V
El señor Guarner se estaba desayunando en el comedor Imperio de su residencia, enfrascado en la lectura del periódico, cuando le dieron aviso de que le aguardaba un muchacho.
El secretario le había dejado el día antes la lista ordenada de las visitas: un subsecretario del Ministerio; el presidente del circulo mallorquín; Gerardo Segura, periodista.
El señor Guarner abandonó el discurso del señor Ministro a los miembros de la comisión Agropecuaria y se dirigió al despacho donde recibía las visitas.
El periodista estaba sentado enfrente de la mesa, con una cartera de piel negra encima de las rodillas.
—¿El señor Segura?
Se incorporó: era un muchacho de poco más de veinte años, de cabello dorado y ojos claros, que se abrían ingenuamente a lo imprevisto, nítidos, parpadeantes. Le tendió la mano que el joven vaciló en estrechar.
—Mucho gusto.
«Es tímido», pensó; e, imaginando que su costumbre de mirar a los ojos de la persona con quien hablaba podía turbarle, se esforzó en desviarlos también. Se recostó en la butaca delantera y, con un ademán, le indicó que le imitara.
—¿Se le ofrece a usted algo? Usted dirá.
Se había sentado a contrapelo y le dio la impresión de que se sentía a la vez confuso y avergonzado. Le miró las manos eran blancas, delgadas y sensibles, con los dedos esbeltos del que jamás ha trabajado.
«Parece un muchacho rico —se dijo—, probablemente hijo de familia distinguida». No obstante, vestía con poco esmero.
—Soy el corresponsal de El Alcázar —comenzó. Mediante un gran esfuerzo había roto el hielo, pero se había interrumpido a la mitad.
Guarner le sonrió. Su falta de aplomo lo hacía a la vez atrayente y extraño.
—Bonito cargo para un muchacho de su edad… ¿Hace tiempo que lo ocupa?
El joven vaciló.
—No, unas semanas.
Ofrecía tal sensación de desamparo que sentía deseos de ayudarle. Su voz, aun siendo vacilante, resultaba, sin embargo, sumamente atractiva.
—Lo más pesado es, sin duda alguna, el aprendizaje. Hasta que uno se familiariza con el oficio, resulta algo engorroso. Aunque se tenga vocación. Luego, todo es distinto. Yo mismo, cuando empecé mi carrera parlamentaria, y le hablo a usted de la época de Canalejas y de Maura, pasé mis períodos de desfallecimiento. Después, uno ya no se acuerda de esos malos ratos.
Sonó, de improviso, el timbre del teléfono, y observó que el muchacho se estremecía. Era curioso. Diríase que tenía miedo. Charló durante medio minuto y desconectó.
—Acabo de cambiar unas palabras con un compatriota suyo, un sevillano, el mejor amigo mío. Es Ramírez, el secretario de Bellas Artes. Aunque no creo que lo conozca usted… Hace quince años que no vivé en Sevilla.
Su acento no era andaluz, sin embargo. Pareció que leyera la sospecha en sus ojos y se apresuró a decir:
—En realidad no soy sevillano. Mi familia es de Barcelona.
Guarner tuvo una sonrisa, como si el dato les aproximara:
—¿Catalán? Allí nacieron mis abuelos. En realidad lo soy casi a medias. Vea usted, de segundo apellido me llamo Font: muy catalán, sin duda.
Aproximó el sillón a su butaca, deseoso de imprimir a sus palabras mayor cordialidad. Sus rodillas, ahora, casi se rozaban.
—Casualmente visité su ciudad hace tres semanas, con motivo del congreso de Cooperación. Tengo allí muy buenos amigos e insistieron tanto… Estaba más hermosa que nunca. Causa asombro ver lo que crece de un año para otro.
—Sí, creo que leí algo acerca de ese congreso en los periódicos.
—Es probable. La prensa concedió a los diversos actos una gran importancia. Tal vez recuerde usted mi discurso.
El joven denegó con la cabeza. Guarner imaginó que estaba nervioso y le ofreció una cajetilla de cigarros.
—No, gracias.
El anciano encendió uno y continuó:
—El discurso contenía unas citas de Maragall, que había aprendido en su idioma, imaginando que iba a agradarles, pero creo que las pronuncié bastante mal. Los que estaban más lejos no pudieron entenderme.
Esbozó una ligera sonrisa.
—Es una lástima carecer del tiempo suficiente para aprender las cosas que uno desea.
No contestó. Permanecía erguido en la butaca, la cartera siempre encima de las rodillas. De vez en cuando llevaba la mano derecha al bolsillo de la chaqueta, pero la retiraba en seguida, trémulo y convulso. Desesperando ya de obtener una respuesta, Guarner abordó la cuestión de nuevo:
—Bien. Supongo que ha venido usted a causa del proyecto de la enseñanza secundaria. Ayer tarde ya vinieron a verme algunos periodistas: Seguí, Javier Balaños. ¿Los conoce usted?
No, no los conocía. Sus ojos le miraban por instantes, acosados.
—Me pidieron algunas declaraciones sobre uno o dos puntos oscuros. Si a usted le parece, puedo entregarle una copia. Ello nos evitará a los dos perder el tiempo.
La voz le salió ronca de lo hondo de la garganta:
—Como usted quiera.
Guarner le volvió la espalda: sobre la mesa, encima de las montañas de papeles que nunca se decidía a ordenar había dejado una copia escrita a máquina. Comenzó a buscar. «Sus ojos». En su cerebro se había despertado una sospecha, pero se resistía a darle crédito. Era absurda.
—Recuerdo que la dejé por ahí pero, entre tanto documento, va a ser difícil buscarla.
El joven no le contestó. Su respiración se había tornado jadeante y a duras penas podía refrenar el deseo de mirarle. No obstante se contuvo.
—Al fin, aquí está. Creo que ése… sí.
Se volvió; el muchacho se había puesto de pie y le contemplaba con aire extraviado. Sus ojos azules parpadeaban, como heridos por una luz demasiado intensa y su mano derecha se aferraba a alguna cosa oculta en el bolsillo de la chaqueta. A pesar suyo, Guarner retrocedió.
—¿Le sucede a usted algo?
No obtuvo respuesta. El muchacho miraba frente a él con tal intensidad que Guarner se volvió un momento. Lleno de piedad, cubrió la distancia que los separaba.
—¿Se encuentra usted mal?
Le tomó por uno de los brazos —el que no metía en el bolsillo de la chaqueta— y trató de conducirle hasta el sofá.
Pero los músculos de su cuerpo estaban tensos y el brazo se le había agarrotado. A pesar de sus esfuerzos no pudo hacerle mover. Tieso, inmóvil, se erguía obstinadamente a contraluz, como una estatua de yeso.
Le sujetó entonces por la solapa y le sacudió con fuerza. Apoyado como estaba contra su pecho, de forma que el aliento le rozaba la cara, pudo ver la mano metida en el bolsillo y el objeto oscuro que oprimía entre los dedos. Experimentó una gran tristeza.
—Hijo mío —murmuró.
La tensión de sus músculos se relajaba poco a poco. Como efectos retardados de un mismo fenómeno, los párpados le palpitaban, pequeños músculos se contraían a flor de piel. Las facciones se distendieron, resquebrajadas en arrugas menudas. Y por un momento le pareció que estrechaba entre los brazos a otro hombre viejo.
Dócilmente, dejó que lo sentara. La luz le daba nuevamente en pleno rostro y su piel la absorbía como una esponja.
—Vamos, descanse, tranquilícese, no ha sido nada.
Aceptó el vaso de agua que Guarner tenía encima de la mesa y lo bebió a pequeños sorbos, de un modo mecánico.
—¿Se encuentra usted mejor? ¿Quiere que le sirva algo?
Sin saber por qué se sentía impotente frente al joven y como culpable de estar aún con vida. Era extraño. No tenía ningún miedo y se sentía más sereno que nunca.
El otro no le atendía: sus pensamientos estaban sin duda lejos de allí. Dejaba que apoyase la mano encima de las suyas y que le secara con el pañuelo la saliva que resbalaba por la comisura de sus labios.
—Vamos, vamos, hijo mío, tranquilícese.
Por fin pareció prestarle oído. Sus ojos se posaron en los suyos y brillaron, no supo si de pánico. Hizo ademán de incorporarse, pero las rodillas se negaron a sostenerle. Estaba muy débil aún.
—Usted, usted… —comenzó.
La culata de la pistola asomaba por el bolsillo de la chaqueta. Lo descubrió con sobresalto y quiso ocultarla, pero leyó en la mirada de Guarner que también él lo sabía.
Entonces reparó en la caricia de su mano y se desprendió con violencia.
—Déjeme —dijo.
Esta vez logró ponerse de pie; tenía el cabello alborotado encima de la frente y sus ojos destellaban como vidrios al sol. Lloraba. Guarner se quiso aproximar: jamás había tenido tanto desprecio a su vida ni le había pesado tanto.
—Hijo mío…
Pero le detuvo la expresión de su semblante, contraído por la rabia.
—Cállese. No tiene usted ningún derecho a llamarme así.
Su mano derecha se dirigía afanosamente hacia el arma independiente tal vez de la voluntad que le guiaba. Guarner no se movió.
—Cobarde. Ni siquiera es usted capaz de defenderse avisando a la policía. Prefiere dejarse matar. Hasta en eso… La piedad cochina.
Le volvió la espalda y abandonó la habitación.
Guarner estaba trastornado. La extremada violencia de sus palabras le había aturdido de tal modo que apenas acertó a darse cuenta de lo que ocurría. Se precipitó tras él.
—Por favor… No se vaya usted así. No está usted en condiciones de salir a la calle…
Un portazo brusco le cortó la frase a la mitad: el muchacho había salido.
Cuando llegó la doncella, atraída por el ruido de sus voces, se encontró al anciano con las manos en la cara, llorando como un niño.
El cuatro plazas alquilado por Luis estaba apostado en el chaflán con el motor en marcha dispuesto para el arranque. Desde su emplazamiento de mitad de la manzana, Rivera y Cortázar dominaban a la vez la portería, por donde debía salir su camarada, y la porción trasera del automóvil que ahora contemplaban. Su misión era únicamente informativa. Sólo en caso de extremo peligro debían intervenir y facilitar la huida.
Hacía media hora que aguardaban y la acera estaba sembrada de colillas. Rivera se paseaba con el sombrero echado atrás, fumando incesantes cigarrillos. Cortézar, detrás de él, se limitaba a mirar con atención la mercancía de una tienda de óptica. El establecimiento vecino era de ropa interior de señora, y la empleada, de pie junto a la puerta, seguía con aire absorto el movimiento de la calle: parejas, gente aislada que se apresuraba bajo el cielo gris ceniza.
Al otro lado de la manzana, una pareja de guardias se había detenido junto a un banco de madera. Uno de ellos, enorme, macizo, tenía unos grandes mostachos negros y un corpachón gigante, de casi dos metros. El otro, más bajito y endeble, deslizaba la lengua sobre el papel de fumar y se inclinó a recibir el fuego que el gigante protegía con sus manos.
—¿Tú crees que se van a quedar ahí? —murmuró Cortézar.
Raúl no dijo nada. Su amigo había hablado en voz baja a pesar de que nadie pasaba por allí cerca y su aspecto acobardado le llenó de irritación. Estuvo a punto de decir algo grueso, pero se contuvo.
Consultó el reloj. La aguja avanzaba con odiosa lentitud: empleaba un tiempo inverosímilmente largo en efectuar la rotación completa y cuando lo había hecho eso significaba tan sólo que acababa de transcurrir un minuto. Era exasperante.
«Si la luz avanza a trescientos mil kilómetros por segundo y un minuto tiene sesenta segundos, durante un minuto habrá recorrido, veamos… Trescientos por sesenta. Uff. Nunca he sabido hacer problemas».
Los guardias continuaban fumando junto al banco de madera y conversaban con una mujer joven, que había sacado a pasear un chiquillo, al que contemplaba con ojos amorosos.
—Por lo visto —dijo Cortézar— no tienen trazas de marcharse.
Si David era descubierto al salir, la presencia de los guardias podía frustrar el golpe: se verían obligados a disparar.
—Sí, se van a quedar allí plantados.
—Fuman un cigarrillo los muy puercos.
—Están cansados.
—Mira. El grandote acaricia al niño.
—Sólo nos faltaba eso: «Hola, nene, ¿qué tal estás? Soy un guardia. Fíjate que alto». —Imitaba una voz aguda, de falsete.
—Verás cómo se sientan con la madre —dijo Cortézar.
—Mírala. Sonriendo: «Oh, cosas del niño, no le hagan caso, siempre le gusta jugar con los guardias».
—«¿Son de verdad esas pistolas?». «Pum, pum. Nene muerto».
—Ahora le pasa por debajo de las piernas. Qué bien. El guardia se abre de piernas para que pase el nene. Qué nene tan listo. Pum. Pum. Otra vez.
—Fíjate en la mamá: «Soy una mamá joven. Veintidós años. El sábado lo llevamos al cine y salió entusiasmado. Cada vez que ve un guardia quiere matarlo».
—«Ja, ja. Me muero. Ay. El nene me ha matado. Pum».
—«Miren cómo ríe el nene».
—Nene de mierda.
—Hijo de puta de nene.
Los contemplaban con el ceño hosco, mientras la madre sonreía y el guardia levantaba el niño en brazos.
—Si se descuida, el tiro se lo vamos a dar nosotros —dijo Raúl.
—Nos cargaremos al angelito.
—Le echarían las culpas al guardia.
—Que se chinche el guardia.
—¿Te imaginas a la madre? «Asesinos, asesinos, habéis matado a mi hijo. Socorro, auxilio. Guardias».
—«Los guardias somos nosotros, señora, y no tiene por qué llamarnos a gritos; no somos sordos. Además no hemos matado a nadie. Esa porquería de niño de usted se ha muerto solo».
—Y ella: «¿Conque mi niño es una porquería? Ya les daré a ustedes buena porquería. Tomen. Tomen».
—«Ay, qué daño, qué daño…».
Rompieron a reír de un modo impaciente, nervioso. Al verles tan alegres, una mujer que pasaba se volvió para mirarles. «David». Consultaron de nuevo el reloj: las doce menos cinco.
—Hace ya media hora que está ahí arriba —dijo Cortázar—. No me explico cómo tarda tanto.
—Tal vez el viejo tenga visita, hombre. No seas impaciente.
—Por lo que le queda de vida… En fin, ya ha vivido lo suyo, ¿no te parece?
Raúl ahogó un bostezo nervioso. La mano que tenía en el bolsillo empuñó la pistola de un modo mecánico.
—Los viejos son unos egoístas. Si no se les mata a tiempo, no hay forma de acabar con ellos.
—El país está gobernado por vejestorios. Nos explotan.
—Podríamos obligarles a trabajar.
—Con un pico y una pala.
—Si les liquidamos sus herederos nos lo agradecerán.
—Eso. Podríamos pedirles participación de beneficios.
—«Mire, señora. Nosotros hemos acelerado la muerte de su abuelito. ¿Nos quiere dar un regalo?».
—«¿Cómo no? El que ustedes prefieran. La verdad, nos han hecho un gran favor. El pobrecillo resultaba ya una carga».
—«Además, olía muy mal. Todos los viejos, antes de morir, apestan».
Detuvieron su pantomima unos instantes.
—Mira —exclamó Raúl, señalando en dirección a los guardias—. Se han largado.
—¿Será posible?
—Se han ido con la música a otra parte.
—Para mí, que olían el peligro.
—A la primera de turno nos los hubiéramos cargado.
—Los muy cobardes. Se han ido.
—Con el rabo entre las piernas.
No tenían nada que decirse, pero se sentían impulsados continuamente a hablar. Era como si prepararan una coartada contra ellos mismos: una huida y una válvula de escape.
—Fíjate, la portera vuelve a barrer la entrada. ¿Cuántas veces lo debe hacer al día?
