UNO

Tomó el Greyhound en Sacramento y acomodó la inmensa mole de su cuerpo en mi asiento, del lado del pasillo.

Parecía recién salido del siglo diecinueve: bigote a lo Mark Twaip, corbatín, traje de alpaca gris y sombrero Stetson blanco. Tenía unos sesenta y cinco años de edad y una barriga que de noche podría confundirse con un tacho de desperdicios. Llevaba el cabello largo, al estilo de Buffalo Bill, y su roja cara indicaba una satisfacción interior y una afabilidad que son raras en estos días.

Una vez que se hubo acomodado y echado un vistazo en derredor, se volvió a mí. Cuando el ómnibus comenzaba a moverse, dijo:

—Hola. Soy Joe Pinner, de Wicksteed.

Me di cuenta de que sus ojitos castaños analizaban mi gastado traje, que había costado doscientos dólares seis años atrás y que hacía mucho merecía jubilarse. Los ojitos castaños también abarcaban los raídos puños de la camisa, que se veía sucia después del largo viaje en ómnibus.

—Keith Devery, de Nueva York —dije secamente.

Infló las mejillas, se sacó el sombrero, se secó la frente, volvió a ponerse el Stetson, y dijo con voz suave:

—¿Nueva York? Es un largo camino. Yo... estuve en Nueva York: no es mi lugar favorito.

—Tampoco el mío.

El movimiento del ómnibus nos hizo chocar.

Su hombro golpeó contra el mío. El de él era todo músculo y tejido duro. El mío recibió el impacto.

—¿Conoce Wicksteed, Mr. Devery? —preguntó.

—No. —No me interesaba. Quería estar tranquilo, pero estaba visto que no lo conseguiría.

—El pueblo más lindo de la costa del Pacífico —me dijo—. A sólo setenta y cinco kilómetros de San Francisco. Tiene el mejor hospital, el comercio más próspero y la mejor tienda de autoservicio entre Los Ángeles y San Francisco. Aun si lo digo yo, que soy el dueño. —Rió ruidosamente. —Debería bajar, Mr. Devery, y echarle una mirada.

—Me dirijo a San Francisco.

—¿Sí? Conozco San Francisco: no es mi lugar favorito. —Sacó una gastada cigarrera y me la ofreció. Sacudí la cabeza. —A un hombre joven y lleno de energía Wicksteed le ofrece muchas oportunidades. —Encendió el cigarro, largó una bocanada de humo de rico aroma, y se apoyó confortablemente en el asiento. —¿Está buscando trabajo, Mr. Devery?

—Sí. —Pensé en los últimos diez meses, que habían sido una larga serie de empleos. Y qué empleos. En este momento mi fortuna ascendía a cincuenta y nueve dólares y siete centavos. Una vez que gastara eso no me quedaría nada-. Sí, buscaba trabajo... cualquier trabajo. No podía caer más bajo que con el último: lavar platos en un cafetín del camino... ¿O sí?

Pinner chupó su cigarro.

—Podía convenirle echar un vistazo a Wicksteed —dijo—. Es un pueblito amistoso... le gusta ayudar a la gente.

La última observación me mortificó.

—¿Y por qué cree que necesito ayuda? —le pregunté con tono cortante.

Se quitó el cigarro de la boca y lo miró antes de decir:

—Creo que todos, en determinado momento de su vida, necesitan un poco de ayuda.

—No es lo que pregunté. —Medio me volví para mirarlo indignado.

—Bueno, Mr. Devery, me da la impresión de que un poco de ayuda amistosa no le vendría mal —dijo suavemente—. Si me equivoco, perdóneme y olvídelo.

Me volví y miré fijamente por la polvorienta ventanilla. Por sobre el hombro gruñí:

—No pido favores ni los espero.

No contestó nada y yo seguí mirando por la ventanilla; poco después lo oí roncar suavemente. Me volví para mirarlo. Dormía, con el cigarro entre dos dedos gruesos y el Stetson echado sobre los ojos. Había exactamente ciento treinta y cinco kilómetros entre Sacramento y San Francisco. Tendría suerte si llegaba en tres horas y media. No había desayunado y tenía una sed que hubiera matado a un camello. Había terminado el último cigarrillo. Ahora lamentaba haber rechazado el cigarro.

Seguí mirando el paisaje, bastante deprimido, preguntándome si había hecho bien en dejar la costa Atlántica por la del Pacífico. Aún tenía algunos amigos en Nueva York, y cerca de ésta, y aunque no podían ayudarme a conseguir trabajo, si las cosas se ponían muy feas podría haberles pegado un sablazo. La costa del Pacífico era algo desconocido, sin amigos a quienes acudir.

Aproximadamente una hora después vi un cartel que decía: Wicksteed: 60 kilómetros. Joe Pinner se despertó, bostezó, miró por la ventanilla y gruñó.

—No falta mucho —dijo—. ¿Usted sabe conducir un auto, Mr. Devery?

—Claro que sí.

—¿Le interesaría un trabajo como instructor de conductores?

Fruncí el ceño.

—¿Instructor de conductores? Se necesitan títulos para un trabajo así.

