OCHO

PASÉ la noche en la cama en que Beth y yo nos habíamos hecho el amor tantas veces. El viento ululaba alrededor de la casa y hubo momentos en que me pareció oír los dedos del moribundo Frank arañando la puerta del garaje. Probablemente fue la peor noche de mi vida, excepto aquélla en que sentí por vez primera la puerta de una celda cerrarse de golpe tras de mí. Fue quizás peor aquélla , pero no mucho.

Ahora debía aceptar la amarga verdad de que Beth me había tomado por idiota. Me había alentado para que matara a Frank; había confiado en mi plan; había aceptado todo lo que dije, y una vez que Frank había muerto, me había hecho a un lado, sabiendo que no podía delatarla sin delatarme yo mismo. De acuerdo, había sido astuta; pero era mi turno. Sintiendo una furia feroz me dije que no se iba a salir con la suya. Aunque fuera lo último que hiciera en mi vida, ajustaría cuentas con ella.

Acostado en la cama pensé en Beth. Recordé una conversación que ahora parecía muy lejana. Recordé que le había preguntado: ¿Qué harías si Frank muriera y recibieras el dinero?

Estaba acostada a mi lado, y podía verla en el recuerdo tan claramente como si estuviera conmigo en este momento, y podía oír su suspiro mientras decía: ¿Hacer? Volvería a San Francisco, donde nací. Una mujer con un millón de dólares puede pasarlo muy bien en San Francisco.

A juzgar por este deseo, estaría ahora en alguna parte de San Francisco, pero San Francisco era una ciudad muy grande. Buscarla podría ser una tarea lenta, imposible quizás.

Me inquieté al pensarlo. Ahora Beth valía un millón de dólares. No estaría en un hotel o motel barato. Querría gastar su dinero. Se instalaría en un departamento o en un hotel lujoso, o quizás alquilaría una casa. Tendría que tener cuidado para no alertarla sobre mi búsqueda. Hacer preguntas sería inducirla a huir. No: no era ése el modo de manejar el asunto.

Había empezado a amanecer y el primer rayo de sol se filtraba por la ventana, cuando la idea apareció.

Recordé el gran restaurante-hotel en las afueras de San Francisco, en el que Beth me había dicho que había trabajado una vez. Recordé al chef. ¿Cómo se llamaba? ¿Mario? Sí, Mario. Parecía asustado de Beth. Quizás si lo trataba como debía, podría darme alguna información sobre ella. No sabía casi nada de Beth, excepto que planeaba vivir en San Francisco, que había nacido en dicha ciudad, y que había conocido a Marshall en ese restaurante. Antes de comenzar a buscarla tenía que conseguir toda la información que me fuera posible sobre ella y parecía apropiado empezar por Mario.

Decidí no perder tiempo. En cuanto desayuné, limpié, cerré la casa, y puse las llaves en un sobre dirigido al rematador local. Subí al Volkswagen y me dirigí por el camino de tierra en dirección a la carretera de San Francisco, consciente de que jamás volvería a ver esa casa.

Cuando estaba por entrar en la carretera vi el coche del sheriff McQueen, esperando turno para poder cruzarla. Sentí que el corazón se me paralizaba. ¿Qué hacía aquí? ¿Sospechaba algo?

McQueen al volante y sentado a su lado había un hombre joven, de cara fresca y uniforme policial. Al verme, McQueen me saludó con un gesto;luego, cuando hubo un claro en el camino, cruzó y se detuvo a mi lado.

Bajé y me acerqué a él, con el corazón acelerado, y las manos transpiradas.

—Hola, sheriff —dije—. Me pescó justo. Me voy.

—Le presento a Jack Allison, mi nuevo ayudante —dijo McQueen señalando con un gesto de la cabeza al hombre que estaba a su lado.

—Hola —dijo Allison y me sonrió amistosamente.

—Así que Ross finalmente logró que lo transfirieran —dije por decir algo.

—Abandonó la policía. —McQueen se encogió de hombros—. Consiguió un puesto en una empresa privada en San Francisco. —Hizo una mueca—. Me alegro de que se haya ido.

—Me imagino. —Una pausa. —Yo también voy a San Francisco. Espero encontrar trabajo. —Saqué del bolsillo el sobre con las llaves de la casa y se lo di. —Si le pudiera dar estas llaves a Mr. Curby, el rematador, se lo agradecería.

—Se las daré. —Tomó el sobre y lo guardó en el bolsillo. —Así que se va. ¿Por qué no se queda en Wicksteed, Devery? No le fue tan mal. Bert me hablaba de usted anoche. Aún quiere que sea su socio.

Sacudí la cabeza.

—Creo que soy andariego, sheriff. Quiero probar mi suerte en una ciudad grande.

—¿Tuvo noticias de Mrs. Marshall?

—Ninguna. Mr. Bernstein maneja sus asuntos. Me despidió. —Le dirigí lo que esperé fuera una sonrisa triste. —La casa se vendió. Creo que es el fin.

—Sí... No parece que nos fuera a ayudar en nuestro proyecto ¿no?

