CAPÍTULO 4

ARMO SHALIK volvió a su suite a las 8,30 del lunes a la mañana. Fue recibido por Sherborn quien le informó que Fennel estaba en París. Le explicó las circunstancias mientras Shalik sentado en su escritorio lo miraba furioso.

—Espero haber hecho lo correcto, señor. Si hubiera sabido dónde ponerme en contacto con usted, por supuesto que lo hubiera consultado.

El hecho de haber pasado un fin de semana insatisfactorio con una prostituta en un lugar del campo y no tener intención de anunciárselo a Sherborn, aumentó su rabia.

—Bueno, se ha ido. ¿No dijo nada sobre lo que pensaba de la organización de lo de Kahlenberg?

—No, señor. Entró y salió como un cohete.

Shalik tenía el presentimiento de que éste iba a ser un lunes negro. De haber sabido que las tres cintas que registraban los detalles de su plan para robar el anillo de Borgia ya habían llegado al escritorio de Max Kahlenberg, hubiera considerado ese lunes como un desastre, pero no lo sabía.

Irritado y nervioso, presidió la reunión de las 9,30, explicando a Gaye, Garry y Ken Jones que Fennel había tenido que irse y estaba ahora en París,

—No hay necesidad de entrar en detalles —dijo—. Mr. Fennel salió tan apuradamente que no pudo darme su opinión sobre las medidas de seguridad de Kahlenberg. Confío que pueda darles esa opinión cuando se reúnan todos en el hotel Rand Intemational. Como tengo una mañana ocupada, no existe ningún propósito útil que justifique prolongar ésta reunión. —Miró a Garry—. ¿Estudió los mapas que le di, no?

—Sí... ningún problema —dijo Garry—. Llegaré allí.

—Bueno, la operación está ahora en sus manos. Yo he hecho lo que he podido para facilitarles las cosas. Ahora depende de ustedes. Saldrán esta noche y mañana a la mañana estarán en Johannesburgo. —Hizo una pausa, vaciló y después continuó—, solamente les quiero aclarar para que estén sobre aviso, que Fennel es un criminal peligroso, pero absolutamente necesario, si es que esta operación tiene que terminar con éxito. —Miró directamente a Garry—. Usted parece capaz de cuidarse a sí mismo, de modo que le voy a pedir que también cuide a Miss Desmond.

—Será un placer —dijo Garry con calma.

—¡Oh, Amo! —dijo Gaye impacientemente—. Usted sabe que me puedo cuidar sola. ¿Por qué se hace tanto problema?

—Los hombres nos hacemos problemas por las mujeres hermosas. No soy ninguna excepción —dijo Shalik, levantando sus gordos hombros. Nuevamente miró a Garry quien asintió—. Bueno, bon voyage y éxito. Sherborn les dará los boletos y todos los detalles necesarios.

Cuando se fueron los tres, Shalik buscó la lista de entrevistas que Natalie dejaba siempre sobre su escritorio. No pudo encontrarla. Nuevamente tuvo la impresión de que ese lunes iba a ser más que cansador. Enojado, fue a su oficina. Lo sorprendió que no estuviera sentada junto a su escritorio como había estado siempre durante los tres últimos años. Miró el reloj. Eran las 10. Volviendo a su oficina, llamó a Sherborn.

—¿Dónde está Miss Norman?

—No tengo la menor idea, señor —contestó Sherborn con indiferencia.

Shalik lo miró echando fuego por los ojos.

—¡Entonces averigüe! Puede ser que esté enferma. ¡Llame por teléfono a su departamento!

El teléfono sonó. Impacientemente Shalik hizo señas a Sherborn para que contestara el llamado.

Este levantó el tubo y dijo con su voz pomposa:

—Residencia de Mr. Shalik. —Hubo una pausa, luego con voz destemplada, dijo:

—¿Quién? ¿Qué dijo?

Shalik lo miró enojado, luego se puso tenso pues Sherborn había perdido el color y había alarma en sus ojos.

—Un momento.

—¿Qué pasa?

—El sargento Goodyard de la sección especial, quiere hablar con usted, señor.

Los dos hombres se miraron. La mente de Shalik voló hacia las tres peligrosas transacciones de dinero que había hecho recientemente, cuando sacó unas nueve mil libras de Inglaterra. ¿Podría haberse metido en esto la Scotland Yard? Sintió que se le humedecían las manos.

Afirmando la voz y sin mirar a Sherborn, dijo.

—Dígale que venga.

Tres minutos más tarde Sherborn abría la puerta para enfrentarse con un hombre grande y de constitución pesada que tenía ojos indagadores, una boca como para cazar moscas y una mandíbula como la proa de un barco.

—Entre, sargento, —dijo Sherborn, colocándose a un lado—. Mr. Shalik lo verá inmediatamente.

El sargento Goodyard inspeccionó el cuarto con ojo crítico.

—Has encontrado un lindo nidito aquí, ¿no, George? Mejor que Pentonville, me atrevo a decir.

—Sí, sargento.

Abrió la puerta de la oficina de Shalik.

Después de mirarlo fijo por un largo rato, Goodyard entró al cuarto, que impresionaba por su lujo.

Shalik miró hacia arriba. Observó al oficial de policía mientras se acercaba lentamente a su escritorio.

—¿Sargento Goodyard?

—Sí, señor.

Shalik le señaló un sillón.

—Siéntese, sargento. ¿Qué sucede?

Goodyard se acomodó en el sillón y miró a Shalik en forma pétrea. Éste sentía la incomodidad que siente toda persona culpable cuando está bajo el escrutinio de la policía, aunque su cara se mantuvo inexpresiva.

—Tengo entendido que Miss Natalie Norman trabaja para usted, ¿no?

Sorprendido, Shalik asintió.

