CAPÍTULO SEXTO

I

El sol se filtraba por los bordes de la persiana y caía sobre el piso en dos bandas largas y brillantes. En la habitación, calurosa y encerrada se olía un fuerte aroma a whisky que parecía provenir de mí mismo; era como para emborrachar a cualquiera El olor era tan fuerte como si me hubiera caído en una cuba y hubiera nadado un rato. No me gustaba nada; ni siquiera me gustaba yo mismo. La cabeza me pesaba como el demonio. Mi cama me parecía demasiado blanda y caliente. No podía dejar de pensar en aquel rostro de mujer ensangrentado, con un agujero en la frente en el que cabía un dedo; eso tampoco me gustaba.

Miré las dos bandas de luz sobre el piso No podía fijar bien la vista pero la alfombra me parecía conocida. Reconocía las quemaduras que le había hecho al dejar caer sobre ella alguna colilla di cigarrillo. En una de las esquinas había una rotura que un cachorro de Ben le había dejado como muestra de sus dientes. La alfombra no era gran cosa pero para mí; fue un alivio reconocerla; quería decir que estaba en mi habitación, en mi cama y probablemente el rostro de mujer era tan solo una pesadilla; probablemente...

Alcancé a oír una voz de hombre que decía:

—Apesta como una destilería y está adobado como un arenque... —Esa voz hizo correr frío por mi espalda. Era la voz de Brandon—. ¿Quién es la mujer que está allí? —prosiguió la voz—. ¿La has visto antes?

Oí que Mifflin contestaba;

—Es nueva para mí.

Espié a través de mis pestañas. Estaban allí realmente. Brandon sentado en una silla y Mifflin al pie de la cama.

Yo permanecía inmóvil, traspirando. Sentía la cabeza como si me faltara el occipital: blanda y tumefacta como si estuviera agujereada y que por ella se colara el aire que repentinamente corría por mi almohada.

Mifflin había abierto la ventana que estaba al lado de mi cama. Corrió la persiana para hacerlo y repentinamente cayó sobre mi rostro un fuerte rayo de sol que me hizo doler intensamente .la cabeza.

Pensé en Anita Cerf yaciendo en mi diván; en el almohadón amarillo manchado de sangre y en la pistola. Realmente, el escenario no podía ser mejor para que apareciera Brandon. Parecía un envío del cielo para un policía ansioso de pescarme con las manos en la masa. Ni siquiera Brandon tendría que esforzarse para hallar al culpable. Recordé la forma en que me miraba mientras me interrogaba con respecto a la muerte de Dana Lewis.

"Pero ella tuvo que pasar por su casa para llegar hasta el lugar donde fue asesinada, ¿no es cierto? Me parece extraño que no haya estado en su casa."

Si tan solo un detalle así llamaba su atención, bien podía imaginarme la impresión que recibiría ante semejante despliegue.

La misma arma. Primero Dana; luego Leadbetter y ahora Anita. Todos con un tiro en la cabeza. Igual método; el mismo asesino. ¿Motivo? No quería engañarme pensando que una nimiedad como el motivo podría detener a Brandon en su investigación. Desde que había comenzado sus funciones en la Seccional, no había tenido mayor oportunidad de lucimiento; más bien había sido como una cama con los elásticos vencidos. Si quería poner fin a las preguntas impertinentes, acallar a la prensa y a los personajes que habían intervenido en su nombramiento, tendría que resolver estos asesinatos cuanto antes. Ya inventaría algún motivo. No podía dejar escapar una oportunidad así.

— ¡Oye, Malloy! ¡Despierta! —gritó Mifflin. Su pesada mano cayó sobre mi hombro y comenzó a sacudirme. Vi luces brillantes frente a mis ojos y un dolor intenso me recorrió el cuerpo, de pies a cabeza.

Saqué su mano de mi hombro y me incorporé pero tuve que sostenerme la cabeza con ambas manos; me doblé hacia adelante con un quejido.

—Termina con eso —me apuró Mifflin—. Tenemos que hablarte. ¡Eh! ¡Malloy! ¡Trata de recuperarte!

— ¿Qué crees que estoy haciendo? ¿La danza del abanico? —le espeté y bajé los pies hasta el piso.

— ¿Qué has estado haciendo? —exclamó Brandon, inclinándose hacia adelante para mirarme mejor—. ¿Qué especie de orgía es esta?

Apreté suavemente mi cabeza entre los dedos y le devolví la mirada. Se lo veía gordo, bien alimentado y bien afeitado. Su camisa estaba inmaculada; los zapatos le brillaban a la luz del sol. Era la verdadera imagen de un policía corrupto. En comparación, mi aspecto debía ser deplorable. Mis dedos recorrieron mi barbilla sin afeitar; el espantoso vaho del whisky me nauseaba y sentía la camisa de etiqueta pegada al cuerpo por la transpiración.

— ¿Qué quieren? —pregunté, como si no lo supiera—. ¿Quién los dejó entrar?

—Eso no viene al caso —replicó, sacudiendo su cigarro a medio fumar delante de mi nariz. Tenía el mismo olor que si lo hubiera sacado de la basura—. ¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Quién es esa mujer?

No me pareció el tono apropiado, pensé intrigado. Estos dos polizontes eran duros pero no tanto como para permanecer impasibles frente a un cuadro como el del cuarto contiguo. Se los veía tranquilos; acusadores ante mi presunta borrachera, como si ninguno de los dos hubiera probado una gota de alcohol jamás en su vida.

— ¿Hay una mujer allí? —pregunté.

No me sonó muy brillante pero fue lo único que atiné a decir en el momento. Por lo menos, no era nada comprometedor.

— ¿Qué le pasa a este tipo? —exclamó Brandon, mirando a Mifflin.

