CAPÍTULO PRIMERO

En la ladera del bosque de alcornoques, el disparo de un arma de fuego no podía augurar nada bueno. Al oírlo, Elósegui despertó de su modorra y se incorporó sobresaltado. Hacía sólo dos horas que acababa de dejar a sus compañeros y, por un momento, imaginó que venían a buscarle. Aunque estaba en lo hondo de una cueva, a cubierto de todas las miradas, tomó el fusil por el cañón e introdujo un cartucho en la recámara.

El disparo procedía del sur, en dirección a El Paraíso, y no parecía, por el sonido, el de un fusil del ejército. Se hubiera dicho más bien que un cazador desorientado acababa de cobrar una pieza en medio de la zona de combate. Pero ni en el fortín ni en la escuela había quedado nadie. Aquella madrugada, antes de que amaneciera, los soldados de la batería habían engrosado el alud de fugitivos que se encaminaba a la frontera en la vieja camioneta de Intendencia, después de haber inutilizado todas las armas.

La deserción —preciso era reconocerlo— había sido fácil. La anarquía que desde hacía cierto tiempo reinaba entre la tropa se contagiaba poco a poco a la totalidad de los mandos: nadie parecía preocuparse de lo que hacía el prójimo; cada cual miraba por sí mismo. Aquella mañana, con los dos andaluces del servicio costero, habían minado el fortín de la ensenada después de cubrir a pie el trayecto de cuatro kilómetros que separaba el mar de la escuela de niños refugiados, a través de una rambla encharcada y arenosa. En el colegio aguardaba la camioneta, cargada hasta los topes de armamento, víveres y uniformes. Encima, el sargento había colocado ramas de pino y eucalipto: «Para que no nos localicen los aviones», explicó.

Hacía bastante tiempo que lo tenía todo dispuesto: en la mochila guardaba un paquete de provisiones y el papeleo necesario para el momento de la entrega. Desde el vestíbulo, dirigió una ojeada al antiguo dormitorio de Dora; allí estaban, intactos, el armario de luna en que guardaba sus maletas y sus trajes; el tocador, vacío de colonias y de peines; la cama de muelles, con sus columnas esmaltadas. En las mesitas había un florero antiguo con la rosa que ella había cortado un día. Martín alargó la mano y la estrujó: estaba lacia y reseca, y en torno a la jarra había sembrado una corona de sucios, marchitos pétalos. Martín la guardó en el bolsillo del capote. Era todo lo que quedaba de ella. El angelito de porcelana que Dora le había regalado estaba en el fortín y se olvidó de sacarlo con sus restantes efectos: debía de haber volado hacia el cielo, entre latas vacías, metralla y cascotes de cemento, liberado y feliz, con sus alitas rosas y azules.

El camión partió a las ocho con el sargento y los andaluces. Elósegui lo oyó traquetear por el camino de El Paraíso y no se sintió tranquilo hasta que desapareció tras el recodo. Desde entonces, habían transcurrido más de dos horas. Hasta la gruta llegaba el ruido de las bocinas de los automóviles y las imprecaciones de la gente que huía y se veía obligada a abandonar sus medios de transporte. El griterío, sin embargo, había disminuido, y los vehículos pasaban cada vez más distanciados. «Son las vanguardias que se acercan», pensó.

El día antes, la chiquillería de la escuela se entretuvo en pillar los carruajes que el río de fugitivos abandonaba al borde de la cuneta. Eran coches de todas clases, colores, edades y marcas: viejos «Renault» del año veinticinco, con los radios pintados de amarillo y la capota de cuero desgarrada; otros, más modernos, detenidos a causa de un simple pinchazo y que sus dueños dejaban con todo su cargamento de sorpresa: colchones, mantas, cochecillos de niños, jaulas de pájaros con la puertecilla abierta («Volad, volad, palomas»), paquetes de provisiones (Darío había encontrado un pavo asado relleno de guindas y ciruelas), muñecas destripadas («que no se las queden sus hijas, que no se las queden»), etcétera.

Aquella mañana, en la escuela, había sido testigo de una escena extraordinaria: uno de los soldados andaluces se permitió insultar al teniente que intentaba requisar la camioneta. Era alto y robusto, y estalló en carcajadas cuando el oficial quiso recordarle las estrellas de la manga. «Sus estrellas me las paso por aquí —dijo—. Ahora es usted un tipo reventado como yo y hará bien en largarse antes que esto se dispare.» Llevaba un revólver en el cinto y lo acarició con el pulgar. El teniente comisario regresó a su automóvil y los soldados celebraron el incidente con risas.

Con la huida, todo perdía su valor: las cosas pequeñas y de transporte fácil sustituían a las de mayor tamaño, cuyo precio disminuía al ritmo de avance. Las gentes que habían abandonado en Barcelona sus pisos y sus villas, confiando la salvación al automóvil, lo dejaban luego junto a la frontera, para seguir el camino con su bolsita de joyas cosida a los pliegues de la chaqueta o de la falda. «Si se las apretase mucho —pensó Elósegui—, renunciarían también a eso.» Un saco de monedas por un lugar en la barca. Una mujer honesta entregándose a los conductores con tal que la llevaran. Todo era sorprendente y, al mismo tiempo, mágico. Los símbolos perdían su valor y no quedaba más que eso: el hombre, reducido a sus huesos y a su piel, sin nada extraño que lo valorizara.

Aunque el disparo había sonado cerca —trescientos metros a lo sumo—, Martín vaciló antes de salir. La carretera quedaba detrás, hacia el sur y, fuera de los límites del bosque, ofrecía blanco fácil. En aquellos momentos, además, resultaba imposible saber a ciencia cierta a quién pertenecían los automóviles que la enfilaban: si a los últimos refugiados que volaban los puentes con dinamita o a las avanzadillas de reconocimiento de las vanguardias nacionales.

Había traído consigo su equipo de soldado: el fusil, la cartuchera repleta de municiones y el uniforme de campaña. Desde la boca de la gruta dominaba el sector del bosque que bajaba hasta el barranco, pero ignoraba lo que podía ocurrir a su izquierda. Le parecía oír el rumor de unos pasos acolchados por la alfombra de musgo y de pinocha. Sin resolverse aún a abandonar el escondrijo, apartó con un movimiento de la mano las ramas de encina que ocultaban la entrada de la gruta, y arriesgó una mirada lateral.

El día prometía ser templado y suave. El sol estaba a punto de alcanzar su cénit y acurrucaba las sombras a los pies de los árboles. Las gotas de rocío que moteaban el mantillo del bosque habían desaparecido con el relente. Una mariposa blanca voló hasta su hombrera y agitó perezosamente las alas. Elósegui avanzó unos pasos por el camino, sin perder de vista la entrada de la gruta.

Había algo en todo aquello que no marchaba como era debido. Los soldados de retaguardia no habían volado aún el puente que conducía al pueblo y las avanzadas no podían, por tanto, haber alcanzado la escuela. En todo el valle, lo sabía, no quedaba un alma. Sin embargo, el disparo había sonado y, tras él, un rumor de pasos, incomprensible, desafiante.

Una extraña inquietud le hizo estremecer. Recorría el sendero lentamente, procurando no hacer ruido, cuando el murmullo de las voces le puso de nuevo en guardia. Martín tuvo la impresión de que un rebaño de animales asustados acechaba en la espesura la proximidad del cazador.

Oculto entre unas matas de retama, abarcó la ladera con una ojeada circular. Pero no pudo descubrir sino el revoloteo de unos pájaros que huían, como temiendo la repetición de aquel disparo. Los vio volar, por grupos, con las alas desplegadas en lo alto, como pequeños acentos circunflejos.

Había dejado el fusil en la gruta y decidió ir a buscarlo. El silencio era demasiado profundo para ser natural: a Elósegui no le anunciaba nada bueno. Se disponía a volver sobre sus pasos, maldiciendo su imprudencia, cuando distinguió la cabeza de un chiquillo entre las ramas de una madroña.

La cabeza, tiznada de pintura de colores, se había ocultado otra vez en la espesura, pero Elósegui se aproximó allí de un salto.

—¡Eh, tú, pequeño!

Descubrió al niño, encogido como un feto, y lo contempló con asombro. Como en un acceso de locura, había distribuido una caja de colores sobre la piel de su rostro: el azul, el verde, el ocre y el naranja convertían sus mejillas en un verdadero mapamundi: un grueso trazo negro encuadraba sus asustados ojos. Los labios eran delgados y blancos.

—¿Puede saberse qué haces ahí escondido? —preguntó.

Estaba encogido a sus pies y temblaba como una hoja. Martín observó que llevaba una cartuchera sujeta a la cintura y, en el hombro, una mochila de soldado.

—¿No has oído un disparo hace un momento?

El niño hacía unas muecas horribles con su rostro pintarrajeado y pareció erizarse cuando Martín le puso una mano sobre el cabello. A través del tizne que le circuía los ojos, se adivinaba el parpadeo de una lágrima.

—No he sido yo —balbuceó—. Se lo juro.

Parecía verdaderamente aterrorizado, y comenzó a debatirse lleno de furia.

—Yo no he hecho nada. Suélteme usted.

Elósegui le dejó escapar. Era uno de los niños de la escuela, no recordaba quién. Hubiera deseado preguntarle por qué no se había marchado con sus restantes camaradas, pero consideró imposible obtener de él informe alguno.

El niño huía gesticulando lo mismo que un diablo y, antes de sumergirse en la espesura, se detuvo y le arrojó un objeto negro. Elósegui se echó al suelo, sin respirar.

Conocía muy bien aquello: la tensión de los músculos que se agarrotan; el vacío que precede a la explosión del artefacto. Una marea blanda, pegajosa, impregnaba por completo sus sentidos.

Permaneció así, tumbado, sin atreverse a mover un dedo. Se había cubierto el cráneo con los brazos y el reloj deletreaba los segundos al lado de su oído. Contó ciento. Luego cincuenta. Al fin se incorporó, apoyándose en un codo, y dirigió al objeto oscuro una breve ojeada.

La granada, de fabricación checoslovaca, estaba a cinco metros escasos de distancia. El niño había olvidado quitarle la anilla y aquel descuido le había salvado.

Un sudor frío le cubrió instantáneamente el cuerpo. Se sentía yerto, atontado: era como si sus articulaciones y sus vísceras se hubiesen vuelto de goma.

—¡Condenado chiquillo!

Tenía las manos arañadas y la nariz le sangraba ligeramente. Contempló de nuevo la bomba inofensiva y el lugar por donde el niño se había escapado: la escena era absurda, increíble. Carecía de toda lógica.

En primer lugar, los niños habían sido evacuados. En segundo lugar, ni el disparo ni la huida ni el ademán de arrojarle la granada tenían razón de ser. La totalidad de los chiquillos le conocían desde hacía mucho tiempo. Más de una vez los había llevado al pueblo, subidos en la trasera del camión, y algunas tardes repartía entre ellos los chuscos sobrantes del Cuerpo de Intendencia. Pero el clima de irrealidad que desde hacía unas horas flotaba en el ambiente parecía justificar por sí solo cualquier desatino.

A pocos metros de allí, descubrió una caja de cartuchos con el precinto levantado. Martín hincó una rodilla en el suelo y olfateó: el lugar despedía un tufillo de pólvora quemada. Un rectángulo de papel, escrito con lápiz, decía: «La ejecución será a las diez». Buscó en torno a él alguna aclaración a aquel billete, pero no reparó en nada.

Estaba aún de rodillas, con el mensaje sobre la palma de la mano, cuando le dispararon por detrás. Esta vez no cabía la menor duda: la bala había rebotado a escasos metros e, indudablemente, el tirador había fallado el blanco.

