CAPÍTULO CUARTO

En el torrente cercano a la carretera solía acampar un mendigo conocido en los pueblos de los alrededores por el apodo del Gallego, cuya silueta resultaba identificable gracias al número de mochilas y escarcelas que llevaba siempre a la espalda. Oriundo de Lugo, hacía casi cuarenta años que vagaba por la comarca, desde que, recién venido de Cuba, fue dado de alta en el hospital militar en que convalecía, y su figura, de puro conocida, había acabado por incorporarse a aquel paisaje como un elemento más, igual que el coche correo del mediodía, el eco de las campanas en la iglesia del pueblo o la ruidosa pandereta del buhonero cuando atravesaba el valle.

Aquella mañana, el azar le había obsequiado con la mejor de las sorpresas. Había pasado la noche en una gruta de la ladera, allí donde el hontanar formaba un arroyo dormido bajo la espesa enramada de los árboles y, en cuclillas, al lado de la entrada, aguardaba la llegada de las tropas nacionales. A medio centenar de metros, aunque no visible, la carretera rebosaba de fugitivos y vehículos, pero la paz de aquel remanso no se había alterado siquiera cuando entraron en acción las ametralladoras. Las balas silbaban por encima de los árboles: a lo sumo, descolgaban alguna piña sobre el lecho arenoso del torrente; desde el amanecer, las palomas zureaban discretamente en los zarzales y un ejército de inquietas alevillas hacía visos en el encinar.

El Gallego permaneció a la entrada de la gruta, absorto en la afiladura de sus navajas, cuando la súbita conmoción de la ladera anunció una aparición extraordinaria: un automóvil de modelo anticuado bajaba velozmente por el talud, con las puertecillas abiertas y una enseña blanca en el parabrisas, como un albarán de desalquilado. Al llegar a la vaguada había estado a punto de dar una vuelta de campana, pero recuperó finalmente el equilibrio y, lenta, muy lentamente, descendió su curso arenoso, algo maltrecho y como sorprendido de su hazaña.

El mendigo se había aproximado, en un principio lleno de desconfianza. La irrupción brusca del vehículo en un paraje tan familiar, tenía algo de maléfico, inexplicable. Aunque frenado por la arena del torrente, su motor continuaba trepidando. De la abertura del depósito se elevaba un penacho de humo. Luego, cesó la trepidación y el automóvil se inmovilizó.

Entonces apoyó un pie en el estribo y arriesgó una mirada al interior. Alguien había dejado la colilla encendida de un cigarro en el asiento delantero; las llaves de contacto estaban en su sitio y se balanceaban suavemente. El Gallego oprimió la bocina y aguardó a que le contestaran, pero en aquella hondonada crujiente y silenciosa sólo se oía el aleteo de los pájaros y el lejano restallar de las granadas.

—¿Es de alguien el coche? —preguntó y, diluidas a lo largo del torrente, otras voces repitieron sus palabras. Volvió a decir—: ¿Es de alguien?

Pero tampoco obtuvo respuesta (sólo los pájaros piaban). En vista de ello, regresó a la gruta y recogió todos sus trastos.

Desde la ladera, la abundancia de aulagas y cantuesos ocultaban tras un lienzo de espesura las ruedas del vehículo, que surgía entre el revoltillo del follaje, cuadrado y negro, enguirnaldado de tallos y de ramas. La capota, de hule impermeable, estaba cubierta de hojarasca, y una ardilla saltó sobre ella de un brinco, pero emprendió la huida al divisarle.

Regresó sin darse prisa y acomodó su ajuar en el asiento trasero. El coche era amplio y confortable y, ahora que se sentía su dueño, arrancó del parabrisas el pañuelo-albarán. Allí, al menos, no había insectos como en la gruta ni escarabajos ni ratones. El respaldo era cómodo y blando e invitaba a descabezar un sueñecillo.

Medio dormido, había contemplado el paisaje mientras la vida retomaba poco a poco su ritmo de costumbre; el sol asaeteaba de amarillo las hojas de los árboles, la fuente espejeaba la enramada de encinas y de pinos; se percibía el susurro dormido del arroyo y el piído sereno de los pájaros. Poco después de las diez vio cruzar por el atajo media docena de chiquillos con el rostro pintarrajeado, sin que ellos advirtieran su presencia. Una liebre se detuvo en medio del torrente y analizó el automóvil con calma. Por fin, un soldado que conducía a una muchacha enlazada por el talle la había besado en la boca al llegar a la vaguada. El hombre le decía, riendo, algunas palabras al oído y ella le dejaba hacer, como embobada. Dos mariposas de colores entablaron una lucha amorosa encima de sus cabezas y les siguieron, acopladas, mientras se perdían en la espesura. «Cualquier tiempo es bueno para amar —pensó el viejo—. Cuando es invierno, parece que la vida está acabada, pero la savia corre por el mundo y los hombres buscan, al fundirse, aquello que no tienen y que recíprocamente pueden darse.»

Se durmió, acunado por el reverbero del sol en el guardabarros, hasta que el cercano rumor de una charla le quitó otra vez el sueño.