—Nada de eso en Wicksteed. Somos gente sencilla. Sólo necesita ser un buen conductor, no haber cometido infracciones, y toneladas de paciencia... eso es todo. Mi amigo Bert Ryder necesita un instructor. Es el dueño de la Escuela de Conductores de Wicksteed y el empleado está en el hospital. Es un aprieto para Bert. No tocó un auto jamás en su vida. Es de la época del caballo y la calesa. —Volvió a encender el cigarro y continuó. —Eso es lo que quise decir por ayudar a la gente, Mr. Devery. Él podría ayudarle a usted y usted a él. El puesto no es nada del otro mundo: doscientos dólares; pero es fácil, al aire libre, y con doscientos dólares se puede comer ¿no?

—Exacto. Pero quizás haya encontrado ya a alguien. —Traté de ocultar mi ansiedad.

—Esta mañana no había conseguido a nadie.

—Podría preguntarle.

—Hágalo. —Pinner tomó un bolso que descansaba entre sus pies y lo puso sobre las rodillas. Corrió el cierre relámpago y sacó un paquete envuelto con papel manteca. —Cuando salgo de viaje mi mujer imagina que puedo olvidarme de comer. —Largó una de sus risotadas. —¿Quiere comer un emparedado conmigo, Mr. Devery?

Por un momento pensé rechazarlo; luego, viendo el fresco pan blanco, la pechuga de pollo y las rodajas de pepinillos, dije:

—Bueno, gracias, Mr. Pinner.

—La verdad es que almorcé antes de subir al ómnibus. Me cuesta la vida si llevo todo esto de vuelta. Empiece, Mr. Devery —y puso el paquete en mi falda.

Empecé. La última comida había sido una hamburguesa grasosa la noche anterior. Cuando terminé de comer los cuatro emparedados ya nos acercábamos a Wicksteed. En verdad parecía un lindo pueblo. La calle principal se extendía a lo largo del Pacífico. Había palmeras y florecientes macizos de adelfas. La gente que caminaba por la calle parecía próspera. En una esquina apartada había un gran supermercado con luces de neón en el techo que decían Pinner's Super Bazaar.

El ómnibus se detuvo.

—Ése es mi negocio —dijo Pinner levantándose con esfuerzo—. La escuela de Bert Ryder está en la otra cuadra. Dígale que es amigo mío, Mr. Devery.

Nos bajamos juntos con otras cinco o seis personas.

—Gracias, Mr. Pinner —dije—. Se lo agradezco, y gracias por los emparedados.

—Me ayudó a sacármelos de encima. —Se rió. —Hay un baño en la estación de ómnibus si quiere arreglarse un poco. Buena suerte. —Me dio la mano y se alejó en dirección al supermercado.

Arrastrando la gastada valija fui al baño de hombres; me lavé, me afeité y me puse la única camisa limpia. Me miré en el espejo. No se pasan cinco duros años en una cárcel sin que se note. El cabello negro dejaba ver algunas canas. Tenía la cara pálida, con esa palidez de cabaret. Aunque hacía diez meses que había salido, aún tenía aspecto de presidiario.

Gasté diez centavos en lustrarme los zapatos en la máquina; luego, llegando a la conclusión de que no podía hacer otra cosa para parecer más presentable, fui en busca de la Escuela de Conductores Ryder. La encontré, tal como me había dicho Pinner, en la cuadra siguiente: un edificio de un piso, pintado de amarillo alegre y blanco, y con un gran cartel en el techo. La puerta estaba abierta y entré.

Una muchacha que parecía recién salida de la escuela secundaria, con trenzas y redonda cara brillante; bonita como pueden ser los chicos antes de descubrir lo duro que es el mundo, dejó de escribir y sonrió.

—¿Está Mr. Ryder?

—Ahí. —Señaló. —Adelante. No está ocupado.

Puse la valija en el suelo.

—¿Puedo dejar esto aquí?

—Yo se la cuido. —Sonrió.

Golpée a la puerta, la abrí y entré en una

oficina pequeña. Sentado a un escritorio había un hombre que me recordó un poco a Harry S. Truman. Tendría unos setenta y cinco años de edad, cabello ralo y anteojos. Se puso de pie con una sonrisa amplia y amistosa.

—Adelante —dijo—. Soy Bert Ryder.

—Keith Devery.

—Siéntese. ¿Qué puedo hacer por usted, Mr. Devery?

Me senté y apreté las manos entre las rodillas.

—Me encontré con Joe Pinner en el ómnibus —dije—. Pensó que yo podría ayudarlo a usted y usted a mí. Tengo entendido que busca un instructor de conductores, Mr. Ryder.

Sacó un atado de Camel, tomó dos cigarrillos, hizo rodar uno hacia mí sobre el escritorio y encendió el suyo; luego me pasó el encendedor. Mientras lo hacía, sus ojos grises me miraban críticamente. No me molestó. Estaba acostumbrado a que los posibles empleadores me analizaran. Le devolví la mirada mientras encendía el cigarrillo.

—Joe Pinner ¿eh? —Movió la cabeza—. Un gran tipo para pensar en los demás. ¿Tiene experiencia como instructor, Mr. Devery?

—No, pero soy un buen conductor. No cometí ninguna infracción y tengo una tonelada de paciencia De acuerdo con Mr. Pinner, ésas son las únicas condiciones necesarias.

Ryder se rió.

—Correcto. —Estiró una mano oscura y venosa. —¿Puedo ver su registro?

Lo saqué de la billetera y se lo di.

Lo estudió un momento.

—¿Nueva York? Está muy lejos de su casa.

