CAPÍTULO QUINTO
Al aproximarse comprobaron que el alboroto era una mezcla de canciones subidas de tono y chillidos femeninos tan agudos como los maullidos de las gatas en celo. Angelo no pudo menos que sentirse impresionado por aquellos grititos directos e inequívocos de mujeres a las que les estaban haciendo cosquillas. Pensó en el amor. Lo perturbó en extremo verse asaltado así, brusca e inadvertidamente, por un sentimiento que de ordinario lo invadía poco a poco, luego de muchos rodeos y de no menos melancolía. Por otra parte, y a pesar de la facilidad con que había desarmado al campesino bonachón disfrazado de gendarme que vigilaba la cuarentena de Peyruis, su estado de ánimo seguía siendo proclive al heroísmo...
En el salón de la posada, largo y ancho, se encontraban una veintena de hombres y mujeres ebrios y retozones. Sentados alrededor de la gran mesa general, habían dado buena cuenta de los platos, las fuentes y las botellas, algunas de las cuales estaban tumbadas. Iluminaban el espectáculo dos enormes poncheras en las que ardía alguna sustancia inflamable, colocadas sobre baldes puestos del revés, y una profusión de lámparas de petróleo y de candeleros dispuestos de modo que no quedara un solo rincón a oscuras en aquella vasta pieza abovedada.
Angelo detuvo a un mozo que pasaba con los brazos cargados de botellas. Le preguntó en tono muy seco quiénes eran aquellas personas. Le indignaban las actitudes y los cloqueos de algunas mujeres que se dejaban manosear abiertamente.
—Gente corriente, como usted y como yo —le respondió ese hombre, que era de cierta edad y se perfumaba el aliento con ron, al parecer. Y se fue a distribuir sus botellas.
Al terminar volvió arrastrando los pies mientras se secaba las manos en su delantal de cuero. Tenía una mirada vaga y benévola.
—Bueno —dijo—, ¿qué le sirvo para matar el rato?
Como Angelo no le contestó y seguía frunciendo el ceño enojado, el hombre, que quizá fuera el propio posadero y estaba muy equivocado acerca de las razones de aquella irritación, le dijo:
—No vale la pena que se enoje. Por lo demás, ¿de qué sirve? Como ve, no es el único. Espere un poco. Mañana, en cuanto amanezca, nos las arreglaremos para esquivar las barreras de cuarentena. Mi hijo y yo conocemos las colinas como la palma de nuestra mano. Pero, si quiere beber, dése prisa. El vino sube. Está ya a quince céntimos.
—¿No hace mal el vino? —preguntó Angelo muy serio.
—En todo caso, el mío no le ha hecho nunca mal a nadie —contestó el hombre, a quien tanta seriedad desconcertaba.
Angelo pidió entonces una botella, pero dijo:
—No quiero beber con esa compañía. ¿No tiene un cuarto?
—Por cuartos no será, pero se verá obligado a beber en la oscuridad. Han hecho traer aquí todas las lámparas y candeleros de la casa. No podían soportar el más mínimo rincón de sombra a sus espaldas. Hay que convenir en que vivimos tiempos insólitos. Le aconsejo no beber solo. Hoy día lo más sensato es pasárselo bien. ¿Acaso se sabe lo que nos ocurrirá dentro de un rato? Todos éstos han llegado por separado. Esta mañana ni se conocían. Mírelos. Dentro de una hora será usted uno más.
Angelo estaba demasiado trastornado para poder contestar. Le daban un miedo cerval aquellas mujeres que con los pies posados en los travesaños de la silla y las finas enaguas arremangadas mostraban las piernas casi hasta las rodillas. No podía soportar aquellos corpiños abiertos que dejaban entrever chambras y cintas de corsé. Pensaba en el valle en el que había muerto el mediquillo como en un paraíso. Estaba persuadido de que no había nada de ridículo en ser de aquel modo.
Llevó su botella y su vaso al fondo del salón, a una mesita solitaria.