Una escuadra de cinco o seis soldados se había detenido a conversar junto al arroyo y el Gallego dedujo, por la hora, que se trataba de fuerzas nacionales. («¡Dios mío, cuántas cosas pueden ocurrir durante una mañana en el rincón olvidado del bosque!»)

Una vegetación de helechos y aulagas disimulaba milagrosamente sus miradas y le permitía entrever sus claros sin necesidad de incorporarse: los soldados llevaban botas bajas, pantalón noruego y jerséis color caqui, remangados. El cabo había abierto una caja de picadura y la hacía circular de mano en mano.

—¿Qué hora es?

—La una y media.

—¿A qué hora ha dicho Santos que le aguardáramos?

—De aquí a veinte minutos.

—Entonces, al acabar el pitillo, regresamos.

—Sí. La carretera está aún llena de soldados; no creo que se hayan atrevido a cruzarla.

Alguien dijo una frase en voz baja que el Gallego no pudo comprender. Luego:

—¿Cómo se llama el pequeño?

—Abel Sorzano.

—¿Lo has visto?

—No, no quise entrar.

—Pues yo sí que lo he visto. El pobrecillo era muy majo. Le dieron justamente aquí, en la sien.

—¡Qué extraño! Entre chavales…

—Dicen que él no era refugiado.

—Maldita la gracia que le habrá hecho a Santos si resulta que su hijo…

El Gallego dejó resbalar los brazos que apoyaba en el volante y se incorporó del asiento temblando. Se sentía anonadado, con la cabeza llena de estrellitas. La dulce impresión de paz que el sueño le había producido, le parecía ahora un espejismo, una trampa. Se apeó del vehículo igual que un sonámbulo y salvó la docena de pasos que le separaban de los hombres.

—¿Qué están ustedes diciendo?

Los soldados interrumpieron su charla al divisarle y le contemplaron con sorpresa.

—Pues ya lo ves —dijo, al fin, el cabo—. Contando historias para matar el tiempo.

Pasado el primer momento de sorpresa, su llegada le había devuelto el buen humor. El rostro del mendigo le resultaba a la vez familiar y lejano. Sin saber la causa, le hacía pensar en su infancia.

—¿En qué guerra has ganado esas medallas, abuelito? Señaló los tapones de gaseosa y de cerveza que le cubrían las solapas, pero el viejo no le hizo ningún caso.

—¿Qué ha ocurrido con el pequeño Abel Sorzano? —preguntó.

Su voz, vacilante, desterró las sonrisas de los rostros y el cabo carraspeó antes de hablar.

—Lo mataron, abuelo. Cuando llegamos al valle esta mañana lo encontramos en la escuela, asesinado.

El Gallego no decía nada, pero su respiración se había vuelto difícil.

—¿Asesinado?

—Sí.

(En su cabeza, los temas del amor y de la muerte danzaban grotescamente entrelazados: la muchacha y el soldado, que buscaban completarse mediante la unión de sus dos cuerpos, se confundían con el rostro del niño recién asesinado. Las mariposas, los hombres que marchaban acoplados, no eran otra cosa que un turbio impulso hacia la muerte. Todo apuntaba a ella, como el bebedor hacia el alcohol, como la polilla hacia la llama, y lo que era objeto de amor un día, se convertía en su presa al cabo de un instante.)

—¿Le conocías, abuelito? —preguntó el cabo.

El Gallego afirmó con la cabeza, pero no dijo una palabra.

Su amistad se remontaba a una mañana soleada del último verano, y había sido hija de una serie de causas entre las que una pesadilla nocturna, poblada de vampiros y murciélagos, y el disparo de escopeta de un guarda jurado, jugaban papel no desdeñable.

Abel —él mismo lo había contado luego— se había despertado una mañana por culpa de un mal sueño y, aunque su reloj marcaba las siete menos cuarto —el sol apenas surgía en la baranda de la terraza—, decidió salir al jardín.

Espada en mano, había perseguido a los enemigos apostados a lo largo del sendero. El Paraíso acababa de sufrir el asalto de una banda armada y Águeda había sido raptada por el jefe. Con la máscara de seda hecha de corsé resbalándole sobre los ojos, atravesó los harapos luminosos que se filtraban entre los árboles. Su cabello se adornaba con una roseta de luz; a veces, un rayo de sol favorecía el azul de su mirada. Como había visto hacer en las películas, trepó sobre el tronco de un árbol, aguardando la llegada del raptor, pero el ruido del disparo de una escopeta en la carretera le hizo olvidar a Águeda y lo dramático de la situación en que se hallaba (suspendida de una frágil cuerda, sobre un precipicio en cuyo fondo pululaban cocodrilos y caimanes, su raptor encendía la mecha de una carga de dinamita, con la que iba a volar el desfiladero).