Al cabo de un segundo, y antes de que tuviese tiempo de comprender lo que pasaba, un silbido muy fuerte, repetido varias veces por el eco, desencadenó una tempestad de voces, clamores y pasos. El vendaval parecía desplegarse en forma de abanico. Los niños saltaban como colegiales a la salida de las aulas, imitaban aullidos de animales y ensordecían el bosque con sus gritos. Martín creyó vivir un asalto de los indios pieles-rojas, como había visto algunas veces en el cine, pero ahora las voces parecían alejarse. Las oyó aún, lejanas y vergonzosas, dispersándose en todas direcciones. En seguida fue como si nada de aquello hubiese ocurrido y la tierra los hubiese devorado.

El bosque estaba tranquilo de nuevo. El sol, que se filtraba a través de la enramada, circundaba los objetos de luces y sombras. Los pájaros se posaban sobre la copa de los alcornoques y Elósegui les oyó cantar un buen trecho antes de incorporarse.

Eran las diez y media en punto cuando la explosión de dinamita le anunció que la retaguardia había volado el puente. Martín vio unas nubecillas de humo, que se elevaban en forma de copos amerengados, diluirse en el firmamento azul y luminoso. Luego, el tableteo de las ametralladoras al otro lado del barranco señaló la llegada de las avanzadillas. Estaba, por lo tanto, en tierra de nadie.

De nuevo adivinaba en el terreno los signos manifiestos de una huida: hierba pisoteada, huellas de talones, y otro papel con la consigna: «La ejecución será a las diez». Su llegada había desbaratado algo y, a causa de ello, le habían disparado por la espalda.

«Dentro de poco —pensó—, habré perdido mi libertad. Me habré constituido prisionero.» Se acordó de Dora: «El día que acabe la guerra…» Como siempre, haciendo planes para el futuro, proyectándolo todo a distancia. Él sólo sabía pensar en el presente: ni siquiera lograba imaginar la llegada de las tropas nacionales. De haberla tenido junto a sí, le hubiera dicho: «Mira, lo importante es que esto acabe. Un poco de paz…» Pero Dora había muerto y, fatalmente, acabaría por olvidarla.

Fue entonces cuando descubrió la mancha oscura de un traje y apenas pudo evitar un respingo. El cuerpo estaba allí, a veinte metros escasos de distancia, y le pareció incomprensible no haberlo visto antes. Desde el primer momento lo había reconocido por el cabello inconfundible y, por un instante, creyó que el corazón se le paraba. Abel estaba boca arriba, tendido cuan largo era, lo mismo que si se hallara sumido en profundo sueño. Tenía los brazos extendidos, siguiendo la línea del cuerpo, y alguien le había colocado un ramo de amapolas encima del jersey. En la sien derecha tenía un agujero del tamaño de un garbanzo, por el que brotaba aún la sangre.

Elósegui le tomó por los hombros y lo incorporó para auscultarle. Sabía que estaba muerto, pero no comprendía aún. Veinticuatro horas antes le había visto lleno de vida. Correteaba con los chiquillos refugiados por las cercanías del cañizal, y le acompañó rambla arriba. Ahora, por alguna causa que ignoraba, Abel había muerto. Alguien le había asesinado.

«¡Gran Dios, si apenas tiene doce años!» Quería comprender a toda costa y le estrujaba la mano entre las suyas. Espiaba los rastros de la muerte en su semblante y apenas lograba convencerse. La cara no presentaba señales de crispación. Únicamente la herida de la sien.

A su alrededor, los asesinos habían arrojado bolitas de papel, con la sentencia escrita con lápiz. Elósegui recogió el ramo de amapolas y volvió a colocarlo igual que estaba antes. ¡Canallas! ¡Partida de canallas! En la mano izquierda le habían puesto una flor roja, que el muerto sostenía en actitud angelical. En la otra había un mensaje: DIOS NUNCA MUERE, escrito también con lápiz, aunque con letra diferente a la del autor de la sentencia. Sobre el improvisado lecho de hojas secas, Abel parecía un muñeco frío y delicado. A excepción de la sangre que brotaba de la sien, ni siquiera presentaba señal de estar herido. Tenía el semblante pálido, muy pálido, y el cabello desmelenado y rubio.

El bosque estaba ahora más tranquilo que nunca. Los combatientes se habían olvidado en apariencia del torrente de El Paraíso. Una calma mágica, tejida por mil hilos diferentes, anudaba a Martín, al muerto, a los niños verdugos ocultos en la sombra y a aquel apretado haz de pruebas delictivas que iba desde el rostro pintarrajeado del chiquillo al antifaz de seda que yacía olvidado al pie del árbol, en una trama más fina que cualquier tela de araña. El menor movimiento —el simple hecho de ocultarse el sol tras una nube— habría bastado para romper el frágil mecanismo y provocar el horror de la catástrofe. Martín se detuvo a pesar suyo, fascinado por el ademán de desamparo de los viejos alcornoques. Despojados del corcho, retorcidos, elevaban sus ramas a lo alto y parecían clamar contra aquel crimen. Le asaltó la impresión de hallarse en medio de un bosque encantado y tuvo que frotarse los ojos. Era como si las cosas se hubieran puesto a vivir por sí solas: el sol tamizaba la superficie del bosque de dardos dorados. Las cigarras habían detenido su canto monótono. Todo callaba: animales, árboles y seres humanos; y aquel silencio se le antojó a Martín más contundente que la pública confesión del crimen, cuyo peso asumía el bosque entero.

Las ametralladoras volvieron a actuar junto a la carretera. Por el sonido, Elósegui calculó que habían llegado al puente y tiraban sobre los últimos rezagados, a los que la voladura había impedido huir. El tableteo duró escasamente dos minutos. Después, las explosiones se repitieron en la aldea abandonada. Los republicanos destruían el Centro de Intendencia antes de emprender la huida, y Martín imaginó a los vecinos, agazapados en el interior de sus viviendas: por las mirillas observaban la caravana de fugitivos y de presos, cuyo paso se anunciaba por una estela de excrementos, piojos, miseria, calderos de lentejas y escudillas de rancho abandonadas; tal vez preparaban en los sótanos improvisadas banderas nacionales y se disponían a celebrar ruidosamente el cese de la lucha.

Los niños vivían a su manera la atmósfera de fiesta que flotaba en el ambiente y se entregaban a lo sangriento de sus juegos en medio de lo más duro del combate. La carretera dejaba a sus orillas un reguero de muerte: soldados ametrallados por los aviones, presos fusilados al borde del camino, desertores con una bala en la nuca. Los niños se movían entre ellos como peces en el agua, dando gritos y órdenes guturales, absorbiendo los modos de los mayores, vistiéndose con los despojos de los muertos y acumulando en sus escondrijos los frutos de su juego.

También la guerra sembraba en su cortejo algunas flores: los chiquillos que robaban el camión de la Intendencia jugaban a la nieve con los sacos de azúcar; el gorro de un coronel, salpicado aún de sangre, cubría inmediatamente el cráneo del cabecilla. Los niños aspiraban a las condecoraciones más elevadas. Pasaban de contrabando a través de las líneas de combate, se adornaban con banderas de uno y otro ejército. Diminutos Gulliveres en el país de los gigantes, aprendían el mecanismo de las granadas, y mataban a los pájaros con cargas de dinamita.

Aquella mañana, pensó Martín, habían llegado a asesinar a un compañero. El cadáver del niño estaba allí y nadie llegaría a saber nunca la causa de su muerte. Consultó el reloj: las once menos diez. Acababa de pararse hacía unos segundos y le dio cuerda. Quería marcharse de allí y no quería. Inspeccionó en torno, desorientado.

Otra descarga. Cerca, mucho más cerca. Un kilómetro. Tal vez ochocientos metros. La zona del valle, sin embargo, estaba al margen de la línea de avance y era improbable que disparasen contra ella. La retaguardia, después de volar el puente, debía ultimar sus preparativos de evacuación de la aldea. Una avioneta color ocre la hostigaba con sus disparos y la señalaba al fuego de los carros que marchaban en vanguardia.

Tenía entre sus manos el mensaje DIOS NUNCA MUERE y lo leyó tratando de descifrar su sentido. Los dedos de Abel lo oprimían con gran fuerza, como si hubiese sido el recurso al que, en el momento de su muerte, había intentado aferrarse. ¿Quién lo había escrito? ¿El asesino? ¿Un alma caritativa? ¿El mismo Abel?… Elósegui expulsó los fantasmas fuera de su mente. Una lasitud inmensa oprimía su cráneo como un casquete de acero. Se sentía incapaz de pensar, de decidir algo por su cuenta. «Si estuviese Dora…», murmuró. La vida se le antojó, de pronto, insípida y carente de sentido.

Tomó el cuerpo del niño entre los brazos y bajó por el sendero que llevaba a la escuela. Era una pendiente suave y Martín aceleró la velocidad de sus pisadas. En el bosque reinaba de nuevo el silencio. Los niños habían abandonado el lugar, asustados por lo irreparable de su crimen. Su griterío de hacía unos minutos había sido, tal vez, una forma de combatir el pánico que se instalaba en ellos, y, al gesticular como diablos, lo habían hecho con la esperanza de metamorfosearse en otros seres.

Al llegar a un recodo donde el atajo desembocaba en un camino de carro, Elósegui se detuvo en seco detrás de unos arbustos de madroños.

Dos mujeres de avanzada edad, vestidas de modo grotesco, se encaminaban en dirección a la carretera envueltas en una gigantesca bandera roja y gualda.

Martín descubrió, lleno de asombro, que caminaban dándose empellones, forcejeando tozudamente en poseerla.

—Te repito que la entrego yo —decía la de la izquierda—. La bandera es únicamente mía y no tienes siquiera el derecho de tocarla.

Vestía un abrigo de lentejuelas color lila, que le llegaba hasta los tobillos y que parecía no haber sido usado desde hacía muchos años.

—¿Tuya? —exclamó la otra—. ¿Desde cuándo este retal ha sido tuyo? Es mío y bien mío, y tú lo sacaste del armario.

—Pero yo tuve la idea de hacer una bandera —gritó la primera—. Cuando te pedí la tela, no sabías siquiera para qué la necesitaba.

—Lo pregunté y no quisiste decírmelo.

—Mientes. Te lo dije, pero no me oíste. Con tu sordera…

—Una egoísta. Eso es lo que eres. Una egoísta. El trabajo para los otros y los laureles para ti…

Estaba a punto de estallar en sollozos y avanzaba a saltitos, tropezando, como una avecilla caída de su nido.

—Óyeme bien, Lucía. Ésta es la última vez que te lo pido. Déjame llevar esa bandera…

—Te repito que la bandera es mía —repuso su hermana—. Yo puse la idea y el trabajo. Deberías darme las gracias por permitirte que vayas detrás de mí, en lugar de lloriquear como ahora haces. Otra persona menos tonta que yo te hubiese obligado a quedarte en casa.

La mujer del abrigo color lila se aferró a la bandera con aire dramático.

—Pues no lo conseguirás. Te juro que no lo conseguirás. Hace treinta años que soy esclava tuya, pero estoy harta de que me trates igual que a una sirvienta. Me manifestaré. Hablaré con el general hasta conseguir que se haga justicia. Le contaré todo: tus ideas políticas, la forma en que siempre me has tratado…

Lucía, con el rostro lívido, se había detenido en medio del camino, a escasos metros de Elósegui, envuelta en los pliegues de la bandera.

—Mientes —exclamó—. Todo cuanto dices es absolutamente falso. Eres mi hermana: te prohíbo que hables de ese modo.

