II

Para Gloria la vida era bien distinta de cómo sus padres se la habían enseñado. La muchacha hizo el descubrimiento y aún ahora le asombraba la fidelidad de su memoria al evocarlo. Don Sidonio les llevaba en aquella época a un pueblecillo de Guadalajara; fue allí, durante las vacaciones estivales, donde tuvo ocasión de comprobar que el mundo no concluía con las cuatro paredes de su piso y que la imagen que su hermano le ofrecía no era peor ni más absurda que las que le habían enseñado en su casa. En aquel pueblo gris, refugio de culebras y lagartos, en el que sólo dondiegos y geranios ponían una nota de color desesperada, Luis la había iniciado en los secretos de su pandilla: un mundo de fuerza y de crueldad, en el que la astucia era un recurso y la mentira un arma de combate. En el pajar abandonado de la colina, entre herrumbrosos aperos de labranza, y sacos destripados y vacíos, se celebraban las juntas de los Cangrejos, la terrible banda que rompía los faroles del alumbrado, robaba las frutas de los puestos callejeros, vaciaba el cepillo de la iglesia y perseguía a las parejas solitarias que se ocultaban en los rincones umbrosos del jardín del casino. Los Todo Poderosos Hermanos empleaban disfraces y capuchas, cuchillos y navajas. Ser iniciado en los Misterios equivalía a someterse a una serie de pruebas, en las que el aspirante debía dar muestra de su capacidad: robar una jarra al viejo alfarero, arrancar las cadenillas de la puerta del colmado, pinchar el neumático de la bicicleta que el empleado de Correos dejaba junto a la entrada del hotel, y realizar una serie de hazañas más o menos caprichosas, que oscilaban desde la casi imposible, a la burlona e irónica.

Ella, en atención a su sexo, fue admitida sin prueba alguna y, convertida en Todo Poderosa Hermana, presidió más de una vez el Bautismo de los nuevos iniciados. Luis «Ojo de Halcón», con su antifaz de seda-corsé, y su látigo-cadena de lavabo, aplicaba la justicia a los refractarios. También ella había asistido a la tortura del hijo del peluquero: se le habían hecho unas incisiones en el brazo con una navaja previamente desinfectada con la vela que ella sostenía sobre la boca de una botella de cerveza y el muchacho, así mareado, fue dejado en libertad, bajo promesa de silencio.

A cien metros de allí, pero a muchos kilómetros de distancia efectiva, don Sidonio y doña Cecilia, sentados en mecedoras, hojeaban periódicos y revistas en el vestíbulo de su casa. Diariamente el padre tenía cargos contra Luis, que no estudiaba y se mostraba indigno del veraneo que, a costa de tantos esfuerzos, le había procurado. ¿Era aquélla la educación que había recibido? Sí, era aquélla. ¿De qué le servía entonces su estancia en un colegio de pago? De nada: ni las matemáticas, ni la física, ni la geometría servían para nada. Y así hasta el infinito. La abuela, a su lado, tocada con una cofia blanca como las que aparecen en las cubiertas de los libros de cuentos, le hablaba de un mundo suave y acolchado, donde las plantas agradecían que se las regase y los animales premiaban con lejanos paraísos las caricias que los niños les daban en el lomo. Había también niños pobres, que no tenían madre y a los que se debía querer y compadecer, e imágenes regordetas y glotonas a quienes rezar y encomendarse. Luis le había enseñado a despreciarlas. Con sus pequeños camaradas se orinaba en los tiestos de claveles, que al día siguiente aparecían quemados y que las lágrimas dulces de su abuelita no lograban resucitar; ponían trampas a los pájaros y cemento en la boca de los hormigueros. Perseguían a los mendigos a pedradas y al niño paralítico de la confitería lo ensuciaron con boñigas de vaca.

Regresar a Madrid era como volver a otro mundo. Luis en aquella época se hacía pagar sus concesiones: por guardar corrección en la mesa los días de invitados, cinco pesetas. Por no cantar en el pasillo cuando la abuela dormía, una cincuenta. Gloria le observaba y no decía nada. Un día, los cuatro hermanos vaciaron en el patio de la casa un almohadón de miraguano y don Sidonio les encerró en su dormitorio durante toda la tarde. Luis les quitó entonces los vestidos y, desnudos, con sus hermanos chiquitines, se asomaron al antepecho de la ventana. Era invierno: se estremecían y lloraban: «Tenemos frío». Los transeúntes, sorprendidos, comenzaron a aglomerarse debajo de la ventana. «Es papá. Nos ha castigado». Momentos después subían en tropel por las escaleras y don Sidonio pasó muy mal rato.

«Lo que has hecho hoy, supera lo que podía imaginarme. Has perdido los límites de la vergüenza. ¿Es posible que lleves mi misma sangre?». Y al dar el portazo, el primero que Gloria presenciaba, el reloj de cuco había iniciado sus burlones repiques, y la gramola continuó girando, como un insecto torpe y obstinado, atascada a mitad del disco, y, por un momento, pareció que el tiempo se detenía y que, en aquella congelación momentánea, las campanas del reloj de cuco y el zumbido de la placa que giraba constituían la única nota de vida de una casa en la que, como pálidos e inmundos murciélagos, las rencillas acababan de instalarse. La abuela, con un breviario en las rodillas, leía en voz alta: «¿Quién será aquel que diga que vino algo que el Señor no mandó?». Y todos se volvieron hacia ella porque no reconocían su voz, lo mismo que si aquella sombra nueva que Gloria adivinaba, hubiese hablado por boca de su abuela y hubiese resumido, aunque de un modo incomprensible, su opinión. Habían pasado desde entonces cinco años y Gloria no pudo olvidar nunca aquellos momentos.

Luis había crecido en la desvergüenza. «Sí, en la desvergüenza, porque se requiere fortaleza para romper con todos y con todo; para jugar con los respetos ajenos, poniéndoles precio», palabras que ella, Gloria, asociaba a los «Cálmate, Sidonio; el chico es aún pequeño» y que componían la música de fondo de la comedia que, desde hacía muchos años, estaban representando. Luis era esto y mucho más: «Un pioneer gracias al cual has podido crearte una vida propia —le había dicho Betancourt—. Esa es la ventaja que tienen los menores». Era verdad. Su respuesta a propósito de los dichosos sellos era una buena prueba. Ella había intentado darle las gracias, no sólo por eso, no, sino de haberla arrancado «de esa sociedad donde —como decía Betancourt— hasta el concepto de vida se recibe de prestado». Pero cuando quiso hacerlo, las ideas se le habían enmarañado en la cabeza hasta formar un revoltillo. Fracasó. Jaime le había hablado de algo así como «la tragedia de la estrechez moral ambiente», pero no estaba muy segura. Por si acaso, prefirió callar.

Y la deuda se mantenía en pie. Era inútil revolotear en torno a él. Luis no le hacía ningún caso. O, como diría Jaime, «iba directo a su objetivo».

Aguardó a que los demás se marcharan, y, cuando al fin le dirigió la palabra, le pareció que acababa de producirse un milagro.

—Ven a dar una vuelta —dijo—. Tengo que hablarte.

—Como tú quieras.

Se pusieron los abrigos, en silencio. En la puerta doña Cecilia recomendó:

—Abrigaos. Hace mucho viento.

Salieron a la calle.

Gloria caminaba a la derecha, sin decir palabra, levemente emocionada. Contemplaba los pies de su hermano abriéndose un sendero entre las hojas secas de los castaños y respondió con un estremecimiento a la pregunta que tanto aguardaba:

—¿Qué hiciste con los sellos?

Se aclaró la garganta antes de responder.

—Se los di a Suárez. Él los vendió a un aficionado.

—¿Cuánto os pagaron?

—No sé… Poco. Seiscientas pesetas.

—¿Eran para Betancourt?

—Sí. ¿Por qué?

—Aún está en la cárcel.

La muchacha evitó su mirada. Parecía confusa.

—No sirvió para nada. Por lo visto, la fianza no se aplica en estos casos, pero Gerardo dice que lo soltarán en seguida. A otro que le acusaron de lo mismo, tenencia ilícita de armas, lo dejaron libre al cabo de diez días.

Luis encendió un cigarrillo. Para defender la llama que se extinguía entre el hueco de sus manos, se detuvo en un portal.

—¿Y el dinero?

—¿Las seiscientas pesetas?

—Sí.

El semblante de Gloria expresó consternación.

—¿Las necesitas?

Luis escupió una mota de tabaco.

—Sí.

Caminaron unos segundos, en silencio.

—Yo… Aquel mismo día se las di a Gerardo.

—Tú misma has dicho que no fueron necesarias.

—Sí, pero quedaban las deudas…

Vaciló unos instantes, avergonzada.

—Su familia no le manda nada. Están peleados con él y quieren que vuelva. Él nunca las hubiese aceptado, pero como yo sabía por Gerardo que andaba en apuros…

Dirigió a Luis una mirada suplicante.

—Estúpida.

El muchacho se quitó el cigarrillo de los labios y lo arrojó contra el suelo.

—Eres una estúpida.

—Debía mucho dinero —dijo ella.

Su hermano no le hizo ningún caso.

—Debía, debía… Cuéntaselo a la abuela; quizá te crea.

Las mejillas de Gloria tenían el color de la grana.

—Tal vez… no lo hayan pagado aún. Si quieres, esta misma tarde iré a ver a Gerardo y le diré que lo necesito. Le contaré que…

—Son quinientas pesetas las que me hacen falta. Si te han de devolver dos reales, puedes guardártelos en el bolsillo.

—Si tú quieres… Yo…

—Yo no quiero nada. Se me había ocurrido pedirte ese favor, simplemente. Si no quieres hacerlo no es asunto mío.

Hablaba con voz dura, con esa voz del que reniega del hogar, que no reconoce al padre ni a la madre y que se hunde cada vez más en la desvergüenza. Señor, Señor, ¿hasta cuándo tendré que soportarlo? Gloria se llevó una mano al corazón.

—Yo… te aseguro que no tengo el dinero. Se lo di a Gerardo, créeme. Si quieres puedes preguntárselo ahora mismo por teléfono. Allí, desde aquel bar…

Ostras. Aperitivos. Servicio a… De nuevo irrumpían en su cerebro las palabras de don Sidonio: «Sin moral, sin decencia, ¿cómo puede desenvolverse un hombre en la vida, cómo…?».

—Excusas… Están al alcance de cualquiera. También yo aquella noche podía haber dejado que te atraparan, y excusarme luego. Me gustaría saber de qué te hubiese servido.

Habían llegado a Alcalá y bajaban hacia Cibeles, pegados a la verja del Retiro.

—Sí, hubiera podido lavarme las manos y no lo hice. También podría explicar esta noche el asunto del álbum y hablar de la gente con quien andas mezclada y pedirte luego perdón.

Sonreía con desprecio y apretó ligeramente el paso. A su lado, Gloria tenía que hacer esfuerzos para seguirle. Se sentía la criatura más desgraciada del mundo. Estaba a punto de soltar las lágrimas.

—Bien. No hay nada más. Lo mejor que puedes hacer es marcharte.

Le hablaba de perfil, sin mirarla siquiera. Luego, en vista de que no se separaba, su expresión pareció dulcificarse. La tomó por el brazo y se amoldó al paso de ella.

—Bah, olvida cuanto te he dicho. No tiene ninguna importancia.

En el cielo azul pálido las hojas de los árboles amarilleaban suavemente. Sobre el tejado de las casas, unas nubes blanquecinas tendían una delgada bufanda de seda. Durante algunos instantes caminaron en silencio.