Abel sólo había visto un cazador, dibujado al carbón, en la portada de una revista cinegética, pero el texto, de algún aficionado, enumerando su indumentaria, había completado aquella imagen: «Debe de ser —decía— sobria y, al mismo tiempo, práctica. Una chaqueta de piel, un pantalón ceñido, de pana o de cutí, según la época, unas polainas de cuero o cabritilla, nos parece, sin duda, lo más indicado. Algunos puristas añaden al conjunto un sombrero de fieltro, que los cazadores italianos rematan con una pluma de faisán y los tiroleses con una de cacatúa, considerada por ellos como indispensable, aunque nosotros, mucho menos frívolos, podemos asegurar que una y otra son indiferentes para el caso y, a las extravagancias momentáneas de las escuelas extranjeras, preferimos el concepto español, clásico y sobrio». Luego seguía una descripción de los diferentes tipos de escopeta, que había abandonado por cansancio.

Una noche, a principios de verano, había soñado en que era un cazador profesional. Llevaba una escopeta bajo el brazo, exactamente igual que el hombre del grabado, e intentaba atraer con un reclamo a una bandada de perdices ocultas en la maleza. Doña Estanislaa había surgido entonces, adornada de un par de alas de plata, y le susurró quedamente al oído: «Todo son espejismos, querido Abel. Mira la luna cómo aumenta de tamaño cuando emerge del mar; introduce un bastón en el agua y lo verás dividido. Todo es ilusión: la vida, la muerte, el ansia de durar. Mucho antes de que nacieses, otros seres iguales que tú quisieron olvidarse de que eran sueño y fracasaron (sus cuerpos abonan los arbustos de algún camposanto). Oirás decir qué ha sido de los niños que mueren cuando nacen, pero yo te pregunto: ¿qué es de los niños que no mueren, el que fui yo, el que fue Filomena, el que fue Águeda? ¿Dónde está su cadáver, su tumba, el cementerio? No seas presuntuoso; deja correr las aguas. Matar un pájaro es algo tan absurdo como patalear en el vacío…» Ahora iba a ver un cazador de verdad y las sombras errantes de aquel sueño huirían como pálidos fantasmas.

En un recodo de la carretera, justo donde empezaba el bosque de castaños, había una fuente en forma de pozo que reflejaba los rostros de los que se inclinaban, como la superficie de un espejo ondeado, entre briznas de hierba, renacuajos y raíces de árbol. Abel apresuró sus pasos en dirección a la curva, cuando la atenta expresión de Lucero le llamó la atención: la pandilla de chiquillos refugiados perseguía a pedradas a un mendigo, que se volvía contra ellos alzando el puño y amenazándolos con una caña. Los niños se habían desplegado en torno a él y se divertían dando tirones al faldón de su levita. Uno le arrebató una cantimplora que llevaba sujeta a la escarcela y la exhibió ante sus amigos, orgulloso y triunfante.

—El Viejo de las Barbas. El Viejo de las Barbas.

El mendigo intentó recuperar su cantimplora y los insultó lleno de furia. Los niños no parecían preocuparse demasiado: marchaban detrás marcando el paso y aplaudían cuando intentaba decir algo. El más pequeño, vestido con una simple camiseta que le llegaba a la cintura, le mostró burlonamente el culo.

—El-Vie-jo-de-las-Bar-bas…

Luego, en vista de que parecía resignarse, se detuvieron en medio de la carretera y permanecieron allí, cantando y dando gritos.

El viejo, después de poner un poco de orden en sus cacharros, se dirigió hacia el recodo. Abel le vio bajar por el sendero, apoyado en la caña, antes de decidirse a seguir su ejemplo.

Cuando llegó, estaba inclinado sobre la fuente: un rayo de luz, cribando la espesura del follaje, la asaeteaba igual que un dardo e iluminaba la arenisca del fondo, estremecida en menudos pliegues, como la superficie del mar en calma.

Advertido por el ruido de sus pasos, había ladeado el rostro y lo estudió con la mirada: Abel, con Lucero acurrucado entre las piernas, tenía un aspecto tímido, inofensivo. Con asombro, contemplaba las solapas del viejo, cubiertas de cintas de colores y tapones de hojalata, su barba blanca en forma de carámbano y el raído sombrero de fieltro que protegía su cabeza.

El mendigo sacó del bolsillo un trapo sucio con el que se secó cuidadosamente la cara y, lanzando un suspiro de alivio, tomó asiento en un tocón de castaño.

—Bonito, ¿no te parece?

Señaló a la carretera con el dedo, mientras, con la otra mano, hurgaba en el interior de la boca.

—Vergüenza debería darles perseguir de ese modo a un viejo, que podría ser su abuelo y que sufrió dos heridas por la Patria, cuando sus padres no habían nacido siquiera.

Abel, que hasta entonces no había despegado los labios, murmuró:

—Yo no era de ellos, créame. Estaba al otro lado de la curva paseando con mi perro Lucero y he visto todo lo ocurrido —se detuvo un momento y añadió, recordando lo que su padre decía en esos casos—: Inútil decir que lo lamento.

El mendigo se despojó del sombrero de fieltro y lo puso encima de la rodilla izquierda, donde el pantalón tenía un siete.

—Te creo, te creo. ¡Ah, si fuesen hijos míos!… A esos diablos les calentaría el trasero a palmadas.

Las perolas, el saco y la escarcela, que llevaba sujetos a la espalda, le obligaban a encorvarse. Con sumo cuidado, aflojó el nudo de la cuerda que los mantenía unidos y los tendió encima de la hierba, procurando que estuviesen al alcance de la mano.