—Está borracho —contestó éste con firmeza—. Es lo único que tiene.

—Estoy empezando a dudar... —dijo Brandon—. Trae a la mujer para aquí.

— ¡No! ¡No quiero verla! ¡No quiero!... —me salió de adentro, antes que pudiera controlarme.

Era la voz que usan los gangsters en las películas cuando se ven acorralados y están por ser castigados. Me contuve inmediatamente pero debo haberlos impresionado bastante porque Brandon se puso de pie inmediatamente y Mifflin quedó inmóvil como la esfinge.

Entonces se oyó una voz que provenía de la otra habitación: — ¿Qué están haciendo con él? ¿No ven que está temblando?

Y allí estaba la señorita Bolus, con un vestido beige y su cabello rojo recogido con una cinta verde. Sus ojos vivaces iban de Brandon a Mifflin; luego a mí y recomenzaban el recorrido.

—Les dije que no lo asediaran —prosiguió, apoyando la cadera en el marco de la puerta y acomodándose el cabello con la mano. — ¿Por qué no lo dejan tranquilo? —Dio vuelta la cabeza y me miró—. ¿Te gustaría tomar algo, querido? ¿O tal vez el perro te mordió demasiado fuerte?

—No quiere tomar nada —dijo Brandon—. ¿Qué quiso decir con que no quería verte? ¿Qué es lo que está pasando aquí?

Pensé que me estaba volviendo loco. Exactamente detrás de la señorita Bolus, en la otra habitación, estaba el diván; podría verlo desde donde estaba, con solo darse vuelta. Tendría que haber visto lo que estaba sobre él al entrar al dormitorio. Brandon también y Mifflin otro tanto. Lo mismo estaban tan tranquilos los tres como ostras en el fondo del mar. No hacían ni un intento de ponerme esposas y hasta me ofrecían un trago.

Brandon decía algo mientras yo me incorporaba de la cama, pero no lo oía. Tenía que ver con mis propios ojos qué pasaba en la otra habitación. Trabajosamente me puse de pie. Me sentía como un buzo que trata de caminar por el fondo del mar pero en tierra firme.

Brandon quedó repentinamente en silencio. Nadie se movía. Tal vez presentían que algo raro pasaba por mi mente. A lo mejor les desagradaba mi aspecto. Si este guardaba relación con la forma en que me sentía, debía ser deprimente. Me miraron con curiosidad mientras me arrastraba por la habitación. Me sentía peor que un nadador en el último tramo del cruce del Canal de la Mancha; finalmente llegué a la puerta.

La señorita Bolus puso su mano en mi brazo. Clavó sus dedos en mis músculos, como si quisiera avisarme algo pero yo no me sentía como para recibir señales y la hice a un lado. Todo lo que quería hacer era mirar en la otra habitación; quería ver a Anita Cerf sobre el diván, con la cara cubierta de sangre y el gran agujero en la frente...

Miré hacia la otra habitación; vi el diván y sentí que el aliento se escapaba entre mis dientes apretados. Comencé a transpirar como un boxeador que recibe un golpe bajo.

No había ninguna pistola en el piso ni ninguna rubia sobre el diván. Tampoco estaba el almohadón empapado, en sangre... No había nada...; absolutamente nada. .

 

II

Me encontré nuevamente en la cama. No recordaba cómo había llegado hasta allí; pero ahí estaba. Gail Bolus estaba a mi lado, con un vaso de whisky en la mano. Cuando traté de incorporarme, se inclinó sobre mí, acercándome el vaso a los labios; mientras bebía, me sorprendí mirando por su escote. Debo haberme sentido muy mal, porque cuando noté que no usaba corpiño, cerré los ojos y dejé de mirar; realmente, debo haber estado muy mal...

Tomé el whisky. Me pareció demasiado pero como no tenía que masticar, me resultaba fácil tragarlo. Bebí hasta la última gota. Tiene que haber sido de buena calidad porque en cuanto lo tomé, comencé a sentir sus efectos que me recorrían el cuerpo como un perro ovejero juntando su majada. La diferencia era que lo que recorría el whisky eran mis debilitados nervios. Podía sentir cómo se iban poniendo tensos, disciplinándose y volviendo a ser como todos los días. Después de un par de minutos, a pesar de que todavía me dolía la cabeza, comencé a sentirme milagrosamente bien.

Una mano fresca sacó el vaso de entre mis dedos. Gail Bolus me sonreía.

—Muchas veces he visto borracheras en mis pocos años, pero nunca como la tuya...

—Sí —dije, mientras me incorporaba lentamente. Que te sirva de lección. A mí me ha curado. De ahora en adelante...— Me detuve en seco al ver a Brandon a los pies de la cama, sentado en una silla de respaldo recto; sus ojillos de serpiente no perdían detalle.

— ¡Eh!—exclamé—: ¡Pero sigo viendo visiones! Estoy viendo polizontes... ¡Veo polizontes! ¡Mira!—señalé— ¿Puedes ver polizontes tú también?

—Veo uno solo —dijo Gail—. Y es el Capitán; no lo llamaría de ese modo... Podría no gustarle.

—Deja de hacerte el gracioso, Malloy —dijo Brandon, cortante—. Queremos hablar contigo.

—Dame otro trago —le dije a la señorita Bolus y mientras cruzaba la habitación en busca de la botella, pregunté—. ¿Quién te invitó aquí, Brandon?

—Está bien; también puedes terminar con ese jueguito —dijo, mirándome fijamente—, ¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Quién es esta mujer y qué demonios está haciendo en tu casa?

De pronto descubrí que todo él frente de mi camisa estaba empapado de whisky y de ahí provenía el nauseabundo olor. Trabajosamente me puse de pie, me arranqué el cuello y lo dejé caer al piso con un gesto de asco.