—No sé, sheriff. Joe podría hablar con Mr. Bernstein.

—Sí. —Puso el motor en marcha. —Bueno, de acuerdo. Devery. Le deseo suerte. No olvide que Bert aún lo quiere como socio. Tiene muy buena opinión de usted.

—No lo olvidaré.

Le di la mano a McQueen y luego a Allison, y volví a subir al auto. Tomé la carretera: se quedaron mirándome.

Llegué al restaurante-hotel un poco después de las tres. Estacioné, entré en el restaurante, me detuve a echar una mirada en derredor y luego elegí una mesa cercana al bar. La hora del almuerzo ya había pasado y el lugar estaba vacío. Después de uno o dos minutos Mario salió de la cocina y se me acercó. Cuando me vio me reconoció y su cara gorda se iluminó con una sonrisa.

—Usted es el amigo de Beth —dijo y me tendió la mano.

Se la estreché.

—Tome una cerveza conmigo si no está ocupado —dije.

Rió.

—¿Le parece que estoy ocupado? —Señaló el salón vacío—. No lo estaré hasta dentro de un par de horas. —Se alejó, sirvió dos cervezas, volvió y se sentó a la mesa—. Devery, se llama así ¿no?

—Tiene buena memoria.

—Sí. En mi negocio conviene. A la gente le gusta que lo recuerden. Sí... Usted le estaba enseñando a conducir... qué chiste. —Se rió.

Lo miré a los ojos.

—Era fantástica en la cama.

Asintió.

—Estoy seguro. No por experiencia propia, ya que soy un feliz hombre casado. —Hizo una mueca—. No necesito mujeres como Beth.

—¿Se enteró de lo del marido... Frank Marshall?

Sorbió la cerveza y entrecerró los ojos mientras me miraba.

—¿Qué le pasó?

—Murió.

Poniendo el vaso sobre la mesa Mario se persignó.

—Dios se apiade de su alma. Nos tocará a todos.

─Bebió un poco de cerveza, luego prosiguió—. Por lo que oí no era gran cosa... Un borracho ¿no?

─No le quepa duda.

—Tengo entendido que tenía una casa grande. ¿Le quedó a ella?

— Eso y un poco de dinero.

Rió y se golpeó el muslo con la mano.

─Esta Beth. Siempre apostó a ganar. Así que tiene la casa y un poco de dinero. —Se inclinó al preguntarme: —¿Cuánto?

Como si se lo fuera a decir.

─No sé... un poco.

—Bueno, qué suerte. Ahora puede comprarle cerveza y cigarrillos a su policía.

El frío dedo de la muerte me recorrió la espalda. De algún modo logré mantener la cara impávida.

─¿Policía? ¿Qué policía?

─Usted no lo debe conocer: el sheriff suplente de Wicksteed: uno de esos desgraciados que andan siempre buscando problemas... Ross de nombre. Estaba loca por él y creo que aún lo está. Cuando Beth regenteaba este lugar Ross siempre venía aquí los días que tenía franco. Beth dejaba todo a mi cargo y se encerraba con él en una de esas cabañas. —Hizo una pausa y me guiñó el ojo. Como hicieron ustedes dos cuando ella lo trajo aquí. Todas las semanas Ross venía y le hacía el amor. Verla con él era un espectáculo. Beth no podía quitarle ni los ojos ni las manos de encima. He visto mujeres chaladas por un hombre pero nunca de este modo. Bueno, si ella recibió dinero, lo tendrá él. La tenia loca y, créame, ese tipo de locura no pasa.

Me quedé mirándolo. Lo que me había dicho había sido como una trompada en el estómago. Sentí que me subía la bilis. Poniéndome de pie corrí al baño y logré llegar a un inodoro a tiempo para vomitar.

Diez minutos más tarde me sentí mejor. Me lavé la cara, bebí un poco de agua, y armándome de coraje volví al salón. El ritmo del corazón era lento. Transpiraba y tenía la mitad de la mente paralizada.

Mario había terminado su cerveza y me miró atentamente cuando me acerqué a la mesa.

—¿Le pasa algo? —preguntó cuando me dejé caer en la silla.

—Ya pasó. Algo que comí anoche. Tuve que vomitar. Tomemos un poco de whisky.

Su cara se iluminó.

—No bebo whisky muy a menudo, pero ¿por qué no?

Para cuando vino con una botella de Old Roses y dos vasos ya me había controlado. Sirvió. Bebimos.

—¿Qué comió anoche? —preguntó comprensivo.

—Almejas... nunca más.

—Sí. Si no son buenas son veneno. ¿Está bien ahora,, Mr. Devery?

Terminé mi trago, me serví otro y empujé la botella hacia él.

—Estoy bien. Me estaba contando sobre Ross. Lo conocí. Una vez trabajé en Wicksteed. Oí que renunció al cargo de policía y trabaja con una empresa privada.

—¿Sí? —Mario se encogió de hombros—. No sé.