—¡Ah, se me olvidaba! —dijo el muchacho, de pronto—. Un día de éstos, mejor hoy que mañana, es preciso que llames a David.

Su observación, hecha al desgaire, llenó de sorpresa a Gloria. Seis meses antes, sí, en mayo, Luis les había encontrado juntos en la calle y al llegar a su casa la había acribillado a preguntas: «¿Por qué te sigue?». Ella no le contestó. Siempre que discutía con Luis prefería callarse. Su hermano no intentaba nunca convencer a nadie: le bastaba con decir la última palabra, cerrarle el pico. Se limitó a explicarle que, si alguien se acercaba a saludarla, no podía despedirle a cajas destempladas. Además, David no es mi tipo. Tal vez esté enamorado de mí. Tal vez. Le aprecio como amigo, sí, como un excelente amigo, sí, como un excelente amigo, pero… Y Luis la había interrumpido en sus reflexiones para hablar con ese desprecio que, sólo él, sabía imprimir a las palabras: «¡David, oh, el Perfume de la Bondad!». Y ahora, el propio Luis pedía que fuera a visitarlo.

—¿Qué mosca te ha picado?

Lo dijo con el temor de que su hermano le contestase con un insulto y se llevó una sorpresa al oírle:

—Me parece que está enamorado de ti.

—¿De mí?… Si hace meses que no lo veo.

—Pues bien. A partir de ahora debes salir con él hasta que yo te lo diga.

Cuando hablaba así, con su voz seca, tan indiferente a los pensamientos de la persona a quien hablaba, Gloria no podía dejar de admirarlo.

—Hace mucho tiempo que no nos vemos y yo creo…

—Lo que tú creas me tiene sin cuidado. Te pido un favor, sencillamente.

Ella inclinó la cabeza, confundida.

—Sí, desde luego. Únicamente decía que si tú le llamases sería mucho más fácil.

—Como prefieras. Esta misma tarde le invitaré a ir a casa. Una vez allí, ya encontrarás la manera de abordarle.

El recuerdo de sus actividades en la banda de los Todo Poderosos Hermanos afloró de nuevo a su memoria. La enviaban a las zonas de peligro como emisario emboscado y transmitía los informes que obtenía del enemigo.

—¿He de averiguar algo?

Luis denegó con la cabeza.

—No. Has de salir con él, simplemente. Te advierto que ya sabe lo de Jaime, de forma que es mejor que no se lo cuentes. Tan sólo —añadió con una sonrisa irónica— tienes que mostrarte tierna.

«Es algo, decía, que me atrevo a calificar de único. Se hace querer por cuantos la rodean». El año anterior don Sidonio había invitado a comer a algún muchacho de porvenir brillante con el que soñaba en verla casada algún día y Luis, la cruz que él, don Sidonio, llevaba a sus espaldas desde que el niño tenía cuatro años, preguntaba al invitado si era rico, si su padre tenía alguna renta y alababa de un modo burlesco las virtudes hogareñas de su hermana. «El descastado, porque se necesita ser descastado para…». Ahora, Gloria pasó la observación por alto. Habían llegado junto a Correos y allí el muchacho hizo ademán de abandonarla.

—Bien. Ya hablaremos después. Esta misma tarde le llamaré por teléfono.

—¿Te vas?

—Sí. Tengo que hacer.

—¿Y el dinero? Si quieres…

—No te preocupes. Ya lo obtendré de cualquier lado.

Se alejó silbando. En el primer café de la Gran Vía bajó al lavabo y pidió a la encargada una ficha de teléfono. La introdujo en la ranura.

—¿Podría avisar a David?

—¿De parte de quién?

—De Páez.

Dejó el receptor encima de la mesa y dirigió una ojeada a la mujer encargada de las fichas. Buscaba algo entre el revoltijo de sus faldas y mascullaba imprecaciones en voz baja. Al cabo de un minuto pegó la oreja al auricular.

—¿David? Soy Páez. Óyeme. Mañana por la tarde viene Cortézar a casa. Tiene unas entradas para el cine y he creído que podía interesarte.

—¿Dan algo bueno?

—No sé. No me ha dicho nada.

—¿A qué hora le aguardas?

—A las seis.

—Está bien, iré.

—Te espero.

—De acuerdo.

Luis cortó la comunicación en el momento en que David daba las gracias. Subió los escalones de dos en dos. Sonreía. «Ahora, pensó, sólo me falta el dinero».

En la calle detuvo a un taxi con un movimiento de la mano.

—Lléveme usted a Noviciado.

Ya en el taxi abrió el pañuelo en el que había metido el anillo de oro de su abuela y las medallas de bautismo de sus dos hermanos. Los analizó con ojo crítico.

—Veremos qué me dan por esa porquería.

A través del cristal indicó al taxista que se apresurara.

La muchacha le había confiado los informes aquella misma mañana, después de una lucha de dos horas en la que ella, Ana, estuvo a punto de perder la partida. Tenía un novio alto, moreno, que asistió a la entrevista con aire desconfiado: era un campesino manchego de piel como cocida a terracota, que hacía girar incesantemente la boina entre las manos. Paula se había acercado a ella, dijo, venciendo mil resistencias interiores manifestadas por gestos angustiosos de los labios, movimientos irreprimibles de los dedos, músculos que palpitaban a flor de piel, temores…

«Sí, me decía, estoy de acuerdo, siempre que no le ocurra nada al señor. Usted no sabe lo bueno que ha sido conmigo. Llevo seis años en la casa y no he recibido de él la menor reprimenda. Créame. Es un caballero de verdad que sabe agradecerlo todo y que no pasa por alto ninguna atención. No podría perdonarme que le ocurriese nada serio. Usted me entiende: una cosa es robar y otra es causarle daño, qué sé yo, matarle… Para eso no cuenten conmigo. Yo soy una mujer tranquila que quiere casarse y tener hijos y el mejor modo de hacerlo es evitar complicaciones». Continuó explicándome lo limpia y ordenada que había sido desde niña y el amor que una fallecida abuela le había inculcado hacia el prójimo y las cosas humildes: «Yo, que soy una mujer sin estudios, tengo un amor extraordinario hacia la vida de familia…».

Ana la había envuelto en un rosario de palabras tranquilizadoras y suaves, que implicaban un reconocimiento y homenaje a su manera de ser tan íntegra, dándole toda clase de garantías, alabando la naturaleza de sus sentimientos y exhortándola a mantenerse con el corazón puro y blanco.

«Fue una verdadera competición de elogio y cortesía. Desde el principio me había dado cuenta de que el novio estaba de mi parte. Bastaba verle la cara: la frente estrecha, los labios enormes, el bigote espeso cortado al cepillo y unos ojos líquidos que brillaban de codicia. Tenía, eso sí, un hermoso cuerpo, escurrido de caderas y amplio de espaldas, pero su cerebro era el de un mosquito. Yo fingía hablar a Paula, pero en realidad me dirigía sólo a él: me forjé el propósito de convencerle, de forzar su cazurrería innata. Ella me miraba con fijeza. Es de esas mujeres gruesas, de rostro almidonado, que invocan continuamente a las potencias celestiales y proclaman su honradez a los cuatro vientos. “El caso actual es distinto, le decía, tiene usted que casarse; no puede usted esperar.” Y ella se dejaba acariciar por mis sonrisas tibias y, con el ceño obtuso, cubierto de arrugas, parecía devorarlas glotonamente».

Mientras hablaba, dejó de pasearse y se sentó en la butaca que ordinariamente ocupaban las modelos. Para ello tuvo que apartar los pinceles resecos y una de las dagas que Agustín había olvidado allí. Mendoza se apoyaba en el caballete con aire indolente y la contemplaba como si fuese a dibujarla.

Sobre la mesa, en un bol de agua amarilla, flotaban algunas rosas deshojadas: «Obsequio de una amiga», había dicho Agustín. En los rincones, donde el techo caía oblicuamente, hasta dos palmos del suelo, unas carpetas mostraban infinidad de proyectos de danza, y un tutú de gasa y seda descansaba sobre una de las viejas arcas marineras.

—¿No te importa que maneje los colores? —había dicho Agustín.

Ella hizo un movimiento con la cabeza: su rostro terso, de tez pálida, parecía absorber la luz plomiza de la tarde e incorporarla a su piel como algo propio. La blusa, a través del jersey desabotonado, dejaba traslucir el empuje juvenil de unos senos que se adivinaban bien formados.

Explicó cómo, en un momento dado, la partida estuvo a punto de escapársele de las manos y los esfuerzos que hizo para adquirir la iniciativa de nuevo, soltando cuerda lo mismo que un pescador, para que la presa tuviera tiempo de agotarse.

«Hace seis años que sirvo en casa del señor Guarner», me decía, e inmediatamente, por el tono de la voz al recalcarlo, la incluí en esa especie de seres que especulan con los sentimientos como un objeto de mercado y deduje que se disponía a arrancar de mí un precio más alto. «Seis años, lo comprende usted, es un período muy largo, y aunque no sea casa propia, una le toma cariño, se familiariza con los muebles, acaba por considerarla como suya. Además, el señor ha sido siempre tan bueno conmigo… No ha habido año en que, por Navidad o por Reyes, no me haya hecho un obsequio. Mire usted. Estos pendientes me los regaló el año pasado. Son de oro». Tendrías que haber oído su voz: embebida de esa ternura que ponen las gentes en compadecerse, en confiarse sus cuitas, en curarse. Yo dejé que se explayara. El hombre estaba a su lado, cejijunto, obstinado, afirmando con la cabeza. La vez anterior habíamos quedado en pagarle dos mil pesetas y a Paula le parecía poco….

Comenzó un regateo, que, según dijo, se prolongó media mañana. Ana había insistido en mantener la cifra. La mujer especulaba con el peligro, hablaba de sus sentimientos hacia el viejo, del dolor que le causaba traicionar su confianza.

«Les había prometido un diez por ciento del beneficio que sacáramos, con lo que, si se añadía el anticipo, podrían comprarse una casita en Puertollano, que es donde vive el novio. Paula me dijo que si el robo fracasaba se quedarían sin su diez por ciento y, por otra parte, añadió, nadie me asegura que en lugar de mandar el diez, me manden el ocho, el seis o el cinco. Le contesté que, en este caso, el novio podía participar en el golpe. Eso sí que no, me dijo. Nosotros no queremos mezclarnos en ese asunto. Mi novio es un hombre honrado que necesita dinero para establecerse, pero no es aficionado a las aventuras. En el momento en que demos el golpe, ella quiere estar en Puertollano. Aunque ha servido en la casa desde hace seis años y se ha granjeado la confianza del viejo, teme que su partida, pocos días antes del golpe de mano, despierte algún recelo».

Ana extendió la mano y tomó uno de los pétalos que flotaban en el agua amarilla. Sus pupilas, al mirarle, eran como dos ventiladores en vertiginoso movimiento.

Apoyado en el caballete, Mendoza dibujaba sin decir nada.

—Habíamos llegado a un punto en que la conversación amenazaba ser estéril y recaía de nuevo en el mismo punto. Me disponía a aumentar la cifra cuando el novio me miró con una cara extraña. Los ojos le brillaban al preguntarme si tenía allí el dinero. Le dije que sí. Entonces se dirigió hacia la mujer: «Vamos, dáselo». Paula vaciló unos instantes, pero no tuvo más remedio que plegarse. Sacó el papel del monedero y me lo entregó…

Como si obrara por reflejo, Ana abrió el cierre del suyo y desdobló el papel.

