CAPÍTULO SEXTO

En Manosque se habían tomado en serio lo de las barricadas.

Habían obstruido la calle con una carreta, barriles y una especie de faetón, provisto de bancos, tumbado de lado.

Un hombre gordo de aspecto bonachón, vestido con un redingote cruzado por la bandolera de una escopeta de caza, salió de la fortificación.

—¡Alto! —dijo—. Prohibido el paso. No queremos a nadie aquí, ¿lo oye? ¡A nadie! Toda resistencia es inútil.

Estas últimas palabras regocijaron profundamente a Angelo, que continuó avanzando. Había aún bastante luz para que pudiera seguir en aquel rostro pálido, encuadrado por unas pobladas patillas algodonosas, los progresos de un miedo cerval. El hombre se encerró a toda prisa en su plaza fuerte. Cuatro o cinco rostros admirados asomaron enseguida por encima de la barricada.

—¿Adónde va? ¡No se acerque! —gritaron algunas voces no muy seguras—. ¿Qué le trae por aquí?

—Me han alabado la belleza de las gentes de este lugar —dijo muy serio Angelo, que contenía a duras penas la risa—, y vengo a comprobarlo personalmente.

Esta respuesta pareció espantarlos aún más que la presencia real del jinete.

«Son tenderos», dijo para sí Angelo, «y ése del redingote es un lacayo.»

—Vamos..., seguro que es usted un buen muchacho —dijo una cara gorda y gris cuyas mejillas temblaban.

—Soy el muchacho más terrible de la tierra —dijo Angelo—, como han sabido muy pronto todos cuantos me han tratado. Hagan rodar esas barricas y salgan de ahí para que yo pase. De lo contrario, salto, y entonces, ¡ay de ustedes!

Y, al mismo tiempo, hacía caracolear a su caballo que, fatigado, ponía en ello muy poco ardor. Esta demostración y un breve relincho de dolor (ya que Angelo, entregado a su juego, seguía dando buenos tirones de riendas), llevaron al desconcierto a la fortaleza.

Desaparecieron las cabezas. Le apuntaron con un fusil.

«Están a punto de ensuciarse los pantalones», se dijo Angelo, «¡ayudémoslos!»

Y disparó un pistoletazo al aire que hizo mucho ruido. Luego tomó tranquilamente un camino transversal que corría sobre el flanco de una loma, bordeado de almendros.

Diez minutos después estaba en unos huertos, al pie de los muros de la ciudad.

—Amigo mío, estás libre —le dijo a su caballo.

Lo despojó de la silla y del freno y, ya en pelo, lo despidió con una amistosa palmada en los ijares. Disimuló el arnés entre unas zarzas. Luego se metió entre unas cañas y salió a un sembrado de repollos. Atravesó un arroyuelo que olía muy mal y, andando a lo largo del muro de una curtiduría, desembocó en una avenida plantada de tilos. Los faroles estaban encendidos.

Tenía la piel acartonada de sudor y de quemaduras del sol. Fue a lavarse en una fuente. Apenas había sumergido las manos en las aguas de la taza cuando lo cogieron firmemente por los hombros y tiraron de él hacia atrás mientras algunos brazos muy fuertes lo agarraban por la cintura sin miramientos.

—Uno más —gritó una voz cerca de su oído mientras se debatía tratando de dar algunos puntapiés al tiempo que recibía en la cara y el cuerpo una lluvia de puñetazos. Inmovilizaron sus piernas, lo tendieron en el suelo y lo sujetaron sólidamente. Oyó decir:

—Ha venido por detrás de la curtiduría.

—Registradlo.

—Lleva dos pistolas.

—Quitadle los paquetes de veneno.

—Ha debido de echarlos en la fuente.

—Vaciad la taza.

—Una de sus pistolas está descargada y huele a pólvora.

Al cabo alguien dijo:

—Aplastémosle la cabeza.

Entonces vio levantarse algunos pies; pero todos se pusieron a hablar a la vez atropellándose a su alrededor mientras sonaban golpes sordos en la tapa del sumidero de la taza para hacerla saltar.

El farol más próximo estaba aún muy lejos para que Angelo pudiera saber con quienes se las había. Le pareció que eran obreros. Veía delantales de cuero.

—¡Venga, levántate! —le dijeron mientras le daban puntapiés en los costados. Y casi al mismo tiempo fue levantado y puesto de pie con tanta violencia, que su cabeza golpeó en sus hombros.

Por fin pudo ver, y de muy cerca, las caras que lo rodeaban y lo injuriaban. No eran muy terribles, salvo por el hecho de que estaban llenas de miedo. Un hombre de unos treinta años, bien constituido, de cabellera rizada y gran nariz, había caído en una suerte de trance histérico. Daba continuas patadas en el suelo alrededor del grupo que sujetaba a Angelo, distribuía puñetazos en el vacío y gritaba con voz de falsete:

—¡Es él! ¡Colguémoslo! ¡Es él! ¡Colguémoslo! ¡Matémoslo! ¡Matémoslo!

Los ojos se le salían de las órbitas. Acabó por ahogarse y toser. Luego le escupió a Angelo en la cara.

Después de una controversia en la que triunfó una voz grave y sombría que hablaba muy calmosamente y de nuevos empujones provocados por el hombre de la gran nariz en su intento de alcanzar a Angelo con sus puños, se pusieron en marcha. Siguieron por la avenida, entraron en la ciudad y anduvieron por varias callejuelas en las que Angelo advirtió muy grandes y muy hermosas puertas, pero también persianas que se abrían precipitadamente. Quizá pasaban del centenar las personas que marchaban detrás de él. Por fortuna, las calles, muy estrechas, mantenían lejos de su víctima a aquella muchedumbre, en la que continuaban oyéndose los gritos en falsete del histérico.

—No es usted un cobarde, ni mucho menos, señor —dijo la voz grave y sombría al oído de Angelo—, pero démonos prisa si no quiere correr la suerte del otro.

Desde que se había puesto a contemplar la belleza de las grandes puertas, Angelo había recobrado el dominio sobre sí mismo.

—No tengo prisa —contestó.

Pero fue arrastrado y, por más que se resistió, lo introdujeron, a toda prisa y a empellones, en un cuerpo de guardia. Dos gendarmes se levantaron precipitadamente derribando su banco y bloquearon la entrada.

El hombre que habló al oído de Angelo había entrado con él.

—¡Uf! Ha escapado por los pelos —dijo la voz sombría—. Si yo no hubiera estado allí, lo habrían matado como al otro.

Era delgado y trigueño; se mantenía erguido, aparentemente impasible, en una actitud militar.

Tras una mesa iluminada por dos candelabros de tres bujías, había un segundo personaje, también de aspecto muy militar, no obstante su hermosa corbata de faya, pues encima de la corbata el rostro estaba marcado por una larga cicatriz que iba de una mejilla a otra y le mellaba la nariz.

«Es un antiguo sablazo», se dijo Angelo.

No había visto nunca nada más hermoso que esa cicatriz. Con la punta de su bota levantó el banco que los gendarmes habían volcado.

—Dadles en las narices a esos tunos —dijo el de la corbata de faya.

Fuera continuaba el tumulto. «¡Muera el envenenador!», gritaban.

La voz de, falsete se aproximaba a la puerta. Debían de estar empujando al histérico hacia adelante, o bien éste se abría camino. Se le oía decir en tono de arenga:

—Ha puesto veneno en la fuente de los Observantes. Es un complot para matar al pueblo. Es un extranjero. Lleva botas de inglés.

El hombre de la corbata de faya miró las botas de Angelo.

—Está pagado por el gobierno —agregó la voz de falsete.

El hombre de la corbata de faya se levantó y fue a la puerta. Hizo a un lado a los gendarmes y se plantó en el umbral.

—¿Y a ti? —dijo—. ¿Quién te paga para hacer el imbécil? Has recibido trescientos francos en oro con el último correo y una carta de París cuya copia tengo en mi escritorio. Dinos quién te paga, Michu.

—El cólera es un pretexto para envenenar a los pobres —gritó el histérico.

«Ese hombre está loco», se dijo Angelo, «pero lo encontraré y lo mataré.»

—No hacen falta pretextos —dijo el de la corbata de faya—. Hace ya tiempo que os creéis lo bastante mayorcitos para ensuciaros en vuestros pozos. Cerrad la puerta —les dijo a los gendarmes—, y disparad contra esa gentuza si se atreven a abrir y entrar.

—¡Nos veremos las caras, viejo revolucionario! —gritó alguien.

—Cuando quieras —dijo el de la corbata de faya.

Volvió a sentarse a la mesa. Angelo sentía admiración por él. Hubiera deseado estar en su lugar. No estaba habituado a ser protegido. Si en ese momento ese hombre le hubiera dirigido la palabra, le habría confesado con placer quién era y hasta lo que pensaba hacer. Habría adoptado un tono grandilocuente para decírselo todo.

Pero un gendarme golpeó un banco con la palma de la mano invitándole a sentarse.

—¿Dónde lo han cogido? —dijo el de la corbata de faya.

—En la fuente de los Observantes —dijo la voz sombría—. Tenía las manos en el agua.

—Lo más gracioso —dijo el de la corbata de faya— es que en la prefectura de policía parecen querer convencernos de que se creen esos rumores. A menos que pretendan hacerse el tonto...

—Si verdaderamente se tratara de un asunto de esa índole —dijo la voz sombría—, barrunto que las cosas irían mucho más deprisa.

—En lo que me concierne, van ya bastante rápidas —dijo el de la corbata de faya—. Gendarmes —agregó—, sacad un banco y sentaos fuera. Poned los fusiles entre las piernas y estad ojo avizor.

—Acérquese —le dijo a Angelo cuando los gendarmes hubieron salido—. ¿Lleva documentación?

—No —dijo Angelo.

—¿Es usted francés?

—No.

—¿Piamontés?

—Sí.

—¿Refugiado político?

Angelo no respondió.

—No tiene miedo —dijo el hombre de la voz sombría—. Se defendió a puntapiés sin decir una palabra.

—¡Oh!, entonces es alguien que tiene algo que ocultar —dijo el de la corbata de faya.

—Sí —dijo la voz sombría—, pero no creo que haya echado matarratas en ninguna fuente.

—¿Te niegas a creerlo?

—Desde luego.

El hombre de la corbata de faya miró de nuevo a Angelo de pies a cabeza.

—En efecto —dijo—, apuesto a que si colocaras a este tipo en el último cuadro de Waterloo, haría un papel decoroso.

—Me quitas las palabras de la boca —dijo la voz sombría.

—Sí, pero... ¿y la orden? —dijo el de la corbata—. ¿Qué hacemos con la orden? No debemos olvidar que por todas partes cunde el miedo, como después de Leipzig.

[8]

—Exactamente. Hay un canguelo general —dijo la voz sombría.

—Reflexiona un poco —dijo el de la corbata.

—¿Quieres que rebusque en mi mente? Pues veo imágenes muy interesantes —dijo la voz sombría.

—Dime de qué imágenes se trata —dijo el de la corbata.

—Abejas

[9] —dijo la voz sombría.

—No está mal... ¿Sabes que hay una circular firmada por Gisquet?

—¿Qué dice?

—Tonterías.

—¿Qué clase de tonterías?

—Tonterías como las que dicen esos tipos que están ahí fuera.

—Lo cual no me hace renunciar a la idea de que veo abejas. ¡Al contrario!

—Reconozco que eso explicaría la circular de Gisquet.

—Y el oro de Michu —dijo la voz sombría—. Los luises eran nuevos, y los luises nuevos proceden directamente de quien los fabrica. En mi opinión.

—Eres profundo.

—Como un pozo en que la Verdad toma su baño de asiento.

—Entonces, ¿qué haremos con él? —dijo el de la corbata.

—Dejaremos que se escape por la puerta de atrás —dijo la voz sombría.

Mientras se desarrollaba esta conversación, Angelo pensaba en los golpes que había recibido. Estaba literalmente enloquecido de rabia al pensar que lo habían golpeado y arrastrado por el suelo. Se decía sin cesar: «Me han escupido en la cara.» Pensaba en venganzas horribles. Estaba tan abstraído en ello, que tenía un aire como ausente e indiferente a todo que no carecía de nobleza.

—Siga a ese hombre —le dijo el de la corbata de faya.

Y como Angelo no se movió, se corrigió.

—Haga el favor de seguir a ese hombre, señor.

Angelo le saludó con una leve inclinación de cabeza. No había oído la primera indicación.

—Ha estado usted muy bien —le dijo el hombre de la voz sombría mientras recorrían un largo corredor.

El hombre subió a un escabel y apagó una lámpara de petróleo colocada en un nicho abierto en la pared. Abrió la puerta, que daba a los huertos. Salió, sin embargo, con grandes precauciones, y aguzó el oído atentamente a derecha e izquierda. Se oía el canto tranquilizador de numerosas ranas.

—Con estos cobardes uno nunca puede estar seguro —dijo—. Son muy astutos. Pero el camino está libre. Venga conmigo. Sólo hay que evitar clavarse algún rodrigón.

—No entiendo lo que ocurre —dijo Angelo—, No comprendo por qué debo esconderme. No he hecho mal a nadie.

—¡Silencio! —dijo el hombre—. No hay que hablar nunca de inocencia. Y si necesita asesinos, busque siempre a cobardes. Actúan con decisión porque eso los calma. Mientras matan, no piensan en su miedo. ¡Atención! ¡No pise los repollos!

Atravesaban un huerto.

—No tendré nunca, ciertamente, necesidad de asesinar —dijo Angelo—, La tuve una vez, pero arreglé el asunto yo mismo.

—Bueno —dijo calmosamente el hombre—, será mejor que no mencione la cuerda en casa del ahorcado. Y procure marchar exactamente sobre mis pasos. Aquí tengo plantadas mis judías.

Llegaron a una empalizada a través de la cual se veía una calle desierta iluminada por un farol rojo.

—Voy a abrirle la puerta —dijo el hombre. Entonces apoyó la mano en el brazo de Angelo—, No puede imaginarse —prosiguió con una franqueza militar— hasta qué punto soy partidario de la Revolución. Le aseguro que, no obstante mi edad, todavía sería capaz de hacerla como soldado raso. ¿Comprende? Por lo tanto, si yo le digo: «No alborote tanto», quiero decir: «No alborote tanto.» El cólera es una porquería, pero lo demás es una porquería aún peor. Procure obrar con sensatez.

—¿Qué es lo demás? —dijo Angelo.

—Hay gentes que han sido pagados para decir que el gobierno ha envenenado las fuentes. ¿No le sugiere eso nada?

—Es una cobardía —dijo Angelo.

—Pero, como va dirigida a cobardes, la idea es buena —dijo el hombre.

Y abrió la puerta.

—Por la derecha se va a la ciudad, por la izquierda se va al campo —dijo mostrando la calle—. Buenas noches, señor.

Angelo tomó hacia la derecha. Más allá del farol la calle torcía entre caballerizas con agradable olor a estiércol de caballo. Angelo aprovechó un rincón oscuro para hacer el inventario de sus bolsillos. Lo había metido todo en los tres bolsillos de su pantalón. Uno contenía la pistola que había descargado al aire delante de la barricada, el otro un pañuelo y tres pequeños cigarros. En el bolsillo de atrás tenía otra pistola cargada y treinta luises que contó. «Si hace un rato no me hubiera portado como un niño delante de esos burgueses que se escondían detrás de los barriles, tendría aún dos tiros, mientras que ahora sólo me queda uno», se dijo. «Tenía razón ese soldado que ahora está en la policía. No hay que hacer tonterías. Por darme el gusto, hace un rato, de enojarme y armar bronca, no podré matar más que a uno de esos perros. Y si no es el que me escupió en la cara, no habré lavado la afrenta.» Sentía un deseo obsesivo de vengarse.

