CAPÍTULO CUARTO
Era imposible saber si se acercaba el alba. Las tinieblas eran espesas por todas partes. El camino corría entre bosques.
Angelo, que iba al paso, tuvo varias veces la impresión de pasar cerca de gentes ocultas. Se puso muy nervioso y se sintió cada vez más descontento de sí mismo. Lamentó no haberse quedado con el capitán para cavar las fosas. De haber podido hallar un camino de regreso, sin duda habría cometido esa locura. Angelo incluso pensaba que no sólo él era vulgar y ruin, sino que su propio rostro debía de haberse vuelto vulgar y ruin, que todas sus actitudes, su manera de montar a caballo, hasta su desenvoltura, eran vulgares y ruines.
«Sin duda, eres un desgraciado», se dijo. «Ya que no encontrabas el camino de tierra, debías haber rastreado los campos hasta dar con ese forzado que debe de estar en trance de morir y conducirlo al puesto de guardia, donde se hubieran ocupado de él. O por lo menos asegurarte de que estaba incontestablemente muerto. Entonces hubieras tenido el derecho de continuar tu camino, pero no antes.» Y hasta se dijo: «Pretendes que era difícil, pero no es así. Debías haber regresado a los resplandores rojos, al sitio en el que hallaste a ese hombre miedoso, pero que cumplía con su deber a pesar de su miedo y a quien por lo demás no debes juzgar porque no has permanecido nunca en plena noche al lado de una fogata en la que se asan ochenta y tres cadáveres y porque no sabes si, en su lugar, te habrías comportado mejor.»
Era absolutamente sincero; ya no se acordaba de la noche y el día que había pasado cuidando al niño y al pobre mediquillo, ni de su velada al lado de los dos cadáveres, en la que se había portado muy bien.
En cuanto oyó de nuevo ruidos furtivos en las zarzas, se detuvo y preguntó en voz alta:
—¿Hay alguien por aquí?
No obtuvo respuesta, pero la elástica alfombra de agujas de pino rechinó bajo el peso de algunos pasos.
—¿Necesitan ayuda? —dijo entonces Angelo con una voz tranquila que debió de sonar a gloria en oídos de gente angustiada. El ruido de los pasos se detuvo y al cabo de un instante una voz de mujer contestó:
—Sí, señor.
Angelo encendió su yesquero inmediatamente y una mujer salió del bosque. Llevaba dos niños de las manos. Parpadeó para ver mejor quién estaba en el resplandor de la llama que Angelo, sin pensar, tenía cerca de su rostro, y se aproximó. Era joven, e iba vestida de un modo tan elegante para el lugar en que se encontraba, que al principio pareció irreal entre aquellos troncos de pino que iluminaba el encendedor de Angelo. También los niños eran hermosos: un hombrecito de once o doce años en traje de Eton con gorra de borla y una mujercita de más o menos la misma edad cuyo largo pantalón de linón blanco salía por debajo de la falda y cubría de un espeso encaje sus zapatos de charol.
La joven le explicó que era la institutriz de los dos niños; habían llegado los tres de París hacía apenas seis días al castillo de Aubignosc con una semana de adelanto respecto de los padres de sus pupilos, los señores de Chambon, que viajaban en tren y pensaban detenerse en Aviñón, donde ahora estarían seguramente en casa de su tía, la baronesa de Montanari-Revest, sin ninguna posibilidad de llegar a Aubignosc, ya que todos los caminos estaban cortados. Sabía que el cólera era muy violento en el Condado Venesino,
Angelo le hizo innumerables preguntas para informarse de la situación de las barreras y las carreteras que cortaban. Estaba indignado por la inhumanidad de esas gentes que rechazaban a mujeres y niños hacia los bosques. La mención de la cuarentena despertó su interés. «Esa historia no me gusta nada», se dijo, «no tengo ganas de que me encierren en algún establo lleno de estiércol. El miedo es capaz de todo y mata sin piedad. ¡Atención! Aquí no saldremos de apuros como con el forzado de la barricada de los toneles. Lástima que sólo tenga dos tiros de pistola o, por mejor decir, que no tenga mi sable. Les haría ver que la generosidad es más terrible que el cólera.» Estaba muy impresionado por los tres rostros de niños perdidos que su encendedor le había mostrado.