—La clave de la caja es RAY-12. Guarner oculta el llavín en el bolsillo del chaleco. Una vez con la llave, la cerradura no ofrece complicaciones. Me ha dado también un plano del despacho, señalando el lugar donde está empotrada. El resto me lo había dicho ya. La forma de lograr una entrevista, la gente que hay en la casa…

Se detuvo porque creyó que Mendoza iba a hablarle; pero era sólo un bostezo. La atmósfera del estudio se había tornado irreal. Ahora el tutú absorbía la luz incierta de la tarde con avidez desesperada. Su cuerpo, erguido en la butaca, proyectaba una sombra frágil sobre el suelo. Sus dedos dejaban la medialuna de las uñas en los pétalos marchitos.

—Pasado mañana dejará definitivamente la casa, de forma que, cuando actuemos, tendremos el campo libre.

Y Ana recordó que años antes, cuando sólo tenía quince, su padre guardaba en la cocina una navaja, cuya hoja cortante le fascinaba. Cuando nadie le veía, la contemplaba con avidez. Se preguntaba qué resistencia podía poner a su filo la carne humana e imaginaba que bastaba apoyar la punta sobre la piel para que el cuerpo, atraído por la inevitabilidad del crimen, se precipitase al encuentro del mango.

La banda de chiquillos de la que formaba parte había vivido a su manera la confusión que flotaba en el ambiente aquellos años: corrían por los escombros y callejas, armados de cuchillos, dando gritos y órdenes guturales, absorbiendo vorazmente los modales de los mayores en su forma de abordarse. Tato, el más arriesgado de ellos, había segado de un solo tajo la garganta de un gato. La sangre había manado como la pulpa de un fruto salvaje, y ella y sus camaradas, ebrios de entusiasmo, bañaron sus manos en ella, acribillaron a pedradas a una vieja mendiga y regresaron a su casa llenos de excitación.

Todo había quedado atrás, pero, en aquellos momentos, Ana creía revivirlo.

—Sí —dijo a media voz—, ha llegado el momento de decidirse.

Había apoyado la mano en la frente, en actitud de reflexionar. Mendoza hundió el pincel en la jarra.

—Yo creo que el problema individual es el más importante.

Se detuvo un momento a observar el efecto de sus palabras.

—¿No te parece?

Sus palabras flotaban en el aire como espectros. Las notas desafinadas de un piano se dejaban oír a través del ventanal del patio. Afuera, el viento segaba oblicuamente la lluvia. Mendoza, que estaba junto a la ventana, contemplaba el espectáculo con indiferencia: las gotas burbujeaban en los charcos y sobre los cristales se anudaban caprichosamente las cintas de agua.

Ahora Ana había callado de nuevo. La pantalla de papel rizado, en medio de la desolación oscura de la estancia, ponía una nota de color: residuo único de luz al que se aferraba la tarde moribunda. En el bol de agua amarilla ya no quedaban más pétalos. Sólo unos pinceles descoloridos asomaban sus brochas despeinadas por el borde. La muchacha se puso de pie y acudió a contemplar el dibujo.

—¿Soy yo? —le preguntó.

Agustín no dijo nada.

Pese a sus esfuerzos, la imaginación se aferraba a los recuerdos de la última tarde, cuyos detalles revivía con penosa insistencia. Dos días antes, Luis le preguntó si deseaba ir al cine y al llegar a la casa se había encontrado con la hermana.

—Venía por Luis.

Ella buscó en la habitación.

—Creo que se ha marchado. Si esperas un segundo voy a mirarlo. No. No había nadie. Gloria estaba en traje de calle.

—Iba a dar un paseo.

—Saldremos juntos.

Mientras ella callaba, la condujo a lo largo de los senderos que tan bien conocían. Todo en ellos les recordaba sus escasos paseos veraniegos: la maleza de árboles, arbustos y enredaderas; los troncos de castaños en que, dos meses antes, habían grabado sus iniciales con un cortaplumas. Se sentaron en un banco de piedra emplazado en la zona más frondosa y allí Gloria echó atrás la nuca, con la mirada perdida en lo alto.

Las hojas de los castaños, membranosas como las alas de una libélula, se recortaban sin relieve, en un cielo caprichoso. Más arriba, invisibles casi, los pájaros trazaban en el aire pequeñas «uves» negras. Durante cerca de una hora le había dirigido preguntas a las que Gloria respondía con aire distraído.

El decurso de aquella tarde le dejó una impresión extraña. La actitud de la muchacha fue fría, casi indiferente. Habían hablado de muchas cosas, pero ella lo hizo de un modo forzado y mecánico. Sin embargo, al mismo tiempo, adivinaba un abandono que le confundía. «Si al menos tuviese la suficiente valentía para besarla». Pero, como sucedía siempre en esos casos, le faltaron las fuerzas.

Ahora, mientras emborronaba las páginas de su diario, el recuerdo de las incidencias de la víspera le dejaba un resquemor amargo. Un sentimiento confuso, hecho de esperanza, irritación y amargura, se albergaba en lo hondo de su pecho.

La forma en que Gloria hablaba de los hombres de acción, le enfurecía. Pensó en Betancourt, en su actividad su estancia en la cárcel. Tal vez le creía más hombre y por eso le amaba. Lleno de cólera dirigió una mirada al paisaje que se adivinaba a través del visillo.

Su habitación se abría sobre una amplia perspectiva de chimeneas, altillos y tejados. En el cielo gris de plomo las buhardillas de las casas vecinas se recortaban en un plano bidimensional, como fotografiadas. David estaba con la pluma en la mano, inclinado sobre el cuaderno de hule y cuando llamaron se limitó a decir:

—Adelante.

Era Gloria: vestía un traje negro, de corte ajustado, que la hacía aparecer más mujer de lo que en realidad era y bajo el que sus formas se insinuaban audazmente. En su turbación, David percibió que le sonreía.

—Eres tú…

Se puso en pie de un salto y le estrechó cordialmente la mano. Él llevaba un jersey de punto lleno de manchas y unas zapatillas oscuras de andar por casa.

—Estaba trabajando —dijo.

La voz le salió con esfuerzo: tuvo que aclararse la garganta.

Ella cogió un pisapapeles: un cisne de vidrio de forma curiosa, que retuvo entre los dedos, como pesándolo.

—¿Es tuyo?

David sonrió con embarazo. Le parecía que todas las ideas se le escapaban, dejándolo vacío, muerto.

—Si lo quieres… Yo tengo otros muchos en casa. Son mallorquines.

Gloria lo dejó sobre la mesa. Llevaba unos guantes de seda negra y comenzó a sacárselos con desenvoltura. El cuaderno de hule que había encima de la carpeta, llevaba una inscripción escrita a lápiz. Leyó:

—Diario. ¿Escribes un diario?

—Verás —David se apresuró a quitárselo de las manos con suavidad, pero con firmeza—. Cuando no tengo nada que hacer me dedico a emborronarlo. Son tonterías sin importancia. El día que me canse, lo tiraré al fuego.

Por fortuna tampoco le interesaba. Con una media sonrisa recorría la habitación con la mirada: los grabados de las paredes, la colección de bastones que su padre le había regalado. Se detuvo ante un machete.

—¿Y esto?

—Fue de mi abuelo. Lo trajo de Cuba.

El corazón de David latía con rapidez. Llegaba hasta él, el perfume suave del cuerpo de la muchacha. Sus miradas se fijaron en la nuca, que el pelo, recogido, dejaba al descubierto.

—Me gusta —dijo Gloria.

David estuvo a punto de decir: «Te lo regalo. Si te agrada, puedes quedártelo también». Pero se supo detener a tiempo. «Calma, calma», pensó. Lleno de rabia, comprobó que la cama estaba aún deshecha y el pijama tirado sobre la alfombra.

—Todo está sucio —se excusó—. La chica no ha subido esta mañana y la cama está aún por hacer.

—Oh, me da igual. Me gusta verlo así, todo revuelto. Yo había pasado muchas veces bajo los arcos y me preguntaba cómo serían las casas por dentro. Cuando subí, no daba con tu puerta. Creí que iba a caerme.

—Sí, apenas se ve.

Ella se aproximó a la ventana y contempló el paisaje de las azoteas.

—No tenía la menor idea de que vivieses en un lugar tan hermoso —dijo—. Esta mañana se me ocurrió preguntarlo a Luis y, en cuanto lo supe, decidí visitarte.

Mientras le daba la espalda, se abotonó el cuello de la camisa y rehizo el nudo de la corbata. Se sentía a un tiempo feliz e insatisfecho, indeciso entre el deseo de mostrarse audaz y el temor que, ante la muchacha, le sobrecogía.

Gloria le hizo algunas preguntas sobre los edificios que desde allí se divisaban. No parecía turbada en absoluto, como si su visita fuese la cosa más natural del mundo.

Sobre la mesa había un jarro de vino y algunos vasos sucios. David fue al lavabo a limpiarlos.

—Yo bien quisiera ofrecerte algo mejor, pero, a menos de que baje un momento, tendrás que contentarte con un vaso de cazalla.

Gloria le mostró los dientes al sonreír: eran blancos, pequeños, bien formados.

—Sírveme cazalla, no te preocupes. Lo mismo me da una cosa que otra.

Su misma desenvoltura le chocaba. Meses atrás, cuando la rondaba, Gloria era sólo una chiquilla. Ahora, sus actitudes eran las de una mujer. David se sentía desconcertado.

Le tendió un vaso, que ella retuvo entre los dedos, sin llevárselo a los labios. Al cogerlo, sus uñas le rozaron.

—¿Permites que me ponga cómoda? —dijo.

—Desde luego.

Tomó asiento encima de la mesa y apoyó los pies en el respaldo de la silla.

Contemplándola mientras bebía, David pensó que la muchacha tenía toda la gracia de un animal joven. Sus movimientos eran suaves, precisos. No se había repuesto aún de su sorpresa e interiormente trataba de descubrir las razones de su visita. Pero no se atrevía a hacer preguntas. Temía romper el encanto.

—No es corriente que a las muchachas les guste beber cazalla —dijo cuando ella le devolvió el vaso.

—No. Ni yo soy una muchacha corriente.

Mecánicamente le había llenado el vaso.

—Supongo que no quieres emborracharme —dijo ella.

David enrojeció ligeramente.

—Si no lo quieres, déjalo.

—No te lo tomes a mal.

El traje negro, descotado, dejaba su garganta al descubierto. En una de las solapas Gloria había colocado una flor, cuyos pétalos se abrían sobre la piel.

—¿Me permites?

Él mismo se asombró de su audacia. Adelantando un paso David se inclinó para olería. Su cara rozaba el pecho de ella. Gloria, con una sonrisa, le pasó la mano por el cabello. De nuevo sintió el roce de sus uñas afiladas. Sin poderlo evitar, su cuerpo se endureció. Pensaba: «No, no es posible». Su mano, independientemente de su cuerpo, se había posado en el hombro: los dedos agarrotados sobre la suave piel. La abrazó, brutalmente. Ella sintió el choque de sus labios, de su cabello. Luego, se apartó de él.

—Por favor —dijo—. Con eso basta.

Había retrocedido hacia la mesa y le contemplaba con frialdad.

Despeinado, pálido, David le inspiraba más bien pena. No era honrado dejarle avanzar cuando menos lo esperaba y así, de pronto, cortarle el avance en seco: David era de los que se resignaban.

