IV
Alas de arcángeles vibrando como arpas, días livianos como plumas, como copos de nieve: hacía muchos años que David vio por primera vez una pistola y nunca como ahora le había traspasado el frío contacto del metal; la culata parecía aguardar el apretón de la mano, y el dedo, el contacto suave del gatillo. Talismán sagrado, objeto tabú, sería preciso cubrirla con encajes, restañar la pérdida del precioso líquido. Cuando Agustín se la había dado, le explicó en cuatro palabras el funcionamiento del mecanismo: «Bastará que la cojas así, apuntes por aquí, el seguro es esto». Palabras, fórmulas escuetas al alcance de cualquier aprendiz. Pero ¿y lo otro? Oh, sí, Dios mío. ¿Y lo otro?
«Es como apuñar el agua con las manos y echar las redes al mar. Todo fluye, se escapa, permanecemos siempre extraños». El espejo le devolvió una imagen blanca, desangrada, de labios tirantes como viejas cicatrices. La pistola era negra entre sus manos; el índice se crisparía sobre el metal, la bala se hundiría blandamente. Él, David, el asesino. David niño, David bueno, David amigo, David, condenado David con alma de cobarde. Apagó la luz y volvió a encenderla, sin pistola ya. Debía familiarizarse con la muerte, necesitaba conocer al viejo, saber de qué color eran sus ojos, amarle antes del crimen. «Porque todos matamos lo que amamos, oíd, oídlo todos; unos con una mirada cruel, otros con buenas palabras; el cobarde lo hace con un beso, el valiente con una espada». Ah, cuánto debía haber sufrido quien escribió aquello; había alcanzado la zona última; allí donde los interrogantes se transforman en nudos corredizos y se aferran vorazmente a la garganta.
Las jubilosas notas de una canción criolla ascendían del piso bajo. Acodado en la ventana, David creía ver canallescas mujeres, arrastradas por el revuelo campanudo de sus faldas, trazando remolinos de colores, cuerpos que hurtaban sus formas en el aire, ademanes como relámpagos, centelleos. Se pasó la mano por la frente: un pequeño muchacho que transpira. Y la pistola negra, allí, aguardando dar paso a miríadas de seres que acechaban el banquete de la muerte y reventaban en su propia podredumbre. Sobre la mesa tenía una Biblia abierta: «Jehová, Señor, Dios de los fuertes»; le condenaban, allí también, le condenaban. Llegó a sus oídos la atildada voz de un locutor. No era un gramófono ni siquiera una pianola automática. Doña Raquel tenía la radio enchufada y tacones ágiles percutían sobre la tapa de un piano viejo. «Señor, Señor de los débiles», pensó. Telarañas de nata sobre los ojos: lloraba. El viento sacudía la ropa tendida del vecino tejado y silbaba en sus oídos como la concha de un caracol de mar. David ajustó las hojas de la ventana: la música le hacía daño. Deseó ver a «Tánger» disfrazado de mago, haciéndole cualquier jugada de las suyas: sacándole naipes de las orejas, produciendo sombras chinescas con las manos. Ahora estaba lejos. Le habían dejado solo frente al objeto negro que aguardaba el hueco de su mano, la decisión súbita del dedo. Se sentó en la mesa del escritorio y abrió el cuaderno al azar.
«Mi niñez, a primera vista sin problemas, me parece de pronto enormemente complicada cuando trato de abarcarla por entero. El recuerdo que conservo de ella es turbio y fragmentario y, cuanto más medito en sus menudas incidencias, más difícil me resulta llegar a una conclusión válida.
»Yo era un niño tibio e incoloro, de escasa vitalidad y de una salud enfermiza que constituía el tormento de mis padres. Nací en el seno de una familia distinguida y bien relacionada de la que soy el último vástago. Todo contribuía, por tanto, a hacer de mí un heredero no importa de qué, si de recuerdos, de nombre o de fortuna, y el hecho de que tuviese otros hermanos no disminuía en modo alguno mi responsabilidad. En la época de mis padres, Barcelona no era la ciudad populosa de ahora. Acababa de deshacerse de sus murallas y, como el que acaba de despojarse de un traje demasiado chico, se extendía alegremente por el llano. Las riquezas estaban en manos de unas pocas familias y las que mi abuelo poseía se contaban entre las más elevadas. Había hecho su fortuna en las Antillas y, como los indianos de su tiempo, vivía en un magnífico chalet de estilo árabe, de las rentas cuantiosas de su ingenio de Matanzas.
»No llegué a conocerlo, pero sé por referencias que era todo un carácter. Conservo, eso sí, el recuerdo de su imagen fotográfica: el inmenso retrato de fondo negro que presidía las veladas familiares del comedor: un rostro terrible y rudo que me quitaba el sueño durante las noches. Mi abuela, su mujer, era una vieja menuda y regordeta, con la cara cubierta de verrugas, como de retoños agostados. A ella debo mi afición a las lecturas y a los entretenimientos solitarios. Hace mucho tiempo perdió a uno de sus hijos durante el sueño y el temor de que la historia pudiera repetirse le impulsaba a despertarme cada vez que me veía dormido. “El sueño es la imagen de la muerte”, se excusaba. Y aún ahora me parece verla sonreír con la frente empañada de microscópicas gotas de sudor. Mis padres son dos caracteres bondadosos y sin relieve, cuya personalidad parece complementarse con la mezcla de sus brumas respectivas. Son borrosos y difuminados, sin grumos de ninguna especie y por más que medite acerca de ellos me causa siempre asombro el comprobar lo lejanos que pueden llegar a sentirse los seres a pesar del parentesco de la sangre, pues nada tengo en común con ellos.