—Correcto. No ha venido esta mañana. ¿Le ha pasado algo?

—Murió el sábado a la noche —le dijo Goodyard con su chata voz de policía—. Suicidio.

Shalik se acobardó. Tenía horror a la muerte. Por unos instantes se quedó inmóvil, luego su rápida e insensible mente se reanimó. ¿A quién encontraría para reemplazarla? ¿Quién se ocuparía de él ahora? El hecho de que estuviera muerta no significaba nada para él. El hecho de que hubiera descansado en ella durante los últimos tres años para la organización de su vida social y comercial significaba mucho.

—Lamento oír esto. —Tomó un cigarro y se detuvo para cortar el extremo—. ¿Existe alguna razón?

¡Qué hijo de puta! pensó Goodyard, pero su cara de policía no reveló para nada su repugnancia.

—Por esto estoy aquí, señor. Tuve esperanzas de que usted me pudiera decir algo.

Shalik encendió su cigarro y dejó que el humo de rico olor saliera por su boca. Sacudió la cabeza.

—Lo siento pero no sé nada de Miss Norman... nada de nada. Siempre la tuve por una trabajadora eficiente. Ha estado conmigo durante tres años. —Se echó hacia atrás en su sillón de ejecutivo y miró directamente a Goodyard—. Soy un hombre ocupado, sargento. Me es imposible tomarme mucho, si acaso algún interés, por las personas que trabajan para mí.

Goodyard palpó el bolsillo de su sobretodo y sacó un pequeño objeto que colocó sobre el papel secante blanco, frente a Shalik.

—¿Sabría usted qué es esto, señor?

Shalik frunció el ceño frente al grueso sujetapapeles: la clase que usaba para tener juntos documentos legales pesados.

—Obviamente un sujetapapeles —dijo, brevemente—. Espero que tenga alguna razón para hacerme semejante pregunta, sargento. Me está tomando un tiempo valioso.

—Oh, sí, tengo una razón —Goodyard se mantenía imperturbable a pesar del tono cortante de Shalik—. Tengo entendido, Mr. Shalik, que usted está comprometido en muchas transacciones, sobre las que podrían estar interesadas, las compañías rivales.

La cara de Shalik se endureció.

—Ciertamente ese no es asunto suyo.

—No. señor, pero podría explicar este objeto que tenemos aquí —y Goodyard lo tocó ligeramente.

—¿Exactamente qué quiere significar?

—Este aparente sujetapapeles es un micrófono altamente sensible cuya posesión es ilegal y que sólo es usado por cuerpos autorizados. En otras palabras, señor, este artefacto sólo es usado en trabajos de espionaje.

Shalik miró fijo el sujetapapeles, sintiendo una repentina oleada de sangre fría que le subía por la espina dorsal.

—No entiendo —dijo.

—Fue encontrado en el departamento de Miss Norman, —explicó Goodyard—. Afortunadamente, el detective de distrito que investiga la muerte fue lo suficientemente astuto como para reconocer lo que era. Fue transferido a las secciones especiales. Por eso es que estoy aquí.

Shalik se pasó la lengua por los labios secos mientras decía:

—No sé nada de eso.

—¿Lo había visto antes?

—No creo... ¿cómo podría decirle? —Controlando un sentimiento de pánico Shalik señaló una pila de documentos que estaban sobre su escritorio, cada una sujetada por grandes sujetapapeles, pero ninguno tan grande como el que estaba sobre el secante—. Es posible... no sé.

—Para usar este micrófono con éxito —dijo Goodyard, recogiendo el micrófono y colocándolo en su bolsillo—, se necesita un grabador especial. ¿Podría examinar el escritorio de Miss Norman?

—Por supuesto. —Shalik se puso de pie y lo guió a la oficina de Natalie—. Este es su escritorio.

La investigación de Goodyard fue rápida y concienzuda. También miró adentro de las cajas que estaban en fila y en el armario donde Natalie acostumbraba colgar su tapado.

—No... —Se volvió a Shalik—. ¿Tiene alguna razón para creer que Miss Norman lo estuviera espiando?

—Ciertamente no.

—¿No sabe nada de su Vida privada? Tengo entendido que tenía un joven viviendo con ella. Varias personas del edificio lo han visto entrar a su departamento. ¿No sabría usted quién es?

La cara de Shalik demostró su asombro.

—Me cuesta creerlo... sin embargo si usted lo dice. No, no sé nada de ella.

—Se le harán más preguntas en otro momento, señor. Voy a tener que verlo nuevamente.

—Generalmente estoy aquí.

Goodyard fue hacia la puerta, luego se detuvo.

—No sé si usted está enterado que su empleado es George Sherborn, que ha cumplido seis años de cárcel por falsificación.

La cara de Shalik estaba inexpresiva.

—Sí, ya lo sé. Sherborn es un individuo reformado. Estoy muy satisfecho con él.

Los fríos ojos de policía de Goodyard lo miraron fijo.

—¿Se reforman alguna vez? —preguntó y se fue.

Shalik se sentó en su escritorio. Sacó su pañuelo y se limpió las húmedas manos mientras pensaba.

¿Había estado el micrófono alguna vez en su escritorio?

¿Suponiendo que sí? ¿Había estado grabando sus transacciones, esa desgraciada de cara blanca? Pensó en sus peligrosos convenios de dinero. Luego estaba la información que le había dado la P.A. al Ministro de Finanzas que había producido cuatro de las fortunas de sus clientes. Existía la fuga de capitales que había conseguido por un mecanógrafo ávido de dinero. La lista era interminable. Si ella había instalado el micrófono en su escritorio ¿cuántos de sus convenios habían sido grabados? Tal vez, pensó, alguien la haya presionado y haya estado convencida sólo a medias. Tal vez, pensó, haya llevado el micrófono y haya pensado dos veces antes de llevar el grabador. Puede haberse sentido manchada. Era un tipo de mujer neurótico. Tal vez haya decidido matarse antes de traicionarlo. Pero ¿suponiendo que hubiera grabado la conversación que había sostenido con los cuatro que irían detrás del anillo de Borgia? ¿Suponiendo que las cintas estuvieran ya camino a Kahlenberg?