—Qué sé yo. Hay gentes que no pueden estarse nunca quietas. Necesitan trabajar.
—Parece que tenga el mal de san Vito, la condenada.
En algún reloj distante oyeron dar los tres cuartos: debía ir adelantado. Ellos sólo tenían las doce menos veinte. Cortázar no pudo más y se volvió hacia Rivera.
—¿Tú crees que no le ha sucedido algo raro? A esas horas, hace rato que debería estar de vuelta.
—Sí, es muy extraño. Estaba citado a las once.
—Óyeme. Espera un momento. Voy a hablar con Mendoza.
Se alejó con lentitud, fingiendo un aire despreocupado. Al llegar frente a la casa donde vivía el anciano, arriesgó una mirada lateral: no había nadie.
Los árboles de la calle exhibían sus ramas desnudas y recortadas en un cielo gris de plomo. Las últimas hojas del otoño danzaban entre los pies de los transeúntes y se perfilaban sin relieve en lo alto de la copa de los árboles.
—¿Qué diablos debe sucederle? —preguntó al llegar.
Páez, sentado en el volante, hizo un ademán despreocupado.
—Hace media hora que tengo el motor en marcha.
En el asiento trasero, Mendoza rellenaba la pipa de tabaco y Ana se mordía nerviosamente las uñas. Hubo un silencio.
—¿No creéis que puede haberle ocurrido algo? —preguntó Cortézar.
Páez se volvió para mirarle.
—¿Ocurrirle? ¿Qué quieres que le ocurra? ¿Un desmayo? ¿O que el viejo le haya pegado a él un tiro?
—Si hubiese pasado algo a esas horas ya habría movimiento en el portal. Y fíjate, la portera aún está barriendo.
Cortézar pasó por alto las palabras de Agustín.
—Yo nunca fui partidario de que David lo hiciese. Siempre me pareció el menos indicado de todos.
—Entonces, ¿por qué dijo que sí? —preguntó Páez—. Con haber dicho que no le interesaba… Nadie le obligaba a aceptar.
Mendoza se llevó la pipa a los labios.
—Estáis hablando como si en lugar de matar al tipo, el viejo se hubiera cargado a David. Es algo aventurado, me parece.
—Tendré que parar el motor —dijo Páez—. Si continúa en marcha no me hago responsable de lo que después suceda.
—Páralo, entonces.
—Es lo que voy a hacer.
Oprimió una de las llaves del cuadro de mando y el cuatro plazas dejó de trepidar.
—¿Has mirado la gasolina?
—Tenemos para ir hasta Alicante.
—No creo que debamos ir tan lejos —bromeó Cortézar. Se volvió hacia Ana y dijo—: ¿No crees?
Mendoza hizo un ademán con la mano.
—No le preguntes nada, ahora. Está en éxtasis. Me ha confesado que, por medio del crimen, aspira a redimir su alma.
Ana no se dignó contestar. La realización de sus planes era completamente distinta de lo que ella se había imaginado. Su participación era escasa, nula, a los efectos de una represión policíaca. Desde que había pactado con Agustín, le asaltaba la impresión de haberse embarcado en una aventura que no le interesaba. La manera de ser de Mendoza le inspiraba profunda irritación y a duras penas podía dominarse.
—Se siente preterida —le oyó decir—. Imagina que no hemos sabido comprender sus posibilidades magníficas.
En medio de su odio, Ana no pudo por menos de admirar el singular talento que evidenciaba al desnudarla: Agustín era uno de esos hombres hábiles en quitar a los demás la razón de su existir, en poner al desnudo el mecanismo secreto de sus pensamientos.
—Dice que dejó a los anarquistas porque no la comprendían. Eran unos brutos. No se daban cuenta de que también tenía alma. Con lo delicada que es el alma de las mujeres. ¿Me explico o no me explico?
—No te explicas —dijo Páez—. Y lo mejor que puedes hacer es callarte.
Mendoza no hizo ningún caso.
—Las mujeres son extraordinarias, palabra. Con tal que se les reconozca su derecho al alma, puede hacerse de ellas lo que uno quiera. Claro está que lo más importante debe ser el alma. Y son tan pocos los que saben darse cuenta…
—Cuidado —dijo Cortézar.
David acababa de salir del portal y miraba en torno a él con aire de desconcierto. Luis puso el motor en marcha y abrió la puerta delantera. El corazón de todos latía con violencia.
—Si será estúpido —exclamó Agustín—. Se ha equivocado de lado.
David, en vez de dirigirse al lugar donde el automóvil estaba esperando, se encaminaba en la dirección opuesta. Se había dejado la cartera en casa de Guarner y llevaba un objeto oscuro en la mano derecha.
—Vamos —dijo Luis—. Lo alcanzaremos en la otra calle.
El cuatro plazas, dando una sacudida, arrancó a toda velocidad por Diego de León. Cortézar quedó en la acera con el propósito de avisarle.
Raúl, entretanto, se había precipitado al encuentro de David. Le abordó con violencia: la calle estaba medio desierta y era preciso arriesgarse.
—¿Qué ha ocurrido?
El otro no dijo nada. Llevaba en la mano la pistola y Raúl se volvió hacia atrás: el portal continuaba vacío, no les seguía nadie. Le cogió por la manga y comenzó a sacudirle.
—¿Lo has matado, di, lo has matado?
Tampoco consiguió hacerle hablar y tuvo que librar un forcejeo para quitarle la pistola de la mano. La calle estaba casi vacía, pero unas mujeres que pasaban se volvieron a mirarles. David caminaba rígido, como alucinado.
—Imbécil —murmuró Raúl—. ¿Quieres hacer el favor de soltarla?
Le golpeó en el pecho con ira y David tuvo que doblarse. Jadeaba como un animal perseguido y aflojó al fin la presión de la mano.
La pistola cayó al suelo: de una patada, Rivera la introdujo en la boca de la alcantarilla más próxima.
—Déjamela, déjamela —balbuceó David.
Oía detrás de él el rumor de unas pisadas y levantó el seguro de su revólver. Durante una de las pausas se volvió para mirar: era Cortézar. Pero ya la gente que había presenciado el forcejeo se volvía para mirarles y comentaba en voz baja.
—Vamos, de prisa…
Cogió a David por el brazo y le hizo doblar la esquina. Sudaba. Docenas de personas les habían visto en la calle, tal vez corrían en esos momentos en busca de los guardias. Los habían cazado de la manera más estúpida. Experimentó una ira inmensa contra David y oprimió su brazo con rabia.
—Imbécil, imbécil.
Blasfemaba con odio reconcentrado, como no lo había hecho nunca. Centenares de miradas le señalaban. Toda su espalda era un mar de agujas oscilantes que se clavaban en la piel a un ritmo frenético. Sentía deseos de chillar, de morder. Luego, al comprobar que las rodillas no le obedecían y las piernas se adelantaban con mayor rapidez de la debida, comprendió que era el pánico.
Cortézar les seguía a lo lejos, con cautela, procurando guardar una prudente distancia. Al llegar al chaflán, dirigió miradas ansiosas en busca del automóvil, pero no pudo divisarlo. Sintió crecer su angustia.
David se dejaba arrastrar por el brazo y rezongaba palabras incomprensibles. Habían llegado a la otra esquina y allí se detuvieron a descansar. Su manera de comportarse podía despertar sospechas; a mitad de la manzana, Raúl divisó a un guardia de uniforme. Por la calle Maldonado no les seguía nadie. Habían encontrado un taxi libre y acomodó a David en su interior.
—Aguarda un momento —dijo—. Voy a avisar a Cortézar.
Dobló la esquina corriendo y le hizo señal de aproximarse. La calle seguía vacía.
—Ven, ahí tenemos un taxi.
Cortézar estaba pálido y sus ojos brillaban como ascuas.
—¿Lo ha matado? —dijo.
—No. No lo ha matado. Ven. De prisa.
Corrieron hasta el chaflán y al llegar allí se detuvieron en seco: el taxi ya no estaba.
Se acomodaron en el asiento delantero y el automóvil partió a toda velocidad.
—Bien, ya no nos sigue nadie. ¿Queréis explicaros con un poco de calma?
Era Luis el que hablaba: conducía el volante de un modo muy diestro y enarcaba las cejas con aire burlón. Raúl le dirigió una mirada llameante.
—¿Qué quieres que te explique? —barbotó—. ¿No te he dicho que se ha largado en el taxi sin dar explicaciones?
—Hubieras debido exigírselas —repuso Luis.
Rivera tuvo una sonrisa amarga.
—Sí, encima de haberlo arrastrado dos manzanas, rodeado de gente que nos miraba, debería haberle pedido explicaciones. Aún resultará que yo tengo la culpa.
—Nadie ha dicho que tú tengas la culpa —contestó Luis—. Pero otro cualquiera, en tu lugar, habría impedido que se escapase de una manera tan idiota. No nos encontraríamos, como ahora, en un callejón sin salida: al menos sabríamos a qué atenernos.
—Ya os he explicado antes que lo dejé acomodado en un taxi y fui a buscar a Cortézar. A vosotros —añadió con una mueca rencorosa— no se os veía por ninguna parte.
—No había ninguna razón para que buscases a Cortézar. Es ya mayorcito: no se hubiera perdido. Si habías encontrado un taxi, lo lógico hubiera sido poner los pies en polvorosa. Era algo de sentido común, me parece.
—¡Qué sentido común ni qué mandangas! ¿No te he dicho que cuando lo metí en el taxi estaba medio idiota? Lo había tenido que arrastrar dos manzanas enteras y no podía suponer que me iba a dar el esquinazo.
—Sin embargo, insisto en que no deberías haberle dejado. Si había parado un taxi…
Raúl hizo un ademán con los brazos.
—Vete a la mierda.
El semblante irónico de Luis, le exasperaba: tenía conciencia clara de haberse jugado el pellejo, mientras forcejeaba en plena calle con David para arrebatarle la pistola y las objeciones de su camarada implicaban el desconocimiento de sus méritos.
—Dejaos de discusiones —dijo Agustín—. En estos momentos no conducen a nada. El que David te haya plantado en plena calle es asunto que no nos importa.
—Sin embargo, no debería haberle dejado —dijo Luis obstinadamente.
Hablaba con el deliberado propósito de molestarle. Los nervios de todos estaban excitados y saltaban a la menor chispa.
Raúl se aflojó el nudo de la corbata y comenzó a abanicarse con una cartulina que sacó del bolsillo de la chaqueta. Se había encarado con Mendoza y le volvía a contar lo sucedido con gran riqueza de ademanes.
«Cuando Raúl habla —se dijo Luis—, a veces no se entiende lo que dice, pero acaba por convencer». No obstante volvió a la carga.
—Si te hubieses quedado en el taxi en lugar de buscar a Cortézar, te habrías ahorrado todas esas explicaciones.
—¿No os lo decía? —exclamó Raúl—. Aún resultará que tengo yo la culpa.
Mientras hablaba se había quitado la chaqueta, que envaraba demasiado sus ademanes. Tenía las mangas de la camisa dobladas sobre el codo y el sudor formaba dos ruedas húmedas en los sobacos. Cruzó los brazos encima del pecho y ensayó su sonrisa amarga.
—Yo no he dicho que tengas la culpa —dijo Luis—. Pero no deberías haberle dejado. Cortézar es mayorcito. Ya sabe lo que se hace.
—Calla de una vez —dijo Agustín—. No metas más cizaña.
Luis abandonó un momento la dirección del volante.
—Yo no meto cizaña. Únicamente decía que, si se hubiera quedado con él, en lugar de buscar a Cortézar…
—Sí, no nos encontraríamos en esta situación y además Cortézar es mayorcito y sabe lo que se hace. Todo eso nos lo has dicho ya.
—Entonces…
—Lo mejor que puedes hacer es poner un poco de atención al conducir. A menos que te propongas atropellar a alguien.
—Quién sabe… —dijo Luis.
Se colocó un cigarrillo entre los labios y apretó el acelerador. Hubo un momento de silencio durante el que todos parecieron medir el alcance de su fracaso.
—Os lo había dicho —dijo Cortézar de pronto—. Siempre creí que David era el menos indicado. Podría haberlo hecho otro cualquiera, excepto él. Fue una imbecilidad de nuestra parte aceptarlo.
Páez se revolvió, como si lo hubiesen pinchado.
—Entonces, ¿por qué dijo que sí? Nosotros no le obligamos a nada. Fue él, quien se comprometió voluntariamente.
—No debíamos haberle admitido. Siempre fue un cobarde. Muy buen chico, de acuerdo, pero muy cobarde. No era un secreto. Todos vosotros lo sabíais. Si no admitimos a Uribe, tampoco debimos aceptarlo a él.
—Todo eso me parece muy bien —repuso Páez—. Pero deberías haberlo dicho antes. Cuando Agustín dijo que debíamos avisarlo nadie opuso el menor reparo. Únicamente yo expresé mis dudas y, si me descuido, uno de vosotros me parte la cara.
Raúl se frotó el bigote y le miró con aire desafiante.
—Si te refieres a mí habla más claro. No me gustan las indirectas.
Luis hizo una mueca con los labios.
—No me refiero a nadie en particular —dijo—; pero si te das por aludido, alguna razón has de tener.
La discusión, estéril, sin salida, amenazaba eternizarse. Mendoza la cortó con un ademán de la mano.
—Luis tiene razón. Fui yo quien propuso que avisáramos a David. Lo conozco desde hace muchos años y es amigo mío. Me pareció que tenía el deber de avisarle. Había colaborado con nosotros en la revista y no quise someterle a una humillación innecesaria. Cuando se lo propuse, pensaba brindarle una oportunidad. Mejor dicho, su oportunidad. Si hubiese triunfado en el intento, David sería a esas horas como uno de nosotros. Habría recibido su bautismo de fuego, de sangre. Si ha fallado, la culpa ha sido suya: él debe atenerse a las consecuencias.
—¿Consecuencias? ¿Qué consecuencias?
—Ése es asunto mío. Soy yo quien tiene la culpa y a mí corresponde arreglarlo.
El automóvil enfilaba Abascal a toda velocidad, en dirección a las nuevas construcciones de la Ciudad Universitaria.
—De todas formas —dijo Cortázar— aunque hubiese participado en el asunto no debimos dejar jamás que saliera de su papel de comparsa. Si se hubiese quedado en la calle, habría sido distinto.
—Todos teníamos iguales oportunidades —repuso Páez—. No fuimos nosotros quienes lo elegimos. Fue la suerte.
De nuevo divagaban. Cortázar le encedió ahora el cigarrillo.
—¿Tú crees que le descubrieron infraganti?
Raúl dejó de abanicarse unos segundos.
—¡Qué sé yo! Cuando salió de la casa llevaba ya la pistola en la mano. Lo primero que hice fue preguntarle si le había matado y me dijo que no.
—Sin embargo —observó Agustín—, nadie dio gritos ni asomó por las ventanas. En caso contrario, habría habido tiempo suficiente de revolucionar toda la calle.
La respuesta de Raúl quedó ahogada: Páez había cogido una curva muy cerrada y las ruedas patinaron de un modo estridente.
—… No nos seguía nadie.
—Entonces…
—Quizá no se hayan atrevido a asomar las narices.
—Yo creo que la policía, a estas horas, está ya en el piso —dijo Cortázar.
—Debieron llamarla por teléfono.
La idea de que los agentes pudieran estar al acecho de sus pasos, les llenó a todos de emoción. Insensiblemente, Páez aumentó la velocidad del auto.
—Tal vez en los periódicos de la noche venga la reseña del atentado —dijo Cortézar.
—Quién sabe. A veces lo silencian con el propósito de no causar alarma.
—Mientras David haya sido lo suficientemente listo para no ir en taxi hasta la puerta de su casa…
—Bah. Identificarlo sería como buscar un aguja —dijo Páez.
—Además, no tendrán tiempo.
Era Mendoza el que había hablado: Luis se volvió para mirarlo.