La calle desembocaba en una avenida plantada de olmos gigantescos en los que trinaba un inverosímil gorjeo de ruiseñores, que se perseguían y revoloteaban arrancando al follaje un ruido como de granizo. Angelo contó siete faroles alineados bajo la espesa bóveda de los olmos. La avenida estaba desierta. No era tarde, sin embargo. Una campana dio las nueve.

—Debo ir en seguida a casa de Giuseppe —se dijo Angelo—, Me parece que he de seguir por aquí hasta una especie de campanario coronado por un globo de hierro forjado, debajo del cual hay un paso abovedado.

Caminaba ciñéndose a la hilera de olmos para quedar en la sombra cuando oyó, provenientes de una calle transversal, el rodar y el chirriar de una carreta muy cargada. Se escondió detrás de un tronco y vio aparecer a dos hombres, cada uno de los cuales llevaba una antorcha. Precedían a una carreta de la que tiraban dos caballos. Cuatro o cinco personas más, vestidas con blusas blancas y que llevaban azadones, palas y antorchas, marchaban junto a las ruedas. Era un cargamento de ataúdes, y hasta de cadáveres simplemente envueltos en sábanas. Brazos, piernas y cabezas que bailoteaban en el extremo de largos pescuezos flacos y blandos sobrepasaban los adrales. El cortejo pasó cerca del árbol detrás del que se ocultaba Angelo, que pudo advertir el aire apacible de los sepultureros, algunos de los cuales incluso fumaban sus pipas mientras andaban. Una persiana se abrió en una de las casas que orillaban la avenida y una voz de mujer, semejante a un maullido, llamó y gritó. Uno de los hombres de blusa blanca contestó:

—Espere a la otra carreta; ésta ya va llena.

Los ruiseñores no habían dejado de cantar ni de revolotear entre el follaje. Angelo debía seguir el mismo camino que la carreta. La dejó adelantarse. Había dejado detrás de sí un olor almizclado.

Angelo llegó por fin al portal coronado por un globo de hierro del que se había acordado. Daba a una calleja oscura. Todas las casas estaban cerradas, salvo, a unos cincuenta pasos, una tienda cuyas puertas de vidrio daban un poco de luz. Angelo recordó una pequeña taberna a la que Giuseppe lo había llevado una vez a beber vino y que debía de estar por allí. «Si es una taberna», se dijo, «voy a pedir una botella de vino.» Desde el pollo de Peyruis no había comido nada, pero era sobre todo la sed lo que lo atormentaba, hasta el punto de no pensar en fumar. «Preguntaré además por la casa de Giuseppe; creo que no está lejos de allí.»

La luz, en efecto, procedía de una pequeña taberna. A través de los cristales pudo ver a cuatro o cinco hombres que bebían de pie. Angelo empujó la puerta. Le sirvieron vino, pero después de muchas ceremonias. El tabernero lo miraba con desconfianza. Los hombres que bebían debían de ser panaderos, a juzgar por sus gorros cubiertos de salvado. Ellos también abrieron mucho los ojos cuando Angelo se puso a beber su vino directamente de la botella.

Angelo no comprendió que esos hombres y el tabernero —que bebían silenciosamente juntos cuando él entró— se esforzaban por atenuar su miedo siguiendo su vida normal, de la que formaban parte aquella reunión, como las que tenían antes de la epidemia, y el vino, que, por lo común, preludiaba el olvido de las preocupaciones. La llegada de un desconocido había renovado bruscamente la atmósfera de inquietud. Hay que reconocer también que su manera de beber era sospechosa.

Lo miraron de arriba abajo y uno de los panaderos tuvo la suficiente sangre fría para reparar en las hermosas botas de Angelo. Dejó enseguida su vaso y salió. Se le oyó correr en la calle.

Angelo estaba en esos instantes en que una sed largo tiempo soportada acababa por fin de ser satisfecha y en que es mucho más importante recobrar el aliento y relamerse los labios que observar lo que ocurre en derredor. No vio salir al hombre. Notó, sin embargo, que los otros tenían miradas comprometedoramente hipócritas y sonreían con disimulo por debajo de los bigotes. Frunció las cejas, preguntó muy secamente cuánto debía y pagó con medio escudo que tuvo la habilidad de hacer rodar sobre el mostrador. En dos zancadas estuvo fuera mientras, instintivamente, los otros miraban la moneda.

Demasiado lo habían prevenido las miradas hipócritas y las sonrisas para no correr inmediatamente hasta una callejuela llena de sombras. Sin embargo, una mano lo agarró al pasar, se deslizó a lo largo de su brazo y desgarró su camisa mientras una voz sorda llena de odio decía: «Es el envenenador.»

Angelo echó a correr. «He de procurar no pasar por imbécil ante ese buen policía que se tomó la molestia de hacerme atravesar su huerto», se dijo, «y que tendría derecho a considerarme un zote si me dejara prender de nuevo. Si tuviera dos tiros de pistola en lugar de uno, me daría el lujo de enviar a uno de esos desgraciados a criar malvas.»

Los tenía a sus talones. Calzados con sandalias y más a sus anchas a pesar de la oscuridad, en lugares que conocían bien, corrían más que él. En varias ocasiones otras manos alcanzaron y desgarraron la camisa de Angelo, que, no obstante la oscuridad, dio un puntapié que alcanzó de lleno un vientre.

El hombre soltó un alarido y cayó. Angelo pudo ganar alguna ventaja y se metió en una calle a la derecha y luego en otra que descendía bajo una bóveda.

«Con tal de que no sea un callejón sin salida», se decía mientras corría que se las pelaba. «Ahora es cuestión de vida o muerte. ¡Si hay que matar, mataré!» Esta idea lo tranquilizó y hasta le dio un poco de alegría. Se detuvo. Con la mano derecha cogió por el centro la pistola descargada. «Golpeando de arriba abajo con el cañón de acero con todas mis fuerzas, si tengo la suerte de darle a alguien en la cabeza, me lo cargo. ¿Y qué?», siguió diciéndose. «En lugar de correr como un conejo, incluso puedo volverme cazador. Todo depende de mi resolución. No tengo más que disimularme contra una puerta. Si descalabro a uno o dos, los otros lo pensarán dos veces. Y si no lo hacen, como último recurso quemaré mi pólvora. Después, que sea lo que Dios quiera. Pero lo habrán pagado caro.» Se sentía feliz como un rey.

Permaneció quieto. Pronto oyó las sandalias que paso a paso llegaban por la calle con precaución. Sus perseguidores pasaron por su lado, al alcance de su mano. Eran una decena. Uno de ellos decía en voz baja:

—¿Es el gobierno el que le ha pagado esas botas?

—¿Y quién quieres que sea, si no? —contestó otro.

«Y es el pueblo...», se dijo Angelo. Lo cual detuvo su brazo. «¡Qué desagradable era esa voz! A pesar de su tono bajo, no podía disimular la envidia que tiene de mis botas. Como son gentuza dispuesta a hacer cualquier cosa por un par de botas, creen que yo también. ¿Serán sinceros?», agregó al cabo de un instante.

[10]

No pensaba ya ni remotamente en el peligro que corría. Los hombres calzados con sandalias fueron hasta el extremo de la calle y, al no oír ningún ruido, hablaron entre sí. Luego llamaron y se les contestó desde las calles vecinas. Poco a poco fueron alzando la voz, y Angelo se dio cuenta de que se habían puesto de acuerdo para guardar todas las salidas del barrio.

—Tiene que haberse quedado en esta calle —dijo una voz que parecía mandar—. No os vais a dejar envenenar como perros por un gobierno que quiere la muerte de los obreros. Volved a recorrer la calle, buscando mejor. Debemos atraparlo.

«¡Mala suerte!», se dijo Angelo. «Tendré que matar a alguno. Alguien hay, sin duda, en alguna parte que debe de reírse a gusto.»

Empuñó la pistola cargada con la mano derecha y estrechó la descargada con la izquierda.

Se afirmó fuertemente en su rincón. Sintió entonces que sus espaldas se apoyaban contra maderos que cedían. Era una puerta mal cerrada, sólo con el picaporte.

Sin dejar de vigilar atentamente el ruido de las sandalias que recorrían la calle, Angelo puso la pistola bajo el brazo y trató de hacer girar el tirador de madera. La puerta se abrió. Angelo entró, volvió a cerrar y se quedó inmóvil, conteniendo el aliento en la oscuridad.

Escuchó largo tiempo los ruidos de la calle pero, después de haberlo registrado todo (Angelo oyó cómo repasaban a conciencia el quicio de la puerta para ver si había sido forzada), los hombres se apostaron bajo el paso abovedado, en lo alto de la calle, hablando fuerte.

Entonces Angelo prestó atención a los ruidos de la casa. Eran los de una casa vacía. Encendió el encendedor y sopló la mecha para tener un poco de luz. Por lo que pudo ver, estaba en el corredor de una casa bastante grande. Por fin percibió, no muy lejos de la puerta, una consola en la que había un candelabro con su vela y algunos fósforos. Encendió la vela.

Lo que había tomado por corredor era un vestíbulo. Una escalera muy amplia subía a los pisos. No había muebles ni cuadros, pero la barandilla de la escalera (sobre todo su acabado, que figuraba juncos trenzados) sugería que vivían allí gentes acomodadas.

Angelo hizo adrede un poco de ruido y hasta tosió. Estaba en medio del vestíbulo, con su candelero en la mano, mirando hacia lo alto de la escalera, donde la bella barandilla continuaba en el rellano del primer piso.

«No debo de estar muy elegante en mangas de camisa, y encima llena de sietes», se dijo, «pero en todo caso, tal como estoy aquí, con un candelero en la mano y sin tratar de ocultarme, es difícil que me tomen por un ladrón.» Se atrevió hasta a decir en alta voz, pero sin gritar y con el tono más educado del mundo:

—¿Hay alguien aquí?

De vez en cuando se oían lo que parecían carreras de ratas. Y también el suspirar de las paredes y el crujir de los suelos de madera.

«Bien, voy a subir», se dijo.

No se atrevió a abrir una puerta a su izquierda, cerca de la pequeña consola donde había hallado el candelero. Temía que lo sorprendieran mientras lo hacía, «pues entonces», decía, «sí que podrían tomarme por un ladrón».

Subió, bujía en alto, viendo alzarse grandes puertas por encima de la hermosa barandilla, en el rellano. Una de ellas estaba entreabierta. Dijo: «Señor, o señora, no tenga temor, soy un caballero.» Pero llegó hasta el rellano sin que nada se hubiera movido y sin recibir contestación. La puerta entreabierta continuaba igual de entreabierta. Sin embargo, ahora veía su parte inferior y se dio cuenta de que lo que la mantenía así era una especie de bola de piel de largos pelos de los cuales el resplandor de su vela arrancaba reflejos de oro.

Su escalofrío de miedo fue muy corto cuando comprendió que era una cabellera de mujer. Oyó la voz del pobre mediquillo que le decía al oído: «¡Es el más formidable desembarco de cólera asiático que se haya visto jamás!»

«¿Qué otra cosa podías esperar?», se dijo. Pero no se atrevía a acercarse. Estaba trastornado por la belleza de aquellos cabellos y por el hecho de verlos desparramados en el suelo, así como por la opulencia de aquella cabellera desatada que ahora veía bien con sus admirables reflejos de oro, y a través de la cual se descubría un gracioso perfil azulado.

Era una mujer joven. Estaba aún hermosa, y mordía el vacío con todos sus dientes, muy blancos. La consunción y la cianosis habían tallado su rostro como si fuera de ónice. Descansaba en un charco de vómitos. Su cuerpo no estaba putrefacto. Debía de haber muerto muy rápidamente de cólera seco. Bajo su largo camisón se veía su vientre negro y sus muslos y piernas azules, replegados como los de una langosta a punto de saltar.

Angelo empujó la puerta que el cadáver mantenía entreabierta. Daba a una pieza. Pasó por encima del cadáver y entró. Reinaba en la habitación el desorden de la muerte, pero de una muerte apresurada. La mujer sólo había tenido tiempo de saltar de la cama; luego había ensuciado con sus deyecciones chorreantes las sábanas y el piso en línea recta hacia la puerta, donde había caído muerta. Lo demás estaba apacible: sobre una linda cómoda cubierta de mármol había un reloj de péndulo dentro de un globo de vidrio, dos candelabros de cobre, una caja incrustada de conchillas, algunos daguerrotipos muy hermosos, particularmente el de un anciano en uniforme militar con dolmán de alamares, que apoyaba un puño en la cintura y lucía unos bigotes como cuernos de toro, y el de una dama sentada al piano, en el que hundía unos dedos largos e imperiosos como lanzas. Era morena. Al lado de los daguerrotipos había una copa de vidrio con horquillas, una flor hecha de conchillas, lazos de corsé. Detrás del globo del péndulo había un frasco de agua de Colonia, otro de sales y una botellita de agua de toronjil. A cada lado de la cómoda se alzaba una alta ventana de cristales pequeños cubierta con un viejo cortinaje. Fuera había un jardín: se veía moverse la masa oscura del follaje sobre las estrellas. Tres poltronas: sobre el respaldo de una de ellas dos largas medias negras y unas ligas elásticas. Un velador, un vaso con flores de papel, luego los cortinajes de la alcoba, el lecho, un armario; cerca del armario una pequeña puerta cubierta con un tapiz. Cerca de la puerta una silla, y sobre la silla ropas: pantalones y enaguas bordados.

Angelo abrió la pequeña puerta. Daba a otra habitación. Pero aquí el desorden hablaba de un combate más violento. Ningún olor: desde el umbral se sentía muy bien el leve perfume de violeta de la ropa puesta sobre una silla. Una vez dentro, se notaba otro olor: el de ropa sucia regada con agua o, mejor dicho, con alcohol. El lecho estaba despedazado, mordido y pisoteado, las sábanas desgarradas y manchadas de excrementos y de materias grumosas y blancuzcas. En el suelo había palanganas llenas de agua y ropas mojadas y apelotonadas. El colchón había sido mojado abundantemente. Desde entonces se había secado, pero la tela había quedado maculada por enormes manchas como de herrumbre con anchas aureolas verduzcas. No había ningún cuerpo. «Hay que buscar el último, decía el pobre mediquillo, van a meterse en los lugares más insospechados.» Pero no encontró nada; ni detrás de la cama. Angelo empujó otra pequeña puerta entreabierta. Otra habitación, un fuerte olor a trementina y señales de uno de esos combates sobre ropas sucias y sábanas desgarradas, pero tampoco había nadie. Recorrió la pieza. Caminaba de puntillas. Levantó la vela. No vio nada. Estiró el pescuezo. Se sentía tenso y duro como un alambre.

Volvió a la primera habitación, pasó por encima del cadáver y salió al rellano. Bajó la escalera y apagó la vela. Abrió la puerta. Oyó que hablaban en la calle. Volvió a subir en la oscuridad, guiándose por la barandilla. No encendió la vela hasta que estuvo en el primer piso.

Además de la puerta junto a la cual estaba tendida la mujer de hermosos cabellos, había otras dos. Angelo abrió una de ellas. Daba a un salón. Allí estaba el piano. Un gran sillón con almohadones laterales y sobre él una muleta. Un canapé, un biombo, una mesa de centro en forma de trébol de cuatro hojas. Retratos que se veían mal en sus grandes marcos. Sí: uno que parecía de un juez o de una especie de juez y otro que tenía un sable entre las piernas. Allí no había nada. ¡Sí! Al mismo tiempo que un gélido dedo le recorría el espinazo, Angelo vio una cosa que saltaba de un sillón. ¡Era un cojín! Y se aproximaba a él... Pero no, era un gato, un gran gato que arqueaba la espalda y erguía una cola temblorosa que recordaba un báculo de obispo. Fue a frotarse contra las cañas de las botas de Angelo. Estaba gordo y no parecía asustado ni arisco. ¿Qué habría comido...? No, la ventana estaba entreabierta. Debía de salir a merodear.