El anciano caballero de la hermosa perilla blanca se había aproximado al grupo. Aunque se mostraba todavía circunspecto, se había calado los anteojos y riéndose como un bobo miraba con aire atontado a una mujer joven, morena y lechosa, bastante despechugada, que estaba siendo vivamente asediada por dos hombres de lustroso bigote con pinta de viajantes de comercio de los que se defendía coquetamente sin demasiada energía.
Para calmar sus nerviosas manos, Angelo manipulaba el pestillo de una puertecilla contra la cual se apoyaba su banco. Al cabo, la puerta se abrió. Daba a una caballeriza. Había tres o cuatro caballos en los pesebres y varias de esas sillas volantes generalmente usadas por los viajantes.
«Tanto peor para esa gentuza», se dijo Angelo.
Llamó al hombre, que renovaba las botellas:
—¿Quieres ganarte tres luises? —le dijo.
—De ahora en adelante, los precios se multiplican por cinco —contestó el hombre, que estaba habituado a aprovecharse de las situaciones y necesitaba bastante más que un tuteo para achararse. Como Angelo trató de hablarle en términos grandilocuentes, le espetó—: Príncipe mío, no es posible engañar al tío Guillaume. No me mamo el dedo, y sé que no vas a darme cinco luises, o acaso seis, por mi cara bonita. Si te digo mi precio, es porque estoy dispuesto a hacer negocios. Dime lo que quieras y habla como todo el mundo.
A pesar de la insolencia con que fue dicho esto, Angelo le explicó que su joven esposa y sus dos hijos estaban detenidos en la aldea, en la granja que servía de cuarentena.
—¿No podría coger prestado uno de esos coches con su caballo? —dijo resueltamente.
—Se trata, pura y simplemente, de lo que esté dispuesto a pagar —dijo el hombre. Y agregó, después de rascarse la cabeza, acariciarse el mentón y mirar a Angelo de arriba abajo—: Dígame una cosa: ¿adónde quiere ir después?
—A Aviñón.
—Entre por aquí.
Llevó a Angelo dentro de la caballeriza y cerró la puerta detrás de ellos. El olor de los caballos hizo perder la cabeza a Angelo.
—He aquí cómo veo el asunto —dijo el hombre—. No se puede dejar a la damita y los niños en esa situación. La gente muere como moscas, bien lo sabe. Apoquine diez luises y le diré lo que voy a hacer. ¿Se ha fijado en esa rubia despechugada que está al lado? ¡Seguro que sí! La conozco muy bien. Y si yo le digo que la conozco muy bien, es porque la conozco muy bien. Me apuesto lo que quiera a que se entenderá con ese tío gordo que lleva botas Suvaroff. Es un chalán de por acá que tiene caballos y coches como otros tienen pulgas. Se arreglarán entre ellos, sin duda. Yo siento profundo respeto por la familia. Le vendo la silla volante de la dama en total propiedad. Es ésa, mírela, y también ese lindo caballito alazán tostado, para ir a Aviñón o a donde le plazca. No puedo hablarle más claramente. Yo me las arreglaré con la familia de la chica, como se suele decir.
Angelo intentó febrilmente que le rebajara tres luises, más que por economía, porque siempre quería tener la sensación de que era él el que ganaba. Pero el hombre le dijo suavemente y con tono paternal:
—No se regatea cuando está en juego la vida de la mujer y de los hijos.
«Tanto peor para la rubia», se dijo Angelo mientras el hombre enganchaba el caballo. «Esa señorita tan orgullosa y que tiene tanta confianza en los gendarmes aprenderá, de una vez, que el hábito no hace al monje.» Pensaba también en el hermoso niño, cuyo lindo cuello inglés tan bien almidonado no podía quitarse de la memoria, y en la niña, cuya mirada había sorprendido posada en él varias veces el día anterior.
En el momento de partir, cuando Angelo sacudía ya las riendas, el hombre le dijo:
—Me cae usted bien. Se ve que es buena persona. Temo que se pierda en los atajos, así que le diré a mi hijo que lo guíe. Después no tendrá usted más que dejarlo en el camino.