—Nueva York no es mi casa. Sólo trabajé allí.

—Veo que hace cinco años que no conduce, Mr. Devery.

—Eso es. No me fue posible mantener un auto. Asintió.

—Tiene treinta y ocho años: hermosa edad. Me gustaría tener treinta y ocho años otra vez.

—Me devolvió el registro.

—¿Qué auto manejaba, Mr. Devery.

—Un Thunderbird.

—Lindo auto. —Tiró la ceniza en el cenicero de vidrio. —Sabe Mr Devery, pienso que podría malgastar su talento al aceptar este empleo. Me jacto de ser buen conocedor de gente. ¿Qué ha estado haciendo todos estos años, si puedo preguntar?

—Oh, esto y aquello —Me encogí de hombros. —Soy andariego, digamos, Mr. Ryder. Antenoche lavaba platos. Hace una semana limpiaba autos.

Asintió otra vez.

—¿Sería impertinente preguntarle por qué le dieron cinco años?

Lo miré fijo, luego me encogí de hombros. Eché la silla hacia atrás y me puse de pie.

—Lamento haberle hecho perder tanto tiempo, Mr. Ryder —dije—. No pensé que se notara tan fácilmente —Me dirigí a la puerta.

—No se vaya —dijo—. No se nota tan fácilmente, pero un hijo mío salió hace un par de años y recuerdo el aspecto que tenía cuando volvió a casa. Estuvo adentro ocho años: robo a mano armada.

Me detuve, con la mano en el picaporte, y lo miré fijamente. Su cara estaba impasible cuando me hizo señas de que me sentara otra vez.

—Siéntese, Mr. Devery. Traté de ayudar a mi hijo, pero no quería que se lo ayudara. Creo que hay que apoyar a la gente que tropezó, siempre que sean sinceros conmigo.

Volví a la silla y me senté.

—¿Qué le pasó a su hijo, Mr. Ryder?

—Murió. No hacía más de tres meses que había salido cuando intentó robar un banco. Mató al sereno y la policía lo mató a él. —Ryder miró el cigarrillo con ceño adusto. —Bueno, así es como pueden ocurrir las cosas. Soy culpable. No intenté lo suficiente. Toda historia tiene dos versiones. No escuché la de él con suficiente atención.

—Quizás no hubiera cambiado nada.

—Quizás... —Su sonrisa era triste. —¿Quiere contarme su historia, Mr. Devery?

—Sólo con la condición de que no tiene por qué creerla.

—Nadie tiene por qué creer lo que le cuentan, pero escuchar no hace ningún mal. —Aplastó el cigarrillo. —¿Me haría un favor, Mr. Devery? ¿Cerraría la puerta con llave?

Sorprendido, me puse de pie y cerré la puerta con llave. Cuando volví a la silla vi que habían aparecido una botella de Johnny Walker y dos vasos sobre el escritorio.

—No me gustaría que Maisie entrara y nos encontrara bebiendo —dijo y guiñó un ojo—. Me gusta que los chicos respeten a los mayores.

Con gran cuidado sirvió dos whiskies, me alcanzó un vaso y levantó el otro.

—Por los jóvenes e inocentes.

Bebimos.

—Ahora, Mr. Devery, usted me iba a decir...

—Yo era lo que se llama el testaferro de un comisionista de bolsa —dije—. Trabajaba para Barton Sharman, los comisionistas de bolsa más grandes después de Merrill Lynch. Me consideraban un joven prometedor. Era ambicioso. Tuve que servir en Vietnam. Me guardaron el puesto; pero cuando volví no fue lo mismo. En Vietnam conocí tipos ambiciosos que me enseñaron a ganar plata rápidamente en el mercado negro. Ya no me divertía hacer que otra gente ganara. Quería ganar dinero para mí. Estaba por hacerse una fusión comercial muy secreta. Me llegaron rumores. Era una oportunidad única. Usé el dinero de un cliente. Con mi conocimiento era fácil. Podía ganar tres cuarto de millón. A último momento hubo problemas técnicos. Se destapó la olla y me dieron cinco años. Eso es todo. Nadie sufrió ningún daño, salvo yo. Me la busqué y me la dieron. Sólo sirvo para las finanzas, pero nadie va a darme un empleo para manejar dinero. Así que acepto lo que encuentro.

—¿Aún tiene ambiciones, Mr. Devery?

—No tiene sentido ser ambicioso si uno no puede manejar fondos... —dije—. No... Cinco años en una celda me enseñaron a bajar la mira.

—¿Sus padres viven?

—Murieron hace mucho... en un accidente de aviación, antes de que yo fuera a Vietnam. Estoy totalmente solo.

—¿Casado?

—Estaba, pero no quiso esperar cinco años.

Terminó su trago, luego asintió.

—El puesto es suyo. El sueldo es doscientos dólares. No es mucho para alguien como usted, que ha estado acostumbrado a cosas mejores; pero no creo que se contente con esto siempre. Digamos que es un trampolín para cosas mejores.

—Gracias... ¿Qué tengo que hacer?

—Enseñarle a conducir a la gente. La mayoría son chiquillos... chiquillos agradables; pero de vez en cuando tenemos gente mayor... gente agradable. Su horario es de nueve a seis. Tenemos una larga lista ya que Tom Lucas está en el hospital. Tom Lucas, el instructor. Tuvo mala suerte... le tocó una mujer mayor que chocó con un camión. Ella no se hizo nada pero Tom tuvo conmoción. Debe estar alerta, Mr. Devery. No hay controles duales, pero puede usar el freno de mano. Mantenga los dedos en el freno de mano y no tendrá problemas.

