Levantó el vaso y tomó un largo trago—. ¿Qué le parece si me llama Mr. Marshall eh? Nada personal... Como símbolo de status ¿eh?
─Como usted diga, Mr. Marshall.
Nos miramos.
Rió: una risa incómoda, molesta.
—Sígame el juego, hijo. Me siento como un millonario.
Gordo y borracho hijo de perra, pensé. Te seguiré el juego porque quiero hacerle el amor a tu mujer.
—Sí, Mr. Marshall.
Asintió. Luego comenzó a leer el documento.
Salí y fui al jardín.
Era un inmenso jardín con arbustos, árboles, macizos de flores y una parte que parecía selva. Encontré a Beth juntando frambuesas en el rincón más alejado. Me acerqué mientras ella echaba la fruta en un bol blanco.
—Se me ordenó venir hasta aquí y ayudarte en el jardín... hijo —dije deteniéndome a su lado.
Me miró sorprendida.
—¿Es así cómo te llama?
—Eso es, y tengo que llamarlo Mr. Marshall porque ahora es un millonario y soy el sirviente. Símbolo de status, dice.
Continuó recogiendo frambuesas. Me senté en cuclillas, sintiendo el sol en la espalda, y la miré.
—Beth... tiene un proyecto peligroso. Va a invertir el dinero en unas acciones que le hará perder todo el capital.
Se detuvo; tenía los dedos rojos del jugo de la fruta madura; me miró con atención.
—Aunque es borracho, Keith, es astuto. Te lo previne.
—Quizás, pero lo han convencido de una inversión en acero que no le traerá más que desastres. Va a comprar las acciones en cuanto consiga crédito... a fines de la semana próxima.
Continuó mirándome.
—Es astuto —repitió.
— ¡Pero sé que esto será un desastre! ¡Una vez caí en la misma trampa! Parece bueno, pero no se va a producir. Va a perder hasta el último centavo del dinero que va a recibir... y tú también, i
Comenzó a recoger frambuesas otra vez. La miré. Su cara estaba tan animada como una máscara mortuoria.
Después de algunos minutos le dije:
—¿Estás meditándolo, Beth?
—Si. —Se volvió hacia mí, apoyando el bol de fruta contra sus senos pequeñitos—. ¿Estás realmente seguro de que lo que proyecta hacer está mal?
—Lo estoy.
—¿Y no puedes hacerle cambiar de idea?
—En absoluto.
Asintió, y siguió recogiendo fruta. Otra vez la contemplé durante varios minutos antes de decir:
—¿Qué piensas, Beth?
Sin mirarme, y recogiendo más fruta, dijo:
—Pensaba que es una pena que no se haya muerto.
El helado dedo de la muerte me recorrió la espalda. Helo aquí, pensé y esta vez lo dice ella.
Hágame un favor... muérase.
Ahora era ella quien lo decía.
Cuando Marshall muriera, ella tendría el dinero y yo la tendría a ella, pero el tiempo se nos iba de las manos. Cuando Marshall recibiera el dinero lo perdería en este enloquecido proyecto.
—No habrá dinero, Beth, si no se muere.
Con cara impasible empezó a trabajar en la segunda hilera de plantas.
— ¡Beth!
—Ahora no... esta noche.
Nos miramos. Sus ojos tenían una expresión lejana.
—De acuerdo. ¿Vendrás?
Asintió.
Me puse de pie, crucé el jardín y volví a la casa.
A través de la ventana pude oír claramente la voz de Marshall. Hablaba por teléfono.
—... controle las escrituras —decía—. Puedo comprar dentro de un par de semanas. Tengo esta versión en acciones en el horno. Sí.... usted ocúpese de eso. Estaré listo dentro de unos quince días.
No creo que lo esté, Mr. Marshall, pensé mientras subía las escaleras silenciosamente. Dentro de quince días estará en su ataúd.
Pasé el resto de la tarde acostado, pensando.
Ni el continuo sonido de la voz de Marshall hablando por teléfono me molestó.
Mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo me dije que era mi segunda oportunidad de hacerme de mucho dinero. La primera había fracasado y había terminado en la cárcel, pero esta vez sería diferente. En vez de arriesgar el dinero de otro hombre, ahora estaba dispuesto a matar. No sentía ningún remordimiento de quitar del medio a este gordo borracho que hablaba como una cotorra por teléfono. Ya se me estaba ocurriendo cómo hacer para quitármelo de encima sin peligro. Tendría que parecer un accidente y luego tendría a Beth y el dinero.