—¿Qué quieres decir?
El rostro de Mendoza expresaba una perfecta calma, pero sus grandes ojos claros, estriados de sangre, se agitaban inquietantemente. Luis no pudo evitar un estremecimiento.
—Nada. No quiero decir nada.
De nuevo hubo una pausa. Luis observaba a través del espejuelo el semblante de su camarada y sintió que el corazón aceleraba sus latidos en el pecho.
—Tenemos que comprar los periódicos —dijo Cortézar—. Apuesto cualquier cosa a que el viejo se ha chivado.
Se volvió hacia Ana, que desde su llegada no había abierto el pico y la contempló con estupor. Tenía el semblante rígido, acartonado, un ligero estrabismo acentuaba la dureza casi mineral de sus pupilas. Le vio mover los labios.
—Qué vergüenza…
—¿Qué dices? —preguntó Cortézar.
Ella continuó inmóvil y no se dignó contestarle. Hablaba para sí y volvió a mover los labios.
—Qué vergüenza…
En el asiento trasero del automóvil, testigo muda de una conversación que llegaba a sus oídos recortada, reducida a un confuso zumbido, lo había comprendido súbitamente todo. Sus proyectos la acuciaban, al rojo vivo: los titulares de los periódicos, los insultos, las amenazas, y dirigió una mirada en torno. «Estoy rodeada de un grupo de chiquillos. Todos se esfuerzan en comportarse como hombres». Tal vez saldría en los periódicos: un atentado ridículo, poca cosa, tres líneas, asunto sin importancia; los burgueses iban a reírse de lo lindo. No pudo dominarse y ocultó la cabeza entre las manos. A su alrededor, la cháchara continuaba.
Habían acordado una reunión para las cuatro de la tarde y se despidieron en la misma calle. Mendoza tomó un taxi en la primera parada: tenía intención de visitar a un amigo suyo y temía llegar tarde. Cuando llegaron, dijo al chófer que aguardara y subió los escalones de cuatro en cuatro.
—¿El señor Castro?
La empleada, una mujer rubio platino, le contempló con curiosidad. Mendoza, con su chalina, no pertenecía al tipo habitual de clientes de la casa.
Acabó de escribir la carta que estaba redactando y lanzando un suspiro, se incorporó.
Una blusa de seda configuraba sus senos puntiagudos y al alejarse por el oscuro pasillo que conducía al interior, Agustín observó que empujaba el busto hacia adelante.
Aburrido, impaciente, dirigió una mirada en torno. Sobre el escritorio, un horrible paisaje de cromo y purpurina anunciaba los productos comerciales de la casa. Las paredes, desnudas, aparecían cubiertas de manchas. Sobre un estante, el ventilador inmóvil era como un horrible juguete mecánico de pétalos oscuros.
—Pase usted.
Lo condujo a una habitación pequeña en cuya puerta se leía la palabra «Director». Castro estaba sentado en el escritorio, junto a la máquina de escribir. Al verle, se incorporó.
—¿Qué te trae por aquí?
Cambiaron las cortesías de rigor entre dos viejos amigos. Luego, Agustín fue directo al grano.
—Hace unos meses me hablaste de un capitán de gendarmes que pasaba a sus amigos a Portugal.
Castro enarcó las cejas con cierto asombro.
—Sí.
—¿Podrías darme las señas? —Desde luego.
Extrajo una cartulina de la carpeta y escribió su nombre en letra clara.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
Mendoza tuvo una sonrisa.
—Oh, por ahora, nada de particular. Pero es posible…
—Supongo que no habrás matado a algún ministro —dijo con aire de burla.
—Pierde cuidado. Soy mucho más modesto.
—Con tus teorías…
Tres años antes, en Barcelona, Agustín le había sacado de un grave aprieto. Castro le guardaba desde entonces una absoluta fidelidad.
—Te pondré unas líneas, si quieres.
—Será mejor.
Durante unos segundos los dos callaron. Sólo se oía el crujido de la estilográfica sobre la cuartilla. Luego, Mendoza preguntó:
—¿Tienes idea de lo que se le debe dar en esos casos? Una leve sonrisa apuntó en los labios de su amigo.
—No te preocupes. Corre a mi cargo.
—Hombre. No quiero que te creas obligado por…
—De eso ni hablar. Estamos entre amigos y hay confianza. Te lo diría.
Agustín le ofreció un cigarrillo.
—Prefiero de los míos. Gracias.
Introdujo la carta en un sobre y se la tendió.
—No he puesto fecha —dijo.
—Gracias.
De nuevo guardaron silencio y Agustín recorrió la habitación con la mirada.
—Estás bien instalado —dijo.
—Sí, me gano bien la vida.
—A criar barriga, claro…
Castro sonrió.
—Tú lo has dicho.
—Y una secretaria apetitosa.
—En los entreactos.
Hablaban como dos viejos amigos que ya no tienen nada que decirse y cuya amistad se nutre exclusivamente de recuerdos.
—¿Y tú?
—Al cabo de la calle, como siempre.
—Te envidio —dijo Castro.
—Todos dicen lo mismo.
Se había puesto de pie y le acompañaba por el pasillo.
—Te escribiré desde Portugal.
—Preferiría que pudieses arreglarlo de otro modo.
—Te escribiré de todas formas.
Se dieron la mano y Agustín se limitó a decir:
—Gracias.
Cortézar dejó los periódicos encima de la mesa. Había bajado a comprarlos al quiosco de la esquina, con la esperanza de leer alguna reseña del atentado, y por la expresión de desánimo que ofrecía su rostro, comprendieron que no ponía nada.
—Ni una palabra.
Lo dijo con aire avergonzado, como si fuese directamente responsable y se apresuró a añadir:
—Quizá no hayan tenido tiempo.
Por encima del bochorno —moral, físico— la palabra de Luis cobró un acento claro.
—Tiempo… Han tenido tiempo de sobra. Nunca compaginan el periódico antes de las dos.
Raúl había tenido un movimiento instintivo.
—Déjame. Tal vez a última hora…
—No. Tampoco pone nada. Ya lo he mirado.
El periódico quedó, arrugado, encima de la mesa. Hubo un momento de silencio.
—Tal vez, por el momento —dijo Cortézar— les interese mantenerlo en secreto.
Páez soltó una carcajada: tenía los ojos duros y su risa se elevó, desagradable.
—¿Guardarlo secreto, dices? No me hagas reír. El que un jovenzuelo intente matar a un tipo así no es asunto de Estado, créeme. En cambio, como anécdota, no es de las más malas. Un gran notición. A los viejos se les caería la baba de la boca hablando de vicio y corrupción y toda esa mandanga. A mi señor papá le gusta desayunarse cada mañana con una gacetilla de ese tipo. Me mira por encima del periódico: «Aquí hay una noticia, Luis, que te puede interesar. Léela, léela». Y se frota las manos, mirándome de reojo. Como el día en que dispone de una estadística sobre venéreas: «Mira, fíjate, qué estragos». Y me pide la opinión y se frota contra mí igual que un perro. Como no se atreven a hablarnos en primera persona, piden prestado lo que opinan al periódico. Para ellos, insisto, sería un notición.
—Con la diferencia —dijo Raúl— de que si hubiesen salido nuestros nombres, el asunto ya no les habría hecho tanta gracia.
—A mi padre —dijo Luis— se le atragantaría el desayuno para siempre. Luego, como de costumbre, le echaría las culpas a mi madre.
—Entonces —murmuró Cortézar— no me explico por qué no ha salido. Si era una buena noticia, razón de más para que hablasen de ella.
Quería volverle el argumento del revés, pero Páez le cortó a la mitad.
—Muy sencillo. Si los periódicos no han hablado de ello es que Guarner no se lo ha contado y si Guarner no ha abierto el pico es que no ha habido tal atentado.
—No te entiendo. Procura hablar un poco más claro.
—En pocas palabras. Que David nos dio el camelo con la pistola y la escenita callejera con Raúl. No hubo atentado de ninguna clase, estoy seguro. David no se sacó la pistola del bolsillo hasta que estuvo fuera de la casa.
—Me parece absurdo —dijo Cortézar—. Lo que dices no tiene ninguna lógica. Si no se atrevió a disparar contra el viejo, no tenía por qué sacar la pistola después.
—Además, tú eres el menos indicado para decirlo. No estabas allí cuando salió. No viste la cara que tenía, como yo la vi. No le defiendo, qué diablos, pero al tipo acababa de ocurrirle algo. El qué, lo sé tanto como tú. Pero estaba desencajado, como muerto.
Páez le había leído el pensamiento: hacía girar inconscientemente el vaso entre las manos y lo puso del revés encima de la mesa.
—Lo que te sucede, Raúl, está más claro que el agua. Tú imaginabas que te habías portado como un héroe y te resistes a aceptar que hiciste el ridículo.
La sangre afluyó al semblante de Rivera, como una vaharada. Pero antes de que pudiese reaccionar, Mendoza le detuvo.
—Dejémonos de reproches inútiles. Si Raúl ha hecho el ridículo, lo hemos hecho todos. Esto en primer lugar. Además, si lo hemos hecho o no, tampoco lo sabemos. Hasta que localicemos a David, no podremos averiguar nada.
—Sí —dijo Cortázar—. Hasta que hablemos con David no sabremos nada. Todo lo que decidamos antes será perder el tiempo.
—¿A qué hora le llamaste?
—Primero a la una y luego a las cuatro. Como no estaba, dejé el recado.
—Entonces lo mejor que podemos hacer es aguardarle. Mientras no se haya largado…
—¿Largado? —dijo Raúl—. ¿Adonde quieres que se largue?
—Qué sé yo. Si a estas horas no ha dado señales de vida por algo será. No se estará paseando en taxi todo el día.
—Pierde cuidado —dijo Agustín—. Volverá.
Lo dijo con tal seguridad que les produjo a todos cierta sorpresa.
—Además —añadió con voz suave— es un asunto que sólo a mí me atañe. Soy yo el que tengo que saldar las cuentas.
Su mirada al dar la vuelta a la mesa poseía una frialdad y hondura que ningún color acertaría a describir. Hubo un largo silencio.
—En principio, no me parece mal —dijo Cortézar—. Yo siempre me opuse a que se introdujera entre nosotros.
—Lo sé —dijo Agustín—. Y por ello mismo os libro de cualquier responsabilidad. Mía es la culpa y mías son las consecuencias.
Rivera extendió sus manos adelante: unas manos enormes, pálidas, sombreadas de vello, hechas para amasar, estrujar algo entre sus dedos. Se volvió a Agustín:
—Me gustaría saber a qué llamas tú «consecuencias».
Algo flotaba en el ambiente, impreciso, contrario, que segó, aún no nacida, la respuesta de Agustín. La atmósfera devenía espesa, saturada de bochorno. Afuera, se hacía esperar la lluvia. Vaciló unos momentos y añadió:
—Vosotros creéis que yo tengo la culpa y tenéis razón. Si David se introdujo en el grupo lo hizo contando con mi apoyo. Y si hemos llegado a ese callejón sin salida, también soy responsable. Por tanto, me creo con derecho de resolver la cuestión a mi modo.
Les contempló otra vez con aire interrogante y él mismo fue el primer sorprendido al tropezar con resistencia. No era una oposición clara, sino más bien turbia, diluida en multitud de datos fragmentarios: gestos de labios, movimientos de dedos, sonidos discordantes de una uña al rozar con la madera…
—Yo no quisiera que a David pudiese ocurrirle nada malo —dijo Raúl.
Había alzado su cabeza y se frotaba el bigote de un modo mecánico.
—Nadie te ha dicho que tenga que ocurrirle algo malo —repuso Mendoza—. Sólo he explicado que, este asunto, lo quiero zanjar por mi cuenta.
Pero Raúl le contemplaba con obstinada fijeza.
—Y yo te he dicho que David me ha parecido siempre un buen muchacho.
El ambiente se había enrarecido. Cortázar se creyó en el deber de intervenir.
—Os estáis desviando del asunto. Agustín dice una cosa y tú le respondes otra. Así no hay forma de entenderse.
Se detuvo un momento. Afuera había empezado a llover a mares, con demasiada fuerza para que durase. En el techo las gotas caían como un mar de perdigones que ahogaba y empequeñecía el timbre de sus palabras.
—Un camarada es siempre un camarada —dijo Raúl.
Su código moral, muy escueto, se reducía a unas cuantas normas a las que se aferraba tenazmente.
—David es mi mejor amigo —dijo Mendoza— y yo soy el primero en reconocer sus cualidades. Pero no estamos discutiendo esto. Yo os decía que soy el más indicado de todos para pedirle cuentas.
—Yo creo —dijo Raúl echándose el sombrero hacia atrás— que deberíamos interrogarle primero. Yo lo vi esta mañana y al chico le había sucedido algo. Yo no le defiendo, pero…
—Está bien. Todo esto lo sabemos. Ya nos lo has contado. Además, no me propongo hacer otra cosa. Antes de resolver algo, tengo que hablarle primero. No puede condenarse a nadie sin pruebas.
Raúl no dijo nada: en el semblante de los otros dos adivinaba que la opinión de Agustín prevalecía. Y se encogió de hombros.
—Haced lo que queráis. Tú verás lo que se puede hacer. Si eres amigo suyo, tienes una excelente ocasión de demostrárselo. Por mi parte ya he dicho que no tengo nada contra él y que sigo considerándolo un excelente camarada.
Era una derrota en toda la línea y se sintió irritado consigo mismo por haber cedido tan pronto.
—Todos estamos de acuerdo con lo que dices —observó Agustín—. David es un gran muchacho, pero el asunto en que anda metido es algo mucho más serio. Al participar en el juego no sólo arriesgaba su propia piel, sino la de todos nosotros. Se había comprometido a algo y no ha cumplido con su palabra. David ya no es un niño. Si no lo ha hecho, tendrá que justificarse, y si no se justifica, tendrá que aceptar el castigo.
Su razonamiento no tenía fallo: Rivera lo tuvo que admitir lleno de cólera. Experimentaba el deseo de proteger a David de un peligro imaginario y se limitó a decir:
—Lo sé. Pero es distinto. Él es un camarada.
—Camarada o no, ha traicionado nuestra confianza.
—Nos ha cubierto de ridículo —dijo Cortézar—. Durante meses enteros hemos hablado de ese asunto, para que termine así.
«Sí —pensó Raúl—, todo esto es verdad. Pero hay otra cosa». No sabía qué y lamentaba su ignorancia.
—Mirándolo con calma, es casi mejor que los periódicos no digan nada. Si hablasen, nos harían caer la cara de vergüenza.
—Realmente, la única que ha reaccionado lógicamente es Ana.
David no tenía defensa posible. «Hubiera podido hacerlo de algún modo», se dijo. Pero, ahora, su oportunidad había pasado.
Se puso de pie y se apoyó en uno de los postigos; al otro extremo de la habitación, en el lugar donde el techo abuhardillado rozaba casi el suelo, Uribe dormía en un petate, dándoles la espalda.
Tenía la costumbre de presentarse en las casas de sus amigos a cualquier hora y se quedaba allí, tumbado en cualquier parte, hasta que la mujer de hacer faenas lo expulsaba.
Raúl apoyó entonces la nariz en los cristales; al diluvio de hacía unos instantes, había sucedido la calma: los transeúntes caminaban por la calle sin paraguas y las últimas gotas rezagadas restallaban en el antepecho com o pompas de jabón.
Comenzó a ponerse la chaqueta en silencio y al contemplar a sus camaradas, bostezó.
—Aún no he comido —dijo—. Y empiezo a tener un hambre horrorosa.
—También yo tengo apetito —dijo Cortézar.
—Entonces vente conmigo. Podemos tomar unos chipirones en Claudio.
Mendoza y Luis continuaron sentados.
—¿Cuándo volvéis?
Raúl hizo una mueca.
—Cuando os haga falta. Je suis à votre disposition.
—Entonces, os llamaré esta noche. Cenáis en la residencia, supongo.