Terminé el whisky. Él terminó el suyo, y guardó la botella y los vasos en el escritorio.

—¿Cuándo comienzo?

—Mañana a la mañana. Hable con Maisie. Le dirá quiénes están anotados. Trátela bien a Maisie, Mr. Devery. Es una chica muy agradable.

Sacó la billetera y puso cien dólares en el escritorio.

—Quizás necesite un adelanto. Además necesita donde vivir. Permítame recomendarle a Mrs. Hansen. Creo que Joe Pinner le habrá dicho que esta ciudad es especial para ayudar al prójimo. Mrs. Hansen acaba de perder al marido. Está pasando por un mal momento. Tiene una casa agradable en la avenida costanera. Decidió alquilar una pieza. Se sentirá cómodo allí. Cobra treinta dólares a la semana, incluidos desayuno y cena. Vi el cuarto... es agradable.

Parecía que 'agradable' era la palabra clave en Wicksteed.

—Iré a verla. —Me detuve. Luego continué: —Y gracias por el trabajo.

—Me está ayudando, Keith. —Levantó las cejas. Dijo que se llamaba Keith, ¿no?

—Correcto, Mr. Ryder.

—Soy Bert para todo el mundo.

—Entonces lo veré mañana, Bert —dije y fui a hablar con Maisie.

A la mañana siguiente me desperté a las siete.

Por primera vez después de meses había dormido toda la noche sin despertarme. Era un record para mí.

Me desperecé, bostecé y tomé un cigarrillo. Miré el cuarto grande y aireado.

Bert había dicho que era agradable. Para mí, que había vivido en la miseria en los últimos diez meses, se había quedado corto.

Tenía un diván cama, en el que estaba acostado, dos sillones cómodos, una pequeña mesa de comedor con dos sillas, un aparato de televisión en colores y al lado de la inmensa ventana un pequeño escritorio y una silla. Frente a mí una biblioteca de pared a pared llena de libros. Dos alfombras de lana, una al lado del diván, la otra debajo del escritorio. El piso era de madera lustrada. Había un balconcito cubierto de vid, que daba sobre la playa y el mar. Por treinta dólares a la semana era un regalo.

Antes de ir a verla a Mrs. Hansen había ido a Pinner's Super Bazaar y había comprado dos camisas de manga corta, dos pares de pantalones de algodón y un par de sandalias. La gente de Wicksteed parecía usar ropa sport.

Mrs. Hansen era una mujercita regordeta, de unos cincuenta y ocho años Tenía el cabello color paja, los pálidos ojos celestes de los daneses y hablaba con acento un poco gutural. Me dijo que Bert la había llamado para hablarle de mí. Me pregunté si le habría dicho que era un ex presidiario. Supuse que no. Mrs. Hansen me condujo a una gran sala con puertas ventanas, desde las que se veía la playa. El cuarto estaba lleno de libros. Me explicó que su marido había sido el director de la escuela de Wicksteed Había trabajado demasiado y había tenido un infarto fatal. Murmuré las palabras adecuadas. Me contó que su marido había sido siempre generoso y había dado la mayor parte de su dinero para ayudar a los demás. Lo dijo con satisfacción. Era lo correcto, afirmó, pero claro, él no sabía que se iría tan pronto. Ella había quedado corta de dinero. Yo sería su primer pensionista.

Cuando me mostró el cuarto, me explicó que había sido el escritorio de su marido. A él le gustaba la televisión pero a ella no, así que si yo quería dejaría el aparato donde estaba. Se lo agradecí. Con algo de ansiedad me preguntó si treinta dólares estaría bien. Le dije que sí. Había dos baños y el mío estaba al final del corredor. Ella vivía abajo. La cena se servía a las siete, pero yo podía cenar más tarde si quería. Le dije que a las siete estaba bien. Me preguntó si había algo que no me gustara. Casi largo una carcajada al recordar lo que había estado comiendo últimamente. Le dije que no era exigente. Me subirían la comida en una bandeja; si lo deseaba, ella compraría cerveza y la tendría en el refrigerador. Dije que sería perfecto. Deseó que disfrutara el trabajo con Bert, quien (yo lo estaba esperando) era una persona muy agradable. Me dijo que tenía una mucama negra (probablemente agradable, también, pensé) que hacía la limpieza y lavaría mi ropa. ¿Estaba bien el desayuno a las ocho?

Cuando se hubo ido, desempaqué; miré algunos de los libros, pero casi todos eran estrictamente didácticos, y no había ninguna lectura ligera. Fui al baño y pasé una hora en la bañera llena de agua caliente. Luego me puse la ropa nueva y salí al balcón. Miré cómo se divertían los chicos y las chicas en la playa hasta que Mrs. Hansen trajo la cena, que consistía en pastel de pescado, queso y helado. También había una lata de cerveza.

Cuando terminé bajé la bandeja y la dejé en la cocina. Mrs. Hansen estaba afuera en el patio, leyendo No la molesté.