»Poco antes de que yo naciera las propiedades de mi abuelo materno se evaporaron. Había sido un hombre emprendedor y, a todas luces, notable, pero jamás se tomó el trabajo de educar a sus hijos. Su carácter absorbente le determinaba a mantenerlos alejados del negocio. Estaba acostumbrado a jugar duro y su presencia le resultaba, sin duda, engorrosa. Y como era un especulador de fortuna cuyos asuntos andaban siempre enredados, la herencia que dejó en el momento de su muerte, si bien muy crecida en su cuantía, lo fue también en complicaciones y quebraderos de cabeza. Mis tíos no estaban preparados para soportar el peso que caía en sus hombros, y con el consejo de todos los familiares, liquidaron la hacienda de Cuba.
»Mi niñez transcurrió, a pesar de todo, en medio de una gran facilidad, constelada de preceptores y de frailes. Nuestra fortuna era aún considerable, de forma que conocí siempre el hartazgo de los deseos satisfechos. La máxima preocupación de mi padre, que era aficionado a las fórmulas escuetas, consistía en hacer de mí un hombre de provecho. La experiencia que guardaba del abuelo no había caído en el vacío. Con cierta frecuencia me llevaba en automóvil a la fábrica, con alguno de mis hermanos, para habituarnos desde niños a cobrar interés en el negocio. Allí me puso en contacto con un extraño mundo de chiquillos medio desnudos, con los que me impulsaba a jugar, y que permanecían a mi lado, negros y desconfiados, como lagartos oscuros. Lleno de asombro, comprobé que tenían siempre hambre y suspiraban por los platos de comida que en casa me hacían comer casi a la fuerza. Eso les revestía a mis ojos de un prestigio grande y, junto a ellos, me sentía mediocre, tímido y estrecho.
»Muchas veces he creído que el dinero que nuestros padres almacenan para nosotros no hace sino aumentar nuestra debilidad. Siendo niño, me obligaba a asistir como padrino al bautizo de los hijos de los obreros. Era una medida social y no se lo reprocho. Tal vez yo en su lugar hubiera hecho lo mismo, aunque creo que entre mi generación y la suya media alguna diferencia: que nosotros no estamos, como ellos, convencidos de nuestros derechos y que si llegase la hora de defenderlos, lo haríamos tal vez por egoísmo, pero no por la certeza de nuestro fundamento.
»Como he dicho, me entregaba grandes bolsas de caramelos que repartía entre los niños como un mensajero feliz venido de otro reino. Oscuramente sentía yo entonces la necesidad de hacerme perdonar mi posición. Me sentía de los elegidos. Alguien había hecho un sorteo y mi boleto era premiado. Y aun ahora, cuando me rodeo de un cerco de propinas, no lo hago tanto por generosidad como por timidez y afán de perdón. Había adivinado muy temprano que el mundo no concluía entre las cuatro paredes de la casa y la versión que mis padres me ofrecían no bastaba para satisfacer mi curiosidad.
»La imagen que guardo de mí mismo es sucia, borrosa y asfixiante. Mis padres me rodeaban de un cuidado absurdo, que no conocía desfallecimiento. Cada curso suspiraba por la llegada del verano, durante el que nos trasladábamos a la casa de campo. Era un edificio viejo, que pertenecía ya a mis bisabuelos, y allí me encontraba mucho mejor que en la rígida clausura de las aulas. La mayor parte del día tenía el tiempo libre y durante tardes interminables me entretenía en vagar por las habitaciones abarrotadas de objetos inútiles. Había baúles llenos de libros, pantallas de colores, biombos desgarrados y pequeñas hornacinas saturadas de conchas y flores, y allí me sentía como el huésped de algún país fantástico.
»Al sistema educativo de mis padres prefería el que seguía don Ángel, un preceptor ridículo que durante los meses veraniegos nos daba clases de latín por las mañanas. Don Ángel era grueso y colorado, de movimientos torpes y ademanes grotescos; llevaba gafas con montura de oro en el punto de arranque de su voluminosa nariz. Su atuendo era pintoresco y astroso: camisas extravagantes de colores chillones. Miembro de una familia venida a menos, cuyas rentas escasas le obligaban a ganarse la vida dando clases a los hijos de gentes acomodadas, don Ángel había conquistado a mi padre con su lucida fraseología latina. Mientras hablaba tenía la costumbre de salpicar la conversación con una enjundiosa mezcla de citas que reproducía en sus idiomas originales. Muchas veces se me ocurrió la sospecha de que ni él mismo sabía lo que significaban, pero era tal su empaque al pronunciarlas, que mi padre aseguraba, muy serio, “que le había convencido”.
»Don Ángel pasaba la mayor parte del día repantigado en el sofá de la sala, resolviendo crucigramas, a los que era singularmente apto por su inútil cultura enciclopédica. Mientras me obligaba a recitar las declinaciones se introducía polvos de rapé en su nariz peluda y estornudaba con visible fruición. Se había propuesto hacer de mí y de mis hermanos un modelo de joven bien educado y trataba de despertar mi gusto por lo delicado y lo exquisito. Me rodeaba de poetas griegos y latinos, “convenientemente traducidos” y, a instancias de él, mis padres me prohibieron la lectura de libros de piratas. Según don Ángel, el alma juvenil se embrutecía y deformaba fácilmente si se aficionaba a esta clase de lecturas y trataba por todos los medios de evitar el contagio.