—Tú lo has dicho —contestó Rivera.
Inclinó su cuerpo de gigante y salió detrás de Cortézar. En la habitación hubo un minuto de calma. Se oían sólo los últimos estertores de la lluvia: quejas, suspiros, gemidos de las gotas rezagadas. Mendoza se sacó la pipa del bolsillo.
—¿Qué te parece? —dijo.
El adolescente hizo un gesto con los labios.
—No sé a qué te refieres.
—A Raúl.
La cerilla describió una breve parábola y fue a caer sobre la alfombra. Se consumió lentamente, hasta quedar retorcida e inmóvil como un gusano blanco.
—No creo que diga nada —murmuró.
—Esperémoslo.
Chupaba con aire indiferente, la mirada perdida en la alfombra.
—¿Puedo contar contigo?
Luis se esperaba la pregunta y su corazón latió con rapidez.
—Desde luego.
—No he telefoneado a David.
—¿No?
—Pero está en casa. Creo que ya lo sabe.
Luis apretaba los labios, como para darse fuerzas. Extrajo un cigarrillo de la caja y lo encendió con un pulso que no vacilaba.
—¿Cuándo vamos?
Una columna de humo pasó ante sus ojos, como una bufanda deshilachada.
—Esta misma tarde.
—¿Has pensado en algo?
—Es difícil. Pero hemos de hacerlo. No habrá necesidad de violencia. Está vencido de antemano.
—¿Tú crees?
—Le conozco.
—¿Y los demás?
—Diremos que nos iba a traicionar.
Páez arrojó el cigarrillo recién encendido contra el cristal de la ventana.
—Sabes… Yo siempre lo había pensado…
La voz le salía ronca a pesar suyo.
—¿Pensaste?
—Que acabaríamos en esto.
—¿Tienes miedo? —preguntó Agustín.
—Llegaré a donde tú vayas.
Sentía dentro de sí una protesta oscura. Cada uno de los miembros de su cuerpo manifestaba su desagrado con los medios que tenía a su alcance: frío, calor, sed, molestias, irritación, cansancio. Luis se sirvió un coñac, desafiante.
—Podemos ir de siete a ocho y media —dijo Mendoza—. A esas horas la portera se va a la parroquia a rezar el Rosario. Es el único modo de eludirla.
—El asunto es mucho más complicado de lo que…
Había comenzado a hablar sin darse cuenta y se detuvo angustiado. Frente a él, Mendoza había enarcado las cejas y jugueteaba con la barba.
—Decías… —murmuró.
Luis se pasó la mano por la frente.
—Nada. No he dicho nada.
La sonrisa burlona de Agustín se diluyó a lo largo de su cara y permaneció aferrada a sus pupilas. Páez sintió que una ira espesa le ascendía a la frente.
—Entonces no hay más que hablar —le oyó decir—. Yo no te obligo a que me acompañes.
Luis se sintió ligeramente mareado, como después de haber bebido, y se acordó de David: «Hay muchas formas de obligar a uno». Se sentía cazado entre sus propias redes.
—Dejarás el coche en la esquina procurando que nadie te vea. En fin, como esta mañana. Allí nos encontraremos los dos a las ocho. Yo estaré frente a la puerta de la panadería.
—¿Y el arma?
—No te preocupes. La llevaré yo.
—¿Por qué no vamos juntos?
—Tengo muchas cosas que hacer entretanto. Tú encárgate sólo del auto.
—¿Te las vas a arreglar tú solo?
—No te preocupes. Haz lo que te digo y ten confianza.
Se sirvió coñac en uno de los vasos y lo paladeó lentamente. Luis le seguía con la mirada, fascinado. Desde hacía algún rato, notaba una comezón en la espalda, como si alguien lo espiase por detrás. Se volvió de improviso y descubrió en la penumbra el rostro de «Tánger».
—¿Haciéndote el dormido, eh?
Su presencia entera constituía un reproche, le recordaba demasiado lo ocurrido en la «tarde de lepra», y se sintió lleno de cólera. Se dirigió hacia él con el semblante rígido. Sobre los ojos se le había formado una película salina y vaciló al avanzar:
—¿Puedes decirme qué haces ahí parado?
La tempestad se cernía encima de él y Uribe comenzó a temblar.
—Dormía —dijo con voz humilde—. He pasado toda la noche en blanco y tenía sueño. Agustín me dio permiso para dormir ahí, en el suelo. Te juro que no he oído nada.
Luis le agarró por las solapas y le hizo incorporarse, pero Mendoza se interpuso entre los dos.
—Déjale —ordenó.
Uribe se volvió a extender sobre el petate y los miró alternativamente con ojos asustados.
—Nos estaba espiando —dijo Luis.
—Es igual. No dirá nada.
«Tánger» se alisaba el abrigo con las manos y los miraba con aire ofendido. Tenía mucho miedo y se esforzaba en aparentar gran calma.
—Yo estaba aquí dormido —dijo— y no hacía mal a nadie. Trataba de ayudaros. Os había comprado unos dulces para el momento en que volvieseis de la guerra.
Miró en torno a él con aire absorto y revolvió entre la paja de la colcha.
—Me los he comido —dijo con aire desolado—. O se los han comido las ratas. No sé. No me acuerdo.
Páez le contemplaba con los puños crispados.
—Lo mejor que puedes hacer es largarte. Anda. Fuera.
Hizo una castañeta con los dedos y Uribe se puso de pie.
—No me hago repetir dos veces la misma cosa. Cuando no se me quiere en un lado, me voy al otro.
Hizo una pirueta de payaso y desde la puerta les gritó:
—Soy un tránsfuga.
En la escalera se pasó la mano por la frente. «De buena me he librado». Pero creyó que le espiaban desde el rellano y continuó su monólogo en voz baja: «Yo estaba en la casa ocupado en faenas menudas». Miró hacia arriba. No había nadie.
Salió a la calle. Hacía unos minutos que acababa de llover y, ahora, como si la emanación que brotaba del suelo hubiese ascendido hacia lo alto, un viento fresco barría el bajo vientre de las nubes y despeinaba la hierba de los parterres laterales. Comenzaban a encenderse las luces. Los bloques de casas recién construidas carecían, desde lejos, de tercera dimensión. La luz rezumaba como un flit amarillo por las ventanas de las casas y pequeños charcos de agua salpicaban las aceras.
Una angustia terrible se había adueñado de «Tánger». Se reprochaba a sí mismo no haber intervenido antes, haber aguardado hasta el final. «Tendría que haberlo contado todo», pensó. Pero el miedo hacia Luis había sido más fuerte. También ahora, otra vez, traicionaba su confianza. Se acordaba de que Raúl había ido al bar de Claudio y esperaba encontrarlo allí. «Tiene que ayudarme, pensó, le contaré todo lo que he hecho».
Corría contra la dirección del viento y le pareció que la naturaleza entera se confabulaba contra él: recibía en la cara las hojas de los árboles, la lluvia desprendida, las gotas retardadas. Y a medida que avanzaba le asaltó la impresión de que la calle corría en sentido opuesto y él permanecía en el mismo sitio, como un nadador contra corriente. Le cercaban pensamientos imposibles: «Ay, si yo fuera otro, si no fuera… Si pudiera empezar con otra vida». Pasaba delante de una iglesia y se persignó. «Van a matar a David».
El viento arreciaba. Abrió la boca y comenzó a engullirlo a grandes tragos. Había llegado junto al bar de Claudio y dirigió una mirada a través de los cristales: no estaba. Preguntó a la muchacha: se había ido. No sabía dónde. Volvió a salir. Tal vez estuviese en la residencia. Tenía que encontrarle. Tropezó con el portero, al entrar. Buenas tardes. Unos hombres oscuros aguardaban en el salón de visita con el sombrero en las rodillas. Se escurrió por la escalera y desde allí les sacó la lengua. En la habitación de Rivera estaban las luces encendidas y entró sin llamar.
—¿Buscas a Raúl? —le dijo Planas—. No le he visto el pelo en casi todo el día.
Uribe le contempló estupefacto. Planas, como siempre, estudiaba. Tenía el semblante recién afeitado y las mejillas entalcadas. Hablaba con mesura, sin despegar apenas los labios: fru-fru-fru-fru. «Odioso, pensó Uribe. Siempre estudia. Suda. Echa salivillas al hablar».
«… que cuando venga yo le transmitiré el recado inmediatamente a menos…».
Hablaba como una vieja solterona y sus ademanes eran los de una virgen. Repulsivo. Qué asco.
—Qué asco.
—¿Decías algo?
—He dicho: qué asco.
Le oyó reír. Uribe cogió papel y lápiz. «Van a matar a David esta misma tarde». Lo dejó encima de la almohada de Raúl y se sintió más tranquilo: el secreto había dejado de serlo.
Salió a la calle. Qué alivio. Planas le enfermaba. «Dicen que estudia todo el día. Un horror». Se acordó de David y sintió que la emoción le embargaba. «Ahora sólo quedo yo. Toda su vida depende de mí». Las lágrimas habían brotado de sus ojos y comprendió que nunca había sido tan feliz como en aquellos momentos. «Le salvaré a él y me salvaré a mí». Había llegado a la parada de taxis y dio la dirección de David al chófer.
Sólo cuando abrió los ojos adquirió conciencia de que su sueño se prolongaba hacía largo rato. Había oído las campanadas del reloj aumentar uno a uno el número de sus toques y, entre sueños, el sordo entrechocar de las contraventanas le había llenado de sobresalto. Ahora, la luz formaba en el techo un semicírculo ondulado, que se extendía en forma radial, igual que un abanico. El resto de la habitación continuaba sumido en la penumbra.
David quiso incorporarse, pero no pudo. Sus brazos, sus piernas, el cuerpo entero respondían al llamamiento de su voluntad de un modo débil, lejano. Una náusea indefinida ascendía desde su estómago a la garganta. Su lengua era una tira de cuero: sus labios, dos moldes de caucho. Algo, no obstante, había permanecido despierto, mientras reposaba como un fardo encima de la colcha: al despertar miró en torno a él, sin dar muestras de asombro: Calculó la hora por la intensidad de la luz en el cielo raso: el reloj se le había parado. Al fin, haciendo un esfuerzo se puso de pie.
Una barahúnda de sonidos se elevaba desde la calle. Las voces, los ruidos, se coagulaban en el silencio expectante del cuarto, como algo necesariamente reclamado por la impaciencia de sus sentidos. Sus ideas se confundían; no podía pensar en nada. Se encontraba bajo el dominio puro de las sensaciones que, ante la manifiesta incapacidad de su cerebro para imponer orden en el caos, recababan la libertad de actuación con la firme seguridad de lo establecido, lo cotidiano, lo que se halla inscrito en el cuerpo.
Intentó recordar lo sucedido y no pudo. Quería hallar una explicación, la clave de los sucesos de la jornada, y miró alrededor en busca de socorro. La visión fragmentaria del rostro de Guarner, de su barba sedosa, de los dedos crispados en torno al gatillo, constituían imágenes separadas que no lograba aunar. «He fracasado —pensaba—, intenté disparar, pero no pude». Sus ideas acudían a su mente en voz alta; no podía evitarlo. Las volvió a repetir de un modo mecánico y deslizó la mano sobre la frente empapada de sudor.
«Yo empuñaba el revólver con todas mis fuerzas y, sin embargo, no pude. Cuando era niño me decía: “Si antes de llegar a la tercera casa aún no he besado a Juana en los labios, soy idiota”, y a pesar de ello no la besaba y me daba una prórroga de tres casas y tampoco me atrevía a besarla, aunque estaba muerto de ganas, y tenía que humillarme de nuevo. Con Guarner me sucedía lo mismo. Yo quería besar a Juana y me faltaban las fuerzas. A estas horas, se habrá casado con un hombre que sepa dominarla. Ella supo entender bien las cosas. Si hubiese seguido conmigo, habría sido un fracaso. Las personas como yo no sirven para el matrimonio. También Gloria se ha dado cuenta. Dice que Betancourt sabe bien lo que quiere y que yo voy a remolque. Me desprecia. Tal vez tenga razón y yo sea poco hombre. En la fábrica de papá me ocurría lo mismo. Papá gritaba como un energúmeno a los empleados y yo enrojecía de vergüenza. Deseaba hacer algo que, a ojos de ellos, me separase de él. Siempre he querido hacerme perdonar no sé qué. Qué extraño eso de querer una cosa que aún se desconoce».
Se dio cuenta de que estaba divagando y se dejó caer en el lecho. Cómo le pesaba la cabeza. Qué cansancio. Acababa de ocurrírsele una idea y la dijo a media voz: «Pienso todas esas tonterías porque aún estoy soñando». Dormir, dormir, dormir, cerrar los ojos. Los abrió de nuevo y comenzó a descifrar en la penumbra los guarismos de la luz sobre la cama. Durante horas enteras había permanecido en la habitación sin hacer nada, bostezando. Mientras la lluvia percutía en el cristal de la ventana se tumbaba en la colcha boca arriba. Ni siquiera dormía. Contemplaba las cintas escurridizas que el agua formaba en los cristales y, al terminar el tabaco, reunía las colillas en la palma de la mano y las liaba con papel nuevo. Miraba hacia la ventana. En la mesita de noche, junto al espejo, descansaba un tomo de poesías. Lo tomó con ademán indolente, pero el cansancio que distendía sus músculos le impedía tener abiertos los párpados. Las líneas bailaban ante sus ojos: eran simples moldes de letra sin significado, sin belleza ni ritmo. Lo dejó caer al suelo.
«Es curioso que haya tenido que ocurrirme precisamente esta mañana. Podía haber sucedido cualquier otro día y no habría importado nada. A veces parece que el cuerpo se adelante a lo que uno quiere. En el colegio era el alumno modelo, pero lo mismo podría haber sido el más desaplicado. Yo no tengo iniciativas como Agustín ni sé reaccionar en los momentos difíciles. Lo veo todo oscuro y me callo. O, según como, me da por ponerme enfermo. Es como si el prójimo interrumpiera alguna cosa mía que no deseo compartir con nadie. Si algo me importuna, el cuerpo se dispone en mi lugar e inventa toda clase de tretas: me asalta un malestar difuso pero continuo: ya que no tengo fuerzas para escaparme, me zafo a mi manera y busco refugio en la irresponsabilidad.
Es lo que Agustín llama la válvula de escape. Hay otra mucha gente que es cobarde, pero disimula mejor que yo. Su valentía es una forma de engañarse. Sólo las personas como Luis saben lo que hacen. Pueden prescindir de los afectos ajenos y lo reducen todo a una cuestión de utilidad. Si me das, doy. Si me pegas, pego. Y así hasta el infinito. Tal vez estén ellos en lo cierto. Dicen que soy un cobarde y, con lealtad, reconozco que no se equivocan. Me habían dado una oportunidad. Yo tenía una pistola y él era un viejo. Otra vez divago».
Permaneció quieto, medio envuelto en la ropa del lecho sin ningún pensamiento que le turbara, con los ojos vueltos arriba, fijos en los brazos de la lámpara, en el moho verdoso que manchaba sus extremos. Muchas veces, cuando la luz comenzaba a debilitarse, había asistido al entierro de todo lo visible: a la derrota sorda de la geometría, hundida en una tiniebla que disolvía los perfiles y confundía los objetos. La oscuridad se espesaba cada vez más. Tumbado en la cama, una sensación de abulia se adueñó progresivamente de él: le pareció que sus fuerzas vitales, abandonándole, nutrían, por osmosis, la atmósfera de la estancia. En la habitación vecina el grifo del lavabo goteaba, y David seguía su sonido con atención dolorosa, como si de su continuidad dependiese la resolución de algún enigma.