De vuelta en mi cuatro, me senté en el balcón y fumé. No podía creer que esto me estuviera ocurriendo a mí, después de diez meses terribles de privaciones. De pronto tenía un puesto a doscientos dólares semanales y un verdadero hogar Era demasiado bueno para creerlo. Más tarde miré las noticias por televisión y luego me acosté. Era una cama agradable. En la penumbra que daba la lámpara al lado del diván, pensé que era un cuarto agradable La palabrita se me estaba pegando. Me dormí.

Ahora, acostado en el diván, con un cigarrillo entre los dedos, podía oír a Mrs. Hansen preparando el desayuno. Iba a ser un día ocupado. Maisie (su nombre era Jean Maisie Kent, pero ¿podría llamarla Maisie?) me había mostrado la lista de los alumnos a los que debía darles clase. Tenía tres clases de una hora a la mañana, una hora para almorzar y cinco clases de una hora a la tarde.

—Todos son recién salidos del secundario —explicó—. Todos principiantes El único con quien debe tener cuidado es Hank Sobers. Es fanfarrón y cree que lo sabe todo. Tenga cuidado con él, Mr. Devery.

Le dije que así lo haría y ¿podría llamarme Keith ya que yo la llamaba Maisie?

Asintió. Para su edad (no podía tener más de dieciséis años) era notablemente segura de sí misma. Le pregunté sobre el código de señales, ya que debía admitir que había olvidado la mayor parte. Me dijo que no me preocupara, porque Bert daba las clases teóricas. Eso fue un alivio. De todos modos le había pedido prestada una copia del código, con la idea de leerla esa noche, pero me había olvidado.

Una vez que me hube afeitado y duchado, me vestí y salí al balcón. Pensé en Bert Ryder Hasta cierto punto le había dicho la verdad al contarle por qué había estado cinco años en la cárcel; pero no había sido sincero respecto de algunos detalles ni cuando me preguntó si aún era ambicioso. Desde que volví de Vietnam, después de ver qué fácilmente se hacía plata en el mercado negro, había tenido la obsesión de tener mucho dinero. Había un sargento del estado mayor, tan aprovechado, que, según me había dicho, él y sus tres socios tendrían casi un millón de dólares cuando dejaran el Ejército: le habían robado al Ejército vergonzosamente. Hasta le había vendido tres tanques Sherman a un vendedor de armas de Corea del Norte, para no hablar de los rifles, granadas de mano, provisiones del Ejército y demás. Durante la confusión de la guerra y la retirada de Nixon, nadie notó la pérdida del tanque ni del equipo. Había envidiado a estos hombres. ¡Un millón de dólares! Cuando volví a mi escritorio en Barton Sharman, había seguido pensando en ese sargento que tenía más cara de gorila que de ser humano. Así que cuando esta fusión comercial pareció cuajar no dudé. ¡Era mi oportunidad y no iba a dejarla pasar! Cuando se concretara la fusión, el precio de las acciones se triplicaría. Abrí cuenta en un banco de Haverford y deposité bonos al portador, por cuatrocientos cincuenta mil dólares, que un cliente me había dejado en custodia. Con estos bonos compré las acciones. Cuando se concretara la fusión todo lo que tendría que hacer era vender, recoger la ganancia y devolver los bonos.

Parecía seguro, pero el Comité Fiscalizador de Operaciones de Bolsa había intervenido y la fusión no se realizó. Le había mentido a Bert al decirle que solo había sido el damnificado. También mi cliente perdió los bonos; pero como yo sabía que los había comprado con dinero de la evasión de impuestos me convencí de que él era casi tan ladrón como yo (probablemente no tanto).

También le había mentido a Bert al decirle que no era ambicioso ya. Mi ambición era como las manchas del leopardo. Cuando se adquiere este tipo de ambición, es para siempre. La ambición de tener mucho dinero ardía dentro de mí con la intensidad de una gran antorcha. Me atormentaba como un diente cariado. Durante esos cinco horribles años en la cárcel había pasado horas pensando y planeando cómo conseguir mucho dinero. Me repetía constantemente que lo que podía hacer ese sargento con cara de gorila lo podía hacer yo también. No le había mentido a Bert al decirle que tenía paciencia. Eso era cierto. Más tarde o más temprano iba a ser rico. Iba a tener una espléndida casa, un Cadillac, un yate y todas las hermosas cosas que una gran fortuna puede proporcionar. Sería duro, pero lo iba a tener. A la edad de treinta y ocho, empezando de cero, y con una entrada en la policía iba a ser más que difícil pero no imposible, me dije. Trabajando para Barton Sharman había conocido muchísimos millonarios y sabía cómo eran en realidad: duros, ásperos, crueles y decididos. Muchos de ellos carecían de toda ética y moral. Su filosofía era: los débiles al paredón; la ganancia para los fuertes

Si era paciente la oportunidad se presentaría, y cuando ello ocurriese, nada me detendría. Tendría que ser más duro, más áspero, más cruel, más decidido, más falto de ética y moral que todos ellos juntos.

Si era necesario que fuera así, ¡así sería!

Mrs. Hansen golpeó la puerta y trajo mi desayuno. Me preguntó si había dormido bien y si me justaría comer pollo frito para la cena. Le dije que sería perfecto. Cuando se fue me senté a comer panqueques de harina de maíz y dos huevos con jamón.

Me dije que cuando tuviera mi primer millón le enviaría a Mrs. Hansen una gran donación anónima. Se estaba robando sola.