En el segundo piso, nada. Se veía enseguida. Tres habitaciones que sólo contenían jarros, boisseaux para medir el trigo, un maniquí de mimbre, banastas, bolsas, una vieja caja de violín abierta y desgonzada, un caballete para poner a secar la cosecha de aceitunas, calabazas, elásticos de cama, un pupitre de música, una ratonera, una garrafa de vinagre, duelas, un viejo sombrero de paja, un no menos viejo fusil. Pero la escalera subía más arriba. Y al mismo tiempo se volvía campesina. Olía a granos y a pájaros, y hasta estaba sembrada de paja aquí y allá. Terminaba en una verdadera puerta de granja que, al ser empujada, se abrió rechinando de un modo horripilante para mostrar un fosforescente manto de estrellas.

Era lo que en el Mediodía se llama una «galería», es decir, una especie de terraza cubierta en la parte más alta de las casas.

Se había levantado un viento cálido y muy suave que avivaba el brillo de las estrellas y hacía balancearse y rumorear el follaje de los árboles. Un tintineo, que Angelo situó en pleno cielo, le hizo levantar los ojos; en la noche, no muy lejos de allí, pudo distinguir la jaula de hierro de un campanario y luego el anguloso encaballamiento de los tejados, algunos de los cuales estaban tan pulidos, que el simple parpadeo de las estrellas los hacía brillar.

Angelo respiró con placer aquel aire que olía a tejas calientes y a nidos de golondrinas. Apagó la vela y se sentó en el parapeto de la terraza. La noche estaba tan cargada de estrellas, y éstas eran ascuas tan ardientes, que podía ver claramente cómo se unían los tejados unos con otros igual que las planchas de una armadura. La luz era negra como el acero, pero de vez en cuando se encendía una chispa en la cresta de un tejado, en la orilla barnizada de un palomar, en una veleta, en una jaula de hierro. Breves olas inmóviles extraordinariamente tensas cubrían de una resaca angulosa y gélida todo el emplazamiento de la ciudad. Pálidos frontones de color perla, en cuya superficie agonizaba una levísima luz semejante a la del fósforo, se enmarañaban con triángulos de sombras compactas, erguidos como pirámides o acostados horizontalmente igual que campos; explanadas en las cuales bailaba un resplandor verdoso abrían hacia todos los lados ringleras de tejas como varillas de abanico; afiligranadas cúpulas de plata se henchían de tinieblas en la cima de alguna gran iglesia; las torres y el encadenamiento negro y gris de reductos y caminos de ronda superpuestos se alzaban con los bordes dentados erizados de estrellas. A lo lejos, los faroles de las plazas y las avenidas exhalaban vapores ocráceos y herrumbrosos alrededor de los cuales festoneaban orlas y coronas de retama, y el desgarrón de tinta de las calles dividía los barrios.

Un viento exánime, que caía a plomo o rodaba lentamente como una bola de algodón, chapoteaba sobre toda la extensión de los tejados, echaba a andar los gruñidos dormidos en el vacío de las campanas y rozaba las cajas veladas de los graneros y los techos de los conventos. El ramaje de los olmos y los sicómoros gemía como arboladuras de navíos. En las colinas lejanas se oían el revoloteo y los aletazos de los grandes bosques. El balanceo de los faroles colgados producía una especie de relámpagos rojos, y aquel aire pesado que saltaba como un gato a través de la densa exhalación de las tejas amalgamaba los colores bajo la noche en una masa de alquitrán dorado.

«¡Qué desgraciados son los hombres!», se dijo Angelo. «Todo lo hermoso se hace sin su intervención. El cólera y las consignas son inventos suyos. Rugen de celos o se mueren de tedio, lo cual viene a ser lo mismo, si no les es posible intervenir. Y, cuando intervienen, triunfan la hipocresía y el delirio. Basta estar aquí, o en las soledades que atravesaba yo a caballo el otro día, para saber dónde se hallan los verdaderos combates y para volverse muy quisquilloso en materia de victorias. En definitiva, para no contentarse nunca más con poco. En cuanto estamos solos, las cosas nos conducen por sí mismas y nos fuerzan siempre a tomar los caminos que andan cuesta arriba. Pero entonces, y aunque no se llegue, ¡qué panoramas tan hermosos vemos y cómo nos llenan de paz!»

Acostumbrado a obedecer sin discutirlos sus juveniles impulsos, Angelo no se daba cuenta de que esos pensamientos carecían de originalidad y de que incluso eran falsos. Tenía, sí, veinticinco años, pero, a esa edad, ¡cuántos hay que se han vuelto ya fríos y calculadores! Él era de esos hombres que tienen veinticinco años durante cincuenta años. Su alma no comprendía la importancia de la posición social y de tener una buena situación, o por lo menos de pertenecer al partido que distribuye las buenas situaciones. Miraba a la libertad como los creyentes miran a la Virgen. Los más sinceros de los hombres con los cuales contaba Angelo la veían como una cosa que estaba de moda y que, por lo demás, debía confiarse a los filósofos para evitarse sorpresas. No se daba cuenta de que, entre los que siempre tenían la palabra libertad en la boca, algunos comenzaban a enarbolar cruces.

Su madre le había comprado la plaza de coronel. Angelo no había comprendido nunca que su posición de hijo natural de la duquesa Ezzia Pardi le confería el derecho a despreciar, al igual que a todos los que tienen la obligación de ser. ¿Acaso se había dado cuenta de todos los obstáculos que le obligaría a superar la palabra «natural», después de aquella infancia durante la cual había sido adorado? Por ello sorprendió a su mundo cuando se le vio ocuparse del servicio y hasta asistir regularmente a la instrucción de los reclutas. Se rieron de él, aunque a sus espaldas, pero en la primera revista se presentó como una espiga de oro sobre su caballo negro. Y nadie pudo resistirse a la fascinación producida por los galones y los entorchados que subían por su dolman y el casco resplandeciente, empenachado con plumas de faisán, debajo del cual aparecía un rostro muy puro y muy grave. Ése fue el momento en que se ganó los puyazos de sus iguales y el amor de los sargentos.

«¿Acaso me equivoco», continuó, «si me creo más grande cuando actúo solo?»

Era en tales momentos una de esas innumerables almas de caudillo, que no son tan raras como se pretende, sino, por el contrario, relativamente comunes.

«Pero se me dirá, como ya ha ocurrido, que mis iniciativas tienen matices (no se atrevieron a decir tonterías) que llaman la atención. Y no tenemos necesidad de llamar la atención, sino de triunfar, lo cual es muy distinto. Y, puesto que se trata de la libertad, tienen razón.»

En cuanto pensaba en la libertad, a la que veía con los rasgos de una hermosa mujer joven y pura que avanzaba a través de los lirios de un jardín, perdía su sentido crítico. Es la manía de todos los buenos hijos de una patria subyugada y hasta tiranizada.

«Para quienes me han reprochado la libertad que me tomé al matar al barón Swartz en duelo, cuando las órdenes eran asesinarlo pura y simplemente, o hacerlo asesinar si me repugnaba cometer el crimen por mi propia mano (como me dijeron luego), para ésos, ¿no es acaso tiempo perdido el que pasé con el mediquillo? ¿No se burlarían, probablemente, de esa sentimentalidad que me hizo velarlo después de su muerte e incluso estar deseoso de asistir a su entierro, lo que habría hecho de no haber sido por aquel grosero capitán? No tienen, sin duda, las mismas razones de orgullo que yo. ¿Aprobarían los cuidados que le di a aquel hombre ayer tarde? Dirían que sólo debe tenerse una meta a la vista. ¿Me obligarían, quizá, a tener miras bajas

Esta última expresión lo regocijó. La repitió varias veces. Hallaba en ella una justificación de su conducta. Tenía debilidad por buscarlas.

«¿Debo acaso ser insensible como una piedra o como un cadáver que obedece?», agregó. «Entonces, ¿para qué la libertad? Una vez lograda, sería incapaz de gozar de ella. Parece evidente que una vez alcanzada la meta, que es precisamente la libertad, la obediencia cese. Y ¿cómo cesaría si la libertad sólo fuera dada a cadáveres obedientes? Si al final ya no hubiera nadie que pudiera gozar de la libertad, ¿no equivaldría eso, simplemente, a haber cambiado de tirano?»

Pero creía en la sinceridad de los hombres complicados en la conspiración en la que participaba, algunos de los cuales se ocultaban en los contrafuertes de los Abrazos mientras que otros habían sido fusilados (y a éstos incluso les habían aplastado los dedos, lo cual era considerado ingenuamente por Angelo como una certidumbre absoluta de sinceridad). Había ido muchas veces a visitarlos bajo la verde tienda para asistir a las ventas

[11] importantes, siempre con mucha audacia y algunas veces hasta negligentemente, en uniforme de gala. Se le había reprochado mucho esa audacia y ese uniforme y esa negligencia de que tanto gustaba. Esa negligencia, siempre instintivamente calculada, si así puede decirse, había impresionado a menudo a la policía y hasta impedido, por su inexplicable incongruencia, en la que los agentes del orden velan oscuras maquinaciones políticas, algunos arrestos que por otra parte parecían fáciles. Hasta aquellos de sus correligionarios que hablaban con grandilocuencia y soñaban visiblemente con ocupar los primeros lugares de la jerarquía se dirigían a él en tales ocasiones dando muestras de la diplomacia más jesuita. Los veía ponerse amarillos como si de repente sufrieran un ataque de hígado.

«¿Serán acaso víctimas del error de la sinceridad?», se preguntó, ingenuo como siempre, en aquel instante en que la paz, la noche y el viento femeninamente aterciopelado inspiraban cierta elocuencia en su corazón.

Había pasado, sin embargo, por ciertas experiencias que su amor propio no le permitía olvidar. Siempre había sido engañado en esos momentos en que se olvidaba de sí mismo. Ahora, en cuanto se percataba de su estado, se decía: «Desvarías...» Y para salir de él empleaba el lenguaje cuartelero con el mayor número posible de palabras enérgicas, como cabrones o joder. En tales casos había reconocido el alto valor terapéutico de ese vocabulario.

«Esos cabrones», se decía, «hasta serían capaces de joderme a causa de haber huido esta noche por las calles. "Se ha portado usted como un recluta", me dirían. "Era preciso darles con la pistola en la cabeza, por descontado, pero no como un paladín o como Rolando en Roncesvalles, sino como un dueño, como quien tiene sobre ellos derecho de vida y muerte y los considera, por lo demás, pura basura. Lo que importaba era meterlos en cintura. En la nuestra, desde luego. La primera virtud revolucionaria consiste en el arte de obligar a los demás a bailar al son que nosotros les tocamos. Una vez atontados con uno o dos cadáveres, los habría tenido en el bolsillo y le hubieran dejado hablar. Entonces tenía que haberles dicho que todos somos hermanos. Necesitamos muchos acólitos para decir amén, hasta en Francia."

»¡Joder, qué labia tienen! ¡A la hora de hablar no hay quien les pase la mano por la cara! Lo hacen como un libro. Pero no se les ve muy a menudo poner personalmente la teoría en práctica. ¿Cuántos de esos pequeños abortos negros que, por lo demás, tienen cara de cura, serían capaces de ser soldados rasos en las filas que mandan? Pero no a todo el mundo le está dado mandar. Ése es su gran argumento. Si son de miras bajas y no son capaces de ver más allá de la punta de sus narices, esa punta la ven bien. Estoy seguro de que encontrarían estupenda la idea del veneno. El cólera es gratuito. Es una hermosa economía de medios dirigir terrores que obran por sí solos, embriagueces de las que Dios es el tabernero. Y, al fin y al cabo, ¿no tienen razón si, para dar la libertad a los pueblos, hay que comenzar por convertirse en su dueño? Todo engorda.»

Con la medianoche languideció el viento, que, a pesar de los olores muy sospechosos que despertaba tenuemente, o quizás precisamente a causa de esos olores, se había hecho especialista en suavidades. El silencio era tan completo, que Angelo oía el tictac del reloj en la caja del campanario, que estaba por lo menos a veinticinco o treinta metros de él. Sólo a intervalos muy largos llegaba el fatigado ruido de palmas de los grandes olmos, en los que los pájaros habían callado. Nuevas estrellas habían instalado ya en la resaca angulosa de los tejados una fosforescencia distinta. Algunos faroles se habían apagado.

«Convertirse en su dueño para darles la libertad», se dijo Angelo. «¿Es el único medio? ¿Quiere decir, pues, que sólo quedarla la realeza como meta final del hombre? En cuanto la pasión puede obrar con absoluta libertad, cada cual procura hacerse rey.»

Desde hacía un momento la punta de su bota jugaba con alguna cosa blanda que estaba a sus pies. Encendió el mechero y vio que se trataba de un montón de sacos vacíos. Tenía con qué hacerse una cama.

«Sería cosa del diablo», se dijo, «que en sacos que deben de estar al sol desde hace mucho tiempo hubiera riesgo de contagio. Por lo demás, no morirán sino los más enfermos.»

Pensó en la joven que debía de empezar a pudrirse en una puerta entornada diez o doce metros por debajo de él. Lástima que hubiera estado precisamente entre los más enfermos. La muerte había convertido en una diosa de piedra azul a aquella mujer hermosa y joven que al parecer había sido opulenta y blanquísima, a juzgar por su extraordinaria cabellera. Se preguntó qué habrían hecho los más furiosos santurrones de la libertad de haber estado en su lugar cuando él tuvo necesidad de todo su espíritu romántico para no gritar al ver agitarse los reflejos de la vela en aquella cabellera de oro.

«¿Y se trata realmente de la libertad?», se preguntó.

Una náusea ardiente despertó a Angelo. El sol blanco acababa de posarse en su rostro, y más exactamente en su boca. Se levantó y vomitó. Era sólo bilis. «Por lo menos, así creo: es verde.» Tenía mucha hambre y mucha sed.

La mañana era asfixiante, yesosa, blanca como el aceite hirviente.

La piel de tejas de la ciudad comenzaba ya a exhalar un vaho que parecía jarabe. Viscosidades de calor adheridas a todas las aristas inundaban las formas de irisados vellones de hilos de araña. El ruido incesante hecho por millares de golondrinas excitaba la inmovilidad tórrida como si la salpicara de pimienta. Espesas columnas de moscas subían de las hendiduras de las calles como polvo de carbón. Su continuo zumbar creaba una especie de desierto sonoro.

El día, sin embargo, situaba las cosas con mayor exactitud que la noche. Los detalles, al hacerse visibles, ordenaban una realidad diferente. La cúpula de la iglesia era octogonal y parecía una gran tienda de campaña plantada en arena roja. Estaba rodeada de arbotantes en los que viejas lluvias habían pintado largas huellas verdes. La resaca de los tejados se había aplastado bajo la uniforme luz blanca; apenas si un delgado hilo de sombra indicaba las diferencias de nivel de un techo a otro. Lo que, en la oscuridad de la noche, parecían ser torres eran simplemente casas más altas que las demás en las que cinco o seis metros de paredes sin tragaluces ni ventanas superaban el nivel de los otros tejados. Aparte del campanario con jaula de hierro que, un poco a la izquierda, erguía un cuerpo cuadrado de tres pisos perforado de arcos, había a lo lejos otro campanario más pequeño, de techo horizontal y rematado por una especie de lanza, y, en el otro extremo de la ciudad, una alta construcción coronada por una enorme bola de hierro. A pesar de su aplastamiento bajo la luz, los tejados jugaban alrededor de las cumbreras, de los canalones, de las cornisas, del borde de las calles, de los patios interiores, de jardines en los que el follaje lleno de polvo parecía espuma gris, y destacaban graderías, rellanos y saledizos contra pequeñas paredes de una blancura deslumbrante o alrededor de ciertos hastiales. Pero la hinchazón y los desniveles de toda esa marquetería desencolada, en lugar de estar sólidamente indicados por sombras, lo estaban por infinitos matices de blancos y grises cegadores.