Volvió con un muchacho de unos quince años, al que aleccionaba en voz baja.
—Y sé cortés con el señor —dijo por fin con cierto retintín.
Después de una hora de rodeos y zigzagueos por caminos de tierra entre árboles de copa colgante que debían de ser sauces, cuyas ramas rozaban la capota de cuero, llegaron a la granja que servía de cuarentena. El rechinar de las ballestas en las duras roderas debía de haber despertado a todas las lechuzas de los alrededores, que se llamaban desesperadamente unas a otras llenando de ecos el profundísimo silencio. Angelo detuvo el coche en un bosquecillo. Le dio las riendas al muchacho.
—Espérame aquí —dijo—. Procura que este animal no haga ruido.
El calor seguía siendo intenso, y además flotaba en el aire un leve olor que parecía inquietar al caballo, pues sacudía obstinadamente la cabeza haciendo tintinear el freno.
El silencio sólo era interrumpido por los lúgubres gemidos de las lechuzas.
«Duermen todos», se dijo Angelo. «Debo moverme sin hacer ruido y poniendo cuidado en despertar sólo a la institutriz y a los dos niños, para que no haya alboroto. El centinela podría no ser tan complaciente como el de esta tarde. Soplaré sobre la brasa de mi mechero y espero que tendrán suficiente presencia de ánimo para reconocerme en seguida sin ponerse a gritar al ver de repente mi cara iluminada en la oscuridad. Despertaré primero al niño, que parece muy valiente.»
Se esforzaba al mismo tiempo por hallar, en medio de la oscuridad de la noche, el lugar donde estaba el centinela. Se había detenido a más o menos diez pasos de la masa oscura de las paredes, más negra que la noche, y acechaba el ruido, por ligero que sea, que hace siempre un hombre que vela. Al cabo de un momento, como sólo oía a las lechuzas que se llamaban, se dijo: «El centinela también debe de estar durmiendo», y se aproximó procurando ahogar cuidadosamente sus pasos en la hierba.
Pronto estuvo ante la puerta de la granja, abierta de par en par, según juzgó por una especie de eco que notaba frente a él. No había rastro de centinela. El silencio que reinaba en la granja también le sorprendió. Esperaba oír ruidos de respiración y el crujido de la paja bajo los cuerpos inquietos; pero entre aquellas paredes, que apagaban los gritos de las lechuzas, el silencio era aún más intenso que el de la noche que había a su alrededor.
«¿Nos habremos equivocado de lugar?», se dijo.
Avanzó de puntillas. Su pie encontró un obstáculo. Se agachó y tocó unas faldas. Se arrodilló y encendió el mechero. Sopló sobre las brasas de la mecha y, a la roja luz, reconoció, deformado por una mueca atroz, el rostro de una campesina que no había querido irse por conservar su baúl. Estaba muerta. Sopló con todas sus fuerzas sobre las brasas y miró a su alrededor, pero aquella luz rojiza sólo le permitía ver en un radio muy pequeño. Pasó sobre el cuerpo de la campesina y dio algunos pasos para ver más lejos. Halló el cadáver de un hombre y equipajes abandonados. Por fin creyó reconocer unos zapatos de charol cubiertos por los volantes de encaje de Irlanda en que terminaba un pantalón de linón. Era la niña. Tenía en los ojos, enormemente abiertos, una expresión de terrible asombro. Debía de haber muerto muy rápidamente y sin recibir ningún cuidado, pues sus ropas estaban en perfecto orden. El niño se hallaba un poco más lejos, aferrado a la institutriz, muy desfigurada, con los labios arremangados sobre unos dientes que parecían tan crueles como los de un perro rabioso dispuesto a morder.
Angelo soplaba incesantemente la mecha sin pensar en nada. Caminó luego a la ventura en la oscuridad y tropezó aún con dos o tres cuerpos; quizá fueran los mismos, pues, sin saber cómo, de pronto se encontró en medio de la noche, con las lechuzas.