—En mis tiempos, una escena como ésta era algo completamente inconcebible. Desde niños nos enseñaban a respetar a los viejos. Mientras que ahora… mucho progreso, revolución al canto y… ¡oh, estoy desengañado!

Abel le observaba en silencio y se limitó a asentir con la cabeza. Sin necesidad de presentaciones, había adivinado que era el Gallego, del que tanto le hablaba Filomena, y experimentaba una agradable sensación de sorpresa que le hizo olvidar al cazador.

—Lo verdaderamente grave del asunto es que las cosas tienden a empeorar cada vez más. Hasta esa maldita guerra había vivido tranquilamente en mi cabaña y nunca me preocupé por poner cerrojo a la puerta, porque sabía que a nadie se le iba a ocurrir robar a un hombre que, como yo, había luchado contra los yanquis en la guerra de Cuba y que se ganaba la vida honradamente explotando sus inventos.

»Pero, desde hace un tiempo, el mundo se ha vuelto loco. La gente lanza contra mí los perros guardianes y esos endiablados chiquillos se entretienen en hacerme la pascua. Hoy, tú mismo has podido verlo, me han robado una cantimplora que es mía desde hace treinta años. Quién sabe lo que se les ocurrirá quitarme la próxima vez que me vean.

»Aunque, en fin, eres un niño y nada de lo que estoy diciendo puede interesarte. Además, se ha hecho tarde y es preciso que empiece mi trabajo.

Abel le vio sacar una varilla ahorquillada, de avellano, del grueso de un dedo y medio metro de longitud. Después, se incorporó penosamente del tocón de castaño y pataleó unos segundos con asombrosa facilidad.

—Se me había dormido la pierna.

Avanzó una cincuentena de pasos en dirección al arroyo, sujetando con ambas manos los extremos de la varita de forma que el dorso mirara hacia abajo y el vértice de la vara apuntase hacia delante.

—Vigila que nadie nos vea, pequeño.

Caminaba despacio, con la varita en posición paralela al horizonte. Al llegar al cañizal, volvía atrás, repitiendo exactamente el camino.

Se deslizaron unos minutos en completo silencio. Un túnel de luz, como polen de oro, extendía una mancha rubia sobre la hierba húmeda del bosque. Libélulas con alas de celofán planeaban sobre los arbustos floridos de retama. En el espejo móvil de la fuente, Abel se entretenía en soplar sobre su imagen. El sol lucía cada vez más y convertía la nube de mosquitos que remolineaban sobre el agua en una galaxia centelleante.

—¿Se inclina, di, se inclina? —dijo el Gallego, de pronto.

—¿Se inclina?

—La varita.

Abel se puso de pie, indeciso.

—No sé…

El Gallego había soltado la rama y se deslizó el pañuelo por la frente.

—Debo de haberme equivocado otra vez, ¿no crees?

—Por favor —dijo Abel—. No sé de qué me habla.

—¡Uf! Te ahogas en un vaso de agua.

Sus palabras, enunciadas con voz solemne, se difirieron unos instantes en la atmósfera luminosa de la mañana.

—Vamos, chico, mi pregunta no es siquiera de las más grandes. Me atrevería a calificarla de «pregunta pequeña».

Le cogió cariñosamente una mano y depositó en ella la varita.

—¿Sabes lo que es esto?

El niño movió negativamente la cabeza: se sentía abrumado por la superioridad del viejo.

—Pues se trata, pura y simplemente, de un instrumental de zahorí o, si lo prefieres, de una varita mágica.

—¿Y qué utilidad tiene?

El mendigo volvió a tomar asiento en el tronco del castaño.

—Esas ramas —dijo— descubren el lugar donde se hallan ocultos los manantiales, los cadáveres y los tesoros —leyó la sospecha en los ojos del niño y se apresuró a añadir—: Pero, a decir verdad, lo único que descubren es el origen de las fuentes y, a veces, hasta en esto se equivocan.

»Por ejemplo, hace más de treinta años que busco el lugar adecuado para establecer el Depósito de Aguas del pueblo, respondiendo a una convocatoria del Municipio que aún no se ha fallado (la hizo un alcalde, monárquico después de las elecciones), y he probado, desde entonces, más de cien varitas.

»A veces creo que los escribientes tienen razón cuando dicen que es inútil que siga cansándome, pero, a estas alturas, no puedo honradamente volverme atrás. Una experiencia así es de las que comprometen a uno de por vida y, puesto que la he empezado, estoy obligado a continuarla.

»Ya sé que nunca se fallará este concurso, al que he presentado más de cien propuestas (mi único competidor murió el pasado año); pero el que siga buscando igual que el primer día, constituye una base sobre la que puedo organizar mi vida y responder, cuando sea preciso, al cuestionario de los empleados del Estado, y eso, pequeño, es lo principal.

Concluyó su discurso con un bostezo y se ligó las correas al hombro.

—Si quieres acompañarme a mi choza —ofreció—, podemos tomar el almuerzo juntos.

Pero el niño se acordó de la carta que había escrito al general antes de acostarse. Deseaba someterla a la censura de Martín y movió negativamente la cabeza.