Se echó hacia atrás en su sillón, mirando fijo la pared opuesta mientras su cabeza trabajaba velozmente. ¿Debía advertirles?

Consideró el riesgo. Los tres hombres eran sacrificables. Lamentaría perder a Gaye Desmond. Se había tomado un gran trabajo para encontrarla, pero, después de todo, se dijo, Gaye, no era la única mujer en el mundo. Si les advertía que la operación ya había sido descubierta, ¿no se echarían atrás? Sus honorarios por recobrar el anillo eran de 500.000 dólares, más las expensas. Se sonrió de satisfacción. Era una suma demasiado grande para renunciar a ella por causa de cuatro personas. En una situación así, se dijo, debía controlar los nervios y aventurarse a que esta desgraciada muerta no hubiera grabado lo que se dijo.

Después de pensarlo más decidió no decir nada y esperar.

Tomó la correspondencia y como tenía una mente ejercitada, unos minutos después, se había olvidado completamente de la visita de Goodyard y también de que Kahlenberg pudiera saber que estaba por perder el anillo de Borgia.

Charles Burnett se deslizó majestuosamente en su oficina. Había almorzado bien, salmón ahumado y pato a la naranja y se sentía bien comido y satisfecho consigo mismo.

Su secretaria le entregó un telegrama en clave, diciéndole que había llegado hacía unos minutos.

—Gracias, Miss Morris —dijo Burnett, conteniendo un pequeño eructo—. Ya lo veré.

Se sentó en su escritorio y abrió la cerradura del cajón. Sacó de allí el libro del código de Kahlenberg. Unos minutos más tarde, leía:

Encantado. Los visitantes recibirán una excepcionalmente calurosa bienvenida. Le he comprado 20.000 acciones de Honeywell para su cuenta en Suiza. K.

Burnett le pidió a Miss Morris que le diera la cotización del día de las acciones de Honeywell. Ella le dijo que habían subido tres puntos.

Burnett estaba extremadamente satisfecho en el momento en que apareció el ex inspector Parkins en la línea.

—Pensé que debería saber, señor, que la secretaria de Shalik, Natalie Norman fue encontrada muerta en su departamento esta mañana... suicidio.

Burnett no pudo hablar por unos segundos.

—¿Está allí señor?

Se recobró. De modo que él había estado en lo cierto: parecía enferma mental: había estado seguro de eso.

—¿Por qué se imaginó usted que yo podía estar interesado? —preguntó tratando de controlar el temblor de su voz.

—Bueno, señor, este joven maleante, Daz Jackson, fue visto muchas veces con ella. Pensé que usted debía saber, pero si cometí un error, entonces discúlpeme.

Burnett aspiró lenta y profundamente.

—De modo que Jackson la visitaba... muy extraño. ¿Estará él complicado?

—Lo dudo. Jackson salió para Dublín el sábado a la noche. La policía tiene sus señas. No obstante, Dublín es un buen lugar para que se quede.

—Sí. Bueno, gracias, Parkins... interesante. —Burnett casi podía ver la cara de zorro de Parkins y la mirada de expectativa de sus ojos pequeños—. Habrá un crédito adicional en su cuenta —y cortó.

Se quedó sentado por un largo rato, pensando. Recordó el costoso micrófono que había dejado en el departamento de Natalie. Por unos segundos, se preocupó, luego se aseguró a sí mismo que nadie lo reconocería y que sería tirado con las demás basuras.

La llamada de Parkins, sin embargo, le había arruinado la tarde.

El hall de entrada del hotel Rand International estaba atestado de enormes y ruidosos turistas americanos que recién bajaban de un ómnibus del que ya era vomitado un surtido equipaje.

Envueltos en impermeables transparentes, se arremolinaban, gritándose unos a los otros, completamente ajenos a la bulla que creaban. El hall estaba hecho pedazos por gritos como; "Joe... ¿has visto mi valija?". "Maldita lluvia... ¿dónde está el sol?". "Por amor a Dios, Martha, te estás excitando sola. Todavía no han bajado todo el equipaje". ¡Eh, mamá... el tipo quiere los pasaportes!" Y así sucesivamente. América había tomado el Rand International por unos momentos que destrozaban los tímpanos mientras el personal blanco y de color hacía frente a la invasión.

Sentado cerca del comedor para desayuno, con la visión de toda ésta conversación, Lew Fennel, observaba malhumorado.

La lluvia caía sostenidamente. Los bantúes, cobijados bajo sus paraguas, se detenían para mirar por las puertas de vidrio del hotel la confusión que tenía lugar en el hall. Después de haber mirado, hacían muecas sonriéndose y seguían, los pies hacia afuera, los hombres vestidos con viejas ropas europeas, las mujeres con echarpes sobre la cabeza y vestidos de colores brillantes que hacían juego.

Fennel aspiró el humo de su cigarrillo y observó la última pinte de la fiesta americana, todavía gritándose uno al otro, despachada por los ascensores. Hacía treinta y seis horas que estaba en Johannesburgo. Había pasado un medio día de nervios en París, antes de tomar el avión para Sud África. Ahora, por primera vez desde hacía un mes, se sentía relajado y a salvo. Moroni y la policía estaban muy lejos.

Miró su reloj, luego cambió de posición su pesado cuerpo, para estar más cómodo en el sillón.

