CAPÍTULO TERCERO
En la encrucijada de caminos, el sargento los había fragmentado en dos escuadras: una parte del pelotón, mandada por el cabo siguió el sendero izquierdo, conforme había indicado Elósegui, y la otra, con el sargento al frente, tomó la trayectoria del atajo. Antes de separarse, acordaron un encuentro en la vaguada al cabo de una hora y, cada uno por su lado, bajaron la ladera del barranco bajo la sombra copuda de los árboles.
El grupo de Santos caminaba en fila india con el fusil al hombro. El atajo por el que marchaban estaba obstruido de verdasca y su extremo se perdía en un lienzo de espesura. A medida que descendían por la vertiente, el sendero se hacía más y más abrupto y una vegetación de encinas y tamujos sustituía a los alcornoques descorchados.
La calma estaba entretejida de multitud de sonidos. En la encrucijada, Santos había creído oír un lejano repique de campanas en dirección a la aldea. «Son nuestras tropas, que acaban de ocuparla», pensó; pero el alegre sonar de los badajos, lo mismo que el tableteo de las descargas, se había reabsorbido poco a poco en la tranquila languidez del mediodía.
La guerra le había enseñado el significado de los silencios: los había acechantes, tensos, como los que precedían al estallar de las granadas; otros, hechos de espera, jalonados de mil pausas y rumores; algunos, en fin, apaciguantes, reparadores como el sueño. Y éste era de los que no le gustaban.
Imaginaba multitud de seres pequeños apostados en la espesura, entre la hiedra, el musgo, el jaramago y los helechos: culebras de rostro atento, ovilladas sobre sí mismas; lagartijas de caucho con ojillos de mosca; liebres temerosas, asomando el hocico desde sus madrigueras; ardillas vivaces con rabos en plumero. Sentía asimismo, molesta como una idea fija, la presencia de todo un mundo de animalejos y larvas que, inmóviles en el silencio, se habían puesto a vivir: hormigas, grillos, cigarras, cucarachas, insectos hostiles en actitud de plegaria, agazapados en sus escondrijos, observándolos.
En la torrentera, una maraña de zarzas impedía escalar la vertiente opuesta. Santos inspeccionó los alrededores y descubrió la continuación del camino cincuenta metros más abajo. Estaba orillado de castaños que cubrían el suelo de cáscaras-erizo. Guardando el mismo orden que al comienzo, treparon a lo alto del collado. Allí, sobre las copas de los árboles, se divisaba una gran porción del valle, pero no descubrieron ningún rastro de los niños.
Al otro lado del cerro comenzaba un panorama de viñedos, asentados en colinas redondas como senos. Luego, a través de alcores ondulantes, los alcornocales y pinedas se extendían kilómetros y kilómetros hasta alcanzar el campanario y los tejados de la aldea, como un manto de color verde oscuro. Desalentado, el sargento se volvió hacia sus hombres y, con un gesto mudo de los labios, dio la señal del regreso.
En un recodo del camino, medio oculta entre una muralla de avellanos, había una fuente en forma de pozo y la escuadra de soldados se detuvo a descansar. Santos se había remangado la camisa y se arrodilló para beber. El lugar era fresco y umbroso, y el agua espejaba su rostro con claridad: la piel llena de arrugas, el bigote mal cortado, los ojos brillantes, de felino. Después al hundir las manos, se deshizo en mil fragmentos, como una visión de borracho.
Desde la fuente se divisaba el lecho arenoso de la rambla, dormido bajo el sol. Unos bancales escalonados bordeaban las laderas donde, en primavera, debían brotar las cañas. Entre ellos se alzaba, en estado ruinoso, lo que muchos años antes debía de haber sido un molino de harina y, al posar los ojos en él, descubrió, de pronto, el movimiento de algunos seres vivos.
Se había dejado en la escuela los prismáticos de campaña, pero la distancia permitía establecer con seguridad la presencia de cinco o seis muchachos en torno al molino. Uno de ellos llevaba una guerrera o jersey rojo, que permitía localizarlo con facilidad. A los otros lograba únicamente divisarlos mediante gran esfuerzo; parecían bullir por los bancales como insectos atareados y obedecían las órdenes del muchacho vestido de rojo.
—¡Eh, mirad!
Los soldados habían seguido la dirección de su brazo y contemplaban el valle haciéndose pantalla con los dedos. Uno, dos, tres… Los chiquillos sobrepasaban la media docena. El sargento calculó la distancia a vuelo de pájaro y emitió su dictamen.
—Ochocientos metros. Tal vez más.
El declive era muy pronunciado y bajaron a gran velocidad. Santos sujetaba firmemente la correa del fusil para evitar los golpes de la culata en la cadera. Los hombres de su grupo marchaban detrás, en fila, siguiendo la dirección que trazaba.
El torrente estaba encharcado en parte, y sus botas se hundían en el limo. El chap-chap monótono del agua les había creado la ilusión de algún desfile y, mecánicamente, acoplaron sus pisadas los unos a los otros. Su respiración se había vuelto ansiosa, pero ellos continuaban avanzando, obedientes al ritmo del chapaleo. Sobre sus cabezas, los pájaros volaban como flechas y aturdían el valle con sus gritos.
Cuando llegaron a la rambla, el sol acababa de ocultarse tras un racimo de nubes y un golpe de aire levantó una tolvanera de color anaranjado. Los soldados avanzaron cubriéndose los ojos; sus pies, siempre al unísono, chapoteaban en el fango y, al ascender por la vertiente, aminoraron poco a poco su carrera.
El eco diluía por el valle el zumbido monótono de los camiones y el estallido lejano de alguna granada. Por lo demás, el paisaje continuaba dormido, como muerto. Las nubes que corrían por el cielo lo salpicaban de sombras veloces que se adaptaban a la configuración ondulada de la tierra. Tan sólo una columna de humo, que crecía en mitad de la ladera, ponía una nota sombría y amenazante.
En uno de los bancales, el molino había aparecido frente a ellos, pero tuvieron que escalar otro talud antes de averiguar lo sucedido; de la chimenea se elevaba un penacho de humo negruzco y unas llamas delgadas lamían las maderas desprendidas de la puerta. Después de haberle pegado fuego, los chiquillos se habían esfumado. En la haza no se advertía ninguna señal de su presencia.
Los soldados se detuvieron a medio centenar de pasos del molino; luego, corrieron hacia él. Santos había llegado el primero y cargó contra la puerta: estaba cerrada, pero cedió sin dificultad. El interior resultaba invisible a causa del humo y sus ojos se inundaron de lágrimas. Un impulso oscuro, que no comprendía, pero al que se veía forzado a obedecer, le lanzaba, sonámbulo, adelante.
—¡Eh, mi sargento!
El humo le había envuelto en un ropaje prieto y denso y le hizo perder la noción de donde estaba. Avanzó a tientas, buscando las paredes con las manos. El foco principal del incendio venía del rincón opuesto y se esforzó en mantenerse a distancia. Quería hablar, preguntar si había alguien, pero el humo le impedía abrir la boca. Ciego, amordazado, tanteaba la superficie irregular de la pared, mientras sus hombres le llamaban desde la puerta y discutían la posibilidad de aventurarse. Cuando su mano palpó un objeto blando —ese contacto del cuerpo humano a cuya búsqueda se había lanzado ciegamente— estuvo a punto de llorar de alegría. Había alguien desvanecido por el humo, encima de la muela del molino. Pero, fuese o no Emilio —lo descubría ahora lleno de asombro—, el hecho revestía la misma importancia. Era un hombre, y eso bastaba. La guerra, que había segado tantas vidas, le permitía rescatar una cuando se hallaba completamente desahuciada.
«Gracias, Dios mío, gracias.»
Había logrado enderezar el cuerpo y, al intentar asirle de los brazos, descubrió que estaba atado. Durante unos momentos trató de aflojar el nudo. Imposible. Los chiquillos habían hecho bien las cosas. Mientras forcejeaba, el cuerpo había resbalado otra vez sobre la muela y tuvo que agacharse para alzarlo por los hombros.
Lo consiguió con dificultad, a causa de la posición ladeada de las piernas y, agotado por el esfuerzo, se apoyó contra la piedra volandera. Los pulmones le pesaban como si los hubiese llenado de arena y su boca se abría a pesar de él. El humo que engullía le irritaba la garganta y volvía más y más confusas sus pobres ideas.
Salir: a la luz, al aire. Un tenaz apego a la vida (a la suya, a la del otro hombre) le hacía mantenerse de pie y acarrear el cuerpo inanimado a través de un aire denso de humo (fuera, el viento debía de estremecer las hojas de los árboles). Le separaban escasos metros de la puerta, pero se sentía incapaz de recorrerlos de un tirón. Paso a paso, bordeando la muela con las rodillas, condujo el cuerpo del hombre hacia la puerta presentida por los gritos.
Había creído desvanecerse a cada paso que daba y continuaba erguido de puro milagro: con los brazos tensos y la mente en blanco. Luego tropezó con alguien y unas manos le asieron por los hombros y lo arrastraron hacia fuera. Era el aire, la vida, y se abandonó muellemente a su caricia.
Mientras Santos forzaba la puerta del molino, el soldado García descubrió la cabeza rapada de un chiquillo tras los helechos. El niño desapareció como pulsado por un muelle, pero el soldado había tenido tiempo de situar con precisión el lugar en que se hallaba.
—¡Eh, tú, pequeño! —gritó.
Había partido en su busca a toda velocidad pero, aunque llegó al punto extremo de la haza, no le descubrió por ningún sitio.
El paisaje que se divisaba desde aquellos arbustos era despejado y liso; los campos ondulaban en torno al lecho arenoso de la rambla y una hilera de álamos desnudos parodiaba, a lo lejos, el tendido de un cable eléctrico.
El soldado García afianzó sus piernas en el suelo y se rascó la coronilla confuso; el niño había desaparecido como por ensalmo en un plazo de tiempo inverosímilmente corto. Si su cálculo no fallaba, había más de doscientos metros de distancia hasta el primer conato de bosque. Creyó que los sentidos le habían jugado una mala pasada. La cara del chiquillo estaba tiznada de pintura y unas gafas protectoras de campaña le cubrían las cuencas de los ojos.
Se disponía a regresar junto a sus compañeros, cuando el tallo segado de una flor silvestre le hizo observar la existencia de un corte en la masa arcillosa que se extendía a su izquierda. Al avanzar un par de pasos, descubrió una quebrada, honda de tres metros, encajonada entre la doble escalera de bancales. Un camino de herradura bajaba desde lo alto de los cerros hasta el lecho de la rambla y era indudable que el niño se había escabullido por allí, a cubierto de todas las miradas.
García vaciló unos segundos antes de lanzarse cuesta abajo. El pequeño había dejado las huellas de sus pasos en el talud, y el soldado advirtió que se orientaban en dirección a la vaguada. Encerrado entre dos muros arcillosos, el eco se diluía a lo largo del camino y delataba su presencia al fugitivo. También García percibía como el sonido de unos pasos y corría tras ellos sin preocuparse.
El sendero estaba lleno de recovecos y, hasta después de un minuto, no pudo distinguir al perseguido. El niño vestía un jersey verde remangado y unos pantalones llenos de remiendos, y se esforzaba en mantener la distancia que le separaba de García. Al llegar a la rambla había torcido a la izquierda, pero allí la configuración del terreno no le favorecía; la vegetación era sencilla, escueta; las cañas no habían brotado todavía y resultaba difícil ocultarse.
El soldado se había propuesto reducirle por la fuerza y no se preocupaba por alcanzarle. El macuto estorbaba el movimiento de los brazos y lo arrojó a la primera oportunidad. Corría a paso gimnástico y comprobó que, sin esforzarse, acortaba la distancia.
Desde la rambla, cara al norte, se dominaba todo el valle. En uno de los extremos, el edificio de la escuela se presentía apenas, medio oculto en el bosque de alcornoques. A la izquierda se alzaba la mole cuadrada de El Paraíso, escoltada por una doble hilera de cipreses.
Cuando el niño trepó por la ladera, García comprendió que había ganado la partida. La pendiente era pronunciada y el fugitivo la escalaba con esfuerzo. Las gafas debían de serle un estorbo, pues se volvió para arrojárselas, procurando darle en la cara.
El sendero llevaba hacia el bosque de alcornoques cercano a la escuela, donde tal vez confiaba encontrar algún amigo o camuflarse a sus miradas; pero el trecho que le faltaba por recorrer no era inferior a trescientos metros y confiaba atraparle sin necesidad de apresurarse.
La distancia se acortaba de modo visible y el niño volvía la cabeza a cada paso. También él se volvía de vez en cuando, ahora que, al ascender, mejoraba la perspectiva, y contempló el progreso de las llamas sobre el molino envuelto en humo. Ignoraba lo que sus compañeros estarían haciendo y se preguntó si, al capturar al chiquillo, debería volver con ellos.
—¡Eh, chaval! —gritó—. Es inútil que te canses corriendo de este modo. Quieras o no quieras, te atraparé antes del bosque.
Atravesaba una haza poblada de cantahuesos y el niño cogió un enorme pedrusco. Se volvió hacia García, jadeante, y le ordenó:
—Quédese usted donde está, o le aplasto la cara.
El soldado se detuvo, fascinado por el atuendo siniestro del chiquillo. Tenía el cabello rapado al cero y un tatuaje de espadas y dragones cubría toda su frente. El resto de la cara estaba tiznada de pintura naranja. Los ojos, desprovistos del escudo de sus gafas, parecían por contraste asustados y blancos.
