—«I ADORE MYSELF!» —dice con voz cristalina y el intachable acento, que le debe a las monjas inglesas, mientras levanta los brazos por encima de la cabeza dejando ver las axilas y extiende en el vacío los flexibles dedos de sus largas manos. Sonríe encantada. Sus ojos azules se hacen maliciosos sin renunciar a su inocencia. Está tan complacida consigo misma que su expresión es distante y sin embargo, sabiéndose mirada y conociendo desde el principio de su estricta educación la importancia de la vía contemplativa, a la que ahora ella permite existir, se ofrece en espectáculo desde un generoso desprendimiento y una religiosa seguridad en los que, a través de su joven figura, se hace manifiesta la unión entre la carne y el espíritu mediante la que, tal vez, finalmente deberá mostrarse el espíritu a costa de la carne, sirviéndose de ella como su único posible vehículo.

Es un rito conocido. Liliana y Arturo no podrían precisar cómo llegaron hasta él. Les fue revelado, deslumbrándolos y desconcertándolos, pero su revelación no fue súbita sino progresiva, como si la Suprema Voluntad no hubiera querido imponérseles a sus cuerpos sino servirse de sus cuerpos por medio de las emociones raras que los conducía a descubrir. Cuando Liliana conoció a Arturo había terminado su carrera en una universidad católica, acababa de saberse incapaz de seguir la vocación religiosa de la que sus maestras insistían en considerarla la inevitable elegida y todavía daba clases en su antiguo colegio. Se encontraron en una fiesta a la que Liliana había sido obligada a asistir por sus padres. La educación de él era menos estricta que la de ella, pero tampoco podía considerarse libre de las exigencias de una conducta normal. Se hicieron novios, se casaron con la aprobación de sus dos familias y poco a poco, avanzando sin detenerse a pensar hacia dónde se dirigían, fueron deslizándose por una pendiente cuyo conocimiento habría horrorizado a sus dos familias, a muchos de sus amigos y, en general, a todos los que olvidan que los caminos del Señor son inescrutables. Pero no todos se negaron a participar en alguna ocasión del rito que permitía llegar de una manera tan sensible hasta el objeto del culto y siempre se contaba con cómplices adecuados, que se convertían de inmediato en adeptos, entre la gente de paso y los conocidos casuales.

Ahora, con la gozosa seguridad de quien conoce lo que va a ocurrir y permite que el conocimiento aumente su gozo aunque no pueda estar seguro de la forma que seguirá, después de tomar unas copas, han cenado con una de esas gentes de paso, están otra vez en la sala, y Liliana, tan discreta y casi tímida, tan pura e inocente unos años atrás, sin dejar contradictoriamente de parecer pura e inocente, representando con humildad y sentido de la obediencia el papel que le corresponde, no ha perdido ocasión de mostrarle al invitado su necesidad y su voluntad de seducirlo, aparentemente, además, con la aprobación de Arturo. Nadie debe predecir la forma en que, sirviéndose de los sentidos para alcanzar un designio más alto, va a tomar la expresión del amor.

Con los brazos a ambos lados de la cabeza, las indescifrables manos de Liliana, que tantas veces se juntaron sobre su pecho en un gesto de recogimiento con la sensación de llevar en su interior a la Divinidad después de recibir la comunión, descienden para recoger el negro pelo que lleva prendido con un broche tras la nuca y cae luego, suelto y brillante, multiplicando sus reflejos, sobre su espalda desnuda. Enrolla el pelo en una gruesa y floja trenza, se suelta el broche y prende el extremo de la trenza en lo alto de su cabeza. La casi divina pero a pesar de todo humana perfección del óvalo de su rostro es más evidente aún. Porque está en el mundo su contemplación puede provocar el abandono del mundo, el olvido de todas las mezquinas reglas y exigencias con las que se pretende mantener un orden ficticio dentro del que sólo se afirma la egoísta pero fugaz voluntad de preservarse en sí mismo. En cambio, el rostro de Liliana es el mismo rostro al que su conducta no toca y que todos los asistentes a su boda admiraron cuando, vestida de blanco, exaltada de antemano por el cercano sacrificio de su persona a Arturo, avanzaba por la nave de la iglesia conducida por su padre hacia el altar donde la esperaba su futuro esposo. El cuello levanta ese rostro sobre sus finos hombros, cuyo dibujo se muestra al permitir ella que sus brazos desciendan. Se echa hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón, cierra los ojos y hace descansar sus manos sobre sus muslos. Lleva un vestido largo, de lana roja, que le ciñe el cuello y deja sus hombros, sus brazos y su interminable espalda desnudos. Calza sandalias. Con un suspiro, como si de pronto estuviera cansada de mantenerse en su propia belleza, de la que alguien le ha dictado que la sirva y que se sirva y que, junto con Arturo, el invitado no ha dejado de admirar desde que llegó a la casa, estira las piernas hacia adelante, levanta los pies del suelo y los contempla, ceñidos por las sandalias que acentúan su perfección sin mácula. Arturo la vio hacer ese mismo gesto cuando todavía eran novios y fue como un primer indicio, que ella misma desconocía, de la exigencia que se les impondría después y los convertiría en servidores de la secreta divinidad cuya forma se muestra en la figura de Liliana.

En tanto, ella ha vuelto a poner los pies en el piso. Sus actitudes, sus miradas, sus sonrisas, son una cascada por la que desciende sobre sí misma, se remonta de nuevo a la altura y vuelve a despeñarse. Ha encontrado el papel que ama, lo representa y de tanto amarlo no es más que el papel que representa, aunque en el lento aprendizaje realizado junto con Arturo y en el que nunca dejó de tener importancia la sorpresa ante sus propias sensaciones, siempre se le impuso la exigencia de perfeccionarlo. A través de ese papel, Liliana revela a otra Liliana a la que ella misma no puede poseer y se le entrega a Arturo, del mismo modo que le entregó su rendida sorpresa y su deslumbramiento ante las posibilidades que abría esa rendición cuando hicieron el amor y nunca pudo, desde entonces, oponerse a la obligación que ella misma se imponía de ser siempre algo nuevo que debería rendirle a Arturo.

Casi frente a ella, Arturo la contempla desde su sillón, inmediata y al mismo tiempo intocable, como lo es todo cuadro, admirado por lo que el cuadro muestra en esta ocasión y a la expectativa. También él se reconoce en su placer por la actitud de ella. Como todo nuevo conocimiento que nos llega desde un origen inexplicable para las reglas de la razón, ese conocimiento lo perturbó cuando la conducta de Liliana le permitió tenerlo sin que tampoco supiera cómo oponérsele dado que, en tanto conocimiento, también lo enriquecía, hasta que el amor de ambos creó la contradictoria constelación que forman. Arturo ya sabe que sólo hay que contemplar a Liliana y esperar para que el milagro en que todo se afirma a través de su negación, se produzca. Ella es siempre la misma porque ha elegido no ser nadie más que aquella en que la convierten. La diferencia se encuentra en la imprevisible variedad de la forma que toman los sucesos dentro de una repetición que conduce siempre al esperado término. El invitado mira también a Liliana. Su confianza permite suponer que se le ha elegido correctamente. No dudará en obedecer al llamado. Los ojos de Liliana han ido de Arturo a los del invitado sin permitir que sus miradas coincidan más de un instante. La fugacidad en la que se afirma su huidiza naturaleza crea el lenguaje que le pertenece a Liliana.

Luego, ella se inclina hacia sus pies. El trazo de la columna apenas se dibuja en la incitante piel de la larga espalda curvada. El pelo recogido en la gruesa trenza deja ver su cuello. Sus manos descienden, desabrochan las sandalias y liberan sus pies. Cubierta con el vestido rojo, está desnuda. Desde que empezó a descubrir los resortes secretos del papel que podía representar siempre está desnuda. La negación exterior de su propia integridad tiene el mismo carácter que su pureza interior. Liliana y Arturo llegaron juntos a este convencimiento. Ahora, los pechos de ella se insinúan bajo la roja lana rematando en el evidente llamado de los pezones. Más allá de la axila, el vestido, descubriendo todo el flanco, deja entrever también el principio de la firme curva de los pechos. No oculta: revela. Y Liliana levanta la falda hasta arriba de sus rodillas, sube los pies al asiento del sillón y las rodillas en alto permiten que la falda resbale por sus muslos.

—¿Qué hacemos? —pregunta ella, con la misma voz límpida y cristalina.