Cerró los ojos y soñó en que se encontraba en casa del político. Su despacho era, sin embargo, el estudio de Mendoza y Guarner le hablaba medio borracho. Jugaban al póker y Uribe hacía trampas. Luego, sin saber cómo, se encontró con una pistola en la mano y Juana, a su lado, le dio un plazo de tres minutos para asesinar al viejo: «Uno, dos, tres, si no lo haces antes de llegar a la tercera casa, eres un cobarde». Avanzó por una carretera sombreada de árboles y una gran multitud consultaba sus relojes de pulsera y le animaba con gritos y palmadas. Juana se había transformado en Gloria y el viejo ya no era Guarner, sino su propio abuelo. David intentó defenderse: «Todo es injusto. Han hecho trampas». Y Gloria le había obligado a comprender que, en aquellos momentos, el que se hubiese o no se hubiese hecho trampa, ya no importaba nada. Aquélla era su gran oportunidad y no podía desaprovecharla. De prisa, de prisa. Se le había encasquillado el revólver y, pese a sus esfuerzos, no salía el disparo. En torno a él arreciaban los gritos y las palmas; imágenes, jirones desprendidos, como anagramas, de linterna mágica. Gritos. Voces. De prisa. Matar. Matar.
Se despertó lleno de sobresalto y con la frente empapada de sudor. Se sentía deshecho, febril. La frente le pesaba. Había oscurecido y, a través del ventano del patio contempló las luces de las casas vecinas. Era curioso verlas semejantes a burbujas luminosas, milagrosamente suspendidas en el aire, con su impreciso halo de polen amarillo. Se mantenía extendido encima de la cama y la luz le teñía el rostro y los ojos con su infusión de manzanilla, como si padeciese del hígado. Una inquietud ambigua le señalaba la gravedad de aquellos momentos, pero se sentía incapaz de reaccionar. Con la mirada fija en el mobiliario de la pieza, se abandonaba suavemente a su destino. Tenía sueño: se le cerraban los ojos. Otra vez el rumor de las gotas que caían del grifo del lavabo. Estúpidamente se llevó a los labios el vaso de leche que le había subido la portera aquella mañana y comenzó a beberlo a pequeños sorbos, aunque no tenía sed. Eran minutos de torpor, de pesadez, de embrutecimiento, y él mismo lo sabía. «Se está decidiendo algo importante», pensaba. «Ha ocurrido algo y no sé qué es». Vinieron a su memoria imágenes del pasado, recuerdos infantiles de su abuelo. Era extraño. Pensándolo bien, tenía el mismo rostro que Guarner. Tal vez fuese porque los dos llevaban barba. Pero se detuvo en seguida: cualquier reflexión le exigía un esfuerzo demasiado costoso. Vencido, por el cansancio, se aferraba al presente con avidez: como si toda su vida se hubiese condensado en el breve deslizar de los segundos que señalaba el paso de su sangre por las sienes.
Las bombillas del patio proyectaban en la habitación una luz turbia e imprecisa. Todo parecía estar muy sucio: el espejo sin marco de la mesita, el paño oscuro que cubría el escritorio, el empapelado de la pared. Súbitamente comenzaron a dolerle los oídos. Al principio, muy poco. Luego, cada vez más diferenciadas, unas punzadas dolorosas que se acordaban con los latidos de su pulso. Se llevó a los labios el vaso de leche, pero, de improviso, le resultó asqueante. La luz le parecía cada vez más turbia, y a medida que contemplaba el paisaje de la estancia con mayor detenimiento, llegó a la conclusión de que todo él se apoyaba en una base falsa: era un inmenso decorado de cartón piedra.
El dolor de oídos se hacía insoportable. Se sentó en uno de los lados de la cama y se entretuvo en oír el crujido de sus muelles. «Cuando era niño —pensó— me gustaba saltar y rebotar sobre los muelles de las camas viejas». Consultó el reloj: marcaba las dos menos diez. Estaba parado. Lleno de desgana se puso de pie y comenzó a pasear de un extremo a otro de la pieza. La luz del patio le molestaba y ajustó los postigos. En su lugar, abrió la ventana de par en par: había luna llena y durante unos minutos se entretuvo en contemplarla: «Parece de juguete, pensó, como las que “Tánger” pone encima de su cama». Se acordó entonces del vaso de leche y se apresuró a llevárselo a los labios. Antes de hacerlo, se detuvo. De nuevo le invadió la náusea indefinible de la leche y el deseo de tumbarse a descansar. Así lo hizo, tras de una breve vacilación y, oyó, amodorrado, desde la cama, las campanas de la iglesia vecina.
Experimentó la sensación de que algo desconocido le acechaba y le invadió el deseo de huir de allí. Creía que bastaba abrir la mano para que alguien, compadecido, le tendiese alguna cuerda. «He de hacer algo, pensó, antes de que sea demasiado tarde». La atmósfera se había tornado espesa, asfixiante. Y, como respondiendo al eco de su inquietud física, sentía acrecentarse los temores que le embargaban y cuyo origen no alcanzaba a desvelar. Quería moverse y se mantenía inerte. Se agitaba en un clima de pereza y de embotamiento, y no sabía decirse otra cosa que: «Va a suceder algo; va a suceder algo; va a suceder algo».
Se durmió otra vez, se despertó y volvió a dormirse de nuevo. Soñaba en voz alta. Luego se arrebujó en la cama y entornó los párpados. Una prisa intolerable le acuciaba. Su corazón latía con violencia. Había una cosa de la que no se acordaba en aquel momento de importancia capital. Debía hacer algo, en seguida, de prisa, y no sabía qué. Dirigió una mirada en torno. Una voz le susurraba al oído: «Aún estás a tiempo. Aún estás a tiempo». «¿A tiempo de qué?», había preguntado. Pero la voz no contestaba, sólo repetía su cantinela de un modo monótono, obstinado: «Aún estás a tiempo». Se incorporó en la cama y espió la habitación. No había nadie; todo estaba inmóvil, en el orden de siempre. «Han hecho trampa, pensó, tengo que salir de aquí y desenmascararles». Trató de saltar del lecho, pero se dejó caer de nuevo. «Ahora ya no tiene importancia». Se acordó de su pesadilla y empezó a temblar. «¿Qué significan los sueños? ¿Sirven de algo los presentimientos?». Cerró los ojos y la voz le habló: «De prisa, aún estás a tiempo».
—¿A tiempo de qué?
Gritó en voz alta y no obtuvo respuesta. Acababa de asustarse a sí mismo, y se echó a reír. «Es absurdo, pero todo eso lo he vivido antes, no una vez sino infinidad de veces, desde que era niño. En el fondo, siempre lo he aguardado: como una de esas pesadillas en que te aproximas al abismo y, aunque sabes que alguien te empujará por la espalda, te quedas allí, quieto, al acecho… Hay algo que te atrae y no sabes qué es. Tal vez el fondo de cada uno de nosotros sea esto, un abismo». Pensaba a media voz y se tapó los oídos.
—Tengo que hacer algo —dijo.
«Calma, calma, me estoy portando como un estúpido. Si alguien me viera, creería que estoy chiflado. O que me falta “algún tornillo”, como decían las criadas hablando de mi abuela. Es absurdo porque yo…».
—No me importa nada —gritó—. Nada, absolutamente nada.
Había perdido el dominio de sus nervios. Cogió el vaso de leche de la mesita y lo vació de un solo trago. Casi al instante la tuvo que escupir. Era repugnante: estaba agria. Además, no tenía sed. Lo que tenía era sueño. Cerró los ojos y se volvió a dormir. No se volvió a dormir. Ni él mismo sabía a ciencia cierta lo que pasaba. Luego se durmió de verdad y le despertó el húmedo roce de una mano. Era Uribe.
—David —murmuró.
Le obligó a incorporarse contra la almohada y le mantuvo sujeto por la manga. Había subido la escalera sin aliento y al entrar en el piso se había golpeado en la cara. El pómulo le sangraba ligeramente:
—David, David. Óyeme. Es preciso que te levantes en seguida y te marches.
Comenzó a zarandearle con todas sus fuerzas y David inclinó la cabeza hacia adelante. Uribe le pasó la mano por el cuello y le obligó a mirarle a la cara.
—Óyeme. Haz un esfuerzo y atiende. Vengo del estudio de Agustín y allí me he enterado de todo. Yo… —su voz vacilaba, se absorbía por sí misma, se quebraba—. Quería decirte una cosa, David. Pero has de escucharme. Oh, has de escucharme. ¡David!
Se sentó en la cama y lo atrajo hacia él. Notó que sus manos temblaban y se sintió lleno de odio hacia sí mismo. «Yo tengo la culpa de todo —pensaba—. Si no hubiera sido por mí, no habría ocurrido nada. Quería divertirme jugaba». Echaba de menos a Raúl.
—Despiértate, David, por lo que más quieras, despiértate.
Le vio abrir los ojos y su inquietud se acrecentó, parecía idiotizado. Su mirada carecía de expresión.
—David, por el amor de Dios, atiéndeme.
El muchacho hizo un signo afirmativo con la cabeza pero la dejó caer hacia adelante, inerte, junto al hombro de «Tánger». Uribe creyó volverse loco.
—David, por lo que más quieras, despiértate. Tienes que escaparte. Yo hice trampa en el póker, te serví las cartas malas. Había bebido mucho aquella tarde y Páez me hizo creer que era una broma. Yo imaginaba que era un juego… Estaba tan triste aquella tarde, que necesitaba alegrarme, fuese como fuese. Quería ser audaz y brillante y que todos me quisierais. No sabía que cuando hablaban de matar lo decían en serio. Supuse que era un juego, ¿comprendes? Hasta entonces, siempre habíamos jugado e imaginé que era una broma.
David le contempló con sus ojos suaves y todo su rostro pareció embellecerse con aquella mirada.
—Lo sé —murmuró.
Le había observado un instante y en seguida cerró los ojos. Uribe sintió que los suyos se llenaban de lágrimas.
—Te juro que no sabía nada. Estaba muy borracho y no podía imaginar que Páez hiciese eso. Deseaba estar alegre, ¿comprendes? Hubiera hecho cualquier cosa con tal de estarlo. Ya sé que a ti te da lo mismo y que no querrás perdonarme… Yo… Sólo merezco que me escupas…
La voz se le quebraba en la garganta y, de pronto, le asaltó un pensamiento absurdo: «Exactamente como en tus mejores momentos». Vaciló, aterrado. Le había asaltado una duda horrible y, al ofrecer su mejilla a David para que escupiese en ella, comprendió que también ahora estaba representando. «Dios mío, Dios mío. Quiero a David, en serio. No finjo. No hago teatro». Se sentía prisionero de sus disfraces y rompió a llorar con desesperación.
—Soy un canalla, un perfecto canalla. Yo tengo la culpa de todo. Quieren matarte. Esta misma tarde van a matarte. Yo estaba en el estudio cuando todos se marcharon y oí cómo lo decían. Te juro que no me lo invento. Te juro que no estoy borracho. Yo estaba tirado en la alfombra y hacía ver que dormía. Pero lo oí todo. Agustín dijo que tenía que matarte y Páez calló. No le contó lo de la trampa ni yo me atreví a contárselo. Tenía miedo de que me mataran a mí también.
Tenía los ojos semicerrados a causa de las lágrimas y sus párpados se estremecían de un modo incesante.
—Lo he oído todo. Y no estaba borracho. Páez se dio cuenta de que estaba allí y quiso pegarme. Era como un demonio, David. Ya me había pegado otra vez y yo temblaba. Pero lo oí todo. Esta noche vienen a buscarte. Aprovecharán el momento en que la portera va al Rosario y te matarán. Tienes que escaparte ahora mismo. Ya buscaré un lugar donde puedas pasar la noche y mañana te vas a Barcelona. O si lo prefieres, coge el expreso de las ocho. Yo…
Se llevó la mano al bolsillo y sacó varios billetes de cien pesetas.
—Tres, cuatro, cinco. Quinientas. Con eso tienes de sobra. Yo ya me ocuparé de lo demás. Pero has de hacerlo ahora mismo. El tren sale dentro de media hora y ellos están por llegar. Si te encuentran aquí te matarán. Oh, David, David.
De nuevo había caído en el sopor y parecía no escucharle. Uribe le sujetó por los hombros y comenzó a sacudirle con fuerza.
David se acordó del sueño y pensó que la trampa lo había engullido al fin. Se lo dijo así a Uribe y la voz le salió de la garganta débil y ahogada.
David se acordó del sueño y pensó que la trampa no tenía ninguna importancia. Se lo dijo así a Uribe y la voz le salió de la garganta débil y ahogada.
—Eso no importa ya, Uribe. De todos modos habría fracasado.
Cerró los ojos como dando por zanjado el asunto, y «Tánger» sintió que su cuerpo se empapaba de un sudor real.
—Por Dios, David, levántate. Te juro que no finjo. Aún estás a tiempo. Tienes que levantarte.
«Sí —pensó David—, tengo que levantarme. Aún estoy a tiempo». Sabía, al fin, de qué estaba a tiempo. Uribe se encargaba de decírselo al oído. «Te matarán, David, te matarán. Dentro de poco subirán a matarte». Pero permanecía tieso, rígido, como acababa de acontecerle en el sueño. Se acordó de la pesadilla. Gloria. Juana. La pistola. El plazo.
—David, por Dios, David.
Uribe le hablaba junto al oído a media voz, con palabras que acompañaba de caricias, súplicas, amenazas. Y continuó inmóvil con la barbilla inclinada sobre el pecho y las blancas manos enlazadas encima de las rodillas.
—Tienes que oírme, David. Prométeme que me harás caso.
Temblaba como una hoja. En la penumbra lunar de la habitación había contemplado la esfera del reloj: faltaban veinte minutos para las ocho. Mendoza y Luis podían presentarse de un momento a otro. Si le encontraban allí, también le matarían.
—David —murmuró—. David.
Acababa de comprender que iba a marcharse y se dirigía insultos contra sí mismo. Miraba a David, tratando de espiar en su rostro algún signo de vida, pero desistió de pronto con un escalofrío. «Parece muerto, pensó, tiene la cara rígida lo mismo que un muerto».
—David —susurró.
Le hablaba en voz baja, como invadido por el temor de despertarle. El mismo veía sus ademanes, reproducidos en el espejo, y se sentía contemplado, atento.
—Te van a matar y has de marcharte ahora, en seguida. Te he dejado dinero. Quinientas pesetas. El tren sale dentro de media hora, pero puedes tomarlo aún si coges un taxi. Pero has de darte prisa. Mucha prisa…
La voz le salía de la garganta como un hilo y él mismo se daba perfecta cuenta de que ahora sonaba a falso. Pero no podía evitarlo. Algo más fuerte que él le impulsaba a mentir, a prolongar aquel instante odioso.
—Has de ir a la estación, ¿comprendes? Faltan pocos minutos y están por llegar. Ya te he dado el dinero, ¿ves? —Le dio un golpecito en la chaqueta y dejó allí los billetes—. Pero has de irte ahora mismo si no quieres que sea demasiado tarde.
Se detuvo y miró en torno a él, atónito, como hipnotizado. A través de la ventana abierta, contempló el paisaje que se extendía por encima de los tejados, y del que cualquier signo de vida parecía suprimido. Uribe se detuvo a pesar suyo, fascinado por el ademán de desamparo de aquellas casas viejas. La luna cubría con un baño de plomo los salientes de pizarra, los pequeños charcos y las paredes rezumantes. Le asaltó la impresión de hallarse en un paraje encantado, como el que se describía en los libros de cuentos. Inmóviles bajo el magnesio continuado, las fachadas se mostraban corroídas, gastadas. Y la minuciosidad, la gracia del parpadeo y el destello fugaz de las gotas que se desgranaban, parecían arrancadas de una lámina fotográfica.
Lentamente, se volvió hacia el espejo y analizó su pálido rostro de payaso. Al moverse se imaginó que hacía un esfuerzo sobrehumano, como si para lograrlo hubiese tenido que infringir alguna ley física, y en seguida se inclinó sobre su camarada.