Llamó. Buscó el bosquecillo en el que había dejado el coche. Cayó en una acequia llena de agua. Llamó de nuevo. Sintió bajo sus pies las duras roderas del camino. Halló el bosquecillo y llamó dando grandes voces mientras caminaba, los brazos extendidos hacia adelante mientras caminaba. La silla volante no estaba allí. Oyó muy lejos el galope de un caballo y el rodar de un coche sobre el camino.
Estaba tan colérico, que jadeaba sin cesar y no lograba ni siquiera maldecir. Se puso a correr, pero después de tropezar y caerse dos o tres veces dentro de acequias decidió, por fin, sentarse entre las cañas.
Estaba aterrado por la trapacería del muchacho, que seguramente lo había abandonado aleccionado por su padre. Eso le desazonaba mucho más que la muerte.
El leve olor que había hecho sacudir la cabeza al caballo era un poco más definido desde que un vientecillo ardiente soplaba a ráfagas procedente de la dirección en la que se encontraba la aldea. Por otra parte, la granja, a cincuenta pasos de allí, tenía su propia provisión de cadáveres. Angelo imaginó el sol lívido y pesado que se levantaría dentro de algunas horas. Su imperiosa necesidad de ser generoso, sobre todo en aquellos instantes en que se sentía perdido en lo que parecía ser un caos general, le hizo acariciar muy seriamente la idea de esperar donde estaba a que despertara el día para ir a la aldea y ofrecerse a fin de ayudar a enterrar a los muertos. Pero se acordó de la cobardía del centinela y se dijo: «Esos campesinos te detestarán porque tienes ideas muy diferentes de las suyas acerca del valor, o, simplemente, porque, en lo que respecta a enterrar a los muertos, sabes más que ellos. Sobre todo si les hablas de cal viva. Poco tardarían en echarte en la fosa de un golpe de azadón en la cabeza. Sería una tontería.» Esta reflexión le decidió a marcharse.
Volvió al camino de tierra. Por descontado, pensaba pasar cuentas con el posadero. Se le ensanchó el corazón al pensar que aquel hombre rechoncho seguramente contaría con la ayuda de su hijo, que debía de haber regresado ya con la silla volante. «Será una buena pelea, y les sacudiré el polvo para que se acuerden de mí.» Detestaba ser engañado.
Llegó a la posada cuando el día estaba a punto de despuntar. Aún se veía el resplandor de las lámparas en medio de la noche que tocaba a su fin. Pero también allí los acontecimientos se habían precipitado. El gran salón estaba vacío y frío. Un hombre estaba tendido boca abajo, en el centro. Era uno de aquellos viajantes de lustrosos bigotes. Una mujer parecía dormir apoyada en la mesa. Angelo la llamó suavemente. Apoyó una mano en su frente. Ardía. La llamó una vez más diciéndole señora con mucha dulzura. Le levantó el rostro. Estaba manifiestamente muerta, con los ojos muy abiertos y blancos como el mármol. Y entonces, a causa de la inercia, su mandíbula inferior cayó de repente y se le abrió la boca, de donde comenzó a salir lentamente una ola de materias blancas parecidas al arroz con leche pero extraordinariamente pútridas.
Angelo recorrió la sala. Había otro muerto acurrucado detrás de las sillas, en un rincón. Pasó de largo. Luego volvió sobre sus pasos. Acababa de pensar en el mediquillo. Separó las sillas, pero al poner la mano en los brazos cruzados que escondían su rostro sintió tal rigidez en aquellos miembros crispados, que comprendió que para aquél tampoco había ya esperanza.