—Pues hablaré —percibió Martín—, hablaré, hablaré y hablaré. Iré directa al general y le contaré lo egoísta que has sido y lo amiga que fuiste de los radicales. Le diré que cantaste para ellos y lograré que te detengan. Te enviarán a la cárcel. ¿Me oyes? Te expulsarán del país como a un perro…

Estaba congestionada por el esfuerzo y las últimas palabras se le escaparon en un hilillo de voz. Encasquetada bajo un inmenso sombrero de ala ancha, parecía un pájaro oscuro, un grajo extraño.

—¡Embustera! —dijo Lucía—. Todo lo que dices es absolutamente falso. Me defenderé si es preciso. Pagaré los mejores abogados…

Comenzaron a forcejear como chiquillas, tirando cada una por su lado.

—Suelta.

—No quiero.

—Te digo que la dejes.

—Nunca.

La hermana de Lucía estaba llorando y concluyó la respuesta como un hipo. Ante la enérgica actitud de su rival, todo su aplomo se había desvanecido y se deshizo en un mar de lágrimas. Mientras Lucía proseguía su camino, corrió tras ella sollozante:

—Te lo suplico, Lucía. Por una vez en la vida trata de ser buena. Déjame llevarla por uno de los lados. Tú la llevarás por el otro y hablarás al general. Yo estaré allí sin decir absolutamente nada. El éxito será sólo tuyo…

La escena había durado apenas dos minutos, pero a Elósegui le hizo el efecto de que se prolongaba casi años. Era como si, milagrosamente, el tiempo se hubiera detenido para facilitar la contemplación de algún detalle cuyo valor se le ocultaba, inmovilizando el bosque entero, mientras las mujeres discutían.

Martín apresuró el paso. Empezaba a creer que el alcornocal estaba embrujado, maldito. El silencio, hecho de la reunión de mil sonidos, le obsesionaba, y sintió deseos de reír para apagarlo. Luego, mientras tomaba el camino de la escuela, aminoró la marcha. Temía que alguno de los chiquillos se hubiera ocultado allí; podían dispararle desde cualquier ventana y, en el camino, con el niño a cuestas, ofrecía blanco fácil. Conocía, sin embargo, otro sendero por el que había paseado a menudo con Dora y decidió seguirlo antes de llegar al jardín. En la cocina había una entrada excusada por la que podría fácilmente pasar inadvertido.

El bosque perdía espesura a medida que se aproximaba a la escuela y, a través de los claros, podía distinguirse la fachada, oculta bajo un manto de hiedra. En la entrada del llano donde aparcaban los vehículos, campeaba el rótulo del Socorro Rojo y la bandera de la República ondeaba en el balcón del centro. Martín acechó desde el camino el semblante dormido de la casa; las mimosas estallaban amarillas bajo el pórtico y el sol arrancaba guiños malignos a los vidrios esparcidos en el sendero de cascajo. La puerta de roble continuaba entreabierta, tal como la habían dejado los soldados horas antes, y el grifo de la pila manaba a pleno chorro, sin que nadie se preocupase de cerrarlo.

Nunca, como en aquel momento, había experimentado tanta sensación de soledad. La escuela estaba vacía, muerta. Ningún ser viviente, aparte los pájaros, parecía habitar a muchos kilómetros de distancia. Elósegui se desvió por el sendero de la izquierda, que llevaba al palomar y a las cocheras. Empujó la puerta de tela metálica, sin encontrar resistencia, y, con el cuerpo de Abel acurrucado contra el pecho, atravesó la cocina y el pasillo.

De nuevo, Dora le perseguía con sus recuerdos de fantasma. Su silueta se esculpía, encantadora, en todos los rincones, surgía bajo el dintel de las puertas y poblaba su ausencia de sonrisas. A través de oleadas de luz rubia que se filtraban por la puerta delantera, alcanzó la sala de visitas. Allí, extendió el cuerpo del niño encima del sofá. Sus miembros comenzaban a ponerse rígidos y tuvo que hacer un esfuerzo para estirarle las piernas y los brazos. Volvió a colocarle el ramo de amapolas del mismo modo que lo había encontrado y le enlazó las manos sobre el pecho, en actitud de plegaria.

La casa olía a humedad. La ausencia de los gritos a que el bullicio de los niños le había acostumbrado, sonaba en sus oídos peor que una descarga. Fuera, el sol brillaba con entera indiferencia. Martín contempló sus rayos, cebrados, a través de las persianas, la alfombra llena de peladuras. Las paredes estaban cubiertas de propaganda política. En el perchero colgaba una máscara antigás. El día anterior, los chiquillos habían pillado un alijo abandonado y habían corrido por el bosque disfrazados de tapires y de elefantes, inventando juegos terribles, con los rostros cubiertos con las máscaras de caucho y empleando sus trompas como arma de combate.

Sobre la mesa había una cajetilla de tabaco, olvidada por algún soldado. Martín vació un puñadito sobre la palma de la mano y lió cuidadosamente un cigarrillo. Aguardaba. Todo su cuerpo estaba tenso por la espera. Oía el tictac del reloj en el vestíbulo y miraba por reflejo el suyo propio: las once y media tan sólo. La vanguardia debía de haber rebasado ya el puente, bordeando las colinas de algarrobos. El pueblo distaba en línea recta poco más de seis kilómetros y caería tal vez a primera hora de la tarde.

Permanecía entregado a estas reflexiones cuando el zumbido de un motor en el camino le llenó de sobresalto. Instantáneamente se puso de pie y miró por entre las tablillas de la persiana; un coche descubierto, con ametralladoras y soldados, avanzaba con lentitud hacia la escuela. Era un modelo alemán anticuado, cubierto de polvo, con una abolladura en el guardabarros. Al pasar junto al cartel anunciador del Socorro, uno de los soldados, riendo, vació los cartuchos de su cargador.

—Como una espumadera —le oyó decir.

Elósegui se separó de la ventana y de puntillas alcanzó el vestíbulo. Allí, escondido detrás de la puerta, aguardó que el coche frenara. Oía hablar a los soldados, hacer chistes, reír. El automóvil había amenguado la marcha; el motor trepidaba a escasos metros de distancia. Después percibió el crujido de las botas de campaña al saltar sobre la grava.

«Ahora», pensó.

Atravesó el vestíbulo desierto y salió afuera, a la luz, con los brazos en alto.

La súbita irrupción de Elósegui bajo el dintel de la puerta produjo un instante de confusión. El soldado que iba delante, temiéndose una emboscada, se pegó a la pared del edificio. Los otros saltaron del automóvil con la celeridad del rayo y se desplegaron en forma de abanico después de amartillar sus armas.

—No teman —dijo Martín—. No hay ningún otro. Hablaba con voz tranquila, sin bajar las manos, y sus palabras tuvieron el efecto de devolver la calma a todos.

—La escuela está vacía —repitió—. Hace más de seis horas que sus habitantes la evacuaron.

Se oía el zumbido de un motor. Los ojos de todos, como si fuesen dispositivos graduables a voluntad, se volvieron hacia el camino por donde el sargento llegaba en motocicleta.

Martín le contempló con atención mientras frenaba; el suboficial era un hombre pequeño, de piel como de terracota, con un bigote rubio cortado en forma de cepillo y unos ojos brillantes y taimados. Al descender de la motocicleta dirigió una mirada al balcón en que ondeaba la bandera republicana, y se sacó del bolsillo un mechero de campaña con el que prendió la colilla extinguida que sostenía entre los labios.

—¿Han encontrado a los chavales? —preguntó. Hablaba con voz átona, inexpresiva, con el rostro envuelto entre las delgadas volutas del cigarrillo que humeaba entre sus dedos.

—Están por ahí, sueltos —repuso Martín—. Esta mañana el suboficial de la batería me dijo que esperaba un camión para llevárselos; pero, por lo visto, no se ha presentado.

El sol le daba en plena cara y le obligaba a parpadear. El sargento se aproximó con desgana y comenzó a cachearle.

—No llevo nada —dijo Elósegui.

Se dejó registrar pacientemente, sin apartar la mirada del sargento.

—Está bien. Baja las manos.

Martín las hundió en lo hondo de los bolsillos con ademán de estudiada tranquilidad.

El pequeño grupo se había apretado en torno a él, excepto el chófer, que continuaba todavía al volante.

—Mis compañeros salieron a las ocho —explicó Elósegui—. Hemos pasado la noche en vela. El suboficial quería llevarnos a todos, pero yo me aparté de ellos al amanecer. Me quedé en el bosque, camuflado…

—¿Cuántos eran? —preguntó el sargento.

—Siete. Ocho con el suboficial. Todos pertenecíamos a la misma batería.

—¿Y los otros? ¿Se fueron?

—Eso creo. A menos que se hayan escondido también. En este caso, no creo que anden lejos.

El sargento restregaba nerviosamente las guías de su bigote.

—¿Estabais encargados de la vigilancia de los niños? Martín vaciló antes de hablar: la mayoría de los chiquillos refugiados procedían de Irún, de Fuenterrabía o de San Sebastián; con su acento vascongado, el sargento podía muy bien ser familiar de alguno de ellos.

—No —dijo al fin—. Yo era el primer tirador de la guarnición. Hace más de año y medio que me mandaron aquí, para instruir a los reclutas, y no me he movido del valle.

—¿Quién vigilaba a los chiquillos? —preguntó entonces.

—Los del Socorro pusieron un profesor al frente de la escuela —repuso Martín—. Pero no sé dónde diablos puede estar metido.

—¿Dices que los niños andan sueltos?

—Sí, mi sargento. No hace aún una hora los vi correr por ahí.

—¿En qué dirección marchaban?

Martín se orientó con ayuda de la veleta que remataba el frontón del edificio.

—Hacia el norte.

—Deberían enviar una patrulla —dijo un cabo—. El terreno está sembrado de granadas y podría ocurrir una desgracia.

—Ve tú mismo a pedir instrucciones al teniente —repuso el sargento—. Vosotros, entretanto —ordenó a los soldados—, registrad a fondo los rincones de la casa. Puesto que los mandos pasarán la noche acá, será mejor que empecéis a hacer las habitaciones. En cuanto a ti —dijo a Elósegui—, acompáñame: tengo que hablarte.

Le tomó por el brazo y lo llevó a un banco de madera. A escasos metros de ellos, el grifo de la pila continuaba abierto a chorro y salpicaba la acera de ladrillos con un velillo de gotas luminosas que parpadeaban al sol igual que lágrimas.

El sargento sacó de su camisa una petaca de cuero y ofreció tabaco a Elósegui.

—¿Quieres?

—Muchas gracias.

Le tendió el fuego, que el otro protegió con las manos. Durante unos segundos los dos hombres fumaron en silencio.

—Hay un niño muerto ahí dentro —dijo Martín de pronto—. Yo mismo lo encontré en el bosque, esta mañana.

Se había vuelto para mirar a su compañero y descubrió que tenía las venas hinchadas.

—¿Un niño… muerto? —preguntó.

Martín dejó caer sobre el pantalón la ceniza del cigarrillo.

—Sí, asesinado, ejecutado… No sé encontrar el término. Tal vez lo explique el diccionario…

Le miraba a los ojos en demanda de ayuda, pero el hombre parecía no escucharle.

—¿Le conoces? —dijo con voz ronca.

Elósegui echó atrás con un movimiento de cabeza el mechón de cabellos que le caía por la frente.

—Se llamaba Abel —repuso— y era amigo de los niños refugiados. Vivía en la finca de ahí enfrente, con una tía suya.

El otro permaneció unos segundos en silencio, respirando.