Cuanto más lo pensaba, más me gustaba, y finalmente me convencí de que era fácil y seguro; mi segundo paso sería convencer a Beth. Por lo que había dicho: Pensaba que es una pena que no se haya muerto, no creí que fuera muy difícil
El reloj de la planta baja daba las siete cuando me levanté. Fui al baño, me afeité y luego me miré en el espejo sobre la pileta. Mi cara era la misma de siempre, pero sabía que detrás de la cara que veía, yo era algo que jamás había pensado ser: un asesino.
Se percibía el aroma a cebollas fritas. Bajé las escaleras y fui a la cocina. Beth estaba al lado de la cocina cuidando los bistecs en el grill y las cebollas que se freían en la sartén.
—Huele bien —dije desde el umbral.
Asintió, sin ninguna expresión en la cara. Vi que había sólo dos bistecs en el grill.
—¿Dónde está? —dije bajando la voz.
—Ahí... olvidado del mundo.
─¿Lo llevo a la cama?
─Déjalo donde está... Más tarde, quizás. —Dio vuelta los bistecs.
Sin hacer ruido fui a la sala. Estaba sentado a la mesa, con los papeles desparramados delante de él, los ojos abiertos, fijos y sin ver; la respiración pesada y lenta.
─¿Mr. Marshall?
Me acerqué y lo toqué. No hubo reacción. Pasé la mano delante de sus ojos: no parpadeó: olvidado del mundo, tenía razón. La botella de whisky, ahora vacía, estaba sobre la mesa.
Me ubiqué detrás de él, por temor de que saliera de ese sopor, y miré los papeles que estaban sobre la mesa. Había una escritura de una casa llamada Robles Blancos, en Carmel, y un montón de notas, números y nombres que no me decían nada.
Beth entró en el cuarto silenciosamente. ─Comamos —dijo.
Lo toqué otra vez y tampoco obtuve respuesta. Fui a la cocina. Nos sentamos uno frente al otro.
─Deberíamos llamar a un médico, Beth —le dije cuando empecé a cortar la carne—. Podría ser serio.
Me miró, luego asintió.
─Esperemos media hora. Si no salió de ese estado, llamaré al doctor Saunders.
─¿El médico del pueblo? ¿Es bueno?
─Hace cuarenta años que está en esto: un médico tradicional.
Nos miramos y esta vez fui yo quien asintió. Terminamos los bistecs y comimos frambuesas con crema. Tomamos café. Ninguno de los dos dijo nada. Yo estaba pensando y por la mirada lejana de sus ojos negros me di cuenta de que ella también. Disfrutamos la comida mientras nos llegaba la pesada respiración de Frank desde la sala. Deseé que se detuviera de pronto. Estaba seguro de que Beth deseaba lo mismo, pero no nos hicimos confidencias.
Cuando terminamos volví a la sala y esta vez lo así del hombro y lo sacudí. Cayó hacia adelante y tuve que apurarme para evitar que cayera de la silla al suelo.
Beth se había acercado a la puerta y observaba.
—Llama al curandero —dije.
Fue al vestíbulo y la oí discar el número.
Tomé a Marshall y lo eché sobre mis hombros. Se quejó, trató de recuperar el sentido; luego comenzó a roncar. No sé cómo, con el corazón a los golpes, llevé esa mole al primer piso y lo tiré sobre la cama. Le aflojé el cuello y le quité la chaqueta y los zapatos.
Beth subió.
—Está en camino.
Nos inclinamos sobre Marshall escuchando su estertórea respiración. Nos miramos. Sería tan fácil ahogarlo con la almohada; pero no sería seguro. Le eché una manta encima y bajamos.
—Sobrevivirá —dije al entrar en la sala.
—Los borrachos son duros para morir.
La miré atentamente, pero su expresión era impenetrable.
Quince minutos más tarde, mientras yo daba vueltas por la sala y Beth limpiaba la cocina, llegó el doctor Saunders en un Ford 1965: un hombre alto como una cigüeña, con espeso bigote blanco, gastado sombrero panamá y arrugado traje gris.