Luego de visitar la cocina, en cuyos fogones seguía ardiendo el fuego bajo cacerolas que despedían un delicioso olor a estofado de buey, y las caballerizas, donde no quedaban ni caballos ni coches, subió por la escalera a los cuartos. Había una decena a cada lado de un largo corredor central. Los abrió todos, uno tras otro, y en algunos de ellos, que estaban a oscuras, sus escrúpulos le hicieron acercarse a las ventanas para abrir los postigos. Todos los cuartos estaban vacíos, con los lechos intactos, salvo el último, en el que halló una enorme rata de granero, gorda y reluciente, que debía de haber salido en ese momento de su escondrijo y lo miró con sus ojos rojos. Angelo volvió a cerrar la puerta. Bajó, atravesó el salón, en el que los tres personajes que parecían salidos del cuento de la Bella Durmiente del Bosque no se habían movido, y salió. Al salir se dio cuenta de que la mujer muerta era morena. Debía de ser la que se reía unas horas antes.
Tomó el camino del sur. Amanecía. El sol estaba todavía muy bajo detrás de las colinas. El cielo era aún nocturno. Apenas si una pálida línea se destacaba en las sombras del lado del este, pero el calor era ya asfixiante.
Angelo caminó más de una hora antes de darse cuenta de que el silencio era verdaderamente extraordinario. Atravesaba bosques de pinos y robles de poca altura. Los árboles estaban absolutamente inmóviles, sin el menor estremecimiento. No había pájaros. La carretera dominaba el lecho del Durance, que en ese lugar tenía casi media legua de ancho y estaba lleno de guijarros blancos como la sal. No había agua. A veces, al borde del camino, el bosque había sido talado y formaba pequeños claros alrededor de cuatro o cinco olivos estáticos, de una inmovilidad total. El día crecía, descolorido. El cielo se parecía al lecho del río, enteramente cubierto de guijarros blancos como la sal. Por encima de los bosques se veía, sobre la cresta de la colina, una aldea marfileña. No se alzaba sobre ella ni una voluta de humo.
«Hizo bien», se dijo al recordar a la mujer morena que se reía con el pie apoyado en el barrote de la silla y enseñaba las piernas en medio de los blancos pliegues de sus enaguas.
Poco a poco el sol se elevó sobre el oeste. No tenía ni forma ni color. Era una deslumbrante masa de yeso. Durante un breve instante hubo una especie de ligero roce, como si seres invisibles huyeran a toda prisa para ocultarse en lo más profundo del follaje y la hierba inmóviles.
Por fin, Angelo oyó el trote de un caballo que se acercaba. Echó mano a su bolsillo y sacó una de sus pistolas.
Pronto pudo ver al jinete que se aproximaba. Era un hombre corpulento el que iba a pagar el pato. Cuando estuvo a tres pasos, Angelo cogió las riendas de un salto, detuvo el caballo y apuntó al jinete con su arma.
—Baja —dijo.
El gordo mostró todos los signos del terror más abyecto. Sus labios temblaban y hacían el ruido de un hombre mal educado que sorbe la sopa al comer. Cuando descabalgó, cayó de rodillas.
Angelo desató el portamantas.
—Sólo el caballo —dijo.
Luego, sin prisas, ajustó la cincha bajo la barriga del animal y acortó los estribos. Había vuelto a meterse la pistola en el bolsillo. Le inspiraba una gran simpatía aquel hombre gordo que se sacudía el polvo de las rodillas y lo miraba de reojo con aire asustado.
—Póngase a la sombra —le dijo Angelo con mucha amabilidad al tiempo que saltaba sobre la silla.
Hizo volver grupas al caballo y lo puso al galope. El animal, que apreció en seguida las nuevas piernas, respondía perfectamente. A pesar del calor, que aun careciendo de brillo quemaba la piel y abrasaba el aire, Angelo se sintió invadido por una especie de placer. Recordó que no había fumado desde hacía tiempo. Encendió uno de sus cigarritos.
A ambos lados del camino los campos y las huertas estaban desiertos. En algunos trigales no cosechados las mieses se encamaban por el peso de las espigas. Los inmóviles olivares tenían reflejos de hojalata. No se veía el horizonte por ninguna parte. Las colinas estaban ahogadas en un jarabe de horchata. Enormes albaricoqueros exhalaban el olor de su fruta podrida al paso de Angelo.