—¿La vio a Beth después que vino conmigo

—No. —Hizo una mueca, sorbió whisky, y agregó: —No lo siento. Siempre se queja. ¿Cree que está en San Francisco?

—Sé que lo está.

—Entonces quizás venga. —Terminó el trago —No lloraré si no lo hace.

—Según me dijo, siempre quiso volver a la ciudad. —Le serví otro trago.

—Es así. Nació aquí. El padre le dejó una casita en la avenida Orchard. La llamaba Los Manzanos. Beth me dijo una vez que no había ni un manzano en el lugar. Había tenido una oferta para vender pero no quería hacerlo. Sentía que la casa era parte de su pasado.

Sabía todo lo que quería saber. Terminando el trago, coloqué un billete de cinco dólares sobre la mesa y me puse de pie.

—Bueno, creo que me voy —dije—. Fue muy agradable hablar con usted.

Levantó la vista sorprendido.

—¿Pasa algo?

—Guárdese el vuelto.

Salí del restaurante y subí al auto.

Fui a un motel barato y me encerré en la pequeña habitación. Necesitaba estar solo, sentarme y pensar. Le dije al viejo empleado de la recepción que había estado viajando toda la noche y quería descansar un rato. No le pudo haber interesado menos. Le pregunté si tenía guía de las calles de San Francisco. Encontró una después de buscar en un cajón.

Sentado en el pobre cuarto con aire acondicionado, encendí un cigarrillo y analicé la situación.

Era como si hubiera tenido los ojos vendados y la información de Mario me hubiera quitado la venda de golpe. Me di cuenta de lo idiota que había sido.

Con el cigarrillo quemándome los dedos, pensé en el pasado. Recordé el día en que conocí a Ross. Podía verlo claramente: alto, delgado, joven (unos veintinueve años), duros ojillos de policía y boca delgada. ¡El amante de Beth! Un hombre por el que Beth estaba chalada, según Mario. Por mera curiosidad Ross me había investigado y había descubierto que yo había estado preso. Debió de haberle hablado de mí a Beth. Yo era un forastero con un prontuario criminal. Debí de haberles parecido un regalo del cielo. Ross había estado en la estación de ferrocarril cuando Marshall llegó borracho. Ahora estaba seguro de que éste era un plan deliberado. Yo había caído en la trampa llevando a Marshall a su casa y Marshall había caído también, al contratarme como su chofer. Probablemente Beth lo había convencido de que necesitaba alguien que lo llevara. El resto había sido muy simple. Todo lo que necesitó fue llevarme a la cama. Yo mismo cavé el resto de la fosa. Luego recordé la vez que lo había traído a Marshall de vuelta de San Francisco y había encontrado a Ross con Beth. Probablemente habían estado juntos en la cama, pensando que Marshall estaría ausente tres o cuatro días. Debieron haber pasado un susto de los mil demonios, pero habían mantenido la calma de tal modo que me habían engañado. Ahora entendía por qué Ross había dicho que la muerte de Marshall era un caso cerrado. Lo último que querían era una investigación y McQueen y Luke Brewer habían tragado el anzuelo.

Me moví inquieto.

Los dos habían sido muy astutos, y me habían dejado con un crimen y sin dinero. Probablemente se estarían riendo como locos por haber encontrado un idiota semejante.

Bueno, Beth tenía el dinero y tenía a su amante, pero ambos me tenían a mí, además, aunque en este preciso instante no lo sabían.

Tomé la guía y localicé la avenida Orchard. Existía la posibilidad de que estuviera ahí con él. Después de todo, razoné, no podía tener el dinero ya, aunque Bernstein bien pudo haberle conseguido crédito. Pero aún existía la posibilidad de encontrarlos allí.

Si la encontraba ¿qué iba a hacer?

Lo pensé. El asunto era delicado. Sería inútil arrinconarla y pedirle mi parte del dinero. Se reiría de mí. ¿Si la amenazaba con contarle toda la historia a Bernstein? Eso me acarrearía un largo período de cárcel. Quizás ella también cayera; pero con su dinero y Bernstein representándola, las chances de que la acusaran de asesinato eran remotas. Sería mi palabra contra la suya y tendría que admitir que era mi plan y que había sido yo quien realmente asesinó a Marshall. Ella podría jurar que no había sabido nada del asunto, y no había pruebas de que no fuera así.

Después de meditar un rato más, me convencí de que tratar de intimidarla no me llevaría a ningún lado. Tendría que pensar algún modo de quitarle el dinero y estaba decidido a hacerlo.

Luego recordé lo que había dicho Mario: .. .el sheriff suplente de Wicksteed. Estaba loca por él y creo que aún lo está. Verla con él era un espectáculo. Beth no podía quitarle ni los ojos ni las manos de encima. La tenía loca y, créame, ese tipo de locura no pasa.

Si esto era cierto, y tenía que asegurarme de que lo era, entonces podría Ross brindarme la oportunidad de quitarle el dinero.

Se reducía a esto: ¿La vida de Ross valía quinientos mil dólares para ella? Si no los valía, tendría que pensar en otra cosa; pero si la respuesta era sí, el dinero sería mío.