Interrogó al niño, que parecía muy seguro en cuanto al itinerario que debían seguir para evitar las barreras.
—Muy bien —dijo Angelo—, vamos a atravesar el bosque ya que, según dices, no es muy ancho. Al otro lado haremos subir a las dos señoritas en mi caballo, que es muy manso y yo conduciré de la brida. Seguiremos el camino que me indicas. Yo también voy hacia Aix, y os ayudaré hasta que estéis fuera de peligro. Tranquilícense —prosiguió dirigiéndose a todos—, soy coronel de húsares y no acabarán con nosotros fácilmente.
Sentía que era necesario infundirles confianza en sí mismos y disipar sus sospechas a causa del aire vulgar y ruin que creía tener; para lo cual imaginó, muy juiciosamente, que podría servir decirles su grado militar. Olvidaba que era de noche y sólo podían oír su voz, muy amable, por otra parte.
Dejaron el camino y atravesaron el bosque. Al salir de éste, Angelo instaló a la joven y a la niña sobre el caballo y comenzaron a andar por colinas pedregosas donde había algo más de luz que en el fondo del valle.
El niño caminaba muy animosamente al lado de Angelo y no vacilaba nunca en la dirección que debían tomar. Eran las tres de la mañana.
A las cuatro despuntó el día. Aclaró vastas soledades onduladas.
—Tanto mejor —dijo Angelo—; por aquí marcharemos tranquilos. El camino debe de estar a nuestra izquierda, en esa especie de gran surco lleno de brumas adormecidas. No nos inquietemos. Sigamos adelante. Ahora lo más importante es dar con alguna casa de campo donde nos proporcionen algo de comida.
Felicitó al niño con toda seriedad; sabía que son más valientes y audaces que los hombres cuando se los toma en serio. Deseaba animarle para que siguiera andando sin desfallecer. Por lo demás, Angelo lo encontraba muy simpático, y había buenas razones para felicitarlo, pues durante toda la noche había indicado sin equivocarse la buena dirección.
Sin embargo, Angelo, con su barba de tres días, el rostro surcado por churretones de sudor seco y la camisa desgarrada por los zarzales, no parecía inspirar gran confianza a sus compañeros. Se percató de ello al encontrarse con los ojos verdes de la joven. Por fortuna, calzaba unas hermosas botas de verano compradas en la casa Soupaut, de cuero flexible un poco charolado, y que le sentaban tan bien que era imposible pensar que las hubiera robado. «Justamente por eso pagué cinco luises por ellas», se dijo, «necesito un buen pasaporte. No quiero, sin embargo, metérselas por los ojos.» Así que trató de dirigir la conversación hacia ellas, pero todo lo que logró fue que la joven se imaginara que le disgustaba estropear sus hermosas botas en las piedras cortantes de las colinas, por lo que le propuso sin ambages devolverle su caballo.
—Soy un imbécil —dijo él—. Siga tranquilamente donde está. Sólo quería demostrarle que soy tan buena persona como su viajante. Pero siempre me excedo. Habría advertido muy pronto, sin necesidad de sacar a colación mis botas, que sólo deseo ayudarles, y habría sido la primera en reírse de la inquietud que vi en sus ojos hace un rato cuando descubrió mi lamentable atavío. Pero mi torpeza consiste en que siempre quiero agradar de una manera absoluta. Nueve veces de cada diez lo único que consigo con ello es que me tomen por lo que no soy. Soy verdaderamente coronel, eso no es cuento. Sólo que, como usted, hace tres días que procuro salir del atolladero de este país infernal lleno de miedosos y de valientes, tan terribles los unos como los otros. Y he pasado por momentos muy desagradables.
La joven, que le miraba con sus hermosos ojos verdes, sonrió y dijo que no tenía miedo. Era evidente, sin embargo, que no creía que fuera coronel. Su sonrisa, por lo demás amable, expresaba que tenía problemas más importantes que discutir con él acerca de si lo era o no, y estrechó contra sí, como una madona, el cuerpo dormido de la niña.
El sol había salido ya del todo cuando divisaron, anidada en los pliegues del valle, una granja próxima a tres terrazas de olivares y a un gran campo de alfalfa.
Angelo detuvo el grupo bajo una carrasca. La niña dormía tan a gusto, que apenas si abrió los ojos cuando la bajaron del caballo y la acostaron en el suelo.