Extrajo una polvera del bolso y deslizó la borla por la nariz. Se imaginaba que Luis les observaba y se esforzó en sonreírle con despego.

—Había venido a visitarte, no a que me besases —dijo.

El muchacho inclinó la cabeza.

—Lo siento. Perdóname.

Hubo un momento de silencio y Gloria dijo:

—Arréglate un poco. Será mejor que nos vayamos.

Unas semanas antes, Mendoza le había preguntado el origen de su aversión hacia Guarner. Al abandonar el grupo juvenil al que estaba afiliada, Ana le había expuesto su plan con gran precisión de detalles y Mendoza tuvo la impresión de que lo tenía meditado desde hacía mucho tiempo.

La idea, le confesó, databa de un recuerdo infantil, ocurrido hacía muchos años, con motivo de la inauguración de un grupo de casas económicas, cercano al que ocupaban sus padres. Desde el amanecer —las imágenes desfilaban ante sus ojos como en un noticiario cinematográfico— el barrio vestía sus mejores galas. El señor delegado, se anunciaba, iba a visitarlo. Una brigada de obreros limpiaba las fachadas, barría las aceras, distribuía colgaduras, alfombras y gallardetes. Frente a la escuela el procurador que era de Aravaca, había pedido prestado el arco triunfal que empleaban en tales solemnidades: era de junco verde, cuidadosamente entrelazado, ornado de laurel y de retama, con una pancarta de madera en el centro. Dos horas antes los pintores habían borrado apresuradamente una inscripción que rezaba: «Bendita sea tu pureza», que los de Aravaca pusieron años antes en homenaje a la Patrona local y que desde entonces había saludado a todos los huéspedes ilustres que visitaban el pueblo. También los encargados pensaban dejarla así, pero el procurador —un señor sonrosado con pliegues de grasa debajo de la barbilla— opinó que aquello no era serio. En su lugar, inscribieron un «¡Viva el Señor Delegado!» y un gallardete con los colores nacionales encima.

La barriada ardía en fiestas. Unos empleados con emblemas oficiales en la manga distribuían chocolatines, almendras y caramelos entre la bulliciosa chiquillería que se aglomeraba en torno a ellos, gritaba, se perseguía y protestaba. La gente agitaba banderitas de papel. Los vecinos tendían entre las casas una tupida red de banderolas. Los niños, imaginando que era carnaval, preguntaban a los padres si echarían cohetes a media fiesta y soltarían los globos después de la traca. También ellos querían disfrazarse de un modo parecido a los caballeros de la Junta receptora que, de levita y pantalón a rayas, con su vientre voluminoso y su cadera redondeada, ofrecían, de perfil, una vaga apariencia de palomos. Se les veía correr de un extremo a otro, atropellarse y perseguir a los hombres del emblema en la manga.

Ana —era curioso cómo lo recordaba después de tantos años, parecía que se lo hubiesen grabado en la memoria con imágenes de fuego— vestía un abriguito azul de cuello redondo. Al salir a la calle le habían entregado dos banderitas, que sostenía bien enhiestas, una en cada mano, a la altura de la cara: NOSOTROS DECIMOS SÍ. Las pupilas redondas asomaban en el globo de sus ojos como peces boquiabiertos. Vista de lejos, su cara era un disco blanco con tres agujeros chillones en el centro: los ojos azules y un caramelo rojo, viscoso, que los hombres del emblema le habían metido en la boca al pasar, tieso y erguido, como la pipa que se coloca entre los labios de un muñeco de nieve.

De pronto, al otro extremo de la calle habían sonado los aplausos. La gente se asomaba a los balcones, echaba flores, prorrumpía en vítores. Los niños decían: «¡Viva el Señor Delegado!». También ella, con una banderita en cada mano, tiesa en su abriguito azul, decía: «¡Viva, viva!». El caramelo rojo se le encallaba entre los labios. La voz le salía apenas. Se lo sacó, chupado. «¡Viva, viva!». Era una gran jornada: todos los niños tenían su banderita.

—La mía es roja —explicó—. Roja, amarilla y otra vez roja.

El niño que estaba a su lado la contempló unos momentos, con desprecio.

—Sí. Y la mía también. Todas son iguales.

—Pero tu caramelo es verde —dijo entonces Ana—. En cambio, el mío es colorado.

—Sí —respondió el niño—. Eso es verdad.

El delegado avanzaba hacia ella. Vestía levita negra como todos los demás y respondía a los vítores del pueblo con ligeras inclinaciones de cabeza. Su rostro se le había grabado de un modo indeleble, la mirada suave, el andar pausado, la pequeña barba negra, que se mesaba durante las pausas de su discurso. Entre la cohorte de levitas, parecía un ser de otro planeta, más fino y delicado.

Ana había aplaudido a rabiar. Cuando pasó bajo el arco, la alegría de la multitud se elevó en forma de aullido. Cómo gritaban los niños. A Ana, el caramelo se le había caído de la boca: se inclinó a recogerlo, limpió el polvo con la manga y prosiguió sus aplausos. Minutos después le vio subido en la tribuna, bajo los alegres banderines que ondeaban al viento.

Los gallardetes, en lo alto de los edificios recién inaugurados, flameaban. Un tapiz escarlata cubría la tribuna. La gente se apiñaba para oír el discurso y Ana se sacó el caramelo de la boca. Hubo un silencio. El micrófono y los altavoces carraspeaban. No se sabía si el delegado se aclaraba la garganta o era del interior del aparato de donde salían aquellos ruidos. La gente vacilaba, hacía conjeturas. Ana permanecía con la boca abierta, sorbiendo un pequeño fragmento de caramelo y agitando una banderita en cada mano. Comenzó un discurso que no entendía, pero la voz le agradaba: era suave, matizada.

«Se nota a la legua que es un caballero», había dicho su madre.

Y de improviso, durante una de las pausas, se dejó oír al otro extremo de la calle una extraña charanga. Sin poderlo evitar los ojos de la multitud se volvieron hacia allí; los de Ana también, redondos de sorpresa. Se escucharon gritos, protestas, maldiciones.

—Ya están aquí.

—¿Quiénes?

—Los revolucionarios.

Se le cayó el caramelo de la boca, pero, esta vez, no se acordó de recogerlo. Una lluvia de silbidos interrumpía las palabras del delegado. Entre uno y otro bando —Ana no advertía diferencias— se cambiaban insultos y desplantes: «Fuera, fuera», «Hijos de Tal», «Hijos de Cual». Los niños corrían de un lado a otro, ávidamente. Algunos aplaudían. El que estaba a su lado preguntaba:

—¿Van a encender la traca?

—Eso parece…

—Los globos, los globos.

Sin darse cuenta, Ana había corrido envuelta en la multitud de chiquillos que reían y jaleaban. También ella gritaba: «Viva, viva». Unos mozalbetes se habían encaramado en los balcones de las casas y arrojaban las banderas a la calle. «Detenedles», decía la gente. Los chiquillos, exaltados, se precipitaban sobre los despojos, luchaban por ellos, se perseguían, lloraban. Alguien repartía octavillas: ABAJO LA OPRESIÓN. Los niños aullaban: «Abajo, abajo». Sin saber cómo, se había encontrado entre las manos con un puñado de octavillas. Las colocó junto a las banderitas del NOSOTROS DECIMOS SÍ, y comenzó a agitarlas en el aire.

En el tablado el hombre proseguía su discurso. A su alrededor, la multitud le escuchaba en religioso silencio, aunque nadie pudo recordar a ciencia cierta el significado de sus palabras. Los altavoces funcionaban bien, pero, en los rostros vueltos hacia la tribuna los ojos, como si fuesen enfoques mecánicos graduables a voluntad, se volvían hacia el extremo de la calle de donde venía la charanga.

Allí, la confusión era cada vez mayor. A medida que se alejaba de la tribuna, la multitud volvía descaradamente la espalda al señor delegado. Una manzana más allá se olvidaba de guardar la compostura: intervenía en el bullicio, aplaudía, siseaba. Los enemigos —su padre les había llamado así— desfilaban a lo largo de la carretera. Eran jóvenes mal vestidos, portadores de carteles, que pegaban pasquines en los árboles y en las paredes de las casas: A TODOS LOS OBREROS DE LA CIUDAD Y DEL CAMPO, SOCIALISTAS, HOMBRES. Luego seguían explicaciones en letra de imprenta, que Ana no entendía: su madre, hasta la fecha, sólo le había enseñado las mayúsculas. El desfile, sin embargo, la había llenado de entusiasmo. Seis meses antes, desde una azotea, pudo ver la cabalgata del Circo Krone. Aquello era algo parecido, aunque en barato.

La comitiva, ante la oscura aparición de los guardias prosiguió su marcha a lo largo de la calle paralela en orden cerrado: NOSOTROS, LA LUCHA, BASTA. Ana no entendía lo que decían las pancartas, pero aplaudía a rabiar. Los hombres llevaban unas manos sucias y alzaban los puños en alto. También había mujeres mal vestidas que reían y chillaban. Algunos chiquillos corrían entre las filas con sus insignias de combate: cintas de colores, banderitas que ondeaban al viento, alocadas.

Cerrando la marcha, un gitano menudo tocaba un tambor más grande que su cuerpo: Tam-tam. A su lado, una gitanilla, como agitando unas invisibles castañuelas, cantaba y bailaba. Ana observó, atónita, que iba descalza. Sus pies morenos evolucionaban ágiles sobre el polvo de la carretera. Su magra silueta se enfrentaba con la gente, hacía reverencias, tiraba besos y remolineaba en torno del pequeño gitano.

Ana conservaba aún las banderitas cruzadas sobre el pecho, en actitud de hacer señales y su rostro se hallaba inmovilizado por el asombro. La gitanilla, tan sucia, le fascinaba. Al pasar a su lado había sentido deseos de hablarle, de besarla. Y le pareció que los ojos brillantes de la niña se fijaban también en ella.

Se iban. Con sus banderas al viento, ondeando, se alejaban por la carretera. Cómo les miraba Ana: Volved, volved. Quería seguirles. El niño del tambor corría, la gitanilla se levantaba las faldas y enseñaba el trasero a los espectadores. Sus pequeños cuerpos estaban llenos de vida. Ana lloraba. Repetía sus gritos: Abajo, abajo. Las consignas de los pasquines se confundían en su mente con las palabras del anciano. Las lágrimas le corrían por las mejillas. No entendía nada. Tenía sólo ocho años.

—El delegado —le dijo Ana— se llamaba Francisco Guarner, y con el tiempo simbolizó para mí el compendio de lo que más odiaba. Es bondadoso, tierno y afable con los niños. Lo reúne todo: la superficialidad y la educación, el dinero y los modales.

Le contó cómo, desde hacía unos años, había seguido su carrera a salto de mata. Guarner era una figura decorativa, un figurín, un payaso, pero a los ojos de los burgueses —el mundo cerrado de los padres del que todos se sentían desvinculados— encarnaba el antiguo estilo, los modales y la concepción sosegada de la vida, todo aquello que los jóvenes que olían el cambio y la cercanía de la lucha aspiraban a desterrar para siempre. «Matarle —dijo— equivaldría a dar un golpe de muerte a la concepción de vida que representa». «El ambiente —había escrito el propio Guarner— está lleno de sangre. Parece que los jóvenes la olfatean desde lejos. Es extraño. Decididamente me estoy volviendo viejo» y concluía el artículo que, entre sus padres, había causado sensación: «En mis tiempos todo era distinto. Entonces, al menos, se conservaban los modales». Ana le había tendido el recorte con aire de triunfo, y al preguntarle Agustín si su rebeldía databa de aquella época, hizo un ademán con la mano.