Me quedé en la habitación del motel hasta el atardecer; luego fui al bar, comí una salchicha y tomé un café. Había poca gente en el bar y nadie reparó en mí.

La avenida Orchard estaba en una de las colinas al sudoeste de la ciudad. La encontré con cierta dificultad, después de detenerme un par de veces para preguntar. En cuanto vi el letrero con el nombre de la calle, busqué un estacionamiento para el Volkswagen y recorrí a pie la larga calle, con casas de madera tipo chalet a ambos lados. Todas las casas tenían nombre, pero no encontré Los Manzanos. La calle tenía unos doscientos metros. Crucé y empecé por el otro lado. Cuando llegué a la mitad vi a una mujer gorda apoyada contra un portón, fumando un cigarrillo y tomando aire. Cuando pasé a su lado, dijo:

—¿Busca a alguien, señor? Lo veo mirando.

La luz de la calle no era mucha pero pude discernir una cara gorda, amistosa. Tenía puesto un vestido sin forma alguna y parecía sentirse sola. Yo estaba de espaldas a la luz, así que no me podía ver muy bien.

—Buenas noches —dije—. Sí, busco una casa.

Asintió.

—Pensé que así era. Estos nombres de las casas son condenadamente estúpidos. ¿Por qué no usar números? Quizás lo pueda ayudar.

La mente trabajó velozmente. ¿Sería peligroso? ¿Sería amiga de Beth? Supuse que no.

—Los Manzanos —dije—. Me dijeron que se alquila. Busco una casa para mi mujer y mis hijos.

Tragó humo, tosió, luego se golpeó el protuberante pecho.

—No debiera fumar, pero no puedo dejarlo... no tengo fuerza de voluntad. —Tiró la colilla en el césped y lo pisó. —¿Los Manzanos? —Bufó—. Jamás la encontraría sin ayuda. Está al final de la calle, en un camino angosto entre dos casas, justo en el fondo. Pero no pierda tiempo, señor. No se alquila. Ella se mudó hace un par de días.

El modo en que destacó el "ella" me alertó. La desaprobación le brotaba por todos los poros.

—¡Estos rematadores! —Hice un gesto de enojo. —Me dijeron que estaba en alquiler.

—Jamás la alquiló. —La gorda sacudió la cabeza—. Estuvo vacía tres años. Luego de pronto llega con su amiguito... hace un par de días.

El corazón me pegó un salto.

—Quizás la esté preparando para alquilar —dije manteniendo la voz calma.

—No lo creo, señor. —Encendió otro cigarrillo. —Ésta es una calle respetable, señor. Ninguno de nosotros necesita una pareja como ellos. ¡Es una vergüenza!

—¿Al final de la calle? Ya que estoy aquí, bien puedo preguntarle. Podría haber pensado en alquilarla.

—¿Tiene chicos, míster?

—Un varón y una nena —le mentí.

—Entonces vaya y háblele. Necesitamos chicos en esta calle. Somos todos viejos... no servimos para nada. Prefiero chicos antes que ella y su amiguito.

—Puedo preguntar. Gracias por su ayuda.

—Le deseo suerte. ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Lucas… Harry Lucas.

—Soy Emma Brody. Si se muda dígale a su mujer que venga a verme. —Movió la cabeza y se movió pesadamente hacia la casa.

Esperé hasta que cerró la puerta. Luego me volví y fui otra vez al extremo de la calle. Encontré un angosto camino de tierra entre dos chalets, tal como me había dicho la mujer. El camino limitado por las cercas de los dos chalets, era lo bastante ancho como para que pasara un auto. Durante largo rato dudé. Si me acercaba, y Ross o Beth, o los dos, salían, estaría atrapado; pero no dudé mucho tiempo. Avancé rápidamente por el camino, casi corriendo. No había luz en la calle, pero la luna la iluminaba. El camino doblaba de pronto y vi el chalet ubicado en un pequeño jardín; había un letrero luminoso en el portón: Los Manzanos.

Se veían luces detrás de las cortinas rojas y el televisor aturdía. Había un garaje. Dentro, un auto que parecía un convertible de dos asientos. Me quedé en la entrada mirando la casa. Tenía forma de ele. Probablemente tuviera tres dormitorios y una gran sala. Mientras estaba allí parado, una sombra cruzó la ventana. Hubiera conocido esa silueta delgada en cualquier lado... ¡Beth! Levanté la traba y empujando el portón crucé el jardín en dirección a la casa. Las ventanas estaban abiertas y un cantor popular cantaba a voz en cuello.

Me acerqué a la ventana y esperé.

Los gritos continuaron durante unos diez minutos, luego se interrumpieron de pronto.

—¡Si oigo esta porquería un minuto más me vuelvo loco!

Me quedé rígido al oír la cortante voz de Ross.

—Prueba otro canal, querido —dijo Beth. Nunca me había llamado querido. —La pelea empezará dentro de media hora.