Pero no se dirige a nadie. Su voz no se ha apartado de su cuerpo; es sólo a su cuerpo al que ella le habla. Nada más lo tiene a él para fascinarse y fascinar. Se pone de pie, suspira de nuevo y levanta los brazos para arreglarse supuestamente el peinado. Esbelta y alta figura descalza y vestida de rojo. La memoria de Arturo viaja hacia atrás y lo lleva a recuperar el súbito placer que sintió al ver a Liliana hacer ese mismo gesto en una playa cuando era evidente que un desconocido llevaba un largo tiempo observándola con admiración. Entonces Liliana todavía no entraba por entero a la recuperación de sí misma a través de su negación ni podía por tanto darse a conocer para él. Probablemente fue la continua fascinación de Arturo la que precipitó los sucesos; pero lo importante es que ahora Liliana es Liliana, la misma que él viera con un casi incrédulo deslumbramiento ante su belleza en la casa de unos amigos comunes sin conocerla todavía y a la que los dos han ido luego descubriendo y construyendo juntos. El hueco de sus axilas, los pechos que se han levantado bajo la roja lana siguiendo el movimiento de los brazos, el torso que conduce a la frágil cintura, las caderas y las largas piernas de adolescente ocultas por la recta falda y los pies desnudos como los brazos, cuyas manos de largos dedos fingen ocuparse en la trenza que remata ahora los reflejos de su oscuro pelo en el austero peinado que enmarca la severa juventud y perfección de sus facciones, la definen como una pura contradicción.

Cuando camina, sus pasos son un motivo para exhibir la sensualidad de su inocencia y hacerla culpable. Se coloca tras del sillón en el que está sentado Arturo inclinándose hacia él, pone su cara junto a la suya y le pasa los brazos por los hombros extendiendo las manos sobre el pecho de Arturo.

—Ya no me quieres —dice, igual que cuando él la vio regresar a su lado después de bailar de una manera bastante escandalosa e inesperada para su antigua seriedad con uno de sus amigos íntimos que, al cabo del tiempo, tuvo que dejar de serlo.

Arturo se ríe, como cabría que Liliana lo esperara.

—Estás borracha. Ese reproche es la señal definitiva —contesta y la besa en la mejilla, aunque, al contrario que el invitado, también sabe que ese reproche es la señal del principio de otra cosa.

—Tal vez. Debo estar borracha. Pero también es cierto que ya no me quieres. Voy a poner un disco —insiste Liliana, como si su última decisión estuviera motivada por el resentimiento que le produce la transformación en los sentimientos de Arturo.

El invitado parece estar muy cerca de una inesperada comprobación que justificaría el artificial desarrollo de todo lo que ha ocurrido desde su llegada. Al pasar por detrás de él en su camino hacia el tocadiscos, que se encuentra en la habitación contigua, Liliana, tan elegante y distinguida, tan segura de su papel de dueña de la casa al principio de la reunión y durante la cena, tan lejana en la inmediata comprobación de su belleza para cualquiera que la mira, le hace una ligera caricia en el pelo. Sus dedos, yendo hacia la cabeza del invitado como si actuaran independientemente, apenas se han detenido un instante en la nuca. El invitado ha echado la cabeza hacia atrás y luego se ha dado vuelta para mirar a Liliana; pero ella ya no estaba a su espalda. Arturo, que sigue atentamente todas las acciones de ella, advierte el gesto. Antes de dejar la habitación, ignorando al invitado que la busca con la mirada, Liliana le sonríe complacida a Arturo, irónica y cómplice, tal vez también cruel en la perfecta seguridad de su conducta. En el acerado relámpago azul de sus ojos hay una malicia sin fondo.

Esos ojos no han cambiado nunca. Eran los mismos cuando expresaban un tímido recato que ahora, cuando no pueden dejar de acentuar el inaceptable propósito de las acciones de Liliana. Del mismo modo que el pelo negro enmarca el óvalo de su rostro sin edad en el que la ternura o la crueldad tiene el mismo origen, los ojos afirman su voluntad de renuncia a asumir cualquier responsabilidad en su malicia y su inocencia.

El sonido de la música llega hasta la sala. El invitado y Arturo esperan a Liliana sin hablar. Lo único que pueden hacer es esperarla a ella. Al entrar otra vez a la habitación, Liliana apaga al pasar la luz de la araña que pende del techo. Entre la conservadora seriedad de los muebles de la sala, el tipo de música que Liliana ha elegido para que los acompañe en una reunión más o menos formal es arbitrario. Pero ya todo es arbitrario. La distinguida forma de moverse de Liliana no ha cambiado; sin embargo, ella está envuelta por el sonido que llega del tocadiscos y se disimula a sí misma en él. No podría asegurarse si sus ojos son azules o grises, si su mirada es grave o risueña. Tampoco quién es ella con su alta frente, el perfecto dibujo de las cejas, la nariz recta y los labios delgados en los que una ligera sonrisa hace aparecer unos hoyuelos en sus mejillas cuando, de pie frente al invitado, extiende el brazo hacia él y su larga mano, en cuyo dedo anular se advierte su anillo de matrimonio, gira poniendo la palma hacia arriba.

—Vamos a bailar —le dice al invitado sin sonreír ya.

El invitado se vuelve un instante para mirar a Arturo; pero éste evita el encuentro con su mirada. Las decisiones le pertenecen a Liliana. El invitado se pone de pie. Liliana le ordenó a los sirvientes que se retiraran después de servir las primeras copas. Las tres figuras pueden confiar en la absoluta intimidad de la sala a media luz, pero el aspecto de la pareja solitaria entre los muebles no puede dejar de considerarse improcedente. Liliana baila con los ojos cerrados, perdida en sí misma y en sus propias sensaciones, sin renunciar a su distante elegancia al seguir el ritmo marcado, envolvente, de la música. Muy erguida, su cara se apoya primero en la del invitado y luego se refugia casi en su cuello. Liliana, que se adora a sí misma, tiene que hacerse adorar; pero en su carácter extravagante la escena es tan incongruente que no puede dejar de tomársele como una pura representación. Y en efecto, Liliana representa, adopta el papel de una Liliana cuya conducta no responde a lo que puede esperarse de ella; pero al representar no puede hacer más que exponerse a sí misma. Todo es provocación. De la exhibición se pasa al ofrecimiento y ella se entrega a la seriedad de su juego, alimentado al principio de lo que podría considerarse humor e ironía. Sin embargo, la representación ha abierto el camino: ahora todo está permitido. El invitado ya no disimula su deseo por Liliana y ella puede fingir que no le queda más remedio que aceptar sus avances, mientras su marido, el dueño de la casa, los mira sin moverse de su sillón. El espacio que la pareja y la mirada de Arturo establecen no existe en ningún lugar: es parte de un sueño prohibido y, simultáneamente, hace posible la realización de ese sueño. Pero su auténtico significado no se puede descifrar. Como todos los sueños sólo puede considerarse un suceso. Nadie puede verlo desde afuera. Para existir nada más cuenta con sus protagonistas y las acciones de éstos los niegan como lo que se supone que son fuera del sueño.

El brazo derecho del invitado ciñe a Liliana contra su pecho y su mano se extiende, ávida y casual, sobre la piel desnuda de la espalda de ella. La mano izquierda cubre la derecha de Liliana y logra muchas veces que el dorso roce el pezón que se marca cada vez más bajo el vestido. Hubo una época en que Liliana no hubiera sido capaz ni siquiera de imaginar que algo de lo que está ocurriendo fuera posible y sin embargo, su placer y la afirmación de sí misma a través de él se halla ahora en despertar ese deseo que, algún día, con la complicidad de Arturo en tanto depositario también del homenaje encerrado en ese deseo, descubrió como el indispensable alimento de su amor, el amor que le pertenece a los dos, a través de la fascinación y el deseo de los otros, los que están fuera de ese amor y sólo pueden verla a ella desde su independencia, transformándola a través del poder de sus acciones. Así pues, sigue ofreciéndose desde una pretendida irresponsabilidad ante todo lo que ocurre, como si el supuesto carácter indefenso de su actitud la obligara a ceder y bastara con querer tenerla para lograrlo. Pero Arturo que los mira y ella que reconoce sus sensaciones, las mismas que al despertarlas en los demás le despiertan a ella y de las que Arturo participa a través de la mirada, saben que el deseo no tiene dueño y siendo intercambiables sus corrientes encuentran siempre su meta. Los dedos de Liliana no han dejado de acariciar la nuca del invitado. En la media luz, la canción está cerca de terminar. Dueño de la justa precisión de sus gestos, Arturo se levanta. Al pasar junto a la pareja que tan impropiamente baila casi en el centro de la sala, Liliana aparta la mano del cuello del invitado y se la tiende a Arturo, con el dorso hacia arriba y los largos dedos apenas flexionados. La absoluta distinción de la mano de Liliana. La ha acompañado siempre como un signo de lo que no puede dejar de ser. Arturo besa esa mano.