—Yo —balbuceó— soy el padre de uno de ellos; de Santos, Emilio Santos…

Había desviado la cabeza hacia los macizos de geranios, como si temiera mirarle a la cara.

—Un niño rubio, de ojos castaños, con una gran cicatriz en la pierna. Al andar cojea un poco… Su madre recibió una postal de la Cruz Roja diciendo que estaba aquí, en la escuela.

Martín hizo un infructuoso esfuerzo de memoria: un niño rubio, con una cicatriz en la pierna… Había un niño inválido, pero éste era moreno.

—No logro recordar en este momento —dijo—; pero no tiene nada de particular. Conozco a algunos de ellos por el nombre, pero no a todos.

—Es de Éibar —dijo el sargento— y tiene ahora cerca de once años. Ocho tenía cuando se escapó de casa; habían muerto los padres de un amigo suyo y se fue con él, fingiendo que eran hermanos…

—En el despacho debe de haber una lista con los nombres de todos. Si usted quiere, puedo indicarle el sitio en que la maestra solía guardarla.

Se disponía a levantarse, pero el otro continuó inmóvil, como clavado en el banco.

—Luego nos enteramos de que al amigo lo habían llevado a Francia. Mi mujer tenía una comunicación de la Cruz Roja diciendo que Emilio vivía en esta escuela, pero estaba fechada dos meses antes que la anterior y a veces creo que el niño también debe de estar fuera…

Por la puerta acababa de aparecer la rapada cabeza de uno de los soldados, que se precipitó al encuentro de ellos, pálido y sin aliento.

—Mi sargento, mi sargento —exclamó—. Hay un niño muerto en la sala, con una herida en la sien.

Lo dijo de modo dramático, acompañándose de ademanes con los brazos, y pareció muy sorprendido ante el semblante tranquilo de los dos hombres.

—Lo sabemos, muchacho, lo sabemos —dijo Santos—. Ve adentro y continúa registrando.

El soldado le miró como alelado y regresó a regañadientes a la escuela.

Hubo un instante de silencio. El sargento contemplaba los reflejos del sol sobre las gotas de agua, mientras sacudía la ceniza del cigarro con los dedos.

—Está bien —dijo de pronto—. Si conoces dónde está esa lista, ve a buscarla. Cuando llegue el alférez, ya tendremos ocasión de ocuparnos del niño.

Martín arrojó a la pila la colilla del cigarro y, antes de entrar en la casa, dirigió una mirada al banco, donde el sargento, con la mano apoyada en la barbilla, le aguardaba.

«Me llamo Elósegui —pensaba—, soy proveedor de batería, y hace veinte minutos acabo de constituirme prisionero.» Sintió que una gran carcajada ascendía dentro de él.

Hacia la carretera, cada vez más lejano, se oía el tableteo de las ametralladoras.

El alférez Fenosa llevaba gorra de plato y una estrella reluciente en las hombreras. Se había sentado delante de él, en la silla de madera giratoria y tabaleaba en el cartapacio con frecuencia obsesiva. A menudo cambiaba la dirección de la butaca, a derecha o a izquierda; tenía una cicatriz rosada a todo lo largo del cuello y a Elósegui le asaltó la sospecha de que el movimiento estaba destinado a atraer la atención sobre la misma.

El alférez Fenosa, le había dicho un soldado, estaba aquella mañana de humor excelente. Recién obtenida la estrella a los diecinueve años, hacía tan sólo unas semanas que participaba en la lucha a las órdenes del capitán Bermúdez y, como a todos los jóvenes de esa edad dotados de temperamento entusiasta, le asaltaba el temor de que la guerra acabase en seguida. La huida desordenada de los republicanos y la falta de combatividad de que daban muestra le había producido verdadero desencanto. La victoria, que para los otros había sido el resultado de una lucha y de un esfuerzo constante mantenido a lo largo de más de treinta meses de campaña, le parecía a él un donativo servido en bandeja de plata.

Su egoísmo le hacía soñar en contraofensivas, luchas cuerpo a cuerpo, victorias difícilmente conseguidas a través de barrancos batidos por morteros, cráteres de obuses, alambradas. Su afán de hacerse perdonar por los otros, los veteranos, su juventud e inexperiencia, le llevaba a reclamar para sí los servicios difíciles y los puestos de peligro. Era el hombre de los golpes de mano. Según le había dicho su asistente, no vacilaba en adelantarse a la retaguardia fugitiva para hostigarla con su fuego de sorpresa desde todos los puntos imaginables.

Aquella mañana, el alférez Fenosa había puesto en fuga a toda una compañía, sin otra ayuda que la de su pequeño grupo de combate. «Fue algo nunca visto —le explicó el soldado—. Yo estaba unos pasos detrás y le veía avanzar con la pistola ametralladora debajo del brazo. Hacía rato que habíamos localizado el nido detrás de un algarrobo y atravesábamos tina zona de descampado. Las balas silbaban alrededor, pero él continuaba, ¡pim, pam!, tan tranquilo, adelante. Fue entonces cuando los tipos quisieron huir. Primero uno y luego los demás: el tirador y los proveedores. Yo quería apuntar contra ellos, pero el alférez nos gritaba: “¡Eh, dejádmelos, de esos me encargo yo!” Y, ¡paf!, se carga al primero. Las balas se hundían en los tipos sin que se notara… Se quedaban tiesos como muñecos y el alférez se los cepillaba uno tras otro.»

La acción, tan arriesgada, había merecido los plácemes del teniente: desde la carretera había seguido su curso con ayuda de los gemelos de campaña y felicitó cordialmente al alférez: «Estuviste espléndido, chico. Después de eso, nadie te libra de una cita en el parte». También Fenosa se sentía satisfecho, aunque lamentaba que el capitán Bermúdez no hubiese sido testigo de la hazaña. El capitán era algo escéptico y acogía con sorna las proezas de sus subordinados. El alférez tenía la impresión de que Bermúdez le trataba como a un colegial: la idea de no ser tomado en serio le quitaba el escaso sueño y daba fuerzas al insomnio que desde niño le había atormentado. Aquella vez, sin embargo, necesitaría estar ciego para no rendirse a la evidencia de un hecho que los otros oficiales estarían dispuestos a atestiguar.

Por desgracia, el teniente le había mandado al valle en misión de limpieza y vigilancia, con el encargo de dar con un grupo de chiquillos refugiados que correteaban por el bosque, imposibilitándole de ese modo rematar dignamente aquel día, con tan buenos augurios comenzado. Mientras avanzaba por el camino de la escuela con el cuatro plazas «recuperado» el día antes, pensó en las avanzadillas que a esas horas convergían hacia el pueblo, batiendo con sus ametralladoras la desorganizada retaguardia enemiga. Se acordó, de pronto, de la monja bajita, de mejillas redondas como una pelota de goma, que había saludado su tristeza de niño ante el cadáver de su padre, con una sonrisa de estampa piadosa: «¡Feliz él, que está en la Gloria! ¡Feliz él!»

La monjita elevaba los brazos a lo alto y los bajaba salmodiando: «Feliz él». El alférez recordó que el manto le descendía de los brazos como el patagio de un murciélago, y que había posado en él sus ojos, cómplices y como arrebatados. Ahora Fenosa creía comprenderla y, embriagado con la idea de la lucha, se decía: «¡Felices ellos!»

Vació contra el asiento la ceniza de la pipa que su madrina de guerra le había enviado y ordenó al asistente que acelerase. Le habían dado el encargo de acomodar la escuela para la noche. El coronel y su séquito habían de pernoctar en ella y no tenía más remedio que resignarse. «A mal tiempo, buena cara», pensaba. Había llegado al llano de la escuela y contempló el ametrallado cartel del Socorro. Los soldados destacados a las órdenes del sargento estaban sentados en un banco de madera, al pie de la fachada, tomando el sol como lagartos.

Al divisarle, se pusieron en pie. Uno de ellos se llevó la mano a la sien en un simulacro de saludo y el alférez le espetó con voz seca: «¿Desde cuándo le autoriza el Reglamento a saludar sin el gorro?», con el mismo acento de desprecio con que el capitán Villarrubia decía a los reclutas que caían del caballo: «¿Quién le ha dado a usted permiso para apearse?» En uno y otro caso, la confusión era la misma y el efecto logrado, irreprochable.

Con la mirada dura de sus ojos miopes, recorrió el jardín ornado de geranios y de adelfas. Una atmósfera quieta, mágica, parecía suspender milagrosamente todo el valle por encima de la desolación y de la guerra. El sol bañaba el jardín en que estaban aparcados los automóviles, la hiedra que cubría la fachada y la pila de la fuente. En el horizonte se elevaban unas nubecillas quietas y algodonosas, como barbas de azúcar hilado.

El alférez se detuvo unos momentos, poseído también del ambiente de pereza que, con la complicidad de todos los elementos, se fraguaba. Pero se detuvo a tiempo; apoyado en la ventana, con las manos hundidas en los bolsillos, Elósegui fumaba con gesto indolente. Fenosa se volvió hacia uno de los soldados y apuntó a Martín con el dedo:

—¿Pueden decirme quién es ése?

El sargento se adelantó a la respuesta del soldado a quien el alférez había dirigido la pregunta.

—Se llama Martín Elósegui, mi alférez. Era proveedor de la batería de costa y no siguió a los demás en la retirada. Nos esperaba en la puerta cuando llegamos.

El alférez se volvió hacia Elósegui y lo analizó con aire crítico.

—¿Prisionero?

—Sí, mi alférez.

La carencia de gorro le dispensaba de la obligación de saludar. Fenosa se volvió hacia Santos lleno de ira:

—¿Puede decirme qué hace ese prisionero charlando con ustedes?

Bajo las espesas cejas rubias, los ojos del sargento brillaban, azules y mansos.

—Estábamos justamente interrogándole cuando usted llegó, mi alférez. Era el encargado del abastecimiento de la escuela de niños refugiados y nos estaba informando acerca de ella.

El alférez Fenosa había respondido con citas de las Ordenanzas que, según le dijo el soldado, constituían su libro de cabecera. Luego envió a Elósegui a una habitación del piso alto. Su asistente iba detrás de él, con la bayoneta calada y la obligación de mantenerse a metro y medio de distancia. Fue allí donde el soldado le informó más largamente acerca del alférez; durante la media hora que duró aquel encierro, no dejó de charlar. Tenía los bolsillos llenos de paquetes de tabaco y regaló uno a Elósegui.

La guerra, dijo en síntesis, no había estado del todo mal: gracias a ella, él, un simple labriego, había adquirido experiencia, mundo y tampoco podía decirse que no hubiera pasado durante su transcurso algunos buenos, inolvidables ratos. Claro está, había muchas cosas fastidiosas, como esa de las pulgas, pero si uno no tenía remilgos y le tocaba en suerte un hombre bueno, como el alférez Fenosa, todo se hacía soportable. Ahora, sin embargo, deseaba que la guerra terminase para volver a la choza con su mujer, y hacerle un precioso niño: «¿No es ridículo eso de llevar más de dos años de casado y no tener ninguno?» Luego, cuando el alférez mandó a buscarle, volvió a calarse la bayoneta y lo escoltó hasta el despacho.