—¿A quién le importan esos estúpidos? —preguntó Ross—. ¡Diablos! Estoy harto de vivir en este agujero. Todos esos viejos fósiles mirándonos y murmurando. ¡Quiero irme!

—Pero debemos esperar, querido. Te lo dije. No recibiré el dinero hasta dentro de dos semanas.

—¡Dos semanas! ¡No me voy a quedar dos semanas! Te darán el dinero de la casa ¿no? Alquilemos un departamento... algo con clase.

—¿Realmente no te gusta estar aquí, querido Yo nací aquí. Lo considero mi único y verdadero hogar. —Había una nota suplicante en su voz.

—¡Oh, Dios! ¡No empieces con eso otra vez! —La voz de Ross reflejaba irritación—. ¡Por fin tenemos el dinero! No vamos a vivir en un chalet de dos por dos. Habla con ese imbécil de Bernstein. ¡Dile que quieres que se mueva!

—No debe saber nada sobre ti, querido. Es astuto. No quiero que haga suposiciones.

—De acuerdo, es astuto; pero dile que quieres un adelanto importante. Luego vayámonos de San Francisco. Podríamos ir a Miami y desaparecer. Una vez que tengamos el dinero, nos hacemos humo.

—Siempre quise radicarme en San Francisco.

— ¡Olvídalo! Te gustará Miami y estaremos libres de chismes.

—Bueno, querido, lo que digas.

—Exactamente. Lo que yo diga. Ven aquí.

Di un paso hacia atrás y silenciosamente volví al portón.

Una conversación muy informativa. Me indicaba que ella estaba loca por él y era todo lo que necesitaba saber. También me había enterado que no recibiría el dinero hasta dentro de dos semanas. Podría esperar. Mientras tanto tendría que comprar un arma.

Después de pasar una inquieta noche en el motel y de tomar un malísimo desayuno, llamé al banco de Wicksteed para saber si Bernstein me había depositado los setecientos dólares que me debía. Lo había hecho. Le dije al empleado que transfiriera el monto acreditado a la sucursal del Chase Manhattan que estaba cerca del motel. Dijo que lo haría inmediatamente. Luego crucé al Chase National y abrí cuenta; les dije que el depósito estaba en camino.

Ahora tenía mil setecientos dólares y esto sería suficiente por el momento. Luego fui al centro. Después de caminar bastante fui a una casa de empeños y le dije al vendedor que quería comprar una pistola.

No hubo ningún problema. Me ofreció una Smith & Wesson, una Brownie .32 y un Mauser 7.63. Elegí el Mauser porque tenía aspecto imponente y era una obra de arte de la ingeniería, con una pistolera para hombro, desmontable, que también tenía aspecto amenazador. Me vendió una caja de veinticinco cartuchos. Luego, mirándome, me dijo que necesitaría permiso policial. Me dio la impresión de que trataba de grabar mi cara en su memoria. Eso era lógico. Le dije que iría a la comisaría inmediatamente. Le di un nombre y dirección falsos, firmé una boleta y eso fue todo.

En Vietnam había aprendido cómo manejar armas de fuego. El Mauser no era un misterio para mí.

Puse el revólver en la guantera y me dirigí a la avenida Orchard. La noche anterior había visto una oficina inmobiliaria al ir hacia allí. Al llegar estacioné el auto y entré en una pequeña oficina; sentado a un escritorio barato había un hombre gordo y calvo que no hacía más que girar los pulgares mientras miraba la nada. Me mostró sus amarillos dientes al sonreír, se puso de pie, señaló una silla con una mano y me preguntó qué quería.

Le dije que estaba interesado en comprar o alquilar una propiedad en la avenida Orchard. Pareció triste, sacudió la cabeza y dijo que no había casas disponibles en la avenida Orchard, pero que tenía algunas propiedades buenas...

Lo interrumpí diciéndole que me gustaba la avenida Orchard y que era ahí donde quería la casa.

—Bueno, depende del tiempo que pueda esperar. Son todos viejos y algunos se mueren de vez en cuando. No se puede saber. El año pasado murió una señora y la casa la compró inmediatamente otra mujer vieja. Es cuestión de tiempo.

—Puedo esperar —dije—. Aún tengo que vender mi casa de Los Angeles. Estoy empleado aquí ahora. ¿Hay posibilidad de conseguir un cuarto amueblado en la avenida Orchard mientras espero?

Encontró un alfiler detrás de la solapa y empezó a explorarse los dientes mientras pensaba.

—Quizás —dijo finalmente—. Mrs. Emma Brody podría tomar pensionistas. La conozco hace años. Perdió el marido no hace mucho. Podría interesarle. ¿Por qué no prueba?

—¿Usted no tendría un plano del lugar, no?

Buscó en un archivo y me dio un plano. Le pedí que ubicara la casa de Mrs. Brody. La marcó con un lápiz.

—¿Y esta casa de aquí? —le pregunté, señalando Los Manzanos.

—No está en venta. Intenté docenas de veces que la dueña vendiera: no tuve suerte.