—¿A dónde vas? —pregunta Liliana sin dejar de bailar.

—A buscar una copa —contesta Arturo.

—Sírvenos a nosotros también —pide Liliana.

El invitado no parece haber escuchado esa breve conversación ni haber advertido el gesto que Liliana hizo a sus espaldas. Tal vez mientras bailaba Arturo se había hecho inexistente para él, quizás esa ficción también es indispensable. La máxima atención exige un minucioso disimulo: los actores nunca miran al público que los contempla o siempre logran que su mirada no se advierta. Las palabras cruzadas entre Liliana y Arturo desde el más radical conocimiento de sí mismos flotan sin meta, como si la fácil naturalidad con que se dicen y se escuchan mientras lo que ocurre es incongruente para todo aquel que no sea su protagonista, las despojara de todo sentido y la ceremonia que se realiza impusiera el silencio, fija en sus diferentes instantes como un solo cuadro vivo cuya continuidad nada más fuera posible a través del olvido de cada uno de los inmediatamente anteriores y hasta la música resultara superflua.

Sin embargo, cuando Arturo vuelve después de servir las copas, Liliana ha puesto los brazos alrededor del cuello del invitado y éste tiene las manos en la espalda de ella. La unión de sus cuerpos en ese estrecho abrazo excluye a Arturo de la escena. Él ya sabe que ni siquiera puede tener la seguridad de que Liliana lo tiene presente en ese momento; pero se sienta otra vez y mientras toma pequeños sorbos de su copa puede ver el cuerpo de Liliana envuelto en su vestido rojo apoyado en el del invitado en tanto las manos de él acarician la espalda de ella recibiendo en las palmas la silenciosa respuesta de esa piel delicada, tan sensible e inagotable. Liliana es la revelación de la belleza como una mera apariencia, sin más carácter que el que muestra cada uno de sus gestos. Arturo vigila la tensa y concentrada expresión de la cara de ella cuya boca se entreabre en el cuello de su pareja mientras sus ojos permanecen cerrados y los párpados tienden ese velo que la aísla en sí misma entregándola como una pura exterioridad.

El invitado ha asumido su papel y ya no busca ninguna comprobación en Arturo, más allá de todas las normas de conducta, con su propia identidad disuelta en la fascinación, olvidado de que se le recibe en la casa por primera vez y sólo unas cuantas semanas atrás Liliana y Arturo le eran totalmente desconocidos, nada más atiende al placer que Liliana parece dispuesta a darle sin ninguna restricción. Es algo inesperado, pero su misma intensidad anula toda capacidad de juicio. La realidad de la promesa se impone sin pedir ninguna autorización. Arturo mira la larga espalda desnuda sobre la que se extienden insuficientes las manos del invitado, advierte el placer con que Liliana recibe la excitación que ha despertado en su pareja y no puede dejar de pensar una vez más y por un breve instante en cuál es su papel si es otro el que representa ahora el que naturalmente le corresponde a él con Liliana; pero ya nada es natural cuando puede ver, sin pretender evitar su contradictoria emoción, que el invitado ha dejado también de ser él mismo, asumiendo sin proponérselo su papel en el rito, aunque si, en efecto, es un rito, Arturo no podría especificar cómo ha ido constituyéndose su forma cuando la libertad del deseo que encarna en la figura del otro lo hace siempre imprevisible y sólo permanece inmutable la disponibilidad de Liliana. Él no puede hacerla responsable de esa disponibilidad y sabe que tampoco puede culparla a ella. No hay inocentes ni culpables. Liliana ya no es la misma que cuando iniciaron su relación y no obstante jamás ha dejado de ser la misma porque todas las posibilidades y contradicciones que fueron descubriendo juntos, mientras su escandalosa conducta hacía cada vez más pura su belleza, se encontraban en ella desde el principio, del mismo modo que él ha tenido que aceptar que, más allá de todos los calificativos despreciables que puedan poner sobre su persona, sólo quiere a Liliana tal como ahora sabe que es, tal como ahora los dos saben que son en tanto pareja que sólo encuentra su auténtica posibilidad de unión al negar los principios que los definen como pareja.

El disco termina. Liliana se desprende del abrazo del invitado como si al callar la música lo olvidara por completo, dejándolo a un lado igual que a un campo al que no supiera cómo había entrado. Sin embargo, el invitado está todavía de pie frente a ella. Liliana suspira, levanta los brazos para arreglarse supuestamente el peinado, alta, joven, esbelta, desconcertante en su independencia de todos y hasta del espacio en el que se encuentra, y le sonríe a Arturo. Luego deja caer los brazos, camina y se sienta en las piernas de Arturo apoyando la cabeza en su hombro.

—¿No estás enojado? —le susurra al oído.

—¿Debería estarlo? —pregunta a su vez Arturo.

—No lo sé; tal vez sí. Me está gustando mucho —agrega todavía Liliana.

El invitado se ha sentado también. Liliana toma su copa, bebe y mira al invitado que no ha dejado de observarla. Es imposible definir el escenario y la escena. Ya no están en ningún sitio. La sala de la casa de Liliana y Arturo ha dejado de ser la sala. Los tres figurantes no son más que eso: figurantes y no obstante la intensidad de lo que ocurre, al despojarlos de su identidad habitual, la que les permite reconocerse a sí mismos dentro del mundo en que se mueven comúnmente, les da otra radiante realidad que no pertenece más que al instante.

Vestida de rojo, sentada en las piernas de Arturo, frágil y necesitada de protección, con el pelo negro, los ojos azules y los labios delgados, Liliana mira al invitado como si de pronto quisiera liberarse de su poder; pero luego sonríe entre maliciosa y soñadora y le pide que ponga otro disco. El invitado sale de la sala. Liliana deja las piernas de Arturo y va a sentarse en la cama turca que ocupa una de las esquinas en el recargado espacio de la habitación. Sobre la pequeña, redonda y baja mesa colocada al lado, junto a la lámpara con su amplia pantalla, hay un espejo ovalado con un marco y un largo mango de carey. Liliana lo toma y lo coloca frente a su cara. Liliana mirándose al espejo. Parece tener que reconocerse en su reflejo. Sin verla, Arturo sabe cuál debe ser su expresión porque la ha encontrado muchas veces en el espejo del tocador que está en su cuarto cuando ella termina de inspeccionar su arreglo y buscando el reflejo de él en el mismo espejo le pregunta inevitablemente si el vestido que lleva, siempre demasiado atrevido desde hace bastante tiempo, le parece adecuado. Pero ahora Liliana no se ocupa de Arturo. Deja otra vez el espejo en la mesa, cruza las piernas, pone una sobre otra sus largas y delicadas manos en su muslo y se queda mirando sin ver hacia el frente, perdida en lo que tal vez sea un lejano recuerdo o un puro e inconmensurable vacío interior: imagen de la distancia que se ofrece a la contemplación desde su indiferencia. Podría simularlo tan sólo pero también parece haberse desprendido en efecto de todo lo que ocurre y puede ocurrir para adentrarse ante Arturo en la neutralidad de su presencia y poner toda intención en los otros, haciéndolos culpables de cualquier abuso que se cometa contra su indefensa figura.