—Retroceda.
Boqueaba como un pez fuera del agua y su cuerpo temblaba de miedo. García hizo ademán de obedecer, pero se lanzó bruscamente a su encuentro, cubriéndose el rostro con el brazo.
El pedrusco pasó a escasos centímetros de la sien y, por un momento, creyó que le había segado la oreja. Aturdido por el dolor, no supo evitar la zancadilla del niño y cayó al suelo con él. García le sujetó por las muñecas y se sentó sobre su estómago. El chiquillo aullaba, se debatía e intentó morderle una mano. El soldado le abofeteó con fuerza a uno y otro lado de la cara, hasta que cesó de dar patadas. Entonces lo dejó desahogarse en un mar de lágrimas y, con sumo cuidado, se palpó el lóbulo de la oreja. La piedra había rozado el pabellón auditivo con alguno de sus cantos y unas gotas de sangre espesa manchaban el cuello de su camisa color caqui. El corazón le latía con violencia y aguardó unos segundos a que se sosegara.
Al otro lado del valle, el molino ardía envuelto en llamas y una columna de humo se elevaba en la atmósfera densa y apacible. García distinguía confusamente el movimiento de sus compañeros, irreconocibles a causa de la distancia, y, antes de incorporarse, reflexionó en las posibilidades que se le ofrecían. Regresar al molino equivalía a dar un rodeo grandísimo, con la consiguiente pérdida de tiempo. En cambio, el trayecto hasta la escuela era muy breve y brindaba la ocasión de hacer méritos delante del oficial. Optó por lo segundo y se puso de pie.
—Vamos, en marcha.
El niño se incorporó a regañadientes, pero admitió sin protestar que García le sujetara el brazo.
—Y nada de tonterías, ahora. Si intentas escabullirte, lo único que vas a conseguir es una buena tanda de azotes, de modo que adelante y a callar.
El camino serpenteaba a través del bosque y lo siguieron en silencio. Mientras andaban, el soldado se entretuvo en observar los tatuajes misteriosos del chiquillo: un dragón, dibujado en tinta roja, devoraba entre sus fauces una extraña criatura de color verde. Al pie, entre las cejas, había dos espadas entrecruzadas.
El niño caminaba dócilmente y, de vez en cuando, volvía la cabeza hacia atrás y hacia los lados.
—No, no nos sigue nadie —dijo García—. Tus compañeros te han olvidado y, a estas horas, los habrá pillado el sargento.
El chiquillo se volvió para mirarle. Sus pupilas, redondas y metálicas, se clavaron en él con infinito desprecio.
—¡Narices! —dijo—. Están mejor armados que ustedes y tendrán que chincharse si quieren atraparles… Hablaba con acento duro, de hombre formado, y García experimentó ligero sobresalto.
—A callar —ordenó.
Sentía deseos de endilgarle una plática, pero no supo qué decir. Se acordó, de pronto, de uno de los artículos del Reglamento: «El cabo, como jefe más inmediato del soldado…»; pero no, sería ridículo recitarlo. Además, tampoco estaba seguro de saberlo al pie de la letra. Adoptó un tono conciliador.
—¿Qué edad tienes?
El niño se alzó ligeramente de hombros.
—¿Puedes decirme, al menos, qué valor tienen esos dibujitos que llevas en la frente?
—El mismo que las estrellitas que llevan en la gorra sus capitanes.
García no se atrevió a preguntar más. Entreveía vagamente que el niño le estaba tomando el pelo y la sola sospecha de que así fuese despertó su indignación.
—Está bien. Si quieres guerra, guerra tendrás.
Acentuó la presión de los dedos en su antebrazo y el niño hizo un gesto de dolor.
—¡Sucio, cochino, canalla, hijo de puerca! —gritó. García no le hizo caso. Continuó apretando hasta que los ojos del chiquillo se llenaron de lágrimas.
—Déjeme. Me hace usted daño.
Su semblante era verdaderamente lamentable y el soldado sintió piedad. Su mano aflojó la presión de modo gradual y se posó amigablemente en su hombro.
—Quíteme usted las manos de encima, marica —chilló el niño con inesperada violencia—. ¡Marica, más que marica!
Herido en lo más noble de sus sentimientos, García le propinó una bofetada.
—Toma, deslenguado, para que aprendas…
El niño quiso escupirle en la cara y se revolvió lleno de odio.
—¡Marica, marica!
El tono de su voz tenía la virtud de enfurecerle. García quiso taparle la boca con la mano y el chiquillo le mordió con ferocidad.
—Déjame, diablo.
Le golpeó con el puño hasta que rodó por tierra y, aún de bruces, con el rostro cubierto de barro y de pintura, se volvía obstinadamente hacia él, sin dejar de repetir el insulto.
El soldado hundió las manos en los bolsillos sin saber qué hacer. Se acordó de sí mismo, niño aún, cuando su padre le amenazaba con horribles castigos si pronunciaba una palabra malsonante y, al igual que el chiquillo ahora, la repetía, llorando, hasta quedarse ronco.
No, nada lograría hacerle cambiar. Contemplaba al niño con disgusto y, asiéndolo por los hombros, logró ponerle de pie. Lentamente, emprendieron la marcha.
Las mimosas amarillas ponían una nota temblorosa de color en el sendero adormilado. Oían a escasos metros las conversaciones de un grupo de soldados y García experimentó alivio ante la idea de confiarles el chico.
El cabo furriel, que se había separado del grupo para orinar entre los tiestos, los descubrió mientras se abotonaba, y avisó a sus compañeros, haciéndose bocina con la mano.
—¡Eh, fijaos qué prisionero nos trae José García!
Los soldados formaron corro alrededor de los recién llegados y contemplaron curiosamente al chicuelo:
—¡Atiza!
—¿Quién es?
—¿Cómo se llama?
—¿De dónde lo has sacado?
El niño los miraba con ojos feroces y apretó obstinadamente los labios.
—Di, ¿cómo te llamas?
—¿Vienes de algún baile de disfraces?
—¿Qué significan esos dibujitos que llevas en la cara?
García les mostró la señal de sus dientes en la mano.
—Fijaos qué mordisco me ha soltado.
Hubo un coro de risas. El furriel hizo chascar los labios.
—¿Te gusta morder a las personas?
El niño paseó en torno su mirada de desprecio y la clavó, finalmente, en la punta de sus zapatos.
—¿Te has comido la lengua, chaval?
—¿No sabes decir nada?
El niño soltó una coz que alcanzó en la rodilla a uno de los soldados: un muchacho adiposo, con el rostro cubierto de granos, que se llevó las manos a la pierna, aullando de dolor.
—Me ha pegado, me ha pegado…
El tono de su voz levantó una carcajada, pero el niño les contempló con ojos llameantes:
—¡Cochinos, sucios, maricas!
La risa de todos se detuvo en seco.
—¿No os lo dije? —exclamó García—. El chaval es lo que se dice una joya.
El grupo de soldados se anilló en torno al prisionero.
—Nos has insultado.
—Mira que llamarnos maricas…
—Pues sí que tiene gracia.
—Ya le enseñaré yo a…
—Dejadle —ordenó García—. Que se entienda con él el alférez; yo no quiero saber nada.
El soldado que había recibido la coz se frotaba la rodilla con un pañuelo y tomó asiento en el banco de madera con ademán dolorido.
—Estoy seguro de que tengo algo roto —sollozó. García empujó al niño por el hombro, cuidando de no recibir puntapiés y, seguido por todo el grupo, se introdujo en la escuela.
El alférez estaba en la antigua sala de espera, discutiendo la recepción con el brigada y, antes de atravesar el umbral de la puerta, el niño hizo ademán de huir. La emprendió de nuevo a puntapiés con García y los contempló a todos como un animal acorralado.
—Déjenme en paz, déjenme en paz. Aunque me maten, no pienso decir nada.
Extendido en la camilla, había distinguido el cadáver de Abel y recordó, lleno de angustia, las advertencias del Arquero: «Te colgarán… ¡Oh, los niños son quienes más resisten…! A veces se pasan horas y horas bailando… No resulta agradable a la vista, palabra…»
Había retrocedido hasta el rincón y se arrojó al suelo con violencia desesperada, golpeando la alfombra con los puños, aullando y pataleando.
—No he sido yo. Le juro que no he sido yo. Yo no he hecho nada. Déjenme en paz…
Hasta que Fenosa se apiadó de él y ordenó al soldado que se lo llevara.
El señor Quintana dejó su taza de café encima de la mesa. Recién rescatado de las llamas por el sargento, se sentía todavía bastante débil y tropezaba con cierta dificultad en la expresión de sus ideas; pero el malestar y el ahogo que oprimían su pecho cedían de modo gradual.
—Fue entonces —dijo—, al enterarme de que el camión que debía transportarlos había sido requisado, cuando decidí mantenerlos reunidos, aguardando la llegada de su ejército. El vigilante también había huido y yo era el único responsable.
Enarcó las cejas, grises, mientras bebía un nuevo sorbo. Parecía que un pintor se hubiera entretenido en dibujarle patas de gallo; sus ojos flotaban en medio de ellas como huevecillos diminutos, presos en una red de araña.
—La tropa no salió hasta las ocho de la mañana; pero, desde antes de medianoche, los niños se habían adueñado de la escuela. Yo les di orden de reunirse después de la cena y se presentaron en mi despacho en actitud amenazante. Su estado mayor se había provisto, yo no sé cómo, de toda clase de armas… A una señal de su jefe me ataron las manos a la espalda y colocaron a mi lado un centinela.
—¿Qué hora era cuando usted vio por última vez a Emilio? —preguntó Santos.
—Las tres. Quizá las tres y media. Recuerdo que el reloj se me paró a las dos y veinte, y no fue mucho más tarde. Su hijo estaba en el pasillo con otros niños, mientras el centinela me empujaba hasta el despacho donde se celebraba mi juicio.
El sargento bebió un poco de agua. La noticia de que su hijo vivía en la escuela y se encontraba sano y salvo le había dejado atontado, inerte. Le llamaba en voz baja: «Emilio, Emilio», pero, ahora que le sabía en vida, tenía miedo de enfrentarse con él.
Hacía tres años que no lo veía y temía encontrarlo cambiado. La guerra había abierto entre padres e hijos un abismo difícil de colmar. Se necesitaba mucho arrojo y valentía para cruzarlo; para tomar a Emilio entre sus brazos y decirle: «De lo ocurrido, todos somos, en parte, responsables, y hemos de procurar que nadie lo olvide. La paz es algo por lo que se debe luchar a diario, si se quiere ser digno de ella».
Estaba absorto en sus reflexiones personales y apenas oía el relato de Quintana:
—¿Decía usted?
El profesor observaba con ojos vacíos el obstinado intento de una mariposa de colores que quería penetrar en la cocina y se estrellaba contra el vidrio de la ventana.
—Mi juicio —repitió—. Había sido condenado a muerte y uno de ellos leyó mi sentencia en voz alta. Luego me llevaron de nuevo a la buhardilla, amordazado y, cuando los soldados evacuaron el colegio, subieron a buscarme.
Dirigió una mirada de súplica a Santos:
—¡Oh!, ya sé que todo esto es difícil de creer, pero le digo la pura verdad. En el bosque, según pude darme cuenta, había división de pareceres respecto a lo que se podía hacer conmigo: mientras unos querían fusilarme, otros, para evitar las consecuencias, preferían simular un accidente.
—Perdóneme que le interrumpa —dijo Santos—. ¿Estaba Abel Sorzano entre ellos cuando lo llevaron a usted al bosque?
—No lo recuerdo. Al menos, si estaba, no me fijé. Los niños se habían fragmentado en varios grupos y el mío estaba formado tan sólo por unos siete u ocho. Yo oía el tableteo de las ametralladoras y sabía que ustedes estaban al llegar. También ellos deliberaron en voz baja y enviaron un enlace a su estado mayor. Cuando el emisario regresó, llevaba una lata de gasolina y entre todos me arrastraron hacia el molino de trigo. Y allí estaría si usted no me hubiese sacado.
Hubo un momento de silencio durante el cual se hizo perceptible el griterío de los soldados en torno de la casa.
—Entonces, desde la noche usted no volvió a ver a Abel Sorzano.
—No —dijo Quintana—, no volví a verlo.
Había extendido las palmas de las manos encima de las rodillas y preguntó:
—¿Qué tiene que ver el niño con todo esto?
El sargento lo miró con gravedad. En sus ojos había una sombra de tristeza.
—Lo han matado —dijo—, y tal vez Emilio sea el asesino.
Las venas azuladas que estiraban la frente del maestro se hincharon súbitamente.
—¿Muerto?
—Sí. Le dispararon un tiro esta mañana.
Quintana había ocultado su rostro entre las manos y Santos creyó, por un momento, que lloraba.
—Es absurdo —murmuró—, todo es absurdo.
Le parecía conocer al sargento desde hacía muchos años y le contempló apesadumbrado, como a un hermano, como a un amigo íntimo.
—Nadie tiene la culpa. A esos niños que no tienen padre ni madre es como si les hubiesen estafado la infancia. No hay sido nunca verdaderamente niños.
—Mi hijo… —comenzó Santos.
—Tampoco puede usted reprocharle nada. Ha vivido demasiado aprisa para su edad. Las ruinas, los muertos, las balas han sido sus juguetes… Los padres deberán, en adelante, comprender este cambio. Si no… se exponen a perder a sus hijos para siempre.