—Por favor, tráeme café —le pedí a Gail cuando se acercó con el vaso—. Que sea suficiente fuerte como para que resista mis mentiras en cantidad.

— ¿Oyó usted lo que dije? —gruñó Brandon, mientras se levantaba de la silla.

—Claro; pero eso no quiere decir que le contestaré —repliqué, indicando con un gesto de la mano a la señorita Bolus que se alejara—. Usted no tiene por qué estar aquí. ¿Qué le importa quién es ella? ¿Qué le importa qué está sucediendo en mi casa? —Mientras hablaba, me saqué el smoking y la camisa—. Me voy a dar una ducha. Quédese por ahí, si quiere. No tardaré.

En el instante de abrir la puerta del baño, se me ocurrió pensar si el cadáver estaría allí. Entré igual, cerré la puerta y puse el pasador. No había ningún cadáver. Estiré la mano y descorrí la cortina de la bañera; allí tampoco había nada. Como no había ningún otro posible escondite, me saqué el resto de la ropa y me puse bajo la ducha. Dos minutos bajo el agua aclararon mi cabeza de una manera tal como ninguna otra forma podría haberlo hecho. Estaba empezando a retomar el control de mis actos. El reloj eléctrico de la pared me indicó que eran las once y veinte. Anita Cerf había sido asesinada a las tres y cuarenta y cinco de la mañana. Había estado inconsciente más de nueve horas. Mis dedos palparon la parte de atrás de mi cabeza. La sentía dolorida y tumefacta, pero según mi entender, todavía estaba entera y eso ya era algo positivo.

El cadáver de Anita había desaparecido; esto era obvio. Si hubiera estado oculto en alguna parte de mi cabaña, Brandon lo hubiera encontrado con seguridad. ¿Quién se lo había llevado y por qué?... Enchufé la afeitadora y comencé a rasurarme. ¿Por qué se habría llevado el cadáver? ¿Por qué?... ¿Estaría loco el asesino, tal vez? Si lo hubiera dejado donde estaba, junto con la pistola, podría haber estado seguro de que Brandon me inculparía a mí. Pero quizá podrían haber seguido la pista del arma. ¿Sería por eso? O tal vez no habría sido el asesino quien habría hecho desaparecer el cadáver. A lo mejor era otra persona. ¿La señorita Bolus? No podía imaginármela llevando sobre sus hombros una carga así; sus delicados hombros no lo hubieran resistido. Pensaba que tenía el coraje suficiente para hacerlo pero aún así no podía imaginármela en ese trance. ¿Quién habría sido entonces? ¿Y quién sería el tipo del sombrero de ala gacha que me había golpeado? ¿Sería el asesino?

Hasta allí había llegado; no muy lejos. De todas maneras no estaba en condiciones de hacer grandes deducciones. Brandon golpeó la puerta.

—Salga de una vez, Malloy —gritó.

Dejé la afeitadora; me pasé la mano por la barbilla y decidí que estaba suficientemente prolijo. Me puse la salida de baño y abrí la puerta.

Brandon estaba parado allí. Parecía tan amistoso como un tigre pero mucho más feroz aún.

—Ya he aguantado bastante esta farsa —dijo, violentamente—. Hable de una vez o lo llevaré al Cuartel de Policía.

—Hablaré aquí —dije, mientras caminaba hasta la mesa donde la señorita Bolus había dejado el café— ¿Qué ocurre?

Podía oírla canturrear en la cocina. Seguramente no estaría canturreando así si hubiera encontrado allí a Anita Cerf. Ni qué hablar si hubiera sido ella la que la había hecho desaparecer; no; no podría haber sido ella. ¿Quién había sido, entonces?

Brandon dijo:

— ¿Dónde está Benny?

Esa pregunta no me la esperaba. Ni siquiera sabía que conocía a Benny. Tomé la taza de café, la mantuve a unos centímetros de mi nariz y lo miré a través del vapor. El delicioso aroma me hizo hacer agua la boca.

— ¿Quiere decir Ed Benny?

—Sí; ¿dónde está?

—Está en San Francisco.

— ¿Qué está haciendo allí?

— ¿Qué diablos le importa? —contesté, sentándome en el borde de la cama.

—Es el Departamento de Policía de San Francisco el que quiere saber. ,

— ¿No me diga? Bueno; ¿por qué no se lo preguntan a él mismo? ¿Qué sucede? —Sin ningún motivo aparente, sentí que un escalofrío recorría mi columna vertebral.

Puse la taza de café sobre la mesa de luz.

—No pueden preguntárselo —dijo Brandon, bruscamente: Está muerto.

El escalofrío que había sentido antes se acentuó.

— ¿Benny? ¿Muerto? —mi propia voz sonaba extraña.

—Sí. La prefectura lo pescó de la bahía —continuó Brandon, con sus ojos fijos en mí—. Tenía los pies y las manos atados con cuerdas de piano. Calculan que murió alrededor de las nueve de la noche de ayer.

 

III

Los vi partir desde la ventana.

Brandon cruzó hasta el portón con el cigarro apagado y mordisqueado apretado entre los dientes. Su cara regordeta expresaba toda su furia y frustración. El agente uniformado que le abrió la puerta del auto lo saludó pero eso tampoco lo sacó de su ensimismamiento. Se acomodó en el asiento y echó una última mirada hacia la cabaña, como si hubiera querido quemarla y luego desparramar las cenizas en el mar.

Mifflin lo siguió hasta el auto. Él no parecía enojado pero sí pensativo; se lo seguía viendo igual cuando el auto arrancó y se alejó.

Permanecí en la ventana, mirando hacia el mar de manera vaga. Primero Dana; luego Leadbetter y ahora Benny. Las cosas se habían complicado. Ya no era un asesinato: era casi una masacre...