—¿Qué tal le fue, Keith? —me dijo Bert cuando entré en la oficina a la hora del almuerzo—. ¿Algún problema?

—Ninguno. Los chicos realmente tienen ganas de aprender. Estoy seguro de que han estado practicando en el auto de los padres. No pueden ser tan buenos la primera vez.

Se rió.

—Creó que tiene razón. ¿Le gusta el trabajo?

—Si se lo puede llamar trabajo, si —dije—. Creo que iré a comer una hamburguesa. Lo veré a las dos.

—Oh, Keith, use el auto. No me sirve. Jamás aprendí a conducir y soy demasiado viejo para empezar ahora. Mientras pague la nafta, es suyo.

—Bueno, gracias, Bert.

—Mrs. Hansen tiene un garaje en el fondo. Se ahorrará el gasto de ómnibus.

—Una idea agradable. —Acentué la última palabra y le sonreí.

—Se le pegó. ¿Quiere un trago antes de irse?

—No, gracias. No hay que tomar bebidas fuertes en horas de trabajo.

Asintió con aprobación.

Crucé al café de enfrente, pedí una hamburguesa y una Cola-Cola

Hasta ahora el trabajo parecía facilísimo. Como le había dicho a Bert, los chicos estaban locos por obtener sus registros. Querían poder manejar alguna cafetera para la que hacía tiempo venían ahorrando, y estaban ansiosos por aprender. Tengo un don especial para llevarme bien con la gente joven. Había estado con muchos de ellos en Vietnam y conocía sus cosas. Pero, me dije, no debo dejarme atrapar por esta vida fácil. Estaba bien para uno o dos meses pero no más. A fin de mes, a menos que se hubiera presentado alguna oportunidad (la gran oportunidad que esperaba) seguiría camino. Le echaría un vistazo a San Francisco. Seguro que en una ciudad de esas dimensiones estaría esperando la oportunidad

Cuando volví a la escuela unos minutos antes de las dos, encontré a Hank Sobers esperando. Recordando la advertencia de Maisie lo observé Era un joven alto, desgarbado, de unos dieciocho años, con muchos barritos, cabello hasta los hombros y una remera que decía: 'No busques más. Aquí estoy, nena.'

—Éste es Hank Sobers —dijo Maisie— La maravilla —y volvió a su máquina de escribir.

—Vamos, papá —me dijo Hank—. No tengo todo el día.

Me le acerqué con aspecto amenazador. Esto tenía que arreglarse de entrada.

—¿Me hablas a mí? —ladré.

Se aprende a ladrar en el Ejército y no lo había olvidado.

Lo asusté tanto como había sido mi intención hacerlo. Dio un paso hacia atrás y se quedó con la boca abierta.

—Vamos —dijo débilmente—, pago estas malditas lecciones y espero acción.

Miré a Maisie, que había dejado de escribir y nos miraba con ojos muy abiertos.

—¿Paga él o el padre?

—El padre.

—Bien. —Me volví a Hank—. Escucha, hijo. De ahora en adelante me llamas Mr. Devery... ¿entendido? Cuando te sientes en ese auto harás exactamente lo que yo te diga. No vas a emitir opiniones que no se te pidan. Te voy a enseñar a con-ducir. Si no te gusta cómo lo hago, te vas a otro lado. ¿Todo entendido?

Sabia por lo que me había dicho Maisie que no había otra escuela de conductores en Wicksteed, así que no tenía escapatoria

Vaciló, luego murmuró:

—Está bien.

—Está bien... ¿qué? —ladré otra vez.

—Está bien, Mr. Devery.

—Vamos. —Fuimos hacia el auto.

En cuanto se sentó al volante, hizo arrancar el motor y puso el coche en movimiento, me di cuenta de que no necesitaba lecciones. Estaba seguro de que había estado manejando el auto del padre durante meses, sin registro. Le dije que diera vuelta, que estacionara, que frenara subiendo una colina, que diera vuelta en redondo. Ningún error.

—De acuerdo, para ahí.

Estacionó y me miró.

—¿Cómo te va con el código, Hank?

—Bien.

—Ve a hablar con Mr. Ryder. Si él te aprueba, yo también. No necesitas lecciones. Conduces tan bien como yo.

Sonrió de pronto.

—¡Gracias, Mr. Devery! Pensé que me haría venir para sacarme la plata del viejo.

—Es una buena idea —lo miré—. Quizás fuera mejor que te diera cinco lecciones más.

Pareció asustado.

— ¡Eh! Bromeaba solamente.

—Yo también. Volvamos y hablaré con Mr. Ryder.

Volvimos a la escuela. Hablé con Bert e hizo pasar a Hank a dar el examen.

Diez minutos más tarde, Hank salió de la oficina de Bert con una gran sonrisa en la cara.

— ¡Lo aprobé! —dijo—. Y gracias, Mr Devery. Fue un amigo

—Aún tienes que dar el examen oficial —le recordé—. Cuidado.

—Seguro que si, Mr Devery. —Y aún sonriendo se fue.

—Usted sí que sabe tratarlos, Keith —dijo Maisie. Había estado escuchando—. ¡Esa voz! Me asustó.

—Una triquiñuela del ejército —le dije, pero estaba contento conmigo mismo—. ¿Quién es el próximo?