La música vuelve a escucharse y el invitado entra de nuevo. Mira alternativamente a Liliana y Arturo. Tal vez sea fácil saber ahora quiénes son ellos; pero ese conocimiento no anula sino que acentúa el poder de Liliana sobre él. La sonrisa que apenas se insinúa en los delgados labios de Liliana pero basta para empezar a señalar los infantiles hoyuelos en sus mejillas y brilla en sus ojos azules crea una distancia entre ella y los que la miran y no anuncia nada. El poder para tomar cualquier decisión parecer haberse puesto sólo en los dos hombres. Sentada en la cama, aparte, dueña de su belleza, sólo femenina e irresponsable, cerrada en sí misma, imprevisible, haciendo del capricho una regla, Liliana ya no es de nadie y por eso sólo de su cuerpo es de quien puede esperarse todo. Arturo tiene el lento develamiento del significado que ella ha puesto en su figura a través del recuerdo de muchas de sus acciones, aunque en este momento ella no sea más que la realidad de su presente. Pero al invitado le basta con lo que ha ocurrido esa noche desde que, al saludarlo cuando entró, Liliana lo besó inesperadamente en la mejilla acercando su boca a la de él hasta casi rozar sus labios. Se sienta cerca de Arturo y los dos beben. Liliana sigue mirándolos sin dejar de sonreír. Tal vez se burla de sí misma. Si afirma algo, su sonrisa sólo puede decir que está a la expectativa. No se representa un papel incongruente sin que todos los sucesos alrededor resulten también incongruentes y la realidad no responda a ningún orden, aunque, si se pensara en ello, se descubriría que ése es el verdadero carácter de lo real. Sólo cuando cada quien muestra lo que el deseo hace de él puede esperarse una respuesta coherente, pero su carácter siempre es instantáneo y vuelve a disolverse de inmediato.

—¿Tú no bailas? —le pregunta al fin el invitado a Arturo, casi como una forma de provocación.

Si éste respondiera afirmativamente y se levantara a bailar con su esposa la posible provocación implícita en la pregunta del invitado se desvanecería, todo se convertiría en un mero malentendido un tanto ridículo por parte suya, cada quien volvería a ocupar su lugar, los sucesos ocurridos resultarían un tanto excéntricos y desconcertantes pero estarían dentro de los límites que permiten la flexibilidad de las normas, aun cuando la conducta de Liliana pareciera haber estado muy cerca de sobrepasar las fronteras que les otorgan la función de crear un sentido. Sin embargo, la respuesta de Arturo anula esa posibilidad.

—No. Yo los miro. Bailen ustedes —dice y esas palabras hacen aparecer una posibilidad dentro de la que ya nadie es más que aquello en lo que sus actos van a convertirlo.

Liliana lo sabe. Arturo acaba de afirmarlo una vez más para ella: tal como lo quiere ser, tal como le gusta verse y que Arturo la vea, sólo es el objeto del deseo. Quizás hubo una época en que pudo ir descubriendo cómo se producía esa transformación que invertía todo lo que estaba segura de representar hasta entonces; pero las sensaciones y emociones que Arturo compartía con ella, creando una aparentemente imposible unión entre los dos, impedían detenerse y volver atrás. La capacidad de lo imposible para convertirse en posible es más fuerte que cualquier otra, aun cuando su reinado exija una continua transformación dentro del que la única regla es la aceptación del azar. Si no puede concebirse como lo que ahora es al meditar sobre sí misma, también es cierto que Liliana tampoco sería capaz de aceptarse como lo que fue. El pasado es verdad en la misma medida que el presente o, sin que nada cambie por ello, los dos son mentira. Sólo importan los hechos en el momento en que se producen. El rapto y el éxtasis pueden encontrarse igualmente en una dirección o en su opuesto. Pero en el centro, sin rumbo ni meta fuera de su propia existencia, arriesgándose continuamente a sí mismo, tanto Liliana como Arturo encuentran, desde la separación que lo hace uno solo, a su amor. Extraña contradicción. Para probarla no se cuenta más, no puede contarse más, que con lo que ocurre.

Después de escuchar a Arturo, el invitado se dirige hacia Liliana y, sin decir nada, extiende el brazo invitándola a bailar.

Liliana obedece: no puede hacer otra cosa: su misma distancia le ha impuesto la obligación de obedecer y, además, tiene que hacerlo para satisfacer su curiosidad ante ella misma y ante la que sabe que existe en Arturo. Sin esa curiosidad tal vez todo entre ellos hubiera seguido el camino de lo previsible y sería diferente, pero tampoco conocerían la incesante recuperación de lo imposible en el seno de lo posible y la vida no tendría otro sentido ni correspondería a otro signo que el que cabía esperar cuando los dos se conocieron y ella estaba tan cerca de las monjas, confiaba en su fe y desconocía su cuerpo, ese cuerpo siempre culpable por el mero hecho de ser un cuerpo ante el que él conoció el deslumbramiento provocado por la unión entre su inocencia, su límpida capacidad de entrega y la pureza que ahora confirma como el mismo candor y la misma belleza revelados a través de la malicia y la impureza que afirman su capacidad de entrega.

Flexible y esbelta, solitaria, creando a su alrededor una zona intransitable dentro de la que sólo tiene lugar su figura vestida de rojo, Liliana abraza al invitado. Ya no se separarán más. Cuando la música calla, entre canción y canción, aunque Liliana abre los ojos, ella y el invitado permanecen abrazados, las manos de ella en el cuello de él, las de él en la espalda de ella. En esa etapa del largo camino que empezaron a recorrer desde que el invitado entró a la casa, Liliana ya no sólo provoca su deseo: lo desea también, sin ningún ocultamiento y su deseo es una manera de tocarse a sí misma, de llegar hasta sí misma, como si sólo en el deseo encontrara la verdad sin ninguna definición posible que toda su apariencia revelaba aún antes de que empezara a buscarla y, sin poderlo evitar, se le entregara también a Arturo, creando esa zona inimaginable en la que es más suya que nunca cuando empieza a dejar de ser suya.

En la penumbra de la sala la doble figura de la pareja es una sola. Arturo puede ver a Liliana besando al invitado en la boca. La silueta de las dos cabezas unidas se dibuja nítidamente. Liliana se pierde en el beso. Su boca, sensual unas veces, obstinada otras, incluso capaz de evocar una lejana infancia cuando sonríe entrecerrando los ojos y trae al presente a la niña con el uniforme de su escuela que sólo conocía la emoción que le despertaban los impuestos sentimientos religiosos de los que tanto ha hablado con Arturo encontrando una escandalosa correspondencia entre ellos y su actual capacidad de abandono en busca de un rapto cuyo carácter tiene que estar fuera de la normalidad, le pertenece al invitado. Arturo conoce también esa capacidad de olvido que antes hacía inimaginable el recato de la rigurosa conducta de ella y sólo se mostraba, más allá de la voluntad de Liliana, en la inesperada malicia de algunos de los súbitos estallidos de risa a los que apoyaban el acerado brillo de sus ojos azules. Se rió de ese modo después de que Arturo la besó por primera vez y justo antes de que, un día después, intentara hacerlo de nuevo. Pero no es a Arturo al que Liliana besa ahora. Redescubriendo el sentido del tacto, perdiéndose en él, una mano del invitado recorre lentamente la piel de Liliana, deja su espalda y empieza a acariciarla en el flanco, bajo la axila, donde el vestido rojo permite ver el principio de la curva de su pecho. Enseguida, la mano se pierde bajo el vestido. Liliana se estremece ligeramente. Arturo puede reconocer de inmediato su reacción. Se ha convertido en el objeto del placer del invitado y su propio placer se encuentra más en el hecho de sentirlo perdido en lo que pueda hacer con el sumiso cuerpo de ella que en lo que recibe de él. Pero la mano se mueve bajo el vestido como si necesitara conocer cada una de las sensaciones que puede provocar en Liliana y Arturo ve cómo ella lo besa en el cuello y vuelve a buscar su boca sin abrir en ningún momento los ojos.

El disco termina. Liliana tarda un instante interminable en separarse de la boca del invitado, de su abrazo, de la mano que acaricia su pecho bajo el vestido. Cuando al fin lo hace, está como perdida, ausente, sin saber dónde se encuentra. Sus ojos azules buscan a Arturo. Lo mira de un modo inexpresivo, distante, como si no pudiera explicarse su presencia ahí. Pero enseguida sonríe y parece entrar a sí misma a través de su sonrisa. Es de nuevo Liliana, la que no ha podido, no ha querido renunciar a nada de lo que, a partir de su relación con Arturo, ha ido encontrando en su necesidad de seducir y su capacidad para olvidarse de sí en esa necesidad. Su sonrisa ya es maliciosa y un tanto irónica al volver a mirar a Arturo y alzar los brazos hacia arriba en un gesto de alegre abandono y absoluto reconocimiento de sí. Ella es la única dueña de su esbelta figura. Baja los brazos, se encoge de hombros, orgullosa y avergonzada de sí misma, y deja la habitación. Está ligeramente despeinada, pero sus movimientos no hacen más que afirmar la seriedad y el recato que toda su conducta acaba de negar.