Presentí que Gail Bolus se acercaba a la puerta y sentí su mirada.

— ¿Cómo llegaste aquí? —dije, sin darme vuelta.

—Te llamé alrededor de las nueve, esta mañana. El operador me comunicó que tu teléfono estaba descolgado y que nadie contestaba. —Se aproximó a mí, junto a la ventana—. Como no tenía nada mejor que hacer, decidí venir para acá. Estabas tirado en el piso. Las luces encendidas y la puerta abierta. Apenas pude arrastrarte hasta la cama y estaba tratando de hacerte volver en ti, cuando oí el auto que se acercaba. Te volqué whisky encima y le dije a la policía que habías estado celebrando. Los mantuve alejados de ti tanto como pude. No quería que se dieran cuenta de que te habían golpeado. Pensé que tú tampoco lo querías. Me parece que no se dieron cuenta; ¿no lo crees así?

—Si —saqué un paquete de Camel del bolsillo, tomé dos y le ofrecí uno; los encendimos—. La idea del whisky fue buena. ¿No viste a nadie más cuando llegaste?

—No había nadie más; ¿qué pasó?

—Alguien estaba esperando que yo llegara. Entré y ¡Zas! Eso es todo lo que recuerdo.

Fue hasta el dormitorio y comenzó a acomodar la cama.

—Parece muy simple por la manera como lo cuentas —dijo.

—Es muy simple que a uno le den un cachiporrazo. No hay nada estrafalario en ello. Tendrías que probarlo alguna vez.

— ¿No tienes a nadie que se ocupe de los quehaceres de tu casa?

Me había olvidado de Tony, mi criado filipino; después recordé que era domingo. Nunca venía los domingos. Afortunadamente. No me hubiera gustado que me encontrara tirado en el piso. Era un muchacho respetable y tal vez hubiera dejado de trabajar para mí.

—Los domingos, no. Los domingos tengo una espléndida pelirroja que me atiende muy bien —le dije mientras me dirigía hacia el living. Me detuve frente al diván y lo escudriñé detenidamente. Si el almohadón amarillo hubiera estado allí, estaría convencido de que se trataba de una pesadilla; pero había desaparecido.

Lo sentí mucho por mi diván. Me había prestado muy buen uso y le tenía afecto; ahora tendría que liberarme de él. Afortunadamente no estaba manchado de sangre pero olía a muerte. Hasta un Malloy puede tener sentimientos delicados algunas veces y ésta era una de ellas.

Recorrí la habitación. No había nada fuera de lugar. No había seña alguna de que Anita Cerf hubiera estado allí; nada absolutamente. Examiné la alfombra donde había estado la pistola. No había ni rastros de alguna mancha de aceite. Me puse en cuatro patas y acercando la nariz a la alfombra, la olí cuidadosamente. Parecía tener un leve olor a pólvora pero no podría asegurar que no fuera sólo mi imaginación.

Gail Bolus me miraba desde la puerta del dormitorio. Tenía el ceño fruncido levemente, en un gesto inquisidor.

— ¿Qué te sucede?—preguntó— ¿o es que siempre haces cosas así?

Me puse de pie y me pasé los dedos por la parte de atrás de la cabeza.

—Seguro —dije, distraído—. Tal vez te interese ver cómo me comporto cuando no me golpean en la cabeza...

—Me parece que no estás del todo bien... ¿No será mejor que vuelvas a la cama?

— ¿No oíste lo que dijo Brandon? Tengo que ir a San Francisco a identificar a Benny.

—Caramba —replicó—. Me parece que no estás en condiciones de viajar. ¿Quieres que te acompañe o podrá hacerlo alguien de tu oficina?

Fui hasta la alacena donde guardaba las aspirinas.

—Sí —contesté, sin prestar mayor atención a lo que me decía. Saqué cuatro aspirinas del frasco y me las puse una tras otra en la boca. Luego tomé un trago de café tibio—. Tengo que ir de todos modos; Benny era mi amigo.

—Sería mejor que te hicieras revisar por un médico —dijo Gail; me di cuenta de que estaba realmente preocupada—. Puedes tener conmoción —agregó.

—Los Malloys somos famosos por la dureza de nuestra cabeza —le dije, pensando si cuatro aspirinas serían suficiente. Todavía me dolía la cabeza—. Se necesita por lo menos un martillo neumático para provocarme una conmoción...— Tomé otras dos aspirinas por las dudas. Seguía pensando por qué razón habría venido Anita Cerf a mi casa y cómo se habría enterado el asesino de que estaba allí. De pronto un desagradable pensamiento acudió a mi mente. Tal vez el asesino no supiera que Anita estaba allí y sólo había ido a casa a esperarme a mí. Eso parecía muy plausible. Habría considerado que yo estaba averiguando demasiadas cosas y decidió silenciarme, como lo había hecho antes con Dana; había matado a Anita sólo por practicar. Bueno..., no precisamente como práctica... Debería reflexionar un poco más acerca de esta posibilidad. Pero eso requeriría una sesión de intensas lucubraciones, por las que no me distinguía precisamente. Decidí postergar el problema hasta que dejara de dolerme la cabeza.

—Me gustaría saber qué está pasando por tu cerebro... —dijo Gail, inquieta. ¿Ha sucedido algo especial? ¿quiero decir, aparte de lo de Benny?

—Me alegra oír que lo llames mi cerebro —le dije—. Ni te imaginas lo que otras personas opinan que tengo allí. No; no ha pasado nada especial, aparte de lo de Benny. Absolutamente nada. Las dos últimas aspirinas habían empezado a surtirme efecto. El dolor estaba cediendo. — ¿Por qué no te vas ahora? —proseguí—. Debes tener algo que hacer...