—Ésta es la primera casa cuya chimenea humea —dijo Angelo—, tenemos suerte. Quédense aquí. Voy a bajar y pediré que nos vendan algo de comer pagando lo que sea. No se preocupen, tengo dinero.
La casa estaba cerrada a cal y canto. De no ser por el humo que salía de la chimenea, se hubiera dicho que estaba abandonada. Angelo llamó. Se abrió una ventana y asomó por ella un hombre que le apuntó con una escopeta de caza.
—Siga su camino —dijo.
—Evidentemente, no estoy enfermo —dijo Angelo—. Tengo allí arriba, bajo ese árbol, a una mujer y dos niños; puede verlos desde aquí. Hace dos días que no comen. Véndame un poco de pan y de queso, le pagaré lo que quiera.
—No tengo nada para venderle —dijo el hombre—, y no es usted el único que tiene mujer y dos niños. Siga su camino, y pronto.
«No tirará», se dijo Angelo, y avanzó fríamente. El hombre le apuntó. Angelo continuó avanzando. Estaba en el colmo de la dicha. Al cabo dio un salto y quedó a cubierto bajo el tejadillo de la puerta.
—Sea razonable —dijo—. Como puede ver, soy decidido. No me costaría nada hacer saltar su cerradura de un pistoletazo. Luego el asunto se arreglaría en el interior, donde tendría usted tantas posibilidades como yo, pero no más. Tíreme un pan y cuatro quesos de cabra. Se lo pagaré con un luis que haré pasar bajo la puerta. El oro no está nunca enfermo y, si tiene miedo, tome la moneda con unas pinzas y échela en un vaso con vinagre. No arriesga absolutamente nada. Pero dése prisa. Estoy decidido a todo.
—Salga de ahí —dijo el hombre.
Angelo hizo crujir el gatillo de su pistola.
—Espere —dijo el hombre. Un instante después tiró sobre la hierba un pan y cuatro quesos.
—Hay una hendidura cerca de la cerradura —dijo—; haga pasar por ella su moneda. Que suene al caer dentro.
Angelo obedeció y la pieza sonó sobre las losas.
—No he oído nada —dijo el hombre.
—No soy tacaño —dijo Angelo—; hago pasar otra moneda. Escuche bien.
Tiró una segunda moneda.
—No he oído nada —repitió el hombre.
—Pues esto lo oirá —dijo Angelo, y disparó un pistoletazo al aire, pero apuntando al ras de la ventana. El hombre cerró precipitadamente los postigos. Angelo cogió el pan y los quesos y volvió a subir hacia la carrasca esforzándose por no correr.
Luego de comer hallaron un camino de tierra que pronto los condujo al camino real.
—Comprendo muy bien —dijo la joven— que lo más juicioso sería continuar la marcha a través de las colinas, pero debemos de haber hecho ya por lo menos cinco leguas y estos niños se morirán de fatiga. Por otra parte, sería una locura creer que de este modo podamos llegar a Aviñón. No debemos estar muy lejos de Peyruis. Allí hay un puesto de gendarmería. Explicaré mi caso. El señor de Chambon es muy conocido, y no estamos enfermos. Seguro que nos darán un salvoconducto y me ayudarán a encontrar un cabriolé. No puedo continuar corriendo riesgos con estos niños que están a mi cargo.
Angelo encontró razonables estas palabras.
—Pero —agregó ella— esto no debe impedirle ocuparse de sus asuntos. La situación es muy diferente para un hombre solo, resuelto y bien montado. Déjenos aquí y nos iremos andando hasta Peyruis. Hay apenas media legua. —Estaba, evidentemente, muy contenta de hallarse en el camino real, y agregó, con cierta desconsideración—: Gracias a usted hemos salido mejor librados de lo que podíamos esperar. Si el señor de Chambon conociera su nombre, sin duda le daría las gracias de la manera más efusiva.
—No los dejaré antes de verlos en manos seguras —dijo Angelo secamente—. Tengo algo que decirles a los gendarmes.
«¿Crees que les tengo miedo?», se dijo. «¡Se nota que eres de París!»