Un cadillac negro arrimó fuera del hotel y Fennel se puso de pie al ver el pelo castaño de Gaye que salía mientras corría a guarecerse debajo de la marquesina.

Diez minutos después los tres estaban con él en la pequeña sala de estar de su suite, en el octavo piso del hotel. Fennel estaba en amable y expansivo estado de ánimo.

—Adivino que todos querrán descansar —dijo mientras servía bebidas del refrigerador— pero antes de que se vayan, quiero interiorizarlos de lo que podemos esperar encontrar... ¿están de acuerdo?

Garry descansó los pesados hombros. Las catorce horas de vuelo le habían acalambrado los músculos. Miró a Gaye.

—¿Quiere escuchar, o nos damos primero un baño?

—Escuchemos —dijo Gaye, reclinándose en el diván. —Tomó un sorbo del gin tonic que Fennel le había dado—. No estoy para nada cansada.

Los ojos de Fennel se achicaron. De modo que Edwards se tomaba un interés de propietario por la mujer que él se tenía reservada mentalmente.

—¡Bueno, decídanse! —dijo perdiendo la paciencia—. ¿Quieren oír o no?

—Dije que sí —contestó Gaye, los fríos ojos examinándolo—. ¿De qué se trata?

—Esas facturas que me dio Shalik, nos ubican —Fennel tomó un poco de su whisky con agua—. Un ascensor con todos los engranajes fue entregado en la casa de Kahlenberg y como la casa está construida en una planta, la contestación al ascensor es que el museo está debajo de la casa. ¿Entiendes?

—Siga —dijo Garry.

—En las listas de las facturas figuran seis equipos de circuitos cerrados de televisión y una pantalla, que probablemente esté en algún lugar de la casa. Apretando botones, el guardia puede vigilar cada uno de los seis cuartos, pero sólo una a la vez —Fennel encendió un cigarrillo, luego continuó—, conozco el sistema. La parte débil que tiene es que el guardián se quede dormido, que lea un libro sin observar la pantalla o que pueda ir al baño, Pero tenemos que averiguar si hace alguna de estas cosas o ninguna de ellas y si está bajo servicio durante la noche. Descubrir esto es trabajo suyo —y Fennel señaló a Garry con su dedo mocho.

Garry asintió.

—La puerta del museo figura en la lista de la factura. Es de acero macizo. He trabajado en Bahlstrom de modo que conozco sus equipos. Tiene una cerradura con reloj. Se coloca éste en un tiempo determinado y el dial que cuenta el tiempo en otro y nadie en el mundo, excepto los de Bahlstrom pueden abrirla entre esos dos momentos —Fennel se sonrió con una mueca de satisfacción—. Excepto yo. Yo sé cómo manejar esa cerradura con reloj. Ayudé a construirla. Ahora llegamos a un punto en el que tendrá que tener cuidado. —Se dirigía directamente a Garry.

—El ascensor... es muy engañador. Haremos el trabajo de noche. Lo que quiero saber es si el ascensor se para durante la noche. Con esto quiero decir si la electricidad está cortada. Si el ascensor no trabaja de noche, no veo cómo diablos vamos a entrar al museo.

—Seamos pesimistas —dijo Garry—. ¿Suponiendo que la corriente eléctrica esté cortada?

—De usted depende ponerla en funcionamiento o estamos perdidos.

Garry se sonrió con una mueca.

—Siempre existe la posibilidad de que haya escaleras además del ascensor.

—Podría ser —asintió Fennel—. Eso también lo tendrá que averiguar. Su trabajo es descubrir todo lo que pueda una vez que esté adentro. Otra cosa que me tiene que averiguar es cómo debo entrar. ¿Puerta o ventana? Toda la información que recoja me la pasa por el radio trasmisor así sabré a qué atenerme.

—Si se puede conseguir información, la conseguiré. Fennel terminó su trago.

—Si no la consigo, no hacemos el trabajo... es tan simple como eso.

Gaye se puso de pie. Estaba sensacionalmente encantadora con el vestido de algodón, azul cielo, que llevaba: vestido que armonizaba con su figura. Los tres hombres la miraron.

—Bueno, los dejo y me voy a dar un baño. Quiero dormir un poco. No he dormido nada en el avión.

Les hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo y dejó el cuarto. Garry se estiró y bostezó.

—Yo también... a menos que me necesiten para algo más.

—No. —Fennel miró a Ken—. ¿Qué pasa con el equipo? ¿Tiene todo organizado?

—Creo que sí. Me daré un baño y lo verificaré. Un amigo me lo está preparando. Le mandé un telegrama desde Londres diciéndole lo que quería. Iré a verlo y veré lo que ha hecho. ¿Quiere venir conmigo?

—¿Por qué no? Muy bien, lo esperaré aquí.

Garry y Ken fueron por el corredor a sus cuartos. Estaban todos en el octavo piso: cada uno tenía una pequeña suite con aire acondicionado y vista a la ciudad.

—Bueno, hasta luego —dijo Garry deteniéndose frente a la puerta—. Ése puede ser un tramposo.

Ken se sonrió aprobando. Garry había aprendido ya que Ken era un incurable optimista.

—Nunca se sabe... puede resultar bueno. Yo voy al baño —y se fue silbando a su cuarto.

Una hora después, volvió al cuarto de Fennel. Este había tomado mucho whisky y estaba algo colorado-

—¿Vamos? —preguntó Ken, apoyándose en la entrada.

—Sí —Fennel se puso de pie y los dos hombres caminaron por el corredor hacia los ascensores.

—Este compañero tiene un garaje en Plein Street —dijo Ken mientras bajaba el ascensor—. Está justo enfrente. Podemos ir caminando.

Se abrieron paso entre otra partida de turistas americanos que había llegado recién. El ruido que hacían los hizo retroceder a los dos.