Por fin, vio ante sí la entrada a una avenida de plátanos que anunciaba una aldea. Se adentró en ella, bajo los árboles. Esperaba encontrar las barreras habituales y había advertido ya un camino que cruzaba la avenida por el cual, a la menor amenaza de ser detenido, se largaría al galope. Pero no había barreras y, a pesar de la hora ya avanzada, la aldea, con sus puertas y postigos cerrados, parecía enteramente desierta. Continuó avanzando al paso.
Al entrar en la calle, Angelo fue desagradablemente impresionado por el hecho de que estaba bordeada de casas a derecha e izquierda. La soledad lo había tranquilizado. No había necesitado hacer ningún esfuerzo para afrontar el espantoso sol yesoso, pero lo inquietaban aquellas fachadas detrás de las cuales imaginaba piezas oscuras y escenas horrorosas que explicarían tanta soledad y tanto silencio.
En la encrucijada de una plazoleta a la cual daba la iglesia vio una pequeña forma negra y blanca acostada en un triángulo de sombra, en el rincón de una casa. Era un monaguillo con sotana y sobrepelliz. A su lado había una larga cruz de esas que se llevan en los entierros y el balde de agua bendita con el hisopo.
Angelo bajó del caballo y se aproximó. El niño dormía. Estaba perfectamente sano y dormía tan a gusto como en su cama.
Angelo lo cogió por debajo de los brazos y lo levantó para despertarlo. La cabeza del niño se bamboleó de derecha a izquierda. Luego estornudó y abrió los ojos. Pero al ver la cara de Angelo inclinada sobre él hizo el violento movimiento de un gato sorprendido, cogió la cruz y el balde y huyó a la carrera. Sus piececitos desnudos se levantaban muy altos bajo la sotana. Desapareció en el recodo de una callejuela. Había arrojado en la acera una moneda de cinco céntimos que tenía en la mano.
Angelo salió de la aldea sin encontrar a ningún otro ser viviente.
La carretera corría bastante cerca del lecho seco del Durance serpenteando a lo largo de una hilera de colinas. Se metía en pequeños valles, salía de ellos, atravesaba olivares y bosquecillos de sauces, orillaba avenidas de álamos de Italia, cruzaba arroyuelos. Todo estaba inmóvil en el yeso hirviente. El trote del caballo hacía girar muy lentamente a cada lado de la carretera, como los rayos rígidos de una rueda, ringleras de árboles tiesos con follaje de cartón. A veces aparecían entre dos moreras pequeñas y pálidas granjas que parecían tener los ojos cerrados, la nariz en el polvo y un poco de paja en la boca.
En medio de la inmovilidad general, Angelo vio sobre el flanco de las colinas una mancha roja que se desplazaba. Era una campesina en enaguas que bajaba corriendo. La vio saltar con decisión las terrazas sostenidas por paredes de piedra seca donde las gentes de aquellos lugares cultivaban alcachofas. Atravesaba en línea recta los setos de arbustos y las zarzas. Se dirigía hacia una zona donde había grandes bosques de pinos pero ninguna casa.
Mucho más tarde, gracias a los recodos de la carretera, Angelo volvió a ver la mancha roja a lo lejos, en las colinas. Se desplazaba siempre muy velozmente.
El caballo comenzaba a dar señales de fatiga. Angelo se apeó y, llevando al animal de la brida, se aproximó a un bosquecillo de sauces. Iba a entrar bajo la sombra gris de los árboles cuando fue detenido por la actitud amenazadora de un perrazo que se había erguido y lo miraba con ojos como brasas. Abría silenciosamente su bocaza sanguinolenta. De sus grandes colmillos colgaban jirones de ropa negra.
Angelo se retiró reculando y paso a paso. El caballo bailaba detrás de él. De los zarzales salía un hedor a carroña. El perro permaneció inmóvil, plantado en sus dominios. Angelo volvió a montar y se alejó al trote.