»Consciente de la personalidad social de mi padre, se esforzaba en hacerme comprender los deberes y obligaciones de mi posición: “Eres de los escogidos —me decía— y debes comportarte como tal. No se echan margaritas a los puercos”. Me aconsejaba el trato con gente selecta y hablaba con gran repugnancia de los que no tenían ni un pedazo de tierra en que caerse muertos. Le gustaba llamar a las cosas por su nombre y, en su odio a la pobreza, descubría su afán de pertenecer a la clase elegida y su falta de piedad por el dolor; y si autorizaba complacido cualquier regalo costoso a un muchacho de mi clase, se enfurecía cuando daba una limosna a un niño pobre: “Son sucios, horribles, están llenos de costras. No merecen que nadie se ocupe de ellos”.
»Si bien la mayor parte del día me entretenía con mis hermanos, los hijos de los aparceros que correteaban por la era me atraían con sus gritos. Algo mayores que yo, se movían con independencia absoluta, sin que nadie los vigilase. Llevaban camisita y calzón corto que apenas les llegaba a las rodillas; caminaban descalzos. Por timidez, jamás me había acercado a ellos y, cuando tropezábamos, no acertaba siquiera a saludarlos.
»Recuerdo una tarde de septiembre en que estaban vaciando los estanques. Mi padre había puesto en ellos peces de colores y, a medida que bajaba el nivel del agua, los veía correr como saetas, escurrirse y colear. En las partes en que había menos agua quedaban apresados en charcos pequeños de los que inútilmente querían evadirse; por la desesperación de sus coletazos parecía que también ellos presintiesen que su fin estaba próximo. Yo les miraba lleno de angustia, porque me sabía impotente para salvarlos, cuando el grupo de niños se aproximó a la balsa y me preguntaron qué pasaba.
»Les mostré los peces asfixiados e inmediatamente se descalzaron: bajaron la escalera, sumergieron sus pies en el fango y comenzaron a meter los peces en comportas de agua, que yo recogía desde arriba. Fueron para mí unos instantes felices. La visión de los peces, ebrios de vida, culebreando en las comportas me llenaba de dicha. Cuando metía la mano, los sentía escurrirse entre mis dedos y, casi sin darme cuenta, me sorprendí cantando en voz alta.
»Estaba enteramente absorto en mi tarea cuando oí un grito terrible a mis espaldas. La presencia de don Ángel, con el rostro congestionado y el cabello revuelto, me hizo estremecer de temor. El cubo me cayó de las manos; algunos peces quedaron en la arena, palpitantes, con sus lomos dorados manchados por el barro. Pero don Ángel no me dio tiempo siquiera de cogerlos. Lleno de ira, me arrastró por el brazo hasta la casa.
»Aquel día y los que siguieron me hizo lamentar con su desprecio la magnitud de la falta; yo me había deshonrado y envilecido tal vez de una forma irreparable al aceptar el trato con gente sucia e indigna. Hablaba con verdadero horror de los hijos de los aparceros “desnudos y viscosos como lombrices” y juró exterminar para siempre mis instintos plebeyos. Por desgracia suya no pudo ser así; murió al mes siguiente, mientras daba la clase de latín. Se quedó de improviso quieto y rígido, sin acabar de sorber el tabaco que acumulaba en su mano. Cuando esto ocurrió, mis padres viajaban por Europa y nosotros pasamos a hospedarnos en casa de una rica tía abuela.
»Doña Lucía, como la llamábamos todos, era una mujer devota y caprichosa que vivía aislada entre sus medicinas, sus canarios y sus santos. La casa en que habitaba estaba situada en el barrio alto, en las proximidades del Monasterio de Pedralbes. Las habitaciones eran inmensas e inhóspitas, atestadas de muebles enfundados y de pesados cortinajes, pero, al resto de la casa, Gabriel y yo preferíamos las buhardillas. Allí los objetos se amontonaban sin orden ni concierto: los sillones despanzurrados junto a los espejos polvorientos, las mesillas al lado de las arcas. Vagábamos entre ellos en un perpetuo estado de delicia, atraídos tan pronto por los ademanes desgarrados de las fundas como por el complicado mecanismo de los relojes descompuestos. Las viejas camas campesinas mostraban al desnudo la oxidada voluta de sus muelles. Contemplaba los planos de las antiguas fincas y un pergamino con las especiales bendiciones del pontífice a los afortunados descendientes de mi bisabuelo. La tía, nos llevaba a veces de la mano y nos indicaba la exacta procedencia de cada objeto.
»No sospechaba entonces el fondo contradictorio que se albergaba en el pecho de aquella mujer vieja. Su personalidad era una mezcla curiosa de ternura y crueldad refinada. Por un lado las cosas adquirían en sus labios un tono dulzón y zalamero. Deseaba que fuésemos buenos y sosegados, “ingenuos como criaturas”. Esa forma de ser, la trasladaba incluso a la órbita de sus devociones. Las imágenes de sus santos eran mofletudas y sonrosadas, vestidas con ropajes suaves y vistosos. Imaginaba el paraíso como un gigantesco jardín de la infancia, atestado de angelotes y, cuando hablaba de Jesús, se refería a su niñez y a sus pañales.
»Por otro lado mi tía era una criatura y su egoísmo la arrastraba a extremos inconcebibles. Sumamente avara, era incapaz de algún obsequio altruista. Pasaba la mayor parte del día apoltronada en la gandula con el breviario entre las manos, en una galería que daba al patio de un convento cercano. Su mayor entretenimiento consistía en observar el recreo de los frailes, a los que llamaba con cariñosos diminutivos y de los que sucesivamente se enamoraba.