La galería en la que estaba Angelo se orientaba hacia el norte. Veía delante de él, en primer lugar, la confusión de millares de abanicos hechos de hileras de tejas y abiertos hacia todos los lados, luego la extensión de los tejados de formas imprecisas, diluidas en el calor, y por fin el círculo de colinas bruñidas por el sol en el que se hallaba la ciudad como en un bol de tierra gris.

Había un extraordinario olor a estiércol de pájaro, y a veces se notaba algo así como una explosión de hedor dulzón.

Angelo, medio dormido aún, intentaba instintivamente apaciguar su hambre tragando una saliva espesa cuando lo despertó del todo un grito muy agudo que pareció dejar una huella dorada ante sus ojos. El grito se repitió. Procedía de un lugar situado hacia la derecha, a diez metros más o menos del punto en que el borde del techo se detenía sobre lo que debía de ser una plaza.

Angelo saltó el parapeto de la galería y avanzó por los tejados. Era difícil y peligroso caminar por allí con botas, pero, abrazándose a una chimenea, pudo inclinarse sobre el vacío.

Al principio sólo vio gente amontonada que parecía inclinarse sobre algo a la manera de las gallinas cuando picotean el grano. Esa gente pataleaba y saltaba cuando el grito surgió de nuevo y aún más agudo de debajo de sus pies. Era un hombre a quien mataban reventándole la cabeza a taconazos. Había muchas mujeres entre la gente que golpeaba. Salmodiaban una especie de sordo rugido que les salía de la garganta y resultaba bastante voluptuoso. No se preocupaban ni de sus faldas que volaban ni de los cabellos caídos sobre el rostro.

Por fin la cosa pareció acabada y se alejaron de la víctima, que no se movía. Estaba tendida con los brazos en cruz, pero por el ángulo que éstos y sus muslos hacían con el cuerpo, podía inducirse que tenía los miembros rotos. Una mujer joven, bastante bien vestida, aunque despeinada, y que hasta parecía salir de misa, pues tenía un libro en la mano, volvió junto al cadáver y, al darle con el pie, hincó su agudo tacón en la cabeza del desgraciado. Como el tacón quedó clavado entre los huesos, la mujer perdió el equilibrio y cayó pidiendo socorro. La levantaron. Lloraba. El cadáver fue insultado y escarnecido.

Había allí una veintena de hombres y mujeres que se retiraban hacia la calle cuando el grupo que formaban se abrió de pronto como una bandada de pájaros al recibir una pedrada. Un hombre, del que los demás se habían separado, quedó solo. Primero puso cara de estupor, luego se apretó el vientre con las dos manos y por último cayó arqueado contra la tierra, en la que trazó surcos con la cabeza y los pies. Los demás corrían, pero, antes de perderse en la calle, una mujer se detuvo, se apoyó contra la pared y se puso a vomitar con extraordinaria abundancia; por fin se derrumbó, y al caer se arañó la cara con las piedras.

«¡Revienta!», se dijo Angelo apretando los dientes. Temblaba de la cabeza a los pies y sus piernas apenas lo sostenían, pero no perdía de vista a aquel hombre y aquella mujer que, a dos pasos del cadáver mutilado, se agitaban todavía convulsivamente. No quería perderse nada de aquella solitaria agonía que le proporcionaba un amargo placer.

Pero se vio bruscamente obligado a ocuparse de sí mismo. Sus piernas se negaban a sostenerlo y hasta sus brazos, que seguían aferrados a la chimenea, comenzaban a aflojarse. Sentía un frío terrible en la nuca y el borde del techo sólo estaba a tres pasos de él. Logró por fin acostarse entre dos hileras de tejas. Rápidamente la sangre volvió a subirle a la cabeza y recuperó el uso de sus miembros. Miró la galería.

«Estoy prisionero en estos tejados», se dijo. «Si bajo a la calle ya puedo ver la suerte que me espera.»

Permaneció mucho rato en una especie de ensoñación hipnótica. No podía pensar. El campanario dio la hora. Contó los toques. Eran las once.

«¿Y comer?», se dijo. Y volvió a tener hambre. «¿Y beber? ¿Harán aquí como en el Piamonte? Allí siempre hay una habitación destinada a despensa casi debajo del techo. Eso es lo que debo encontrar. Y beber. ¡Sobre todo aquí arriba y con este calor! En esta casa, desde luego, puedo bajar hasta el sótano, pero están todos muertos de cólera. Es una imprudencia que no cometeré. Necesito encontrar una casa en la que la gente esté aún con vida, por más que allí las cosas no sean tan fáciles. Sin embargo, es lo que debo hacer.»

El gato gris al que había sorprendido la noche anterior en el salón asomó la cabeza por una gatera, se deslizó por ella pasando sus patas una tras otra y fue a frotarse contra Angelo ronroneando.

—Estás gordito —le dijo rascándolo afectuosamente entre los ojos—. ¿Qué es lo que cazas? ¿Pájaros? ¿Palomas? ¿Ratas?

La luz y el calor eran ahora inaguantables. El cielo blanco reducía los techos a polvo. No había ya golondrinas. Sólo enjambres de moscas. El hedor dulzón se había acentuado. De las profundidades de aquella casa subía un aliento agrio.

A cien metros del sitio en que se hallaba, ya en la dirección de la cúpula de la iglesia, Angelo distinguió a través de la niebla ardiente otra galería, un poco más alta, en la que había alambres con ropa tendida.

«Quienes se preocupan de lavar la ropa y de ponerla a secar están vivos», se dijo Angelo. «Allí hay que ir. Pero con cuidado, idiota, no vayas a romperte la crisma.»

Se quitó las botas. Debía decidir si iba a dejarlas donde estaba, estableciendo allí su cuartel general, ya que había sacos donde dormir, o si se iría a la buena de Dios a través de los tejados; en este último caso debía llevarse las botas. Halló un pedazo de bramante y eso lo decidió. Pasó el bramante por los tirantes de las botas y, una vez unidas, se las colgó del cuello. De esta manera tenía las manos libres.

Pero la arcilla de las tejas, borracha de sol, quemaba como una plancha de horno. Resultaba imposible caminar descalzo por allí, ni siquiera con medias. Luego de dar algunos pasos, Angelo tuvo que volver a toda prisa a la galería. Se hizo una especie de babuchas con unos trozos de arpillera con los que se envolvió los pies y que se ató alrededor de las piernas. Comenzó su periplo por los tejados. El gato lo seguía gentilmente como un perro.

Era relativamente fácil si podía evitar el mareo provocado por ciertas pendientes inclinadas hacia patios interiores negros y atrayentes como bocas de pozos. Esa especie de abismos aparecían bruscamente, sin dar tiempo a ponerse en guardia, en embudos formados por techos inclinados y disimulados detrás de las cumbreras. Sólo eran visibles al llegar a la cresta. Y, para acabarlo de arreglar, estaban, si no disimulados, al menos cubiertos hipócritamente por los vapores del sol.

Era muy desagradable. A veces, Angelo, al llegar al vértice de un hastial (uno de esos triángulos negros que había visto en la noche) y encontrarse de repente en presencia del solapado abismo que se abría ante él, vacilaba e incluso se veía obligado a apoyar las manos en las tejas y retroceder oblicuamente a gatas. Aquellas profundidades aspiraban.

Como el vértigo parecía acumularse en él, en los casos en que al otro lado de la cumbrera no había sino un tejado en pendiente que confluía con otro que subía, Angelo se deslizaba por él con una inconsciencia de sonámbulo. Su mente, sin embargo, estaba despierta, y sufría atrozmente cada vez que las fuerzas físicas le abandonaban de ese modo. El miedo le afectaba el vientre, y vomitaba entonces un poco de bilis.

Al acercarse a una torrecilla, Angelo se vio envuelto bruscamente por una espesa tela negra que se puso a revolotear crujiendo y rechinando. Era una bandada de cornejas que acababa de levantar el vuelo. Los pájaros no eran tímidos. Giraban pesadamente alrededor de él sin alejarse y golpeándolo con sus alas. Se sentía observado por millares de ojillos de oro que, si no eran aviesos, por lo menos resultaban extraordinariamente fríos. Se defendió haciendo molinete con los brazos, pero varios picos se le hincaron dolorosamente en las manos y hasta en la cabeza. Para desembarazarse de los pájaros tuvo que debatirse violentamente, e incluso mató a uno o dos con sus puños en movimiento. Al caer lanzaron un gemido que hizo retroceder a la bandada hasta colocarse detrás del hastial del tejado en cuyas tejas rechinaron sus garras.

Entretanto, otras bandadas de cornejas y de cuervos habían levantado el vuelo de los lugares en que se posaban y se aproximaban moviéndose como harapos. Pero al ver a Angelo de pie y desembarazado planearon con sus alas rígidas y se dejaron caer en los tejados.

Había inmensas colonias de esos pájaros, cuyo plumaje, gris de polvo, se confundía con el gris oscuro de las tejas y hasta con el rosa de la arcilla quemada por el sol. Sólo era posible verlos cuando alzaban vuelo, pero desde que Angelo vagaba por los tejados era la primera vez que lo hacían. Hasta ese momento habían permanecido inmóviles sobre ciertas casas en cuyas claraboyas, ventanas y grietas debían de encontrar comida abundante.

Angelo miró hacia la galería desde la que había emprendido la marcha. Era muy difícil reconocer dónde estaba. El sol que caía a plomo, la reverberación de los tejados y el brillo uniforme del cielo yesoso le llenaban los ojos de lúnulas rojas. Aquella extensión de tejados no era tan llana como daba a entender la luz que los inundaba. Por fin reconoció el lugar en el que había dormido. Era una especie de mirador. No se lo había imaginado. Por ese lado la retirada era siempre posible. Sus babuchas de arpillera cumplían bien su cometido. Le impedían resbalar y no sentía mucho el calor de las tejas. Se sentó a la sombra de una chimenea y resopló. Pero tuvo que cerrar los ojos: a su alrededor todo se había puesto a girar y a oscilar como una rueda que tuviera el eje gastado. El gato se restregó contra su brazo y luego se levantó y le dio con la cabeza en la mejilla. Sintió que los rígidos bigotitos le rascaban la comisura de los labios.

—No estoy habituado a las alturas, amiguito —le dijo.

Sentía los tormentos del hambre y, sobre todo, de la sed, que no le dejaba vivir. Pensaba sin cesar en el agua fresca. Si pensaba en alguna otra cosa, era como por añadidura y haciendo enormes esfuerzos.

Por fin llegó a su destino, y, detrás de alguna ropa tendida en alambres, vio jaulas enrejadas que contenían bolas amarillas. Eran gallinas.

Comprendió que acababa de encontrar un huevo mucho después de romperlo con la mano y comérselo a lametones. Tenía la boca llena de fragmentos de cáscara que escupió. La clara suavizó su garganta reseca y acartonada. Buscó con más calma en la paja. Las gallinas, adormecidas por el mediodía, estaban acostadas en un rincón y no cacarearon. Encontró otros dos huevos y los engulló con bastante más decoro.

La puerta que comunicaba esa galería con las restantes dependencias de la casa estaba cerrada con un simple gancho, que se abría con sólo levantarlo. Daba a un pequeño rellano al que se llegaba por una escala de mano. Debajo sólo había el vacío de una silenciosa caja de escalera.

«¿Volveré a estar entre los muertos?», se dijo Angelo. «En todo caso, los huevos no implican ningún riesgo.» Y, como advirtió que en las jaulas había granos de maíz recientes, añadió: «Aquí hay alguien que está vivo.»

La casa estaba, sin embargo, en el más profundo silencio.

Se arriesgó a bajar por la escala de mano. Apenas había llegado al rellano cuando un maullido discreto le hizo levantar la cabeza: era el gato, que, al no poder bajar, lo llamaba. Subió a buscarlo.

Sus babuchas no hacían ruido, pero le molestaban. Se las quitó, las escondió debajo de la escala de mano y caminó en medias.

«Quizá haya aquí gentes de esas que gustan de aplastar cabezas a taconazos», se dijo. «Habrá que estar ojo avizor.» No tenía miedo. Hasta agregó: «Es la teoría del forrajeador en campaña. ¿Cuántas veces has tratado de inculcárselo a los reclutas? ¡Pero nunca me hubiera creído que algún día forrajearía con un gato!»

Bajaba los escalones de uno en uno espiando el silencio cuando se inmovilizó. Una puerta acababa de abrirse abajo, en el primer piso. Unos pasos atravesaron el rellano y comenzaron a subir. El gato bajó a su encuentro.

—¿Qué hay? —preguntó bruscamente desde abajo una voz de hombre.

—Un gato —dijo una voz de niño.

—¿Un gato, dices?

—Sí, un gato.

—¿Cómo es?

—Gris.

—Échalo.

—¡No lo toques! —dijo una voz de mujer—. ¡Baja! ¡Ven, ven! ¡Baja! ¡No lo toques! ¡Ven!

Todas esas voces eran sordas y temerosas. Los pasos bajaron la escalera y cruzaron apresuradamente el rellano. Cerraron la puerta.

El gato volvió a subir.

—¡Bravo! —dijo Angelo.

Respiró hondo. Volvió a subir hasta el pie de la escala de mano, en cuyos primeros tramos se sentó.

«Los miedosos son los peores adversarios con los que puedo encontrarme», se dijo. «Aunque no me toquen, y seguro que no me tocarán, saldrán huyendo y amotinarán a todo el barrio.» Se veía ya perseguido por los tejados, y no le pareció una perspectiva agradable. Esperó largo rato. No se oía ningún ruido.

Por fin se dijo: «No puedo quedarme así eternamente. Tienen miedo de su sombra. Yo tengo sed. Vamos allá. Y si la cosa se complica, pues habrá que hacer frente a las complicaciones. Soy lo bastante mayorcito para tener en jaque a toda la ciudad. Pero debo procurar no quedar en ridículo ante ese policía que se la jugó haciéndome cruzar su huerto.»

Sin embargo, bajó con precaución. Llegado al segundo piso, hizo alto prudentemente antes de ir a escuchar en las tres puertas. Nada. Miró por el ojo de una cerradura. Nada; la oscuridad. Otro ojo de cerradura: una claridad, pero ¿qué? ¿Una pared blanca? Sí; acababa de ver un clavo clavado en la pared. ¿Qué podía haber allí? ¿Sería tal vez la despensa? Fue a escuchar por encima de la barandilla. Abajo, en el primer piso, silencio completo. Maniobró con decisión el picaporte. La puerta se abrió.

Era el trastero. Sólo había cosas viejas, como en la otra casa. En la tercera pieza lo mismo: duelas, mangos de escoba, canastas y, en el suelo, evidentemente pisoteado porque tenía desgarros producidos por botas claveteadas, el conmovedor retrato de una vieja dama. ¡Egoístas!

Había que volver a la habitación oscura. Debía de ser allí. No. Estaba vacía.

Aquellos egoístas debían de haber arramblado con todo y lo tenían en el cuarto en que vivían. Había estanterías desnudas y a la lumbre de su encendedor Angelo vio las huellas de los potes que estuvieron allí pero que habían volado. No le quedaba más remedio que bajar.

Antes tomó una cesta de esparto. Si encontraba algo, lo metería allí.