Examiné el mapa. Noté que de las ventanas de atrás de la casa de Mrs. Brody se tenía vista directa a la casa de Beth.

Parecía que la suerte estaba conmigo. Di las gracias al hombre, le dije que iría a ver a Mrs Brody y le pregunté si debía mencionar su nombre. Sacudió la cabeza tristemente, dijo que sólo trataba de ayudar. Los alquileres eran más molestias que ganancia.

Después de darle la mano lo dejé haciendo girar los pulgares y me dirigí a la Avenida Orchard. Estacioné frente a la casa de Mrs. Brody y toqué el timbre.

Salió con un cigarrillo colgándole de los labios.

Le expliqué quién era y me reconoció. Su amistosa cara gorda se iluminó.

—Los Manzanos no se alquila —dije— pero el agente de la inmobiliaria dijo que hay casas en venta de tanto en tanto y puedo esperar. Me gusta el lugar. Me dijeron que usted podrá tener un cuarto para alquilar. Estoy trabajando en un sistema de computación y necesito tranquilidad. ¿Quisiera alquilarme un cuarto?

Otra vez todo fue simple. Quería darme el mejor dormitorio, que daba a la calle, pero al decirle que quería tranquilidad me mostró el dormitorio del fondo, que era pequeño pero cómodamente amueblado. Miré por la ventana: podía ver Los Manzanos a unos cien metros de distancia.

Acordamos los términos de la operación y le dije que me mudaría esa tarde. Dijo que si quería pensión completa no habría ningún problema. Como intentaba vigilar la casa durante las veinticuatro horas del día, no quería salir, así que convinimos en que me serviría dos comidas simples por día.

Volví al motel y pagué la cuenta. Fui a otra casa de empeños y compré un poderoso par de binoculares y una máquina de escribir portátil. Luego, en un negocio cercano, compré papel y un par de cuadernos. Quería parecer convincente cuando Mrs. Brody limpiara el cuarto.

Almorcé y me mudé a mi cuarto. Mrs. Brody me dio una llave. Parecía inclinada a chismear, pero la interrumpí diciéndole que tenía que empezar a trabajar en seguida.

—Si quiere ver TV mientras está aquí, baje. Me gusta estar acompañada.

Se lo agradecí y subí al cuarto. Cerré la puerta con llave, acerqué una silla a la ventana y enfoqué Los Manzanos con los binoculares.

Así empezó una vigilia de cuatro días y la mitad de las noches. Después del tercer día ya conocía el ritmo de vida de Beth y Ross.

A eso de las diez Ross se iba en el auto. Poco después de las once Beth se iba en una motoneta, llevando una bolsa de compras. Volvía aproximadamente a las 12,45. Ross no aparecía hasta las 18. De vez en cuando los podía ver con toda claridad en la ventana. No salían a la noche, si no que se quedaban a ver televisión.

Me parecía una vida aburrida, considerando el dinero que ella tenía ahora, hasta que me di cuenta de que tenían miedo de que los vieran juntos en la ciudad. Podían encontrarse con Bernstein, que era lo suficientemente astuto como para reconocer a Ross, ya que lo había visto en la audiencia y en el funeral.

Mrs. Brody me servía comidas adecuadas. Escribía un poco a máquina para convencerla de que trabajaba. Afortunadamente a menudo salía a visitar vecinos. La cuarta mañana, mientras limpiaba el cuarto, me aconsejó salir a tomar aire fresco.

Le dije que el trabajo era urgente y yo un noctámbulo.

—Salgo a caminar cuando usted duerme. No debe preocuparse por mí.

Los próximos seis días observé y finalmente me convencí de que Beth estaba sola desde las 13 a las 18. Decidí que era hora de hacer el primer movimiento.

Así que esa tarde, poco después de las 14, fui a donde estaba estacionado el VW. Saqué el Mauser de la guantera y lo enganché en la cintura del pantalón. Luego caminé calle arriba y entré en el camino de tierra que iba a Los Manzanos.

Beth estaba arrodillada quitando los yuyos de los rosales. Me le acerqué silenciosamente y no se dio cuenta de mi presencia hasta que mi larga sombra se proyectó delante de ella.

Se quedó inmóvil durante un breve momento; luego miró por sobre el hombro rápidamente.

Nos miramos y me pregunté cómo me había enloquecido tanto por ella. Ahora me enfermaba ver su cara, dura como una máscara, sus ojos indiferentes y el rictus amargo de la boca.

—Hola, Beth —dije tranquilo—. ¿Me recuerdas?

Se puso de pie lentamente y me miró. Le había dado un susto de los mil demonios pero no lo demostró.

—¿Qué quieres? —Su voz era fría y dura.

—Entremos y hablemos —dije.

—¡Vete! —Me escupió las palabras.

—Una conversación muy corta, Beth. Será mejor para ti y para Ross.

Se echó hacia atrás. Así que Mario había tenido razón. Aún lo quería.

—No tengo nada que decirte. —A su voz le faltaba convicción. —¡Vete!