Me mantuve alejado.
Los oí a él y a Beth hablando en el dormitorio; un murmullo. Después de un rato bajaron y yo me oculté en la cocina. Oí que el auto arrancaba y se alejaba.
—Dijo que no tiene nada que no se pueda curar con un buen descanso —dijo Beth cuando salí de la cocina.
—Eso es lo que queríamos oír —dije—. Perfecto... que duerma la mona.
Era tarde ya, pero el aire seguía siendo pesado y cálido. Una inmensa luna iluminaba el jardín.
Tomé a Beth del brazo y salimos al jardín, alejándonos de la casa. Nos sentamos en el cálido césped seco, hombro contra hombro, de espaldas a la casa, escondidos tras los rosales y las matas de flores.
Antes de operar, tenía que estar seguro de ella y del dinero.
—Si le ocurriera algo, Beth —comencé—. ¿Te casarías conmigo,
Eso era bien directo.
─¿ Para qué hablar de esto? —dijo—. Los borrachos no mueren nunca.
—Supongamos que él sí. ¿Te casarías conmigo?
Hizo un gesto afirmativo, y luego dijo:
—Sí.
—¿Querrías seguir viviendo aquí... como una ermitaña, ocupándote sólo de limpiar la casa o cuidar el jardín?
—¿Qué otra cosa sugieres que haga?
—Con su dinero, Beth, yo sería un magnate. Podría triplicar el dinero en un año o algo más. Podríamos tener una casa grande, criados; alternar con gente importante. Tendrías una vida totalmente diferente. ¿Querrías?
—Quizás... tendría que pensarlo. Sí... me estoy aburriendo de este lugar. Con tu ayuda... sí.
Un obstáculo menos.
—¿Estás segura, Beth?
Puso su mano en la mía.
—¿Puede uno estar seguro alguna vez? Pero ¿para qué hablamos de esto?
—Dentro de dos semanas habrá invertido en esas acciones y adiós el dinero. Dijiste que es una pena que no haya muerto. Lo dijiste ¿no?
Asintió.
—¿Lo dijiste?
—Sí.
—¿Lo dijiste en serio?
—Sí.
—¿Aún lo sigues pensando?
—Sí.
—Bueno, puede morir.
—Pero ¿cómo?
—¿Sabes lo que esto significa, Beth?
Se apoyó sobre los codos y miró la luna.
—Te hice una pregunta, Keith... ¿cómo?
—No importa cómo ahora. Quiero que me digas si te das cuenta de lo que vamos a hacer. —Callé Luego dije lentamente y con claridad: —Vamos a asesinarlo.
Imposible decírselo más directamente. Ahora era su turno.
—Pero ¿cómo? —repitió.
—¿No te asusta, Beth? ¿Que tú y yo lo asesinemos?
—¿Debes seguir repitiendo esa palabra? —Su voz sonaba irritada.
—Quiero que te des cuenta de lo que vamos a hacer. El premio son unos seiscientos mil dólares. Tú me tienes a mí, yo a ti y los dos compartimos el dinero, pero será un crimen.
Se acostó sobre el pasto y se llevó las manos a los ojos para evitar el brillo de la luna.
—¿Beth?
—Si hay que matarlo, lo mataremos.
La miré. Las manos le cubrían la cara. Las aparté. A la luz de la luna su cara parecía esculpida en mármol.
—Es lo que haremos —dije.
Se soltó y otra vez se cubrió la cara.
—¿Cómo lo harás, Keith? —Su voz era tan baja que apenas si la oía.
—Tú también —dije—. No puedo actuar solo. Los dos, Beth. Será fácil y seguro en tanto que aceptes el hecho de que lo vamos a asesinar… ¿Lo aceptas?
Estiró sus largas piernas sobre el césped.
—Sí.
Aspiré lenta y profundamente.
—De acuerdo. Quiero ver su testamento.
—Puedes verlo. Sé dónde lo guarda.
—Te quiero a ti y quiero su dinero, Beth. ¿Entendido?
—Si.
—¿Y tú me quieres a mí?
Asintió.
—¿Viste su auto nuevo?
Se quitó las manos de la cara y me miró sorprendida.
—No.
—Vamos a verlo. Es una belleza y será quien lo mate.
A la luz de la luna, uno junto al otro, fuimos hacia el garaje.