Habían callado los dos y Quintana murmuró:
—Conozco a la propietaria de El Paraíso. Es la tía de ese chiquillo, e incluso fui a visitarla alguna vez.
—La han avisado ya —dijo el sargento.
—¡Pobre mujer!
Cogió un cigarrillo de encima de la mesa pero, al ir a encenderlo, lo contempló con repugnancia.
—No, creo que no podré soportar el humo nunca más.
El mechero le había resbalado de las manos, no se tomó el trabajo de recogerlo.
—Doña Estanislaa está loca, pero la gente ignora por qué. Yo sé que tuvo dos hijos y que los dos murieron jóvenes.
Las risas de los soldados en el jardín empañaron el silencio que siguió a esas palabras y el maestro golpeó la mesa con el puño.
—Dos, ¿comprende usted? Y ahora el sobrino, por si no fuera bastante.
Doña Estanislaa tomó el violín de juguete que unas horas antes había sustraído del cuatro plazas, y lo colocó en el anaquel del armario, junto a los recuerdos personales de sus hijos.
Los dos eran jóvenes y hermosos: aún inocentes, se los hubiera creído culpables. Cabezas como las suyas requerían un cadalso o un trono. Estaban condenados de antemano y ella no lo sabía. Ignoraba que el precio de la belleza es terrible y el mundo no perdona a los privilegiados. Lo de David se remontaba a una época lejana, en el escenario de una capital de Centroamérica, y aunque habían transcurrido desde entonces más de treinta años, el recuerdo de lo sucedido se mantenía en su memoria de forma imborrable.
Fue durante un viaje que hicieron a Cuba, el año en que vendieron el ingenio, cuando Enrique propuso hacer un crucero: «Podríamos recorrer el Caribe, querida, los meses próximos son los mejores del año y creo que tanto tú como el niño andáis necesitados de reposo. Los Blázquez tienen casa en Balboa y se sentirían felices de poder acompañaros». Así le había hablado él, el hombre con quien estaba casada y que, durante su vida, tanto la había hecho sufrir, y ella no halló en sí misma suficiente resistencia para oponerse a la locura de sus planes. La venta de las tierras del bisabuelo le hizo mucho daño… Todo se perdió de modo absurdo: el ingenio, sin saber cómo, se había escurrido de sus manos. Cuando estampó su firma en la escritura, no pudo menos que llorar. «Vamos, querida —dijo Enrique—, ante esas cosas no queda otro remedio que resignarse.» Pero él, el marido, no daba a los recuerdos ni a las cosas ninguna importancia.
Ella había admirado siempre esa capacidad suya de mantenerse desvinculado de todo, de no permitir que ningún sentimiento le afectara. Trató incluso de imitarle: cerrar los ojos y seguir adelante. No pudo. La empresa era superior a sus fuerzas. Mil veces se había dicho a sí misma: «¿Por qué tengo que ser de ese modo? ¿Por qué he de sufrir tanto?» No sabía qué responder. Una fuerza oscura la impulsaba, sonámbula, adelante. Puesto que era sincera, estaba condenada a ser desgraciada. Loca en un mundo de gente razonable, eterna peregrina, deseaba tan sólo que sus hijos no fuesen así, que heredasen la insensibilidad del padre; la vida, al menos, no los encontraría indefensos. Pues la gente dice que sufre y habla en falso; sólo yo sé lo que es sufrir; de una vez para siempre es preciso que me resigne a no tener apoyo en nadie.
… Se dejó engañar por un rosario de mentiras. Se sentía de tal modo destrozada… David le había tendido sus manitas con ademán de súplica: «Di que sí, mamita, di que sí»; sus lágrimas rompieron el fiel de la balanza. Tenían dinero abundante para emprender el viaje y Enrique sólo pensaba en divertirse y malgastarlo. Ella no se dio cuenta entonces; su confianza era todavía ilimitada y creía de buena fe que, pese a su indolencia, se mantenía fundamentalmente puro. Todo el mundo lo sabía ya. Sus vicios eran del dominio público y únicamente ella vivía en el engaño.
Enrique había hablado incluso de montar algún negocio con el importe de la venta el día que regresaran del viaje: «Algo que sea productivo —dijo—. Por ejemplo, importación de maquinaria». Cometió la ingenuidad de hacerle caso; le hubiera hecho tan feliz que su marido trabajara… Era absurdo que un hombre como él se dedicara a vivir de renta. Ella le hablaba siempre de las empresas de su padre, con la esperanza de estimularle a una vida más activa, pero todo había sido inútil. De haberla escuchado, las cosas hubieran seguido muy distinto rumbo.
Pero ya en aquella época, Enrique pensaba solamente en sus placeres y por nada del mundo hubiera renunciado a aquel viaje. Habían ido juntos a encargar los billetes y, durante el regreso, no pudo ocultar su entusiasmo: «Esto debe ser una nueva luna de miel, querida. Ahora, todo ha de comenzar entre nosotros». (Palabras que ella enlazaría más tarde al recuerdo de sus claudicaciones cotidianas, cuando regresaba, bebido, del casino y le pedía, llorando, que le perdonara.) La última noche que durmieron en La Habana, no pudo separarse de David. Contemplaba su cabeza como si supiese de antemano que faltaba poco tiempo para que el destino la segara, y, por vez primera, se sintió desgajada del marido. El amor que experimentaba hacia el niño no redundaba en beneficio de su padre, sino que la disponía, más bien, al juicio crudo y a los anatemas morales: «También él es de los verdugos —pensó—, y nada de lo que pueda ocurrir, a mí o al niño, le importa absolutamente nada».
Partieron. El buque recorría, indolente, las costas antillanas, con su espalda de gigante tostada por el sol. La Luisiana, México, Centroamérica y, por fin, Panamá. Cuando llegaron a Balboa, era la víspera de Carnaval y la ciudad se engalanaba febrilmente para los bailes y festejos. Habían alquilado un coche de punto y recorrieron la ciudad de parte a parte. Anochecía y los farolillos de colores que emitían destellos de luciérnaga a lo largo de las calles ponían en el ambiente una nota irreal, casi fantástica.
Todo presagiaba la proximidad de la catástrofe. El calor era insoportable en aquella época del año. Las bebidas entraban por la boca y salían por los poros sin lograr calmar la sed. El sol caía a plomo sobre las calles y las plazas: lagartijas borrachas corrían por las aceras de mosaico; los ventiladores zumbaban monótonos en los pasillos del hotel y oleadas de aire cálido acariciaban sus rostros empapados. Sólo la noche, con su brisa fresca, infundía algo de calma. Durante largas horas permanecía acodada en la ventana. Las palmeras del patio, iluminadas desde abajo, eran como explosiones de bengalas, con sus frágiles ramas desplegadas en el cielo en forma de abanico. La mosquitera velaba, como pálido fantasma, el sueño inocente de su hijo y una orquesta nocturna, hecha de parloteos y de gritos, acompañaba el lento transcurrir de las horas, que marcaba el carillón de una iglesia.
Entonces pedía a Dios que protegiese la vida de David, se inclinaba sobre su cama de metal y rozaba su frente con los labios. Todas las noches, siguiendo el ejemplo de su madre, refrescaba sus mejillas con agua de colonia. El niño suspiraba aliviado y en sus labios se dibujaba una sonrisa. A veces, cuando abría los ojos y la veía despierta, velando, la acariciaba con sus manitas. «Duerme, tesoro —le decía entonces—, mamá se queda aquí, a tu lado.» Eran momentos de amor y de ternura que David apreciaba en su valor exacto, dotado como estaba, a aquella edad temprana, de un corazón maduro y noble. Ella sabía que las restantes madres abandonaban a sus hijos para asistir al Carnaval, pero no podía seguir su ejemplo. La idea de que David pudiese llamarla durante el sueño la trastornaba. Cuántas veces, al despertarse de alguna pesadilla, la había buscado implorante: «Gracias, gracias, mamaíta», decía. Sí, trataba de comprender la conducta de las restantes madres y no lo conseguía. «Vamos, querida —argumentaba Enrique—, al niño no va a ocurrirle nada porque salgas conmigo una noche. También la señora Blázquez tiene chiquillos y se las arregla siempre para ir de picos pardos.» Pero ella les decía a él y a todos: «Dejadme ser como soy, os lo ruego. Si me hace feliz velar su sueño, ¿por qué tengo que abandonarle?» Y mientras la ciudad ardía en fiesta y todas las madres bebían y bailaban, permanecía junto al lecho del niño, como un hada benéfica, susurrando a su oído palabras de ternura y confianza. Enrique había perdido, entretanto, su último freno moral. Salía por las noches con grupos sospechosos de amigos y amigas. La abandonaba. Ya en el barco se había hecho patente su afición a la bebida, pero creía que, al menos, era incapaz de faltarla. Su desengaño fue grande cuando supo la verdad; tan pura como era, la suciedad de los otros le resultaba doblemente antipática. Sabía lo que los hombres entendían por amor: llevaba ocho años de casada; pero, a pesar de ello, conservaba la misma inocencia de antes. A menudo sucedía que sus amigas trataban de hacerle confidencias sobre asuntos personales, pero jamás quería oírlas: «Sí, ya sé que todo eso existe —les decía—, pero dejadme creer que hay otros seres para los que nada de esto tiene importancia», y entonces acudían a su mente las palabras de su padre: «Que la vida sólo es apariencia, que el destierro nos separa de los ángeles y a nosotros corresponde el luchar y el elevarse». Tal vez estaba chapada a la antigua, pero prefería creer que los niños venían de París.
Fue una tarde de febrero, después de Candelaria. El marido la había dejado una hora antes, creyendo que dormía, pero no pudo conciliar el sueño. A aquella hora el agobio resultaba insoportable y decidió bajar al vestíbulo para beber algo fresco. El bar del hotel era un establecimiento típico de aquellas latitudes, con los estantes llenos de botellas y los carteles de propaganda escritos en inglés. En la atmósfera pesada y quieta, la barra se agitaba y ondulaba como un fenómeno de espejismo. Se había acercado al mozo para pedirle un jarabe de menta. Desde el vestíbulo se oían las risas de un grupo de personas reunidas en el patio. Una fila de palmeras enanas la ocultaba por completo a sus miradas y, por uno de sus claros, trasvió, de pronto, al marido.
Aunque el follaje de las palmeras fuera espeso, Estanislaa podía verlo muy bien: Enrique llevaba su mejor traje de hilo y un jipijapa de ala ancha; de espaldas a ella, estaba repantigado en la butaca, con las piernas entrecruzadas y el brazo extendido sobre el respaldo de la silla vecina. Le pareció que el tiempo se detenía y que el espacio se inmovilizaba. Era como si lo viese todo a través de unos prismáticos; la mano de él, blanca y peluda, apoyada en el hombro de la señora Blázquez, sus piernas rozándose debajo de la mesa. A su alrededor otras personas reían y charlaban, pero sólo veía la mano de él y un pequeño fragmento del brazo de ella, el contacto de sus cuerpos, viscoso, degradante. No sabía cuánto tiempo había permanecido así. Unos segundos tal vez largo rato. Recordaba tan sólo que el vaso del refresco se le escurrió de entre las manos: una lluvia de estrellas había cubierto el piso. El hombre le preguntó: «¿Le ocurre algo? ¿Se encuentra usted mal?», pero ya había dejado el bar y atravesaba el vestíbulo tambaleándose.
Dios mío, ¡Dios mío! Había corrido al encuentro del hijo con verdadera avidez. Necesitaba algo de paz, de consuelo, y aquel niño le era tan necesario… Su simple presencia constituía un reposo para sus ojos. Cuántas veces, viéndola afligida por los extravíos del marido, con ademán más expresivo que cualquier palabra, le había rozado la cara con los labios: «¿Te sucede algo, mamita querida?» Ella decía que no; trataba de ocultar sus lágrimas: «No es nada, tesoro, nada de importancia»; pero él sabía ya por qué disimulaba y, estrechando su mano entre las suyas, quería infundirle ánimos: «El día que sea mayor, ganaré mucho dinero y tendremos un palacio para los dos. Papá habrá muerto ya y nadie te hará sufrir». Cuando el mundo se mostraba vacío e injusto, él era el único que la amaba. Débil como ella era, estaba cansada de ser el soporte de sus semejantes. Rodeada de seres indecisos, la vida la había obligado a asumir un papel difícil. Pero ya estaba harta de derrochar; de dar sin obtener nada a cambio. También deseaba apoyar la cabeza en el regazo de alguien, dejarse acariciar por sus palabras.
Aquella tarde, sin separar su mano de ella, David había preguntado: «¿Verdad que papá es malo? ¿Verdad que va con mujeres malas?» El angelito la miraba a los ojos y sintió que sus párpados se inundaban de lágrimas.
«Corazón, corazón mío —balbució—, tu madre te quiere más que a nadie y que a nada.» La había arrastrado consigo por las callejuelas del barrio bajo y, con ternura que jamás olvidaría, comenzó a besarle la mano: «Mamá, mamá querida, yo sólo te quiero a ti. Papá ha sido siempre malo» y, aunque ella intentaba contradecirle: «Calla, calla, los niños deben querer a sus padres», David no le hizo ningún caso: «Pues yo no le quiero. Yo solamente te quiero a ti». Era un ser maduro ya. Ningún razonamiento falso lograba engañarle. «Es como yo —pensaba—. En la vida será muy desgraciado.»