Empecé a caminar hacia el chalet y después de un momento me siguió. Entramos y me dirigí a la gran sala de estar. Era un bonito cuarto, bien amueblado y hogareño.

Cuando pasó a mi lado, cerré la puerta y me apoyé contra ella.

—Quiero la mitad del dinero de Frank —dije.

Apretó los puños y sus ojos negros brillaron.

—¡Trata de quitármelo!

—Dije que sería breve y lo seré. —Saqué el Mauser del cinturón y se lo mostré.

Abrió los ojos muy grandes y dio un paso atrás.

—Tranquilízate, Beth. No tienes que preocuparte por ti. Este revólver tiene un tambor de diez balas. Ninguna de ellas es para ti, sino que las diez están reservadas para Ross, a menos que te desprendas de quinientos mil dólares.

Le temblaron los labios.

—No me sacarás nada, fanfarrón barato.

—No te equivoques, Beth. No estoy fanfarroneando. Un millón de dólares no es algo para fanfarronear. Después de matar a un hombre, otro no tiene importancia. Te digo que a menos que reciba mi parte para fin de mes, Ross tendrá diez balas en la barriga. Nada me detendrá. No puedes pedirle protección a la policía. Harían preguntas y eso es algo que no quieres. Podrá llevarme un poco de tiempo acorralarlo, pero lo haré. Y no hay nada que tú o él puedan hacer al respecto. Conozco sus movimientos. Lo estoy haciendo seguir. Si trata de huir, lo perseguiré. O me das mi parte o él muere. Como quieras. Los estuve observando durante dos días. Sé que Ross quiere llevarte a Miami. Te sorprendería todo lo que sé de ustedes dos. Te daré hasta fin de semana, luego te llamaré por teléfono. Dices sí o no. Tú eliges. Si dices sí, te diré cómo me pagarás. Si dices no, encontrarán a Ross con las tripas al aire.

Sin mirarla abrí la puerta y salí al vestíbulo. Crucé el sendero del jardín sin apuro alguno, salí al camino y volví a la casa de Mrs. Brody.

Ahora ella tenía la palabra y seguro como que el sol me calentaba la espalda que mataría a Ross si no pagaba.

Cuando volví al cuarto me senté, encendí un cigarrillo y analicé la situación.

Ahora Beth sabía que ya no estaba tratando con un idiota. Había puesto las cartas sobre la mesa: pagas o pierdes a tu amiguito. Conociéndola, sabía que no largaría quinientos mil dólares sin pelear. Pero ¿qué podría hacer?

Traté de ponerme en su lugar y pensar como lo estaría haciendo ella ahora. ¿Se lo contaría a Ross? Si se lo decía ¿cómo reaccionaría Ross? Era un ex policía duro, pero podía ser cobarde. No podía acudir a la policía de San Francisco. Querrían saber de qué se trataba y no estaba en posición de contestar preguntas profundas.

Después de pensar un poco más me pareció que Beth y él no tenían más que una alternativa: pagar o matarme antes de que yo matara a Ross.

Si Ross servía para matar ¿por qué no lo había matado él a Marshall en vez de usarme a mí? Era posible que él no tuviera el coraje de matar, pero ella sí lo tenía. Sin embargo, me previne, no debía subestimar a Ross. Para conservar ese dinero podría armarse de coraje.

Le había dicho a Beth que lo estaba haciendo seguir a Ross. ¿Lo creerían? Debió de haberla dejado atónita que supiera que planeaba irse a Miami. ¿Y si decidieran huir... irse en la mitad de la noche y desaparecer? Pero quizás llegaran a la conclusión de que el riesgo era demasiado grande. No podían estar seguros de que yo no los vigilara, y Ross podía encontrarse con una bala.

¿Y si Ross decidía buscarme? Debían de imaginarse que estaba en alguna parte cerca de allí. Estaba casi seguro de que Mrs. Brody le había dicho a los vecinos que tenía un huésped. ¿Tenía Ross la posibilidad de hacer averiguaciones? Pensé que no. De acuerdo con Mrs. Brody y lo que había dicho el mismo Ross, en el vecindario no aprobaban ni a Beth ni a él. No eran amigos de nadie. Pero había gente como el lechero, el cartero o el vendedor de diarios. Mrs. Brody hablaría con ellos y Ross, con su entrenamiento policial, podía enterarse por su intermedio que Mrs. Brody tenía un nuevo huésped.

Si imaginaran que estaba encerrado en este cuartito vigilándolos ¿qué podían hacer? ¿Trataría Ross de entrar alguna noche, revólver en mano? Era probable, pero yo también tenía un revólver y él lo sabía ahora. ¿Tendría coraje? Si él no lo tenía ¿qué haría Beth? Ella podría hacerlo.

Me puse de pie y examiné la cerradura de la puerta. Era sólida. Ni Beth ni Ross me sorprenderían, y si intentaban hacerlo terminaría siendo un duelo, con Mrs. Brody llamando a la policía a los gritos. Llegué a la conclusión de que mientras me quedara dentro del cuarto no correría peligro. Faltaban cinco días para que terminara la semana. Podía quedarme en este cuarto cinco días sin ningún problema.