Se acomodó el vestido sobre las caderas. Tenía unas lindas caderas; perfectas en forma y volumen. Este no era ningún descubrimiento; ya lo había notado antes.

—Bueno; eso sí que está bueno —contestó amargamente—. Después de todo lo que hice, ¿quieres librarte de mí? No sé para qué me preocupo por ti. ¿Podrías decirme por qué demonios lo hago?

—En este momento no podría —dije, tratando de no herir sus sentimientos pero al mismo tiempo deseando que se fuera) —. Ya hablaremos sobre eso en otra oportunidad. Te llamaré dentro de un par de días. Tengo que apurarme y cambiarme la ropa. ¿No te importa si nos despedimos ahora, verdad?... —y entrando al dormitorio, cerré la puerta.

Después de algunos minutos, oí el motor de su auto que arrancaba. No me asomé a la ventana a saludarla y me olvidé de ella inmediatamente.

 

IV

El taxi aéreo tocó tierra a las tres y veinte en el aeropuerto de Portola, en San Francisco. Aterrizamos después de un grupo de actores de cine y al llegar al portón de salida nos encontramos con mucho público ansioso por verlos. Unas cuantas chiquilinas fanáticas nos saludaron con sus pañuelos, emitiendo chillidos de alegría mientras pasamos a su lado. Nosotros no contestamos el saludo; no teníamos ánimo para ello.

Kerman dijo:

—Sabes Vic; es una cosa curiosa pero parece que uno tuviera que morirse para que los demás conozcan más a fondo su vida. No tenía idea de que Ed tuviera mujer e hijos. Nunca los mencionó. Tampoco me dijo que su madre también vivía. Nunca se comportó como un padre de familia, ¿no te parece? Siempre andaba bromeando con todo el mundo...

—Cállate la boca —dije—. ¿Para qué vamos a hablar de su mujer e hijos ahora?

Kerman sacó su pañuelo y se enjugó la cara.

—Tienes razón. —Después de un rato, agregó—. Me gustaría que refrescara. Una ola de calor en marzo...; está todo al revés. En cuanto a anoche...

—Déjate de hablar del tiempo también —repliqué.

—Está bien —contestó Kerman.

Mientras duró el silencio posterior y a medida que nos deslizábamos por Market Street, reconstruí en mi mente los episodios de la mañana. Había venido Paula. Brandon ya había ido a verla por el asunto de Benny; ella le había contado la misma historia que yo: que Benny había ido a pasar el fin de semana a San Francisco. No era un viaje de negocios. Sólo estaba paseando. Era su costumbre hacerlo, agregó Paula. Yo le había dicho más o menos lo mismo. Brandon no nos había creído a ninguno de los dos pero no pudo hacer nada al respecto porque el asesinato de Benny escapaba a su jurisdicción.

Mientras hablábamos, llegó Jack Kerman y después que le contamos lo de Benny nos explicó que la coartada de Barclay era tan perfecta y hermética como un submarino. Había estado con la tal Kitty Hitchens según nos había contado y no había dejado el departamento hasta las tres y media de la tarde del día en que mataron a Dana. Esto descartaba por completo a Barclay.

Entonces les conté lo de Anita Cerf. Por la manera en que Paula y Kerman revisaron mis habitaciones, pude darme cuenta de que no me creyeron. Era difícil de creer ya que no había quedado ni un rastro de su presencia en la cabaña. Pero los dos recordaban el almohadón amarillo. El hecho de que ya no estuviera allí, pareció convencerlos finalmente de que no era sólo imaginación mía. La ausencia del almohadón y el hematoma que tenía en la nuca.

Paula no quería que fuera a San Francisco pero yo le dije que iría de cualquier modo. Alrededor de la una llamé al aeropuerto de Orchid City y pedí un taxi aéreo para llevarnos allá.

El vuelo no fue lo más indicado para mi pobre cabeza y todo el tiempo estuve pensando en Benny. Hacía cuatro años que lo conocía. Trabajamos juntos y también pasamos buenos ratos en mutua compañía. Era un tipo alocado e irresponsable pero a mí me caía bien. La idea de su desaparición me hacía sentir horriblemente mal.

Kerman dijo que no había pruebas como para conectar la muerte de Ed con el asesinato de Dana, Leadbetter y Anita. No habría pruebas, pero yo estaba convencido de que de una u otra manera estaban relacionadas. La teoría de Kerman era que Ed habría estado jugando, habría ganado algún dinero y alguien lo habría arrojado a la bahía después de asaltarlo. Kerman no estaba convencido del todo pero decía que Ed era un tipo raro que muy bien podría haberse metido en esa clase de lío.

Yo no coincidía con esa opinión. Ed estaba cumpliendo una misión. Era medio alocado pero no cuando trabajaba. Había llegado a San Francisco a las cuatro y media de la tarde de ayer. A la una de la madrugada la Prefectura había pescado su cadáver de la Indian Basin. El informe forense decía que la muerte databa de alrededor de cuatro horas. Si podía contarse con eso como un dato concreto, lo habrían asesinado más o menos a las nueve; es decir, cuatro horas y media después de haber llegado a San Francisco. Era el tiempo suficiente como para haber comenzado la investigación sobre la vida privada de Anita Cerf, pero no lo suficiente como para haberse puesto a jugar. Para Ed, venía primero el trabajo y luego la diversión. Todos cumplíamos esa ley, por otra parte y él no era ninguna excepción.

¿Lo habrían seguido hasta San Francisco? Si lo hubieran matado a las nueve, el asesino habría tenido tiempo de tomar otro avión, volver a Orchid City y matar a Anita.

Kerman me preguntó si no se me estarían ocurriendo cosas raras y qué pruebas tenía sobre lo que decía. Tal vez mis ideas podrían parecer extrañas pero no lo creía así. No tenía ninguna prueba concreta; solamente una corazonada. Yo prefería dejarme guiar por una corazonada cuando la tenía, especialmente cuando no contaba con ninguna prueba, como en este caso.