Paseaban por un barrio feo y sucio. Las mujeres se asomaban con sus disfraces de colores a los balcones de las casas y unos hombres con el cuerpo untado de aceite parecían desnudarlas con sus sonrisas. Algunos murmuraban palabras inconvenientes cuando pasaban a su lado, y David, el angelito, quería saber lo que significaban: «No es nada, querido. Cosas feas; nada que tenga importancia», pero todo su cuerpo temblaba de vergüenza, y el niño, a quien nada pasaba inadvertido, no pudo ocultar sus lágrimas; y así, llorando, habían recorrido, extraviados, las callejuelas hormigueantes, rodeados de gentes que reían y chillaban, les arrojaban puñados de confeti y agitaban ante ellos el revoltillo de sus máscaras.
Regresó al hotel enferma. El marido —la aguardaba para asistir al baile de la señora Blázquez— pretendía que era el agobio del clima y le suplicó que le acompañara. Pero ella se sentía destrozada moral y físicamente. Las emociones de aquel día habían agotado su capacidad de resistencia. No deseaba salir ni ver a nadie. Él podía ir adonde le diera la gana. Si la señora Blázquez le había invitado, era muy libre de complacerla. No. Ella no. Ella se quedaba en el hotel con el niño. Le dejaba entera libertad en cuanto a la hora del regreso. Como si no quería volver y dormir en casa de la señora Blázquez. A ella le daba lo mismo.
Pero Enrique había insistido. Suplicó, se lamentó, crispó las manos. Estaba atrapado en la red de sus embustes y no encontraba medio de zafarse. ¡Por favor, por favor! Y, de puro desprecio, le había dicho que sí. La idea de que pudiera creerla celosa la espoleaba. Ella, que tantas ofertas de amor había recibido a lo largo de su vida (centenares de billetitos escritos en francés, que conservaba dentro de una arca japonesa, perfumados y envueltos en cintas de seda), no podía dejarse abatir por un hombre de su calaña. Si él la creía incapaz de divertirse, le demostraría exactamente lo contrario.
Quedaba por solventar la cuestión del niño, y el diablo (sí, el diablo, porque su presencia se aferra a nuestro cuerpo lo mismo que una sombra y nos acecha con sus trampas) le había aconsejado alevemente. Hablaba por la boca del marido y decía: «Será mejor que se quede en el hotel. Si se aburre, puede jugar en el patio. Allí no puede ocurrirle nada. Cuando regreses, lo encontrarás bien dormido». Aún ahora recordaba los ademanes tranquilizadores de sus manos, el brillo ansioso de su mirada. Para comprar su consentimiento, había regalado juguetes al niño: desde su cuarto le oía reír, despreocupado.
Era la última vez que oía su voz y no lo sospechaba. ¡Ah, cuántas veces había querido luego interrumpir la película, revivir el tiempo en sentido inverso, abandonar la sala de espectáculos! Como esas pesadillas en las que, por mucho que uno se esfuerce, acorralado por mil enemigos, no logra avanzar un paso, retorcía las manos de angustia contemplando el patio desde la ventana. Su garganta quería forzar el grito y no lo lograba. Una y otra vez la escena se repetía invariable: el marido y ella vistiéndose para el Carnaval (organdí, peluca, mascarilla, perfume y polvos blancos); descendiendo por la escalera del hotel bajo la complaciente sonrisa del mayordomo («Buenas fiestas, señores»); su mano enguantada describiendo aleteos de paloma (en la jaula del vestíbulo zureaban)…
Han llegado al patio: es cuadrado y amplio, embaldosado de color rojo, y tiene en las esquinas cuatro palmeras gigantes, enguirnaldadas de enredaderas tropicales, que proyectan en el centro una sombra fresca y susurrante, estremecidas siempre por la brisa y siempre jóvenes. David lleva pantalón corto de hilo y una camisa listada. Su padre le ha entregado una matraca y la agita en el aire, riendo. Tampoco él sabe. Y ella, Estanislaa, en virtud de un extraño desdoblamiento, se veía también «en personaje»; dialogando con la doncella del piso, ultimando los detalles de la cena del niño. A veces, una loca esperanza en sí misma le quemaba las entrañas. Bastaría un ademán, un grito, para romper aquel encanto. El pasado saltaría hecho añicos. Por ejemplo, un telegrama: «La fiesta queda suspendida». Pero el personaje no le hacía ningún caso. Autómata, ciego, se entregaba en manos del destino con los ojos vendados. Besaba la frente del niño. Le decía adiós con el pañuelo. ¡Oh, no, basta, basta!
Lo restante era abigarrado, confuso. Las escenas se mezclaban unas con otras, sin solución de continuidad. Eran piezas de rompecabezas, como bocetos de linterna mágica: un árbol de Carnaval plantado en medio del patio; niños con pieles de leopardo bailando en torno del tronco, de cuya cima pendían cintas de colores que trenzaban y destrenzaban al compás de la danza; pañuelos, espejillos, roscas de pan, carretes de hilo cubrían por entero las ramas del árbol, y sus flecos peinaban el viento, alborotados. Una dama criolla, que la había estrechado entre sus brazos, susurrándole cumplidos al oído: «Beba, goce». Una madre bailando el tamborito con el hijo a sus espaldas, envuelto en un rebozo que anudaba sobre el pecho: entre los giros de la danza y el revolotear de los pañuelos, su cabeza flotaba en plena marejada, tocada de un sombrero diminuto.
Ella se había aproximado a un grupo de curiosos que rodeaba a un hombre que tañía la guitarra; un tipo del campo, de semblante rudo y ojos violentos. Sujeto a la cintura, un látigo flexible cimbreaba como la cola de un lagarto. Sus cabellos eran negros y anillados y había visto sus dientes blanquísimos mientras salmodiaba:
Canten, canten, compañeros;
la vida es corta.
De qué me están recelando
después que goce.
Yo no soy más que apariencia.
La vida es corta.
Sombra que anda caminando;
después que goce…
nada me importa.
Pasaron los días y los años y no olvidaría aquel poema. Cada uno de sus versos respondía a un acorde íntimo del alma. Los escuchaba llena de respeto, intentando descifrar su contenido y, sin saber cómo, el nombre del niño acudió a sus labios. Durante largo rato había tomado parte en la danza, mientras todo giraba en torno a ella y las gentes cambiaban de cara: rostros de niños sobre cuerpos viejos, mascarillas horribles, juventud prestada. Buscaba con la mirada al hombre del látigo, pero no lo encontró. Alguien, el portero, le dijo que había salido. «Se presentó aquí sin previo aviso —explicó—, no era ninguno de los invitados.» Sin nombre, sin destino, su presencia no tenía otro móvil que leerle el mensaje. Luego, cumplida la misión, había partido. Su caballo, más ligero que el viento, dejaba en aquellos instantes una estela con la clave del enigma.
Los huéspedes danzaban embozados y no conseguía identificar a su marido. Preguntaba: «Enrique, ¿eres tú?», y unos ojos malignos sonreían en la estrecha hendidura de la máscara. La engañaban. Todos participaban en el juego; demonios indios la ceñían audazmente por el talle; leopardos feroces le arrojaban puñados de confeti. Un deseo frenético de hablar con el niño le abrasaba la garganta. Muchas veces, durante una reunión mundana, le ocurría algo parecido. Se le antojaba asistir a una velada teatral, en la que cada personaje recitaba su papel al pie de la letra. Entonces se sentía a diez mil leguas de distancia y le invadía el deseo de huir. Un día, durante un baile celebrado en su honor, en El Paraíso, había corrido descalza por el campo, con su exquisito traje de tul y lentejuelas flotando al viento, como una bandera desplegada. De haberla visto así, su marido y las gentes vulgares la hubieran tomado por una loca; pero sólo le interesaba la estima de los seres excepcionales. En un salón, rodeada de gente como Enrique, se asfixiaba. Aquel día, por ejemplo, la necesidad de abrazar al niño le hacía sentirse enferma. (Aunque todo el mundo la creyese espiritual y refinada, era, en el fondo, un ser primitivo. Las otras mujeres que asistían a la fiesta tenían tal vez hijos que lloraban su ausencia en la oscuridad de sus cuartos, lo cual no les impedía danzar y divertirse. Ella, Estanislaa, las envidiaba, pero pertenecía a distinta estirpe. El amor que sentía hacia aquel niño era salvaje; no admitía ningún compromiso.) Había descubierto a Enrique en un ángulo de la sala y acudió a él, presa de vértigo. «Vámonos —dijo—, son más de las doce y el niño me necesita para acostarse.» Las palabras se atropellaban en su garganta y resultaba difícil ordenarlas en forma de discurso. «Sé razonable, querida —dijo él—. No podemos irnos así como así. Hace solamente una hora que hemos llegado y todo el mundo se extrañaría.» «El niño me necesita.» El cuerpo le temblaba como una hoja, y un frío extraño inmovilizaba sus labios. Enrique la miró con gesto solícito: «Vamos, vamos, tranquilízate. A estas horas, David estará bien dormidito, en la cama». Tal vez sabía ya la muerte de su hijo y quería engañarla; la dueña de la casa se exhibía en el salón y para Enrique era lo único que importaba. La idea se le había ocurrido mucho más tarde, cuando, con la frente ensombrecida, repasaba los pormenores de aquel día en busca de su común denominador, y si únicamente podía formularla como una mera hipótesis, ninguna razón de peso permitiría rechazarla de plano.
Corrió al invernadero. Ávidamente se inclinaba sobre las orquídeas, los girasoles y las dalias. La cabeza le daba vueltas. Los ojos se empañaban de lágrimas. Un solo nombre en sus labios: David. Lo invocaba como una plegaria, lo repetía como un conjuro. Las notas jubilosas de una canción criolla ascendían desde el patio; los invitados reían y se arrojaban puñados de confeti; otros devoraban manjares y bebidas: el Atolito, el Guarapo, los Niños Desnudos, el Mojón del Perro y el Bien me Sabe. Pero en sus oídos percutían tan sólo los versos del poema: No somos más que apariencia. La vida es corta. Sombras que andan caminando. Después que goce, nada me importa.
No había bebido aún y se descubrió borracha. Todo se paralizaba en torno a ella. En el vestíbulo se oían pasos, susurros, voces sin sentido. Las parejas bailaban al ralentí, igual que trompos, y se inmovilizaban poco a poco. La consigna había llegado a los músicos, que abandonaban sus instrumentos. Únicamente un mulato pulsaba las cuerdas de su guitarra y el sonido le produjo el efecto de una descarga eléctrica. Comenzó a temblar. Sentía una sed horrible y, a tientas, buscó un vaso de agua. «Por favor, por favor.» Los invitados retrocedían a medida que se acercaba y, en silencio, se despojaban de sus caretas y antifaces. Sus rostros estaban pálidos, como cubiertos de una lámina de cera: la miraban y no decían nada.
«… ¡Oh, yo no podía pensar! Oía tan sólo las notas de la guitarra y me espejaba en los ojos vacíos. Descubrí a Enrique, blanco como un mármol, y me aproximé tambaleándome. “El niño, el niño”, gritó. “¿David? —dije—. ¿David?” No podía comprender. Las caretas policromadas me hacían guiños, los obsequios del árbol oscilaban y en la sala de al lado se oían, en sordina, las risas de un borracho. Residuos de alegría, farolillos, serpentinas, adornos de colores temblaban sobre el emparrado. Todo el mundo había perdido la voz y mi lengua era como de goma. Luego, un niño intempestivo irrumpió en el salón agitando una matraca y alguien le dio una bofetada. La copa se derramó, al fin. “David”, grité. Pero ya era demasiado tarde: mi hijo había muerto y nadie podía resucitarlo.
»Su entierro fue algo muy bello, querido Abel. Yo estaba como dormida, muerta. Aunque me hubiesen traspasado el cuello con agujas, no habría sentido nada. No comprendía la magnitud de lo ocurrido y despreciaba a las gentes que acudían a consolarme. Habían instalado el velatorio en el centro del patio, y un coro de lloronas gemía y suspiraba. El dueño del hotel dispuso, según la costumbre, la fiesta en honor del niño. Todo el mundo estaba invitado; los negros bebían botellas de alcohol puro y elevaban sus preces borrachas por la gloria del alma.
»El cuerpecito yacía en el centro del patio, cubierto de flores. Flotando en un mar de pétalos, sobresalían tan sólo las manos y la cara. Yo misma ceñí su frente con una corona de perlas —después de haberla ceñido tantas veces con la corona efímera de un beso— y adorné sus hombros con alitas de cartón plateado. Antes de partir, ocho niños vestidos de blanco bailaron el vals Dios nunca muere trenzando y destrenzando sus pañuelos.
»Estos mismos niños cargaron el ataúd sobre sus hombros. Era como el entierro de un pájaro, de una flor silvestre. La caja estaba adornada con arcos de cartoncillo cromado, cintas de colores y banderitas de oro volador. Todos los invitados arrojaban flores a su paso…»
Doña Estanislaa cortó el relato de improviso. Era como si el aliento se le hubiera extinguido entre los labios. Abel había seguido su historia, cabizbajo, con la mirada absorta en los senderos del laberinto. Entre las bayas y hierbas silvestres, las amapolas ponían una nota de color desesperado; los cipreses recortaban sus siluetas afiladas en un cielo intensamente azul. Y de pronto, por arte de magia (o del hambre que llenaba su sueño de visiones aéreas y le rodeaba de seres alados y flexibles), todo el paisaje se había poblado de fantasmas. Un cortejo de chiquillos descendía las gradas del sendero que llevaba a la terraza, con un ataúd sobre los hombros. Un primer niño, más bajo que los restantes, abría la marcha del cortejo agitando una vara delgada, con la que hacía, manteniéndola siempre en equilibrio, extraños juegos malabares. El muertecito, a hombros de sus pequeños compañeros, iba vestido de blanco, como el niño del relato, y alguien había puesto una flor entre sus dedos. Los otros venían detrás, cuidando siempre de mantener el paso.