Como estaba seguro de que no pasaría nada hasta que Ross volviera, a las 18, me acosté y dormí la siesta. Quizás tuviera que quedarme levantado toda la noche.

No me desperté hasta que, a las 19,15, Mrs. Brody vino a golpear la puerta, trayendo la cena

Maldiciéndome por haberme quedado dormido, la dejé pasar.

—Creo que me quedé dormido —dije cuando puso la bandeja sobre la mesa.

—Solamente fiambre esta noche, pero hay una linda ensalada —dijo—. Voy al cine.

—Qué bien. Que se divierta.

—Si quiere mirar televisión, hágalo.

—Esta noche no, gracias.

Cuando se hubo ido, me acerqué a la ventana y tomé los binoculares. Aunque todavía era de día, las cortinas rojas estaban corridas. Hubiera dado cualquier cosa por saber qué ocurría allí en aquel momento. ¿Le habría dicho Beth a Ross lo que había pasado?

Comí la cena rápidamente Cuando terminaba oí que la puerta se cerraba con un golpe. Me senté y vigilé las cortinas rojas. Cuando oscureció, se encendieron las luces. Vigilé las próximas tres horas, pero no pasó nada. A eso de las 22,30 oí que Mrs. Brody entraba e iba a su cuarto. Me quedé mirando Los Manzanos hasta que se apagaron las luces de la sala y se encendieron las del dormitorio.

Abrí la puerta y bajé en silencio a la sala. Había buscado el número de teléfono de Beth en la guía y ahora lo disqué.

Una larga demora. Luego ella dijo:

—¿Quién habla?

—Estoy vigilando tu calle, Beth —dije—. Duerme bien —y colgué.

Si eso no causaba efecto, nada lo causaría. Volví a mi cuarto y me acosté.

El ritmo de sus vidas cambió a la mañana siguiente. Ross no salió de la casa a las diez como de costumbre. ¡Así que se lo había dicho! Ella tampoco fue a hacer compras y las cortinas rojas siguieron corridas. El diarero llegó y tiró el diario en el porche, pero ninguno de los dos salió a buscarlo.

¿Signo de nerviosidad?

Pensé que sí... Una buena señal para mí.

Era extenuante pasar el día vigilando, pero lo hice. No se vio a ninguno de los dos. Tuve mucho tiempo para pensar y decidí complicarles las cosas si decidían escapar.

A eso de la una de la mañana, cuando estaba seguro que Mrs. Brody dormía, salí de la casa y fui a Los Manzanos. El chalet estaba a oscuras, pero me acerqué con gran precaución. Tenía mucha experiencia de lucha en la jungla y sabía cómo acercarme a un objetivo hostil en silencio y sin que me vieran.

Llegué al garaje. El auto estaba sin llave. Usando la linterna, quité el distribuidor y me lo guardé en el bolsillo. Volví como había ido.

Ahora no había posibilidad de que empacaran rápidamente y se fueran, pensé. Así que me desvestí y me fui a dormir.

Al día siguiente Beth salió en motoneta, pero Ross no apareció, y las cortinas rojas siguieron corridas. Estaba empezando a pensar que los había asustado, pero no iba a correr ningún riesgo. Mantenía la puerta del dormitorio cerrada con llave y constantemente vigilaba su ventana.

Beth volvió antes de una hora.

Dos días más.

Cuando Mrs Brody salió bajé a la sala y disqué el número de Beth.

Cuando contestó dije:

—Si tu amante quiere una bala en las tripas, dile que me venga a buscar al final del camino esta noche. Lo estaré esperando.

Tenía gran fe en los resultados de la guerra de nervios.

Mantuve la vigilancia el resto de la noche, pero no apareció nadie.

Después de cenar escribí un mensaje a máquina.

Sólo dos días más, Beth. Tú tienes la palabra.

A eso de la medianoche, cuando las luces de la sala de Los Manzanos aún estaban encendidas y Mrs. Brody estaba en cama, salí de la casa y con cautela me acerqué al chalet. En el camino encontré una piedra pesada. Até la nota a la piedra con un trozo de hilo que había llevado.

Me acerqué al chalet. No se oía la televisión y las ventanas estaban cerradas.

Cuando estuve bastante cerca, me erguí y tiré la piedra hacia la ventana del centro de la sala. El vidrio se rompió, la piedra rozó las transparentes cortinas y cayó al suelo.

Con el Mauser en la mano me tiré boca abajo y esperé.

Pasó un largo rato. Las luces se apagaron.

Esperé.

Ésta era la prueba. ¿Aparecería Ross?

No pasó nada. Tirado en el pasto esperé. Esperé durante veinte minutos. No se oía ningún sonido en la casa: no se vio ninguna luz.

Ross no estaba decidido a participar en un duelo tipo película del oeste.

¿Cobarde?

Me arrastré por el suelo. Cuando llegué al sendero de tierra me puse de pie y volví a mi cuarto.