—Fue mucho más tarde —dijo—. Yo permanecí aún largo tiempo bajo la absoluta influencia de mi madre y durante más de siete años viví la existencia ahogada de las personas mediocres. Mi madre era absurda, inconsecuente y generosa. Sus enseñanzas tenían algo infinitamente consolador, como esos manuales honorables que enseñan a vencer la timidez o el arte de triunfar en los negocios. Eran grotescas, vacías de significado, lo mismo que unas cáscaras huecas. «Ten confianza en ti misma». O bien: «Tienes que comportarte tal como eres para sacar partido de tus recursos». Y sus palabras, enunciadas con aire convincente, se colaban en mis oídos a hurtadillas y sin dejar ninguna huella.

»Los manuales pedagógicos que compraba la habían sumido en un mar de confusiones y era yo quien pagaba todas las consecuencias. Se esforzaba en hacer de mí una mujer de provecho y pretendía forzar mi timidez con tales medios que, en realidad, no lograba otra cosa que acrecentarla. Me obligaba a vestir mi pequeño disfraz de colegiala para visitar a las damas ricas en cuya casa había servido años atrás y allí me presentaba como una muchacha inteligente e instruida “muy por encima de las restantes chicas de su edad”.

»A veces me llevaba a una casa extraña donde, según ellos, unos niños exquisitos tenían grandes deseos de ser amigos míos. Era inútil que yo me resistiera. Mamá era firme como una roca: jamás abandonaba una idea que tuviese entre ceja y ceja. Era preciso, pues, ir de visita a un lugar donde se me esperaba con fastidio; subir los escalones que conducían a la puerta fatídica, apretar el timbre que invariablemente producía un penoso estremecimiento. Más de una vez, al contemplar mi semblante alterado, la dueña de la casa me preguntó si estaba enferma.

»En otras ocasiones recibía a mi vez la visita de algún muchacho endomingado, evidentemente traído a la fuerza, con el que mi madre quería que intimase. Imaginaba la escena que se había producido en su casa, cuando el niño se resistía a ir y su madre le obligaba: “Anda, tanto si quieres como si no, debes ir allí y mostrarte amable. Se lo prometí a la pobre mujer: no puedes hacerme quedar mal. El que sea una niña sin dinero no es motivo bastante para que la desprecies. Al fin y al cabo tiene tu edad. Tal vez os divirtáis jugando juntos”. Y al pensar en ello mi timidez se acrecentaba. Me sentía enrojecer y me costaba un esfuerzo sobrehumano articular una sílaba.

»Mi madre abrigaba la ilusión de que mi destino fuese distinto del suyo. No quiso nunca que aprendiese a cocinar y se indignaba si le decía que, a la postre, acabaría obrera igual que ella. “Mientes —exclamaba—; te juro por lo más sagrado que no pasaras tu vida en una fábrica. Tienes madera de artista y los modales de una señorita.” Y casi sin darnos cuenta nos enzarzábamos las dos en una discusión descabellada: ella, empeñada en probarme que yo era inteligente, y yo, decidida firmemente a rescatar mi mediocridad. La hacía sufrir: “Tú sabes bien que lo que dices no es cierto”. Y yo: “Es inútil que quieras engañarte. Soy como las otras; tan fea y vulgar como cualquiera”. Y entre las dos, mi padre, que nos observaba con disgusto, excluido como estaba del círculo de nuestros afectos.

»Mi madre era más ambiciosa e inteligente que mi padre, a fin de cuentas, un simple carpintero que respetaba como algo establecido su natural superioridad. Le había abandonado por entero la tarea de educarme y nunca le vi traspasar el límite que voluntariamente se imponía. Mamá le agradecía esa comprensión y cuando hablaba de él, le llamaba “tu pobre padre”. También se encargaba de disculparlo si alguna vez me ofendía. Atribuía su malhumor al exceso de trabajo, aunque, cada vez que pienso en ello, adivino una complacencia en su piedad y algo así como un secreto afán de distanciarnos. Pues mi madre era en el fondo una egoísta, que no podía soportar que nadie gozase de mi afecto y al referirse a nosotras, daba por entendida la exclusión de papá: “Sólo tú y yo, hijita —decía—. Lo restante no importa”.

»Hace ocho años, cuando yo tenía quince, frecuentaba un catecismo de niñas ricas que los domingos por las mañanas asesoraban al cura párroco. Eran muchachas de la jerarquía social más elevada, que nos reunían en unas aulas limpias, se hacían amigas nuestras y nos regalaban juguetes y golosinas. Mi madre, que soñaba en introducirme en su clase, me obligaba a asistir todos los domingos y, a mi pesar, me veía obligada a complacerla.

»Allí conocí a una muchacha llamada Celeste. Era delgada, elegante y bonita y creo que desde el primer día me prendé de ella. A mis ojos encarnaba el ideal más alto de mi vida: la posibilidad de ser una figura en el baile. Diariamente recibía lecciones de danza, y en una ocasión me mostró varias fotografías suyas, vestida con una túnica griega.

»A partir de entonces, las cosas cambiaron por completo de aspecto. Todas las semanas aguardaba febrilmente la llegada del domingo, para poder verla de nuevo, sorber el timbre musical de su voz y el delicado perfume que emanaba de su persona. También ella se daba cuenta de la admiración que suscitaba y me obsequiaba con un trato preferente. Yo era su favorita. La llamaba “señorita Celeste”, pero ella se empeñaba en que no la llamase señorita. “Por Dios, Ana —me decía—; si somos amigas tendremos que tutearnos. Llámame Celeste a secas”.

»Celeste simbolizaba a mis ojos el logro de mis aspiraciones: un ser de clase selecta cuya simple proximidad me llenaba de dicha. Poco a poco, me acostumbré a contar los días de la semana por los que me separaban de su presencia. Los domingos por la mañana me levantaba al amanecer. Me ponía el horrible uniforme de colegio y a toda prisa corría al centro parroquial con el corazón desbordante de dicha.

»Lo que podía hacer Celeste durante el resto de la semana me tenía sumamente preocupada y, como no me atrevía a interrogarla, apenas lograba moverme por indicios. Lo imaginaba un coto vedado y hermético, al que no lograría jamás tener acceso. Cuando pensaba en ello, lo frágil de nuestra relación me ponía el alma en vilo, se me ocurría la idea de que Celeste podía no volver jamás y me parecía que el mundo se desplomaba en mis espaldas. Mentalmente me prometía interrogarla. Lejos de ella, hablaba con desenvoltura y precisión; se me juzgaba brillante y audaz. Pero, al aproximarme a su lado, toda esa fachada aparente se desvanecía: apenas lograba balbucear una palabra.

»La situación se hubiera prolongado tal vez de un modo indefinido, si la misma Celeste no hubiese sospechado lo que pasaba. Un día aproximó al mío su rostro perfumado y me preguntó si la quería. El corazón me volteaba como una campana dentro del pecho: tuve que hacer un esfuerzo para articular el sí. Entonces Celeste me tomó de las manos y me pidió con una sonrisa que la visitase cualquier tarde. “Todos te queremos mucho”, dijo. Y tras su figura vi formarse una multitud de rostros complacientes, tiernamente predispuestos hacia mí. Me lo hizo prometer antes de alejarse y, desde la puerta de su automóvil, se volvió por última vez y me echó un beso.

»Como el domingo siguiente no se presentó en las aulas, dos días más tarde, haciendo un acopio de valor, acudí a visitarla a su piso de la calle Velázquez. En casa me coloqué lo mejor que supe una cinta para el cabello de color lila y mi madre me cedió un bolso de piel granate en el que guardaba el cambio cuando volvía de la plaza.

»Me presenté así, con el corazón palpitante, frente a la puerta aterradora y recuerdo que, durante largo rato, permanecí allí, de pie, con el oído pegado a la hoja, a riesgo de ser sorprendida en tan ridícula postura. Cuando al fin llamé, un estremecimiento nervioso sacudió todo mi cuerpo. Como en sueños, dejé que una doncella engolada me introdujese en el saloncito, en el que no osé sentarme y dentro del cual sentí aumentada mi fealdad y mi insignificancia. Permanecí largo rato, llena a la vez de dicha y de pánico, y cuando llegó Celeste, estuve en un tris de no romper en sollozos.

»Estaba más bella que nunca, vestida con un traje de seda fina y un diminuto cuello de encaje. “Caramba, qué sorpresa”, dijo, pero instintivamente comprendí que mi presencia le importunaba. Sin embargo, me besó en ambas mejillas y me hizo tomar asiento en uno de los sillones.

»Su mirada me recorría de arriba abajo con un apresuramiento que traicionaba su impaciencia. “Bien, bien… De modo que al fin te has decidido a visitarme.” Fue a buscar unas golosinas con las que quería obsequiarme y durante la pausa, reparé en las frutas del aparador: eran redondas, enormes y acharoladas, muy de casa rica; parecía que la doncella se hubiese entretenido en darles brillo.

»Entonces oí voces en la habitación vecina y a través de la puerta vislumbré a un grupo de muchachas, vestidas con elegancia, que me observaba con asombro. Se me ocurrió una idea ridícula: se habían reunido allí, al acecho de mi llegada. Y sentí que se me asomaban los colores.

»También Celeste se sentía algo cortada y se creyó en el deber de disculparse. “Es una de las niñas de la catequesis —dijo— que ha tenido la gentileza de visitarme. Ana, querida, ve a darles un beso.” Y yo pasé de ternura en ternura, como quien pasa de mano en mano, con la adherencia viscosa de sus caricias inserta a flor de piel. Celeste me sonreía con benevolencia. “Su ambición es ser bailarina.” Comprendí que sus miradas se posaban en mis piernas estrechas y mientras todas me dirigían preguntas estúpidas, sentí que brotaba en mi interior la llama del odio: deseé morir y que la tierra me tragara.

»Suponía que todo el mundo, excepto yo, tenía alguien que le alentase, y entre la multitud que deambulaba por las calles en el momento del regreso creía ser una flor de una especie desconocida cuyo aspecto no interesa a nadie.

»Unos días después, recibimos en casa la visita de un antiguo compañero de mi padre. Acababa de ser despedido con motivo de las últimas huelgas y —según pude enterarme— militaba en un partido de izquierdas. Le oí discutir con mi padre después de la cena y aquella noche no pude conciliar el sueño. Le había oído decir que en el mundo futuro debía abolirse la caridad, y aunque el sentido de la frase me escapaba, había algo en ella que me turbaba y confundía.

»Al día siguiente, al levantarme, abordé a mi padre de improviso:

»—¿Qué quieren los revolucionarios? —dije.

»Mi padre era un hombre de cortos alcances. Vaciló unos segundos antes de contestarme y, por fin, respondió:

»—Pretenden destruir el orden existente. Predican la Revolución.

»Empezaba a comprender, y pregunté:

»—¿Y tú? ¿Eres revolucionario?

»Papá llenó la cazoleta de la pipa:

»—No; no lo soy. Yo creo que cada uno debe buscar la elevación por sí mismo.

»Le interrumpí:

»—¿Y los que no pueden?

»No supo qué contestarme y se alejó.

»La charla me dejó a la vez deprimida y excitada. Vislumbraba que podía ser útil en algo, pero no adivinaba el medio. Aquella noche abordé de nuevo a mi padre:

»—Los revolucionarios ¿matan a sus enemigos? ».