Ya habíamos llegado a Third Street y el taxi se detuvo frente al Destacamento de Policía.

—Déjame hablar a mí —le dije a Kerman.

Subimos por los gastados escalones, abrimos la gran puerta de vaivén y le preguntamos a un policía que salía franco de servicio dónde podríamos encontrar al Oficial de Servicio.

Parecía una buena persona y a pesar de que salía franco, volvió sobre sus pasos para indicarnos mejor el camino.

En cuanto le dije al Oficial de Servicio quién era y por qué asunto venía, le indicó al agente que nos acompañara al Departamento de Homicidios. Abrió camino rumbo al primer piso por una vieja escalera de piedra; luego seguimos por un corredor hasta llegar a una pequeña habitación pintada de amarillo en la que había cuatro sillas, dos escritorios y una ventana con rejas. La habitación estaba impregnada del mismo olor de todas las comisarías: transpiración, suciedad y vómito.

Nos sentamos sin decir nada y esperamos. Trascurrieron cinco minutos que parecieron interminables hasta que se abrió la puerta y aparecieron dos policías de civil.

Uno de ellos era un hombre grande, de cara cuadrada y mirada dura; la boca firme y los pies grandes y el aspecto general de casi todos los policías. Nos indicó que nos sentáramos en las sillas de respaldo alto, mientras el otro se acomodaba detrás del escritorio.

—Mi nombre es Dunnigan —dijo, sin que pareciera estar particularmente orgulloso de ese hecho—. Soy el Comandante del Distrito. ¿Tiene usted algún parentesco con el fallecido?

Me resultó extraña la referencia a Ed como "el fallecido" y me produjo una desagradable sensación. Le dije que no tenía parentesco sino que éramos amigos. Cuando le dije nuestros nombres apretó los labios y presumí que Brandon ya habría hablado con él.

—Quisiéramos que lo identificaran —dijo—. Hagan el favor de darles sus datos al oficial y luego iremos a la morgue.

Colaboramos con el policía para llenar varios formularios y luego salimos de la habitación tras Dunnigan; fuimos por el corredor, bajamos la escalera, salimos a un patio y de allí cruzamos hasta un lúgubre edificio de ladrillos.

Al entrar a la morgue nos enfrentamos con una larga mesa de mármol sobre la que yacían tres cadáveres, cubiertos con sábanas. El encargado, enfundado en un overol blanco, descorrió la que cubría al del medio.

Dunnigan preguntó, cortante:

— ¿Es él?

Era Benny, con toda seguridad.

—Sí —dije.

Miró a Kerman que se había puesto pálido como la panza de un pescado.

— ¿Coincide usted?

Kerman asintió en silencio.

El empleado volvió a cubrir el rostro de Benny.

—Tranquilícense —dijo Dunnigan—. No deben tomarlo demasiado a la tremenda. A todos nos llega tarde o temprano. Para él fue muy rápida. Lo golpearon en la nuca con una cachiporra. No se enteró cuando lo tiraron al agua... Vamos; salgamos de aquí.

Cuando cruzamos nuevamente el patio, volvió a dolerme la cabeza.

 

V

El botones era delgado y de rostro grisáceo; tendría alrededor de treinta y tres años y el uniforme le quedaba muy ajustado. Nos condujo por una escalera y un corredor obscuros. Caminaba como si bailara, echando la cola hacia atrás de una manera extraña; no podría decir si era su modo de caminar o si lo hacía así tan solo porque los pantalones le quedaban demasiado ajustados. De todos modos no me importaba mayormente.

Puso la llave en la cerradura, abrió la puerta y miró adentro de la habitación. Kerman y yo también nos asomamos. Había dos camas, una mesa de bambú, un sillón tan vencido como si hubiera soportado el peso de un elefante y una alfombra raída y realmente lamentable. En algunas partes asomaba la trama de la base: al lado de la cama, cerca de la ventana y del sillón. Eran los tres lugares que más intenso uso recibían. Sobre una de las camas colgaba la foto de una linda chica trepada a una escalera; al pie de la misma había un perro, mirando hacia arriba, con aire culpable. La chica trataba de parecer molesta pero no se empeñaba mucho en lograrlo. Sobre la otra cama había otra foto de la misma chica, esta vez subida a una silla y con la falda arremangada; en esta foto la acosaba un ratón con idéntica expresión de picardía en sus ojillos.

—Allí está la ducha —dijo el muchacho, señalando con el pulgar. Cruzó hasta la ventana, bajó la persiana y dejó que se volviera a enrollar con un sonido seco—. Todo funciona perfectamente, si lo manejan con cuidado —dijo. Traten de usar la ducha de acuerdo a las instrucciones. El sistema es algo antiguo y se requiere cierta precaución.

Paseó su mirada de rata por el cielorraso, las paredes, bajó hasta nuestros pies y luego a nuestros rostros.

— ¿Tienen todo lo que necesitan? —preguntó, esperanzado.

— ¿Qué más nos puede ofrecer? —preguntó Kerman, entrando en la habitación.

—Mujeres, alcohol o drogas —dijo el muchacho, mirándonos especulativamente—. Si ustedes pueden pagarlo, yo puedo arreglar cualquier cosa. Conozco una rubia que puede estar aquí dentro de tres minutos.

Hicimos arreglos para el alcohol, solamente.

Una vez que se fue, Kerman dijo:

— ¿Por qué tenemos que parar en un lugar de esta calaña? ¿No nos alcanzan los viáticos para algo mejor?