Llegaron poco después ante una barrera guardada, en efecto, por gendarmes que olían a vino y fueron muy amables. El nombre del señor de Chambon hizo maravillas. Prometieron hasta un cabriolé requisado. Angelo declaró que venía de Banon. Los gendarmes, que eran gatos viejos y tenían buen ojo, no pasaron por alto sus botas. Lo trataron con diplomacia. Les contó una historia de salteadores de caminos para explicar la pérdida de su portamantas, su redingote y su sombrero.
—No se puede estar en todas partes —dijeron los agentes del orden, que, por otra parte, llevaban las guerreras desabrochadas—, y ha tenido usted suerte; hay quienes pierden mucho más. Algunos de los forzados que fueron liberados en Sisteron para enterrar a los muertos se las piraron, y está claro que no para ingresar en un convento. En cuanto a los salvoconductos, desde luego que les serán dados. Parecen todos la mar de sanos. Pero es necesario que hagan aquí una cuarentena de tres días. Es inevitable. Serán conducidos a una granja habilitada para ese fin, donde no estarán mal y tendrán compañía. Hay ya una treintena de personas que esperan. ¡Tres días no es una eternidad!
Los condujeron a la granja, que estaba llena de gente de toda edad y condición, tristemente sentada sobre baúles y al lado de canastas, de valijas y de hatos de ropa. Los gendarmes se llevaron el caballo. Eran amables, pero prudentes.
—Esto no me gusta nada —dijo Angelo.
—¿Qué podemos hacer? —dijo la joven—. Me han prometido un cabriolé; esperaré. Pero me disgusta lo de usted. Ya estaría lejos.
—Acaso valga más que esté cerca de usted —dijo Angelo—, En todo caso, venga, apartémonos un poco.
El centinela entró acompañando a un hombre grueso con delantal azul, el cual se afirmó sobre sus piernas y alzó la cabeza para mirar a todo el mundo.
—Los que quieran comer —dijo—, hagan su pedido.
—¿Qué hay para comer? —dijo Angelo acercándose.
—Lo que usted quiera, barón —dijo el gordo.
—¿Dos pollos asados? —dijo Angelo.
—¿Por qué no? —dijo el hombre.
—De acuerdo —dijo Angelo—, dos pollos asados, pan y dos botellas de vino. Y cómpreme veinte cigarros como éste.
—Venga la pasta —dijo el hombre.
—¿Cuánto? —dijo Angelo.
—Treinta francos por ser usted —dijo el hombre—, y eso porque me cae simpático.
—No pierde usted el sentido de los negocios —dijo Angelo.
—No corre peligro de perderse —dijo el hombre—, de modo que más vale que yo también lo conserve. Agregue tres francos para los cigarros. ¿Tiene algo donde poner su pitanza?
—No —dijo Angelo—, Envuélvalo todo en una servilleta, y ponga un cuchillo.
—Un escudo
Angelo fue el único que encargó comida. Todo el mundo lo miró con una curiosidad mezclada de espanto. Un caballero anciano, de aspecto frágil y que llevaba una perilla blanca muy hermosa, le dijo:
—Joven, va usted a poner en grave peligro a todos los aquí presentes. Piensa introducir en este lugar una servilleta que vendrá de la aldea, donde sin duda hay enfermos. Todo lo permitido, en tiempos como los que corren, es comer huevos pasados por agua.
—No tengo confianza en el agua hervida —dijo Angelo—, y el gran error de usted y de todos cuantos me miran con esos ojos de susto es no vivir como de costumbre. Hace tres días que me muero de hambre. Si caigo de inanición, creerán ustedes que tengo el cólera y la diñarán como moscas de puro miedo.
—No tengo miedo —dijo el de la perilla—, lo he demostrado.
—Siga haciéndolo —dijo Angelo—, nunca se demuestra demasiado.
Comió su pollo, y le puso muy contento ver que la joven y los niños se comían el otro sin la menor aprensión. Bebieron vino. Para tranquilizar a todo el mundo, Angelo arrojó la servilleta al exterior por un tragaluz. Fue a darle un cigarro al centinela y se quedó en el umbral fumando el suyo.
Llevaba allí un cuarto de hora, un poco deslumbrado por la luz del gran sol blanco, cuando oyó una especie de murmullo en la granja. Procedía de algunas personas que se separaban precipitadamente de una mujer tendida sobre la paja. Se aproximó a la desgraciada, cuyos dientes castañeteaban y que tenía una gran mancha azul en la mejilla.