—¿Cuál es la causa de que un americano sea tan ruidoso? —preguntó Ken de buen humor—. ¿Se imaginan que topos los que están alrededor de ellos son sordos como tapias?

Fennel gruñó.

—No sé. Tal vez es porque cuando fueron chicos no les enseñaron a tener la boca cerrada.

Se detuvieron bajo la marquesina del hotel y examinaron la lluvia que barría Bree Street.

—Si va a llover así en Drackensburg Range, tendremos que pasarla como el diablo —dijo Ken levantándose el cuello del saco—. Vamos... no nos vendrá mal mojarnos… será un buen entrenamiento.

Los dos hombres cruzaron rápidamente a Plein Street, inclinándose bajo la fuerte lluvia.

Sam Jefferson, el dueño del garaje, un hombre mayor, alto y delgado, de cara agradable y pecosa los recibió.

—¡Hola, Ken! ¿Tuviste un buen viaje?

Ken le dijo que el viaje había sido espléndido y se lo presentó a Fennel. Jefferson perdió algo de su soleada sonrisa mientras se daban la mano. Estaba obviamente sorprendido por la fría y dura expresión de la cara de Fennel. No era la clase de gente que le gustaba.

—Tengo todo el material y está allí para que lo vean —siguió volviéndose a Ken—. Échenle un vistazo. Si me he olvidado de algo díganme. Discúlpenme ahora. Tengo una caja de cambios en la cabeza. —Saludando con cabeceo fue cruzando el gran garaje hasta dónde estaban dos bantúes mirando fijo, al vacío, frente a un Pontiac desarmado.

Ken guio el camino hacia un garaje interior más chico donde estaba estacionado un Land Rover. Un bantú sentado sobre sus piernas y rascándose los tobillos se levantó lentamente y le dirigió una amplia y blanca sonrisa dentada.

—Todo bien, jefe —dijo y Ken le estrechó la mano.

—Este es Joe —le dijo a Fennel—. Sam y él han juntado todo el material que necesitamos.

Fennel no tenía tiempo para gente de color. Miró con poco entusiasmo al bantú sonriente, gruñó y se dio vuelta. Hubo una pausa molesta, luego Ken dijo.

—Bueno, Joe, vamos a ver lo que tienes.

El bantú cruzó hasta el Land Rover y corrió la lona que tapaba el techo.

—Lo he preparado como usted dijo, jefe.

Soldado al frente del radiador había un tambor entre dos soportes de acero. Alrededor de aquél había arrollada una larga extensión de cable de acero. Ken lo examinó, luego hizo un gesto de satisfacción.

—¿Para qué diablos es esto? —preguntó Fennel, mirando el tambor.

—Es un cabrestante —explicó Ken—. Vamos a andar por caminos muy fangosos y podríamos quedarnos atascados fácilmente. Cuando llueve fuerte, los caminos de Drackensberg pueden ser el infierno. Este cabrestante nos sacará sin necesidad de rompernos los lomos. —Encontró una pequeña ancla de yate tirada sobre el piso del Land Rover.

—¿Ve esto? Nos quedamos atascados y todo lo que tenemos que hacer es clavar el ancla en la raíz de algún árbol y nos sacamos con el cabrestante.

—¿Estarán tan malos los caminos?

—¡Hermano! No tiene la menor idea. Tenemos un buen viaje por delante.

Fennel frunció el ceño.

—Aquellos dos tienen el camino fácil... volando, ¿eh?

—No sé tanto de eso. Si se les desprende una de las alas, aterrizan en la selva y eso será el fin: Yo prefiero ir en auto que volar en este país.

—Jefe... —Joe, todavía sonriendo, pero incómodo por la presencia de Fennel, corrió una lona que cubría una tabla apoyada en caballetes, que estaba alejado del Land Rover—. ¿Quiere revisar esto?

Los dos hombres se corrieron hasta donde estaba desplegado el equipo. Había dos garrafas para agua, otras cinco para gas, cuatro bolsas de dormir, cuatro poderosas lámparas eléctricas con batería, dos tiras de seis pies, de acero perforado, para salir del barro, una carpa plegable, dos cajas de madera y una grande de cartón fino.

—Con suerte, supongo que nos llevará cuatro días de ida y cinco de vuelta hacer el trabajo —dijo Ken, dando unos golpecitos a las dos cajas de madera. Tenemos suficiente comida enlatada para que nos dure ese tiempo. —Tocó la caja de cartón—. Esto son tragos: cuatro Scotch, dos gin, y veinticuatro cuartos de cerveza. Tengo un Springfield calibre 12 y una 22. Hay suficiente entretenimiento donde vamos. ¿Le gusta el pollo guinea? ¿El impala? ¿Nunca probó lomo de impala cocinado a fuego lento y servido con salsa Chilli? —Se sonrió y revoleó los ojos. —¡Es maravilloso!

—¿Qué hay de las provisiones de medicamentos? —preguntó Fennel.

—En el Land Rover... un cofre médico completo. Seguí un curso, de primeros auxilios para safaris hace poco tiempo. Puedo atender cualquier cosa desde una picadura de víbora hasta una pierna rota.

—Parece que no ha descuidado nada. —Fennel encendió un cigarrillo y dejó salir el humo por la nariz—. ¿Lo que tenemos que llevar es nuestro propio equipaje personal?

—Correcto... viajamos livianos... sólo una muda.

—Tengo mi valija de herramientas —Fennel descansó sus gordas espaldas contra el Land Rover—. Es pesada pero no me puedo arreglar sin ella.

—Bueno, mientras pueda arrastrarla.

Fennel irguió la cabeza.

—Vamos en auto ¿no?

—Tal vez tengamos que caminar parte del trayecto. Aún con este cabrestante, podemos empantanarnos en el camino hasta la casa de Kahlenberg y si es así, caminamos.