»El excusado de los frailes radicaba en un pequeño edificio subalterno, cuyo sendero corría precisamente bajo el puesto de observación de mi tía. Doña Lucía, que era muy curiosa, se había entretenido en hacer una estadística promedio de los que concurrían durante el recreo de la tarde y, a veces, con aire compungido, se la oía lamentarse de las dolencias digestivas de algunos de los frailes. Un día, me sorprendió con una excitación insospechada: ella, que siempre permanecía tendida en la gandula, no podía aguantarse un momento quieta. Corría de un lado a otro, como un pajarillo, con el cabello revuelto y el rostro sonrojado. La sacudía un hipo que era medio risa y durante toda la tarde no se separó de la ventana. Luego supe que había enviado al convento una caja de golosinas laxantes, cuyo efecto había comprobado con la mirada fija en el sendero de los frailes. La curiosidad y el aburrimiento pueden llevar a hacer muchas extravagancias y mi tía demostró que era capaz de todo.
»Al comenzar el nuevo curso, mis padres me enviaron a un pensionado de lujo. Allí, arrastrado por el ejemplo de todos, me sumergí en el culto a la caridad y a la ternura. Mis compañeros eran fofos, delicados, espiritualmente grasos. Me parece verlos aún, tal como ahora son, pero con las caras regordetas de antes, apoyados desmayadamente en la barra de los bares con un: “Barman, sorpréndame con algo”. Allí aprendí a estudiar por emulación. Los profesores se esforzaban en inculcarme lo que llamaban “un sano afán de competencia”, y de hecho, lograron esclavizarme. En las colectas infantiles que organizaban para vestir a los niños pobres, escribían en la pizarra el nombre del vencedor y la cantidad que había satisfecho. Detrás, por riguroso orden de turno, se agrupaban los restantes. Cuando se producía un cambio en la clasificación, me recordaba el de las competiciones futbolísticas: el profesor tachaba con una sonrisa benévola el nombre del señorito destronado y colocaba en su lugar al nuevo líder. Y el que triunfaba al fin, repartía personalmente los juguetes a los niños, se fotografiaba en medio de ellos, sonriéndoles, acariciándoles e imitando todas las actitudes que los ministros acostumbran a asumir en estos casos.
»Organizaban asimismo unas competiciones infantiles con asistencia de los padres, en las que se ponía a prueba nuestro saber y la capacidad de resistencia de nuestros nervios. Por espacio de una hora nos acribillábamos mutuamente a preguntas, mientras el profesor presidía la contienda desde una butaca de felpa. Mi máxima aspiración consistía en ser el primero en todo. Una enfermiza necesidad de aplauso me espoleaba. Luchaba por las mejores puntuaciones con todas mis fuerzas y, aunque a veces fingía indiferencia por la gloria y simulaba ser inmune a los elogios, en realidad, mi corazón desbordaba de dicha cada vez que el director, en el reparto mensual de premios, dictaminaba: “David ha rebasado la cifra récord en la colecta misional. Ha sido, por tanto, el más sacrificado. También es el que se ha portado más bien y sus notas son las mejores de la clase”. Resonaban los aplausos de todos y yo sonreía con fingida modestia, de acuerdo con mi papel de modelo.
»En una época en la que la mayor parte de los muchachos de mi edad pasaban el día jugando permanecía absorto en mis trabajos y deberes. Cualquier obstáculo me parecía escaso, con tal de continuar en el primer puesto. Empleaba largas horas en aprender los cuestionarios de memoria, pero, en mi coquetería, disfrazaba este esfuerzo tras un supuesto talento natural que me permitía aprender cualquier cosa con una simple ojeada. Mis maestros caían en la trampa; hablaban siempre de mis dotes con singular respeto. Me usaban de conejo de Indias en sus recitales y, aunque ello significase un esfuerzo de muchas horas, bastaba para contentarme la sonrisa complaciente del maestro, cuando decía: “Vamos, para usted no significa nada.”
»Quería responder a todas las esperanzas; temía defraudar. La posibilidad de perder el primer puesto me quitaba el sueño. También los profesores se habían dado cuenta y lo empleaban como un arma contra mí. “Puede usted dar las gracias —decían— por no ser un niño como los demás; por haber nacido rico y bien considerado; por su talento fuera de lo común.” Aunque estuviese en el primer puesto, advertían: “Poco ha faltado para que lo perdiera. Vigile, no se duerma en sus laureles. No sea que el próximo mes se lo arrebaten”, y la felicidad que yo experimentaba por el premio, se disipaba para dar paso al miedo de que me lo arrebatasen al mes siguiente. Y de este modo continué obstinadamente con mi corona de laurel a cuestas en la portada de las revistas escolares, como un emperador de fantasía, sencillo, bondadoso y amigable.
»Me había acostumbrado a los elogios. A veces he pensado que si mis compañeros hubiesen aplaudido mis fechorías, habría podido ser perfectamente el modelo de alumno desaplicado. Todo ello formaba parte de mi oscura necesidad de hacerme perdonar algo y sólo bajo ese trasluz logro entenderme ahora. La idea de las esperanzas depositadas en mis espaldas, presidió todo el curso de mi niñez y no me abandonó siquiera el día que me hice universitario. Tan sólo el encuentro con Agustín, ocurrido pocos meses después, logró despertarme de mi abulia y embrutecimiento…».