—¿Alguien tiene alcohol? —dijo Angelo—, ¿o aguardiente? —añadió mirando a todo el mundo. Por fin una campesina sacó una botella de su canasta. Pero no la puso en su mano. La dejó en el suelo, se alejó y dijo:
—Cójala.
La enferma era joven y tenía una hermosa cabellera y la nuca blanca como la leche.
—¿Hay una mujer valiente dispuesta a desabrocharle la ropa, el corpiño y el corsé, cosas de las que nada entiendo? —preguntó Angelo.
—Corte los cordones —le dijeron. Una mujer se echó a reír nerviosamente. Angelo volvió junto al centinela.
—Aléjese de la puerta —le dijo—. Hay una mujer enferma. Debo sacarla y ponerla al sol para darle calor e impedir que ese hatajo de lebrones se muera de miedo. Yo me encargo de cuidarla. En fin, lo que pueda hacerse... a menos que haya un médico en la aldea.
—¿Qué quiere que haya en la aldea? —dijo el centinela.
—Bueno, haré todo lo que pueda —dijo Angelo—. Póngase usted ahí, enfrente, si teme que nos escapemos. Pero la camisa no les llega al cuerpo. —Volvió a entrar en la granja y dijo—: ¡Escúchenme! Necesito que alguien, mujer u hombre, me ayude a llevar a esta joven afuera. O un niño, si los demás se creen demasiado importantes —agregó con una risita seca.
—No mezcle a los niños en estas desgracias —dijo el hombre de la perilla blanca—. Genus irritabile vatum...
Transportaron la joven a un lecho de paja. El anciano caballero la desnudó con gran habilidad y hasta logró desembarazarla de su corsé sin muchos tropiezos, lo que tenía su mérito, pues la mujer movía sin cesar la cabeza y los brazos. Durante esta operación la enferma vomitó un poco de aquel famoso arroz con leche, pero Angelo le limpió la boca y la forzó a beber. Los muslos de la joven, aunque helados y jaspeados por espesos surcos violetas, eran gruesos y satinados. Su diarrea era continua. El centinela se había vuelto de espaldas y miraba las tórridas colinas, en las que el calor se descomponía en un vaho formado por innumerables facetas como si pasara a través de un prisma. Se hablaba mucho en la granja, donde menudeaban los estallidos de risa nerviosa. La joven murió al cabo de dos horas. Angelo se sentó a su lado, al igual que el anciano caballero. De la aldea llegaban gritos solitarios y largos gemidos casi apacibles que el ardiente sol hacía parecer lúgubres.
—Si Paris hubiera visto la piel de Helena tal como era —dijo el anciano caballero—, habría visto una red gris amarillenta, desigual, basta, compuesta de mallas sin orden, cada una de las cuales encerraba un pelo semejante al de la liebre. No se hubiera enamorado nunca de ella, ha naturaleza es una gran ópera cuyos decorados producen un efecto óptico.
Angelo le ofreció un cigarro.
—No he fumado en mi vida —dijo el anciano caballero—, pero quizá sea el momento de empezar.
Antes del crepúsculo un hombre murió en la granja. Muy rápidamente. Se le escapó en seguida de entre las manos, sin dejarle concebir esperanzas ni un segundo. Luego una mujer. Luego otro hombre, que daba vueltas de un lado para otro sin parar y de pronto se detuvo, se acostó en la paja y se cubrió lentamente el rostro con sus manos. Los niños se pusieron a gritar.
—Hagan callar a esos niños y óiganme —dijo Angelo—, Acérquense. No tengan miedo. Han visto que precisamente yo, que atiendo a los enfermos y los toco, estoy perfectamente. Yo, que he comido un pollo entero, no he enfermado. Y ustedes, que tienen miedo y desconfían de todo, morirán. Acérquense. Lo que quiero decirles no puedo proclamarlo a los cuatro vientos. Sólo nos vigila un campesino. En cuanto comience a anochecer, lo desarmaré y nos iremos. Vale más arriesgar la vida sin salvoconducto que quedarse aquí esperando un papel que de nada sirve si se está muerto.