—Lo siento muchísimo. Casualmente tengo un importante compromiso y no puedo faltar de ningún modo.

El viejo le dirigió una mirada suspicaz.

—¿Estás seguro de que no lo dices por cortesía?

Abel respondió sin pestañear:

—Seguro, segurísimo.

—Bien, si es así, soy yo el que te pide que me dejes. En este mundo se ha de cumplir con la palabra.

—Si usted quiere, podríamos vernos cualquier otro día —dijo el niño temiendo que el viejo se hubiese disgustado—. Mañana mismo, por ejemplo.

El Gallego reflexionó unos instantes:

—Mañana… mañana…, no creo que pueda asomarme por aquí mañana. Pero podría ser que viniese cualquier día de la semana próxima; a estas horas suelo parar en la fuente.

—Está bien. No dejaré de ir a verle —prometió el niño—. Ahora es tarde y en casa me aguardan a comer.

Regresó a la carretera precedido de Lucero y durante el trayecto se volvió más de una vez a mirarlo.

«Usted me gustó desde un principio —le había dicho después—, porque a su lado no me sentía niño. Usted me trataba de igual a igual, como Martín, y a mí me halagaba tanto…»

Durante aquel bochornoso mes de agosto, las jornadas transcurrían monótonas e iguales. Abel iba todas las mañanas a vigilar la llegada del camión de Intendencia, pero jamás recibía la respuesta que esperaba. Un día se acordó de la promesa que había hecho al Gallego y, en lugar de ir al cruce de caminos, se desvió hacia la fuente.

El viejo estaba sentado en cuclillas junto al tronco del castaño y sonrió al divisarle satisfecho.

—Magnífico, pequeño, magnífico. Precisamente te estaba aguardando.

Había improvisado un fogón con cuatro pedruscos que servían de apoyo a una lata de gran tamaño. El Gallego la destapó para mostrarle su asado de liebre.

—La maté esta mañana. Hacía tiempo que no iba de caza y me decidí a salir con la escopeta.

Le enseñó una especie de canuto hecho de bambú, con un extraño dispositivo de alambres y poleas.

—También yo acabo de ver una liebre —dijo Abel.

—¿Sí? —murmuró el viejo.

—Fue al salir de casa —mintió—. A diez o quince pasos de la puerta.

—A veces se tiene suerte.

—¿Y usted? ¿Tuvo que caminar mucho?

El Gallego esbozó un ademán vago.

—Así, así… A mi edad…

Abel estuvo a punto de preguntar: «¿Qué edad tiene usted?», pero se contuvo a tiempo.

—Al menos no se fatigó demasiado.

—No, eso no —reconoció el mendigo.

Del borde de la lata, por la parte de fuera, se escurrían churretes de grasa y Abel observó que, junto al cuello, el animal conservaba fragmentos de pelaje. Como si hubiera adivinado su mirada, el Gallego los humedeció con cucharaditas de salsa, hasta dejarlos bien empapados.

—Es muy difícil cocerlo todo —explicó—. Con este fuego no hay forma de terminar nunca.

—¿Quiere usted que vaya a buscar leña? —propuso Abel.

—Gracias, eres muy amable.

El niño se internó en el encinar. Conocía de memoria aquellos parajes y encontró sin dificultad una rama seca.

Se la cargó al hombro, como había visto hacer a Elósegui, y regresó junto al Gallego.

—¿Le basta con ésa?

—Desde luego, pequeño.

Cogió la lata por el borde y la dejó sobre una piedra.

Después comenzó a remover los chamizos con los dedos y colocó los tizones encendidos debajo de la rama. Abel tuvo un estremecimiento: la piel se le erizó como un cactos.

—¿No se quema? —murmuró con voz frágil.

El Gallego le tendió una mano nudosa.

—Mírala —dijo—. Pálpala.

El niño la rozó lleno de respeto: callosa, cubierta de placas y de escamas, parecía toda ella corteza de árbol. El viejo sonrió con orgullo.

—Las manos de los niños son delicadas y finas como las de una salamandra —sentenció—. Luego se endurecen y semejan más bien garras de ave.

Se descalzó una bota y retiró la venda que le cubría el talón.

—También mis pies podrían caminar sobre brasas sin sufrir ningún daño.

Le tendió un calcañar deforme y mugriento, como el de una persona acostumbrada a andar descalza.

—Puedes tocarlo si quieres —concedió—. Te advierto que no da ningún calambre.

Abel lo rozó respetuosamente con la yema del pulgar. El mendigo imprimió a los dedos un movimiento rotatorio que le produjo un ligero sobresalto: los unos hacia delante, los otros hacia atrás, parecían dotados de un mecanismo interno, lo mismo que si pulsaran las cuerdas de una guitarra.

—Hace unos años tocaba de esta manera la Marcha Real, pero ahora me siento demasiado viejo. Ese maldito reuma…

Se volvió a poner la bota resollando, y Abel se enfrascó en la contemplación de su equipaje. Su escarcela contenía un muestrario abigarrado y heteróclito: latas de sardina vacías, raíces de árbol, un bote amarillo en forma de tonel con las duelas, el grifo y la piquera cuidadosamente pintados, un periódico viejo doblado en cuatro, un frasco de vidrio repleto de hormigas.