—David —musitó—. Me veo obligado a dejarte ahora mismo. Pero es preciso que recuerdes cuanto te he dicho y, sobre todo, que vayas muy de prisa. Si te apresuras, aún tienes tiempo. Te he dejado el dinero ahí, en la cama. No tienes más que tomar el taxi y marcharte. ¿Me oyes?
Había inclinado la cabeza para auscultarle y le pareció que dormía. Desde hacía unos segundos los rasgos de su cara se habían afinado y una inteligencia extraña brillaba en sus pupilas. Ensayó una voz débil.
—David, ¿me oyes?
El muchacho tenía los ojos cerrados. Su pecho se arqueaba al respirar.
—David.
Le pasó la mano por la frente con mucha suavidad.
—Estás dormido, ¿verdad?
No obtuvo respuesta y se incorporó. El espejo le devolvía una imagen blanca, fantástica. Se llevó el índice a los labios.
—Chist. Duerme.
Le tocó con el dedo meñique la punta de la nariz y dijo una frase en esperanto: tampoco nada. Recogió la manta que resbalaba a los pies de la cama y la extendió con sumo cuidado hasta los hombros, procurando arroparle de la mejor manera. El muchacho respiraba de un modo jadeante y Uribe le aflojó el nudo de la corbata.
—Duerme, duerme tranquilo.
Se acordó del dinero que acababa de entregarle e introdujo la mano debajo de la manta. Sacó los billetes uno a uno y se los volvió a guardar.
—Tengo algunos gastos —murmuró.
Se alejó de la cama a hurtadillas, caminando sobre la punta de los pies y el índice inmóvil sobre los labios. El espejo le devolvía su imagen blanca y Uribe le hacía reverencias y le saludaba con la mano.
Al llegar a la puerta se detuvo. Acababan de dar las ocho y la campana de la parroquia convocaba a los fíeles al santo Rosario. Toda su agitación se había desvanecido, sucedida por una calma mágica.
—Estoy loco —dijo a media voz.
Pero no experimentaba ningún remordimiento. Descendió los escalones de cuatro en cuatro y montó en el taxi que aguardaba en la puerta. La portera acababa de marcharse.
—Lléveme usted a cualquier taberna —dijo—. Mañana empieza la Cuaresma y es preciso que ahora me emborrache.
Cuando Mendoza y Luis llegaron le habían sorprendido en pleno sueño. Oyó el crujido de sus pisadas en el rellano y se despertó lleno de sobresalto. «Ya están aquí».
Le asaltó la impresión un poco turbia de que se había olvidado de algo importante e intentó recordarlo vanamente mientras se levantaba de la cama. Quería que lo encontrasen de pie; a ser posible, lavado y arreglado. Uribe debía de haber cerrado la puerta al salir; oyó que vacilaban antes de pulsar el timbre y se apresuró a encender la luz.
—Ya va, ya va.
Se acordó de que no tenía nada que ofrecerles y por un momento pensó avisar a la portera. «Pero no vienen a beber. Vienen a matarme». Lo dijo a media voz mientras se peinaba y se encaminó a la puerta. Desde allí dirigió una última ojeada al dormitorio: todo estaba en orden.
Agustín fue el primero en entrar; vestía con una gabardina blanca que no le había visto nunca y la chalina de pintor, mal anudada, le resbalaba, como una soga, por el pecho. No llevaba guantes, como confusamente había entrevisto en sus sueños y se sintió lleno de gratitud; las manos desnudas le infundían más confianza. Páez estaba detrás y se escurrió como una sombra.
—Venid. Sentaos.
La ventana estaba abierta de par en par y la cerró. Podía verles alguien. Encendió la lamparilla de la mesita y apagó la luz del techo. La habitación se dividió inmediatamente en dos zonas, que la onda luminosa delimitaba con regularidad.
—No tengo nada que ofreceros —se excusó.
—No te preocupes. Da lo mismo.
David tuvo el fantasma de una sonrisa y se apoyó en el asiento de la butaca. Se sentía fatigado, indeciso. Ya no pensaba que iban a matarle.
—Os esperaba —dijo con voz suave.
Mendoza, frente a él, le contemplaba con los ojos medio entornados.
—Preferí no avisarte por teléfono. Sabía que nos aguardarías de todos modos.
Su voz se elevó vacilante:
—Gracias, Agustín.
Las manos le resbalaban a lo largo de las piernas, blancas y delgadas, como si durante largo rato las hubiese sumergido en una tina de agua.
—He estado durmiendo desde que he llegado —dijo—. Anoche, realmente, apenas logré dormir.
La mirada de Agustín era suave, casi acariciante. Antes de entrar en el piso había imaginado la escena: David, blanco y espigado, fumando con indolencia, como un ser sin nervios y sin sangre. Siempre había pensado que acabarían de ese modo. Y la ansiedad que experimentaba por él le daba la medida de su afecto.
—Por un momento —explicó David con sencillez— estuve a punto de irme. Era más fuerte que yo. Luego, se desvaneció poco a poco.
—Es natural —dijo Agustín—. También yo hubiese sentido lo mismo.
—Eres muy amable.
Lo dijo en voz muy baja, sonriéndole desde la sombra.
—¿Tienes un cigarrillo? Me hará sentir mejor.
Agustín hurgó en los bolsillos.
—No son muy buenos, pero…
—Lo mismo da.
Fumaron en silencio. David observó que Páez agitaba el pie con impaciencia. Asistente mudo al diálogo de los dos camaradas, se sentía excluido, ajeno. «Tiene prisa», pensó.
Le vio hacer un movimiento brusco y los cigarrillos de su petaca cayeron en todas direcciones. Instintivamente se inclinó para ayudarle; hincó una rodilla en la alfombra pero se detuvo confuso ante la mirada llameante del muchacho.
—Perdón —dijo.
Los colores le habían subido a la cara y lleno de confusión tomó entre sus manos la jarra de agua de encima de la mesa: las huellas de sus dedos quedaron impresas en el vidrio como las pezuñas de un animal extraño y se difuminaron lentamente sorbidas por el vaho.
Se acordó del primer día de su encuentro con Mendoza. Tenía la misma cara de ahora. Se apoyaba con el codo en un velador de mármol y, con la cucharilla, hacía círculos en el café. También estaba inclinado hacia adelante y sus ojos le medían con la misma dulzura. «Va a matarte». Sintió que una emoción extraña hacía presa en él, como si todo su cuerpo fuese hueco, y tuvo miedo.
—Debe ser tarde —murmuró.
«¿Si no tuve el valor suficiente para matar, no lo tendré siquiera para dejar que me maten?». Una esperanza absurda, insana le hablaba junto al oído: «Mírale a la cara, David. Si le miras no te matará». Y se sintió lleno de odio hacia sí mismo.
Los ojos se le habían llenado de lágrimas y, para ocultarlas, se volvió hacia atrás. De prisa. Por favor. Agustín aprovechó aquel instante: el blanco estaba a menos de medio metro y el gatillo respondió a la presión. La bala se hundió en el pecho de un modo blando.
David no tuvo tiempo de darse cuenta: se inclinó hacia adelante y se derrumbó a cámara lenta.
—Perdóname —dijo Agustín—, tú sabes que era necesario.
Se volvió hacia atrás, de un modo instintivo, como aguardando la protesta de todo lo que, durante mucho tiempo, había compartido la vida de David: sólo un silencio que casi era sonido. El ruido había sido semejante al chasquido de un látigo. Sobre la alfombra el cuerpo había caído boca abajo y la mano se contrajo hasta quedar agarrotada.
Visto desde arriba daba la impresión de hallarse sumido en un profundo sueño. Tenía los brazos extendidos, siguiendo la línea del cuerpo como un nadador de crawl y sus pies inmóviles, juntos por los tacones, imitaban la aleta de un gran pez. Hacía un momento estaba lleno de vida, pensó. Ahora, por uno de los costados, empezaba a brotar la sangre. La mancha oscura se corría rápidamente, empapaba ya la alfombra…
Mendoza se agachó junto al cadáver y con sumo cuidado lo hizo volver boca arriba. David tenía los ojos abiertos, desviados, como las órbitas sin vida de una muñeca de lujo y, al echar la cabeza atrás, permanecieron vueltos a la luz como dos dalias claras. Torpemente, Agustín le bajó los párpados. Apoyó la cabeza en el pecho. No respiraba. Dentro de poco los gérmenes disgregadores del ambiente se introducirían en aquel cuerpo amigo sin resistencia y comenzarían a desfigurarlo.
—Está muerto —dictaminó.
Se volvió hacia atrás. Páez le miraba con el semblante desencajado y se apoyaba con las palmas de las manos en el escritorio de David. Arrodillado junto al cadáver, Mendoza le contempló con detenimiento y la sombra de una sonrisa distendió sus facciones.
—¿Te sucede algo? —dijo.
Todo el aplomo del muchacho había desaparecido a la vista de la sangre. Se llevó a los labios la jarra en que David había dejado sus huellas y comenzó a beber pequeños sorbos.
—¿Estás enfermo? —oyó que le decía.
Luis no contestó; observaba la mancha roja, mientras aumentaba lentamente de tamaño y, sin poderlo evitar, cerró los ojos.
—Creí que estabas dispuesto a llegar hasta el fin —dijo Agustín, con sorna.
Páez se mordió los labios. Se sentía ahogado, impotente.
—Y he llegado —murmuró—. Pero no me gusta ver la sangre.
Logró hablar de un modo natural a costa de un gran esfuerzo y él mismo se escuchó, asombrado.
—No hace falta que lo digas —dijo Agustín—. Lo veo.
Contemplaba el cadáver con aire hosco y se sintió lleno de rencor. Oscuramente, responsabilizaba a Páez de lo que había ocurrido y toda su mente destilaba veneno.
—No hay nada como estas situaciones para aprender a conocerse —dijo—. Hace algún tiempo, cuando volé a Londres con mi padre, uno de los motores se paró en pleno vuelo y el piloto creyó que nos íbamos a estrellar. La gente, al darse cuenta, comenzó a dar chillidos. Era algo inútil, no iba a salvarse nadie y, sin embargo, chillaban. Yo no cabía en mí de asombro. Me volví hacia mi padre, algo aturdido. Estaba junto a mí sin reconocerme y no hizo ningún caso de mis palabras. También se había puesto de pie y aullaba. Como puedes comprender, no pasó nada. Aterrizamos en la isla y nadie sufrió ningún daño. Pero aquello me fue muy instructivo. Desde entonces me he acostumbrado a dividir la gente en dos categorías: los que habrían chillado y los que no. —Hizo una pausa durante la cual la sonrisa pareció adherirse a sus rasgos como una emanación inmóvil y añadió—: Querido Luis, creo que tú habrías chillado también.
—Mierda —dijo Páez.
Se llevó la jarra a los labios y continuó bebiendo. Odiaba a Agustín; de estar en sus manos, sin duda lo habría matado.
—No te excites, por favor. Ten un poco de respeto a los muertos. Esto está muy mal. Además, tú quieres que me calle. Y yo te digo no. Hemos matado a David, es preciso que lo recuerdes y debes acompañarme hasta el final. Hasta el final, ¿comprendes?
Las palabras se hundían en su mente como impactos. Tenía que volverse. Agustín estaba arrodillado junto al cadáver y le hablaba. Tenía que volverse, tenía…
—Óyeme bien —le dijo. Nos hemos embarcado en el mismo asunto, y si nos cuelgan, nos colgarán a los dos. O escaparemos los dos. Tengo un permiso fronterizo para ir a Portugal si las cosas se complican. Pero ahora es preciso que te enteres de esto. Lo que acabamos de hacer es un asesinato. David está muerto ya. Fíjate.
Le elevó uno de los brazos y lo dejó caer, rígido, inerte.
—Ha muerto y no tienes que temerle. Sólo los vivos hacen daño. Los muertos —volvió a levantar el brazo y lo dejó caer—, los muertos, no.
Se arrodilló en la alfombra y con la ayuda de un pañuelo le quitó el reloj. Estaba parado. Las agujas marcaban las dos menos cuarto. Se puso de pie y recorrió la habitación con la mirada. Luis le observaba, pálido, con los labios temblorosos.
—¿Qué buscas?
Agustín no le hizo ningún caso. Dio cuerda al reloj y lo detuvo a las nueve. Luego cogió el cortapapeles más pesado y golpeó la esfera con el mango. La aguja se detuvo en seco, bajo la esfera resquebrajada. Con sumo cuidado volvió a ajustárselo a la muñeca. En seguida dirigió una mirada en torno.
—Vamos, haz algo —dijo con voz despectiva—. No es así como queda la habitación después de un robo.
Abrió los cajones del escritorio y vació su contenido por el suelo. Empleaba el pañuelo para coger cualquier objeto, cuidando de no dejar ninguna huella. Las cuartillas del diario volaron sobre la alfombra, salpicaron la pieza de blanco. Luego abrió la puerta de la mesita, revolvió el armario de la ropa. Páez le contemplaba sin hacer nada. Recordó que se había apoyado en la mesa y borró sus huellas con un pañuelo. Repitió la misma operación con la jarra de agua. Luego se quedó inmóvil, de espaldas al cadáver, con la cara empapada de sudor y un frío húmedo en la espalda y las axilas.
—Ahora —dijo Agustín— no tienes más que golpearlo.
Acababa de vaciar el cajón de la ropa y le contempló con aire irónico.
—¿Golpearle? —barbotó Páez—. No te entiendo.
—Me explicaré, entonces. Hemos venido aquí a robarle y David ha intentado defenderse. Le hemos golpeado y como se resistía ha sido preciso disparar. ¿Está claro ahora?
El rostro del muchacho se había demudado.
—Esto es absurdo. Está muerto.
—Muerto o no, tienes que golpearlo. Lo prometiste.
—Te dije que llegaría hasta donde tú llegases —repuso Luis—. Pero eso no entra en el juego.
—Si quieres decir con ello que lo haga primero yo estoy dispuesto a complacerte.
Se aproximó al cadáver e hizo ademán de golpearlo.
—No, por Dios…
La voz le brotó de la garganta, inhumana, lo mismo que un aullido. Le envolvía una nube espesa. Sentía deseos de vomitar. Se pasó la mano por la frente y balbuceó:
—No puedo, ¿entiendes?, no puedo… Te lo suplico. Eso no. —Se detuvo unos momentos y añadió con voz más ronca—: Yo obligué a Uribe a hacer trampas.
—¿Trampas?
—Sí. Le sirvió las cartas malas. Yo…
La mirada de Agustín tenía la dureza del metal.
—¿Y puedes decirme qué tiene que ver eso con que no puedas golpearle?
La confesión había aflorado a los labios de Páez contra su voluntad. Pero la respuesta de su camarada le hizo sentirse aún más infeliz.
—Yo… Ahora… No.
—¿Ahora? ¿Dices: ahora? ¿Has necesitado verle muerto para darte cuenta? ¿O no te has convencido aún de que lo está? Si quieres…
Repitió el ademán de hacía unos momentos.
—No. Por favor.
Luis comenzó a decir obscenidades, pero se detuvo en seco. Alguien acababa de subir por la escalera. Hubo un segundo durante el que todo pareció congelarse, como si una cámara fotográfica se hubiese detenido a mitad de la proyección para facilitar la contemplación del conjunto y bruscamente, un timbrazo enloquecedor cayó como una piedra, en aquel remanso quieto y comenzó a irradiar sus ondas a lo largo de la estancia, sobre los muebles inmóviles, los cajones abiertos, los blancos papeles de la alfombra y el cadáver del muchacho.
Los dientes de Páez castañetearon. El ansia de gritar le ascendía por la garganta como un sifón irresistible. Tuvo que taparse la boca con las manos y comenzó a gemir. Agustín se metió en el bolsillo de la gabardina el revólver que había dejado encima de la mesa. Se aproximó al interruptor de la lamparilla y apagó la luz.
El timbre volvió a sonar de nuevo. En la habitación a oscuras sólo se oía el lento gotear del grifo del lavabo y las pisadas del intruso en el rellano de la escalera.