Abel había intentado ver mejor. El sol de agosto le daba en plena cara y era preciso poner sobre los ojos la concha protectora de una mano. El cortejo era largo, inmenso. Se perdía en el horizonte, de tal modo, que los últimos niños se confundían con las flores que había sembrado algún jardinero remoto. Algunos se llevaban a los labios flautas de caña que no emitían sonido alguno. Otros tenían cestillos de retama que arrojaban sobre el cadáver del niñito, como menudos monaguillos incensando. Se alejaban. Con sus túnicas ondeando al viento, le daban la espalda. «Aguardad.» Abel sintió deseos de correr tras de ellos, de tomarlos también de la mano. Una lluvia de pétalos cubría las gradas del sendero. Como Pulgarcito, podía seguir su rastro. Pero ¿no se los comerían también las aves? ¿Qué haría entonces, perdido, con el cadáver del niño entre los brazos? Había abierto los ojos y tropezó con su sonrisa: «Los has visto, ¿verdad que los has visto?» Le había atraído hacia sí y sus dedos se difirieron en sus mejillas mientras le hablaba: «También yo los veo algunos días y, a veces, he conseguido tocarlos. Lo cual no tiene, por otra parte, nada de extraordinario. Son tan borrosos nuestros límites… La realidad es algo tan vago… Aquel hombre, el guitarrista, me lo había enseñado: no somos más que apariencias, sombras que caminamos».
Su mano había descrito un semicírculo que lo abarcaba todo: la casa, la bahía, el mar y el campo.
«Cuando todo esto no sea más que un montón de ruinas y mi cuerpo haya adornado la belleza de alguna flor silvestre —en sus pétalos todo mi perdido encanto—, mi presencia seguirá obsesionando esos parajes y no faltará a la cita si le llaman.»
… El otro hijo se llamaba Romano y había sido desde niño un ser extraordinario: delgado, pálido, sensible, atraía la atención de todo el mundo por la belleza sorprendente de sus rasgos. (Pegados en las páginas de un álbum, Abel contemplaba centenares de retratos, como si la madre, presintiendo su destino, se hubiese armado, contra el olvido, de abundantes coartadas.) Estaba destinado a ser feliz. Desde su nacimiento, había visto en él como el anuncio de una nueva vida; el ser maduro y fuerte en el que un día le sería dado apoyarse cuando, cansada de haber dilapidado su amor entre los seres, desease restaurar sus fuerzas maltrechas en el amor y compañía de alguien.
Este apoyo, que el ejemplo del padre, prematuramente muerto, le había hecho desear y que su marido fue incapaz de prestarle a lo largo de su vida, aquel niño se lo habría devuelto con creces el día que hubiera tomado entre sus manos las riendas de la casa. Ella habría reposado al fin. Sólo los seres excepcionales pueden satisfacerse en entregar sin recibir nada a cambio y aquel niño adorable, su hijo, era de su misma estirpe: se negaba a razonar con el amor. No comprendía el cariño mesurado. A los doce años había vaciado la cartera de su padre para inundar la casa de flores, en un impulso que jamás olvidaría.
Lo recordaba como si fuese ayer. Era media mañana y una luz limonada, brumosa, se filtraba a través de los visillos. Romano había salido de paseo con el ama y ella había bajado al portal a despedirle. Después, subió a la cocina. Era el día de su propia onomástica y tenía que preparar algo. Se disponía a dar las órdenes precisas cuando sonó el timbre de la puerta. Ella misma fue a abrir. En el rellano de la escalera había un botones uniformado, con un gigantesco ramo de flores blancas. Le tendió un sobre cuadrado, con su nombre y señas escritas en un ángulo: «A mamá, de su Romano». Nunca olvidaría aquellas palabras escritas con letras de colegial, más bellas que cualquier ofrenda. Luego, durante toda la mañana, habían llegado otras flores. La casa era como un jardín de color blanco y el nombre de Romano lucía en todas las tarjetas.
El marido, al regresar, se puso frenético. Acababa de descubrir la desaparición del dinero e intentó pegar al chico. Pero ella se interpuso con los ojos anegados por el llanto: «Déjale, soy yo quien tiene la culpa». Había sido tan gentil por su parte… También ella a su edad hacía cosas semejantes. Por una sonrisa de su padre hubiese cometido cualquier delito. Sí. Lo comprendía. Una madre juiciosa debería regañarle. Pero Romano era un caso distinto.
Enrique juzgaba a su hijo como un niño ordinario. Le hubiera gustado educarle como a los otros chiquillos, cortarle las melenas, enfundarle en una blusa azul y enviarlo a un colegio de pago. Le explicaba: «Querida, los Reverendos Padres saben lo que se hacen. El niño no tiene aquí ningún amigo. Si se acostumbra a vivir solo, acabará por volverse huraño. Además, ya es hora de que le quites los rizos y le saques las muñecas de su cuarto. A su edad, yo iba pelado al rape y jugaba con los chicos a hacer guerras». Pero ella le decía: «Romano no es un ser como los restantes. Nada de lo que pueda gustar a aquéllos está hecho para él. Sometiéndolo a una disciplina, no conseguirías otra cosa que vulgarizarlo. Además, si el niño es feliz conmigo, ¿por qué te empeñas en separarnos?»
En El Paraíso habían adquirido la costumbre de ofrendarse mutuamente algún regalo: ella le daba golosinas, juguetes, disfraces, bolas de colores, y recibía, en trueque, ramos de amapolas, caracoles marinos y hasta, a veces, billetitos de enamorado, que conservaba religiosamente ocultos en una cajita de laca, envueltos en cintas de terciopelo. A menudo ocurría que el marido la obligaba a salir de casa para cumplir con sus deberes sociales. Pero ella partía con la seguridad de que el angelito no iba a olvidarla. Rodeada de seres frívolos y huecos, su pensamiento reposaba en aquel niño extraordinario que, aun metido en el lecho, se acordaba de ella y le escribía sabiendo que su lectura, en el momento del regreso, debía reconfortarla.
Doña Estanislaa se sacó un sobrecillo del pecho y lo abrió con sumo cuidado, después de aspirar su perfume: «Ha oscurecido hace mucho rato y la luna me hace pensar en ti, mamá querida. Pero tú eres más hermosa.— ROMANO». Una pincelada de sonrisa esmaltó la boca del chiquillo. Doña Estanislaa le miraba con ojos tiernos y acariciantes. Abel presentía que iba a preguntarle algo y se apresuró a decir:
—Exquisito.
—¿Verdad que sí?
Parecía verdaderamente encantada y su mano le obsequió con una caricia: también él era un ser extraordinario, puesto que nada de lo que decía le escapaba. Claro está que, de otro modo, tampoco le hablaría como ahora le hablaba. Eran muchos los seres que a lo largo de su vida habían pretendido esta confianza que, sin embargo, no quiso otorgarles.
En esa época —prosiguió—, nuestra fortuna había disminuido de modo considerable. Enrique se obstinaba en no hacer nada. Por si fuera poco, se había metido en especulaciones desgraciadas, que acarrearon la pérdida de grandes sumas. Durante la guerra europea, por ejemplo, había comprado marcos. Sus amigos del casino le metieron en la cabeza la idea de que iban a vencer los alemanes: «Bastará un pequeño esfuerzo en Gallipoli y Europa entera estará en sus manos. Entonces llegará la hora del marco». Pero la guerra había seguido un curso muy distinto al supuesto por los militares del casino. Los franceses recibían cada vez mayor ayuda y Alemania perdía lo ganado. Las monedas aliadas subían de valor, los especuladores se enriquecían bajo mano, las gentes se desprendían de los billetes alemanes y él seguía obstinado, almacenando marcos y más marcos. La casa estaba llena de billetes: hubiera podido tapizarla con sus horribles efigies. Pero, aunque ella lo había pronosticado desde un principio —su padre había dicho siempre que se hallaba excepcionalmente dotada para las finanzas y la política—, no quiso pedirle cuentas. Se contentó con expresar su desdén el día que se acercó a ella llorando. Recordaba la escena con claridad: el fuego de la chimenea, encendido; los periódicos, dispersos por la estancia; el niño, dormido en su regazo. Enrique tabaleaba sobre el brazo del sillón. Tenía junto a sí una botella de whisky y acudía a ella a intervalos regulares. La Prensa acababa de dar la noticia de la depreciación y en la casa reinaba un silencio que era casi zumbido. Fue entonces cuando algo más fuerte que ella la había impulsado hacia delante. Se levantó, abrió la caja de caudales en que guardaba los fajos de billetes y, uno a uno, los fue arrojando a la hoguera. Los billetes crepitaban, crujían, se retorcían; inundaban de luz todo el despacho. Con las luces de la lámpara extinguidas, la habitación era amarilla. No sabía cuánto tiempo había permanecido así, arrodillada, atizando el fuego. Cuando terminó, el niño estaba despierto y contemplaba la escena con ojos absortos. «Corazón, corazón mío», había dicho ella. Aguardó a que todo fuese un montón de cenizas y se puso de pie. Su marido estaba hundido en el sillón y se tapaba la cara con las manos. Ella se limitó a decir: «Mi pobre amigo». Y abandonó la habitación con el amor de su vida entre los brazos.
Había perdido mucho dinero, pero no quería que el niño se diese cuenta de nada. Hubiera sido terrible para él averiguar que los asuntos no marchaban por la inepcia de su padre… Prefería soportar el Vía Crucis sola. Y así, mientras sufría en secreto las afrentas del marido, se las arreglaba para ofrecer a su hijo un rostro lleno de confianza. Fingía que los negocios iban viento en popa. Le engañaba como a una criatura. Pero era feliz porque pensaba: «Llegará un día en que Romano se hará cargo de todos mis problemas y entonces cesaré de sufrir». El ser maduro y noble en el que siempre había soñado, era este niño, su hijito: su Romano bien amado. Entretanto, debía resignarse. Con paciencia, aguardaba la llegada de su hora.
Cuando tenía quince años, decidió enviarlo al extranjero. Enrique había tratado, en un principio, de oponerse. Decía que Romano era un chiquillo, que su estancia sería demasiado cara. Pero ella repuso: «Romano es un ser extraordinario, contra el que jamás podrá ningún peligro. De cada cosa aprecia únicamente lo que es bello y, como una abeja, elige el polen antes de probarlo». Ningún obstáculo la arredraba con tal que Romano lograse ser feliz. Diariamente recibía, desde lugares distintos, sus cartas de enamorado: matasellos de lejanos países, direcciones en lenguas extrañas. Romano era completamente dichoso y eso era lo único que importaba; y aunque la separasen miles de kilómetros, ella se sabía acompañada, mucho más acompañada que por el marido, por ejemplo, pues el amor es más fuerte que nosotros, como hojas livianas nos proyecta más allá de donde estamos, prescinde de la presencia física, inyecta realidad a nuestra apariencia.
Todos los años aguardaba con impaciencia la llegada del verano, a cuyo comienzo el niño se instalaba en El Paraíso. Era el hijo pródigo, el heredero perdido y recobrado. Para Romano, como para ella, aquello significaba el comienzo de una nueva vida. Mutuamente buscaban su compañía en los rincones y escondrijos de la casa, se aislaban de Águeda y del marido, y modificaban las reglas del horario. Con preferencia se reunían después de cenar y permanecían despiertos hasta la hora del alba. Romano le contaba cómo la había echado de menos durante el viaje: «Deseaba tenerte siempre junto a mí», decía. Ella contemplaba el parpadeo de la luna sobre el mar y se dejaba acariciar por sus palabras.
Se necesitaba algo más expresivo que el lenguaje para describir aquello: el faro de la costa barriendo la bahía con sus aspas; los cipreses recortados en el cielo, como ante una lámina de papel de estaño; el cable del pararrayos con sus quejidos de violín. Su compañía tenía el encanto melancólico de todo lo fugaz. Las hojas del calendario volaban arrastradas por el viento de septiembre: presentían ya la desnudez del invierno. Pero ella se decía en sus adentros: «Romano parte para volver a hacerse cargo de lo que le pertenece por la sangre. Los tesoros de experiencia acumulados no habrán llovido en el vacío». En la medida de lo posible, permanecía junto a él. Sus ojos grababan, sin tregua, instantáneas exquisitas de su hijo: como un dios antiguo, corriendo por la playa, su cabello revuelto por el viento de otoño; disfrazado de novia, con encaje y mantilla, ante el espejo de la sala. Pero el marido seguía sin comprender. Lo encontraba excesivamente mimado. Se enfurecía.