Fui hasta la ventana y le hice una seña para que se acercara. Cuando se aproximó, le indiqué un edificio que había del otro lado de la calle, exactamente frente al hotel. Los dos primeros pisos eran departamentos de aspecto pobre. En la planta baja había un negocio de fotografía. En el frente se leía "LOUIS" en letras negras sobre fondo amarillo.

— ¿Ves aquello? —pregunté—. Ahí debe ser donde Ed comenzó su investigación. Espera un minuto y deja que te muestre. —Abrí mi valija y saqué del fondo la foto de Anita Cerf que había encontrado en la habitación de Barclay—. Todavía no viste esto —le dije al tiempo que le contaba cómo la había conseguido—. Ed me dijo que lo primero que haría sería investigar el lugar de origen de la foto. Antes de partir, le hice hacer una copia. —Di vuelta la foto y le mostré el sello donde figuraba el nombre y la dirección del negocio— Esa es la razón de que hayamos parado en esta pocilga. —Indiqué con la cabeza hacia la vereda de enfrente—. Ese es.

—No parece gran cosa —comentó Kerman, mientras estudiaba el local desde la ventana.

Volví a poner la foto en el fondo de la valija y me senté en la cama. Me dolía la cabeza intensamente otra vez; necesitaba un trago. Deseé que el botones llegara de una vez.

El Comandante de Distrito Dunnigan nos hizo una gran cantidad de preguntas pero nuestra historia era que Ed había venido a pasar el fin de semana a San Francisco y que no teníamos idea de por qué podría haber ido a parar al fondo de la bahía. Por lo tanto, mantuvimos nuestra versión.

Sentía cierta pena por Dunnigan. Obviamente quería encontrar al asesino pero no podíamos ayudarlo sin descubrir a Cerf; por lo tanto, lo único que podíamos hacer era permanecer en el cuarto de paredes amarillas y sostener nuestra mentira sin remordimientos. Nos informó que estaban controlando las listas de pasajeros de todos los hoteles y eso me preocupó. Antes o después descubriría que Ed había parado en nuestro hotelucho y esto tal vez lo llevaría a descubrir el negocio de fotografía de la vereda de enfrente. Esa era una posibilidad pero me parecía algo remota; algunos policías tenían informantes y este podría ser uno de ellos.

— ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Kerman. Comenzó a sentarse en el sillón, que apenas lo sostenía, con muchísimo cuidado.

—No podremos hacer nada esta noche —dije—. El negocio está cerrado; todo está cerrado a esta hora; pero mañana temprano empezaremos a trabajar. No tenemos otra pista En algún momento de la investigación, Ed debe haber dado un paso en falso. Tendremos que tener mucho cuidado. Pienso que la mejor manera de hacer este trabajo es repitiendo lo realizado por él; con la diferencia que tú serás mi ángel guardián esta vez. Mañana por la mañana iré al negocio y le mostraré a este tipo Louis la foto. No sé exactamente qué pasará pero presiento que pasará algo. Tu trabajo consistirá en estar pegado a mí como mi sombra, sin que nadie te vea. Si me meto en algún lío, deberás estar listo para rescatarme. Actuaré como si Ed nunca hubiera estado aquí. Tal vez termine en la bahía yo también pero esta vez estarás tú cerca para pescarme. ¿Entiendes?

Kerman asintió, mientras se atusaba el bigote. Luego dijo:

—Preferiría hacer el trabajo y que tú hicieras de guardaespaldas; pero si tú lo quieres a la inversa, lo haremos así.

En ese momento alguien golpeó la puerta y apareció el botones. Traía dos botellas de whisky, ginger ale y varios vasos. Depositó todo sobre la mesita de bambú.

Kerman echó una mirada al conjunto y preguntó: ¿Para qué es el tercer vaso?

El muchacho lo miró de soslayo.

—Pueden romper uno o tal vez quieran convidar a alguien con un trago. Siempre es útil tener un tercer vaso, señor. Si supiera cuántos tragos me he perdido por no haber tenido un tercer vaso...

—Tomaremos todos un trago —dije yo—. Prepáralos grandes, Jack. —Luego le pregunté al muchacho—. ¿Cómo te llamas?

—Cárter —contestó, mientras sacaba de adentro de su gorro un arrugado paquete de cigarrillos; se puso uno entre los labios y lo encendió.

— ¿Hace mucho que trabajas aquí? —pregunté, apoyándome en los codos y mirando por encima de él el cuadro de la muchacha trepada en la escalera. Se me ocurrió pensar qué sería lo que el perro veía y yo no lograba ver y que lo hacía parecer tan interesado.

—Diez años —contestó el muchacho—. Cuando comencé a trabajar aquí, el hotel no estaba tan mal. Pero la guerra lo hizo decaer. La guerra estropeó todo.

Kerman le sirvió un trago tan grande como para que pudiera nadar un pato en él. Le tomó el aroma, se puso un poco en la boca, hizo un buche y luego lo tragó, con muestras de placer.

— ¿Ven lo que quería decir con el tercer vaso? —preguntó.

Me puse cuatro aspirinas en la boca y las bajé con un trago de whisky. Cárter me miraba sin mayor interés.

— ¿Te gustaría ganarte unos pesos? —le pregunté.

— ¿Haciendo qué?

—Ejercitando tu memoria.

Tomó otro sorbo de whisky, repitió la operación anterior y lo tragó.

— ¿Qué tiene que ver mi memoria con todo esto?

Saqué de mi billetera una fotografía de Ed Benny y se la enseñé.

— ¿Viste a esta persona alguna vez?

No tomó la foto, pero se echó hacia delante y la estudió con detenimiento. Las costuras de su pantalón crujieron pero no llegaron a romperse. Luego se enderezó, se tomó el resto del whisky, puso el vaso sobre la mesa y se dirigió a la puerta.