Hacía veinte minutos que Elósegui estaba allí, intentando responder a las preguntas de modo coherente. Aquella mañana, en virtud de un azar extraño, la empresa resultaba extraordinariamente difícil. Se sentía aturdido, inerte. Le costaba aferrar sus pensamientos, que se escurrían como gotitas de mercurio entre los dedos apenas trataba de asirlos. Desde la muerte de Dora, el mundo había perdido su faz verosímil. La vecindad del frente, los fugitivos —¿huir de qué, de quién?—, la voladura de los fortines, la noche en blanco, su ocultamiento y su entrega se encadenaban obedeciendo a las reglas de una lógica que aún no comprendía. La muerte de Abel, el disparo, la huida de los niños, el mensaje escrito con lápiz y el ramo de amapolas eran otras tantas fórmulas, conjuros y ademanes faunescos por los que un mundo, de magia y de crueldad, de poesía y de miseria, acababa de imponerse al ordinario, cubriéndolo con un tapiz de ensueño.

Por la abierta ventana, el sol daba de cara y Elósegui sentía un cosquilleo cálido en el rostro. El alférez estaba sentado frente a él y le hacía preguntas con voz tranquila. Nombre. Edad. Profesión civil. Regimiento a que pertenecía. Lugares donde había luchado. Martín respondía mecánicamente: Elósegui, veintiséis años, soltero, estudiante. Regimiento cuarto, Aragón, Andalucía, Albacete, ninguna herida, un año de retaguardia en aquel valle. Miraba la hoja del calendario que colgaba de la pared, a unos palmos escasos de la cabeza del alférez: seis de febrero. El reflejo del sol le quemaba las mejillas y sintió las gotas de sudor amontonársele en las cejas. Fenosa cambiaba a cada instante la orientación de la silla y las preguntas brotaban de sus labios como impactos: organización de la escuela, alumnos con que contaba, edades, regiones de donde provenían, detalles.

Martín le había contado en pocas palabras lo sucedido aquella mañana, pero el alférez se mostraba deseoso de saber. Preguntó cómo los niños se habían hecho cargo del arma, le interrogó acerca de Abel y de su parentesco con la dama propietaria. Elósegui dijo que era su tía abuela y que andaba algo mal de la cabeza. Entonces quiso saber si los niños habían manifestado alguna vez su propósito de matarle. Martín dijo: «No, mi alférez». Explicaciones. Ninguna; no se lo explicaba en absoluto. Lo conocía desde… El alférez tabaleaba sobre el cartapacio forrado de seda y Elósegui tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos: el reverbero del sol sobre el vidrio que cubría la mesa le cegaba. Miró por la ventana al jardín quieto, como dormido a la sombra de los árboles, que tatuaban el suelo de arabescos, de luces y sombras.

Fue una mañana como aquella, templada, suave y luminosa. Lo recordaba bien. Era a mediados de marzo y los prados comenzaban a engalanarse con florecillas de colores. Habían detenido el camión junto a un bosque de pinos y se tumbaron en la hierba, boca arriba, sirviéndose de los sacos de Intendencia a modo de almohadas. Los árboles de la carretera, esquemáticos, radiografiados, desplegaban en el cielo, azul e inmóvil, su armazón de troncos y ramillas, tan complicado y frágil como el sistema de arterias que reproducen las láminas de los libros de Ciencias. Frente a ellos, un cartel de propaganda que el Gobierno distribuía por las ciudades, aldeas y caminos, con un individuo durmiendo a pierna suelta, ornado con la leyenda: UN VAGO ES UN FACCIOSO. Martín lo contemplaba con aire adormilado. A su derecha, Jordi jugaba con un puñado de arena, dejando escurrir los granos entre los dedos.

—¿No crees que es tarde ya?

Martín le vio agitarse con inquietud, como siempre que algo le impacientaba, pero no sintió ningún deseo de moverse: el sol le lamía los párpados entornados y un sopor suave se adueñaba de todos sus miembros.

—Son más de las once.

Pero Elósegui pensaba: «El descanso es el lujo de los pobres». Allí, en el ejército, todos eran pobres, miserables soldados. Se llevó la mano a la boca y ahogó un bostezo ruidoso.

—La vida debería ser siempre así: el sol, un buen lecho de hierbas y un tiempo infinito de descanso. ¡Ah! Y una mujer al lado, también. No para nada, entiéndeme. Sino sentirla ahí, acurrucada contra uno y saber que basta alargar la mano para tocarla y que tiene pereza y se duerme… Entonces es maravilloso ver cómo los otros trabajan y se afanan. Los imagino por las calles, apresurándose, con sus grandes carteras bajo el brazo y unas gafas de lente gruesa para ver mejor. Tienen miedo de todo: de los relojes, del calendario, de que las puertas de los metros se les cierren delante de las narices… Pensar en ellos me ayuda a descansar. Me hace apreciar el valor de momentos como éste: el sol llenándote de estrellitas los ojos, saber que otros trabajan y tú sentirte echar raíces en el suelo; alargar la mano y tocar a tu mujercita. Saber que continúa allí y que te da besos de pereza y que también tiene sueño y…

Entreabrió el ojo izquierdo y arriesgó una mirada lateral en dirección a su compañero: Jordi continuaba jugando al reloj de arena con las manos y removió el cuerpo con impaciencia mal oculta.

—¡Valiente abogado vas a ser tú! —dijo con aire de reproche—. Oye, si tienes ganas de hablar, cuéntale todo eso a Dora cuando volvamos. Ahora son más de las once y nos esperan en Intendencia.

Elósegui se limitó a cambiar de lado. Su flanco, de ese modo, recibía el impacto del sol.

—¡Bah! Ya sé que nada de eso te interesa —dijo simulando irritación—. Pero, ¡qué demonio!, déjame hablar si tengo ganas. Tampoco te he pedido que me escuches.

Le miró de hito en hito mientras se hacía cosquillas en el párpado con una brizna de hierba. Curioso tipo Jordi, pensó, extraordinariamente curioso. Desde que los destinaron al fortín, dos meses antes, no había hecho otra cosa que quejarse, comer, trabajar como una bestia, despotricar y comer de nuevo. ¡Qué pena, qué vida malgastada!, se decía; pero se sentía cómodo con él. Su ambición, su diligencia, su gula eran un contrapunto adecuado y necesario; fortalecían su propia identidad. «Me saca de quicio —pensaba Elósegui—, lo insulto; pero no sabría arreglármelas sin él.» Jordi era grueso, antipoético, se pasaba todo el día mordisqueando algo y englobaba en su desprecio a la totalidad de las mujeres. «Lo que es yo —decía—, no me casaré nunca.» Pero Martín había descubierto en él algunos aislados, deslumbrantes momentos de grandeza.

Un día que el cielo estaba agitado y se mascaba en el aire un clima de tormenta, Jordi había corrido con sus piernas gordezuelas hasta el borde del barranco que dominaba la rambla de El Paraíso y desafió a la naturaleza entera y a todo el bosque de pinos y alcornoques, trocados mágicamente en hombres, con su repertorio de frases célebres, extraídas de algún manual de Historia. Las nubes se agolpaban sobre ellos, siniestras y amenazantes; la atmósfera estaba electrizada y tensa, como al acecho del rayo que desgarra el velo de las nubes y Jordi, el apacible y eunuco Jordi, había clamado al valle con su voz más aguda: «Desde estas pirámides milenarias, cuarenta siglos de historia nos contemplan». «Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra.» «Yo envié mis buques a luchar contra los hombres, no contra los elementos.» Un ramalazo de pánico sacudía el lecho entero de la rambla y Jordi continuaba allí, gordo como una peonza, con el cabello revuelto por el viento, liberando, con sus gestos de fauno, los demonios almacenados en su infancia.

Aunque Elósegui fue testigo de la escena, nunca le había dicho nada. En silencio regresaron al camión, mientras el cielo se derramaba anchamente sobre sus cuerpos y convertía el paisaje entero en una inmensa charca crepitante. Ahora, Jordi, olvidado su momento de esplendor, volvía a ser el mismo tipo asustado y pacífico de siempre: consultaba su reloj de pulsera y le contemplaba con gesto de reproche.

—Son casi las once y media.

—Ya voy, ya voy…

Le parecía revivir sus tiempos de chico, cuando su madre acudía a despertarle para obligarle a ir a la escuela. También entonces decía «ya voy», pero era tan sólo un expediente para prolongar su instante de reposo y saborearlo con más calma. Otras veces fingía levantarse hasta que ella salía del cuarto: seguidamente volvía a ocultarse entre las sábanas y se ovillaba en su propio calor.

El sol le acariciaba las mejillas y tachonaba sus párpados cerrados de estrellas de colores. Se desperezó. Unas piedrecillas afiladas se le habían clavado en la espalda y el brazo sobre el que apoyaba el peso del cuerpo se le había dormido.

—Está dormido —dijo a Jordi.

—¿Dormido?

—El brazo…

Lo agitó durante unos segundos en torno a una asustada mariposa. Luego se incorporó hasta quedar en cuclillas: la manga del capote estaba llena de polvo y Elósegui la contempló con satisfacción.

—A veces creo que si permaneciésemos tumbados varios días sobre una tierra fértil y alguien se entretuviese en regarnos, acabaríamos echando raíces, lo mismo que una pala de chumbera.

—Las once y media y tú aún sentado —dijo Jordi—. Hace lo menos media hora que deberíamos estar en el pueblo y un día, te lo aviso, nos encontraremos con un jaleo de los gordos. Entonces podrás inventar, si quieres, la historia del pinchazo.

—¡Oh, calla! —dijo Martín—. No sé cómo te las arreglas para ser tan inoportuno. Estaba pensando en algo importante y tú…

—Ya tendrás tiempo de pensarlo más tarde —repuso Jordi—. Ahora son las once y media y tenemos que marcharnos.

—¡Oh! —exclamó Martín con desaliento—. Era aquí, precisamente aquí: con ese sol, esa temperatura y el pequeño rincón de mar entre los pinos…

—Pues ven con Dora esta tarde. Ahora no tienes tiempo de divagar. Nos esperan en Intendencia desde hace rato.

—¡Bah, te conozco! Lo que ocurre es que estás muerto de hambre y deseas comerte los chuscos, A primera hora, por la mañana, están todavía calentitos y crujen cuando se les hunde el diente, ¿no es eso?

Le miraba con aire de burla, aguardando la explosión de cólera que no tardó en producirse: Jordi agitó sus puños regordetes y le contempló con ojos llameantes.

—Pues bien, sí, tengo hambre. ¿Puedes decirme qué tiene eso de particular?

—Nada —dijo Martín con voz tranquila—. Absolutamente nada.

—Es algo humano, me parece. Todos los hombres tienen necesidad de algo. Tú la tienes de descansar e ir con mujeres. Pero a mí me tienen sin cuidado tu sol, la luz, el mar y la temperatura. Lo que quiero es almorzar. Tengo un cuerpo grande que necesita ser alimentado.

—Está bien, está bien, no te excites. Todo eso está muy bien y no tengo nada que objetar. Lo que me gustaría saber es por qué no me lo has dicho desde el principio en lugar de hablarme de Intendencia y otras monsergas. Habría bastado con que al comienzo hubieras dicho que tenías hambre para que yo me pusiera en marcha. Ya ves qué fácil resulta. Sabes de sobra lo paternal que soy contigo y lo mucho que me agrada complacerte para…

Una semana antes, en la batería, estando presentes sus otros camaradas, Elósegui le había ofrecido un flan, regalo de Dora, según le dijo, pero que en realidad, con ayuda de los otros soldados, había rellenado de mostaza.

La sorpresa de Jordi al hincar el diente había sido mayúscula y los ojos se le llenaron de lágrimas. «Yo… (risas) creía que… (gritos) habías dicho… (pellizcos mutuos. Carcajadas).» No lo pudo evitar: lloró de rabia. Pero Elósegui se hizo perdonar en seguida, dándole palmadas cariñosas en la espalda: «Vamos, sinvergüencilla, que no ha sido nada; te digo que es una broma entre compañeros, entiéndeme…».