—Señorito David.
Era doña Raquel. Se acordó que no había echado la barra de la puerta y a paso de lobo se dirigió al recibidor. A sus espaldas, Luis gemía. Había hecho ademán de escaparse y su pie aplastó un objeto blando. David. Dio un respingo y se aferró al hombro de Mendoza.
—Nos van a coger. No tenemos escape.
Agustín le abofeteó en plena cara.
—Quédate ahí. Quédate o te mato.
Lo dejaba en la habitación, a oscuras, con el cadáver.
—No… No…
La voz se le estrangulaba. Mendoza no le hizo ningún caso. Cerró la habitación y se adelantó por el recibidor de puntillas. Raquel había introducido la llave en la cerradura y la puerta se abrió de improviso. Acababa de encender la luz y la mujer retrocedió.
—Qué susto me ha dado usted —exclamó al reconocerle—. Había llamado dos veces e imaginaba que no había nadie. Subía con la cena del señorito.
En la bandeja, muy bien servida, había un plato de sopa, patatas fritas con salsa y dos filetes de ternera. Mendoza la contempló fascinado. Comida para David.
Doña Raquel hizo ademán de entrar en el dormitorio, pero Agustín no se apartó de la puerta.
—Duerme —dijo—. Será mejor que lo deje aquí entretanto. Dentro de poco, si no se despierta, se la daré yo.
La mujer le miraba indecisa. Había algo extraño en el ambiente. Su misma entrada…
—¿No quiere usted que lo deje encima del escritorio?
Mendoza continuó firme ante la puerta.
—Muchas gracias. Creo que nos las arreglaremos bien los dos solos. Si necesitase algo la llamaría. David no se encuentra bien. En fin, ya lo sabe…
Doña Raquel dejó la bandeja encima de una mesita destartalada. Era aficionada a las pláticas y se apresuró a coger el cabo que le ofrecía.
—Pobrecillo —dijo con gran ternura—. Ya sabe usted el susto que nos dio anteanoche. Cuando lo encontramos estaba amarillo, lo mismito que un cadáver. Tanto que yo le dije a la niña: el señorito se nos muere. Qué susto, Santo Dios… Para mí —añadió bajando la voz— que eso le viene del padre. No es normal que a los veinte años se tenga el corazón como ese chico. Cuando lo comparo con mi niña…
Llevaba una bata de sarga y el pelo, teñido, era un ejército de menudos rizos.
—No hay nada como llevar la vida que Dios manda, ¿no le parece? No se dejarían luego todas esas lacras. Si uno es honrado de corazón…
Mendoza no la oía. Contemplaba la salsera con expresión fascinada. Se volvió de improviso.
—Cuando haya concluido la llamaré. Entretanto prefiero que duerma un rato.
—Pobrecillo —dijo la mujer—. Pobrecillo.
No se decidía a dar por terminada la conversación y se balanceaba alternativamente sobre una y otra pierna.
—Si me necesita, ya lo sabe. No tiene más que bajar un piso. Dígale que dentro de media hora le subiré el flan.
—No se preocupe. Se lo diré.
La había acompañado hasta la puerta y la ajustó con el pestillo. Durante unos minutos permaneció erguido, inmóvil. La bandeja le atraía en una forma irresistible. Salsa. Dos filetes tostados.
Nunca había sentido tanta calma como ahora. «De modo que era eso, pensó. Tantos años pensando en una cosa semejante para que resultase así. Es increíble». Cogió la bandeja con la mano izquierda y penetró en la habitación. Luis se precipitó a su encuentro.
—¿Qué pasa? —dijo—. Por Dios, ¿qué pasa?
Con gran lentitud, Agustín dejó la bandeja encima de la mesa y se arrodilló en busca del enchufe. Páez gemía en voz baja. La espera le había enloquecido. Su cuerpo era como de goma.
—Tenemos comida —dijo Agustín con voz átona.
Bajo la asalmonada luz de la pantalla, la salsa parecía aún más roja. Sangre. Páez desvió la mirada.
—¿Quieres decirme qué ha pasado?
Había llegado al extremo límite de sus nervios y le pareció que iba a desvanecerse.
—Calma —dijo Agustín—. Sobre todo, mucha calma.
Tomó asiento en la butaca de David, y contempló la bandeja con detenimiento.
—Fíjate —murmuró—, han traído la cena. La cena de un muerto.
—Cállate —gritó Luis.
—Parece apetitoso. ¿No quieres un poco?
—Cállate.
Comenzó a blasfemar. Las palabras ascendían atropelladamente por su garganta y a veces formaban un nudo que le impedía hablar.
—Entonces, déjame comer a mí.
Eligió con los dedos, al azar, un trozo de patata frita y lo mordisqueó por la punta.
—Qué rica.
Lo hundió en la salsera. El líquido rojo, escurridizo, goteaba en el mantel. Se lo llevó a los labios y lo mascó con deleite.
—Hacía siglos que no comía nada tan bien guisado. Realmente David sabía cuidarse. Esa salsa…
—Cállate.
Se había vuelto de espaldas al cadáver y miraba con desesperación los machetes clavados en la pared.
—Nos han visto ya. No hay coartada que valga. Debiste… Oh, oh, qué imbécil… En tu lugar…
—En mi lugar —dijo Agustín.
—La habría matado. —Se volvió hacia él y añadió con desafío—: Sí, lo habría hecho.
Agustín se llevó a los labios uno de los filetes.
—¿Sí? ¿Y qué habrías conseguido?
—Salvarnos —exclamó—. Sí, salvarnos. Estamos cogidos, no tenemos salida. Esta misma noche nos atraparán…
—Quieto —dijo Mendoza—. Hablas sin saber lo que dices. No te encuentras en ningún callejón sin salida y si tú quieres nadie te atrapará. Son imaginaciones tuyas.
—No te entiendo.
—Te lo explicaré entonces en pocas palabras. La mujer sólo me ha visto a mí. No tiene por tanto motivos para sospechar que haya intervenido otro. Tú dices que no tenemos ninguna salida, pero deberías hablar en singular. Soy yo quien no tiene ninguna salida. A ti no te ha visto nadie.
La nube que desde hacía unos minutos enturbiaba la mente de Luis desapareció como por ensalmo. La sangre volvió a fluir por sus venas de nuevo.
—Quieres decir que…
—Nada. Simplemente que estás en libertad. Nadie te ha visto entrar. La mujer no te ha visto. No sospecha nada. Su llegada te ha salvado.
Páez vaciló, dividido entre la esperanza enloquecedora y el temor de que Agustín bromease.
—¿Y tú? —logró articular al fin.
—¿No te he dicho que no diré nada? Allí está la puerta. Puedes marcharte cuando te plazca.
Luis tragó saliva. La calma de Agustín, más que ningún grito, le aterrorizaba. Experimentaba un deseo inmenso de huir de allí, pero algo más fuerte que él lo inmovilizaba junto al cadáver.
—Yo… No sé cómo…
—Lo que puedas pensar me tiene sin cuidado. Vamos. Lárgate.
—¿Y tú qué…?
—No digas que te preocupas por mí. No lo creo.
—Yo…
—Fuera. Largo.
Páez avanzó hacia la puerta, dando un rodeo para evitar el cuerpo de David. Agustín le miraba. Sus pupilas se clavaban en su espalda como dardos.
—Fuera.
Al quedarse solo lanzó un suspiro de alivio. Le pareció que la escena se había quedado sin comparsas, que al fin podía dialogar con David. Se acordó de sus palabras: «¿Qué ha sido de nosotros?». Ahora podía contestar:
—Estamos muertos los dos.
Dejó el filete a medio masticar y consultó la esfera del reloj. «Dentro de diez minutos, pensó, no habrá ya quien le pille». Dirigió una mirada en torno.
David había sido siempre un chico cuidadoso. El desorden le repugnaba.
Comenzó a recoger las cuartillas del diario que minutos antes había esparcido a su alrededor. Volvió al orden primitivo los cajones, la ropa y los estantes. En el lavabo hizo una gran hoguera con los escritos y los vio retorcerse, frágiles y negros, como fragmentos de papel carbón. Y le pareció que con aquello había quemado el último residuo de David.
Alzó por los hombros el cadáver de su camarada y lo condujo hasta la cama. Había dejado de sangrar. En la alfombra el charco era oscuro, casi negro. Lo extendió sobre la colcha con dificultad —estaba ya algo rígido— y apoyó su nuca en la almohada. La cara expresaba una gran paz, como Agustín no le había visto nunca en vida y, antes de alejarse de él, le besó ligeramente en la mano.
La habitación estaba de nuevo en orden. Mendoza la recorrió con la mirada y apagó la lamparilla. La ventana estaba cerrada y la abrió de par en par. Arrojó el reloj aplastado al tejadillo vecino y abandonó el dormitorio.
La luz del recibidor estaba encendida. También la apagó. Todo debía tener el orden de siempre. Era extraño. Sentía una gran calma. Descendió el tramo de la escalera que iba de la buhardilla al tercer piso y golpeó en la puerta de doña Raquel.
—Ah. ¿Es usted?
—Yo me marcho ya, pero creo que David la necesita. Suba usted a hacerle compañía. No conviene que esté solo.
—Ahora mismo voy, don Agustín. En cuanto acabe de fregar los platos.
—Cuando quiera. Muy buenas noches.
Bajó la escalera pausadamente y en el portal encendió la pipa. La portera no había llegado aún. Con las manos hundidas en los bolsillos se dirigió al bar de la esquina.
«Es extraño, pensó Agustín, parece como si desde un principio lo hubiera presentido. Había algo en su manera de ser que me turbaba: el ademán de extender las manos cuando se sentaba, su forma de sonreír, la expresión que tenía de pedir excusas. Si me hubieran preguntado el motivo, no habría sabido responder. Pero lo pensé desde el comienzo».
La mujer le había servido una botella de ginebra y le sonreía acodada en la barra del bar. Era una rubia gruesa, ordinaria y chillona, que conocía por sus frecuentes visitas al local. Se había propuesto rescatarle de la bebida y le cuidaba con una ternura verdaderamente tiránica.
—No te la bebas toda, bichito —le dijo al descorcharla—; ya sabes que no te conviene.
Le servía el alcohol a regañadientes y un día que estaba muy borracho llevó su solicitud hasta acompañarle al estudio. Mientras apuraba la copa, la contempló con detenimiento. Tenía el cabello ahuecado en menudos rizos y la cara cubierta de una espesa capa de polvos. Sus ojos eran oscuros, como de azabache. Le devolvió la sonrisa.
Se acordaba perfectamente de todo y sentía una gran calma. Acababa de matar a su camarada y ahora permanecía allí, bebiendo. «Todo estaba previsto desde un principio. Mi última lección era matarle y la suya dejarse matar. Los dos representábamos una escena aprendida, de las que acaban mal». Empezaba a ver claro. «Si Ana no hubiese acudido a visitarme y si David no hubiese sido amigo de Gloria y si Luis no se hubiera propuesto jugarle una mala pasada; y si Uribe… Siempre el si… La casualidad. No hay nada sino un absoluto azar». Se sirvió cuatro copas, una detrás de otra. «Ahora soy un asesino, dentro de poco me detendrán».
Desde detrás del mostrador la empleada le guiñó un ojo. Su cuerpo se hallaba en continuo movimiento, de forma que los senos se esculpiesen en la blusa blanca del delantal. Colocó sobre la barra media docena de vasos. Los llenó de peppermint hasta la mitad y proyectó sobre el líquido de los vasos un chorro de sifón. El verde esmeralda empalideció lentamente. A través del vidrio se divisaban espirales más oscuras que se anillaban en lo alto: era como el vaho turbio que se levanta a mediodía sobre las playas veraniegas.
—Bebes demasiado —le dijo al pasar.
Se entregaba a una frenética actividad, con la jactancia que ponen las personas cuando se sienten observadas. Continuamente descolgaba botellas de los estantes superiores, devolvía al mozo las copas vacías, mantenía a un tiempo distintos diálogos. El local estaba bastante animado. Una promiscuidad cálida agrupaba a la gente en torno a las mesas. Las conversaciones se oían desconectadas, sobre un fondo de susurros, de palmadas, de sifones vacíos que se tornaban roncos.
En aquellos, momentos, calculó, doña Raquel debía revolucionar con sus chillidos a toda la escalera. Continuó bebiendo, casi sin parar. El nivel de la botella descendía de un modo sensible, estaba a menos de la mitad. Se le había ocurrido una idea absurda mientras descifraba los extraños guarismos de la etiqueta: «El viejo es un simple pretexto». Todos los incidentes y sucesos de aquel día agitado, sus conversaciones con Luis y con Ana, la necesidad de comprometerse de un modo irrevocable, le parecían episodios periféricos, desgajados de la línea primordial de su actuación. «He necesitado todos esos rodeos para darle muerte». Un fatalismo extraño presidía su amistad desde un principio. Ahora, los dos habían muerto. Apuró el vaso de un trago. Muertos. Sin remedio.
La mujer estaba ahora al otro extremo de la barra. Los mozos evolucionaban en torno a ella, descompuestos en infinidad de movimientos, como actores de cine a cámara rápida. «Hay algo, pensó, que nos distinguía de los demás. Un abismo que ni sus padres ni los míos supieron salvar. Nos habíamos embarcado en una aventura y ellos permanecían en el muelle. Ni nosotros podíamos retroceder ni ellos acercarse a nosotros. Vivimos demasiado aprisa».
Se acordó de repente del profesor de música al que visitaba todas las tardes y que había intentado ponerle en guardia contra la solicitudes de la vida. Había pasado su vida en un seminario y hablaba con voz aguda de los efectos del pecado. «Hay algo mucho peor que el fuego y los tormentos, más que sentirse antorcha viva y permanecer no obstante incombustible; es la carencia de amor, la soledad, el vacío». Sus ojos se encendían como burbujas de agua oscura, cuando le hablaba de la muerte y del demonio. Agustín le escuchaba fascinado. Como un enfermo, se recreaba en la contemplación de sus síntomas. «Yo también…». Un día tuvo el valor de franquearse. «Noto algo. Un tirón invisible que me hace sentir distinto». Y el viejo había extendido sus manos convulsas, agarrotadas como las garras de un águila: «El demonio».
Desde la mesa, llamó a la mujer con un movimiento de la mano.
—Siéntate —le dijo—. Es hora ya de que descanses.
Ella le hizo un signo, como diciendo «después», y se enfrascó en sus ocupaciones con renovado ardor.
En una ocasión se lo había contado a David… «El preceptor asistía horrorizado al despertar de mis sentidos. Todas las tardes, al caer el sol, subía a la buhardilla donde vivía y le ayudaba a revolver las cenizas del brasero. Recuerdo que me arrebataba la badila de las manos. Era mi pozo, mi vertedero. Las confidencias habían creado entre nosotros un vínculo de horror. Yo tenía catorce años y en casa se hacía lo que ordenaba. Aquel viejo chiflado me procuraba la tensión necesaria que requería para existir, la que me faltaba entre los míos: le oía hablar de la “soledad”, del “trino del diablo”, de la “caída”. Un día me enseñó la partitura de la sonata de Tartini. Desde entonces le acompañaba al piano cuando la interpretaba…
»A veces sucede que tienes apego a una cosa y de pronto descubres que es mejor prescindir de ella. Yo he buscado desde entonces la sed y ya no puedo volverme atrás».
Justamente lo contrario de David. «David buscaba la aprobación; cuando le faltó el amor de los suyos, se procuró un substitutivo…». Aleccionados recíprocamente con el ejemplo, habían crecido apoyándose el uno en el otro, como dos verdaderos cantaradas. Ahora David estaba muerto y su muerte no había probado nada: de rechazo lo había matado a él. «Oh, David, David, pensó, te he dado muerte y sin saberlo me he matado a mí».