Estaba ya lejos cuando pensó en sus pistolas. «No soy digno del mediquillo», se dijo. Y se quedó dormido.
Lo despertó un respingo del caballo. Éste, al parecer, luego de haber andado cierto tiempo, se había dormido también a la sombra de un abedul. Y había sido despertado por un rayo del ardiente sol que, atravesando el follaje, se había posado en su hocico.
Debía de ser cerca de mediodía. Angelo tenía hambre y, sobre todo, sed. Había cometido el error de fumar tres de sus pequeños cigarros. Su boca estaba revestida de una espesa y acre capa de saliva. Era muy peligroso comer frutas o cualquier otra cosa en casas o en posadas. Por lo demás, no había a la vista ni casa ni posada. Tampoco era recomendable beber de fuentes o manantiales. Angelo se apeó de nuevo, se sentó apoyado en un abedul, luego de haber atado su caballo a un espeso zarzal, y encendió un cuarto cigarrito.
El calor llegaba en oleadas pesadas, largas, asfixiantes. Al rechazar hacia atrás sus cabellos, Angelo se tocó la frente y advirtió que estaba empapada de un sudor frío. Sentía en los oídos una crepitación imperceptible, pero tan continua, que emborrachaba y daba vértigo. Bruscamente, Angelo tuvo una náusea y vomitó. Observó muy atentamente lo que acababa de vomitar. Era una bocanada de flema. Continuó fumando.
Se levantó sin saber por qué. Se sentía curiosamente dividido en dos: una parte de su ser estaba al acecho dentro de un sueño y otra actuaba fuera de él como un perro al extremo de una traílla. Desató el caballo, lo llevó hasta el camino, montó en él y le apretó las rodillas con un golpe seco. El animal tomó el trote.
Pasaba ante una casita cerrada cuando la puerta se abrió y oyó que lo llamaban:
—Señor, señor, venga pronto.
Era una mujer de cara hombruna, pero embellecida por el terror. Tendía las manos hacia él. Angelo saltó a tierra y, siguiéndola, entró en la casa.
Sorprendido por la oscuridad, distinguió solamente una especie de forma blancuzca que se agitaba con una violencia agresiva. Se lanzó hacia ella al mismo tiempo que la mujer y antes incluso de darse cuenta de que se trataba de un hombre que se debatía en un lecho cuyas sábanas y mantas habían volado por el cuarto. Trató de sujetar el cuerpo, pero fue rechazado como si se enfrentara a la fuerza irresistible de un resorte de acero. Claro que al mismo tiempo había resbalado en líquidos viscosos derramados cerca de la cama. Hizo pie en un lugar del piso algo más seco y comenzó a luchar seriamente, ayudado por la mujer, que había pasado al otro lado, entre la cama y la pared, y cogía por los hombros con todas sus fuerzas al enfermo, al que llamaba Joseph. Por fin, gracias a sus esfuerzos combinados, el cuerpo volvió a caer sobre la cama con un crujido de madera seca. Angelo, que hacía toda la fuerza que podía con las manos en los brazos del desgraciado, sintió en sus palmas los movimientos desordenados de los músculos y hasta de los huesos, agitados por un loco furor. Pero la cara, que era de una delgadez inusitada, poco más que un cráneo revestido de piel, comenzó a azularse mientras los gruesos labios cubiertos de duros pelos se retiraban alrededor de los dientes negruzcos y gastados que, sobre aquel fondo azul, parecían casi blancos. En lo más hondo de las órbitas, muy profundas, los ojos, rodeados de piel arrugada, brillaban como las escamas de la cabeza de las tortugas pequeñas. Maquinalmente, Angelo se puso a friccionar los muslos y caderas de aquel cuerpo, que tenía la piel muy áspera. Una convulsión más violenta aún que las anteriores arrancó al enfermo de las manos de la mujer y lo arrojó contra Angelo, el cual sintió que los dientes golpeaban su mejilla. Acababa de advertir que la piel que frotaba tenía una costra de vieja mugre. El hombre murió, es decir, el espejeo de sus ojos se apagó. Sus miembros continuaban siendo recorridos en todos los sentidos por el tumulto de los músculos y los huesos, que parecían revolucionados y querer salirse de la piel como ratas de una bolsa. Angelo se secó la cara con un sucio trozo de indiana que servía de cortina de la cama.