—¡Bah! Déjame en paz —dijo Jordi ahora—. Me revienta esta costumbre tuya de meterte conmigo a cada paso. Entérate bien, me revienta.

—Vamos, Jordi, no seas rencoroso. Ya sabes que tengo la manía de guasearme de todos. Pero es inofensiva. Entre amigos…

Le quiso poner la mano en el capote, pero Jordi se desprendió como un chiquillo. Balbuceaba al hablar y tenía los ojos brillantes, próximos al llanto.

—Pues me molesta esa manía tuya. Me hiere y me molesta. Si soy gordo y tengo aspecto ridículo, no es culpa mía y no me gusta que me tomen por el pito del sereno.

Se interrumpió como en un hipo y Elósegui aprovechó la pausa para abrazarle por el hombro:

—Está bien, está bien, tienes razón. Soy un canalla, me meto con todo el mundo, ofendo los corazones nobles y estoy avergonzadísimo ahora. No volveré a hacerlo jamás y no seré malo nunca.

Jordi callaba, sollozante. Una gota en forma de lágrima le colgaba de la nariz. Elósegui sacó el pañuelo del bolsillo y la enjugó torpemente.

—Vamos, vamos, no es nada. Estoy aquí y soy amigo tuyo. Sonríe, hombre, que no voy a comerte. Mira, hace un día espléndido, eres joven y dentro de poco podrás comerte un chusco. O dos. O tres. Los que tú quieras.

Se encaminaron hacia la carretera. A pesar de su gordura, Jordi tenía los huesos muy frágiles, como de saúco, y se torcía los tobillos continuamente. Elósegui, que iba delante, con las manos en los bolsillos, se volvía de vez en cuando para mirarle mientras corría por el campo, a pequeños brincos, con su semblante de globo hinchado, rojo por el esfuerzo. «Esas dichosas botas», decía. Aguardó a que se acomodara en el asiento y puso en marcha el motor.

Así eran todas las mañanas, iguales unas a otras y jalonadas de pequeños incidentes que, a fuerza de repetirse, aceptaban los dos como costumbre. Lo restante era conocido también: bosques de alcornoques, con sus troncos desnudos por la pela, descendiendo en tropel por la montaña; campos sembrados, cercanos a la aldea, salpicados de blancos almendros; parcelas de distintos colores, según la variedad del cultivo, labrados por mujeres oscuras y entecas, famélicas niñas y borrosos, como resucitados, ancianos.

La aldea estaba despoblada de hombres jóvenes: la guerra se los llevaba a todos y devolvía algunos huesos. Apretando la bocina de goma negra, se internaba en las calles blanqueadas y desiertas hasta el edificio de Intendencia. Allí, recogía los chuscos del ejército para la batería y la escuela de los niños. Jordi era el encargado de contarlos y de pasar algunos de matute cuando el furriel no miraba. Él, entretanto, se encaminaba a la fonda en que paraban los autocares de Palamós y de Gerona, con los escasos viajeros de costumbre y el saco de la correspondencia.

Martín se dirigió allí, silbando, a través de la pequeña rambla, poblada de mercerías y tiendecitas de ultramarinos. Su surtido se reducía a jabones, escobas, estropajos, botellas de lejía, pastillas de azulete y algún que otro tonel de aceitunas. El escuálido gato que reposaba junto a la puerta de una de ellas parecía considerar con tristeza su perdido esplendor: «¡Quién te ha visto y quién te ve!», pensó Martín. No tenía demasiado interés en llegar pronto y por ello se detuvo en un banco soleado.

En la fonda le aguardaba una tarea molesta: escoger las cartas; había, en primer lugar, las destinadas a sus compañeros de batería, las cuales guardaba en el bolsillo izquierdo; luego las de los profesores y niños de la escuela, que ponía en el bolsillo derecho; y hasta, a veces, las dirigidas a alguno de los vecinos (éstas las guardaba en cualquier otro bolsillo). Los propietarios de El Paraíso recibían de vez en cuando algunas con matasellos extranjeros y Filomena, la sirvienta, solía dejar sus respuestas en la escuela, con el importe exacto del sello de correos.

Un día se habían olvidado de pegar el sobre, y Elósegui no resistió la tentación de leer la carta. Estaba dirigida a una muchacha llamada Wencke por un tal Román o Romano, y contenía afirmaciones tan peregrinas como ésta, que se la había grabado en la memoria:

Me hablas del bloqueo y de la guerra, pero, por mucho que me esfuerce, no logro comprender tu extrañeza. ¿Qué importa que los hombres luchen y mueran cuando se lleva una vida interior rica? Yo continúo aquí, con mi madre, y nada de lo que no nos atañe a nosotros me interesa. Por la noche, cuando titilan las estrellas, le oigo tocar el piano y siento ascender en mí como un inmenso amor hacia los seres.

Al llegar a la fonda, la encargada, que hacía las veces de cartero, le entregó, ya ordenado, el montón de cartas y, tomándole familiarmente del brazo, sonrió con gesto de misterio.

—Tiene usted un pasajero —dijo—. Todo un personaje…

Le arrastró hasta la sala de visitas y señaló una mecedora con el dedo. La mecedora estaba ocupada por un niño de diez u once años, de cabello rubio y rostro agraciado, vestido con una ridícula bata de colegio. Una caja de zapatos, sujeta con una cinta de colores, constituía todo su equipaje. Al oír hablar a la mujer, se puso de pie de un salto y contempló a Elósegui con ojos asustados y azules.

—Ven, chico —dijo la mujer.

Hablaba con su voz más dulce, para infundirle confianza, y lo atrajo hacia sí con suavidad.

—¿Quieres decirle cómo te llamas?

—Me llamo Sorzano —repuso el niño—. Abel Sorzano, para servirle.

—Es huérfano —sopló la mujer a su oído—. A la madre la ametrallaron en Barcelona al principio de la guerra y su padre murió cuando el «Baleares».

—La señora me ha dicho que vive usted cerca de la finca El Paraíso y como es allí donde me dirijo, he pensado que tal vez podría hacerme un hueco…

—Claro que sí, chaval, claro que sí —exclamó Martín—. Puedes ir en el camión siempre que lo desees. Y puesto que vamos a ser vecinos, lo mejor que podemos hacer desde un principio es darnos la mano, ¿no te parece?

Oprimió una mano pequeña, helada. «Como la de un renacuajillo —pensó—, como la de una salamandra.»

—Encantado de conocerle, señor —dijo Abel.

—El gusto es mío, hombre; y oye bien una cosa: no soy ningún señor. Llámame Martín. Martín a secas.

—También traigo conmigo un poco de equipaje —dijo señalando la caja de zapatos que, al incorporarse de la mecedora, había dejado en el suelo—, pero es pequeño y puedo llevarlo perfectamente encima de las rodillas.

—No te preocupes. Lo pondremos detrás. Tú irás conmigo en la cabina y hablaremos durante el trayecto. Recogió el paquete de cartas que la mujer había dejado sobre la mesa y apoyó la mano en el hombro del niño.

—Bien, cuando quieras… La camioneta está ahí, en la esquina, aguardándonos.

El niño cogió la caja de zapatos por un extremo de la cinta y tendió cordialmente la mano a la encargada.

—Muchas gracias por todo, señora. Ha sido usted muy amable conmigo.

Ella se inclinó hacia el muchacho y le estampó un beso sonoro en la mejilla.

—Adiós, rey. Espero que el señor Elósegui cumplirá su promesa y te traerá en el camión alguna vez, por las mañanas.

—Así lo espero yo también.

Bajaron la escalera de la fonda, cada uno con su paquete y atravesaron la rambla en dirección a la calle, donde aguardaba Jordi.

Desde la esquina, Abel se volvió hacia la encargada de Correos y le saludó con la mano. «Adiós. Adiós.» Elósegui le observó intrigado.

—¿Cómo sabías que estaba allí?

Abel hizo ademán de rechazar el rizo dorado que le caía sobre las cejas.

—La señora de la fonda es de esas personas a quienes suelen gustar los niños huérfanos —dijo con gran aplomo.

Jordi estaba instalado en la cabina, al otro lado del volante, comiendo a doble carrillo. Martín ayudó a subir al muchacho e hizo las presentaciones.

—Abel, que va con nosotros a El Paraíso. Jordi, un camarada.

—Mucho gusto, señor.

Jordi se sacó de la boca un pedazo del chusco y miró al niño con asombro. Le tendió la mano al fin.

Elósegui los contemplaba divertido.

—¡Qué contrariedad! —dijo volviéndose hacia Jordi—. Creo que tendrás que largarte atrás. Somos tres y en el asiento no cabemos.

—¡Oh, no; no se molesten, por favor! —exclamó Abel—. Yo mismo iré detrás, con mi maleta. Puedo sentarme allí perfectamente.

—En modo alguno —dijo Elósegui—. Será Jordi el que viaje atrás. Le gusta mucho el paisaje y accederá encantado. Tú te quedarás conmigo.

Jordi lanzó un gruñido de protesta y descendió sumisamente a la acera. Desde allí, haciendo un gran esfuerzo, logró encaramarse y durante buen rato permaneció de pie, agotado.

—Está bien. Cierra la portezuela —dijo Elósegui—. Así. Ahora acomódate. —Puso en marcha el motor—. No sabes el gusto que da viajar con una persona delgada. Verdaderamente, con un tipo como Jordi no se puede ir por el mundo.

El camión dejó atrás la última casa del pueblo y subió la carretera a buena marcha. El niño había asomado la cabeza por la ventanilla y el viento agitó los rizos de su cabello. El vehículo daba frecuentes sacudidas a causa de los baches y la caja de zapatos le resbaló del regazo.

—Vigila —dijo Martín—. No vayas a enfriarte.

Abel volvió a acomodarse en el asiento, pero no se preocupó de recoger la caja de zapatos.

—¿Es largo el trayecto?

Elósegui había sacado la pipa del bolsillo y llenó de tabaco la cazoleta.

—¡Psé! Nueve o diez kilómetros.

Encendió su mechero de campaña y aguardó a que ardiese la picadura.

—¿Vienes de muy lejos?

—De Barcelona —dijo Abel—. Vivía allí con mi abuela y unos tíos desde el principio de la guerra; pero mi abuela murió el mes pasado y mis tíos no tienen medios suficientes. De modo que decidí venir aquí. Al menos, en el campo, la vida no es tan difícil y como, por otra parte, el aire es más sano…

La carretera carecía de peralte y Elósegui frenaba antes de tomar las curvas.

—¿Piensas quedarte mucho tiempo?

—No lo sé. No tengo planes precisos. Mis tíos son gente muy amable, pero viven de modo difícil… Ahora, con la guerra, los rentistas están muy ahogados y aunque mi tía siempre dice que donde comen dos, comen tres, he considerado oportuno librarlos de mi carga.

No parecía deseoso de proporcionarle más detalles y Elósegui no se atrevió a hacerle más preguntas.

Abel miraba el paisaje por la ventanilla: los alcornoques habían reemplazado a los campos de cultivo, con su cortejo de encinas, arbustos y retama. Al borde de la cuneta abundaban las chumberas y las pitas. El camión levantaba en las curvas inmensas nubes de polvo que blanqueaban las orillas del camino.

Al llegar al lugar donde comenzaba el sendero de la escuela, siguieron adelante. La casa que iba a habitar se alzaba cuatrocientos metros más allá, siguiendo la carretera, y se llegaba a través de un camino similar al de la otra, cuya entrada cerraba una cadena. Una tupida bóveda de pinos, encinas y alcornoques sombreaba el trayecto hasta la antigua edificación de gusto indiano, asolada y ruinosa, que era en la actualidad El Paraíso.