—Sí —me contestó—. A esas gentes no les importa verter sangre.

»Inmediatamente el prestigio del partido se acrecentó a mis ojos. “Los hay que matan —me dije— y otros que se dejan matar”, y sentí rabiosamente que pertenecía a los primeros.

»—Y ahora, ¿por qué no combaten?

»La mirada de papá vagaba distraídamente por la habitación. Estaba muy lejos de sospechar la trascendencia que tenían para mí aquellos segundos.

»—Quizás esperan el momento oportuno para manifestarse.

»La idea de una conspiración, oculta por el instante, pero que trabajaba tal vez sordamente, me hizo estremecer.

»—¿Y tú? —insistí—, ¿no les ayudarías si se sublevasen?

»Comprendía que la pregunta iba a enojarle, pero, a pesar de todo, se la hice.

»—Verás —me dijo—. Cuando uno se hace viejo no se preocupa de esas cosas. Lo único que quiere es que lo dejen en paz. En este país, todos los cambios son para empeorar.

»—Y sin embargo, tú fuiste revolucionario, hace algunos años. Mamá me lo dijo un día.

»Mi padre permaneció unos segundos en silencio.

»—Sí. Cuando era joven.

»Desalentada, corrí a refugiarme a mi habitación. Me tumbé en el catre boca arriba. Sin embargo, una necesidad irresistible de actuar me impedía estar un instante quieta. Incapaz de contenerme, me apresuré a decírselo a mi madre.

»—Mamá, quiero ser obrera.

»Vi que me miraba unos instantes, atónita y desencajada, sin llegar a comprenderme.

»—¿Tú? Estás loca.

»Pero yo ya lo había decidido.

»—Sí. Trabajaré en una fábrica.

»No hubo forma de hacérselo comprender y aquella misma tarde abandoné la casa.

»Dos semanas después acepté una colocación en un taller de relojería.

»Aquel gesto representó para mí el repudio de mi niñez. Mi infancia había sido muy desgraciada y yo no quería que ninguna otra niña pudiese tropezar en el futuro con una señorita Celeste. Por aquellas fechas comencé a experimentar como en sueños el ansia de matar. Sólo por medio de la sangre, me decía, se puede alcanzar el derecho de ser revolucionario. Imaginaba entonces que todos los hombres auténticos tenían en su haber al menos una muerte y…

Se detuvo unos segundos, como si vacilase en la elección de sus palabras. Frente a ella, Mendoza había apoyado en el caballete el dibujo de una danzarina enana y contrahecha que intentaba inútilmente remontarse por los aires.

—Lo demás ya lo sabes —dijo ella—. Nada podría decirte que ya no supieras.

—Por mi madre santa que lo hago.

Raúl golpeó con el puño la mesa de madera: estaba en mangas de camisa, con el sombrero echado atrás y el cigarrillo, entre los labios, extinguido.

—En este caso —dijo Suárez—, no tienes más que probarlo.

Raúl batió con las palmas.

—Claudio.

El hombre de detrás del mostrador le miró con ojillos atentos.

—Usted dirá, don Raúl.

—¿Tiene una botella vacía?

—Sí, señor. ¿La quiere de alguna marca especial?

Rivera arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón.

—Lo mismo da. Es para un experimento.

Claudio revolvió apresuradamente entre los cajones: llevaba un delantal blanco, anudado a la cintura, como un peluquero de barrio, y en medio de sus ojos color ceniza, sus pupilas destellaban como brasas.

Raúl era cliente suyo desde hacía más de un año: desde la vecina residencia le hacía una visita todas las mañanas. De entre todos los asiduos, era el que dejaba más dinero.

—Parece que la familia se acordó al fin de usted, don Raúl —dijo.

Rivera, como siempre, había bromeado.

—No todo han de ser vacas flacas.

Claudio le entregó una botella de amontillado.

—¿Le sirve ésa?

Raúl la tomó entre las manos.

—Tiene el culo bastante grueso. Pero en fin…

Gerardo, Suárez y los amigos canarios le contemplaban sin decir nada.

—Llénela de agua —dijo.

Claudio le obedeció: estaba acostumbrado a sus exhibiciones y se prestaba a ellas con aire satisfecho. Le entregó la botella, llena de agua hasta la boca.

—Bien. Ahora déme un trapo cualquiera para sujetarla. Gerardo le entregó su pañuelo.

—Ya basta.

Lo dobló por la mitad y lo enroscó en torno al cuello.

—Es para no cortarme.

La clientela del local, una mezcla extraña de estudiantes de la Residencia de Isaac Peral y de conductores de camiones del garaje vecino, le contemplaba con curiosidad.

—¿Quieres probar? —le dijo a Enrique.

Suárez denegó con un movimiento.

—Que lo haga Gerardo.

—Toma.

Le tendió la botella.

—Has de golpear fuerte, con la palma derecha y el fondo saltará hecho pedazos.

Gerardo, un joven pálido, robusto, vacilaba:

—A lo mejor me corto.

Rivera sonreía. Bajo el espeso bigote negro sus labios se curvaban, redondos, brutales.

—Pruébalo.

—Si tenéis que romper el fondo —dijo Claudio— lo mejor será que lo hagáis en la calle.

—Como usted quiera.

El grupo desalojó el local. Fuera, unos hombres oscuros, con sacos doblados encima de las cabezas, descargaban carbón de una camioneta. La vieja mendiga, a quien Raúl soltaba toda la calderilla, les sonreía con labios de madera desde su habitual emplazamiento de la esquina.

—¿De un solo golpe, dices?

—Ah, eso lo has de ver tú.

Se apoyó en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas. A la luz del sol sus ojos brillaban como dos bolas de cristal ahumado.

Gerardo sujetó la botella con la mano izquierda y golpeó la boca con la palma de la otra mano. El golpe fue seco, pero el fondo no cedió.

—¿Es así? —dijo.

Raúl sonreía.

—Sí. Pero más fuerte.

Gerardo le tendió la botella.

—Eso no hay quien lo rompa.

—Intenta otra vez.

—Bah, con una basta.

Se miraba la palma de la mano, en cuyo centro la boca había dejado una señal; un círculo rosado que enrojecía progresivamente. Rivera cogió la botella. Había dejado el cigarrillo en la pequeña repisa del lado de la puerta y aseguró el pañuelo en torno a su garganta.

—Veremos si me sale.

El arte de sujetar la botella con una mano, de agitarla como un elixir de maravillosos efectos y describir con la palma un ademán, breve como un centelleo, adquirían en Raúl un significado oscuro y casi sagrado: como las ceremonias que integran un determinado rito. Golpeó.

El fondo de la botella saltó hecho pedazos: el agua se derramó sobre la acera. Los asistentes prorrumpieron en vítores.

—Una ronda para todos —dijo Raúl.

Volvieron a entrar. Mientras Rivera iba al lavabo, los canarios tomaron asiento en la mesa del fondo. Allí, dos compatriotas y una muchacha discutían de política con el «Proletario».

—Yo no estaría tan seguro.

—Te digo que todo terminará en agua de borrajas.

Mostraron a Gerardo los titulares referentes al proceso de los revolucionarios.

—¿No crees que les harán algo?

El «Proletario» sonrió con desprecio.

—Terminarán fusilando a algún obrero que pasaba por la calle. A los señoritos jamás les sucede nada.

Gerardo se encogió de hombros.

—Eso es lo que creo.

Aquella mañana, Betancourt y otro camarada habían sido libertados. Con Gloria Páez y la novia del otro fueron a esperarlos a la puerta de la cárcel: acababan de afeitarse y ofrecían el aspecto habitual. Tal vez algo más pálidos.

—Unas vacaciones algo aburridas —le dijo Jaime—. En cuanto nos tuvieron detenidos no sabían qué hacer de nosotros ni qué excusa dar para soltarnos.

Sus palabras, tan irónicas, les habían devuelto el optimismo.

—Para mí, que eliminarán a algún obrero y gracias.

—Sí —dijo el «Proletario»—, siempre la pagan los de la alpargata.

Se corrió para hacer sitio a Raúl. Uno de los canarios, el más pequeño, apoyó el codo encima de la mesa.

—¿Y qué os dijo?

—¿Quién?

—¿Quién iba a ser? Betancourt.

—Nada. Que lo habían pasado muy bien. Por lo visto su familia no se ha enterado. Al llegar a la pensión se encontró con que tenía un giro retenido.

El «Proletario» escupió con desprecio.

—A ustedes no les pasa nunca nada. Se divierten. Esos espectáculos de miseria han entretenido siempre a los estómagos bien cebados.

Los canarios no le hacían ningún caso. Estaban habituados a sus reproches y se los sabían de memoria. Su ira, en especial, se descargaba sobre los colaboradores de Ática.

—Ustedes no tienen pueblo —les decía—. Son unos burgueses con ideas de izquierda. No tienen ambiente. Lo que hacen no sirve para nadie. Trabajan en el vacío. Escriben para un público inexistente.

El canario preguntaba de nuevo:

—Y ahora, ¿dónde está?

Gerardo se volvió hacia Raúl y sonrió burlonamente.

—Se fue con la hermana de tu amigo Páez. Por cierto. Se portó como una heroína.

Con la mano en el bolsillo se palpaba los billetes: sobraban aún doscientas.

—No la conozco —dijo Rivera.

Los canarios se echaron a reír.

—Ni falta que te hace.

Raúl apuró el vaso de un trago.

—Conozco a su hermano. Es amigo de Agustín.

—Sí. Estamos enterados. La chica, ¿sabes?, nos tiene mucha confianza.

—Sí. Mucha.

Sonreían con aire burlón. Rivera comenzó a irritarse.

—¿Se trata de algún secreto?

Su posición ante los canarios era de recelo y desconfianza. Todos sus compatriotas se habían separado del grupo a raíz de la publicación de Ática. Y desde entonces vivían a la greña.

Suárez fingió mirar con profundo interés el vino que quedaba en el fondo del vaso.

—¿Se te ha perdido algo? —preguntó Raúl.

—No. ¿Por qué?

—Como miras con tanto interés el vaso…

Gerardo se echó a reír.

—¿Conoces a David, aquel catalán tan bien educado, amigo de Mendoza?

Raúl afirmó con la cabeza. La sospecha de que sus amigos pudiesen divertirse a su costa aumentó su fanfarronería.

—Sí.

Bajo el mentón de Gerardo se formaba, al hablar, un hoyo pequeño.

—Si le ves, puedes decirle que ande con cuidado, no se vaya a coger los dedos.

—Según tenemos entendido, se dedica a meter las narices donde nadie le llama.

—¿Te refieres a Gloria?

—Sí. De ella se trata.

El tono de suficiencia que empleaban al hablar sus antiguos camaradas, le exasperaba. «Porque salieron a la calle el día de la huelga y corrieron como una bandada de lebreles se imaginan que son un puñado de héroes». Era demasiado.

—Yo creo que es muy libre de salir con quien le dé la gana.

Se llevó una mano al cuello y jugueteó con la medalla de plata.

—Gloria es una fresca —dijo el otro canario—. Y si se cansa de él, le hará alguna de las suyas.

—Si no se la ha hecho ya en estos momentos.

—Sí. Si ya no se la ha hecho.

Hubo un intercambio de miradas.

—Sois unos malvados —dijo la otra chica—. Gloria no es así. No es una mala muchacha.

—No. Dinos que es una inocente y nos lo creeremos.

—Eso. Es una santa.