La ginebra no servía. Hubiese deseado una droga más fuerte que el olvido. Se volvió hacia la mujer y le hizo un signo. Aún no. Tiene trabajo. Miró el reloj. En aquellos instantes miríadas y miríadas de microbios se cebaban en el cuerpo de David. «¿Y el mío?, pensó. ¿Acaso estoy más vivo que él?». En el bolsillo de la chaqueta guardaba la carta de recomendación que le permitiría el cruce de la frontera. «¿Huir? ¿De qué? ¿De quién?». Se bebió otra ginebra. La botella estaba casi vacía. «En veinte minutos, pensó, un verdadero récord». Le pareció que toda su vida era un impulso oscuro que convergía hacia el acto de matar y que en el momento de verificarlo, lo había dejado vacío, idiotizado.
En la mesa vecina acababa de formarse una tertulia. Media docena de hombres se habían reunido en torno al velador, y aunque nadie reparaba en su presencia, Agustín tuvo la impresión de que deseaban decirle algo. Llamó a la mujer con la mano y le entregó un nuevo billete.
—Tráeme otra.
—¿Otra?
Le miró con profundo reproche y se encogió de hombros.
—Trae seis vasos también.
—¿Para qué los quieres?
—Y uno para ti, mujer.
La contempló mientras descorchaba la botella y rozó la manga de uno de los hombres con un curioso ademán púdico.
—¿Me harían ustedes el favor de beber conmigo?
El hombre tenía el mentón cuadrado y unos curiosos ojillos mogoloides. Imaginó que Agustín bromeaba, pero vaciló ante la expresión serena de su rostro.
—El favor es de usted.
—Sírvase, tenga la bondad.
Él mismo le llenó la copa. La mujer había dejado entretanto las demás encima de la mesa.
—¿Qué es eso?
—El señor invita.
Agustín acogió sus sonrisas con el semblante sereno. Elevó la copa, aceptando el brindis y se limitó a decir:
—Por David.
La botella pasó de mano en mano. Todos se apresuraron a aprovechar la magnanimidad del desconocido y tan sólo la mujer seguía con ojos desaprobadores lo que, con buen criterio, juzgaba un despilfarro.
—Vamos, no bebas más. Ya te has bebido una botella.
Pero Agustín no le hizo ningún caso. Una noche, tiempo atrás, durante una pesadilla, había soñado en que mataba a David con una de las dagas de su colección, sin que el muchacho ofreciera resistencia. Y ahora revivía el sueño con gran precisión de detalles. David había curvado el cuello, para facilitar la entrada de la hoja, y no lanzó un solo quejido. Mendoza se lo contó al día siguiente: su madre, muy supersticiosa, le había enseñado desde niño el poder adivinatorio de los sueños. Y la expresión de David al escucharle no se le había borrado de la memoria. «Es extraño —le dijo—. También yo he soñado eso muchas veces», para callarse con aquel pudor tan suyo que le asaltaba después de franquearse. No había vuelto a pensar en ello y al recordarlo el corazón le latió con mayor fuerza. «De modo que…», pensó; pero el rumor de las voces, al elevarse, le había clavado en el sitio. Pero ahora…
Acababa de entrar una mujer vieja, con el cabello alborotado y señalaba hacia la casa de David con grandes aspavientos. La mayor parte de los clientes se arremolinaron en torno suyo. A través de la puerta, se percibía el rumor de la gente que corría y las voces confusas del exterior.
—Han matado a un joven… Sí, en el diecisiete… Raquel, la del tercero… Sí, hace unos minutos.
Los hombres de la tertulia salieron al exterior. Afuera, el griterío era cada vez más fuerte. Únicamente la mujer se había quedado junto a la puerta, con los brazos en jarras, y al descubrir que estaba solo hizo un ademán con la mano.
—Ven, ¿no quieres sentarte?
Agustín pensaba en David y sintió que una emoción extraña se agolpaba en su garganta. Creía verlo de nuevo, pálido, con el dorado cabello desmelenado, y la sonrisa triste de sus labios sin sangre. «Tú te aproximas a mí con un cuchillo y yo no me escapo. Es extraño. Tengo sueños así desde que te conozco. Si fuera supersticioso creería…». Y él le había atajado con unas bromas groseras sobre el cuello y las caderas de cierta muchacha con la que soñaba a menudo por entonces. «Si hubiésemos hablado, tal vez…».
Algunos de los hombres de la tertulia ocuparon su lugar en torno a la mesa y, al darse cuenta de que Mendoza no se había movido del asiento, quisieron informarle.
—Es un estudiante del diecisiete. Acaban de pegarle un tiro. La mujer se desmayó al verlo y ahora la policía le toma declaración en su casa. No dejan subir.
El fino diseño de las cejas de Agustín trazó un ángulo pronunciado, como un acento circunflejo.
—Sí —dijo con voz sencilla—. Lo he matado yo.
Se llevó una mano al bolsillo de la gabardina y depositó la pistola encima de la mesa.
—Ésta es el arma.
Cuando Raúl entró en la habitación, Planas se hallaba como siempre, inmerso en sus estudios. La luz de la lamparilla describía un círculo luminoso sobre la mesa de trabajo y reverberaba en las páginas del libro de texto que sostenía entre las manos.
—Uribe vino a buscarte hace un rato —dijo.
Rivera se encogió de hombros con desgana y comenzó a sacarse la chaqueta.
—Te dejó una nota.
—¿Sí?
—Encima de la almohada.
Cortézar, que acababa de entrar, tendió el sobre a Raúl: «Van a matar a David esta misma tarde». La voz le salió súbitamente ronca.
—¿Cuándo se ha ido?
Planas hizo tabalear sus uñas afiladas sobre la madera de la mesa: era su forma de indicar que pensaba.
—Hará una hora y media.
—¿Estaba borracho?
Planas sonrió: su sonrisa era recatada, de solterona. Con los anteojos bifocales que empleaba para el estudio parecía una gallina clueca, un ave bondadosa.
—No. Al menos no de un modo exagerado. Bueno, ya sabes lo difícil que es verle sobrio…
Raúl tuvo deseos de abofetearle. Le tendió la nota.
—¿Y esto? ¿Cuándo ha escrito esto?
—Me indicó que te dijese que había venido a buscarte.
—¿Y no se te ocurrió preguntarle qué significaba?
A contraluz, el rostro entalcado de Planas era una superposición de discos blancos: barbilla, ojos, pómulos.
—Como puedes comprender, no leí su contenido —dijo.
Raúl se frotó el bigote con ademán áspero.
—Ah, olvidaba que eres un ser sin tacha.
Cortézar se había aproximado a él y le quitó el papel de las manos. Rivera se ponía de nuevo la chaqueta.
—Vamos.
—¿Tú crees?
—Vamos.
Se sentía irritado, lleno de cólera. Al abrir la puerta, Planas se incorporó en el asiento.
—¿Ha ocurrido algo?
Raúl le soltó una obscenidad. Bajaba los escalones de cuatro en cuatro. Cortézar jadeaba detrás de él.
—¿Dónde vamos?
Al llegar a la calle logró darle alcance. Volvió a repetir la pregunta.
—Yo voy a su casa.
La respuesta le dolió como una bofetada. Instantáneamente la sangre se agolpó en sus mejillas. El recuerdo de la conversación sostenida a media tarde a propósito de David se había posado en su cerebro como un murciélago de alas desplegadas. Continuó corriendo junto a él.
—Taxi.
Se acomodaron en el asiento trasero y el vehículo arrancó quejosamente. Raúl no decía nada, pero Cortézar adivinaba en su silencio una repulsa más fuerte que cualquier palabra.
—Confío en que «Tánger» haya llegado a tiempo —dijo.
Un escalofrío súbito le hizo estremecerse. «Ojalá no haya ocurrido algo, ojalá, ojalá». Se había olvidado por entero del atentado de la mañana y le parecía asistir a un juego monstruoso cuya baza era David.
—Creo que habrá llegado a tiempo. —Algo más fuerte que él le impulsaba a hablar: la voz le salía a pesar suyo—. En una hora y media ha podido…
Había vuelto su rostro hacia el de Raúl. Éste ladeó ostensiblemente la cara.
—Oh, cállate.
El automóvil se detenía obediente a las luces del tráfico. Un sentimiento de culpa se había adueñado de él: «No les debí dejar. Podía imaginarme que iba a ocurrir eso». Contempló los asientos delanteros. Aquello era el fin. Al primer embate se había deshecho la banda. Y la certidumbre de que todo acababa de derrumbarse le asaltó como un presagio.
Consultó la hora en la esfera luminosa de una relojería: las nueve y cuarto. Su reloj de pulsera señalaba las nueve y diez: cinco minutos de diferencia, decisivos, tal vez. Cortézar no podía separar la vista del reloj: tras la esfera redonda, la caja estaría atestada de pequeños resortes, ruedecillas de acero, minúsculos engranajes. Y tal vez a esas horas David ya no fuese David y hubiese otro en su lugar, con las mismas facciones, usurpando su lugar en el espacio.
Habían llegado a la plaza de las columnas y avanzaban contra dirección.
Abrió la puertecilla del taxi y se dirigió hacia la casa con paso rápido. Cortézar había liquidado la cuenta y corrió detrás de él.
—Espera…
Un viento frío se aferraba a las ropas de los transeúntes y estremecía la superficie de los charcos. Raúl había olvidado su sombrero en el taxi y el cabello le caía en rizos sueltos sobre la cara. La colilla, apagada, permanecía adherida a sus labios.
—No corras.
Aunque hablaba a gritos, el viento arrastraba sus palabras como hojas, como plumas de ave, que hacía danzar junto a las otras, las reales, bajo el soporte gris de las columnas.
Cortézar sentía una gran opresión dentro del pecho, el temor de afrontar lo inevitable. Delante de él, Rivera caminaba con su habitual balanceo, como si todos sus miembros se moviesen en virtud de unos hilos invisibles y alguien se entretuviese en sacudirlos a tirones.
Al doblar la primera esquina, se detuvieron. Protegidos por la pared de las casas, respiraron con más calma. Un centenar de personas se arremolinaba junto a la siguiente travesía: obedientes al magnetismo de algún acontecimiento imprevisto, escuchaban con la cabeza baja y se apretujaban para ver mejor. Un farol proyectaba una luz turbia sobre sus semblantes y Raúl observó que discutían y charlaban.
A medida que se aproximaba, moderó el paso. La reunión no era un simple grupo callejero, como los que de ordinario rodean al charlatán: era más vasta y silenciosa y se desplegaba en abanico a la puerta del bar.
—¿Qué pasa? —dijo Raúl.
Por el timbre de la voz, Cortézar dedujo lo ocurrido.
—Mira.
Su mano señalaba la portería del diecisiete: dos guardias uniformados vigilaban la puerta de entrada. Un pequeño grupo de personas forcejeaba y se empujaba como en el bar de la esquina. Y los curiosos de uno y otro lado se hacían visitas e intercambiaban opiniones e informes.
—¿Se ha enterado usted?
—No. ¿Qué pasa?
—Han matado a un muchacho allí arriba. —Señaló la portería que custodiaban los guardias y el grupo de curiosos—. Y el asesino está ahí, en el bar. Por lo visto, se ha entregado él mismo.
Raúl se abrió paso a codazos. Su figura, tan llamativa, obraba el milagro de partir la multitud en dos: un sendero hecho de brazos, piernas, caderas y rostros humanos. Cortézar caminaba aferrado a sus espaldas.
—¿Dónde está?
—Ahí dentro —dijo una mujer gruesa—. Pero no le permitirán pasar. Han sacado afuera a todos los parroquianos y ahora no dejan entrar a nadie.
—Yo lo he visto todo —dijo un hombrecillo que la sujetaba por el brazo—. Yo acababa de llegar con mis amigos y el tipo éste nos invitó a tomar ginebra. Su pinta era muy rara. Eso de invitar sin más ni más a un desconocido es extraño…
Raúl no le escuchaba. Con la nariz aplastada en los cristales, observó el interior del local. La dueña lloraba apoyada en el mostrador. Tres agentes de uniforme conversaban junto a la puerta del fondo. El resto estaba vacío.
—… Y no es lo peor. El muchacho era amigo suyo. La patrona acababa de subirle la cena y el tipo tuvo el valor de comérsela al lado del cadáver. A mí que no me digan. Hay gente que lo hace por necesidad, pero esos señoritos…
—Diez años llevo viviendo en este barrio y no había oído nada semejante. Yo a esos fulanos los mandaría fusilar sin ninguna clase de piedad. Cuando el caso es tan claro…
—Dicen que eran de buena familia y habían venido aquí a estudiar. A estudiar qué, me digo yo. Nunca hacen nada, se levantan a media mañana… Para mí que ha habido algo entre ellos y el asesino…
—Una mujer —exclamó ella—. Siempre que hay asuntos así anda de por medio una cuestión de faldas. Si de mí dependiese, a todas las puercas que viven de explotar a los muchachos se les acabaría la buena vida. Jesús, con lo que cuida una a los hijos para que luego te los roben de ese modo.
Al otro lado de la puerta, los dos mozos del establecimiento contemplaban a Raúl con sospechosa fijeza. Algunas veces, con Agustín y con David, habían ido juntos a aquel bar. Los ojos del primer mozo le acechaban como canes.
—El dinero —decía la mujer—. Si en lugar de recibirlo de los padres tuvieran que ganarlo rompiéndose las uñas…
—El tipo no me hizo de entrada ninguna gracia. Eso de invitar así, sin motivo… No me diga que no es extraño.
Cortézar comenzó a tirarle de la manga. También él había reparado en los dos mozos. Estaban apresados entre una multitud que profería amenazas y rociaba al asesino de insultos.
—Vámonos.
Había perdido la faz y sentía que un sudor frío le empapaba todo el cuerpo. Raúl quiso decirle algo, pero su voz se vio ahogada en los gritos de la gente.
—Miradlo. Asesino. Asesino. Asesino. Que lo maten. Asesino.
Uno de los guardias había abierto la entrada del local. Detrás de él, Agustín caminaba entre otros dos. La gabardina le hacía parecer más robusto de lo que era y una expresión irónica endurecía los rasgos de su cara.
Situados en la primera fila, ni Raúl, ni Cortézar tuvieron tiempo de huir. Una muralla de cuerpos, puños, brazos alzados les impedía el retroceso. El oleaje humano les impulsaba hacia adelante. Mendoza les había descubierto en seguida y su sonrisa les alcanzó como un dardo.
Los insultos llovían sobre él: ademanes de cólera, gritos incomprensibles, bocas abiertas, como de peces asfixiados. Agustín se detuvo junto a la puerta, mientras los guardias trataban de abrirse paso, y ellos bajaron la vista negándole, como Pedro, ante la multitud que vociferaba. Fueron unos segundos de agonía y vergüenza, durante los que hubieran querido desaparecer. Mendoza pasó sin decirles nada.
«Es como si al matar a David nos hubiésemos matado a nosotros, y como si al negar a Agustín hubiésemos negado nuestra vida». Una marea blanda, turbia, envolvía a Raúl como un manto espeso. Observó que Cortézar había huido entre el público. Acababan de introducir a Mendoza en el coche celular y la multitud comenzó a dispersarse. Junto a la puerta, ceñudos, los dos mozos le observaban de hito en hito.
Le pareció que todos los rostros se volvían hacia él y que el desprecio marcaba para siempre los rasgos de su cara. Apretó el paso. No tenía por qué estar allí. David había muerto y, con él, todo su pasado.
Al llegar a la plaza se paró y registró sus bolsillos. Encontró un cigarrillo aplastado en el pantalón y lo encendió, protegiendo la llama con las manos.
Luego prosiguió su lenta marcha con las manos hundidas en los bolsillos. La luna bañaba con su pátina indiferente la estatua ecuestre y el centro asfaltado de la plaza. Como una sombra, se escurrió entre las casas soñolientas hasta perderse en el reflejo gris de las arcadas.
Madrid-Barcelona,
otoño de 1952, primavera de 1953.