—Bien, hemos llegado —dijo Elósegui—. No tienes más que subir esta escalera para alcanzar la galería. No creo que haya timbre, pero puedes entrar sin llamar. Si lo deseas, tocaré la bocina.

—¡Oh, por favor, no se moleste! —exclamó Abel—. Puedo valérmelas perfectamente yo solo.

Había abierto la puerta con la mano izquierda y estrechó con la otra la de Elósegui.

—Ya sabe usted donde tiene su casa —dijo al descender—. Espero que cuando tenga un rato libre, volvamos a vernos.

Saludó también a Jordi y les volvió la espalda. Se encaminaba por la terraza hacia el jardín que cercaba la galería. Elósegui le llamó por el nombre:

—¡Eh, el equipaje!

Abel retrocedió lo andado y, al divisar la caja de zapatos, estalló en una carcajada.

—Está vacía. Es decir, llena de piedras. Pero temía que me detuvieran en el tren si no llevaba alguna maleta. La encontré en el cubo de la basura y se me ocurrió la idea de traérmela.

Sus pupilas, redondas y metálicas, parecían girar como dos ventiladores, en rápidos movimientos; una risa tranquila, luminosa, le embelleció toda la cara.

Desde la camioneta, Elósegui le vio abrirse paso a través del sendero de alfalfa que el viento doblaba y abatía, como una doble fila de sirvientes que se inclinaban a su paso.

La segunda vez que vio a Abel fue al cabo de unos meses, al término de uno de sus paseos estivales. Bajaba por la rambla, en compañía de Dora, cuando el tintineo de unas campanillas y el ruido familiar de unos cascos les hizo volver la cabeza: una tartana antigua, que parecía no haber sido usada desde hacía mucho tiempo, venía por el sendero conducida por una mujer oculta tras un delicado velo de tul y lentejuelas. Martín y Dora la habían contemplado con asombro; la aparición de una comitiva circense, con payasos, atletas y bailarinas, no les hubiera causado mayor sorpresa. La mujer llevaba un chal de seda sobre los hombros y un traje de exquisito organdí blanco. Unos guantes de piel negra, ceñidos hasta el codo, y un ramo de jazmines en el escote, completaban el fantástico atuendo. La yegua, un animal apolillado y renqueante, arrastraba la tartana dando tumbos. Poco antes de llegar a su altura, Elósegui había descubierto, acurrucado en el fondo, al niño, quien, al verle, le saludó silenciosamente. Luego, la tartana pasó y se perdió en el recodo de encinas y de cañas.

El día siguiente, lo recordaba, hizo un calor insoportable. El sol había lucido desde el principio de la mañana y los hombres de la batería sudaban cuanto puede sudarse un día de verano. Terminados los ejercicios, Martín había intentado dormir la siesta, pero el sueño, en lugar de aliviarle, desencadenó toda su tristeza y cansancio. La noche última, en el prado, la muchacha le había preguntado, medio en broma, si deseaba casarse con ella y Elósegui tuvo la ocurrencia de reírse a carcajadas: «¿Casarnos? ¿Por qué casarnos? ¿Acaso no somos felices así? ¿Qué necesidad tenemos de estropear todo esto?»; pero algo, una resistencia imprecisa del cuerpo de ella, que adivinaba inerte bajo su brazo, le hizo arrepentirse de inmediato. Durante el resto del tiempo que permanecieron juntos, Martín se empleó a fondo en su intento de restablecer la calma, pero al cabo de un rato concluyó por desistir. Dora parecía aburrida, como ausente. Sin efusión verdadera, el apretón de su mano, al partir, tenía los caracteres de una ruptura.

Elósegui estaba nimbado en la playa, a cien metros escasos del fortín, cuando descubrió al niño junto a un repliegue de las rocas.

—¡Eh, pequeño…!

Un perro esquelético corría delante, en pos de una libélula a la que trataba de atrapar con sus mordiscos y saltos. Al verle, se había detenido a contemplarlo y olfateó desde lejos un segundo, antes de volver la cabeza para interrogar al amo.

—¡Quieto, Lucero…!

Abel se aproximó sin timidez: despojado del uniforme de colegial parecía más alto y espigado que antes. Su cabello le caía anillado encima de la frente y, al acercarse al soldado, hizo ademán de rechazarlo con los dedos.

—¿Qué tal está usted?

Le tendió la mano y se sentó a su lado con lentitud. Estaban en una zona arenosa, sembrada de macizos de retama y de arbustos diminutos. Los soldados de la batería arrojaban en ella las basuras y las latas, y oleadas de moscas tornasoladas y perezosas paseaban su zumbido entre aquellos despojos, como si debieran su nacimiento a la corrupción del aire, al olor dulzón de las basuras o a la presencia obsesionante del sol. En la arena, un bote abandonado exhibía su vientre escamoso y Escuro, como el caparazón de algún molusco. Unas gaviotas indolentes remolineaban en lo alto.

A sus preguntas, el niño respondió con una detallada exposición de sus proyectos. El anticuado receptor de la tía Águeda le informaba de la marcha cotidiana de la guerra y le había infundido el deseo de participar en la lucha. Todas las noches escuchaba la radio de Madrid y la de Sevilla: los combates, según los locutores, eran difíciles y arduos, había miles y miles de muertos y cada vez se hacía sentir más la falta de soldados. En Extremadura, los nacionales habían cogido prisioneros de dieciséis años y, si aquello se prolongaba todavía algún tiempo, acabarían por reclutar a los chicos de quince, luego a los de catorce y a los de trece, y él podría pasar muy bien por un chico de trece. Filomena, la sirvienta, aseguraba que, según como, aparentaba catorce. Durante unos días había puesto en práctica un régimen alemán, ilustrado con abundantes fotografías, para desarrollar el perímetro torácico y aumentar la estatura en veinte centímetros. Pero, la verdad, los resultados eran muy lentos y, como no se apreciaban a simple vista, terminó por cansarse. Sin embargo, sus esperanzas de tomar parte en la lucha no se habían desvanecido. Estaba harto de permanecer allí, en El Paraíso, sin hacer nada práctico; en aquella zona no había nunca guerra y, por lo tanto, resultaba imposible manifestarse. En cambio, en Belchite se luchaba de verdad. Había fosos, trincheras, alambradas, cráteres de obuses, y hacían falta soldados. Sabía que los niños de su edad eran difícilmente admitidos en el ejército, pero era preciso compensar este defecto con una preparación superior.

En la buhardilla de su casa había descubierto una gramática francesa, sin tapas, que perteneció a doña Estanislaa en sus buenos tiempos, y cuyo estudio inició concienzudamente. Saber idiomas en una guerra como aquella era algo muy útil, y presentarse dominando el francés constituía la garantía más sólida de su admisión. Los dos ejércitos contaban en sus filas con soldados extranjeros y él podría ir de un lado a otro haciendo de intérprete y disparando en los casos de apuro, vestido como indicaba el reglamento de Enlace y Telecomunicaciones (cuyo ejemplar en rústica había adquirido en la librería del pueblo): con su uniforme azul de campaña, las iniciales del Cuerpo y un pequeño casco de acero, especial contra las balas.

En último caso, podía ser empleado como espía. Nadie sospecharía de un niño de doce años, y el general podría tomarle de asistente. Entonces, durante la noche, Abel robaría los planos y los cosería al forro de su chaqueta. Al llegar al otro lado, le darían una medalla de guerra y su nombre, con la historia de su hazaña, saldría en los periódicos. Había escrito una carta al Gobernador Militar de Cataluña y le mostró el borrador a Elósegui. Pergeñada en tinta verde, en una hoja del cuaderno de deberes, decía así:

Mi querido general:

Acabo de enterarme por la radio de lo necesitados que andan ustedes de soldados y he creído oportuno decirle que yo podría serlo, aunque sólo tengo catorce años, pero sé francés y esgrima y he seguido un curso técnico de enlace.

Sin más que decirle, y en espera de su atenta respuesta, se despide de usted s. m. a.

Abel Sorzano

—La envié hace tres días —dijo cuando Martín la hubo leído—. Es decir, dos días, pero como puse sello urgente, tal vez mañana mismo tenga la respuesta. Por si acaso, he preparado un hatillo con algo de ropa y he escrito una carta para mi tía abuela, explicándole por qué me marcho. Lucero, el perro, también irá conmigo, aunque no haya hablado con el general al respecto. Realmente, es el animal más inteligente que conozco y, bien enseñado, puede ser un magnífico perro policía. Lucero, al oír su nombre, abrió los ojos, que tenía entornados, y batió débilmente la cola.

—¿Lo ve? —exclamó Abel—. Es más listo que muchas personas y si se le habla, no pierde detalle. Lucero —dijo—, salta. —El perro se incorporó vacilante—. Salta —ordenó—, te digo que saltes. —Lucero hizo una cabriola y permaneció erguido frente a él moviendo el rabo—. Ladra —dijo Abel—. Ladra. —El perro ladró—. Está bien. Siéntate, ahora.

Luego, en pocas palabras, le puso al corriente de su proyecto: en cuanto recibiera la respuesta del general, Martín debía informarle en seguida, de forma que tuviese tiempo de tomar el autobús en el pueblo. Una vez allí, en posesión de la carta, podría dormir tranquilo. Era el mejor salvoconducto en época de guerra y los soldados, al leerla, se cuadrarían y le harían el saludo militar reglamentario.

El sol estaba a punto de hundirse en la escollera y un asomo de brisa aligeraba el cálido bochorno de la tarde. Se olía fuertemente a brea, a podrido y a mar. Uno al lado de otro, como dos viejos amigos, subieron por la rambla, bordeando el cañizal. Lucero iba delante, se volvía para mirarlos, los aguardaba y volvía a avanzar. Al llegar a las ruinas del viejo molino, Martín regresó a la batería, volviendo a desandar lo caminado, y Abel continuó rambla arriba.

A partir de aquella tarde, continuaron viéndose con mucha frecuencia. Abel había elegido al soldado por amigo y le hacía partícipe de sus planes. La radio hablaba de bombardeos, de ciudades en llamas y de luchas cuerpo a cuerpo. Cada uno de los bandos pretendía que la guerra iba a durar sólo unos meses y Abel temía que sus proyectos no llegaran a realizarse. Se imaginaba grumete, subido a lo alto de un buque de guerra; pilotando un avión en una calada difícil; oficial en el ejército de tierra.

La respuesta del general se hacía esperar mucho y el niño sufrió un rudo desengaño. Desde entonces, sus esfuerzos se orientaron hacia el lado nacional, entre cuyas filas había muerto su padre, y al que decidió ofrecerse de espía. Sus cartas, cada vez más extensas, a medida que perdía su fe en ellas, las sometía a su censura antes de enviarlas.

Eran los comienzos del otoño, la época en que se había hecho patente el embarazo de la muchacha, y Elósegui permanecía aletargado, como muerto. Con la mirada ausente, seguía las pláticas inacabables del pequeño y se dejaba adormecer por sus palabras, que se colaban en sus oídos a hurtadillas y sin dejar ninguna huella.

Un día, sintiéndose aislado, más triste y perdido que un náufrago en pleno océano, Abel redactó un mensaje con su nombre y señas, y lo confió a una botella convenientemente taponada, que arrojó al mar desde un saliente de la costa. Elósegui estaba a su lado y presenció la operación sin decir nada. Desde las rocas la vieron alejarse muy erguida, impulsada por la brisa, que la arrastraba más adentro, hasta perderse en lontananza.