La música regresa. Sin embargo, Liliana no entra de nuevo a la habitación. El invitado, que se había quedado en el centro del cuarto, sin mirar a Arturo, ha ido a sentarse en un sillón casi frente a él. Arturo es ahora otra persona cuya existencia en él nunca supuso el invitado al conocerlo poco antes. Le habla con una súbita necesidad de encontrar una explicación para su conducta.

—No te entiendo —dice—. ¿Qué esperas? ¿Qué quieres ver? ¿Siempre es así? ¿Es necesario para ti todo esto?

Arturo podría intentar una larga explicación. Cuando se casaron, Liliana ni siquiera había aceptado usar nunca un bikini. Se compró uno durante la luna de miel después de la primera noche que hicieron el amor cuando durante todo el noviazgo nunca había permitido más que Arturo la besara y le hiciera unas cuantas limitadas caricias. Hicieron el amor a oscuras y sólo después Arturo insistió en que le permitiera prender la luz para verla desnuda. Liliana se dejó contemplar y luego sus ojos azules acompañaron a sus labios en la sonrisa que transformaba su cara y podía llegar a convertirse en un breve estallido de risa, como ocurrió en esa ocasión antes de que ella se acercara a Arturo y ocultara su rostro en el hombro de él. Fue desconcertante para Arturo descubrir cuánto le gustaba a Liliana exhibirse y cómo su belleza se acentuaba apenas se sabía observada y la mirada de los otros parecía revelarla ante sí misma. A partir del desconcierto, Arturo aprendió también a mirarla siempre. Aceptó la fascinación que sentía al verla bailar con algún amigo. Los vestidos de ella fueron haciéndose cada vez más atrevidos y sin que ninguno de los dos se lo confesara al principio, Liliana vigilaba a Arturo para comprobar si aceptaba su conducta mientras él la vigilaba a ella para sorprender esa conducta, turbado a veces y sin poder evitar que las objeciones que podía hacerse aumentaran su emoción ante la posibilidad de contemplarla. Resultó difícil, cuando no imposible, conservar algunas amistades. Empezó la búsqueda de meros conocidos. Liliana en la playa cuando Arturo observó que se había quitado el sostén del bikini y acostada sobre la arena apoyaba los codos en ella y levantaba el tronco para que, enfrente, un desconocido pudiera mirarle los pechos. En una cena íntima, avisando ante la sonrisa escéptica o turbada de varios de sus amigos que iba a desnudarse, poniendo un disco y haciéndolo casi por completo antes de que una amiga la cubriese con un abrigo, reprochándole después a Arturo que no se hubiera dado cuenta de que Liliana estaba borracha. Pero beber no era más que un pretexto para precipitar las cosas. Los dos lo sabían perfectamente. Liliana nada más fingía que estaba borracha la noche en que, después de verla bailar con uno de sus amigos, Arturo entró a una habitación del departamento en el que estaban y la encontró semidesnuda en la cama besando a su pareja. Vio a Arturo y no se inmutó. Él cerró la puerta del cuarto, quedándose adentro. Su emoción debe poder encontrar las palabras que la expliquen y la justifiquen, aun cuando para ello, si se quiere evitar la fácil definición que tiene un nombre para toda forma de deseo que no se coloca dentro del marco de las costumbres establecidas, tenga que forzar y transformar el sentido habitual de las palabras evitando al mismo tiempo hacerlas incomunicables. Pero Arturo sólo responde muy breve y precisamente a las preguntas del invitado.

—A ella —dice—, sólo quiero verla a ella, bajo todas las miradas posibles.

—No puedo entenderte. ¿Es el placer de arriesgarla? —insiste el invitado.

—Tal vez eso sea necesario, pero no es lo que importa —contesta Arturo—. Es sólo para verla. A ella. Verla como si yo no existiera y encontrarla siempre desde un nuevo principio.

—¿Y yo? —pregunta el invitado.

—¿Podría responderte? Yo no tengo palabras ahora. Eres el tercero. El que recibe la donación. Siempre es posible rechazarla —contesta Arturo.

—También puedo pensar que ella quiere estar conmigo —dice el invitado.

—Y sería verdad, por supuesto. Ella sólo puede querer estar contigo. Es también una de sus maneras de estar conmigo.

Entonces, por la otra puerta de la sala, aparece Liliana, sobrepasándose a sí misma, gozando de antemano con el carácter inesperado de su aparición, y se queda de pie en el marco de la puerta, con los ojos azules animados por una irreprimible alegría que transforma la severa perfección de sus facciones dentro del preciso óvalo de la cara enmarcado por el negro pelo que ella misma se ha echado hacia arriba, feliz ante la sorpresa del invitado, ajena a Arturo y segura de su complicidad.

La luz de la habitación contigua la ilumina por detrás, recortando su silueta en el espacio creado por el marco de la puerta, deteniéndola en el umbral de la semioscuridad de la sala. Instante perpetuo desde donde la miran y la admiran Arturo y el invitado. Por un momento, en ese preciso momento, el tiempo tiene la inmovilidad y la vida que se unen y se contradicen en un cuadro.

Liliana le ha dado vuelta a su vestido y el escote que antes desnudaba su espalda descubre por completo sus pechos, muy separados entre sí, con la rosada aureola en medio de la cual el pezón saliente es un continuo llamado hacia ellos: procaz revelación desnuda que no rompe el recato del rostro, la serena severidad de sus facciones y pone en la irresponsabilidad de su figura, afirmada en su descaro y su abierto ofrecimiento, un sello contradictorio e indescifrable. La natural fuerza de la sensualidad se pone al servicio de la perversión que la deforma y negando toda naturalidad entra al campo del espíritu cuando lo que se muestra es el poder de seducción de la carne.

Con los brazos caídos a ambos lados de su largo y esbelto cuerpo semidesnudo, imposible en la realidad de su aparición, con los flexibles dedos rozando apenas sus muslos, inmediata y única en la poderosa obscenidad de su presencia, Liliana se deja mirar durante un tiempo sin tiempo, que no avanza, que se vuelve sobre sí mismo y regresa a su figura. La gargantilla roja de su vestido, que antes detenía la pechera abrochándose en la parte posterior de su cuello, ahora es un collar que ciñe su garganta bajo la que desciende la fina línea de los hombros, el suave trazo de las clavículas y la culpable desnudez de los pechos y luego cae la recta forma del vestido, como si ahora no fuera más que la irónica evocación de un estilo Imperio llevado hasta el extremo. Después, Liliana avanza unos pasos adentrándose en la sala donde están Arturo y el invitado.

La conversación que ellos acaban de tener no parece haber existido nunca. Al voltearse el vestido, Liliana ha hecho inútiles todas las palabras. Ningún ocultamiento, ninguna explicación, son necesarios. Conforme camina por entre los muebles de la sala, con los pechos desnudos, anunciando que su único propósito es provocar, entregándose a la contemplación de los otros, excitada y aparentemente ajena a la excitación que despierta, pero sin poder ocultar tampoco su satisfacción, el reconocimiento de que aceptará cualquier cosa que se haga con ella está implícito en el simple hecho de que ese vestido ya no protege su pudor sino que la abre a una total disponibilidad.

—Siéntate aquí —le pide el invitado cuando Liliana pasa a su lado.

—¿Dónde? —pregunta ella deteniéndose y mirándolo con sus límpidos ojos azules, como si, para sorpresa suya, ya sólo pudiera obedecer.

—Aquí —repite el invitado, señalando una esquina del amplio sillón en el que está sentado.

—¿Para qué? —vuelve a preguntar Liliana, como si ahora tan sólo quisiera retrasar un instante más lo que ya reconoce inevitable.

—Para tenerte a mi lado —dice el invitado.

—Podríamos bailar en vez de eso. No voy a terminar de entenderlos nunca —simula lamentarse Liliana.

—No importa. Quiero tenerte a mi lado —insiste el invitado.

—Allá ustedes —dice Liliana abarcando con su respuesta también a Arturo, aunque muy estrictamente el diálogo sólo se ha desarrollado entre lo que ella es ahora para el invitado y lo que el invitado reconoce que es.