Se detuvo, jadeante. La cabeza le pesaba. Al leer el cuaderno había obedecido al mismo impulso que, ahora, le llevaba a cerrarlo, como si lo leído le hubiese aclarado algo. Una inquietud extraña le hacía encender un cigarrillo detrás de otro y pasarse la mano por el cabello, que continuamente se le encrespaba. Bebió un trago de la jarra y comprendió que tenía otra clase de sed. «¿Beber?». Nunca lo había hecho. Sin embargo… Acudió a su mente la historia de aquella obrera que había consumido los años mejores de su vida en un telar y que se había entregado al primer hombre que pasaba por la calle para vengarse de su suerte. También él sentía deseos de descender, de mezclarse, de olvidar la clase a la que pertenecía. Ser célula en un torrente de células, recorrer las calles moribundas de despanzurrados adoquines, ser gota de agua cuya muerte no deja ningún hueco. Se pasó la mano por los labios; estaban resecos. Le parecía que se olvidaba de algo y se esforzaba en recordarlo. Desistió: un hormigueo recorría todos sus miembros. Hasta el sábado, tenía tres días libres. Cerró el cuaderno y lo sepultó en el cajón. Luego se puso el abrigo y salió a la calle.
Porque día llegará en que el Señor separe a los fuertes y a los débiles, a la semilla y a la cizaña, y haga en su tienda convite de engordados, convite de purificados, de gruesos tuétanos, de purificados líquidos… Él está en el suelo boca abajo y tiene a la abuela detrás de él dándose impulso con el pie; la mecedora es de madera negra con respaldo de paja. En la pared hay una oleografía con el retrato de mis tíos y en la repisa la foto del abuelo con el uniforme de capitán de fragata. «Fue en Santiago —dice ella—; estaba solo y mató a quinientos yanquis». «Oh —digo yo—, apenas deben quedar yanquis con vida». «Dos o tres», dice Eduardo. Él tiene un melindre chupado entre los dedos y lo mordisquea con dientes de rata. «¿No quieres tomar un poco de chocolate?», dice. «Quiero ginebra —digo—. Tengo sed». La mujer me sirve una. «Continúa», dice. «Qué guapo era el abuelo». «Sí, muy guapo». «¿Por qué mató a tantos yanquis?». «Querían robarle las tierras. Él era español». «También yo soy español», dice Eduardo. «Todos somos españoles», dice la abuela. «¿Y yo?», dice Paula. «También tú, querida». «¿Y yo?», dice Paco.
«También, también». Yo abro el álbum y ella me dice: «Ésta soy yo hace cuarenta años; el señor del lado es el abuelo». Y yo digo: «¿Por qué murió el abuelo?». «Dios lo quiso —dijo ella—. Siempre se lleva a los mejores». Vuelve a darse impulso con el pie y continúa leyendo el libro. «¿Es el de ayer?», le digo. «Sí, la Sagrada Biblia». «¿Por qué es el mismo siempre?», digo. «Porque es el libro revelado». Lo abro al azar y contemplo los dibujos. «¿Quiénes son esos?». «Los egipcios». «¿Qué les pasa?». «Dios los castiga». «¿Por qué los castiga?». «Porque son malos». «¿Y esos niños?». «También son malos». «¿Qué han hecho?». Ella dice que debemos ser obedientes y pensar que Dios nos está mirando. «¿Y el abuelo?», digo. «También él nos está mirando». «Entonces, los muertos…», digo yo. «Todo son apariencias: somos ánforas, moldes de sustancias, reliquias de un pasado muerto». ¿Qué dice? ¡Oh no sé!, está murmurando. Es el choque. Todo el aire se ha vuelto arena. Los ojos me arden y las aspas de los ventiladores se mueven en el vacío. Quiero beber y vuelvo a coger la copa. «No, amigo, ya tiene usted bastante». «¿Bastante? —digo yo—. Si sólo he bebido…». «Catorce copas» dice él. Y comienza a contarlas con el lápiz que se saca de encima de la oreja. «Catorce copas, ni una más, ni una menos. Eso sin contar con las que llevaba usted encima. Además, tiene usted mala cara». «Eso no le debe importar a usted —digo—. Cada uno mira por lo suyo y no se preocupa de…». «¿No se lo digo yo? Ni siquiera se puede usted tener en pie». Yo quiero decir que no, que todo es apariencia: «Nunca me han considerado como uno de los suyos —digo—. Es como si hubiera habido una barrera. Los hay que matan y otros que se dejan matar. ¿Usted comprende?». El hombre se ríe y dice: «Claro que sí. Usted tiene dotes oratorias. ¿Por qué no se presenta a diputado?». Todos ríen y me invitan a continuar. Cómo he deseado la prueba: la ocasión de mostrarles que yo era de los suyos y que también acepto las reglas del juego. Ellos me miran con caras retozonas, sorbiendo mis palabras con un dulce y empalagoso jarabe de grosella. «Vamos, explíquese, es usted estudiante. ¿No es eso?». Yo le miro a la cara. «Usted no es