—Bueno, bueno —dijo, apoyando la mano en el picaporte—. Fue una linda función mientras duró y realmente me engañaron. ¡Un par de polizontes convidando a alguien con un trago! ¡Eso sí que es extraño! ¡Es como para ponerse a llorar a gritos! ¿Quién lo creería? Pero no sacarán nada de mí. No acostumbro hablar con polizontes.

Kerman se levantó de su asiento, tomó al muchacho por el cuello y lo sentó en la cama a mi lado.

— ¿Parecemos polizontes? —preguntó, furioso—. Me dan ganas de hundirte la trompa hasta la nuca...

—Bueno; ¿acaso no son polizontes?

Saqué un billete de veinte dólares y lo puse sobre la cama, entre los dos.

— ¿Te parece que nos comportamos como polizontes?

Miró el billete con ojos ávidos.

—Realmente, no podría asegurarlo —dijo, mojándose los resecos labios con la lengua—. Esta tarde vinieron por aquí y estuvieron haciendo preguntas. ¿Está muerto, no es cierto? Me mostraron una foto de él; una foto tomada en la morgue.

—Entonces, ¿estuvo parando aquí?

Estiró la mano hacia el billete.

—Sí, efectivamente; paró aquí. El administrador no quiso que la policía metiera sus narices por aquí y les dijo que nunca lo había visto.

Tomé el billete y se lo di.

—Dale otro trago —le dije a Kerman—. ¿No ves que tiene sed?

—No se lo contarán a nadie, ¿verdad? —dijo el muchacho, preocupado—. No quisiera que me echaran por esto.

—Me sorprendes —dijo Kerman—. Por tu manera de hablar, parecería que estuvieras deseando que te sucediera algo así. —Le puso en la mano otra abundante ración de whisky.

—Mira —comencé a decir, mientras reiniciaba el ritual de los buches—. Esta persona era nuestro amigo. Alguien lo asesinó y lo tiró al agua. Estamos tratando de averiguar la razón. ¿Tienes alguna idea al respecto?

El botones negó con la cabeza.

—No tengo idea. Ayer por la tarde tomó la habitación de al lado; salió casi inmediatamente y no lo volvimos a ver.

— ¿Dejó alguna valija?

El muchacho esquivó la mirada.

—Sí; pero la tiene el administrador. Tiene derecho a hacerlo. Su amigo no pagó por la habitación.

—Ve a buscarla —le dije.

El botones se quedó mirándome.

—No puedo hacerlo —dijo—. Si me llegara a pescar el administrador...

—Ve a buscarla o me encargaré personalmente de hablar con él.

— ¿Quiere decir... ahora?

—Sí; ahora mismo.

Depositó el vaso a medio tomar sobre la repisa del hogar y después de echarme una intensa mirada interrogativa, fue hacia la puerta.

— ¿Recibiré algo extra por esto o está incluido en los veinte dólares?

—Ganarás otros diez.

Cuando se fue, Kerman dijo;

—Tuvimos suerte. ¿Cómo adivinaste que Ed habla estado aquí?

— ¿Por qué vinimos aquí?... Dame otro trago. Hablar con esa rata me hizo doler la cabeza otra vez.

Mientras me preparaba otro trago, abrí la valija y saqué la foto de Anita Cerf. La puse boca abajo, sobre la cama.

Kerman dijo:

— ¿Crees que la conocerá?

—Creo que vale la pena probar. Ha estado aquí diez años.

Mi dolor de cabeza había disminuido pero todavía no estaba bien del todo. Tomé otras dos aspirinas.

—Estás tomando demasiadas de esas porquerías —dijo Kerman, frunciendo el ceño—. Y mejor que termines de tomar whisky. Tendrías que haber visto a un médico.

El botones volvió con la valija y la puso sobre la cama.

—Tendré que llevarla de vuelta —dijo con una expresión preocupada en su cara de rata—. No quisiera meterme en líos...

Revisé el contenido de la valija. Como no esperaba encontrar nada extraordinario, no me desilusioné. Era el contenido corriente de una valija preparada para pasar un fin de semana. Lo único que no encontré, fue la foto de Anita. Puse las cosas de vuelta, cerré la valija y la dejé en el suelo.

—Está bien —dije—. Llévala de vuelta. —Saqué un billete de diez dólares de la billetera y lo puse sobre la cama—. Toma eso también y mantén la boca bien cerrada, ¿comprendido?

Tomó el billete y la valija.

— ¿No puedo hacer nada más por ustedes? —preguntó, como si repentinamente sintiera dejarnos.

Di vuelta la foto de Anita y se la mostré.

— ¿Viste alguna vez a esta dama?

Puso el billete en el bolsillo, dejó la valija en el suelo y tomó la fotografía. La sostuvo con el brazo estirado, estudiándola con los ojos entrecerrados.

—Parece Anita Gay —dijo luego, mirándome inquisitivamente. —Es ella, ¿verdad? ¡Caramba! ¡Las veces que la habré visto!... Seguro: es Anita Gay.

—Deja de hacerte el melindroso —le dije—. ¿Quién es Anita Gay? ¿Qué hace? ¿Dónde puedo encontrarla?

—No sé dónde podrá encontrarla —dijo, preocupado, volviendo a poner la foto sobre la cama—. Hace meses que no la veo. Solía trabajar en el Brass Rail. Y le aseguro que era un éxito. Ese número que hacía con los guantes de piel, era una atracción extraordinaria para el local.

— ¿Qué es el Brass Rail?

— ¿No lo conoce? —pareció asombrado—. Es un importante garito donde venden cerveza y sándwiches, sobre Bayshore Boulevard. No he vuelto por ahí desde que Anita dejó de trabajar. ¿No me dirá que estará por volver a actuar, verdad?

A mi memoria volvió su rostro ensangrentado con el agujero en la frente...

—No —dije—. No volverá.