Liliana mira un instante el sitio que ha señalado el invitado y obedece. Todo lo que ocurre después debería ser intolerable de mirar. Es imposible incluso aceptarlo como un puro suceso en el que nadie representa a nadie porque Liliana muestra con mayor precisión que nunca la intransferible realidad de su persona y el invitado sólo se sirve de esa realidad, a pesar de que la conducta de ambos parece transfigurarlos. ¿Cómo explicar la aparición de la intimidad más bella y secreta a través de una acción que contradice la existencia de esa intimidad? ¿Por qué entra Liliana a la más extrema y exteriormente delicada posesión de sí misma cuando lo que permite anuncia que ha renunciado a toda integridad? ¿Cuál es el secreto de esa figura tan naturalmente distante en su belleza física que, sin embargo, parece requerir de la violación de toda regla por parte de Liliana para mostrarse a través de esa misma belleza en toda su plenitud? ¿En qué mundo puede mostrarse y cómo puede mantenerse esa plenitud que revela la contradictoria verdad representada por la figura de Liliana? Sólo puede afirmarse que la total rendición de Liliana al invitado permite que su obediencia haga aparecer en ella la absoluta neutralidad y el poder que no se dirige hacia ningún fin utilitario ni obedece a más reglas que a la deslumbrante capacidad de imposición a través de los sentidos de la belleza física en la que todo se hace inevitablemente manifiesto. El invitado le ha pasado el brazo por detrás de la espalda a Liliana, le ha tomado la barbilla con dos dedos y la ha recostado contra su hombro. Liliana se ha dejado hacer con una absoluta sumisión. Luego el invitado ha dejado la mano en el hombro de Liliana abrazándola, se ha inclinado hacia ella y la ha besado en la boca. Mientras, su otra mano acariciaba los pechos de Liliana, cubriendo uno de ellos por completo, tomando entre sus dedos un pezón y apretándolo, rozando apenas con el dorso de la mano el otro, usando los pechos como el campo sin fin de unas caricias incapaces de encontrar su propio fin.

Arturo los mira desde la más inalcanzable elevación, la que lo hace desaparecer y lo disuelve por completo en Liliana a través de la contemplación. No tiene ningún lugar en la escena, porque sólo su ausencia de sitio le permite presenciarla. Tal como puede verla, Liliana es ella desde siempre y desde nunca, cuando al negarla sus actos la afirman, cuando borra todo posible acceso a la Liliana que Arturo conociera antes de permitir que existiese esta Liliana y al mismo tiempo dejan a aquella Liliana fija para siempre, reconocible sólo para Arturo que la encuentra también en ésta. El beso se prolonga indefinidamente. Liliana se deja hacer y al mismo tiempo acaricia apenas la nuca del invitado. Tal vez en el arte; tal vez en el sueño… Pero las figuras sentadas en el sillón tienen una realidad absoluta y están en el tiempo, aunque su contemplación sólo parezca posible fuera de él.

Al fin, Liliana se levanta, apartándose del abrazo y las caricias del invitado. Pero ni la imagen ni la revelación que los dos hacían posible se ha roto. Si Liliana pudiera mirarse no se reconocería. Nadie más que Arturo puede reconocerla al mirarla en ese momento. Es otra y la misma. Sólo sus movimientos prueban que el instante no es perpetuo y lo que acontece ocurre dentro de la vida. Las manos de Liliana suben hasta su cuello, se desabrocha la gargantilla del vestido y lo deja caer por su espalda, quedándose con el torso enteramente desnudo. El invitado la mira y la admira sin moverse. Desde su perfección y la voluntad de entrega de su propia belleza esa belleza parece hacerla intocable. Ella se vuelve un instante para ver a Arturo. Quizás quiere encontrar el camino que le permita mostrar que, a pesar de su olvido anterior, actúa para él; pero la búsqueda de ese camino sólo la precipita de nuevo hacia el olvido. De pie frente al invitado le toma una mano y hace que se levante. Sin embargo, no lo abraza, sino que, conservando una cierta distancia, sus largos dedos se tienden hacia la corbata del invitado, deshacen el nudo y se la quita. Igual que Arturo, sin moverse, el invitado la mira hacer. Mediante sus gestos Liliana lo pone a sus órdenes, anulando cualquier posibilidad de apartarse. Le quita el saco y luego, muy lentamente, empieza a desabrocharle los botones de la camisa hasta que también es posible desprenderlo de ella. La escena parece corresponder más que nunca a una ceremonia en la que cada acto está previsto y parecería totalmente irreal si no fuera por su absoluto carácter violatorio que hace aparecer esa otra esfera en la que todo es posible. Ahora, de pie uno frente al otro, tanto Liliana como el invitado tienen el torso desnudo. El disco ha terminado y el tocadiscos ha vuelto a funcionar automáticamente haciendo que se repitan las últimas canciones. Liliana se acerca al invitado y le echa los brazos al cuello; él la atrae hacia sí poniendo las manos en su espalda. Vuelven a bailar, con torpeza, guiados sólo ocasionalmente por el ritmo de la música.

Arturo los observa. Su mujer, el objeto de su amor, la revelación del amor a través de su imagen; su mujer, a la que ama y a quien le pertenece y que le pertenece; su mujer, en la que se ha hallado a sí mismo y que lo representa; su mujer, a cuyo alrededor se agrupa toda la coherencia del mundo; su mujer, que vista en tantas otras ocasiones es la severidad y la inocencia, la rectitud y la elegancia; su mujer, que pertenece a una familia pudibunda y conservadora, que hizo alimentar a sus maestras la esperanza de que sería monja y siempre tuvo una conducta intachable, ha roto todos los límites que la definían y por eso representa la indiferente pureza de la belleza absoluta visible en su cuerpo, al que, sin embargo, el deseo dicta la procacidad de sus actitudes, gestos y movimientos. Manipulada a su antojo por el invitado, permite que éste empiece a bajarle más aún el vestido para acariciarle las nalgas. Cuando el disco termina, el vestido está a los pies de Liliana y deja ver sus breves calzones rojos. Es Liliana, en la sala de su casa, cubierta sólo por esos breves calzones que no hacen más que acentuar la resplandeciente desnudez de su cuerpo, una desnudez que porque es incongruente e inaceptable se afirma definitivamente como la pura desnudez. Desnuda de esa manera la presencia de Liliana transforma todo a su alrededor; pero para el invitado ella ya no es más que el disponible objeto de su deseo. Se inclina para despojar a Liliana del vestido que está a sus pies y Liliana sale de él con un fácil movimiento, como si se liberara al fin de algo que le estorba y ha perdido todo sentido. Con los ojos azules apenas abiertos y la mirada perdida, da un paso hacia adelante dejando la mancha roja del vestido en el suelo, parece buscar qué puede hacer lejos del abrazo del invitado y por último se deja caer en el sillón más cercano.

Arturo abandona la sala y se dirige al tocadiscos en la habitación contigua. Es una profanación ser testigo del uso que el invitado hace de la seducción de Liliana ante su propia belleza y de la entrega de esa belleza a la impersonalidad de un placer que se le impone; pero no puede ni quiere evitarlo. Lo que sólo debe ocurrir en la soledad que crea cada pareja se convierte de pronto en el espectáculo de la vida abierto ante él y el objeto y la imagen de su amor, representando a la vida, se pierde y se encuentra más allá de sí misma en la vida y olvida su amor. Es un dolor y una exaltación. Porque ha perdido a Liliana la tiene más que nunca. Desde su pérdida nadie puede quitársela. Él sabe que la belleza no tiene dueño y sólo a partir de este reconocimiento Liliana puede ser suya sin perder su verdad en tanto belleza. Arturo se queda mirando el disco que gira en el tocadiscos. Una escena vulgar es el medio para provocar la aparición de lo sagrado. Incomprensible y humillante. En tanto, Liliana, su mujer, debe estar haciendo la puta. Arturo regresa a la sala.

Liliana y el invitado están bailando de nuevo, pero apenas se mueven ya. Es imposible seguir fingiendo que bailan. Se acarician sin ningún orden y han llegado al momento en que sus cuerpos sólo les piden ir más allá.

—Acuéstate —le ordena a Liliana el invitado.

—¿Por qué? —pregunta ella con su voz joven y clara, con un ligero tono de asombro, como si a pesar de todo lo que ha pasado y de que ella misma no parecía más que esperarla, la orden le sorprendiera.

La respuesta del invitado es la única posible cuando los actos no tienen más justificación que la fuerza que despiertan una vez que se ha obedecido al impulso que permite realizarlos.