En el primer piso, había dos grandes puertas. No como en la otra casa: menos suntuosas. No era una mansión con piano ni con bigotes que parecían cuernos de toro. Allí vivían campesinos acomodados, como mucho. Todo estaba cerrado. Allí no corrían el riesgo de morir en el quicio de las puertas. Morirían amontonados como perros sobre una sopa envenenada. Si morían.

En lo alto del último escalón, con un pie en el aire, Angelo miraba y escuchaba. La gente debía de estar detrás de la puerta más alejada. Se advertía por las huellas de dedos en la puerta y lo gastado del umbral. A juzgar por el miedo al gato y los desgarrones de clavos en el retrato de la vieja dama, podía apostarse que era la cocina. Esas gentes no debían de sentirse seguras sino en la cocina.

Había que comprobarlo. Angelo miró por el ojo de la cerradura: vio oscuridad y una banda blanca que remataba esa oscuridad. Una banda blanca de tela, una banda blanca con potes encima. Era la parte superior de la chimenea. Lo oscuro era el fondo de ésta.

Angelo hizo un brusco movimiento hacia atrás; un rostro acababa de pasar. No. Era simplemente la cara de alguien sentado que se habla inclinado hacia delante y ahora permanecía en esa posición, con los brazos apoyados en los muslos y las manos juntas. Se las frotaba. Era un hombre. Llevaba barba. Bajaba la cabeza.

—¿Y la nube? —dijo una voz de mujer.

—¿Cuál? —dijo el hombre sin levantar la cabeza, pero dejó de frotarse las manos.

—La que tenía forma de caballo.

—No lo sé —dijo el hombre.

Y volvió a frotarse las manos.

—Se posó sobre la calle Chacundier, y ayer las carretas cargaron allí toda la tarde.

El hombre seguía frotándose las manos.

—Lo vi —dijo la mujer.

—¿Qué? —dijo el hombre.

—El cometa.

—¿Cuándo? —dijo el hombre. Y levantó la cabeza.

—Esta noche.

—¿Dónde?

—Allí.

El hombre levantó un poco más la cabeza y miró hacia el lado por donde entraba la luz.

Algo cayó de una mesa.

—¡Ten cuidado! —dijo la mujer. Había dado una especie de grito en voz baja.

Un olor de puerro, de ajo, de infusión, llegaba por el ojo de la cerradura.

«Bajemos más aún», se dijo Angelo. «Si hay una despensa, deben de haberla instalado lo más abajo posible. Debajo de tierra, quizá.»

No, estaba más abajo, pero sobre la tierra, en una cochera donde también había amontonados haces de leña y leños aserrados a lo largo. Llegaba un poco de luz de la calle por debajo de la puerta. Botellas, sobre las cuales Angelo se precipitó. Eran botellas de jugo de tomate. Cogió tres. Más botellas. De un líquido amarillo. Tenían un marbete que no podía leer. Metió una de esas botellas en la cesta. Arriba vería qué era. Y vino: botellas de corcho lacrado. Cogió un pote de manteca de cerdo y otros dos potes, sin duda de confitura. ¿Un jamón? No, pero sí dos salchichones y una docena de quesos de cabra, secos, duros y no más grandes que escudos. No había pan.

Volvió a subir a la galería a toda prisa. Al poner el pie en la escala de mano un pequeño maullido ahogado lo llamó. Metió en la cesta los trozos de arpillera que le habían servido de babuchas y cogió al gato bajo el brazo.

En los tejados, el calor era como una pared en la cual uno estuviera embutido dentro de cal viva. Era preciso salir de allí lo antes posible. Debían de subir de vez en cuando para dar de comer a las gallinas y retirar los huevos. Tenía que encontrar por allí un sitio donde vivir. Era imposible volver a la galería donde había estado primero. Se trataba manifiestamente de un lugar contaminado. Si es preciso coger las brasas con las manos, bueno, pero de ahí a jugar con las llamas...

Lo más sencillo era buscar abrigo en la cúpula de la iglesia. Allí no había riesgos. Los arbotantes daban sombra y parecían cubrir como un pabellón un pequeño rellano.

Era, en efecto, un verdadero pabellón, y cubría un rellano de piso de cinc. A pesar de su sed, Angelo esperó a llegar para beber. Tenía miedo de que lo vieran y del vértigo. Embarazado con sus botas, sus babuchas de arpillera y su cesta de esparto que ocupaba una de sus manos, se sentía muy torpe. Estaba sudoroso y helado. Tuvo que romperle el gollete a una botella de vino golpeándolo con el cañón de su pistola. Pero el vino era bueno, con un fuerte sabor a uva. Luego de completar su comida con dos quesos y un buen puñado de grasa y de acabarse la botella de vino, Angelo comenzó a ver con un poco más de claridad. El sol caía con toda su terrible fuerza de primera hora de la tarde. El gato se acicalaba y se pasaba detenidamente una pata por las orejas. En el sitio en que los arbotantes se apoyaban en el muro había nidos de golondrinas con su contenido de pájaros negros, familiares, que hacían girar gentilmente sin parar sus cabezas de ojos amarillos. Cerca de Angelo, que estaba sentado sobre los trozos de arpillera, había un vitral blanco cuyas junturas de plomo olían a incienso.

Angelo veía el lado de la ciudad que no había podido contemplar desde la primera galería. No era tan extenso como el otro. El encaballamiento de techumbres concluía contra las almenas de una puerta y las copas rojizas de grandes olmos. En cambio, Angelo veía muy bien, debajo de él y en toda su extensión, la plaza de la iglesia y dos calles que desembocaban en ella. La plaza estaba desierta, aparte de cuatro o cinco manchas negruzcas que tomó al principio por grandes dogos dormidos, pues los distinguía a través del follaje, por lo demás escaso, de pequeños plátanos. Uno de esos dogos se desenrolló como si fuera a estirarse, y Angelo se percató de que era un hombre en las convulsiones de la agonía. Pronto el moribundo se estiró, boca abajo, y no volvió a moverse. Angelo buscó en vano en los otros el menor signo de vida. A medida que sus ojos se habituaban a la claridad matizada que había debajo de los arbolitos distinguió otros cadáveres. Algunos estaban tendidos en la acera y otros acurrucados contra las puertas. Algunos caídos contra el borde de la fuente parecían mojar sus manos en el agua de la taza y apoyaban en el brocal negros rostros que mordían la piedra. Había una veintena. Todas las casas de la plaza estaban cerradas a cal y canto, desde las puertas y contraventanas de los pisos bajos hasta los tejados. Se oía distintamente en el silencio el zumbido de las moscas y el rumor del agua al caer en la taza.

Un tambor fúnebre se puso a redoblar lenta pero violentamente en el fondo de una de esas calles que desembocaban en la plaza. Anunciaba a una carreta que rodaba pesadamente sobre los adoquines. Un hombre vestido con una larga camisa blanca conducía al caballo de la rienda. Otros dos hombres vestidos de blanco caminaban a la altura de las ruedas. Se detuvieron delante de una casa, de donde los hombres vestidos de blanco volvieron a salir casi inmediatamente con un cadáver que tiraron por encima del adral. Entraron tres veces más en esa casa. La tercera sacaron el cadáver de una mujer gruesa que les dio mucho trabajo; por fin pasó por encima del adral mostrando unos enormes muslos blancos.

Los hombres recogieron a los muertos de la plaza, y luego el tambor dejó oír sus redobles con intermitencias por algunas callejas durante largo rato. De repente, Angelo se dio cuenta de que había dejado de sonar y sólo se oía el zumbido exasperado de las moscas y el rumor de la fuente.

Más tarde, luego de largas y monótonas sesiones de zumbido de moscas, se oyó abajo un nutrido ruido de pasos. Era un grupo de gente que llegaba por una de las calles que Angelo tenía enfrente. Se trataba de una docena de mujeres, en grupos, precedidas por uno de aquellos hombres vestidos con camisas blancas. Las mujeres llevaban baldes, y se estrechaban tanto las unas contra las otras, que al marchar la hojalata entrechocaba haciendo un ruido como si pasara un caballero con su armadura. Angelo supuso que eran las mujeres de un barrio a quienes se conducía hacia alguna fuente cuya agua se consideraba buena. En todo caso, pasaron de largo junto a la de la plaza; pero, en el momento en que iban a tomar la calle por donde había aparecido la carreta, se pusieron a dar gritos y a arremolinarse furiosamente igual que una manada de ratas. Alzaban sus brazos al aire apuntando con el índice y aullando. Angelo las oyó gritar: «¡La nube! ¡La nube!» Otras gritaban: «¡El cometa! ¡El cometa!», o: «¡El caballo! ¡El caballo!» Angelo miró en la dirección que indicaban. Allí sólo había el cielo blanco y el brillo indefinido de aquel sol yesoso. Por fin, las mujeres, se dispersaron en todas direcciones sin dejar de gritar mientras el hombre corría detrás de ellas gritando: «¡Rose! ¡Rose! ¡Rose!»

De nuevo los únicos sonidos que se oyeron abajo fueron los de la fuente y las moscas; luego se les añadió el rechinar de un postigo. En la fachada de una casa de la plaza se entreabrió un postigo y apareció una cabeza que miró el cielo en todas direcciones. Al cabo la cabeza retrocedió rápidamente como la de una tortuga, y el postigo volvió a cerrarse.

La fuente. Las moscas. El cascabel de un perro de caza. Dio la vuelta a la plaza y brincó durante bastante rato por las callejas de los alrededores.

Angelo aguzaba tanto el oído para escuchar el menor ruido, que oyó unos pasos minúsculos. Era una niñita. Salió de una de las calles. Caminaba despacio, con toda tranquilidad, balanceando los brazos como una persona mayor ociosa. No turbó el rumor de la fuente ni el zumbido de las moscas. Pasó contoneándose con su vestidito de cuello de encaje.

Pasaron también perros. Husmeaban hacia las casas levantando el hocico. De repente se aplastaban contra el suelo, como si temieran la amenaza de un golpe, y salían aullando disparados. Uno de ellos se sentó en un rincón de la plaza y, luego de haber estirado cuatro o cinco veces el pescuezo como oliendo el cielo, se puso a ulular largamente.

El calor chisporroteaba sobre las tejas. El sol ya no tenía cuerpo: se extendía por todo el cielo como una cegadora masa de yeso; las colinas eran tan blancas, que el horizonte había desaparecido.

Unos golpes retumbaron en la plaza procedentes de algún lugar situado debajo de Angelo. Incluso resonaban en el vitral que tenía a su lado. Los daban en la puerta de la iglesia, y duraron bastante rato. Por fin cesaron, y una voz gritó tres veces: «¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa!» Resultaba imposible saber si era de hombre o de mujer.

Angelo le rompió el gollete a otra botella de vino. Se decía que lo más sensato habría sido beber aquel jugo de tomates crudos, que lo refrescaría más, pero comprendía que la sensatez no servía ya de gran cosa. No valía la pena esforzarse por obrar con sensatez. Digan lo que digan, en los momentos críticos lo mejor es dejarse llevar un poco a la buena de Dios. La razón y la lógica son buenas para los tiempos ordinarios. En tiempos ordinarios no hay por qué cuestionarlas y hacen maravillas. Pero cuando el caballo está desbocado, es muy diferente. Le desazonaba profundamente aquella niñita con su vestidito de cuello de encaje y su largo pantalón bordado. Se paseaba contoneándose como una dama. Y eso le daba náuseas. Si hubiera corrido, o gritado, o llorado cerrando sus puños contra los ojos, nada le hubiera impedido digerirlo, como digería todo lo demás, pero no era posible conservar en un estómago ordinario aquellos pasitos apacibles y aquel contoneo un poquito distante. La niñita apenas si debía de tocar el suelo con la punta de los dedos de sus pies. Y si, a pesar de todo, hay que hacer uso de la razón (pues es una vieja herramienta que se adapta de una manera cómoda y natural a los callos de las manos que comúnmente la manejan), ¿no es, acaso, razonable dejarse llevar? Al obrar así todo es posible, sobre todo lo imposible, ya que en los momentos críticos de verdad lo que se necesita es precisamente lo imposible. Por descontado no considero que fuera un momento crítico, verdaderamente crítico, mi duelo con el barón Swartz. Allí, desde luego, hubo razón, lógica y sangre fría. Pero yo soy, por naturaleza, de una frialdad de hielo; no tengo ninguna necesidad de refrescarme. Es ridículo dudarlo. Tampoco considero que fuera un momento crítico la muerte del mediquillo. Fue un momento difícil. Los momentos difíciles son como la sopa demasiado caliente. No puedes atribuir a un vago dejarse llevar el hecho de que te hayas quemado el gaznate. Por otra parte, ¿de qué te sirven la razón y la lógica si oyes a alguien llamar con los puños y los pies a la puerta cerrada de una iglesia mientras grita: «¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa!», y el primer «¡Virgen Santa!» te produce una sensación indefinible en el estómago y el segundo te lo levanta como se levanta una bolsa por el fondo para vaciarla y el tercero añade a esas sensaciones ríos de acíbar, una amargura insoportable y razones suficientes para mandarlo todo a paseo...? Estoy constreñido a permanecer en los tejados como Bautista Cannesqui (aunque él se escondió en un silo de trigo antes de que lo arrastraran por las calles) o como Nicola Piccinino en los tejados de Florencia, o como Simonetta Malatesta o Neri de Gino Capponi. Ha habido muchas aventuras en los tejados de las ciudades meridionales. Sin hablar de los Romeo, las Francesca da Rimini y los tragaluces por donde se deslizaban con sus armaduras para caer sobre sus zapatos de hierro en los desvanes como una batería de cocina que se descolgara. «¿Dónde está el cuarto de la bienamada?», decían, o «¡Aún no canta la alondra!», mientras arañaban los estrechos pasadizos con sus armaduras de batalla cuando trataban de revolucionar el corazón de una mujer o la vida de una ciudad. Yo robo simplemente vino y queso de cabra. ¡Y gracias! Porque no paso por un momento difícil, ¡nada de eso! Nada hay difícil. Paso por un momento crítico, lo cual es otra cosa. No hay ninguna relación entre ellos. Todo lo que puede ocurrir en los tejados de una ciudad, lo que hacen los Capponi, los Malatesta, los Bentivoglio cuando se dedican a introducir por los tragaluces alabardas y piernas, pechos y brazos cubiertos de acero, o bien terciopelos y aguas de olor, según se trate de provocar la rebelión en el corazón de una ciudad o en el corazón de un lecho, es simplemente un asunto legal. Pero una niñita que se pasea allá abajo, por la plaza, como una persona mayor, o bien esos golpes dados a las cuatro de la tarde en la puerta de una iglesia y esos «¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa! ¡Virgen Santa!», como si quisieran que se asomara a su ventana y respondiera: «Sí, ¿qué ocurre?, aquí estoy», qué quieren que les diga, eso no se arregla como un asunto cualquiera, para eso no hay ley que valga, eso dicta sus propias leyes. Y es en esos casos cuando verdaderamente ofrece muchos más recursos dejarse llevar a la buena de Dios que la razón. ¿De qué sirve el buen juicio, precisamente en esos casos, sino para perder lo poco que nos queda por vivir? ¿De qué les sirve a los cadáveres haber razonado bien previamente? Es un buen diploma, en los tiempos que corren, para colocárselo sobre el vientre: «Ha razonado bien.» «Lo que me resultó muy provechoso», responde el cadáver que se pudre en medio de la calle hasta que lo tiran a la carreta por encima de los adrales. Tienen ciertamente toda la pinta de decir, cuando los balancean para echarles en la carreta, «Hemos hecho un buen negocio razonando bien, ¿no es verdad?» En ese momento, ¿cuántos seres hay, por la fuerza de las cosas, a caballo entre la vida y la muerte? Hablo de seres a quienes todos los afectos y todos los amores les han sido arrebatados al otro lado. Seres que se han quedado solos porque el río se les llevó todo: todo lo que amaban y todo lo que odiaban. A este lado sólo se tienen a sí mismos, nada más. Si aman o detestan, aman o detestan a muertos (por el momento, pero ese momento es precisamente el que cuenta). Si aman o detestan en este momento actual, están obligados a amar o detestar a gentes que han muerto. A nadie tienen, a este lado, para amar o detestar. Están constreñidos a mirar en las dos direcciones. Y, sobre todo, al otro lado, para tratar de ver a quienes se han llevado consigo sus amores y sus odios. Quizá sea eso lo que llaman el cometa. Acaso los vean hechos una bola que se desliza a gran velocidad y deja tras ellos una chisporroteante huella de amor y de odio que trata de absorberlos en el viento que provoca a su paso. O, si no, el caballo: el galope del amor en las gargantas. Y cuando digo amor digo también, y muy especialmente, odio, pues es un sentimiento mucho más fuerte en razón de su incontestable sinceridad. De modo que hay para todos. Y cualquiera puede ser aspirado por ese viento de tormenta o llevado al galope. Entonces se aferran a clavos ardiendo, como un paseíto contoneándose para lucir el vestidito de cuello de encaje. (El vestidito de los domingos, porque ¿quién puede aún contar con los domingos, ni siquiera con un domingo? Hay que apresurarse a hacerse la dama, ya que ¿sabe alguien qué ocurrirá mañana?) Angelo sentía unas ganas irresistibles de vomitar a causa de aquella insólita amargura. En tiempos normales, una niña de seis años está en el parvulario. Era aún muy pequeña para llamar a la puerta de una iglesia como si fuera la puerta de un molino. Era de suponer que aquellas ganas de vomitar también eran consecuencia de aquel aire ardiente y espeso como el jarabe que olía a arcilla, a agrio y a azúcar. Angelo hizo una pequeña almohada con los retazos de arpillera, se acostó sobre el cinc ardiente y cerró los ojos.