El Gallego sacó del bolsillo un botellín verdinegro que agitó antes de vaciarlo en un vaso de aluminio.

—Alárgame el agua —dijo.

Abel miró en torno, desorientado.

—La botella oscura. Está llena de agua.

El muchacho se la dio. El viejo removió el líquido oscuro y lo mezcló con agua por partes iguales. Sirviéndose del dedo índice como cucharilla, volvió a agitar el contenido del vaso.

—¿Quieres un trago?

—¿De qué? —preguntó el niño.

—De licor. Lo he preparado yo mismo.

Haciendo gran esfuerzo, Abel bebió un pequeño sorbo.

—Es muy bueno —dijo.

El mendigo elevó las cejas en ángulo hasta formar un acento circunflejo.

—¿No quieres otro poco?

—Le aseguro que no, gracias.

—Como prefieras.

Se llevó el vaso a los labios con movimiento rápido y se enjuagó la boca con el líquido antes de tragarlo.

—Realmente, si no fuera tan descuidado en mis asuntos personales, hubiera hecho patentar mis inventos. Otro cualquiera habría sacado de ellos un montón de plata; pero, pequeño, no en vano no he nacido comerciante. Desde niño me ha sucedido así y ahora soy demasiado viejo para intentar cambiarme. Yo doy la idea y otros la ponen en práctica. El trabajo es mío y el beneficio se lo llevan ellos. —Suspiró—: Así ha ocurrido siempre con los hombres de ciencia y este país en que vivimos no se preocupa nunca por ayudarnos.

Se desabotonó la levita y comenzó a registrar el forro. Abel descubrió atónito que, sujetas a la tela, había gran cantidad de bolsas ligadas con cintas de colores, repletas de toda clase de objetos: sacacorchos, tapones de cerveza, canicas de vidrio, peines despuntados, cilindros aislantes, semillas, hierbas secas. El acto de registrar, siempre igual, constaba de cuatro fases: extracción de material acumulado, examen del mismo, revisión de la bolsa y, finalmente, reposición de las cosas al mismo sitio de antes.

—La idea de los saquitos —explicó el Gallego—, tuvo durante cierto tiempo gran utilidad. —Hundió el pulgar y el índice en uno de ellos y sacó una goma que volvió a ocultar avergonzado—. Pero, en la actualidad, el material reunido es tan grande, que ya no puedo dar abasto. —Probó una nueva bolsa—. Decididamente, no recuerdo dónde lo he puesto. —Nueva prueba—. ¿Tienes tú alguna idea?

—¿De qué?

—Del número de saquitos.

El niño abarcó con la mirada la levita del viejo, cubierta de condecoraciones y de manchas.

—Es difícil —comenzó.

—Di una cifra —insistió el Gallego.

—No sé…

—Vamos…

—Treinta —dijo Abel.

—Más.

—Cincuenta.

—Todavía más.

—Sesenta y cinco.

—Caliente.

—Sesenta y siete.

—Sesenta y ocho. —El mendigo le contempló radiante—. Ni una más ni una menos.

—¿No se arma usted jaleo con tantas?

—Verás, en un principio había pensado ribetear los bordes de hilo diferente para distinguirlas, pero me acostumbré en seguida y no fue necesario.

—La liebre —dijo Abel—. Se está quemando.

Sin apresurarse, el Gallego retiró la lata del fuego. La salsa se había evaporado totalmente y un montón de hierbajos oscuros cubría la pelusa del roedor. El viejo sacó de la escarcela dos platos de aluminio y ofreció uno al muchacho.

—Toma, sírvete.

—Es usted muy amable, pero me aguardan en casa y no quisiera que se inquietasen.

—¡Bah!, no te preocupes. Yo mismo, si es preciso, iré a disculparme con tu madre.

—No tengo madre —dijo Abel—. Hace más de ocho meses que murió.

—Entonces se lo diré a tu padre —corrigió el viejo. Contempló el rostro pálido y demacrado del niño y añadió:

—No me irás a decir que tampoco tienes padre…

—También ha muerto.

—¡Atiza! —exclamó el Gallego—. A eso se llama entrar con el pie izquierdo.

Hizo una pausa durante la cual analizó al muchacho de arriba abajo.

—¿Puede saberse, si no es indiscreción, de qué murieron tus padres?

—A papá le hundieron con el Baleares. Lo de mamá no se sabe a ciencia cierta. Fui con mi abuela al depósito de cadáveres, a reconocerla. —Esbozó un gesto vago—. Era ella.

—¿Quién se encarga de ti ahora?

—Desde la muerte de mi abuela, estoy al cuidado de doña Estanislaa Lizarzaburu. No sé si la conoce: la propietaria de El Paraíso.

—La conozco —repuso el Gallego—. Hasta hace poco solía pasear por la carretera con una sombrilla lila, y siempre nos saludábamos.

—Es tina mujer de sentimientos muy nobles —dijo el niño—, que tiene la desgracia de estar muy por encima de su medio.