La muchacha se encogió de hombros.

—Exagerados.

—A las mujeres les gusta defenderse siempre —dijo el «Proletario»—. Será porque no tienen la conciencia tranquila.

Hubo risas. Gerardo adelantó su rostro chato: tenía los labios rosados, como de lacre.

—Mira. Mejor es que lo dejemos de lado. Nosotros nos hemos limitado a advertirte porque es amigo tuyo. ¡Ah! Además puedes decirle a Mendoza que no juegue con fuego.

La sangre afluyó a la cara de Raúl.

—No sé a qué te refieres.

—A lo que oyes. Si quiere que el asunto permanezca en secreto, debe ir con mucho tiento en lugar de exhibirse con ella por la calle.

—Sigo sin entenderte.

—No me dirás que no conoces a Ana. Os he visto varias veces juntos.

—¿Puede saberse qué relación tiene todo esto con la hermana de Páez?

Gerardo se encogió de hombros.

—Ninguna. Absolutamente ninguna.

—Por mí —dijo Suárez— podéis hacer lo que os dé la gana. Pero repito que el momento me parece mal elegido. Fue hace meses cuando debisteis dar la cara.

Los días de la huelga, Raúl había vivido cerca de Atocha, en el piso de una enfermera del Clínico, de la que por entonces andaba enamorado.

Ahora, la salida de Suárez le calentaba los cascos.

—Si llamáis dar la cara a las maricadas que hicisteis, yo soy san Luis Gonzaga.

—Al menos salimos a la calle —dijo Enrique.

—Pues podríais haberos quedado en casa. No creo que la revolución hubiese perdido nada.

El «Proletario» aprobó con la cabeza.

—Raúl tiene razón. Los burgueses como vosotros tendrían que quedarse en su casa y esperar que los degollaran. El mundo saldría ganando.

—También tú, en lugar de emborracharte, podrías hacer algo más práctico —dijo el canario pequeño.

El «Proletario» escupió dentro del vaso.

—A usted nadie le ha dicho nada.

—Sí —dijo la chica—. También usted es un inútil.

—Todos somos unos parásitos —concluyó el «Proletario».

Había algo atrayente en el cuerpo de Raúl: a las mujeres les agradaba cierto balanceo suelto de sus miembros que le confería al andar una apariencia descoyuntada. Ocurría que en la calle las modistillas se volvían a mirarle. Raúl sentía el peso de sus miradas adherido a sus espaldas y no podía evitar un leve regodeo.

Aquella mañana, en la sala del dispensario donde a veces practicaba, había tenido una buena prueba. Mientras preparaba la inyección de una paciente, la actitud de la mujer le llamó instantáneamente la atención: era joven, de rostro atractivo y sus ojos le miraban con la dulzura de un animal manso. Sin darse apenas cuenta, Raúl se sorprendió besándola en el cuello, en los labios, en todo el cuerpo. La mujer, lo recordaba, le sonrió con gratitud, con reconocimiento. No habían cambiado una palabra. No sabía siquiera cómo se llamaba. En la habitación de al lado la aguardaba un hombre que se la llevó del brazo.

—Os lo aseguro. Era una mujer magnífica. Yo no sabía qué decir. Deseaba que la tierra me tragase; el tipo me preguntó si tenía que pagarme algo. Tuve que decirle que debía diez cincuenta.

—¿Lo aceptaste?

—No tuve otro remedio.

—Y la mujer, ¿qué hacía entretanto?

Raúl se echó el sombrero atrás:

—Era una perfecta cínica. Del brazo del pobre tipo, me miraba como si no me conociese: me llamaba doctor. Al marcharse, ni me dio la mano.

En el rincón más oscuro de la estancia, Uribe hacía solitarios. Lo que los demás decían le tenía aparentemente sin cuidado. De vez en cuando, se servía una copa de un licor lila y la bebía a pequeños sorbos.

—El señor las enamora a todas —dijo con voz de falsete.

Ana se volvió ligeramente sorprendida: ignoraba su voz de payaso y por un momento se imaginó que acababa de entrar alguien.

—No hay nadie que le resista.

Cortézar le miró con irritación.

—Si estás borracho, lo mejor que puedes hacer es callarte.

Uribe vació la copita de un trago.

Sursum corda. Elevemos los corazones.

Hundió la nariz en la botella, con gesto de sorber su aroma; pero, en vista de que Cortézar le seguía con la mirada, se interrumpió.

—Podéis seguir. Os aseguro que no me interrumpís el solitario.

Cortézar se volvió a Raúl.

—Bien… Te decía si les preguntaste algo a los canarios.

Rivera se frotó el bigote espeso, con su ademán habitual.

—No. No les hice ninguna pregunta. Gerardo me dijo si conocía a Ana. Le contesté que sí. Y entonces me advirtió que debíamos andar con cuidado.

Al otro extremo de la pieza se elevó la voz aguda.

—Falso, falso. El señor Rivera no vio a Gerardo ni a nadie por el estilo. El señor estaba muy ocupado en aquellos momentos con una linda gorila.

Sus compañeros le miraron con fastidio. Desde hacía media hora, Uribe se dedicaba a abortar cualquier conato de charla. Rivera deslizó el dorso de la mano sobre los labios abultados.

—Si no hacéis callar a ese imbécil, por mi madre santa que le parto la cara.

Dos días antes, en un reservado de la calle San Marcos, Uribe les había emborrachado, a él y a tres mujeres. Celebraban la llegada de su giro. Bajo los efectos del vino, Raúl comenzó por levantar las mesas y las sillas, desnudó luego a las mujeres que corrían por el cuarto, riendo y dando chillidos y terminó por cargar con una en cada brazo, paseando así, como un Hercules furioso, en torno a la mesa. Nunca le quería tanto Uribe, como en esos momentos. Su talla gigantesca se erguía en todo su vigor: Raúl reía, Raúl besaba, Raúl amaba. Ante el barullo habían intervenido dos guardias, que se los llevaron detenidos a todos y, desde entonces, Raúl no le saludaba.

—¡Huy, que miedo, que miedo! —dijo Uribe—. Si os lo digo… Cada día se vuelve más macho.

—Y tú más marica. Si en lugar de andar siempre bebiendo cuidases un poco más de ti mismo, no te ocurriría lo que siempre te pasa.

Se volvió hacia sus camaradas y les hizo un ademán con la mano.

—Me gustaría que lo hubieseis visto, muerto de miedo, diciendo que sí a todo lo que preguntaban los guardias.

La lluvia caía regularmente sobre la palangana floreada. Agustín había descorchado una botella de ginebra: aquella tarde su apatía era más fuerte que de costumbre y procuraba entonarse.

—¿No han dicho ninguna otra cosa? —preguntó a Rivera.

—No. Nada. Al menos, que recuerde.

—Qué extraño —dijo Ana—. No entiendo cómo pueden haberse enterado.

—No pueden haberse enterado de nada —intervino Páez—. Si nosotros mismos ignorábamos el nombre de Guarner hace unas horas, ¿cómo lo iban a saber ellos?

—Telepatía —ironizó Cortázar.

—Han oído campanas y no saben dónde. Pero quieren dar la impresión de estar bien informados.

—Para mí —dijo Raúl— que tienen miedo de que nos adelantemos.

—Sí —dijo Cortézar—. Ha terminado el tiempo de las proclamas y ellos son los primeros en saberlo. Ahora se trata de obrar en consecuencia.

—Tenemos los medios al alcance de la mano. Creo que todos estamos dispuestos.

—Lo que pasa es que Gerardo y sus amigos son una pandilla de cobardes. Yo siempre he estado seguro de que no se atreverían a llegar hasta el fin.

—Hace unos días —comenzó Mendoza— dije que el que no esté dispuesto debe echarse atrás. Nadie le hará el menor reproche.

Recorrió la habitación con la mirada. Los ojos de todos estaban fijos en él: era como un plebiscito mudo, en el que todos se esforzaban por expresar la mayor firmeza posible.

La mirada del pequeño Páez se había fijado en David con mal disimulada curiosidad.

—Si se tiene algo que objetar, creo que es el mejor momento de decirlo.

Cortézar se aclaró la garganta.

—A mi manera de ver, lo importante es determinar la forma del atentado. Habéis hablado de Guarner y del modo de llegar a él. Pero no hemos previsto ninguna de las consecuencias.

—Guarner recibe todas las mañanas —explicó Ana—. Obtener una cita sería la cosa más fácil del mundo. Cualquiera de nosotros puede hacerse pasar por periodista. En el piso sólo hay las doncellas y un secretario. La portera es algo curiosa, pero se puede evitarla pasando rápido. La única dificultad radica en abandonar el piso sin ser visto, pues, con el automóvil en marcha, al cabo de diez minutos no habrá quien nos atrape.

—¿No sería mejor que fuesen dos en vez de uno? —dijo David—. Mientras uno liquidaba a Guarner, el otro podía vigilar el resto de la casa.

Agustín denegó con la mano.

—No. Nada de comparsas. Una persona sola, despierta menos sospechas. El que mata, mata solo: él carga con todas las consecuencias.

Unos gruesos goterones, que amortiguaban el eco de las palabras, se aplastaban contra los vidrios de la ventana. Enloquecidos pájaros buscaban refugio entre los huecos del alero. Cada vez con mayor fuerza la gotera hacía: clap, clap…

—En este caso —dijo Cortézar— las circunstancias juegan en nuestro favor. No tenemos por qué hacernos reproches.

—Gerardo y los canarios están al corriente de todo —dijo David—. Tal vez cantemos victoria antes de tiempo.

—Gerardo es un desgraciado —respondió Raúl.

—Sí, pero es un mal comienzo.

—¿Los crees capaces de decir algo?

—Ni soñarlo.

—Lo importante —terció Agustín— es saber mantener la sangre fría. Una vez en la calle, estaremos a salvo.

Ana juzgaba la discusión inútil. Daba por descontado que, al divulgarse la noticia del crimen, el país entraría en un estado de histeria. Ante el cadáver del viejo político, todo el mundo perdería la sangre fría. Cesaría para siempre el diálogo. El pueblo tendería a responsabilizarse.

Rivera le interrumpió con un ademán.

—Yo creo que ante todo deberíamos determinar la forma y el autor del atentado.

La voz de Uribe se elevó de nuevo, aguda y falsa, como si su garganta fuese de trapo.

—Lo que pasa es que Raúl se muere de ganas de ser él quien dispare el tirito.

Con el sombrero echado atrás, los labios abultados bajo el bigote negro y la camisa desabotonada, Rivera ofrecía un vivo muestrario del desprecio.

—Mierda —dijo.

Agustín había dejado en el suelo la botella de ginebra destapada. La tomó por el cuello y se la llevó a los labios.

—Nadie ha hablado de eso.

Mendoza jugueteó con la barba antes de responder.

—Naturalmente, la elección se hará a suertes la próxima «tarde de lepra». Así tendremos todos tiempo suficiente para pensar y podremos hacer de ella algo así como una preparación florida de la muerte —sonrió—. La idea no es mía, desde luego, sino de «Tánger». Pero tiene, a su manera, cierto encanto.

Se detuvo un momento para servirse una copa. Antes de beber la sostuvo entre los dedos y la hizo girar con la otra mano.

—Basta con introducir un determinado número de pajuelas entre las cubiertas de un libro, tantas como individuos participen en el sorteo, de forma que sus cabezas estén a la misma altura. Una de ellas es más corta que las restantes. El que la saca es el elegido.