Tenía los ojos cerrados desde hacía un tiempo que no sabía precisar cuando sintió que le daban bofetadas plumosas y golpes muy dolorosos alrededor de las sienes mientras su cabellera era arañada como si la araran.

Estaba cubierto de golondrinas que lo picoteaban.

Se levantó con tanta violencia que estuvo a punto de caer rodando, más allá de los arbotantes, sobre techos fuertemente inclinados. Se golpeó las mejillas y se arregló los cabellos muy nervioso. «Me tomaron por un muerto», se dijo. «Estas bestezuelas tan familiares y que me miraban con sus bellos ojos amarillos querían devorarme.»

Mientras se serenaba sintió de pronto grandes deseos de fumar. Buscó en sus bolsillos y quedó muy confuso cuando se percató de que no tenía ya ni un cigarro. «Y no he fumado desde el momento en que disparé al aire ese ridículo pistoletazo delante de la barricada. Todo indica que, verdaderamente, paso por un momento crítico. Estoy seguro de que pensaré en fumar durante una carga, aunque no se me haya presentado aún la oportunidad de verificar mi sangre fría en una ocasión así. Pero ¿no fumé un cigarro mientras mataba al barón con esa lealtad que tanto se me ha reprochado? Así pues, si tengo ganas de fumar, es buena señal. ¡Mi reino por un cigarro!»

Continuó burlándose de sí mismo, pero la actitud tan naturalmente cruel de las golondrinas siguió agitando sus sentimientos.

Pasó una noche muy mala. Sólo soplaban leves ráfagas de un viento tórrido y pestilente. Soñó que estaba acostado con uno de aquellos sargentos que le echaba al rostro el aliento de una infecta digestión de puerros. Procuraba rechazarlo, pero el otro se agrandaba de tal modo que con su aliento inclinaba enormes castaños piamonteses.

Tuvo otro sueño en que aparecía un gallo: era, evidentemente, un gallo extraordinario. Tenía el plumaje de una blancura de yeso, aunque, mirándolo muy de cerca, podían verse sobre su penacho y su buche reflejos de azufre. En todo caso era inmenso, y detrás de él apenas podía percibirse un pedazo de cielo grande como una uña. Esa bestia se movía en la atmósfera esparciendo un olor pestilente. Abría desmesuradamente las plumas de su rabadilla y mostraba de un modo manifiesto la intención de incubar el rostro de Angelo. Felizmente, el gran comedero de canarios en cuyo techo de cinc Angelo estaba acostado se volcaba y la enorme rabadilla, con sus plumas blancas abiertas en abanico no podía aposentarse sobre su rostro. Por desgracia, Angelo se ahogaba a pesar de todo, llenas las narices de plumones. Por suerte, pegando la cara al suelo, de perfil, podía respirar un poco de aire que olía a estercolero. Entonces Angelo se puso a arañar la tierra para cavar una oquedad debajo de su nariz. Pero sus dedos se hundieron en excrementos modelados en forma de cara de niñita.

Se despertó.

Un espantoso olor de cocina inundaba la noche bajo un cielo en el que revoloteaban resplandores rosados. Angelo dio la vuelta a la cúpula. Habían encendido tres hogueras en las colinas del norte y oleadas de humo grasiento caían sobre la ciudad impulsadas por el viento...

Angelo se frotó largamente los ojos con los puños. Volvió a sentarse en su lugar. Durante su sueño debió de haberse debatido violentamente; la cesta estaba volcada y no halló sus botas. Volvió a registrarse los bolsillos en busca de un cigarro. El olor del humo llenaba su boca de una viscosidad repugnante.

Tuvo aún muchos sueños, a pesar de que estaba medio despierto a causa de un constante deseo de vomitar. Vio un cometa; despedía brillantes chorros de veneno igual que una girándula. Oía el redoble aterciopelado de la lluvia mortal que arrojaba y su chorrear a través de los techos y los tragaluces, inundando las buhardillas, cayendo por las escaleras, deslizándose bajo las puertas, invadiendo las habitaciones donde gentes sentadas en sillas pegajosas con varetas de liga lanzaban alaridos y luego empezaban a pudrirse.

Cuando empezó a despuntar el día sintió un gran alivio. El alba era, una vez más, blanca y pesada, pero, a pesar de su color sin esperanzas, devolvía las cosas a su lugar dentro de un orden que resultaba familiar.

Mucho tiempo antes de que el sol se levantara una campanilla se puso a sonar en las colinas. Había allí, sobre una eminencia coronada de pinos, una ermita semejante a una taba. La luz todavía relativamente limpia permitía ver un camino que subía a ella serpenteando a través de un bosque de almendros grises.

Los vidrios emplomados del vitral comenzaron a temblar transmitiendo cierta agitación que se producía en las profundidades de la iglesia. Las grandes puertas, a las que en vano habían llamado el día anterior, se abrieron. Angelo vio alinearse en la plaza niños vestidos de blanco que llevaban pendones. Por las puertas de las casas salieron algunas mujeres negras como hormigas. Otras venían por las calles que tenía enfrente. Al cabo de un momento eran una cincuentena los reunidos, incluyendo a tres sacerdotes que esperaban revestidos de sus casullas doradas. La procesión se puso en marcha silenciosamente. La campana tocó largamente a muerto. Al cabo los blancos pendones aparecieron debajo de los almendros grises, seguidos de las casullas, que, no obstante la lejanía, seguían viéndose doradas, y, por fin, de las negras hormigas. Pero, mientras esos pequeños insectos subían gravemente la colina, el sol surgió de un salto. Se apoderó del cielo e hizo caer un alud de yeso espeso como harina que luego amasó con sus largos rayos sin iris. Y todo desapareció en aquella tempestad deslumbrante de blancura. Sólo la campana siguió dando señales de vida con sus tañidos, a modo de grandes hipos. Al fin se calló.

Ese día se caracterizó por un terrible recrudecimiento de la mortalidad.

Hacia el final de la mañana, en el sector de la ciudad que Angelo dominaba, hubo algunos rumores y luego gritos desgarradores que estallaron en diversos lugares al principio y luego se hicieron generales. En una de las casas de la plaza se abrieron con estrépito los postigos de una ventana y apareció el busto de un hombre que agitaba los brazos haciendo grandes ademanes. Ese hombre no gritaba; sólo parecía esforzarse en hundirse los puños alternativamente en la boca como si tuviera alguna espina de pescado en la garganta. Al mismo tiempo se contorsionaba en el marco de la ventana abierta como un títere en el escenario. Al cabo desapareció; seguramente se había desplomado en el interior de la habitación. La ventana quedó abierta. Las innumerables golondrinas, que habían reanudado su ir y venir y sus chirridos, comenzaron a aproximarse a ella. Los gritos eran, al principio, de mujeres; luego hubo algunos de hombres. Éstos eran extremadamente trágicos. Se diría que eran lanzados a través de cuernos de bisonte. Contrariamente a lo que hubiera podido pensarse, no eran los agonizantes los que gritaban así por todas partes, sino los vivientes. Muchos de esos enloquecidos atravesaron la plaza. Parecían buscar socorro, pues algunos corrían hacia los otros hasta abrazarse, luego se rechazaban y volvían a correr. Uno de ellos cayó y murió casi en seguida. Comenzó a oírse por todas partes el traqueteo de las carretas, que se hizo incesante. El reloj tocó las doce, luego la una, las dos, las tres... El traqueteo continuaba sin pausa mientras en todas las calles redoblaba el tambor. Un humo rojizo que llegaba de las colinas del norte ensuciaba el cielo.

Bajo los ojos de Angelo ocurrió un hecho insólito. Algunas de las carretas pasaron por la plaza. Al desembocar de una calle lateral a la iglesia llegaban en cierto momento a una esquina que se hallaba justamente debajo del sitio en que estaba Angelo, desde donde podía ver todo su cargamento de cadáveres. Al llegar a ese lugar una de las carretas, se detuvo, pues el hombre que llevaba el caballo de la rienda cayó bruscamente al suelo, donde se retorció enredándose en aquella especie de blusa blanca. Sus compañeros lo miraban sin acercársele cuando uno de ellos cayó también tras dar un solo grito, pero muy agudo. El tercero se aprestaba a huir y ya se arremangaba la larga blusa cuando pareció tropezar en un obstáculo que le segó las piernas y cayó cuan largo era, boca abajo, al lado de los otros dos. El caballo se espantaba las moscas con la cola.

Esa deliberada empresa de la muerte, su victoria fulminante y la proximidad, allí mismo, bajo sus ojos, del campo de batalla, impresionaron fuertemente a Angelo. No podía desviar sus miradas de los tres hombres de blanco. Esperaba que se levantaran, luego de un pequeño reposo, y continuaran su tarea. Pero siguieron tumbados muy quietecitos y, excepto uno de ellos, que agitó convulsivamente las piernas como si coceara, no volvieron a moverse.

El traqueteo de las otras carretas continuaba en las calles y callejas de los alrededores. Los gritos de las mujeres, estridentes o gimientes, y la desgarradora llamada de auxilio de las voces masculinas sonaban constantemente por doquier, sin otra respuesta que el rodar de las carretas sobre la calzada.

Por fin, una de las carretas que recorrían las calles vecinas llegó a la plaza. Los hombres de blanco se aproximaron a sus camaradas y los volvieron con el pie. Tras cargarlos en la carreta, cogieron el caballo de las riendas y lo hicieron andar.

Una nube de moscas muy espesa zumbaba sobre el sitio en que el cargamento de cadáveres había estado detenido a pleno sol; se habían derramado allí unos jugos que las moscas no querían desaprovechar.

Angelo se dijo: «No hay que quedarse aquí; es un foco de infección. Las exhalaciones suben. Esta plaza es una encrucijada de calles. Y, por lo demás, ¿no has visto caer a la gente en ella como moscas? Hay que darse el bote. Debe de haber en la ciudad barrios menos infectados, o, de lo contrario, en cosa de tres o cuatro días no va a quedar nadie. Salvo yo, aquí arriba. Y no es demasiado seguro.»

Se puso a recorrer los tejados. No hacía ya ningún caso de los abismos que los patios interiores abrían súbitamente delante de él. No era el vértigo lo que le daba miedo. Incluso fue con toda decisión a recoger sus botas en la pendiente bastante pronunciada de un techo adonde las había hecho rodar durante la noche en las convulsiones de sus sueños.

Poco tiempo necesitó para dar la vuelta de los techos en que podía andar. Al oeste la plaza le impedía ir más lejos. Al este una calle bastante ancha le cortaba el camino. Al sur se lo cortaba otra calle no solamente ancha, sino bordeada de techos en pendiente muy pronunciada. Al norte, una calle estrecha. Se preguntó si no sería mejor bajar simplemente a la calle por alguna escalera interior. «¿Y luego?», se preguntó. «Aun suponiendo que los locos que me persiguieron tengan ahora otras preocupaciones, lo cual no es seguro, caeré de bruces en ese estercolero.» Tenía la impresión de que debajo de él toda la ciudad era podredumbre. «Debo buscar el medio más fácil para salir de este barrio.»

Deambulaba por los tejados igual que sobre el suelo. Se habría asombrado si le hubieran dicho que tenía el mismo aspecto inconsciente y desengañado de la niñita del vestidito con el cuello de encaje. El campanario, la cúpula, las pequeñas paredes, la ondulación de los techos que había a su alrededor, eran como los árboles, los bosquecillos, los setos y los montículos de una tierra nueva; los patios interiores con sus huecos sombríos no eran más que simples charcas en las que debía procurar no caerse; las calles, ríos en cuya orilla era preciso detenerse.

No se trataba de un sueño divertido, sino de un misterio muy amargo del que no se podía salir. No era cosa de tratar de pasarle la mano por la cara; lo único que cabía hacer era seguirle el juego, sin perjuicio de obrar con malicia más tarde, cuando ese nuevo mundo hubiera despertado nuevos instintos. Cuando se esfuman los límites entre lo real y lo irreal y se puede pasar libremente de lo uno a lo otro, el primer sentimiento que se experimenta, al contrario de lo que se suele creer, es el de que la prisión se ha empequeñecido.

Estaba mirando un encaballamiento de techos y muros amontonados de tal modo que recordaban bastante a un andamiaje derrumbado cuando vio, enmarcado en un tragaluz, un rostro humano ampliamente manchado de negro por una boca muy abierta. Antes de comprender su realidad, oyó un grito agudo. Se escondió a toda prisa detrás de una gran chimenea.

Estaba a dos o tres metros del tragaluz y bien escondido. Oyó varias voces angustiadas que exclamaban: «¡Ha visto al exterminador! ¡Ha visto al exterminador!» La voz que había gritado gimoteaba: «¡Está allí, viene por nosotros, lo tenemos encima!» Hubo firmes pasos sobre un piso de madera y luego una voz de hombre, un poco más serena, preguntó: «¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Dónde lo has visto?»

Por la juntura de dos ladrillos, Angelo veía el tragaluz. De allí emergió un brazo tendido con el índice apuntando hacia las alturas del cielo: «¡Allí! ¡Allí arriba! ¡Señor! ¡Un hombre con una gran barba!» Luego los gritos recomenzaron y Angelo oyó ruido de carreras en las escaleras.

Esperó mucho rato antes de salir de detrás de la chimenea. Luego se deslizó disimulándose tras las cumbreras más altas y volvió a su escondite entre los arbotantes.

Cayó la noche. Estaba cada vez más resuelto a alcanzar otro barrio de techos.