—¿Qué tal si llevamos al negro?

—Mire, amigo, olvídese de eso. —La cara de Ken se había puesto dura—. Aquí no hablamos de negros. Hablamos de nativos, Bantúes o no—europeos pero no negros.

—¿A quién diablos le importa?

—A mí, y si vamos a llevarnos bien, también le importará.

Fennel vaciló y luego encogió los hombros.

—Muy bien, muy bien, ¿entonces qué? ¿Qué hay de malo en que el nativo, el bantú, el no—europeo hijo de puta, vaya con nosotros y nos lleve la maldita valija?

Ken lo miró, el desprecio evidente en la cara.

—No, hablaría hasta por los codos al volver. Tengo un amigo que se reunirá con nosotros en nuestro campamento en Mainville. Trabajó conmigo cuando estuvo en el área de preservación de animales salvajes. Viene con nosotros. Es un kikuyu y un maravilloso baqueano, Sin él nunca llegaríamos allí. Está ahora en el estado de Kahlenberg buscando cómo entrar a través de la guardia y permítame decirle que hay alrededor de trescientos zulúes cuidando del estado, pero estoy seguro que cuando lleguemos a Mainville, habrá encontrado un camino, pero no llevará más que su propio equipo. Simplemente métase eso en la cabeza.

Fennel lo miró de soslayo a través del humo del cigarrillo.

—¿Qué es... negro?

—Es un kikuyu... eso hace que sea de color.

—¿Un amigo?

—Uno de mis mejores amigos —Ken miró fijo y con dureza a Fennel—. Si eso le es tan difícil de comprender permítame decirle que los bantúes de aquí son muy buenos amigos cuando se los conoce bien, y muy buena gente.

Fennel se encogió de hombros.

—Este es su país... no el mío. ¿Vamos de vuelta al hotel? Esta maldita lluvia me está dando sed.

—Vaya usted. Tengo que organizar todo este material y hacerlo cargar. ¿Qué le parece que cenemos todos juntos? Hay un buen restaurant cerca del hotel. Podemos resolver todo lo que haya que resolver. Podríamos salir mañana.

—Muy bien... hasta luego —y Fennel dejó el garaje y se encaminó al hotel.

Ken lo observó alejarse, frunciendo el ceño. Luego encogiéndose de hombros, fue hasta dónde estaba Sam Jefferson trabajando en el Pontiac.

Se reunieron todos en el restaurante Checkmate, que es parte del hotel Rand International, un poco después de las 20,30. Aprovechando su privilegio, Gaye fue la última en llegar. Tenía un vestido de algodón color limón y atrajo todas las miradas masculinas que había en el restaurante; esas miradas que dirigen los hombres a las mujeres realmente lindas.

Fennel la miró mientras ella se deslizaba en su silla y sintió que le corría la transpiración por la espalda. Había conocido muchas mujeres en su vida, pero ninguna comparable a ésta. Sintió una oleada caliente de deseo que le atravesaba el cuerpo y lo conmovió de tal manera que dejó caer intencionadamente la servilleta al suelo para agacharse y tomarla mientras se esforzaba por alejar la expresión de deseo de su cara.

—Bueno ¿qué vamos a comer? —preguntó Garry.

Todos tenían hambre y eligieron mariscos a la brochette y milanesas de ternera con papas fritas.

—¿Qué tal anduvo? —Garry le preguntó a Ken. Era consciente de la tensión de Fennel y miró de soslayo su cara ruborizada, luego desvió la mirada.

—Todo bajo control; ya tenemos todo organizado. Podemos partir mañana si les parece a ustedes dos.

—¿Por qué no? —Garry miró a Gaye para confirmar y ella asintió.

—Cuánto antes salgamos, más fácil será para nosotros. Las lluvias han comenzado. Existe la posibilidad de que la lluvia no haya alcanzado todavía Drackensberg, pero de lo contrario, Fennel y yo tendremos un viaje terrible. Así que si les parece bien, partiremos a las 8 mañana a la mañana. Nosotros viajamos en el Land Rover... no va a ser demasiado cómodo ya que vamos bastante cargados. Tenemos trescientos kilómetros hasta nuestro campamento en Mainville. —Se sirvieron los mariscos y cuando se fue el mozo, Ken continuó—. Mainville está a unos cuatrocientos kilómetros de Kahlenberg. El helicóptero estará allí. El transporte aéreo no llevará mucho tiempo, a menos que algo ande mal. Ustedes dos quedarán en el campamento por un día mientras Fennel y yo seguimos por tierra. Luego despegan. Estaremos en contacto con ustedes por el radio transmisor. Lo he probado... es bueno. Llegaremos a Mainville justo después de medianoche, con suerte. Ustedes despegarán a las 10 de la mañana siguiente. Deberían llegar a la casa de Kahlenberg en una hora más o menos. No querrán estar demasiado temprano. ¿Qué tal suena?

—Suena muy bien —dijo Garry—. ¿Y el baqueano? ¿Y qué hay del servicio y de la gasolina?

—Ya hemos previsto todo eso. Tendrá suficiente gasolina, para llevarlo y sacarlo de allí. Tengo la garantía de que estará hecho el servicio completo. Depende de usted comprobar si está bien, por supuesto, pero por lo que me han dicho, estará allí esperándoles y listo para salir.

—¿Cómo es Mainville? —preguntó Gaye, dejando el cuchillo y el tenedor.

Ken se sonrió con sarcasmo.

—Una ciudad antigua.

Tengo organizado el campamento a cinco millas afuera de la ciudad en los matorrales.