él». «Claro que yo no soy él —dice—, yo soy yo». Es gordo y lleva unas gafas de miope. «Estudio Derecho», digo. «¿Quiere usted ser abogado?». «Sí», digo. «Bravo —dice él—, quiere usted ser abogado y para eso estudia». Tengo sed. «Hoy debiera ser un gran día para mí», le digo. «¿Es acaso su santo?», dice él. «No, no es mi santo». «Entonces, ¿por qué es un gran día para usted?». «Porque tengo la oportunidad que siempre he deseado». «¿Ah sí? —dice él—. ¿En qué consiste esa oportunidad?». Yo quiero decirle que son pocos los que disponen de un rico acervo de ideas, y menos aún, los que se toman el trabajo de vivirlas, y que pertenecen a esa especie escogida que protagoniza todas las aventuras, que vive por nosotros los amores de sus novelas, las peripecias del cinematógrafo y la existencia libre que todos anhelan. Y nosotros abandonamos en sus manos la tarea de vivir y de amar, de hacer aquello que desearíamos y que tal vez, sin su sacrificio, no lograríamos imaginarnos siquiera… «Canta usted muy mal», dice. «Lo sé. Siempre he tenido muy mala voz». «Además está usted borracho». «Es posible —digo—, me han sacado ya de tres bares». «Realmente lleva usted una de las grandes, ¿no quiere usted descansar un poco?». Hay un banco de madera debajo del farol, y nos sentamos allí los dos. «¿Ha reñido usted con la novia?», me dice. «No tengo novia —digo—: La tuve, pero hace tiempo». «Hace usted muy bien y le felicito. Yo no fui tan listo y ahora la tengo todo el día en casa dándome la lata. Dice que si no se hubiera casado conmigo habría sido una gran artista y ahora se pasearía por ahí en auto… ¿No le hace gracia?». Yo me río para complacerle y él me pone una mano en el hombro. «Es usted muy simpático y debiera moderarse en la cuestión de las bebidas». Me hace una señal turbia, que no entiendo y dice: «Lo uno mata lo otro». «Siempre sucede así —le digo—. Es la ley de la vida. Si uno no mata ha de esperar que…». «Conozco a uno que ya no puede hacerlo si no es con excitantes —dice—, todo por culpa del alcohol». «En realidad apenas bebo». «Ja, ja —dice él—, es usted muy gracioso». Me dejo golpear cariñosamente en el hombro y le miro a la cara: tiene los ojos brillantes, como líquidos, y bigote de mogol. «En cambio, yo conservo toda mi potencia —dice—, lo mismo que a la edad de usted. Y eso que también a mí me gusta beber». «Lo he hecho sin darme cuenta —digo yo—. Me dolía la cabeza y pensé que me calmaría». «Hoy estoy completamente sereno y ¿sabe cuántas copas he bebido?». «Cinco», digo. «Nueve». Me toma del brazo y me ayuda a levantarme. «Aquí cerca hay una casa de toda confianza. Si usted me invita podemos ir a ella». «Le invito», digo yo. «Es usted muy simpático», dice él. Me pasa el brazo por la cintura y me ayuda a andar tieso. En el portal hay un dibujo de un niño mofletudo que se eleva, sin otra ayuda que unas alas que le crecen al lado de las orejas, sobre un paisaje pálido de nubes merengadas. «Fíjese —digo yo—, no tiene cuerpo». «Quita —dice él—, es un Cupido». Me lleva al vestíbulo y me ayuda a subir las escaleras. «Si quiere, le llevo en volandas», dice. «Gracias, es usted muy amable, intentaré hacerlo solo». «Deje al menos que le ayude con el brazo». «No se moleste», digo. «Hay que ser muy formales. Es una casa seria». Él empuja la puerta que lleva al salón del fondo. «Hola, Ricardo —dice la mujer—, ¿quién es ese chico?». «Es un amigo». «Vaya, vaya, parece que está algo borracho». «Lo he hecho sin propósito deliberado —digo—. En realidad debería haberme quedado en casa, descansando». «Aquí podrá descansar —dice ella—. Le presentaré algunas chicas». Va a buscarlas y vuelve con cuatro. «Hola, Ricardo, hola, hola», dicen. «¿Y éste?». «Soy yo». «Es mi amigo». «Hola», digo. «Tiene una linda cara», dicen. Él me aprieta el brazo por encima del codo y me las presenta: «A este chico le gusta hacer bien las cosas». «Bebida para todos», digo. «Tiene usted bastante, jovencito», dice la vieja. «Sólo una copa», digo yo. «Está bien», suspira ella. La rubia se sienta a mi lado: «Hola, Ojos Dulces». «Hola», digo. «¿No has cogido frío en la calle?». Calor, tengo la cabeza ardiendo. Ella descorcha la botella: «Bébete ese poquito». Yo lo bebo. Se me estanca en el estómago. «Me encuentro mal». «¿No te lo decía? Lo mejor es que descanses y me cuentes tus cosas». «Sí —le digo yo—, en realidad necesito descanso». Ricardo me abraza: «Suerte». «Vamos, Ojos Dulces, yo te prepararé bien la cama». «¿Y la botella?», digo. «No la necesitaremos» dice.