La calle del norte era verdaderamente muy estrecha: tres metros de anchura todo lo más. Y en cierto punto en que las cornisas se avanzaban, su anchura era aún menor. Con un tablón o, mejor aún, con una escala de mano atravesada por allí sería fácil pasar. Se acordó de la escala que comunicaba la galería con el último rellano en la casa donde había tomado las vituallas. Aprovechó las últimas luces del día para ir a ver si podía sacarla sin hacer ruido. No estaba sujeta, y, cuando trató de tirar de ella para comprobar si era demasiado pesada, advirtió que era tan liviana que pudo izarla hasta la galería sin hacer ningún ruido. Faltaba saber si era lo bastante larga. La llevó hasta la cúpula.

Durmió muy bien, sin pesadillas, después de beber zumo de tomate y comer un poco de manteca de cerdo. Se despertó en el momento mismo en que la noche, aún muy oscura, se desgarraba lentamente en el este. Se sentía fresco y dispuesto. Reunió su material.

La operación de deslizar la escala por encima del vacío resultó más fácil de lo que creía a causa de la estrechez del sitio que había elegido y de lo liviano de aquélla. Comprendió que el momento en que despuntaba el alba era el ideal para pasar. La calleja que había debajo estaba aún tan oscura, que no se veía el vacío. La única dificultad era cruzarla con la cesta de esparto, que contenía todavía dos botellas de zumo de tomate, el pote de manteca de cerdo, dos potes de confitura, la botella de líquido amarillo cuyo marbete no había podido leer, los salchichones y dos botellas de vino. En cuanto a las botas, se las había colgado de nuevo del cuello, lo cual solucionaba el problema; pero el transporte de sus restantes pertenencias era más delicado, pues quería absolutamente tener las dos manos libres. No se le ocurría el medio de lograrlo y el tiempo pasaba. Finalmente, se dijo: «Voy a dejar la cesta aquí. Si al otro lado no hallo qué comer, lo que sería extraordinario, todo se reducirá a que tendré que volver a cruzar la calle cuando tenga hambre. Pero no lo creo. Lo que más importa es que no me rompa la crisma.»

Se puso a cuatro patas y atravesó la calle sin temblar. Tiró de la escala y la ocultó detrás de la cumbrera. Se acostó a su lado y esperó que se hiciera de día. Advirtió con asombro que le resultaba muy agradable el calor de las tejas que le calentaban la espalda. Había realizado todos los movimientos necesarios con resolución, pero helado de pies a cabeza.

«¿Y el gato?», se dijo. Se dio cuenta entonces de que desde la mañana del día anterior no lo había visto. Se le ocurrió también que hubiera debido meterse un salchichón en el bolsillo. En realidad, comer no era lo esencial. Al gato, por el contrario, lo extrañó mucho hasta que se levantó el sol.

En el momento de calma que pasó tendido sobre las tejas tibias se dio cuenta de que, desde la víspera, el traqueteo de las carretas no había cesado. Había estado demasiado ocupado para notarlo. Ahora oía de nuevo el redoble del tambor.

Comprobó que la extensión de tejados a su disposición era mucho más vasta que la anterior. Las calles que la limitaban estaban muy alejadas entre sí. Era una manzana tan compacta, que había sido preciso airearla mediante algunos patios y hasta jardines interiores. Algunos de esos jardines incluso tenían árboles. Esos patios y esos jardines estaban cerrados por todos lados; podía, pues, rodearlos. Pertenecían a casas burguesas. Angelo se puso al acecho para sorprender alguna señal de vida en esas moradas por las grandes ventanas que daban a los jardines, pero, a pesar de los cristales claros, a través de los cuales podía ver sillones y alfombras, nada se movía en su interior. En cierto momento estuvo suficientemente cerca de la ventana de una cocina para ver claramente que la parte superior de la chimenea había sido limpiada de todos sus potes. Allí la gente no estaba muerta: se había ido.

«Esto es lo que justifica todas las revoluciones», se dijo, «y hasta que trataran de cargárseme la otra tarde. No seas tonto», agregó, «esa gente no ha muerto aquí, pero ¿quién te dice que no lo haya hecho en cualquier otra parte? Es la única diferencia. Acabo de hacer una reflexión de jefe.» Se sintió muy orgulloso de ella. «Si yo quisiera, iría a repantigarme en cualquiera de esos sillones, pero ¡a otro perro con ese hueso! No creo que el mal sea un hombre barbudo, pero estoy seguro de que es un animalejo, mucho más pequeño que una mosca, que puede perfectamente habitar en un tapiz o una alfombra. Los tejados no me han ido tan mal hasta ahora. Me quedaré en ellos. De todos modos, me parece que poca comida voy a encontrar por aquí.»

Las casas de ese barrio no tenían galerías, y, por más que Angelo buscó por todos lados, no halló tampoco en los tejados ningún sitio llano donde poder dormir. Ni siquiera un lugar donde ponerse a la sombra como bajo los arbotantes de la cúpula. El sol estaba aún más blanco que de costumbre, y la reverberación de las tejas pulimentadas quemaba tanto como los rayos directos.

Tuvo, sin embargo, la alegría de ver llegar al gato. Nunca supo cómo se las había arreglado para volver junto a él. ¿De un salto, quizá? En todo caso, a partir de ese momento se pegó a los talones de Angelo como un perro y cada vez que se detenía aprovechaba la ocasión para restregarse contra sus piernas. Recorrió con él sus dominios y, cuando Angelo se sentó al pie de un pequeño muro, en un poco de sombra, saltó sobre sus rodillas y le hizo a su manera grandes demostraciones de afecto.

Del lado de la plaza de la iglesia llegaba sin cesar el traqueteo de las carretas. De vez en cuando se oían gritos o súplicas cuyos ecos se perdían sin encontrar respuesta, y de las profundidades de las calles subían los gemidos.

En el pequeño muro contra el cual Angelo apoyaba su espalda se abría un tragaluz rectangular por el que, finalmente, saltó el gato. Como no volvía, Angelo lo llamó, y luego metió la cabeza y los hombros por el tragaluz. Daba a un espacioso desván cuya visión llenaba el alma de un profundo sentimiento de paz. Inmediatamente, Angelo intentó pasar, pero la abertura era demasiado estrecha. Tras contemplar de nuevo el crudo chisporroteo de los tejados y las colinas donde acababan de alimentar las hogueras, que comenzaban a despedir enormes espirales de humo grasiento, Angelo tuvo un deseo irresistible de volver a ver aquel hermoso desván dorado, translúcido, depositario de viejos tejidos, de culatas de madera pulimentada, de herrajes en forma de flores de lis, de sombrillas, de vestidos colocados en maniquíes de mimbre, de viejas capotas de tafetán muaré, de libros, de muebles destripados, de guirnaldas de nácar, de ramos de azahar, de objetos de la vida elegante y fácil dormida en su luz dorada. Corpiños, vestidos, griñones, cofias, guantes, redingotes, carriques, sombreros de copa, fustas de tres generaciones, colgados de clavos, tapizaban las paredes. Minúsculos zapatos de tacones altos, de raso, de cuero, de terciopelo, chapines con borlas de seda, botas de caza, estaban colocados sobre muebles bajos, no en el alineamiento ridículo de una formación de calzado, sino como el pie los había dejado o, quizá más exactamente, como si la sombra del pie se calzara aún con ellos, como si la sombra de los cuerpos pesase en ellos todavía aunque fuera muy brevemente. Por fin, descansando sobre el mármol de una cómoda, un sable en su vaina. Un sable de caballería con su fiador de oro. Todo comunicaba al corazón ternezas tan dulces como las caricias del gato. Por lo demás, éste estaba allí acostado sobre un cubrepiés, y llamó a Angelo con un arrullo de paloma, suave y melancólico, como si fuera la propia voz de aquel mundo desaparecido.

Angelo estaba agarrado a aquel tragaluz como un preso al de su celda.

Un olor de largos descansos, de carnes tranquilamente envejecidas, de corazones tiernos, de juventud imputrescible, de pasiones de cuento de hadas y de tisanas de violeta subía desde el hermoso desván.

Las hogueras seguían dejando caer sobre la ciudad un humo pesado que olía a rancio y a grasa, como las velas baratas, pero que abría el apetito. Angelo pensó en la cesta de esparto que había dejado al otro lado de la calle. Con víveres (como se dice), y si pudiera deslizarse por la estrecha ventana, allí dentro podría vivir indefinidamente.

Vagó hasta mediodía por los tejados sin poderse quitar de la cabeza el pensamiento de que tenía necesidad de un poco de calma y de reposo.

Se decía: «Se trata de una necesidad insólita y que no podía llegar en peor momento. Las cosas están claras y no hay por qué andarse con rodeos. Lejos de creer que el peligro viene de un hombre barbudo o de nubes con forma de caballo, o del cometa, con el que, sin embargo, tú también soñaste, sabes que se trata simplemente de animalejos más pequeños que moscas y que transmiten el cólera. Sin hablar de los locos que aplastan la cabeza de quienes tocan las fuentes. Con eso ya tienes bastante. No veo de qué te servirían viejos corpiños y zapatos de raso. Sólo el sable, razonando fríamente, podría prestarte un buen servicio, pero algunas cargas de pólvora para tus pistolas aún te serían más útiles. Y si has pensado en el sable, es, simplemente, por la satisfacción de vanagloriarte de tus fiorituras, porque sabes utilizarlo a las mil maravillas y porque no puedes olvidar tu antiguo oficio; en una palabra, porque sigues preso de esa incurable afición a meterte en líos que tantas veces te ha hecho caer en el ridículo. Sin hablar de tu famoso duelo, del que muy bien hubieras podido prescindir dándole un luis a un asesino profesional. Nada es más idiota que la generosidad cuando ésta llega incluso a instalarse en la cortesía y en el sentimiento de lo que es justo. Por suerte, no amas el amor, como decía la pobre Ana Clèves, porque, de lo contrario, estarías apañado. Pero la revolución y el cólera pueden engañarte tanto como las mujeres si no obras con prudencia. Los hombres decididos son los dueños del mundo. ¿Acaso eres tímido? He de reconocer que adoro los vestidos colgados de esas paredes. Todos son de una factura exquisita. Han pertenecido a seres sensibles. Sí, podría vivir indefinidamente en el granero.»

Pero el humo de los cadáveres puestos a asar lo envolvía con su gusto a sebo, y mientras pronunciaba interiormente la palabra vivir, pensaba en la cesta de esparto.

Anduvo por el techo de una amplia casa que parecía un cuartel.

Los edificios se alzaban en cuadro alrededor de un jardín muy bien cuidado. Al otro lado del jardín, Angelo veía un lienzo de pared horadado por grandes ventanas regulares, enrejadas, hacia las cuales subían las ramas de laureles y de higueras. Entre los cuadros de boj que había abajo iba y venía lo que parecía una multitud de ratas. Angelo se deslizó hasta el tejado de una buhardilla y pudo ver que se trataba de monjas que se afanaban muy lentamente alrededor de cajas, fardos y baúles que ataban con cuerdas haciendo crujir todo un damero de vestidos negros y cofias blancas. La operación era vigilada por un personaje blanco como el mármol y de tamaño más pequeño que el natural que se mantenía inmóvil bajo una glorieta de laurel rosado. Por un momento, Angelo tuvo miedo de ser visto por ese comandante cuya inmovilidad y sangre fría le impresionaron. Pero comprendió que era la estatua de un santo.

Bastaba volver a lo más alto de los tejados para oír el incesante traqueteo de las carretas, susurros ahogados llenos de gemidos y aquel rumor semejante al de una fina lluvia que hacía el humo de las hogueras al frotar las tejas.

Angelo volvió a sentarse cerca del tragaluz del desván. Durante varias horas lo olió de vez en cuando como quien huele una flor. Pasaba su cabeza por la abertura, miraba los corpiños, los vestidos, los zapatitos, las botas, el sable. Husmeaba un olor de almas que imaginaba sublimes.

«No se me tiene por un espíritu frívolo», se decía. «¿Cuántas veces me han reprochado mi falta de afición por los placeres? Y es incontestable que, con mi frialdad, hice desgraciada a la pobre Ana Clèves, que en el fondo me pedía bien poco, a juzgar por la manera con que los jóvenes oficiales que frecuentaban la misma sala de esgrima que yo en Aix-en-Provence se comportaban con las damas. Ana se negaría a creer que soy capaz de crear con mi imaginación a una mujer que calce esos zapatos, se ponga esos vestidos, tome esa sombrilla en sus manos, se toque con esa capota de faya malva y camine por este desván (que es, por lo demás, un parque, un castillo, una heredad, un país con su Parlamento) dándome el placer más grande que yo pueda tener (mejor dicho, el único) sólo con verla caminar.»

Volvía a sentarse cerca del pequeño muro. Volvía a ver el humo negro cabalgando en el cielo yesoso. Oía rodar las carretas en las calles, detenerse, volver a rodar, detenerse, volver a rodar, dar vueltas infatigablemente por la ciudad. Escuchaba el gran silencio que constantemente volvía a cerrarse alrededor del ruido de las carretas, alrededor de los gemidos y de las súplicas.

Por fin trató de deslizarse por el tragaluz. Todo lo que consiguió fue magullarse los hombros y desollarse los brazos. Pero pensó de pronto en la postura que se adopta para tirarse a fondo y dar una estocada según las reglas: el brazo derecho extendido, la cabeza pegada al hombro derecho, el brazo izquierdo pegado a la línea del muslo, el hombro izquierdo hundido. «Es una estocada según las reglas lo que me hace falta», se dijo. «Si logro mantener esa postura, apuesto a que entro.»

Ensayó, y lo hubiera hecho con éxito de no ser por las pistolas, que le abultaban en los bolsillos. Las metió en las botas e introdujo éstas en el desván. El tragaluz se abría hacia dentro, más o menos a un metro y medio del piso. Metió su brazo lo más hondo que le fue posible, pero, a pesar de ello, tuvo que dejar caer sus botas sin esperanzas de recuperarlas si no lograba pasar.

«Los puentes están cortados», se dijo; «ahora hay que seguir. En caso contrario, sin botas y sin pistolas, poco podrás hacer.»

A pesar de su delgadez y de la perfecta postura adoptada, quedó apresado, felizmente por las nalgas, y sólo meneándose como una lombriz y ayudándose con la mano derecha logró liberarse y rodar al interior, donde, al caer sobre el piso de madera, hizo mucho ruido.

«¡Virgen Santa!», se dijo al levantarse. «¡Ojalá estén todos muertos aquí!»

Escuchó expectante un buen rato, pero no oyó nada.

El desván era aún más hermoso de lo que parecía. Los rincones que no podían verse desde el tragaluz, iluminados por algunas pequeñas claraboyas diseminadas en el techo y en las cuales a esa hora daba el sol poniente, estaban bañados de una luz opaca que parecía jarabe dorado, de donde los objetos emergían en jirones de formas sin relación alguna con su significación real. Esa garbosa cómoda no era más que un mueble roto cubierto con un chaleco de seda color ciruela; una descabezada porcelanita de Sajonia que en su origen debió de ser un ángel músico, se había transformado, por agrandamiento de sus sombras y por el brillo que la luz comunicaba a las roturas de la degollación, en una especie de pájaro antillano: la cacatúa de una criolla o de un pirata. Los vestidos y las levitas estaban verdaderamente reunidos en asamblea. Los zapatos, sobre los que caían redondos rayos de luz, parecían estar debajo de un cortinaje, y los personajes ocultos en la sombra cuya presencia traicionaban así no estaban de pie sobre un piso, sino como si estuvieran situados sobre las perchas en escalera de una vasta jaula de canarios. Los rayos del sol, proyectados en chispeantes constelaciones rectilíneas de polvo, hacían vivir a aquellos extraños seres en mundos triangulares, y el movimiento de la luz solar hacia el ocaso, al desplazar lentamente los redondeles de luz, los animaba con movimientos que se estiraban indefinidamente igual que si estuvieran en el agua tibia de un acuario. El gato vino a saludar a Angelo, se estiró también, abrió ampliamente la boca y emitió un maullido imperceptible.