«Tal vez —pensó Martín ahora— continúe flotando aún. Y a través de los estrechos, las islas y los buques, solicite la ayuda de los hombres, con su solo, angustioso y jamás escuchado mensaje.»

La última vez que vio al niño fue el día veintiocho, la tarde misma en que se divulgó por el pueblo la noticia de la entrada de las tropas nacionales en Barcelona y la huida hacia el norte del Gobierno fantasma.

Elósegui había permanecido dos semanas en Gerona como asistente del capitán Rivera y, al llegar a la escuela, el profesor Quintana le había comunicado de sopetón la muerte de Dora en el bombardeo, así como la desaparición de Pablo Márquez.

Un mazazo en el cráneo no le habría causado mayor efecto. El profesor estaba sentado frente a él, y aunque Martín le veía mover los labios no percibía ninguna palabra, sino un prolongado y monótono zu-zu-zu, lo mismo que si le hubiesen sumergido en una campana de vidrio y se hubiese vuelto repentinamente sordo.

La habitación giraba alrededor de él. A duras penas distinguía la taza de café desportillada que Quintana acababa de servirle. Como obedeciendo a una intención distinta, la mano que empuñaba la cucharilla daba vueltas y más vueltas, atrapada en el círculo de su nada, más torpe e inútil que un pez de colores en la esfera de cristal de su propia impotencia.

Poco a poco, los objetos dejaron de oscilar y volvieron a su lugar acostumbrado, en el techo, en las paredes, en el suelo. Luego oyó el puntuar de la gota que caía del grifo mal cerrado y la voz del profesor, que verosímilmente había seguido hablando:

—… anteayer por la tarde, con todos los niños de la escuela.

—¿Decía usted?

Había tenido que dominar el loco impulso de correr al cuarto de Dora y abrir, como hizo luego, los armarios vacíos y los cajones desiertos, inclinarse sobre su lecho y olfatear como un perro para convencerse de que el profesor no le engañaba.

Muerta. También la escuela estaba vacía y como muerta. Se oía tan sólo el monótono golpear del agua en el fregadero y el chillido siniestro y lejano de un ave.

—¿Y los niños? —preguntó—. ¿Dónde están los niños?

Quintana se encogió de hombros con indiferencia: el rostro se le había poblado de arrugas tortuosas y las pupilas giraban como dormidas en la estrecha hendidura de sus párpados.

—¡Ah, los niños! —dijo—. ¿Cree usted que en este momento sé dónde están? Hace tiempo que son los amos del colegio, Elósegui, y ni yo ni nadie podría dominarlos, desenfrenados como andan. Desde la muerte de Dora han perdido toda la vergüenza y se dedican a correr por ahí, como bandidos, ingeniando Dios sabe qué maldades. Se desayunan, almuerzan y cenan cuando les da la real gana y si alguno no viene a dormir, no hay nadie que pueda controlarle. A esto le llaman una escuela y para esto me enviaron a mí… Para formarlos… —Al reír, la fina red de sus arrugas, que se enmarañaba en torno a los párpados, parecía cobrar vida independientemente: le palpitaba—. ¿Sabe usted que me han perdido todo el respeto? Créame, soy menos que un criado para ellos. Me llaman viejo chocho y se ríen en mis narices de todo cuanto hago. El otro día, uno de los pequeños me amenazó con una caña. ¡Oh!, ya sé que usted dirá que eso no puede continuar así, pero ¿qué quiere usted que haga? Soy viejo, tengo setenta años y he bregado mucho a lo largo de mi vida para ignorar que la situación no tiene remedio. Compréndalo, Elósegui. Hace más de tres años que se han acostumbrado a oír estadísticas de muertos, de asesinatos, de casas destruidas y ciudades bombardeadas. La metralla y las balas han sido sus juguetes. Aquí, en la escuela, han creado un verdadero reino de terror, con sus jefes, lugartenientes, espías y soplones. Ya sé que es difícil creerme viéndoles la cara infantil y las mejillas aún sin bozo. Pero es la pura verdad. Sé perfectamente que tienen un código para castigar los «delitos» y un sistema coactivo para obtener la obediencia. Durante la noche, el dormitorio se convierte en una guarida de serpientes y leopardos, en una verdadera celda de tortura. A veces he descubierto a algunos de los pequeños con las uñas quemadas y el brazo cosido a alfilerazos, pero por mucho que haya interrogado jamás he obtenido informe alguno. Incluso los más dóciles y buenos evitan mostrarse amables conmigo por temor de despertar las iras de los otros. Pedro, el vigilante, quiso averiguar el significado de sus tatuajes: los dragones, centauros, martillos y flechas grabados en los brazos, según un escalafón riguroso. Aquella misma noche, mientras hacía una ronda por el jardín, estuvo a punto de recibir un golpe en la cabeza. Cuando subió al dormitorio, los niños estaban dormidos y no hubo forma de despertarlos: fingían soñar en voz alta y roncaban abrazados a las almohadas y a las sábanas, sonrientes como arcángeles. En cuanto a su educación, Elósegui, será mejor que no le hable. Esas criaturas han perdido totalmente el sentido del decoro y se entienden entre ellos por medio del lenguaje más abyecto. Sus únicos pasatiempos parecen ser los naipes y el juego de navajas. Ayer, sin ir más lejos, se presentó en mi dormitorio un pequeño para que le desinfectase una herida de cuchillo en la cadera, de más de dos centímetros de hondo. No hubo forma de hacerle confesar. Cada vez que le preguntaba se entretenía respondiendo de un modo distinto, sin preocuparse de ocultar el embuste. Le curé y se fue sin darme las gracias. Sería para ellos una debilidad inconfesable mostrarse agradecidos. Los viejos, a cerrar el pico y a trabajar. Puede maltratárseles un poco, siempre que no mueran. —Se detuvo un momento para sorber el café, que se enfriaba—. ¡Oh!, no crea que facilitan las cosas; en absoluto. Les agrada romper y destrozar, orinarse en los pasillos; en fin, hacer cuanto les pasa por la cabeza. Y desde la muerte de Dora se aplican a hacer el mal a conciencia. Han olfateado algo insólito en el ambiente y han perdido los últimos residuos de temor. Hemos recibido quejas de algunos automovilistas apedreados, pero no podemos poner remedio. Continuamos aquí, dándoles de comer, porque tenemos la obligación de hacerlo; pero, tal como están las cosas, no veo ninguna salida a todo esto. Intentar una gestión cerca de las autoridades es, a estas alturas, un proyecto bien intencionado, pero utópico. Por esta razón, en tanto no recibamos orden alguna o lleguen los nacionales, no tenemos otro recurso que aguantar lo que venga, sea lo que sea. —Acabó de beber el café y dijo—: Créame, Elósegui, su amiga hizo muy bien en abandonarnos… Martín abandonó la escuela tambaleándose. En el jardín, como en la casa, la calma era completa. El silencio anormal de la tarde estaba puntuado por el hipar de los sapos. Como un autómata, se dirigió al lugar donde había estacionado el camión y puso el motor en marcha.

Los párpados le pesaban a causa de algo más fuerte que el sueño y sentía un extraño amargor en la boca. La noticia le había dejado inerte, hueco. Pensaba en Dora, de cuyo fantasma acababa de convertirse en castillo, y apenas lograba coordinar el hilo de sus ideas.

—¡Eh!… Vigile…

Había estado a punto de atropellar a un carro después de una curva muy cerrada y prosiguió la ruta polvorienta a través de una doble hilera de árboles que, con respeto, y, como si participasen de su duelo, se apartaban, veloces, a su paso.

Fue entonces cuando vio a Abel. El niño caminaba a lo largo de la carretera en dirección a su casa y, al oír la bocina, se volvió para mirar. Martín detuvo el camión y abrió la portezuela.

—¡Oh!, ¿es usted?

El niño le había contemplado como si se tratara de un fantasma, sin dar apenas crédito.

—¿Desde cuándo…?

Estaba más pálido y demacrado que nunca y subió al camión sin decir una palabra. Cuando reanudó la marcha, tampoco le preguntó adónde iba. Durante el trayecto había guardado silencio y se contentó con mirarle a través del espejuelo.

El cementerio estaba en la cima de una colina ondulada, en las afueras del pueblo. Pocos metros antes de su entrada, en un estanque circular donde flotaban algas verdes, se oía el monótono croar de las ranas. La puerta de hierro estaba cerrada, pero Martín escaló sobre los barrotes cuidando de no herirse con las puntas y ayudó a encaramarse al niño.

Se acercaba la hora del crepúsculo y un aire azulino resaltaba con nitidez los senderos bordeados de adelfas y tuyas, la espada desenvainada de los cipreses, los parterres repletos de hierbajos, rosales silvestres y zarzas.

—Por aquí —murmuró Abel.

Se habían puesto de acuerdo sin decir una sola palabra y caminaba delante de él, tratando de orientarse por las inscripciones de las tumbas.

Cercado por un muro de más de cinco metros, el paisaje se reducía a un cuadrado de cielo azul pálido, pincelado de nubes transparentes, como de gasa. El sol, aunque ausente de los límites del recinto, anunciaba su presencia por medio de una luz indefinible y tamizada que bañaba las flores, las tumbas y los senderos. Mientras caminaba, Elósegui no había apartado los ojos del suelo; el terreno estaba sembrado de huesos bruñidos por el sol y la intemperie, que parecían haber brotado por sí solos de las tumbas.

El recuerdo de las familias había adornado los panteones y las fosas con imágenes, dedicatorias, oraciones, fotografías, versos, coronas y ramos de flores. La sepultura de Dora estaba en el rincón más pobre: una modesta placa de metal con su nombre y sus fechas señalaba el lugar de la tierra reciente, desnuda de flores.

—Si lo hubiese sabido… —sollozó Elósegui. Pero no pudo continuar.

Permaneció allí hasta que el aire se fue espesando como el agua, y el agua se fue tornando oscura y densa, como si, desde la costa, hubieran descendido hasta las profundidades abismales.

Al salir tomó la mano de Abel y la oprimió con la suya. El muchacho estaba pálido como la cera y cuando el soldado se volvió para mirarle, inclinó, sumiso, la cabeza.

—¿Y Pablo? —preguntó.

No obtuvo respuesta.

—Sí, fue la última vez que hablé con él. Es decir, no. Hace dos días, mientras conducía el camión por el valle, me acompañó hasta el cruce. Iba con los otros chiquillos y me pareció que estaba enfermo. Luego no recuerdo más. Los niños le acompañaban, mi alférez. No, no advertí nada extraño. Tampoco tengo idea de dónde pueda estar Quintana…

La luz espejeaba sobre el vidrio de la mesa y le cegaba con sus rayos diamantinos, afilados como carámbanos. Por un momento Elósegui creyó que todo se disolvía en la blancura, y estuvo a punto de perder el equilibrio. Las preguntas brotaban en forma de impactos y era preciso continuar con los ojos abiertos. No sabía cuánto tiempo llevaba allí: el alférez interrogándole y él respondiendo a sus preguntas. Le veía mover los labios, pero a duras penas lograba comprender.

—Puede usted retirarse.

Pensaba en Dora, en Abel. Se daba cuenta de que los dos habían muerto y se sentía incapaz de reaccionar. Si lo hubiera sabido…

—Le he dicho que puede usted retirarse.

Elósegui hizo un esfuerzo para comprender. Tenía los ojos ciegos detrás de una cortina de sal.

—¿No me oye usted?

—La puerta —logró balbucear.

Avanzaba a tientas y asió la manija de un modo mecánico. Luego se hundió en la penumbra refrescante del pasillo, escoltado por el asistente, que, con la bayoneta calada, se mantenía, conforme el Reglamento, a metro y medio escaso de distancia.