«¿Qué haces?». «Me voy. Tengo trabajo». «¿A estas horas?». «Ahora sé que he bebido únicamente para darme fuerzas y es una cobardía». «Ojos Dulces, Ojos Dulces», dice ella. Está quieta y me mira con disgusto. «¿No me quieres ni siquiera un poquito?». Yo me visto y no le digo nada. «¿Ni siquiera un poquito?», dice. Yo me miro en el espejo. «Necesito un peine». Ella me arregla y me hace el nudo de la corbata. «¿Cuándo volverás?». «Mañana». «Eres un mentirosillo». «Hola, ¿tan pronto?». «Dice que tiene trabajo». «Adiós», digo. Me besan. Ella me acompaña a la calle. «¿No irás a caerte?». «Estoy sereno ya», digo. Llueve. Me quedo parado y extiendo los brazos. Dejo que la lluvia me empape la cara. «¿Le sucede a usted algo?». «Nada, gracias». «Parece que le guste a usted mojarse». «Estaba distraído», digo. «Venga, al menos en el portal no se mojará». Tengo la parte inferior del cuerpo como de goma y me dejo conducir. «Aquí mismo tiene usted un bar». El hombre me mira y se echa a reír. «¿Otra vez usted?». «No le conozco —digo—. No sé de qué me habla». «Pues yo sí le conozco. Se ha bebido usted una botella de ginebra». «No me acuerdo», digo. «Pues tiene usted mala memoria. Yo creía que se había ido usted a la cama». «Me encuentro mal», digo. «Naturalmente —dice—, si se empeña usted en beber tanto irá usted a reunirse con su abuelo». «¿Y cómo sabe usted quién es mi abuelo?». «Acaba usted de contármelo», dice. «Es verdad —digo—, me había olvidado». La cabeza me da vueltas como un tiovivo y tengo el estómago hinchado como un balón de aire. «He incurrido en una gran falta —le digo— y merezco el más vivo desprecio». «Vamos, no se ponga usted así, no hay para tanto. Un día tonto lo puede tener cualquiera, hasta el más pintado». «Lo hice porque tenía miedo», digo. Él me sostiene con la mano para que no caiga. «¿Por qué no va usted al lavabo? Venga, yo le aguantaré». «Gracias, puedo ir yo solo». Dios mío, ¿cómo ha sido? No sé, lo he encontrado ahí en la escalera, blanco como un cadáver. Yo salgo a la calle. Taxi. «Ah, no, a usted no lo llevo». «¿Que no me lleva?», digo. «Está usted borracho». «Le daré el doble». Me dice que sí. «Siga usted adelante, ya se lo indicaré». «Cuide de no vomitar». «Pierda cuidado, ya lo he hecho». «A veces vuelve —dice— y la tapicería está recién puesta». Yo la palpo para congraciarme. «Es muy buena —le digo—, realmente sería una pena». Aplícale alcohol a las sienes. Pobre criatura. Alguien me sacude la cabeza y la marea me invade. «Si hubiera tenido más confianza no me habría embriagado», digo. «Es lo que siempre se dice en la resaca», me contesta. Yo me cojo la cabeza entre las manos. «Si se encuentra usted mal, avise», dice. «Estoy reflexionando, gracias». Otra vez cierro los ojos y él me dice: «¿Es por aquí?». «Sí, el diecisiete». Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado? Mira, ya se mueve. Continúa friccionando. La portera me ha visto entrar y me pregunta: «¡Qué pálido está usted! ¿Se encuentra mal?». «No es nada, gracias. Cosas del calor». «¿El calor? Querrá usted decir el frío». «Sí, el frío», digo. Comienzo a subir los escalones y se me escapan. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Me caigo. Cinco, seis, siete, ocho. «Si Agustín supiera», digo.
«Oh, si supiera». David, David. ¿Me oye? La cabeza me pesa como de plomo. Contemplo el arco iris durante unos momentos. Una ligera contracción me precipita al negro. Intento aflojar gradualmente los párpados: morado, rojo, naranja, la cercana explosión blanca. Vuelvo a recorrer la gama con el concurso de la mano y las tinieblas se espesan de nuevo. Un presentimiento violeta se torna amarillo de improviso. He retirado la mano. David, Dios mío qué susto nos ha dado, creíamos que estaba usted muerto.
Una hora antes de la cena le habían llamado por teléfono. Descendió al piso de doña Raquel, situado inmediatamente debajo del suyo y desde allí conversó con un antiguo amigo, de paso por Madrid aquellos días. Le traía un paquete de su madre con algo de ropa. David le dijo que iba a ausentarse una temporada, de forma que podía dejar la ropa donde mejor le pareciese. Sólo al colgar el aparato se dio cuenta de que había hablado como si no tuviera que usar la ropa nunca y no pudo evitar un estremecimiento. Había estado abajo escasamente dos minutos y al regresar cerró con llave la puerta de su departamento. Se dirigió a su cuarto y, antes de entrar en él, su vista tropezó con Gloria Páez.
Permanecía de pie junto al escritorio, de manera que la lámpara iluminaba la porción inferior de su cuerpo y mantenía en la penumbra la otra mitad que, deslumbrado apenas distinguía.
—No te asustes. Soy yo.
Él había retrocedido de un modo imperceptible y por un momento le pareció que aún soñaba.
—He visto luz desde la escalera y la puerta estaba abierta. No había nadie.
Al acercarse a ella tuvo ocasión de contemplarla con mayor calma. Le pareció algo más pálida que de ordinario y la mano que por un instante retuvo entre las suyas le quemó con su contacto.
—Había bajado un momento —balbuceó—. Yo… no sabía…
Se sentía turbado, como si aquella visita no entrase en las reglas de algún juego imaginario y personalísimo. De golpe, como una sacudida, se imaginó lo que iba a decir. Y sintió una gran compasión hacia ella: el deseo casi de pedirle disculpas. Ella dejó los guantes encima de la mesa y dirigió una mirada en torno.
—Hace frío. No sé cómo puedes vivir aquí en invierno.
Lo dijo con una voz que él no conocía y que le produjo una extraña turbación.
—En el hornillo tengo un poco de café. Voy a ver si está hecho.
Se separó con el alivio de sustraerse a su mirada.
Temía no poder soportarla si permanecía frente a ella. Los efectos del desmayo de la víspera no le habían pasado y se sentía extremadamente débil. Una corona dentro de llamitas azules lamía suavemente el pote del café. David levantó la tapa: hervía ya. Cogió el colador y llenó las dos tazas.