Su carácter había cambiado mucho durante aquellos años. Comenzaba a darse cuenta de lo inútil de su vida. La existencia cómoda, por la que tanto había suspirado, se volvía, como un bumerán, contra él. No sabía qué inventar para llenar el hueco. Durante todo el día permanecía tumbado en una hamaca, haciendo cábalas sobre la convertibilidad de la libra. A veces, realizaba pequeñas operaciones en la Bolsa. Se buscaba coartadas y se irritaba consigo mismo por obrar así. La laboriosidad de ella le sacaba de quicio. Hubiera querido destruirla también y, como un cero, anillarla en el círculo de su propia nada.
Por aquella época adelantó una gran suma de dinero para la construcción de un hotel de turismo, que debía alzarse en una punta de la bahía, en las tierras lindantes con la finca. El número de veraneantes que cruzaba la frontera y deseaba establecerse en la costa catalana aumentaba cada año y Enrique se prometía grandes ganancias…
Iba a ser el hotel más importante de la costa. Durante varios meses, camiones cargados de material habían cubierto el trayecto de quince kilómetros que separaba Palamós de El Paraíso. Brigadas de obreros comenzaron la ejecución de los trabajos. Enrique había invitado a la finca a un arquitecto sevillano, un hombrecillo menudo, enclenque, tocado con un sombrero de ala ancha, que agitaba continuamente una caña entre los dedos. Tenía una voz chillona, que alcanzaba fácilmente los registros más agudos. Muchas veces, desde la terraza, le había visto trepar, con la agilidad de un mico, sobre los andamios recién dispuestos. Allí, agitando el bastón de modo burlesco, producía el efecto de un charlatán de circo disponiéndose a dirigir la palabra a un grupo de curiosos.
El Paraíso había sido invadido por una oleada de extraños: aparejadores, maestros de obras, delineantes que rondaban todo el día por la casa y que el marido reunía a veces en la biblioteca. Enrique, entre ellos, parecía haber encontrado un milagroso rejuvenecimiento. Todos los días se levantaba muy temprano para seguir de cerca el desarrollo de las obras. Sin hacer caso de las juiciosas observaciones de ella, en lugar de buscar en los bancos el crédito necesario, se exhibía por la finca disfrazado de albañil, estorbando, tal vez, la marcha del trabajo. Inútilmente había tratado de recordárselo. Enrique estaba obcecado por la magnitud del proyecto. Le decía: «Aguarda. Ya verás cómo los capitalistas acuden a buscarnos». Pero pasaban los días y las semanas —y con ello el plazo de buscar el dinero— y los capitalistas no llegaban. El dinero de que disponían se había agotado y era preciso afrontar los gastos. Alguien había hablado de unos judíos alemanes, y Enrique tomó al fin el avión para Colonia.
La huelga en las construcciones, entretanto, acabó de complicar las cosas. Los obreros trabajaban a ritmo lento. Cada día se hacía más evidente que la obra no avanzaba. Sentada en la terraza, durante las tardes heladas de invierno, adivinó la magnitud de la catástrofe: las carretillas tumbadas boca arriba, las pilas informes de ladrillos, la esquelética armazón de los andamios. El sindicato exigía, no obstante, el pago de los salarios, y era preciso obedecer. Poco después, cerraron. Comenzaba el mes de marzo: el sol se ponía a las seis menos cuarto de la tarde y un esplendor rojizo iluminaba los cimientos del hotel que ningún ser humano habitaría. Del brazo de Águeda, recorrió las ruinas silenciosas. Toda su fortuna estaba enterrada en ellas a causa de la inepcia del marido, y Romano, su hijo, aún no sabía nada.
«… Romano estaba entonces en París. Sus últimas cartas, fechadas en la Ciudad Universitaria, anunciaban su regreso para aquella primavera. Yo había omitido en las mías toda alusión al negocio desgraciado de su padre. Habíamos tenido que hipotecar la finca, ¿comprendes? Faltaba sólo un año para que terminase sus estudios y no quería preocuparle antes de tiempo.
»Unos días antes de su llegada, había pasado por El Paraíso una mujer italiana con un cargamento de muñecas. La encontré en la carretera, por azar, y le propuse comprar su mercancía. Con cierta desconfianza en un principio, comenzó a mostrarme el interior de las cajas: como princesas de cuento, aguardando un príncipe que las despertara, aparecieron ante mis ojos las figuras de la antigua comedia italiana. Arlequín, Polichinela, Colombina, Pierrot llevaban coronillas de oropel en la cabeza. Sus trajes, diseñados con sumo cuidado, evocaban el esplendor marchito de algún carnaval lejano: faldas de colores y antifaces de seda, un manto de lentejuelas prendido al grácil cuello de Colombina, un abanico de encaje entre las manos de Dominó. En las restantes cajas, aguardando también el conjuro que los librase del hechizo, había caballeros y prelados, pequeños arzobispos con cara de pastel, mitra dorada, báculo y anillo.
»Yo, que nunca he podido soportar la presencia de un pájaro enjaulado, decidí libertar a aquellas criaturas de sus horribles prisiones. Las reuní sobre la cama de dosel de Romano y les restituí la libertad. Quedaba una última caja, que la mujer no quería mostrarme, atada con una cinta de terciopelo. A mis preguntas, respondió con evasivas (“No será del gusto de la señora; no vale la pena que la vea”). Sin embargo, no pude resistir la tentación de abrirla: era un esqueleto de marfil, que agitaba su cetro, sentado en un tronco negro. Sin saber por qué, lo coloqué junto a los restantes. Entre los rombos blanquirojos de Arlequín y el gorro luminoso de Polichinela, la presencia de la muerte ponía una nota sarcástica y burlona, con su centro erguido sobre el fondo azul del lecho.
»Poco después, como respondiendo a la necesidad de mi regalo, llegó Romano. Bajó del automóvil, que todos los años alquilaba para regresar a El Paraíso, en compañía de una muchacha, cuya existencia, hasta entonces, ignoraba. Claude era pequeña, fina y ágil; tenía la elegancia de una gacela. Llevaba el cabello cortado igual que un chico: los mechones erguidos en forma de cresta. Vestida con blusa de marino, se había remangado los pantalones a media pierna. Confieso que su presencia me llenó de turbación. Romano, hasta aquel día, jamás me había hablado de muchachas y la familiaridad que mostraba con aquélla tampoco contribuía a hacérmela simpática.
»“Mamá, te presento a mi amiga Claude, que ha venido a pasar el verano con nosotros.” Ella me tendió la mano, sonriente. Sus ojos verdosos destellaban al sol de la mañana. Su mirada era de triunfo, como la que se dirige a una rival. Sin vacilar, la besé en ambas mejillas: “Bienvenida a El Paraíso —dije—. Todos los amigos de mi hijo lo son míos también”. Los vi alejarse por la terraza con aire despreocupado. Apoyados en la baranda, contemplaban el laberinto de cipreses y de tuyas, la cúpula agrietada del templete, los estanques cubiertos de hierbas y espadañas. Recuerdo que el mar estaba alborotado. Un viento seco trazaba menudos pliegues en su superficie azul, sembrándola de flores espumosas, que desaparecían al cabo de un instante. Un vacío inmenso usurpaba el sitio de mi alma. Me parecía que todo era un mal sueño; que aquella muchacha no existía en realidad. Sin fuerzas para ordenar nada, me dejé caer en la gandula, donde permanecí absorta hasta la hora de la comida.
»Aquel mismo día tomé la decisión de atraerme el cariño de Claude; puesto que Romano la consideraba digna de su afecto, debía serlo también del mío. Decidí ser para ella algo así como una madre —Romano me había dicho que era huérfana—, pero en seguida me percaté de lo inútil de mi intento. Claude era una criatura fría y egoísta. Ningún obsequio lograba conmoverla. Durante mucho tiempo me esforcé en demostrar la medida de mi afecto, pero su desprecio me helaba la sangre. Su independencia le había creado una especie de invulnerabilidad. Su ser entero parecía proclamar: “Yo soy así. Si no os gusta, resignaos”. En un principio, impulsada por mi amor hacia ella, aventuraba algunas observaciones (“Caminar descalza por la carretera, ¿no era peligroso? Permanecer tres días en ayunas, es decir, sin beber más que una taza de té por las mañanas, ¿no era perjudicial?”). Pero Claude me escuchaba como quien oye llover: nada de lo que le decía parecía interesarla y, más franca o más cínica que el resto de los seres, no ponía ningún esfuerzo en ocultarlo.
»Un día, en que descubrí por Romano que le agradaban las camelias, le mandé a la habitación una canasta. Me acuerdo que era la víspera de la Virgen del Carmen, porque el jardinero preguntó si festejábamos el santo de alguna muchacha. Aquella mañana estaba en la galería bordando un tapete de flores cuando la oí bajar por la escalera cantando como un pájaro. Al verme, se detuvo en seco. “Supongo que debería mostrarme agradecida por el ramo —dijo— y, para cumplir, le daré las gracias. Pero desearía que en lo futuro se abstuviese usted de iniciativas de esa clase.” Su rostro juvenil me contemplaba con petulancia. Sentí que la sangre me afluía a las mejillas y apenas logré balbucear: “Como usted prefiera. Yo solamente había querido ser gentil con usted”. Pero ya Claude había vuelto la espalda.
»¿Comprendes? Estaba dispuesta a sacrificarme con tal de ganar el afecto de aquella criatura; pero nada de lo que hacía le importaba un comino. Su egoísmo la eximía de toda clase de deberes. Era un pedazo de carne sin alma. Mis tentativas se estrellaban contra una sonrisa en la que toda la esencia de su rostro parecía evaporarse, como si el resto fuese sólo un molde de porcelana.
»Su llegada, por otra parte, había puesto la casa patas arriba. Claude era una criatura caprichosa, extravagante. Algunas veces se negaba en redondo a probar bocado. Decía que comer era una costumbre detestable; que el hambre aclara las ideas. A veces, vestida con un simple pijama, se paseaba por la terraza largo rato, a pesar del fresco, y a riesgo de atrapar una pulmonía. Tenía verdadero horror a los rostros sudados y a cada instante, estuviera donde estuviese, sumergía cara y manos en agua clara. Me parece verla aún, con las tijeras de las uñas, cortándose las pieles, mordiéndolas hasta sangrar, levantándose la costra de las heridas, pellizcándose las espinillas, cuyo crecimiento espiaba con un espejo de aumento, con el pulverizador siempre al alcance de la mano.
»También despreciaba las caricias y signos de afecto. Delgada, endeble, el rebelde mechón de cabello perpetuamente alzado, se encerraba en un mutismo exangüe, del que ni mi hijo lograba sacudirla. Perezosamente se llevaba a la boca semillas de cacahuete, de cuyas cáscaras sembraba toda la casa. Tendida en la hamaca de la terraza, mataba el tiempo pintándose y despintándose las uñas. Nunca la vi dormir. Creo que la idea de que alguien pudiese contemplarla durante el sueño, es decir, sin defensa, le causaba verdadero pánico. La luz de su dormitorio, pese a los mosquitos, estaba siempre encendida. Tal vez deseara que su vuelo y la necesidad de defenderse de ellos la obligasen a permanecer despierta. Lo cierto es que, muy de mañana, se dirigía a la glorieta con sus frascos de laca y el pincel de las uñas. Y, durante todo el santo día, jamás dormía un segundo.
»Lo peor era que el propio Romano comenzaba a darse cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos, y este fracaso repercutía en su carácter de modo terrible. Él, tan atento de ordinario al menor deseo mío, se abandonaba de un día para otro. Había perdido el gusto por la lectura, la conversación. El mundo fantástico que apresaba la mente de Claude le atraía como un vértigo. ¡Oh, nadie se había dado cuenta aún, y el propio Romano era el primero en ignorarlo! Pero, a una madre primitiva como yo, ¿qué hubiera podido pasarle oculto? El que en el vientre me hizo a mí, ¿no lo hizo a él? ¿Y no nos dispuso uno mismo en la matriz?
»Claude le había contagiado ya algunas extravagancias, como someter el cuerpo desnudo a la acción del viento, a la hora en que el sol se oculta, o dormir con una bola de metal en cada mano, en un sillón a cuyos lados dejaban dos recipientes huecos de modo que, en el instante mismo de dormirse, los despertara el ruido producido por la caída de la bola, pues, según Claude, bastaba esa milésima de sueño para descansar al cuerpo humano.
»Esta chiquilla, con sus lacas de uñas, sus recortes fotográficos de artistas de cine y los ratoncillos blancos que, según descubrí un día, ocultaba en los bolsillos del pantalón, estaba reduciendo mis proyectos a cenizas. Cuando todo presagiaba el comienzo de una nueva época, apoyada por la presencia de un ser fuerte del talento y cualidades de Romano, entreví, de pronto, las posibilidades de un fracaso. Había que proceder con energía y rapidez. La mente de Romano era, por desgracia, excesivamente influible y su razón corría el riesgo de extraviarse en aquellos juegos.
»Una noche, mientras tomaba el fresco en la glorieta, me sorprendió un aullido en la estancia de Romano. Aterrada, corrí hacia allí. La luna inundaba de blanco la terraza, las sombras de los eucaliptos se extendían sobre la arena, como los tentáculos de un pulpo gigantesco. Desde la escalera interior de la casa, por la que trepaba como una loca, les dirigí una breve ojeada: eran como tinteros estrellados, inmóviles, sobre la desolación de la arena.