En la habitación, que tenía el piso al nivel de los campos que rodeaban la casa y servía también como cocina, había una gran mesa cubierta de legumbres, aún con su tierra, y otra mesa redonda y más pequeña que seguramente era la utilizada para comer. En el rincón hacia el cual se abría la hoja de la puerta, Angelo vio un viejecito recientemente rasurado y semejante a un viejo actor. Estaba sentado en un sillón y lo afectaba, al parecer, alguna parálisis de las piernas, pues tenía dos bastones con puño de cuero atravesados sobre los muslos. Sonreía. Sus labios, delgados como un hilo, estaban ligeramente brillantes de saliva. Su mirada iba de Angelo a cuatro o cinco pipas colocadas delante de él en el borde de la mesa redonda y cerca de una vejiga de cerdo llena de tabaco.
—Desde que Joseph está enfermo ha cogido su pipa y está la mar de contento —dijo la mujer mientras se secaba las manos en el delantal.
—Es ésta —dijo el viejo.
Acarició la pipa con evidentes muestras de la más viva alegría. Era de tierra y representaba la cabeza de un turco. Había sido montada en un tubo de caña bastante largo, decorado con colgantes de lana roja rematado en borlas.
—¿Le apetece un cigarro? —dijo Angelo.
—No —dijo el viejecito—, yo fumo en ésta.
Y se puso a llenar la pipa con golpecitos del pulgar y mucho movimiento de dedos. Se reía sin el menor recato, con la boca desdentada completamente abierta, y cuando dio las primeras caladas un hilillo de saliva cayó sobre su chaleco.
Angelo se sentó cerca de él. No pensaba en nada, ni siquiera en fumar. La pipa de tierra apestaba. De pronto, se acordó del caballo.
«Seguro que se ha largado», se dijo.
Salió. El caballo seguía tan tranquilo donde lo había dejado. Dormía de pie, y de vez en cuando, sin dejar de dormir, daba un lengüetazo en la hierba, tan blanca que parecía cubierta de harina.
Angelo estuvo más de dos horas sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco de una lila. Se sentía lleno de una paz absoluta y hasta de una especie de felicidad. Contemplaba a la mujer mientras iba y venía por el huerto. Debía de haber sentido la necesidad instintiva de volver en seguida a sus quehaceres domésticos habituales. La presencia de Angelo seguramente también contribuyó a ello, pues arrancaba con toda calma zanahorias, grandes nabos y algunas plantitas de apio. Cogió hasta un manojillo de perejil, cuyas hojas limpió con una punta de su delantal, pues estaban llenas de polvo. Por fin, fue en busca de un balde y sacó agua de un pozo que con toda probabilidad estaba inficionado.
Esas ocupaciones, y los ademanes de aquella mujer, tenían a Angelo verdaderamente hechizado. Sentía correr a lo largo de sus miembros una especie de cosquilleo como si los acariciaran con plumas, y su cerebro flotaba en una nube. Al cabo se dio cuenta de que una sonrisa bobalicona permanecía en sus labios desde hacía rato. Dejó de sonreír y, aprovechando que la mujer había entrado y trasteaba en los fogones, montó a caballo y volvió a la carretera.
Hacia el crepúsculo pasó cerca de una aldea que gritaba. Las casas estaban agrupadas a cuatrocientos o quinientos metros del camino, en un plano algo inferior. Desde lo alto del caballo a Angelo le parecieron semejantes a un zorro acurrucado contra los guijarros del lecho del Durance. Salía de ellas un gemido, una queja que debía de estar hecha de muchas voces para ser tan prolongada y tener una nota tan aguda.
Angelo llegó a Manosque a la caída de la noche.