—Porque sí —dice.

Ignorando por completo el regreso de Arturo a la sala, Liliana, sin ocuparse siquiera de apagar la luz de la lámpara que está junto a la cama turca, se quita los calzones y obedece. Desnuda, tendida boca arriba en la cama, parece ignorar lo que espera. Su cuerpo indefenso se expone en toda su belleza. No puede evitar entregarlo para que se sirvan de él; pero acostada en la cama, con los brazos extendidos paralelamente a su cuerpo, las piernas entreabiertas, el negro triángulo del sexo haciendo más evidente e impúdica su total desnudez, que califica también a las perfectas facciones de su rostro, Liliana abre un instante los ojos y con una casi dolorosa dulzura su mirada azul, la mirada que sedujo a Arturo desde el primer instante en que tuvo oportunidad de conocerla, encuentra la de Arturo, que ha ido a sentarse al mismo sillón de antes.

El invitado termina de desnudarse y de pie junto a la cama mira detenidamente el cuerpo de Liliana. Ella vuelve a abrir los ojos. Como si actuara independientemente, su mano recorre muy lentamente su cuerpo. Luego cierra de nuevo los ojos y levanta el brazo tendiéndole la mano al invitado. El momento en que ella y el invitado estaban uno frente al otro en la mesa, a ambos lados de Arturo, y la conversación entre los tres tomaba los seguros cauces de lo conocido ha quedado desmesuradamente atrás. Su mismo carácter parece ahora absurdo. Lo que con toda seguridad ocurrirá muy pronto desnuda a la vida y la coloca en el centro de sí misma sin ningún disfraz, del mismo modo que, en su impersonal desnudez, Liliana y el invitado sólo podrán regresar al reconocimiento de sí mismos después de haber cedido a la fuerza a la que se han entregado y que los guía. Toda realización del deseo es un espectáculo, aun cuando no tenga espectadores; pero, además, en esta ocasión Arturo los mira. Él tampoco piensa en nada o, igual que Liliana y el invitado, no es dueño de lo que piensa porque, igual que a los otros también, sus sensaciones lo guían y no le permiten reconocer su propio pensamiento. Ausente de sí mismo, perdido en una zona en la que es imposible habitar, de la que pareciera que no va a ser capaz de regresar nunca porque ha visto con una ardiente lucidez y una deslumbrante claridad la aparición de esa oscuridad total que para él también encierra la única verdad, una verdad sin nombre que le revela y le demuestra su propia lucidez al dejar de serla, no está excitado físicamente y sin embargo su propia mente, representando por entero a su cuerpo del que sólo utiliza el sentido de la vista, también le permite que se olvide de sí. Aunque no sea la primera vez que ocurre, siempre vuelve a ser la primera vez. La exaltación y la humillación, el amor y la ternura, el equívoco y la certidumbre alimentan a una sola intensidad que se sacia en sí misma. Los ojos que han dejado de ser suyos, que sólo hacen posible la radiante pureza de la oscura visión, miran a Liliana como no pueden verla cuando el deseo los pierde uno del otro; pero entonces la pareja sólo es posible en su negación como pareja, en el reconocimiento de una separación y una diferencia que debe mantenerse para que se imponga su voluntad de ser una pareja en esa pureza de la visión de la que uno es el objeto y otro el sujeto pero que absorbe todas las diferencias para unirlos más allá de sí mismos.

Sin embargo, tal vez, perseguir esa visión es inadmisible y la realidad borra su pureza, la transforma ensuciándola con las exigencias que permiten reconocerla en tanto realidad por medio del marco de lo establecido. Y no es sencillo abandonar ese marco. Lo que ocurre a la vista de Arturo no puede describirse, está más allá de las posibilidades del lenguaje común porque sólo es el producto del mudo lenguaje de los cuerpos donde se realiza lo que no puede sustituirse por palabras cuyo significado esté fijo. El único testigo es la mirada de Arturo y su signo es el silencio. Si cerrara los ojos, Liliana y el invitado desaparecerían, pero aún a través de sus ojos cerrados él sabría que los cuerpos de ellos seguirían existiendo y la mirada, en cambio, le permite participar de esa ceremonia en la que los oficiantes ignoran al espectador pero lo han aceptado antes de iniciar el rito dentro del que se pierden. Hay una inexplicable cercanía a través de la renuncia a sí mismo de él y su pérdida en esa fascinación de la mirada de la que Liliana no participa más que por medio del abandono de sí que la entrega sin que su voluntad intervenga.

Finalmente, Liliana deja escapar un corto grito. La respiración de ella y el invitado se confunden, agitadas, ansiosas, entre murmullos y suspiros. Ya sólo se trata de llegar a un término que se busca y se rechaza. Arturo puede verlo. Contempla un mundo que se desconoce, arriesgando que al volver a sí lo desconozca él. La piel de Liliana se ha hecho más tersa sobre las perfectas facciones del óvalo de su cara enmarcado por el pelo negro. Sus pómulos son más salientes; el hueco de sus mejillas es más profundo; la línea de su quijada más marcada; el cuello más largo y curvado. El arco de sus cejas, más allá del cual se extiende la amplia frente ligeramente abombada, se acentúa en un gesto de involuntaria concentración. Su boca entreabierta, anhelante, en la que se muestran con mayor claridad los signos del rapto y el éxtasis manteniéndose como si Liliana quisiera sostener sus sensaciones en una cima desde la que el equilibrio es imposible, permite ver los dientes. Luego Liliana deja escapar un quejido de asombro y enseguida un largo grito de dolor, de felicidad, de sorpresa, por el que su placer se despeña de la altura sin medida que había alcanzado mientras sus manos se aferran a la espalda del invitado. Todo se disuelve. Los movimientos del invitado se hacen convulsos y después los dos se quedan quietos, él sobre ella, ella bajo él. Las elegantes manos de Liliana resbalan por la espalda del invitado, abandonando el lugar en el que buscaban un imposible apoyo. Sigue sin abrir los ojos. El invitado le dice algo al oído y ella mueve la cabeza afirmando. El invitado la besa en la frente, en los párpados que cubren sus ojos azules. Liliana adelanta sus delgados labios ofreciéndole su boca. Se besan y luego Liliana levanta un brazo doblando el antebrazo para colocar la mano bajo su cabeza de manera que el invitado pueda apoyar la suya en el brazo y quedarse con la cara contra la de ella. El invitado pasa lentamente, con un profundo cariño, una dulce ternura y una nueva confianza, una mano sobre el pecho de Liliana que su propio cuerpo no oculta. Liliana lleva su brazo libre hasta la cabeza de él y sus largos dedos acarician con el mismo cariño, la misma ternura y la misma confianza la nuca de él. Arturo siente un inesperado desamparo. Los gestos de ambos hablan de una intimidad interior de la que él está excluido. Se queda mirándolos desde la distancia que por primera vez se ha abierto entre él y ellos. Esa intimidad existe, pero Arturo tiene que permitir que se cree para conseguir, por encima o después de que se haya hecho posible, que Liliana regrese a su lado cuando él la ha visto como ni siquiera ella misma es capaz de hacerlo, de tal modo que la persona que traicionándolo aparentemente le pertenece a Arturo sólo a través de su desprendimiento está encerrada en Liliana y es más que Liliana aunque no tenga otra existencia que la que ella puede darle, la existencia que también hace posible que realice gestos que muestran que Arturo está excluido de la interioridad que los motiva. Pero también esta interioridad se hace visible a través del carácter exterior de los gestos. Se trata siempre de ir más allá de los límites, aunque existe otra posibilidad. El invitado podría intentar estar a solas con Liliana buscando repetir de otra manera lo que acaba de ocurrir. Arturo conoce la increíble timidez y la vergüenza que se muestran en Liliana al producirse ese segundo encuentro; pero si Liliana aceptara ver a solas al invitado el contradictorio atractivo de esa timidez y esa vergüenza podría también aumentar la intensidad de las raras emociones que produciría un encuentro de ese tipo. Nunca ha ocurrido. La unión entre Liliana y Arturo también se ha fortalecido hasta hacerse indestructible a través del carácter de las emociones que los dos comparten. Pero siempre es posible. En el caso de que Liliana aceptara ese encuentro, el invitado pasaría a ocupar el lugar que Arturo parece haber perdido sólo momentáneamente. Sin embargo, si Liliana se quedara con él ya no sería Liliana, sino aquella otra en la que el invitado la convertiría. Quizás este acto podría considerarse una redención. Liliana se liberaría del lazo inadmisible que ha ido creándose entre ella y Arturo cuando se salieron de todas las reglas a partir del mutuo descubrimiento de la necesidad de exhibirse y de seducir de ella y del gozoso consentimiento de él, al principio sorprendido de sí mismo en no menor medida de lo que le sorprendía encontrar a esa Liliana inesperada que más que a nadie lo mantenía a él prisionero de su poder de seducción. Redimida, tal vez Liliana podría volver a ser lo que fue antes de que Arturo la impulsara o simplemente le permitiera ser la que es ahora; pero eso sólo equivaldría a abandonar una posibilidad por otra que los dos ya habían dejado atrás mucho antes. La aureola de prestigio que había llegado a tener entre ellos la fiel observancia de una determinada conducta prohibida se desvanecería; sin embargo, Arturo sabe que ese prestigio ha sido creado por su mutuo descubrimiento de las exigencias que el carácter del mundo ponía sobre su amor. Ese amor los hace y en ese amor se encuentran, por su misma naturaleza excepcional e incomunicable nadie más puede entrar a él y ellos se perderían a sí mismos fuera del espacio que su relación crea. Para comprobarlo Arturo sólo tiene que volver a mirar a Liliana. Ella está ahí. Cubierto en parte por el del invitado, su cuerpo resplandece. Los dos parecen haberse dormido o fingen haberse dormido. Desnuda e indefensa como la vida, la figura de Liliana, abierta a la contemplación, no tiene principio ni fin, como la vida. Liliana tiene que ser de todos porque no es de nadie y no siendo de nadie es como Arturo la siente suya. Los dos cuerpos en la cama, revelados por la luz de la lámpara que Liliana no se ocupó de apagar al obedecer la orden del invitado, forman el único posible centro de la sala y su arbitraria presencia en ella la llena de sentido, como si toda realidad tuviera que violentarse hasta obligarla a mostrar su lado contrario para poder alcanzar su verdadero carácter.