»Encontré a Romano postrado, desgarrando con los dientes el encaje de la colcha. En la mesa escritorio, estrujada, había una carta de Claude: “Perdóname, pero era inevitable. Tú y yo no estábamos hechos para comprendernos”. Casi al instante, descubrí una mancha oscura en la sábana: Romano se había abierto las venas de la muñeca y la sangre comenzaba a brotar en abundancia. Frenética, rasgué los cortinajes de la cama, y logré contener la hemorragia. Sin reconocerme, Romano lloraba y se mordía los labios.
»A1 cabo de media hora, el peligro había pasado. El médico, a cuya búsqueda había corrido Enrique, se presentó poco después. Le dio un narcótico y nos dijo que su estado no inspiraba ninguna alarma. Toda la noche, lo recuerdo, lloré de alegría. Romano iba a despertar con nuevo amor a la vida. Jamás abandonaría El Paraíso. Allí, en aquella casa, entre los suyos, se convertiría en el sostén de su madre, la aliviaría de todas sus tareas…»
La propia Águeda le había hablado una vez de los últimos días del muchacho. Fue una tarde de otoño en que Abel se dirigió a su dormitorio, atraído por algo inesperado: la melodía aguda de un disco antiguo, que Águeda seguía, con la cabeza apoyada en la trompeta del fonógrafo. Las dos hojas de la ventana estaban abiertas de par en par y la brisa atraía al interior el aroma húmedo del bosque. La muchacha llevaba un vestido blanco, largo hasta media pierna, que le ocultaba el busto y le situaba la cintura en la cadera. Un lazo de terciopelo trazaba, como todo adorno, una mariposa gigantesca en el centro de su espalda.
Abel la había contemplado largo rato, estupefacto. Águeda, de ordinario tan pálida, tenía arreboladas las mejillas. Con un ademán le suplicó que diese cuerda. Luego, sujetando los extremos de la falda con la punta de los dedos, bailó. Ignoraba cuánto tiempo duró aquello. Águeda se desenvolvía con agilidad maravillosa. Sus zapatos apenas rozaban el suelo. Y cuando el fonógrafo se detuvo a la mitad, Abel no experimentó sorpresa ante su movimiento de llevarse las manos a los ojos y ocultar su tristeza tras ellas.
Era el único que hubiera podido salvarla y la muerte lo había arrebatado… Dos años antes («¡Dios mío, cuánto tiempo!») había danzado la misma melodía. Era una tarde de septiembre, húmeda y lluviosa. Las hojas del castaño, amarillentas, preludiaban la llegada del otoño. El viento había cubierto la terraza de cortezas de eucalipto y el musgo ceñía con su manto a las estatuas de piedra del jardín. Romano permanecía, desde la partida de Claude, tumbado en el sofá de la sala. Fingía leer un libro, pero no se acordaba de pasar la página. A las preguntas de doña Estanislaa, respondía de modo mecánico: «Sí, mama». «Gracias, mamá.» «Estoy bien, mamá»; pero, por su ausencia total de expresión se adivinaba que su mente estaba lejos.
Ella había querido distraerle en un principio, montando un escenario para su teatro de muñecos. Romano, que otros años reía como una criatura con los marineritos mecánicos que trepaban por la cuerda y con las caretas de carnaval, paseaba una mirada distraída sobre los obsequios de aquel año: unas figurillas exquisitas de la comedia italiana, que yacían olvidadas en los rincones de la pieza. Como el príncipe del cuento, que pierde la sonrisa, permanecía insensible a todos sus esfuerzos. Solamente la magia, un payaso enharinado, vestido de hada, hubiera podido romper el encanto.
«¡Ah, entregarse al vértigo de las caretas, dar vacaciones a su rostro!» Sin saber cómo, se le ocurrió la idea de un disfraz. Los armarios del gabinete de su madre rebosaban de vestidos de hacía treinta años: sombreros de paja del abuelo, sombrillas de colores, manguitos de piel negra. Doña Estanislaa había ido al pueblo a realizar algunas compras y faltaban dos horas para el momento del regreso. Podía, por lo tanto, hacerlo con plena impunidad.
En los estantes había mucha ropa del abuelo: pantalones, levitas, sombreros, bastones. Eligió una chaqueta de cutí y un pantalón de cuadros. Frente al espejo, con sumo cuidado, había realizado su metamorfosis. Disfrazada, le parecía haber cambiado de vida, como una culebra cambia de piel. Con el sombrero de paja, su rostro parecía casi el de un chico; evocaba ligeramente a Claude.
Se dirigió a la galería con el bastón en la mano. La frente le latía de modo absurdo. El corazón le había subido a la boca. Llena de angustia hizo su aparición ante Romano, con el cuerpo imitando, a pesar suyo, los ademanes, los andares de Claude.
Entonces se había operado el milagro. Su hermano la contempló intensamente pálido, con los ojos brillando como brasas. Un instinto más fuerte que ella la obligaba a plegarse a los gestos de Claude: echar la cabeza atrás, fruncir las cejas, elevar la barbilla por petulancia. Bajo aquel disfraz había brotado su anhelo de redención, de conseguir a cualquier precio la normalidad que tanto deseaba.
Como en sueños, había puesto el disco en el fonógrafo.
Obediente al reclamo de su cuerpo (cada una de sus células parecía gritar: «Ven, ven»), Romano la enlazó por el talle. La sangre le había subido a la cabeza y las sienes le zumbaban. Sólo un deseo: danzar, cada vez más aprisa, olvidar quién era, hacérselo olvidar a él también, apurar hasta la hez aquel instante, metamorfosearse en Claude.
El disco se había atascado a la mitad; Romano se apartó de ella y aún seguía bailando. Sus brazos apresaban el vacío. Entonces comprendió la imposibilidad del cambio, el egoísmo obstinado del ser, la terca codicia de la sustancia. El techo y las paredes, los muebles y las lámparas la habían seguido hasta el gabinete de su madre igual que un torbellino: imágenes que cambiaban de forma y de color, anagramas de calidoscopio.
«“¡No me abandones, Romano, quédate en la casa! Sin tu ayuda, siempre seré una niña, me convertiré en una solterona.” Una mujer envejecida repetía ante el espejo el rosario mal hilvanado de sus plegarias y yo me preguntaba qué podía tener en común con ella. Tenía treinta y dos años y mis vestidos, mis expansiones y mis juegos eran los de una adolescente. Mamá no se había preocupado nunca de mí. Nadie, mujer u hombre, acudió a llamar a mi puerta.
»Ya había oído decir que, al llegar a cierta edad, una savia profunda nos trabaja, el cuerpo se torna floreciente y los hombres se vuelven a mirarnos por la calle. Pero nada de ello me había ocurrido a mí. Milagrosamente suspendida fuera del tiempo, mi polen no atraía a nadie. Aislada entre mis libros y mis juegos, parecía dormir el sueño del invierno. La primavera no vino jamás a despertarme.
»Yo solamente deseaba ser igual que los demás, como las amigas de mi niñez que tenían marido e hijos. Desde la sombra espiaba la actitud de Romano hacia Claude, y me decía: “¿Por qué los hombres se sienten atraídos por las mujeres? ¿Qué tienen ellas que no tenga yo?” Y, aquel día, Romano también me abandonaba.
»Tenía trazado mi destino y comprendí que no me quedaba otro recurso que aceptarlo. El tránsito de la infancia a la vejez, pensé, es tal vez menos brusco que el de una mujer que ha conocido la vida y los hombres. En mi habitación había hilo y aguja, y aquella misma noche comencé mis labores de bordado.
»Imaginaba que todo sería sencillo una vez que me hubiese hecho a esa idea. No sabía que el cuerpo no perdona y que aquello que vislumbramos a veces en sueños y como una pesadilla, puede ser algo horriblemente fácil cuando un muchacho se aproxima a nosotras… Entonces me entra el miedo de hacer a estas alturas lo que me dictan mis fantasmas y suplico a la Virgen que me envejezca más aprisa…»
Águeda se detuvo unos instantes, como si le hubiera faltado el aliento, y Abel descubrió sobre su rostro una atareada red de arrugas.
—En cuanto a Romano —prosiguió—, fue como si desde aquel día también hubiese muerto. Septiembre avanzaba; los eucaliptos, con sus cortezas desgarradas, eran como gigantescos mendigos harapientos; se oía el crujido del cable del pararrayos, el monótono «chap chap» de las goteras, el postigo desprendido de la buhardilla batiendo contra la ventana. Los últimos pájaros volaban a ras del suelo y llenaban la casa con sus gritos. El invierno se anunciaba muy difícil y todos nos sentíamos envejecer por instantes.
»Mamá, que ante nosotros se esforzaba en guardar la calma, perseguía a Romano con sus reproches, en cuanto papá y yo nos retirábamos. Del mismo modo que con David, se había formado de él una imagen arbitraria: le atribuía la fortaleza de tal persona, la reflexión madura de tal otra, la voluntad de hierro de un tercero, hasta formar un joven radiante, colmado de todas las virtudes y atributos que contraponía siempre al Romano real, que, a su lado, parecía casi un espectro.
»Así, se negaba a admitir que pudiese vivir lejos de ella y lloró al enterarse de que sus pasiones eran como las de los restantes hombres. Durante cierto tiempo había alimentado la idea de un quimérico idealismo masculino que, por amor, desdeña la posesión, y el día que averiguó la naturaleza de sus relaciones con Claude, le reprochó con amargura su traición al personaje ideal que había creado.
»Una tarde, desde mi dormitorio, oí una discusión horrible. Por vez primera desde que Claude se había marchado, Romano elevaba la voz, hacía caso omiso de sus gritos y le replicaba. Yo no movía un músculo del cuerpo. Oí llorar a mamá. Después, todas las puertas de la casa empezaron a batir ruidosamente, como si un soplo huracanado recorriese el edificio desde la galería hasta el pasillo.
»Sus pasos resonaban sobre hueco, como si pisaran mi bóveda craneana. Romano revolvía los armarios, ponía la habitación patas arriba. Luego, el mismo huracán de puertas se había desencadenado en sentido inverso: la escalera, el pasillo, la galería y la entrada. En el garaje dormitaba el automóvil que había alquilado meses antes. Le oí ponerlo en marcha, mientras el zumbido hacía vibrar todos los cristales. Los faros iluminaron por un instante los cipreses del laberinto y la grava crujió bajo el peso de sus llantas.
»Durante la cena nadie dijo nada: hacía mucho tiempo que papá y mamá no cambiaban una sílaba. Por una vez decidí seguir su ejemplo. Pensaba: “Tal vez logre reunirse con Claude y sea feliz a su lado”. No sé si soñé aquella noche, pero recuerdo que me desperté varias veces sobresaltada.
»El día siguiente, a media mañana, nos mandaron aviso desde el pueblo. El automóvil de Romano se había despeñado en la carretera de El Paraíso y venían a pedirnos que lo identificásemos.
»Cerca del puente, en el fondo de un barranco de veinte metros, el automóvil, con sus ruedas al aire, era como una tortuga vuelta de espaldas. Rodeados de multitud de curiosos, descendimos. Ni papá ni mamá ni yo llorábamos. Nuestra tristeza estaba más allá del llanto.
»Al cadáver, cubierto con una sábana, no tuve el valor de mirarlo. Recuerdo, en cambio, las muñecas italianas que Romano se había llevado consigo, colgadas del volante: el viento las hacía oscilar burlonamente, como si fuesen marionetas de teatro…
»Busqué con la vista la efigie de la muerte, pero no la descubrí por ningún sitio…»
«Doña Estanislaa —le había dicho Filomena— es una mujer muy complicada, que hay que conocer a fondo si se quiere andar bien con ella. El señor era un pobre diablo que cometió la imprudencia de no saberle cortar las alas a tiempo. Por mi madre santa que lo pagó muy caro. También conocí al niño, al señorito Romano y, aunque imagino que a estas horas te habrá llenado la cabeza de historias inventadas, creo que sé mejor que nadie el verdadero problema que mediaba entre ellos.
»Desde la cocina, mientras tomaban el fresco en la terraza, les oía discutir siempre. Romano le decía: “Soy un muchacho como los demás; tan necio y vulgar como cualquiera. No soy el bisabuelo ni una señorita, ni un actor de teatro”. Entonces se enzarzaban en una discusión descabellada: ella, deseosa de mostrarle que era un genio, y él decidido firmemente a rescatar su mediocridad. “Nos engañamos desde hace tiempo —le decía— no queriendo afrontar las cosas de cerca. Siempre nos hemos alimentado de engaños y fantasías. Ni yo soy tan inteligente como tú crees y me has hecho creer a mí, ni me diferencio en nada del resto de los mortales.” Y aunque ella, Filomena, no podía verla, imaginaba la cara de doña Estanislaa, frenética, obstinada, en su lucha contra toda evidencia.
»Aquel invierno, mientras estuvo fuera, el señorito no les escribió ninguna carta. La señora iba todos los días al pueblo en busca del correo y regresaba con las manos vacías. Era horrible verla regresar así, hundida en el fondo de la tartana, con el semblante blanco, como enharinado, y el brillo de sus ojos cada vez más muerto. Al llegar la noche, para desahogarse, le escribía cartas larguísimas. La lamparilla eléctrica de su dormitorio permanecía encendida hasta la hora del alba.
»Por fin, el mes de mayo, el señorito vino con la señorita Claude, y la señora estuvo a punto de desmayarse de rabia. Estaba muerta de celos, porque sabía que el señorito la quería y deseaba casarse con ella; pero no se atrevía a decir nada por temor a disgustarlo. Sin embargo, era fácil saber lo que pensaba. La simple presencia de la señorita Claude le ponía los nervios de punta. Permanecía encerrada en el cuarto, con las persianas tendidas, inmóvil en medio de aquel horno, con un pañuelo empapado de colonia en la cabeza.