Comenzaron a comer las milanesas que les gustaron mucho. Discutieron otros detalles de la operación. Gaye y Garry se dieron cuenta de que Fennel tenía poco que decir aparte de gruñir por la comida y mirar continuamente a Gaye. Al final, tomaron café mientras hablaba Ken. Era un gran conversador y muy interesante, los entretuvo.

—Se divertirá yendo a Mainville —dijo—. No iré por la autopista en la última vuelta del camino y verá ciervos... cerdos africanos, venados de agua, monos y así sucesivamente. Le daré información sobre ellos cuando los veamos si le interesa. En un tiempo fui guardabosques en una zona especial... y llevaba a la gente en un Land Rover para localizar ciervos.

—¿Qué lo hizo desistir? —preguntó Gaye—. Hubiera pensado que esa una vida encantadora.

Ken se rió.

—Lo hubiera pensado, ¿no? Ningún problema con los animales, pero la gente finalmente me deprimió. No se puede simplemente entrar en los matorrales y creer que los animales están justamente esperándolo a uno. Hay que tener paciencia. Hay días que se puede andar millas sin ver nada, especialmente en esta estación. Los clientes siempre se quejaban... y me echaban la culpa. Después de un par de años me cansé. Había un cliente que realmente me aburrió. Muy bien, no tenía suerte. Era la estación de las lluvias y quería fotografiar un búfalo. Había apostado mil dólares a un amigo de los Estados Unidos que traería la foto de vuelta... —no había búfalos. Anduvimos horas buscándolos, pero sin suerte, entonces se enojó conmigo —Ken hizo una mueca—. Yo le di un puñetazo y le saqué la mandíbula... tuve diez y ocho meses de cárcel por ello, de modo que cuando salí, dejé el trabajo.

Fennel que había estado escuchando impacientemente, interrumpió.

—Bueno, no sé que harán ustedes dos, pero yo la invito a Miss Desmond a dar un vistazo a las luces de la noche. —La miró fijo a Gaye, su cara compuesta—. ¿Qué le parece?

Hubo una pequeña pausa. Garry miró rápidamente la cara ruborizada de Fennel y luego a Gaye quien se sonrió, completamente relajada.

—Es muy amable de su parte, Mr. Fennel pero discúlpeme. Si voy a tener que levantarme tan temprano, necesito dormir. —Se puso de pie—. Buenas noches. Los veré a todos por la mañana, —e hizo su camino hacia afuera seguida de las miradas masculinas.

Fennel se echó hacia atrás en su silla, la cara pálida, los ojos ardiendo.

—Me dejó plantado —gruñó—. ¿Quién se cree que es?

Ken se puso de pie.

—Arreglaré la cuenta y luego me iré a la cama —y fue hacia la caja.

Garry dijo con tranquilidad:

—Cálmese. La chica está cansada. Si quiere ir a alguna parte yo iré con usted.

Fennel pareció no oírlo. Se quedó allí sentado, los ojos un poco enloquecidos, la cara recobrando ahora algo de color. Se puso de pie pesadamente y salió del restaurante hacia el ascensor. Temblaba de rabia contenida.

Muy bien, desgraciada, pensaba mientras se abrían las puertas del ascensor. ¡Te arreglaré las cuentas! Déjame tenerte sola dos minutos y te arreglaré tan rápido que no vas a llegar a darte cuenta de lo que te ha sucedido.

Fue a su cuarto, cerró con un golpe la puerta y se sacó violentamente la ropa. Se tiró sobre la cama, las uñas lastimándole dentro de las palmas de las manos, la transpiración que le corría por la fuerte papada.

Durante más de una hora, su lujuriosa mente representó las cosas que le haría cuando la tuviera sola, pero después de un rato, los pensamientos eróticos quedaron exhaustos y su mente empezó a normalizarse nuevamente.

Repentinamente recordó lo que le había dicho Shalik: "Dejará a Gaye Desmond estrictamente sola... trate de hacer algo así con Miss Desmond y le prometo que la Interpol recibirá su informe personal, de parte mía.

¿Cómo había descubierto Shalik los tres crímenes? Fennel se movió incómodo en la cama. Tomó un cigarrillo, lo encendió y se quedó mirando fijo por la habitación, iluminada por los intermitentes letreros de la calle.

Repentinamente estuvo de vuelta en Hong Kong, saliendo de un barco a vela junto al muelle de Waschai Fenwick Street. Había hecho un viaje haciendo contrabando con tres de sus amigos chinos. Habían descargado un cargamento de opio en la isla de Chu Lu Kok sin ningún problema y Fennel tenía 3.000 dólares en el bolsillo de atrás. Tenía obligación de volar de vuelta a Inglaterra en el término de diez horas. Después de haber estado encerrado durante seis días en el maloliente barco necesitaba una mujer.

Sus amigos chinos le habían dicho dónde debía ir. Había caminado a lo largo de Gloucester Road entre los rickshaws, el tráfico ligero, los vendedores de frutas y la multitud de ruidosos chinos, hasta que llegó al burdel recomendado.

La china era chica, compacta, con pesadas nalgas que le gustaron a Fennel, pero era tan animada como un bife de falda. Actuó simplemente como receptáculo de su lujuria y cuando la insatisfactoria unión hubo pasado, Fennel, con media botella de whisky encima, que le embotó los sentidos, se durmió, pero él sólo dormía un poco por debajo del nivel del subconsciente. Siempre había llevado una vida peligrosa y se había entrenado para no llegar a quedarse nunca enteramente inconsciente, no importaba la cantidad que hubiera tomado. Se despertó para encontrar a la chica, todavía desnuda, la ebúrnea piel iluminada por las luces de la calle que entraban a través de la ventana sin cortinas, sirviéndose de su bien equipada billetera.

Fennel estaba fuera de la cama y le había pegado, antes de estar despierto del todo. Le dio una trompada, golpeándole la cabeza con violencia hacia atrás y ella cayó, mientras el dinero se le caía de su pequeña mano y los ojos se le revoleaban.