Arturo se acerca a la cama turca y besa la mano de Liliana. Ella abre los ojos. El ritmo de la respiración del invitado no ha cambiado.

—¿Estás ahí? —pregunta Liliana con un sincero asombro en sus límpidos ojos azules.

De pronto, su actitud parece indicar que Arturo la ha sorprendido de una manera que ella jamás esperaba, comprobando un adulterio que debería haber ignorado siempre. Liliana hace a un lado el cuerpo del invitado, que todavía duerme o finge dormir, sale de la cama y enfrenta a Arturo exasperada, de mal humor, con un gesto de incredulidad en el rostro que se señala sobre todo en la manera en que arquea las cejas y cierra sus labios delgados y en el brillo de ira de los rasgados ojos azules, cuyo color se acerca otra vez al del acero.

—Vámonos de aquí —dice.

Deja la sala y entra a la habitación contigua sin recoger su vestido ni volverse a ver al invitado y una vez que Arturo la ha seguido, cierra la puerta. Mira a Arturo sin acercarse a él. Bajo la intensa luz de la habitación, su cuerpo desnudo, ajeno a la ira que se muestra en su rostro, tiene una belleza casi adolescente en la esbelta firmeza de sus líneas y su indiferencia a la furia de ella crea una contradicción en la que se muestra la ambigüedad que la define al impedirle dejar de afirmarse por un lado y negarse por otro, resolviéndola como un continuo misterio en el que pierde toda unidad, encerrando y abriendo el indestructible secreto de la belleza que la habitaba aún antes de que ella empezara a usarla de una manera prohibida, guiada por su propia sorpresa y por el amor que descubría en Arturo.

—Tú tienes la culpa. Me empujas siempre —le dice a Arturo—. Yo no quería hacer nada, es el hecho de saber lo que tú esperas el que me obliga.

—Ya lo sé —contesta él.

—Pero no quiero que vuelva a pasar. Con nadie. El que debe evitarlo eres tú y en vez de eso, lo provocas. Me odio por ceder, porque no puedo explicarme lo que me pasa. Pero tú tienes la culpa. Yo no puedo dejar de seguir a alguien que me guía desde adentro y tú debes evitarlo.

—Muy bien. No volverá a pasar —dice Arturo divertido y totalmente seducido por la incongruencia de ella, tratando de disimular su exaltación ante esa nueva prueba de la realidad de su amor.

Liliana lo mira con incredulidad. Inconsecuente para ella misma, su ira es cada vez mayor por eso.

—¡Te odio! —dice.

Da media vuelta y deja también esa habitación; pero, una vez más, sus movimientos la niegan, como si para su cuerpo fuese imposible tener una actitud que no naciera de él mismo y cualquier decisión que ella tomase aparte de los mandatos de ese cuerpo en el que se celebra y se encuentra su persona fuese borrada de inmediato por lo que dice la presencia de la figura en la que la decisión tendría que realizarse. Al volverse para salir, en el espacio vacío que deja su figura, se queda grabado el dibujo de su larga espalda estrechándose conforme se acerca a la frágil cintura, de sus delicadas caderas y de la ceñida curva de sus nalgas. Dejando ver por detrás su cuello, el negro pelo recogido parece cumplir la misma tarea que las piernas en las que milagrosamente se continúa el tronco: la desnudez de Liliana es una continua afirmación de su pureza.

Luego, el silencio invade la habitación en la que se ha quedado Arturo. Liliana debe haber apagado el tocadiscos. Y entonces, en esa súbita revelación del silencio creado a partir del término en la monótona repetición de las mismas canciones, aparece ella y se queda de pie en el marco de la puerta. Siempre en el marco de la puerta, en el centro de ella, como la única figura en un cuadro: revelación inmediata y distante. Pero, ahora, además, Liliana ya es otra.

—Me siento mal —dice—. No me entiendo. ¿Por qué hago esas cosas?

—No has hecho nada. Yo tengo la culpa —contesta Arturo.

Liliana lo mira sin saber si debe tomarlo en serio. Avanza unos pasos acercándose a él y se detiene. Cualquiera puede revelarla; pero nadie puede tocarla. Alza los brazos llevando las manos al broche con que ha asegurado su trenza en lo alto de su cabeza, dejando ver el hueco de sus axilas. Sus pechos se levantan ligeramente también. El triángulo negro de su sexo centra su desnudez. Se arregla el pelo, duda un instante y deja el broche en su lugar. Sus brazos descienden. Su muñeca derecha toca apenas el muslo mientras la mano con los dedos extendidos se hace hacia atrás. El otro brazo avanza ligeramente hacia adelante como si la mano quisiera detenerse en un objeto inexistente. Mira a Arturo.

—¿Quién me ha enseñado a ser puta? —le pregunta con una mezcla de queja y de burla, desde el absoluto y alegre reconocimiento de su culpa y desde la no menos absoluta afirmación de la inocencia de su feminidad.

—Déjame abrazarte —pide Arturo, incapaz de contener la necesidad de sentir su cuerpo al cabo de tanto tiempo y de tantos sucesos porque todos ellos conducen hacia esa necesidad. Es cierto que al tocar a Liliana tocaría lo intocable que los actos de ella han hecho visible y palpable. Pero Liliana parece exigir todavía un ligero retraso más.

—Mírame antes —dice.

No obstante, inmediatamente después, se acerca a Arturo y le rodea el cuello con los brazos. Arturo ciñe su cintura y sube las manos por su espalda. Ella aparta la cara para mirarlo de frente. Sus ojos azules parecen oscurecerse al tiempo que relampaguean maliciosos. En todo su rostro se afirma la belleza que nada ha podido transformar nunca. La sensualidad de sus severos labios delgados es inexplicable. Su figura encierra algo eterno y fugaz. Habla con un matiz ingenuo e irónico, grave y ligero. Su clara voz expresa un lamento por su conducta y un velado reproche a Arturo por imponérsela, y tiene un tono en el que se revelan la complacencia y el abandono que anticipan y obligan a aparecer la falsa seriedad de todas sus facciones. Aunque si alguien más que ellos pudieran escucharlas sus palabras serían escandalosas, tal vez atroces, ése es el mismo tono con el que un inalcanzable momento atrás y sin embargo en un continuo presente, ha dicho con voz cristalina y un acento intachable I adore myself:

—¡Qué humillación! —comenta—. ¡Todo el mundo que quiere me coge!