»Un día, aprovechando la ausencia del señorito, la señora pidió a la señorita Claude que se fuera de El Paraíso. La muchacha estaba aclarándose el cabello en la pila de la fuente y no opuso nada a su torrente de razones. Únicamente le oí decir: “Romano es una criatura a la que usted ha malcriado. Si le ocurre algo, la responsabilidad será suya”. Momentos después se presentó en la cocina para pedirme que le enseñara el atajo que lleva a la parada en donde se detiene el coche de línea.
»Aquella noche, el señorito quiso suicidarse. Se había abierto las venas de la muñeca y hubo que avisar al médico. La señora estaba como enloquecida y echaba las culpas de todo a la señorita Claude. Pero cuando pasó el peligro, podía difícilmente ocultar su alegría. Todos los días elaboraba planes fantásticos que el señorito escuchaba cabizbajo, sin decir jamás una sílaba.
»Hasta que una vez —Filomena no sabía cómo—, Romano averiguó lo sucedido entre su madre y Claude. Doña Estanislaa se había arrodillado, suplicándole, por misericordia, que permaneciera junto a ella, pero Romano se desprendió de su abrazo con violencia, subió a la habitación a hacer las maletas y abandonó la casa aquella noche.
»Su muerte hizo perder la razón a la señora. Durante algunos meses se recluyó en la buhardilla, donde no quiso recibir a nadie. Había llegado a creerse que era un pájaro y se hacía servir maíz hervido. En voz alta, dialogaba con sus hijos, David y Romano.
»Con paciencia de chino, aprendió a imitar a la perfección la letra del señorito y escribió a sus amigos firmando con su nombre. Les decía que era feliz, que había alcanzado la dicha junto a su madre y que ya no pensaba casarse con Claude. La mayor parte cayeron en la trampa y le enviaron sus respuestas.
»En realidad —concluyó—, el juego prosigue todavía y las cartas a nombre del señorito, pese al bloqueo y a la guerra, nos llegan aún de vez en cuando.»
La historia (entrevista a través de sueños y de brumas, llena de personajes terribles y obsesos que se colaban en su mente «de estraperlo», como los cigarrillos, las latas de conserva, la propaganda política enemiga y los agentes perseguidos por el tráfico de drogas) concluía de modo extraño: don Enrique, le dijo Filomena, era un hombre acabado, moral y físicamente. Pálido, esquelético, su respiración se volvía cada vez más ronca. Aquella primavera, los médicos que doña Estanislaa mandó venir de Barcelona le habían desahuciado. «Un cáncer en la garganta —dijeron—. Total, dos o tres semanas.» Toda la casa parecía prepararse para el acontecimiento y el silencio que guardaban al pasar junto a su alcoba anticipaba ya el respeto que se tiene ante un cadáver. Doña Estanislaa experimentó aquellos días visible impaciencia. Se mostraba muy agitada, daba órdenes a diestro y siniestro y sostenía conferencias telefónicas larguísimas con sus amigas y parientes. En el ambiente se mascaba un clima de tormenta. Era la época más dura del verano y el calor apretaba cada día más. La tierra parecía agrietarse bajo un sol de plomo y el bochorno arrancaba de la terraza nubecillas de celofán caliente. A mediados de julio se hizo palpable que aquello no podía durar. Hacía tres días que el señor estaba agonizante y doña Estanislaa no se separaba un segundo de su cabecera. Cada media hora, sin decir una sílaba, renovaba las compresas que le ponía sobre el pecho. El abismo que mediaba entre ellos no había hecho más que ahondarse en el curso de los años, y desde la muerte de su segundo hijo evitaban dirigirse la palabra. En silencio cada uno cumplía con su deber: el marido, de no quejarse nunca; doña Estanislaa, el de atenderle como buena cristiana.
Hasta que el dieciocho, al fin, la tormenta que todos presentían estalló con inusitada violencia. Doña Estanislaa había revolucionado la casa con sus gritos, y vociferaba delante del teléfono: «Señorita, por favor. Aquí el diecisiete. Doña Estanislaa Lizarzaburu, de El Paraíso. Ponga una conferencia con cualquier empresa de alquiler de automóviles. Se trata de algo muy urgente. Diga que no me importa el precio. Mi marido… Señorita, señorita…» Águeda había intentado decir que las líneas estaban cortadas a causa de la revolución, pero ella permaneció obstinadamente junto al receptor, marcando la señal, equivocándose y volviéndola a marcar: «Telefonista, ¿me oye usted? ¿Quiere usted hacerme el favor de tomar nota de cuanto le digo? Aquí el diecisiete, sí. El Paraíso. Se trata de conseguir el envío de unos automóviles desde Barcelona para los amigos de mi marido, que agoniza… Todos los que puedan. Diga que el precio no me importa… ¿Qué dice? ¿Que la línea está cortada? ¿Que no funciona? Oiga, oiga…» Sus dedos temblaban al restablecer la comunicación; tenía el cabello alborotado y los ojos le brillaban: «¿Señorita? Sí, soy yo. ¿Qué ocurre con la línea esta mañana? No, no la oigo… Sí. Ya le he dicho que es algo muy urgente… Pues si no puede hablar, telegrafíen: “Enrique agonizante. Situación desesperada. Avisad a los amigos”. Sí, a-go-ni-zan-te, de agonía. Venid en seguida. En-se-gui-da. ¿Me oye?»
De regreso a la habitación del moribundo, había empezado a increparle: «¿Tú morir como un caballero? ¿Desde cuándo un caballero pasa el tiempo sin hacer jamás nada? ¿Desde cuándo se aísla en su covacha hasta acabar hecho un topo?» Sus gritos traspasaban las paredes y tabiques. Filomena imaginaba al marido furioso, impotente, con los ojos llenos de lágrimas, intentando gritar sin conseguirlo. «Óyeme bien. Me he sacrificado por ti toda la vida, pero ahora no quiero callar. Estoy harta de llevar hasta el fin esta comedia. Si he continuado junto a ti, lo he hecho por consideración a los hijos, pero ahora que ellos han muerto nadie podrá pararme los pies. Con tus locuras y tus vicios me has arrastrado públicamente por el fango, pero mi historia debe salir a la luz…»
La escena había sido una auténtica locura: apostada junto a la ventana de la alcoba, doña Estanislaa aguardaba la llegada de los deudos y parientes. Para humillarle le explicaba el entierro de su padre, con gran lujo de pormenores: había sido algo nunca visto; Barcelona entera formó cola detrás del cadáver; El Paraíso semejaba un hormiguero gigantesco. Había dado orden a Filomena de preparar todas las habitaciones, como si aguardase la llegada de un verdadero ejército, y encargó telefónicamente refrescos y alimentos a destajo. Fueron unas horas de tensión y de agobio en las que el silencio se condensaba en la habitación del moribundo. Tampoco doña Estanislaa decía nada ahora y se contentaba con seguir el horizonte del camino con los ojos brillantes como gotitas de mercurio.
Y mientras los últimos billetes que constituían su fortuna volaban como hojas arrastradas por el viento, la comitiva de automóviles vacíos se había abierto paso por entre las barreras de milicianos y bandas armadas, a través de pueblos desiertos e iglesias en ruinas, con las carrocerías de metal cromado espejeando al sol de julio. El viaje duró toda la jornada. Cubiertos de polvo, atronando con sus bocinas desde un kilómetro antes, comenzaron a llegar a El Paraíso cuando el enfermo entraba en coma.
Doña Estanislaa salió a recibirlos con el semblante imperturbable. Desde el pórtico, la vio bajar a la terraza donde paraban los automóviles, con su mejor traje de gala: el velo de tul y lentejuelas y la falda de satén. Registrando los interiores vacíos, a través de la hilera de chóferes que se apartaban a su paso, parecía comprobar hasta qué punto su predicción había sido cierta: estaban solos. El mundo los había olvidado. Se disponía a decírselo al marido, sin rencor, con la objetividad del que describe un hecho, cuando Águeda la alcanzó en la galería y le comunicó, con voz tranquila, que el enfermo había muerto.
(Abel, que vio su foto en el cuarto de Águeda, se preguntaba cómo aquel niño había podido trocarse en el hombre viejo que el relato de doña Estanislaa deformaba, achatándolo y alargándolo como un espejo de feria. En su infancia, tuvo el cabello rubio como él y una piel lisa que no conocía, el afeitado y, puesto que no había muerto entonces, debía de andar oculto en algún sitio: los cuerpos de los niños que no morían jóvenes se metamorfoseaban y habitaban sus sueños rozando de puntillas escaleras chirriantes, tapas de piano vacías y un mundo de violines, asesinos y arcángeles.)
«Aquella noche —concluyó Filomena— le rezamos entre todas un responso.»
Ahora, el cadáver del niño estaba solo. En tanto no llegara la familia, el alférez lo había hecho trasladar al piso bajo y ordenó que lo extendieran sobre el catre de tijera del antiguo vigilante. Los soldados buscaron un crucifijo por toda la escuela y, no hallándolo, improvisaron uno con dos ramas de acebo. Pero las manos del niño estaban rígidas y no quisieron aceptarlo entre sus dedos. Entonces lo dejaron encima del pecho, al lado del ramo de amapolas y, conforme habían visto hacer al cura, rezaron una breve plegaria por el descanso de su alma.
El niño continuaba extendido como un santito de estampa y el soldado encargado del turno de vela lo contemplaba lleno de miedo. Después del combate de la mañana, había bebido demasiado y la cabeza le daba más vueltas que una hélice. Con los ojos forzadamente inmóviles, observó los reflejos de la luz en los cristales de la ventana; fuera, el sol se agitaba como un fenómeno de espejismo y bruñía la superficie angulosa del pretil. Una mosca tornasolada remolineaba en el aire estancado y quieto: el soldado la veía girar como una pesadilla en torno al cuerpo del niño. Era un bicho peludo y grueso, que emitía un zumbido monótono y que acabó posándose en el bosque sangriento por el que había entrado la bala. La escena le había llenado de horror, y únicamente mediante un gran esfuerzo logró apartarla de allí.
El rostro del niño, blanco, como de porcelana, le inspiraba indecible tristeza. Todos sus rasgos parecían haber sido delicadamente cincelados y el ramo de amapolas en el pecho le daba un aire frágil, de juguete. En un perchero, al lado de la puerta, pendía una cortina de arpillera de más de dos metros de longitud. A tientas, el soldado se incorporó de la alfombra en la que se había arrodillado y extendió la cortina, a modo de sudario, sobre el cadáver del pequeño. La mosca, que rondaba glotonamente en torno a la herida, voló entonces hacia la ventana.
El soldado se dejó caer de rodillas y contempló su obra satisfecho: velado de blanco, el bulto podía ser otra cosa. Al menos, dejaba de obsesionarle. La posición en que estaba le resultaba bastante incómoda, y acabó por sentarse en cuclillas. Fuera, se oían las voces de los soldados y el claxon inconfundible del camión de Intendencia. Los campesinos de los alrededores habían venido a charlar con los soldados y el brigada repartía a la chiquillería los chuscos sobrantes. Únicamente aquella habitación estaba silenciosa, como apagada, y el soldado experimentó una angustiosa sensación de vacío. Todo el mundo reía y bailaba, festejando la llegada de las tropas, y él estaba allí, solitario, castigado, velando el cadáver de un niño.
Aquello era injusto, terriblemente injusto. Permaneció así, atontado, contemplando las manchas escamosas que la humedad formaba en las paredes y en el techo. En un marco ovalado, pintado de rojo, había la fotografía de un caballero viejo, con barbas de chivo, al que los chiquillos habían dibujado unos cuernos con un lápiz color naranja. El semblante del caballero tenía algo de demoníaco y el soldado sentía profundo malestar al observarle: a pesar de ello, tampoco podía separar los ojos de él. Un vínculo sutil, frágil como una tela de araña, los ligaba a él, al señor de las barbas y al chiquillo cubierto por la cortina de arpillera, como a una vida pasada, cuyo sentido no lograba vislumbrar.
Un grupo de mujeres se había aproximado a la ventana y espió el interior de la pieza haciéndose pantalla con las manos. El soldado se enderezó al verlas y las obsequió con un esbozo de sonrisa. Estaba en un momento en que, aislado del mundo, como un paria, hubiera acogido cualquier señal de afecto con una explosión de entusiasmo. Deseó, por un instante, tener algo de vino para ofrecerlo a las mujeres, cantar con ellas una canción alegre, olvidarse del bulto velado de blanco. Por eso tardó mucho en comprender lo que querían y su semblante se tornó súbitamente pálido.
—Por favor, señor. ¿Quiere usted enseñarnos el muerto?
El soldado retrocedió tambaleándose y tropezó con el catre de tijera. Las patas de delante se doblaron a causa de la presión de sus rodillas y, antes de que tuviera tiempo de evitarlo, el cadáver rodó hasta la alfombra y se quedó allí, extendido como un títere, con los ojos milagrosamente abiertos y el ramo de amapolas deshojado formando en torno de su cabello una corona de arrugados y marchitos pétalos. Entonces, un estremecimiento de pánico recorrió el pequeño grupo de mujeres, que prorrumpió en un coro de gritos. El soldado sintió que se le revolvían las entrañas y abandonó la habitación, corriendo, para vomitar en el pasillo.