—No tengo azúcar —se excusó.
—Da lo mismo, gracias.
Le vio llevarse la taza a los labios con una mano que no vacilaba. «En cambio, yo…». Temía volcar la suya y la dejó reposar sobre la mesa.
Gloria llevaba un perfume suave que invadía poco a poco toda la habitación; como si alguien hubiese distribuido por allí ramos de magnolias. Otras veces, al entrar, ella solía curiosear en torno, haciendo preguntas, sonriendo. Ahora se mantenía de pie, en actitud forzada, sin atreverse a romper el silencio.
—Me he enterado que ayer sufriste un desvanecimiento y quería saber cómo estabas…
Se detuvo unos segundos y contempló sus propias manos a la luz de la lamparilla.
—He necesitado mucho tiempo antes de decidirme y créeme que no lo he hecho sin trabajo. —Consultó el reloj—. Tengo los minutos contados, pero no quiero irme sin hablarte. —Iba a decir que Jaime la aguardaba en la calle, pero se calló—. Había un malentendido entre nosotros y es preciso que lo aclare.
Y aún antes de que Gloria dijese nada, David experimentó una gran calma: le pareció que todo era liso y sencillo y que aguardaba aquella visita desde hacía muchos años. La animó a proseguir, con una sonrisa.
—Cuando vine a verte lo hice sin ningún propósito preciso. Luis me había pedido que lo hiciese y yo no pedí explicaciones. Te había tomado cariño este verano y me alegraba volverte a ver. Además, no sabía que estuvieses enamorado de mí. No lo hubiese hecho, créeme. No quería hacerte sufrir ni causarte ningún daño. Yo quería hacer un favor a mi hermano, y como tú y yo éramos amigos…
David movió la cabeza con suavidad.
—No te preocupes —dijo—. No tiene ninguna importancia.
Ella le miró con asombro porque su voz no traslucía ningún resentimiento. Era más bien plácida y, por primera vez desde que Gloria le conocía, no temblaba.
—Yo no sabía todo el asunto que os traíais entre manos, ni que Luis te hubiese dicho que deseaba tu ingreso en la banda. Yo nunca he querido eso de ti. Yo…
De nuevo la volvió a interrumpir.
—Lo sé; lo sabía ya cuando él me lo dijo y tú viniste a verme.
—¿Entonces?
Adivinó un temblor en los labios de ella y murmuró en voz baja, como avergonzado:
—A veces es dulce ser engañado.
Una sombra de sonrisa distendió sus labios pálidos.
—Me daba igual, créeme. Volvería a hacer lo mismo aunque supiese que te burlabas —y se llevó una mano al pecho, como si con aquel movimiento hubiese tratado de resumir lo que pensaba.
Ahora podía tomar el café y lo hizo con gran lentitud, sin abandonar su mirada un momento.
—Además, hubiera aceptado sin ti. Al menos me esfuerzo en creerlo. En cuanto a Luis… Deberías más bien darle las gracias de mi parte si te sugirió la idea. Pasaba una mala temporada cuando tú viniste. Te necesitaba.
Lo decía con extremada sencillez y él mismo se asombraba de la precisión con que las palabras respondían a sus ideas.
La minutera del reloj dejaba oír su tictac. Iban a cerrar la portería y Gloria tenía que marcharse.
—Créeme, no tienes por qué excusarte. Hace mucho tiempo que mi madre me enseñó a agradecer las alegrías sin preocuparme de los motivos.
Se daba cuenta de que el tiempo conspiraba contra aquel minuto de paz, que le hacía sentirse extrañamente libre. Dentro de unos momentos tendrían que separarse y David sólo pensaba en endulzarlos.
—Vamos, arriba esos ánimos. No irás a llorar ahora. Vamos, vamos. No tiene ninguna importancia.
Con lágrimas en los ojos, Gloria le parecía extrañamente disminuida, y acudió a sus labios una frase de «Tánger»: «Sólo amamos lo que puede hacernos daño». Con la punta del pañuelo comenzó a quitarle las lágrimas.
—Ahora resultará que también tú eres débil…
Lo dijo sin ninguna ironía, pero, a la muchacha, le hizo el efecto de una bofetada.
—Tú… Tú… —dijo.
Temía despedirse así. Hacía esfuerzos desesperados para calmarla.
—Oye. Todo el mundo notará que has llorado. Eres una criatura. Te digo que nada tiene importancia.
Le elevó la barbilla y la miró cara a cara.
—Así, como buenos amigos… Es tarde. Será mejor que te acompañe hasta abajo. Créeme: no tienes por qué compadecerme: sería absurdo que yo te diese lástima.
—Yo… —dijo ella.
David ocultó la mirada.
—Hace tiempo que deseaba una ocasión como ésta, Gloria. No creas que no sé lo que pensáis todos de mí y aunque no lo demuestre, sufro mucho. Ayer, ya lo sabes, me desvanecí, y creo que fue de miedo. Miedo de que me saliera mal. Hasta tengo sueños de estos. Algún peligro amenaza a Agustín y yo me interpongo y recibo la bala. Me dejo herir, matar, qué sé yo… Y, sin embargo, no sufro. Me entra algo así como una gran calma.
Y Gloria recordó lo que unos meses antes le había dicho su hermano: «David es de los que, en duelo, dejaría que le matasen».
Quiso decir algo y no pudo. Se limitó a adelantarse hacia él y rozarle la boca con la suya. Luego, huyó escaleras abajo.
David permaneció en la habitación vacía, vacilante, desorientado.