El viejo se rascó el mechón de pelos que le crecía en el cogote.

—Me hace gracia tu modo de expresarte. Oyéndote, todo el mundo diría que tienes veinte años más de los que aparentas.

Abel se llevó a la boca una hoja de jara.

—Creo que la guerra nos ha madurado a todos antes de lo debido. Actualmente, no existe ningún niño que crea en los Magos.

El Gallego le miraba de hito en hito.

—Tal vez tengas razón y los niños de ahora nazcan viejos. En mi época, a tu edad, vivíamos aferrados a las faldas de nuestras madres. Pero en fin, dejémonos de charlas; lo mejor que podemos hacer ahora es dar buena cuenta de la liebre.

Revolucionó el macuto en busca de cubiertos, pero no encontró ninguno. Sin inquietarse, se volvió hacia el muchacho.

—Lo que se dice lujo, no lo hallarás, pero el guisado es excelente. Toma. Elige tú mismo el trozo que prefieras.

Mientras el Gallego sujetaba la liebre por el lomo, Abel realizó un esfuerzo ímprobo para arrancarle una pata. Lo consiguió, al fin, y la dejó sobre el plato, jadeante.

—Sin cumplidos —dijo el mendigo.

Se había llevado a la boca el resto de la liebre y comenzó a devorarlo con voracidad. El sombrero de espantapájaros, que se mantenía en equilibrio sobre la porción posterior de su cabeza, le resbaló hasta la nuca.

—Vamos, adelante.

Sirviéndose del tenedor de palo, le colocó en el plato algunas castañas y hojas de hierba.

Abel descubrió entonces que el viejo no le había limpiado las vísceras.

—No quiero comer —dijo con voz quejumbrosa.

—¿Que no quieres comer? ¿Puede saberse por qué?

El niño señaló unas bolitas oscuras embadurnadas de salsa.

—No sé lo que es eso.

El viejo las observó despreocupado.

—¡Qué sé yo! Aceitunas pequeñas. Algo que he puesto para acompañar la liebre.

La explicación no pareció inspirar al chico demasiada confianza. De aceitunas como aquellas estaban llenas las jaulas de conejos que Filomena limpiaba todas las mañanas. Devolvió al Gallego el plato de aluminio y permaneció unos segundos inmóvil, con la mirada fija en los tizones.

—Está bien, haz lo que quieras —dijo el viejo—, pero no pongas esa cara de pocos amigos. Si el guiso no te gusta, yo no tengo la culpa.

Vació el contenido del plato de Abel en el suyo y lo devoró también glotonamente.

En seguida cubrió los chamizos del fogón con un puñado de arena.

—Haces mal en no alimentarte, pequeño. Con el estómago vacío jamás harás nada de provecho.

Miraba alrededor con aire de buscar algo que en aquellos momentos no recordaba y sacó un tarro verde del macuto.

—Mi fijapelo —explicó.

Con los dedos manchados aún de salsa, cogió un buen cacho de jalea y lo deslizó por los mechones vedijosos de las sienes, hasta darles un tono verdemar.

—Lo fabrico yo mismo con palas de higo chumbo mezcladas con dientes de león. ¿No quieres un poco?

Por cortesía, Abel frotó una delgada lámina sobre sus rizos.

—Huele muy bien —comentó.

El Gallego restregaba ahora la punta de sus botas.

—También sirve para crema de calzado —aclaró—. Toma. Ponte un poco. En esta vida, si quieres que te respeten, no debes olvidar nunca tu atuendo.

Se colocó el sombrero muy encasquetado y guardó los objetos dispersos en el macuto.

—¿Estás seguro de que no nos dejamos nada?

Abel inspeccionó los alrededores.

—No, creo que no… Aquel tapón de corcho.

—Dámelo —ordenó el Gallego.

Lo analizó un instante antes de decidirse a guardarlo en una de las bolsas.

Después se desperezó.

—Óyeme —dijo—. Hemos estado hablando de mil vulgaridades y aún no me has dicho el motivo por el que has venido a verme.

Abel se sonrojó; el Gallego parecía leerle todos los pensamientos.

—¿Cree usted que durará mucho la guerra? —murmuró, al fin.

El viejo sacó del macuto un palillo usado y comenzó a hurgarse la encía.

—¡Quién sabe! Esas guerras modernas son endiabladamente complicadas. Cuando luchábamos contra los yanquis en Cuba, todo era diferente. Aquello sí que era una guerra…

—Sin embargo —dijo Abel irritado—, en Belchite también se lucha duro.

Le molestaba la manía de los viejos de restar importancia a lo presente y recargar los colores del pasado. También deseaba mostrarle que el año mil novecientos treinta y ocho era susceptible de heroísmos:

—Ayer, sin ir más lejos, hubo más de dos mil muertos.

El Gallego movió la cabeza con gesto de duda.

—Exageraciones. Una guerra como la de Cuba no volverá a haberla nunca. Entonces…

Abel se incorporó, desalentado.

—Quiero luchar. Lo que pasaba entonces me tiene sin cuidado. He nacido en esta época y no en mil ochocientos.

El mendigo se mesó los afilados carámbanos de sus barbas.