«¡Magnífico lugar para acampar!», se dijo Angelo. «Sólo la subsistencia no parece asegurada; pero después de anochecido iré a explorar las profundidades. En todo caso, aquí estoy como pez en el agua.»

Y se acostó en un viejo diván.

Cuando se despertó, era de noche.

«En marcha», se dijo. «Ahora necesito de veras algo donde hincar el diente.»

Las profundidades, vistas desde el pequeño rellano situado ante la puerta del desván, estaban terriblemente oscuras. Angelo encendió su mechero. Sopló la brasa, vio el principio de la barandilla en el resplandor rosado y comenzó a bajar lentamente mientras habituaba poco a poco sus pies al ritmo de los escalones.

Llegó a otro rellano. Parecía ser el de un tercer piso, a juzgar por el eco que despertaba en la caja de la escalera el más leve roce. Sopló la brasa. Tal como suponía, el espacio a su alrededor era muy vasto. Había tres puertas, cerradas con llave. Habría perdido mucho tiempo forzando las cerraduras. Mañana ya vería. Era necesario bajar más. Sus pies reconocieron escalones de mármol.

Segundo piso: tres puertas, igualmente cerradas. Pero eran incontestablemente puertas de habitaciones. Los paneles estaban decorados con óvalos y motivos esculturales que representaban aljabas y cintas. La gente, sin duda, se había ido. Aljabas y cintas no eran atributos de gente que deja apilar sus cadáveres en carretas. Era de suponer que habrían barrido, o, mejor, hecho barrer, la cocina de todo cuanto hubiera hasta en el último rincón de las alacenas. Había que ver más abajo. Quizá hasta en el sótano.

A partir de aquí había una alfombra en la escalera. Algo pasó entre las piernas de Angelo. Debió de ser el gato. Había veintitrés escalones entre el desván y el tercer piso, y otros tantos entre éste y el segundo. Angelo estaba en el vigésimo primer escalón entre el segundo piso y el primero cuando, enfrente de él, un brusco rayo de oro enmarcó una puerta que se abrió. Era una mujer muy joven. Sostenía un candelabro de tres brazos a la altura de una carita triangular que encuadraba una abundante cabellera negra.

—Soy un caballero —dijo tontamente Angelo.

Hubo un momento de silencio hasta que ella dijo:

—Creo que es exactamente lo que debía decir.

Temblaba tan poco, que las tres llamas de su candelabro estaban rígidas como puntas de horquilla.

—Es cierto —dijo Angelo.

—Lo más curioso es que, en efecto, parece cierto —dijo ella.

—Los bandidos no tienen gatos —dijo Angelo, que había visto al minino deslizarse delante de él.

—Pero ¿quién tiene gatos? —dijo ella.

—Éste no es mío —dijo Angelo—, pero me sigue porque ha reconocido en mí a un hombre de paz.

—¿Y qué hace un hombre de paz a estas horas y en esta casa?

—Llegué a la ciudad hace tres o cuatro días —dijo Angelo—, y estuve a punto de ser despedazado por envenenador de fuentes. Gentes de ideas fijas me persiguieron luego por las calles. Me oculté en el umbral de una puerta, que por suerte cedió, y me escondí en la casa. Pero había cadáveres, o, más exactamente, un cadáver. Así que subí al tejado. Desde entonces, he vivido en las alturas.

La joven señora lo había escuchado sin inmutarse. Esta vez el silencio fue un poquitín más largo. Luego dijo:

—Debe de tener hambre, supongo...

—Por eso bajé —dijo Angelo—; creí que la casa estaba vacía.

—Felicítese de que no lo esté —dijo la joven señora con una sonrisa—. Cuando mis tías se van, dejan la tierra arrasada.

Se hizo a un lado sin dejar de iluminar el rellano.

—Entre usted —dijo.

—No quisiera ser inoportuno —dijo Angelo—; voy a interrumpir su reunión.

—No es usted inoportuno —dijo ella—, yo lo invito. Y no interrumpe ninguna reunión. Estoy sola. Mis tías se fueron hace cinco días. Después de su marcha yo también he tenido muchas dificultades para alimentarme. Pero, no obstante, soy más rica que usted.

—¿No tiene miedo? —dijo Angelo aproximándose.

—No.

—Si no de mí, y le doy las gracias, del contagio...

—No me dé las gracias, señor —dijo ella—. Entre. Estas cortesías en la puerta son ridículas.

Angelo entró en un hermoso salón. De pronto, se vio reflejado en un gran espejo. Llevaba barba de ocho días y tenía el rostro lleno de largos churretes de sudor negruzco. Su camisa hecha jirones, sus brazos desnudos, su pecho al aire cubierto de negros pelos, sus pantalones llenos de polvo y de las huellas de yeso de su paso por el tragaluz y sus medias desgarradas, que dejaban ver unas uñas larguísimas, le daban un aspecto lamentable. Sólo tenía a su favor sus ojos, que, a pesar de todo, brillaban siempre amablemente.

—Estoy desolado —expresó.

—¿De qué está desolado? —dijo la joven señora mientras encendía la mecha de un pequeño infiernillo de alcohol.

—Reconozco —dijo Angelo— que tiene usted motivos de sobras para desconfiar de mí.

—¿Por qué se le ocurre que desconfío? Le estoy preparando té.

La mujer andaba sin ruido sobre la alfombra.

—Supongo que no ha comido nada caliente desde hace tiempo.

—¡Ya no sé desde cuándo!

—Desgraciadamente, no tengo café. Por lo demás, tampoco sé dónde está la cafetera. Fuera de su casa una está perdida. Llegué aquí hace ocho días. Mis tías han dejado el vacío detrás de ellas. Lo contrario me hubiera sorprendido. Esto es té que, por fortuna, tuve la precaución de traer.

—Discúlpeme —dijo Angelo con voz ronca.

—Los tiempos no están para disculpas —dijo ella—. ¿Qué hace de pie? Si quiere realmente tranquilizarme, compórtese de manera tranquilizadora. Siéntese.

Angelo, dócilmente, asentó la punta de sus nalgas en el borde de un suntuoso sillón.

—Un queso que huele a chivo y por eso, sin duda, lo han dejado, el resto de un pote de miel y, naturalmente, pan. ¿Le gusta?

—No recuerdo ya qué gusto tiene el pan.

—Éste es duro. Exige buenos dientes. ¿Cuántos años tiene?

—Veinticinco —dijo Angelo.

—¿Tantos? —dijo ella.

Había desocupado un rincón del velador y puso en él un gran bol sopero sobre un plato.

—Es usted muy buena —dijo Angelo—. Le agradezco de todo corazón lo que se sirva darme, porque me muero de hambre. Pero voy a llevármelo, no podría comer delante de usted.

—¿Por qué? —dijo ella—, ¿Le desagrada mi presencia? ¿Y en qué se llevaría su té? No puedo darle ningún bol o cacerola. No cuente con ello. Eche abundante azúcar y desmigaje su pan como en la sopa. He hecho un té muy fuerte y está hirviendo. Nada puede serle más saludable. Si le molesto, puedo salir.

—Es mi suciedad la que me molesta —dijo Angelo. Había hablado bruscamente, pero agregó—: Soy tímido. —Y sonrió.

La joven señora tenía los ojos verdes, y podía abrirlos tanto, que le llenaran el rostro.

—No me atrevo a darle nada con que lavarse —dijo ella suavemente—. Todas las aguas de esta ciudad son malsanas. Hoy es mucho más juicioso estar sucio pero sano. Coma tranquilamente. Lo único que le aconsejaría —agregó también con una sonrisa—, es que en adelante se calzara, si es posible.

—¡Oh! —dijo Angelo—, arriba tengo unas botas muy hermosas. Pero tuve que quitármelas para poder caminar sobre las tejas, que son resbaladizas, y también para bajar a las casas sin hacer ruido.

«Soy un tonto de capirote», se dijo, pero una especie de espíritu crítico le hizo añadir: «¿Lo eres al menos de una manera natural?»

El té estaba excelente. A la tercera cucharada de pan ensopado no pensó ya sino en comer con voracidad y en beber aquel líquido hirviente. Por primera vez desde hacía mucho tiempo apagaba su sed. Se había olvidado por completo de la joven señora. Ésta caminaba sobre las alfombras, disponiéndose a preparar una segunda cacerola de té. Como Angelo estaba a punto de terminar su bol, volvió a llenárselo hasta el borde.

Hubiera querido hablar, pero su deglución se había puesto a funcionar de una manera loca. Tragaba saliva sin poder detenerse. Tenía la impresión de hacer un ruido terrible. La joven señora lo miraba con los ojos muy abiertos, pero no parecía asombrada.

—No abusaré más de su hospitalidad —dijo Angelo, con tono firme, cuando se acabó su segundo bol de té.

«He logrado hablar con amabilidad pero con firmeza», se dijo.

—No ha abusado usted de nadie —dijo ella—. Simplemente, ha saciado su hambre, que era aun más grande de lo que yo creía y, sobre todo, su sed. Ese té es verdaderamente una bendición.

—¿No se verá privada de él por mi culpa?

—Todavía me queda bastante —dijo ella—, esté tranquilo.

—Aceptaré uno de sus quesos y un pedazo de pan que me llevaré, si usted no se opone, y, con su permiso, me retiraré.

—¿Adónde? —dijo ella.

—Hasta hace un rato he estado en su desván —dijo Angelo—; ni que decir tiene que pienso abandonarlo inmediatamente.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero me parece lo correcto.

—Pues, si no lo sabe, sería mejor que se quedara en él esta noche. Mañana, de día, ya buscará otro acomodo.

Angelo se inclinó.

—¿Puedo hacerle una proposición? —dijo.

—Usted dirá.

—Tengo dos pistolas, una de ellas descargada. ¿Quiere usted aceptar la que está cargada? Estos tiempos excepcionales han liberado muchas pasiones excepcionales.

—Estoy bastante bien provista —dijo ella—. Vea usted.

Levantó un chal que estaba al lado del infiernillo de alcohol. Ocultaba dos grandes pistolas de arzón.

—Está usted mejor provista que yo —dijo fríamente Angelo—, pero son armas pesadas.

—Estoy habituada a ellas —dijo la mujer.

—Hubiera querido mostrarle mi agradecimiento.

—Lo ha hecho.

—Buenas noches, señora. Mañana a primera hora dejaré el desván.

—Yo soy, entonces, quien le está agradecida.

Angelo estaba ya en la puerta cuando la joven señora lo detuvo.

—¿Le sería útil una vela?

—Mucho, señora, pero sólo tengo mi mechero y no puedo hacer llama.

—¿Quiere usted unos cuantos fósforos?

Al entrar en el desván Angelo se asombró de volver a hallar al gato a sus talones. Había olvidado a aquel animal que tanto placer le daba con su compañía.

«Tendré que volver a pasar por ese tragaluz tan estrecho», se dijo. «Pero, decentemente, un caballero no puede quedarse solo con una mujer tan joven y tan linda. Ni siquiera el cólera sería excusa. Ella se ha mostrado muy amable, pero es evidente que, por poco que sea, mi presencia en el desván la molestaría. ¡Bien, pasaré de nuevo por ese estrecho tragaluz!»

El té le había dado fuerzas y, sobre todo, un gran bienestar. Admiraba todo lo que la joven señora había hecho abajo. «Si hubiera estado en su lugar», se dijo, «¿me habría mostrado tan tranquilo y frío ante el peligro? ¿Hubiera jugado tan bien una partida en la que podía perderlo todo? Hay que convenir en que tengo un aspecto espantoso y hasta, lo que es más grave, repugnante.» Olvidaba el fuego de sus ojos.

«Ha sabido estar siempre en su sitio y, sin embargo, apenas si tiene veinte años, veintiuno o veintidós a lo sumo. Yo, que siempre encuentro viejas a las mujeres, reconozco que ésta es joven.»

La respuesta que había dado a su oferta mostrándole las pistolas de arzón le inspiraba cierta preocupación. Angelo siempre se mostraba interesado cuando se trataba de armas. Pero, incluso en esos casos, siempre se le ocurrían las cosas con retraso. El hombre solitario toma de una vez por todas el hábito de ocuparse de sus propios sueños y ya no puede reaccionar con rapidez cuando se enfrenta a opiniones distintas de las suyas. Es como un monje enfrascado en su breviario en medio de un partido de pelota o como un patinador que se ha propuesto describir una amplia curva y cuando lo llaman no acude adonde lo esperan hasta terminar su recorrido.

«He estado seco e indiferente», se dijo Angelo. «Hubiera debido mostrarme más dúctil. Era una ocasión magnífica para jugar mis propias cartas. Las pistolas de arzón me daban pie para ello. Hubiera debido explicarle que un arma pequeña, bien manejada, es más peligrosa e inspira más respeto que una grande y pesada, sobre todo cuando hay una desproporción tan grande como la de su mano y la ancha culata, los gruesos cañones y los pesados herrajes de esas pistolas. Bien es verdad que corre otros peligros y que no se puede disparar contra las mosquitas que transportan el cólera.»

Lo invadió entonces una idea tan espantosa, que se levantó bruscamente del diván en el que se había acostado.

«¿Y si yo mismo le hubiera llevado el contagio?» Ese yo mismo lo heló de terror. Retribuía siempre las más minúsculas generosidades con derroches de generosidad. La idea de haber llevado la muerte a aquella joven señora, tan valiente y bella y que le había hecho té, le era insoportable. «He tratado, y no solamente he tratado, he tocado, he cuidado, a enfermos de cólera. Estoy seguramente cubierto de miasmas que no me atacan, o quizá que no me atacan aún, pero que pueden hacer morir a esa mujer que se protegía, con muy buen juicio, encerrada en su casa. Y yo he forzado su puerta, y me ha recibido noblemente, y quizá morirá a causa de esa nobleza, de esa abnegación de la que he sido el único beneficiario.»

Estaba aterrado.

«He revisado de arriba abajo la casa en que el cólera seco dejó tendida en el quicio de una puerta a aquella mujer de la hermosa cabellera dorada. Ésta es más morena que la noche, pero el cólera seco es terriblemente fulminante y no da siquiera tiempo a llamar. Pero ¿estoy loco, o qué tiene que ver el color de una cabellera en un caso de cólera seco?»

Escuchó con feroz atención. Toda la casa estaba en silencio.

«En todo caso», se dijo para tranquilizarse, «ese famoso cólera seco me ha dejado muy tranquilo hasta ahora. Para contagiarlo hay que tenerlo. No, para contagiarlo basta con llevarlo, y has hecho todo lo posible para llevarlo. Pero en aquella casa no tocaste nada. No hiciste como el pobre mediquillo, que lo hubiera hecho mucho mejor y que llevado de sus escrúpulos incluso habría mirado debajo de las camas. Vamos, ¿qué te imaginas? Los miasmas no están erizados de tentáculos ganchudos como las semillas de cadillo, y porque hayas pasado por encima de ese cadáver no han tenido que adherirse forzosamente a ti.»

Estaba medio dormido. Volvía a verse pasando por encima del cadáver de la mujer, y su duermevela estaba también lleno de cometas y de nubes con forma de caballo. Se agitaba de tal modo sobre su diván, que inquietó al gato, acostado a su lado.

Esta vez el terror le dejó helado. «El gato estuvo mucho tiempo en la casa donde no solamente la mujer rubia había muerto, sino también otras dos personas, por lo menos. El gato puede llevar el cólera en su piel.»

No recordaba ya si el gato había entrado en el salón del primer piso o si se había quedado en el rellano. Se torturó con esa idea durante buena parte de la noche.