El anciano caballero estaba decididamente de parte de Angelo. Hubo igualmente dos hombres fuertes con aspecto de campesinos y una docena de mujeres con sus niños que aceptaron su propuesta. Los otros dijeron que no querían abandonar sus equipajes y que no podían llevar sus baúles a hombros a campo traviesa.
—Se trata de saber —dijo Angelo— si prefieren permanecer aquí a la espera de que esos aldeanos y esos gendarmes muertos de miedo les den una posibilidad de vivir o si prefieren ocuparse libremente de eso ustedes mismos. En este caso, ¿qué importa un baúl?
Pero no los convenció; le dijeron que los baúles importaban mucho y que Angelo podía decir lo que quisiera.
—¡Muy bien, quédense! —dijo Angelo—. Todo el mundo es libre. —Pero trató de convencer a la joven institutriz.
—No —dijo ella—, yo también me quedo.
Tenía una confianza inquebrantable en el nombre del señor de Chambon. Estaba segura de conseguir un cabriolé y, sobre todo, aquel famoso salvoconducto, con el cual se veía atravesando el país como una flecha.
—No puedo permitirme correr riesgos —dijo.
—Corre usted un riesgo más grande quedándose aquí —dijo Angelo.
Entonces ella le contestó con firmeza que estaba resuelta a viajar con todas las de la ley. No había ninguna razón para que se pusiera a correr por los caminos como una gitana. Los gendarmes, que sabían muy bien quién era el señor de Chambon, le habían prometido un cabriolé y un salvoconducto como es debido. No había, pues, ningún motivo para que ella obrara de otro modo. Anoche estaba en pleno bosque, en la oscuridad, al borde del camino. Angelo le había prestado un servicio. Se lo agradecía. Pero ahora el caso era distinto. Le habían hecho una promesa.
—La ha oído tan bien como yo. Hasta han dicho que, si no había un cabriolé que transportara voluntariamente a Aviñón a los hijos del señor de Chambon, requisarían uno. Aún no le he dicho quién es el señor de Chambon: el presidente del Tribunal Supremo. Ni más, ni menos. ¿Lo comprende ahora?
Una vez oído esto, y como ya había caído la noche, Angelo le contestó:
—Voy a mostrarle qué es un gendarme, verdadero o falso.
Se acercó al centinela y lo desarmó con la mayor facilidad, pues el hombre creyó que le cogía el fusil para mirarlo.
—Hazte a un lado y déjanos pasar —dijo Angelo—. Unos cuantos hemos decidido largarnos de aquí.
—No necesitan mi fusil para eso —dijo el centinela—, puede devolvérmelo. No son los primeros que huyen, pero los otros no han armado tanto jaleo. Es más, le diré que a cien pasos de aquí, a la izquierda de ese ciprés que aún se ve, hay un sendero que, luego de una legüita de rodeos, los dejará en el camino real.
Esa placidez desconcertó a varias mujeres que habían decidido marcharse y al ver aquello resolvieron quedarse.
Angelo y quienes lo seguían se fueron, pues, bastante corridos, sobre todo porque el gendarme no cesaba de darles las más detalladas informaciones sobre la manera de evitar la aldea. Angelo, sin embargo, persistía en creer que era mejor irse: «Y ¿por qué quejarse cuando todo va bien?», se dijo. «Sin embargo, deja de imaginarte siempre lo peor y de hacer más de lo que debes. Esa joven institutriz debe de burlarse de ti.»
Se equivocaron de camino a causa de la multitud de informaciones dadas por el centinela y porque cada uno las interpretaba a su manera. La noche, el aire libre, las iniciativas que debían tomarse, y también el temor de haberse decidido por un partido que parecía menos razonable desde que estaba al alcance de todo el mundo, irritaron a las mujeres que llevaban niños quejicas. Por fin, al cabo de una hora, llegaron al camino real, donde se separaron. Los dos campesinos se marcharon a campo traviesa y las mujeres volvieron a sentarse, simplemente, en el talud. Angelo se fue con el caballero de la perilla.
Caminaron más de dos horas antes de encontrar a la orilla del camino una casa larga y baja de cuyas puertas cocheras salían mucha luz y bastante alboroto.
—¿Otra trampa para moscas? —dijo Angelo.
—No —dijo el anciano caballero—, se trata de una venta donde para la posta; la conozco.