—Sí —repuso—. Tal vez tengas razón. Eres joven, tienes ante ti muchos años y no debes olvidar nunca la edad. Aceptando la compañía de seres adultos, corres el riesgo de marchitarte. Juega con otros niños. Con ellos aprenderás muchas cosas que yo, con mi experiencia, no podría enseñarte.

«Sí —pensó Abel—; pero ¿y los otros? ¿Qué será de Estanislaa, de Filomena, de Águeda? No puedo, sin más, dejarlas así, en la estacada…» Imaginaba a su tía dándose viento con un abanico de plumas: «Son tan borrosos nuestros límites, la realidad es algo tan vago… En el mundo no hay mentira ni verdad. Vivimos como en una nube…» Y a Águeda, persiguiendo por habitaciones vacías la imagen extinguida de su hermano: «No me abandones, por favor». El aire se había vuelto, en torno a ellas, azulado y espeso, y las voces llegaban a sus oídos en forma de burbujas: «¿Eres capaz de amar a una mujer como Claude, por el simple hecho de que tenga determinada forma anatómica? ¿Cómo puede un hombre selecto gustar de estas cosas?» Vestidas de encajes y de gasas, se defendían, frente al asalto de los elementos, con un pulverizador de perfume: «En el amor no hay sexos ni edades…» Palabras, siempre palabras, aprendidas en algún libro viejo, desprovistas de perla, como cáscaras.

Cuando abrió los ojos, el Gallego continuaba sentado en el lugar de antes. Habían transcurrido pocos minutos, pero a Abel le hacían el efecto de largos, larguísimos años. Se sentía cansado, y tuvo que hacer un esfuerzo para recordar quién era.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Me he dormido?

El viejo dijo que sí con la cabeza y se puso de pie con ayuda de la caña.

—Ve a tu casa y come algún bocado. El sueño en ayunas es nocivo y recarga el cerebro con visiones de hambre.

Lo dejó aturdido y se encaminó hacia el pueblo con todos sus trastos.

Aquella amistad, surgida en tan extrañas circunstancias, se había fortalecido durante el decurso de las semanas siguientes. El niño se presentaba cuando menos lo esperaba y desaparecía igualmente, de improviso. Juntos, hacían funcionar las varitas de avellano e inspeccionaban en los observatorios diseminados por el bosque las variaciones del viento y la temperatura. Octubre deshojaba las ramas de los árboles, los atardeceres adquirían un tono rojo sangre y el grito desamparado de las aves presentía ya la desnudez del invierno, pero él y el niño apenas reparaban en el cambio: uno al lado del otro, seguían la pista a las ardillas y las zorras, recogían los cuerpos de las liebres sujetas en los lazos y los pájaros ahogados por el abrazo de las trampas.

Un día, Abel se presentó en compañía de otro chiquillo y, desde entonces, las cosas cambiaron. El niño no era el mismo de antes y parecía no tener ojos sino para su nuevo amigo. Aunque, a veces, venían a interrogarle sobre la significación de ciertos hechos («¿El cuerpo de una golondrina hallado al pie de una ventana, es signo de mala suerte?»), por regla general indagaban sus opiniones acerca de la guerra («¿Por qué la lucha en Cuba había sido más dura que en España? ¿Qué sensación se experimentaba al recibir un balazo?»).

El otro niño solía llevar la voz cantante y Abel se limitaba a hacerle coro. El hambre había afiligranado los rasgos de su cara acentuando su parecido con otro rostro infantil, olvidado desde hacía muchos años: de un niño que conoció en Lugo, violinista, dibujante y matemático. Como él, se movía con la gracia y ligereza de un felino, tenía los ojos claros, moteados de mica, y se rechazaba el rizo que le caía por la frente cuando saludaba a alguien. De vez en cuando se llevaba las manos a las sienes y decía:

—Tengo un dolor ahí…

Aquel niño enfermó, un día, de improviso, murió al siguiente y fue enterrado al otro, y el sobrino de doña Estanislaa le hacía pensar en él mientras hablaba:

—Ni Pablo ni yo estamos hechos para la vida de este valle. Dentro de poco, en cuanto reunamos algún dinero, nos iremos al frente a probar fortuna.

Luego, a medida que el invierno se echaba encima, las visitas se habían espaciado. Los niños pensaban en otras cosas. Más de una vez los había vislumbrado desde lejos, pero pasaban de largo y no se tomaban la molestia de saludarle.

Poco después de Año Nuevo volvió a sufrir una acometida de los chiquillos refugiados y, lleno de tristeza, descubrió a Abel entre ellos, armado con una honda.

Las señales de la lucha se advertían en su cara mientras evocaba la imagen entrevista hacía media hora: un grupo de niños atravesando el torrente en dirección al encinar. Vuelto hacia la escuadra de soldados que aguardaban sus informes para lanzarse en su búsqueda, pensaba sólo en la angustia de los niños y señaló sin vacilar el lado opuesto:

—Por allí.

Y, desde el asiento delantero del vehículo —dádiva inesperada del Cielo—, los contempló mientras se perdían por el camino que —como todos los caminos, por lo demás— no iba a conducirles a ningún lado.