Terminé un poco después de las 18. Le dije hasta mañana a Bert y, subiendo al coche, tomé la calle principal, en dirección a mi pieza alquilada.

Un silbato de policía me hizo temblar. Miré hacia la derecha. Un hombre alto, con uniforme marrón, sombrero Stetson beige y revólver en la cadera, me hacía señas.

El corazón me dio un vuelco. Durante los últimos diez meses me había mantenido lejos de la policía. Hasta había tomado el hábito de cruzar la calle o entrar en un negocio cuando veía aparecer alguno Bueno, no había modo de eludirlo a éste. Miré por el espejito retrovisor, vi que no había tránsito detrás de mí y me acerqué al cordón de la acera.

Me quedé quieto, con las manos húmedas y el corazón tembloroso mientras observaba por el espejito cómo el hombre se acercaba Como todos los policías cuando detienen un auto, no tenía apuro (el modo de iniciar una guerra de nervios); finalmente se detuvo a mi lado: un tipo joven, de cara afilada, ojitos de policía, labios delgados. En la camisa tenía una chapa de identificación que decía: Sheriff suplente Abel Ross.

—¿Es éste su auto, Mac? —preguntó, duro como policía de película.

—No, y mi nombre no es Mac, es Devery.

Entrecerró sus ojitos.

—Si no es su auto, ¿qué hace con él?

—Voy a mi casa, sheriff suplente Ross —dije con calma, y noté que lo estaba molestando un poquito.

—¿Mr. Ryder lo sabe, Mac?

—Me llamo Devery, sheriff suplente Ross —dije—. Y sí, lo sabe.

—Registro.

Extendió una mano grande como un jamón.

Le di mi registro y lo estudió.

—Lo renovó. ¿Por qué estuvo vencido cinco años,

Ahora era él quien me molestaba.

—Dejé de conducir durante cinco años.

—¿Por qué?

—No necesitaba un auto.

Ladeó la cabeza y me miró fijamente.

—¿Por qué no?

—Razones privadas, sheriff suplente Ross. ¿Por qué pregunta?

Después de un largo silencio me devolvió el registro.

—No lo vi por aquí antes. ¿Qué hace en este pueblo?

—Soy el nuevo instructor de conductores —le dije—. Si quiere investigarme puede llamar a Mr. Ryder.

—Sí. Controlamos a todos los forasteros aquí. Especialmente a los que dejaron de conducir durante cinco años.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Debería saberlo —dijo y volviéndose, se alejó taconeando.

Me quedé largo rato mirando por el parabrisas. Había cumplido mi condena y él no podía hacer nada en absoluto, pero sabía que esto podía ocurrir en cualquier ciudad. Para la policía, si uno fue presidiario una vez, lo es siempre.

Al otro lado de la calle había un bar. Sobre la puerta la simple leyenda: "Bar de Joe". Me di cuenta de que necesitaba una copa. Cerré el auto, crucé la calle y entré.

El bar era grande y oscuro y en el cielorraso había dos ventiladores que agitaban el aire caliente. Durante un momento, después del brillo exterior, no pude ver nada; luego mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Dos hombres estaban apoyados contra el extremo más alejado del mostrador, hablando con el barman. Cuando éste me vio se acercó con una amplia sonrisa de bienvenida

—Hola, Mr. Devery. —Tendría unos cincuenta años, era bajo, grueso y feliz—. Encantado de conocerlo. Soy Joe Summers, dueño de este cafetín. ¿Qué se sirve?

—Whisky con hielo, por favor. —Lo miré algo sorprendido—. ¿Cómo sabe quién soy?

Sonrió.

—Mi chico tuvo clase con usted esta mañana, Mr Devery. Me dice que usted es listo. Viniendo de él, que piensa que todos los que tienen más de veintiuno son estúpidos, es una alabanza.

—¿Sammy Summers? —Recordaba al chico. No había sido de los más brillantes.

—Eso es. Su whisky con hielo, Mr. Devery. Bienvenido a nuestra ciudad. Aunque vivo aquí, tengo que decir que es realmente agradable.

Uno de los hombres al otro extremo del mostrador gritó de pronto:

—Si quiero otro maldito trago, tomaré otro maldito trago.

—Perdóneme, Mr. Devery —dijo Joe, acudiendo al lugar del altercado.

Bebí lentamente mi whisky mientras observaba a los dos hombres. Uno era bajo y flaco, próximo a los cincuenta. El otro (el que había gritado) era alto, gordo, con la inmensa barriga del tomador de cerveza; su cara roja, sudorosa e indescriptible, lucía un grueso bigote negro tipo Charlie Chan. Llevaba puesto un liviano traje azul oscuro, camisa blanca y corbata roja. Me dio la impresión de ser un viajante no muy próspero.

— ¡Joe! ¡Déme otro whisky! —gritó—, ¡Vamos! ¡Otro whisky!

—No, si se va a ir a su casa en auto, Frank— dijo Joe con firmeza—. Ya tomó demasiado.

—¿Quién dijo que iba a manejar? Tom me va a llevar a casa.

—¡Yo no! —dijo ásperamente el flaco—. ¿Imagina que quiero caminar doce kilómetros de vuelta hasta mi casa?

—Le haría bien —dijo el grandote—. ¡Déme otro whisky, Joe! Luego nos vamos.

—No lo llevo —dijo Tom— y lo digo en serio.

—Flaco hijo de perra ¡pensé que era mi amigo!