Fennel le gruñó, luego empezó a recoger el dinero. Recién cuando se hubo echado encima la ropa y metido la billetera en el bolsillo, se dio cuenta de que algo andaba mal. Se inclinó sobre el cuerpo inmóvil y un escalofrío le corrió por la espina dorsal. Le levantó la cabeza, tomándola de la gruesa cabellera e hizo una mueca cuando ésta se bamboleó horriblemente sobre los hombros. El golpe salvaje y violento le había quebrado la nuca.

Miró su reloj. Tenía dos horas antes de salir para Londres. Dejó el cuarto, cerrando la puerta, bajó las escaleras y se dirigió hacia dónde estaba sentado un chino junto a un escritorio, controlando los clientes que entraban .y salían. Sabía que iba a tener que pagar por su libertad.

—Parto en barco dentro de veinte minutos —mintió—. La prostituta está muerta. ¿Cuánto me costará?

La cara amarilla y arrugada no demostró nada: un mapa de pergamino de la antigüedad.

—Mil dólares —dijo el viejo—. Tengo que llamar a la policía dentro de una hora.

Fennel mostró los dientes al gruñir salvajemente.

—Viejo, te podría retorcer el pescuezo... eso es demasiado.

El chino levantó los hombros.

—Entonces cinco mil dólares y llamaré a la policía dentro de media hora.

Fennel le dio los mil dólares. Había estado en Hong Kong el suficiente tiempo como para saber que un convenio era un convenio. Tenía que tener por lo menos una hora para desaparecer y ya lo había hecho.

Tendido sobre la cama, mirando la luz reflejada sobre la pared opuesta, que formaba dibujos, recordó la chica. Si ella le hubiera respondido más, no le hubiera pegado tan fuerte. Bueno, se dijo con convicción, se merecía lo que había recibido.

La prostituta masculina que había tenido la suficiente mala suerte de entrar a un maloliente callejón de Estambul, también había recibido lo que se merecía. Fennel había bajado de un barco para pasar unas pocas horas en la ciudad antes de seguir a Marsella. Había traído tres kilos de oro de la India para un hombre que pagaba bien: un turco gordo y mayor que quería el oro como soborno. Fennel había cumplido el convenio, había recogido el dinero y había encontrado una chica para pasar la noche. Pensando en ella ahora, Fennel se dio cuenta de que había sido astuta. Lo había emborrachado y cuando llegó el momento de compartir la cama del hotel, él había estado demasiado borracho como para embromar con ella. Había dormido tres horas, despertándose para darse cuenta de que ella se había ido, pero por lo menos no había sido una ladrona. Lívido por la furia contenida, y casi sobrio, Fennel había empezado a caminar de vuelta al barco. Allí en ese sucio callejón, se había: encontrado con un chico perfumado: buen mozo, de ojos acuosos color negro y una sonrisa astuta e insinuante, que lo había importunado. Fennel había descargado su furia sobre él, destrozándole la cara contra la pared y dejando una gran mancha roja.

Una mujer, atisbando por su ventana, había visto el acto de violencia brutal y había empezado a gritar. Fennel volvió al barco pero recién cuando estuvo en navegación se sintió a salvo.

A menudo vivía con sus fantasmas. Se decía continuamente que los muertos no tomaban parte en su vida pero que persistían en su mente. En momentos como éste, cuando se sentía sexualmente frustrado, y solo, la pasada violencia seguía entremetiéndose.

El tercer asesinato lo había obsesionado más que los otros dos. Había sido contratado por un egipcio adinerado para abrir una caja de seguridad perteneciente a un comerciante al que le había dado acciones en garantía por un gran préstamo. Fennel se dio cuenta de que éstas acciones eran falsificadas y podían ser descubiertas en cualquier momento: el trabajo era urgente.

Había conseguido entrar a la casa palaciega bastante fácilmente y se había instalado frente a la caja de seguridad para abrirla. Eran las 2 y 45 y la familia dormía.

La caja era antigua y Fennel tuvo problemas para abrirla. Cuando finalmente tuvo la puerta de la caja abierta, las herramientas desparramadas alrededor, la puerta del cuarto donde estaba se abrió.

Fennel apagó la linterna, agarró una barra corta de acero con la que había estado trabajando y se dio vuelta.

Una figura sombreada estaba parada a la entrada, luego se encendió la luz.

Una chica estaba parada frente a él en camisón y robe de chambre. Era pequeña, de pelo oscuro, grandes ojos negros y piel oliva. No podía tener más de diez años, en realidad tenía nueve. Lo miró fijo a Fennel aterrada y su boca comenzó a abrirse para gritar. Se acercó a ella en dos rápidos trancos y la golpeó en la cabeza con la barra de acero.

En ese momento de pánico, no tuvo ninguna vacilación para matarla. El golpe, bien lo sabía, era mortal. Ella lo había visto, y si simplemente la hubiera desmayado, podría dar una descripción suya a la policía.

Había arrebatado las acciones de la caja, había juntado sus herramientas y había partido. Recién cuando llegó al auto vio sangre en una de sus manos y llegó a estar bien consciente de lo que había hecho.

Esos enormes ojos aterrados a menudo aparecían en sus sueños. Supo por los diarios del día siguiente, que la chica era sordo—muda. Había tratado de convencerse a sí mismo de que estaba mejor muerta, pero cuando estaba solo en cama, la imagen de la chica en camisón y la mirada de terror en su cara al tratar de gritar, aguijoneaban lo que le restaba de conciencia.

Se quedó tendido observando las luces rojas y azules del letrero de la calle, reflejadas sobre el cielo raso, hasta que finalmente, fue a la deriva en un sueño inquieto.