—Esto lo has leído en un libro de piratas —dijo Cortézar.

Mendoza se echó a reír.

—Sí, debajo de la mesa tengo algunos. Lola es muy aficionada.

Les mostró algunos, con sobrecubiertas de colores medio destrozadas. Se llamaban El hechizo hindú, La muerte tiene alas de mariposa.

—Confiesa que a ti también te gustan —dijo Páez.

Agustín hizo una mueca.

—Me encantan.

Cortézar parodió con una voz lánguida.

—Uno está de vuelta de tantas cosas…

Todos reían.

—¿Quién colocará las pajuelas dentro del libro?

Uribe pescó la pregunta al vuelo.

—Una mano inocente —dijo.

Las miradas se volvieron hacia él: acababa de concluir el solitario y no lograba estarse quieto en el asiento.

—Una mano suave, pequeña y bien formada.

—Supongo que no te refieres a la tuya —dijo Raúl.

Los ojos de Uribe brillaban.

—Tengo el alma blanca.

Se remangó el gabán hasta el codo y elevó la mano con aire afectado.

—En la Edad Media se elegía siempre a los niños para esos menesteres —dijo—. Y organizaron incluso una gran cruzada. Fue algo muy hermoso. Los predicadores recorrían los campos reclutando pastorcillos. «Para vencer a los infieles, decían, no se requieren las armas, sino el espectáculo de esos niños inocentes». Reunieron más de cien mil: un alado ejército de ángeles. Al llegar al Mediterráneo, los predicadores dieron la orden de avanzar. «Ante esos inocentes, como ante Moisés, se abrirán todas las aguas». Los niños obedecieron y se ahogaron a millares. Los restantes, a bordo de buques maltrechos, sufrieron el azote de las tempestades y al llegar a Turquía fueron vendidos como esclavos.

Al concluir hizo una gran reverencia, como de mago.

—Gracias, gracias.

Ana se puso de pie: las bromas de «Tánger» y el eco que hallaban en sus camaradas le irritaban.

—Bien. En este caso me parece que todo está aclarado. El próximo miércoles, según creo, tenéis la «tarde de lepra». Si antes de esa fecha juzgáis oportuna otra reunión, avisadme.

Había espiado por la ventana el cese de la lluvia. Únicamente unas gotas rezagadas se desgranaban desde el alero y percutían en los salientes de pizarra.

Hubo un momento de silencio.

—Entonces —dijo— lo mejor que podemos hacer es marcharnos.

Uno tras otro, se alejaron. El pequeño Páez fue el último en hacerlo. Antes de salir tomó a Agustín por una manga.

—¿Has visto?

Señalaba la puerta, que el grupo acababa de abandonar.

—No. No sé de qué me hablas.

Los ojos verdosos del adolescente brillaban.

—David estaba blanco como la cera.

Vio a Mendoza rascarse la barbilla, como si el incidente le preocupara.

—Es curioso. ¿Crees que tenía miedo?

Luis vaciló: el empleo de esa palabra, aplicado a uno del grupo, revestía el carácter de una acusación grave.

—Es difícil saberlo —dijo.

Agustín le cortó con una mueca de los labios.

—En este caso no tienes más que decirlo y asunto concluido.

Páez jugaba con el cigarrillo.

—Tampoco yo creo que quiera abandonarnos. Pero me extraña mucho eso de que vacile…

Se detuvo unos segundos y añadió:

—En tu lugar, trataría de darle ánimos. He observado que te tiene confianza y tus palabras podrían serle de gran ayuda. En fin… Tú verás lo que puede hacerse.

Desde la escalera le reclamaban a gritos. Mendoza se encogió de hombros.

—Le diré algo. No te preocupes.

Páez le agradeció con una sonrisa.

—Ya me contarás.

Apresuradamente, descendió también por las escaleras.

Sus camaradas le aguardaban en la portería de la casa. Fuera volvía a llover a cántaros y únicamente Cortézar llevaba impermeable. Se lo ofreció a Ana, que denegó con la cabeza.

—No, gracias.

Rápidamente, se alejaron por la calle: Ana con Cortézar, los otros en dirección contraria.

En la esquina de Conde Duque, David tropezó con Páez. El adolescente había alzado hasta el cuello las solapas de la chaqueta, y al divisarle, una sonrisa suave iluminó los rasgos de su cara.

—Te buscaba —dijo.

Caminaron pegados a las paredes de las casas. Junto a ellos, el agua que se desgranaba del alero de los tejados burbujeaba monótonamente.

—Óyeme —dijo Páez—. No es que quiera inmiscuirme en tus asuntos, pero, desde hace algún tiempo, vengo observando que te interesas por mi hermana.

Aprovechando la posición ladeada que la lluvia imponía, tuvo ocasión de contemplarle largamente David se mordió los labios. La mano que sostenía el cigarrillo le temblaba.

—No sé a qué te refieres.

Páez le sujetó por el brazo.

—Somos amigos desde hace mucho tiempo y no tenemos por qué ocultarnos nada. Tenía la intención de hablarte de la chica; pero si el tema te molesta, podemos dejarlo.

Los ojos almendrados de David le contemplaron vacilantes.

—Yo no te he dicho eso, Luis. Lo que pasa… —se esforzó por sonreír—. Eres la segunda persona que hoy me habla de esto.

—No te entiendo.

—Ni yo mismo sé lo que pasa.

Durante un breve trecho caminaron en silencio.

—También Raúl ha venido a hablarme.

—¿Raúl?

—Sí, de Gloria.

Páez le miraba asombrado.

—¿A santo de qué?

David tragó saliva.

—Fue en la taberna donde esa mañana charló con los canarios. Me lo dijo esta tarde por teléfono, antes de venir. Tal vez creía que pudieses molestarte.

Luis comprendió que la iniciativa se le escapaba de las manos.

—¿Puede saberse qué te dijo?

—Nada de particular… Me advirtió que debía andar con cuidado.

—¿Por qué razón?

—A causa de Gloria.

Páez se rascó la cabeza.

—Ahora soy yo el que no te entiendo. Palabra. David se esforzaba en sonreír. No lo lograba.

—Tu hermana sale con Betancourt… Ya lo sabes…

—Salía —dijo Luis.

—Creo que a Betancourt ya lo han soltado.

—Sí, ¿y qué?

—Me dijeron que no me metiese en camisa de once varas.

El pequeño Páez escupió en el suelo.

—Estúpidos —dijo.

Atravesaron la calzada casi corriendo. Se dirigían hacia San Bernardo, donde David tomaba el metro y el muchacho dejó que lo acompañase.

—No tienes que hacerles ningún caso. No saben lo que se pescan.

—Me dijeron que tu hermana fue a buscar a Betancourt esta mañana.

Había amargura en sus palabras. Páez se encogió de hombros.

—Todas las mujeres son unas imbéciles. Se arriman al fuego que más calienta. Pero no tienes por qué desanimarte. Mira: precisamente quería hablarte de eso.

David no dijo nada. Una gota de lluvia le resbalaba por el perfil de la nariz, como una lágrima. Se enjugó el rostro con un pañuelo.

—¿Has salido con frecuencia con mi hermana?

—Sí.

—¿Últimamente?

—Dos o tres veces.

Páez se acarició la barbilla.

—Es extraño. Sin embargo, se interesa por ti más que por ninguno.

—No creas. Cuando salí con ella, Betancourt estaba en la cárcel.

—¿Y qué importa?

—Nada; sólo te digo lo que hay.

Páez denegó con la cabeza.

—Estás equivocado. Gloria no es tan tonta como parece.

—No te entiendo.

—Muy fácil. Lo que la atrae hacia Jaime es el hecho de que sea revolucionario y haya estado en la cárcel. Poco menos, se imagina que es un héroe.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Simplemente. Que tú aún no has probado nada.

Caminó unos momentos en silencio y prosiguió con voz más baja:

—Parece ridículo, pero es así.

David dudaba: temía que Luis quisiese conducirle hacia un objeto que aún no columbraba y se mantenía a la defensiva.

—Si es así, no puedo hacer nada para convencerla.

Páez ocultó un gesto de contratiempo.

—Te ahogas en un vaso de agua.

Vio que David volvía la cabeza con aire interrogante y prosiguió:

—Ayer por la tarde estuve un rato con Gloria. Charlamos de mil asuntos. Y, por lo que me contó, deduje que eras tú quien le interesaba.

—Yo creo, por el contrario, que se entretiene en jugar conmigo.

—A todas las mujeres les cuesta soltar prenda —dijo Páez.

Volvió a tomarle del brazo.

—A veces parece que seas tonto. Ninguna muchacha llama a un hombre para darse el gusto de desdeñarlo.

—Yo opino que sí.

La conversación resbalaba por una pendiente peligrosa. Luis era el primero en darse cuenta.

—Como puedes comprender, lo que haga Gloria me tiene perfectamente sin cuidado. Lo decía tan sólo por ti. Me irrita que seas tú quien se deje tomar el pelo.

—Está bien. Habla.

Páez se pasó la mano por la boca: tenía los labios resecos.

—Ayer charlamos acerca de ti. Y bien: te consideraba mejor y más inteligente que Jaime. Sólo dijo que él era más valiente. Yo le contesté que tú también eras un revolucionario.

Aunque era casi de noche, Luis observó que David se sonrojaba: lo que decía, parecía turbarle en grado sumo.

—Ya veo —contestó.

—No. No me entiendes. Ella creía que tú no ibas a ayudarnos si la ocasión se presentaba. Por eso decidí ponerte sobre aviso.

Ahora David comprendía: se sintió enrojecer hasta la raíz del cabello.

—Algo así como una prueba, ¿no es eso?

—Por favor. No lo he dicho con intención de molestar. Sabes de sobra que siempre te he considerado como uno de la peña.

David tenía la cabeza gacha.

—No. No tengo nada que perdonarte. Además, es natural que penséis así.

—No sé qué quieres decir.

—Todos me habéis considerado siempre un poco cobarde. Pero tú eres el único que tiene la franqueza de decirlo.

—No digas tonterías —dijo Páez—. Sabes perfectamente que ni yo ni nadie ha pensado eso.

—Mira, Luis. Mejor será que lo dejemos. No creas que soy ciego.

—Te he dado una opinión particular de mi hermana que ninguno de nosotros comparte en absoluto. Te cree incapaz de…

David iba a replicar, pero se detuvo a tiempo. Le pareció que era una tontería que discutiesen de ese modo. Bajando por San Bernardo habían alcanzado la boca del metro y se detuvieron allí sin resolverse a decir nada.

—He sido un idiota, perdóname.

David iba a replicar, pero se detuvo a tiempo. La discusión le parecía perfectamente inútil. Bajando por San Bernardo habían alcanzado la boca del metro y se detuvieron allí, sin resolverse a decir nada.

La sonrisa, demasiado forzada, continuaba adherida a los rasgos de su cara, como en virtud de una pincelada posterior, ajena. Luego se pasó la mano por la boca y su semblante volvió a ser perfectamente serio: fue como si su sonrisa no hubiera existido nunca.

—Me guardas rencor —dijo Páez.

—Tonterías.

La gente, muy numerosa a aquella hora, les empujaba a lo largo del pasillo. A pocos metros de ellos, un reloj enorme acuciaba a los usuarios con el nervioso movimiento de sus agujas. Todo conspiraba contra aquel momento turbio, del que uno y otro deseaban escaparse y, sin embargo, prolongaban.

—Mañana iré a verte. Hablaremos con más calma.

—Como quieras.

Se tendieron la mano.