—Lo soy, pero no camino doce kilómetros ni por un amigo.

Sin saber por qué, me sentí empujado a intervenir. ¿El dedo del destino? Me acerqué a ellos,

—Quizás los pueda ayudar, caballeros —dije.

El grandote se volvió y me miró indignado.

—¿Quién demonios es usted?

—Vamos, Frank, eso no es amable —dijo Joe tranquilizadoramente—. Éste es Mr. Devery, nuestro nuevo instructor de conductores. Trabaja para Bert.

El hombre me miró con ojos turbios.

—¿Y qué quiere?

Miré al flaco.

—Si lo lleva a su casa, lo sigo y lo traigo de vuelta

El flaco me agarró la mano y la sacudió varias veces.

—Eso es realmente agradable de su parte, Mr. Devery. Soluciona el problema. Me llamo Tom Mason. Éste es Frank Marshall.

El grandote trató de enfocarme, hizo un gesto con la cabeza y se volvió a Joe.

—¿Y el trago?

Joe sirvió un trago mientras Mason tiraba a Marshall de la manga.

—Vamos, Frank, se hace tarde.

Mientras Marshall terminaba su trago, le dije a Joe:

—¿Podría llamar a Mrs. Hansen y decirle que llegaré un poco tarde a cenar?

—Claro que sí, Mr. Devery. Qué acción tan agradable.

Tambaleante, Marshall salió del bar. Mason, sacudiendo la cabeza, lo siguió conmigo.

—No sabe cuándo tiene bastante, Mr. Devery —murmuró—. Una vergüenza.

Él y Marshall subieron a un viejo Plymouth verde estacionado frente al bar. Esperaron hasta que subí a mi auto, y Mason arrancó. Lo seguí.

Dejando la calle principal, el Plymouth se internó en el pueblo. Después de diez minutos llegamos a lo que pareció la mejor zona residencial, a juzgar por las opulentas casas y mansiones, rodeadas de cuidados jardines cubiertos de flores. Diez minutos más tarde habíamos llegado a una zona de bosques y granjas solitarias.

La señal del Plymouth me indicó que Mason iba a doblar a la izquierda. El auto desapareció en un angosto sendero de tierra para un solo auto. Finalmente llegamos al final del camino. Allí se levantaba una inmensa casa de dos pisos, completamente sola y medio escondida entre árboles y arbustos.

Mientras Mason recorría la corta entrada de autos y dejaba el coche en el garaje próximo a la casa, frené y di vuelta el mío, listo para regresar. Encendí un cigarrillo y esperé. Después de cinco minutos Tom Mason se acercó presuroso.

—Esto es realmente agradable, Mr. Devery —dijo mientras subía al auto—. Conozco a Frank Marshall desde la escuela. Es un buen tipo cuando no está borracho. Se siente frustrado, Mr. Devery, y es lógico.

—¿Sí? —No tenía mucho interés—. ¿Qué problema tiene?

—Está esperando que se muera la tía.

Lo miré sorprendido.

—¿Habla en serio?

—Sí. Es su heredero. Cuando ella muera, será el hombre más rico de Wicksteed.

Al recordar las opulentas casas que había visto en el camino, mi interés creció.

—Soy recién llegado, Mr. Masón. No sé cuánto puede significar eso. —Lo dije cuidadosamente. Quería obtener información sin que se diera cuenta de que se la estaba sonsacando.

—Entre nosotros, cuando ella muera, heredará algo más de un millón de dólares.

Me quedé helado. Era todo oídos ahora. —¿De verdad? Hay un proverbio sobre el que espera los zapatos de los muertos...

—Ése es su problema. La vieja se muere por milímetros... cáncer. Podía morir mañana o durar un tiempo. Hace dos años le dijo que le iba a dejar todo el dinero. Desde entonces Frank ha estado contando las horas. Se empezó a preocupar tanto sobre cuándo morirá la tía, que comenzó a darle a la botella. Antes de saber esto raramente tomaba bebidas fuertes.

—Qué situación, Mr. Mason.

Puso una mano sobre mi brazo.

—Llámeme Tom. ¿Cuál es su primer nombre, amigo?

—Keith.

—Un nombre de familia ¿eh? No es común. —Se rascó el mentón luego prosiguió—. Sí, seguro que es una situación terrible, Keith. Le tengo pena y también a la mujer, aunque no la conozco.

—¿A qué se dedica él?

—Tiene una inmobiliaria en San Francisco. Viaja todos los días en tren.

—¿Le va bien?

—Bueno, le iba bien; pero desde que empezó beber se queja del negocio. —Mason sacudió la cabeza—. Pero no se le puede decir nada. ¡Las veces que le he echado en cara su afición a la bebida! Esperemos que reciba el dinero pronto, y quizás entonces se recupere.

Ahora escuchaba sólo a medias. Mientras conducía de regreso a Wicksteed estaba ocupado pensando. ¡Algo más de un millón! ¿Quién creería que alguien heredara tal cantidad en un aburrido pueblo como éste?

De pronto sentí envidia. ¡Si estuviera en el lugar de Frank Marshall! No me daría a la botella lleno de frustración. Con mi experiencia conseguiría créditos sobre lo que iba a recibir. Yo...

El corazón me dio un salto.

Me pregunté si no era ésta la oportunidad que había estado esperando tan pacientemente.